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El Catoblepas, número 162, agosto 2015
  El Catoblepasnúmero 162 • agosto 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

Crítica de la doctrina de las epistemes como premisas hermenéuticas

José Antonio López Calle

Examen crítico de la interpretación de Foucault del Quijote (I). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (38).

Crítica de la doctrina de las <i>epistemes</i> como premisas hermenéuticas

Una evaluación crítica del comentario de Foucault del Quijote debe empezar por un examen de las premisas hermenéuticas en que éste se funda como paso previo imprescindible para proceder a evaluarlo. Y puesto que tales premisas hermenéuticas, base de su comentario, se cifran en su doctrina de las epistemes, en especial las correspondientes a las etapas renacentista y clásica (para el caso es irrelevante la del periodo moderno de los siglos XIX y XX), el análisis crítico de la interpretación de Foucault del Quijote debe comenzar con una inspección de semejante doctrina.

La doctrina foucaultiana de las epistemes es una fantasía, con algún elemento de verdad. No existen las epistemes como realidades unitarias y compactas y discontinuas. El pensador francés consigue semejantes efectos de unidad compacta, homogénea y discontinua, al precio de omitir hechos que la contradicen, de exagerar los que convienen a sus tesis o subestimar los que podrían impugnarlas, o sencillamente de malinterpretarlos para que encajen y refuercen su doctrina de las epistemes.

Así su retrato del Renacimiento, desde su punto de vista epistémico, es una mezcla de ese triple proceder, en el que la omisión, la sobreestimación o subestimación y los errores de interpretación desempeñan un papel crucial. Es verdaderamente ridículo pretender identificar las categorías fundamentales de la forma de pensar de una época basándose para ello en un muy reducido número de materias, como si fuesen representativas del todo del saber de la época. Así para retratar la episteme del Clasicismo se atiene a la consideración de la gramática, la historia natural y el análisis de la riquezas (en la práctica viene a ser la economía mercantilista). Sin embargo, por razones que no explica, en su cuadro epistémico del Renacimiento, no toma en consideración las mismas tres materias, sino que sigue un método diferente, consistente en ilustrar su tesis fundamental de que la semejanza es la categoría central del pensamiento renacentista con citas ilustrativas que, cuando se repara en ello, resultan proceder de tres áreas: las disciplinas esotéricas o mágicas (ocultismo, alquimia, astrología, fisiognomía, etc.), historia natural y gramática. Pero no se hace un análisis específico de ellas. De esa forma el autor transmite la impresión errónea de que en el Renacimiento no hubo saberes tales como la historia natural o la gramática o saberes dignos de tal nombre, de los que sólo cabría hablar a partir del Clasicismo, cuando lo cierto es que en tal periodo esas materias fueron objeto de numerosos e importantes estudios y que hay una continuidad entre el saber renacentista en esos campos y el clasicismo, sin que por ello obsten sus diferencias.

Merece notarse que de su cuadro epistémico del Renacimiento está completamente ausente la economía, como si durante este periodo no hubiese habido pensamiento económico, aunque más adelante (en el capítulo sexto, segunda sección) le dedica al pensamiento económico renacentista, expulsado, pues, del capítulo reservado a la episteme del Renacimiento, unas páginas pertenecientes ya a su tratamiento de la episteme del Clasicismo, si bien como mero preludio a su exposición, desde su punto de vista epistémico, de la economía del Clasicismo como análisis centrado en las riquezas. Pero su forma de abordar el saber económico renacentista es parcial y simplificadora, ya que lo presenta como si éste se hubiera reducido a abordar el problema de los precios y de la moneda. Ignora por completo que en el Renacimiento hubo un pensamiento económico de gran importancia, sobre todo el de los escolásticos españoles de la llamada escuela de Salamanca, considerados por muy relevantes historiadores y economistas como los fundadores o precursores de la moderna ciencia económica, que, por tanto, no merece ser tratado como mero prólogo para el abordamiento de la teoría económica del Clasicismo y que además abordó no sólo el problemas de los precios y de la moneda, sino muchas otras cuestiones fundamentales de la teoría económica, como las del valor, la naturaleza del mercado, la competencia, la banca, el papel del Estado en la economía, etc.

De su cuadro de las epistemes renacentista y clásica (también por supuesto de la moderna) están ausentes la astronomía, la física, la anatomía, la fisiología y la química. Esta tan notable omisión el permite a Foucault mantener la ficción de la homogeneidad y discontinuidad de sus artificiosas epistemes. Pero lo cierto es que la astronomía moderna empieza en el Renacimiento con Copérnico, cuyo De revolutionibus orbium coelestium (1543) desencadena un revolución que transformará la astronomía y conducirá al nacimiento de la física como ciencia, y que después de él se desarrolla toda una tradición de pensamiento científico que, pasando por Tycho Brahe, Kepler y Galileo, llega hasta Newton, de forma ininterrumpida. Esto pone de relieve, pace Foucault, dos cosas: primero, la negación de una discontinuidad entre el pensamiento científico renacentista y el clásico; y segundo, la existencia de una gran heterogeneidad y diferenciación del saber dentro de cada periodo histórico. No tiene sentido, pues, hablar de las epistemes como bloques monolíticos y desconectados entre sí. En el mismo sentido hay que entender la historia de la anatomía y fisiología modernas, que también arrancan su constitución como ciencias del siglo XVI. Con Vesalio y su De humani corporis fabrica, publicado el mismo año que el De revolutionibus de Copérnico, en 1543, la anatomía y la fisiología inician una carrera sin solución de continuidad de la que forman parte, todavía en el siglo XVI, Colombo, Fabricio, Fallopio, Eustaquio y culmina, ya en el primer cuarto del siglo XVII, con la contribución de Harvey, para más señas discípulo de Fabricio en la Universidad de Padua, a la solución del problema de la circulación de la sangre.

Nada de esto tiene en cuenta Foucault en su caracterización de las epistemes renacentista y clásica. Excluidas ciencias como la astronomía, la anatomía y la fisiología, relegada la economía, rebajadas y tergiversadas la historia natural y la gramática, y sobreestimadas las disciplinas esotéricas, queda expedito el camino para trazar una imagen de la forma de pensar renacentista anclada en la búsqueda de similitudes y el desciframiento de signaturas como bases del conocimiento, pues tales eran, en efecto, categorías esenciales en tales pseudosaberes; pero lo que no vale es extrapolarlo al resto de saberes. La exageración del papel de las materias ocultistas es tal que gran parte de las fuentes documentales en las que se apoya Foucault son precisamente de esa laya, las cuales están sobrerrepresentadas. El autor del cual se citan más libros en su descripción de la episteme renacentista como episteme de las similitudes y signaturas es Paracelso, en cuya obra se mezclan las especulaciones más salvajes con la magia, la astrología y la alquimia; el autor más citado (ocho veces) es Crollius (o Croll), un médico alemán que se reclamaba discípulo de Paracelso y ferviente defensor de la doctrina de las signaturas; de todos los autores citados en su tratamiento de la episteme renacentista el porcentaje mayor es el de cultivadores, en mayor o menor grado, de materias esotéricas (además de los mentados, Pierre Grégoire, Giambattista della Porta, Cardano, Simon Goulard –autor de unas anotaciones a Le grand Miroir du Monde de Joseph Duchesne, alquimista francés paracelsiano– y Campanella), a las cuales pertenecen también el mayor número de citas (veinte), en un capítulo de veintiséis páginas y media en la edición española, en comparación con las citas procedentes de naturalistas o de gramáticos y otros estudiosos de las lenguas.

La palma del mayor menosprecio se lo lleva la historia natural y no sólo por lo poco que cuenta en términos de citas, sino por la manera en que se presentan y se interpretan los escasos materiales tomados de obras de naturalistas. Sólo se mencionan tres naturalistas: Andrea Cesalpino, Pierre Belon y Ulises Aldrovandi; también se mienta al naturalista suizo de tendencia humanista Conrad Gesler, pero se le trae a cuento no como naturalista, sino como humanista estudioso de las lenguas en el apartado dedicado al lenguaje en el Renacimiento. Foucault se recrea utilizando la Monstrorum historia de Aldrovandi como proveedor de similitudes con que ilustrar su visión del saber renacentista como un saber cimentado en ellas, una obra que su propio autor presenta como un catálogo de animales fabulosos o fantásticos, y nos remite a uno de los capítulos de otro libro de Aldrovandi, Historia serpentum et draconum para que tomemos nota de la mezcla inextricable que allí encontramos de descripciones exactas con fábulas sin crítica. Ciertamente Aldrovandi fue un enciclopedista, en la tradición de Plinio, a veces acrítico.

Pero no todos los naturalistas renacentistas fueron así. Otros, como Gesner, Belon, Rondelet y Salviati, procuraron evitar referirse a animales mitológicos o fantásticos, tan abundantes en la literatura de entonces. A Foucault, no obstante, parece que le complace rebajar incluso a aquellos que realizaron una gran labor en historia natural en el contexto de su tiempo. Tal es el caso del italiano Cesalpino, a quien sólo cita a propósito de la analogía entre los animales y las plantas, una analogía que se remonta a Aristóteles, quien veía a las plantas como animales del revés. Pero no le importa el hecho de que Cesalpino hiciese observaciones agudas y originales sobre las plantas ni sobre todo que introdujese un orden racional en la botánica basándose en la nutrición como la función vital fundamental de las plantas y que propusiese un sistema de clasificación natural deducido de aquélla, que, aunque le condujo a lamentables errores, era una clasificación de carácter científico, que superaba a las habituales en la época que o seguían el orden alfabético o utilizaban como criterio características como el color, el olor, el gusto o las propiedades medicinales, consideradas por él como meramente accidentales. Pero, claro, hablar de orden y clasificación recuerda demasiado categorías epistémicas que el pensador francés tiene por específicas del clasicismo, de modo que tomar en consideración estos aspectos del pensamiento botánico de Cesalpino le obligaría a revisar su visión del periodo del Renacimiento como una etapa en que no había cabida más que para la forma de pensar o conocer analógica.

Igualmente maltratado y malinterpretado es el naturalista francés Belon y si Cesalpino lo es por omisión, Belon, con quien se ensaña especialmente, lo es expresamente, pues, aun sabiendo que es el primero en dibujar una lámina comparativa entre el esqueleto humano y el de las aves, menosprecia su trabajo, con el que precisamente el naturalista francés pretendía llamar la atención sobre las numerosas afinidades entre los huesos humanos y los de las aves, negándoles todo valor científico e incluso racional, pues llega hasta el extremo absurdo y ridículo de equiparar las analogías de Belon, científicamente fundadas, con la extravagante comparación de Aldrovandi, sacada de su tratado de teratología fantástica, de las partes bajas del hombre con los lugares infectos del mundo o con el infierno. No se podía haber equivocado más Foucault, pues, en realidad, la obra en general de Belon es, según muchos historiadores, la primera contribución moderna a la anatomía comparada y no sólo por su dibujo del esqueleto de un ave al lado del de un hombre para mostrar las semejanzas morfológicas entre ellos, sino también por haber comparado el esqueleto y corazón de tres tipos de cetáceos con los del hombre y haber realizado un estudio comparado de la anatomía de los peces.

Las investigaciones de anatomía comparada de Belon cuestionan doblemente la doctrina de las epistemes. En primer lugar, porque el racionalismo practicado por Belon en sus estudios, en el curso de los cuales hizo disecciones, es del mismo tipo que el racionalismo que él considera característico del Clasicismo. Foucault considera el análisis como una categoría fundamental de la episteme clásica. Pues bien, ¿no son las disecciones precisamente una forma de análisis, de un análisis real que descompone las cosas reales, en este caso de animales de diferentes grupos taxonómicos, en sus partes para examinar sus semejanzas y diferencias?

Por último, la búsqueda de semejanzas por parte de Belon, que le llevan a comparar la estructura del esqueleto humano y el de las aves, atisbando casi el concepto de plan o tipo corporal, y la morfología de los huesos, atisbando un tipo de semejanzas de gran importancia científica que los biólogos llamarán homologías, arrambla con la noción misma de semejanza que maneja Foucault. El pensador francés tiende a igualar las semejanzas cortándolas por el patrón del género de similitudes buscadas por toda la turbamulta de cultivadores de las disciplinas herméticas. Coloca las analogías de Belon junto a las extraídas de los escritos de autores inclinados a la magia y demás materias esotéricas. Pero ¿qué tienen que ven las correspondencias morfológicas identificadas por Belon, científicamente relevantes, con toda la masa de similitudes arbitrarias, extravagantes, a veces simplemente curiosas, de los practicantes de las disciplinas herméticas, que Foucault parece erigir en el modelo de saber por semejanzas extensible a todo el saber renacentista?

Casi con el mismo grado de menosprecio aborda los estudios gramaticales de la época, en la que precisamente experimentaron un notable desarrollo, pues pretende probar el alcance universal de la episteme de la semejanza, de la que no se libran tampoco este género de estudios, con un escueto comentario de la gramática de Petrus Ramus (o Pierre de la Ramée), pasando por alto a los más grandes tratadistas renacentistas de la gramática, como Scaligero o el Brocense. Le basta este sólo caso, para a renglón seguido, de su concisa glosa del significado de la gramática de Ramus, concluir afirmando que en el siglo XVI la configuración epistemológica que subyace a la «ciencia natural» (obsérvese su generalización: no dice «historia natural», sino «ciencia natural», como si fuesen términos coextensivos) y a las disciplinas esotéricas es la misma sobre la que se levantaron los estudios gramaticales. Consigue llegar a esta conclusión no sólo ignorando el copioso corpus de investigaciones gramaticales que aportaron los gramáticos renacentistas, sino sometiendo además la gramática de Ramus a un proceso de tergiversación.

La tesis de Foucault es que durante el Renacimiento no se habría tenido una idea del lenguaje como una realidad independiente de las cosas, sino que se habrían confundido, de forma que las palabras serían no sólo signos sino también cosas y los elementos del lenguaje (letras, sílabas, palabras y sus disposiciones) estarían, en tanto cosas naturales, vinculados entre sí por el mismo género de afinidades, semejanzas, analogías, simpatías y antipatías que los animales, las plantas o los seres inertes; y Ramus sería un exponente de estas estrafalarias ideas sobre el lenguaje, pues habría analizado las uniones de letras en sílabas y de sílabas en palabras como si estas agrupaciones obedeciesen al mismo juego de atracciones y repulsiones que el pensamiento mágico o hermético veía entre las cosas. Pero todo esto es una mala interpretación de Foucault: los análisis de Ramus no tienen nada que ver con el pensamiento hermético y tanto en el terreno morfológico comos sintáctico se llevan a cabo en términos estrictamente gramaticales, sin contagio alguno del pensamiento ocultista. Cuando, en el terreno sintáctico, Ramus habla de las relaciones entre las diversas partes de la oración – del nombre con el nombre o con el verbo, del adverbio con las palabras con las que se adjunta, o de las propiedades relacionales de la conjunción– en términos de «conveniencia y comunión mutua de sus propiedades», no está, como pretende Foucault, usando estas palabras en un sentido esotérico, sino en un sentido puramente gramatical.

Es más, utilizando la jerga foucaultiana de las epistemes, cabe decir que la gramática de Ramus, lejos de ser un ejemplo de un saber basado en similitudes al modo del pensamiento mágico y hermético, es un espécimen de la configuración epistémica que el pensador francés considera específica del Clasicismo de los siglos XVII y XVIII, pues en ella Ramus hace gala de un afán racionalizador y ordenador que le lleva, entre otras cosas, a simplificar la gramática abandonando la división cuatripartita de ésta (ortografía, prosodia, morfología y sintaxis) a favor de una división bipartita, que la reduce a morfología (o, como se decía en su tiempo, etimología) y a sintaxis, a evitar multiplicar las reglas resumiendo el saber gramatical en unas pocas y eliminar de las lenguas, como el latín o el francés, las letras muertas que no se pronuncian. Su modelo de gramática era una que fuera clara y sencilla, unas ideas que, por ciento, influyeron mucho en la gramática de Port–Royal, que Foucault estima como la máxima expresión de los principios de la episteme del Clasicismo en el campo gramatical. No hay, pues, ninguna ruptura epistémica entre la gramática de Ramus y los estudios gramaticales del Clasicismo, sino continuidad.

De las críticas precedentes se puede concluir que, contra la tesis de Foucault que postula una infraestructura epistémica común a todo el saber renacentista basada en las similitudes identificadas por medio del lenguaje de las signaturas, que no existe tal infraestructura epistémica válida universalmente para todos los saberes; que ni siquiera se puede decir que esa estructura epistémica fuera común a la gramática, a la ciencia natural y a las disciplinas herméticas, pues, como hemos visto, las analogías comentadas de Cesalpino y Belon no tienen nada que ver con las buscadas por los adeptos al pensamiento hermético ni los estudios gramaticales de los tratadistas renacentistas tampoco deben nada a éste; que, en realidad, el pretendido conocimiento por similitudes y signaturas fue sólo un rasgo típico de la magia y demás pseudosaberes esotéricos. Además, Foucault no tiene en cuenta que la forma de pensar analógica, no a la manera como la entendían los secuaces del pensamiento ocultista, sino de una manera racional, es un rasgo universal del pensamiento occidental y ha desempeñado un papel importante tanto en la filosofía como en las ciencias. Ya hemos visto que Belon usaba en historia natural las analogías de una forma racional y científica; pero también era muy frecuente utilizarlas en fisiología para entender el funcionamiento de algunos órganos corporales. Así, por ejemplo, antes de Harvey era frecuente comparar el corazón con un fogón, una analogía que se remonta a Aristóteles; a partir de Harvey, se lo compara con una máquina de bombeo. Y en el terreno filosófico, en el mismo periodo renacentista, Cayetano en su Tratado sobre la analogía de los nombres reivindica, desde una perspectiva racionalista, la analogía como un instrumento esencial para el conocimiento metafísico, de la que además hace un brillante análisis distinguiendo las diversas clases de analogía.

En cuanto a la episteme clásica, despacharemos su crítica sólo con unas pinceladas. Es ridículo considerar el análisis como algo específico del Clasicismo, como si no hubiera habido análisis antes y después de este periodo. El análisis ha formado parte del método de investigar un problema, tanto en las ciencias como en la filosofía desde los griegos. Por otro lado, no se entiende por qué Foucault habla tanto de análisis e ignora por completo la síntesis. Habida cuenta de que los siglos XVII y XVII son una época de grandes síntesis científicas y filosóficas resulta aún más llamativa tal ausencia. En filosofía, piénsese en las grandes síntesis desde Hobbes y Descartes hasta Kant; y en las ciencias, piénsese en la perfecta muestra del método de la síntesis que representa, al mismo tiempo que un prodigio de análisis, la teoría general de la circulación de la sangre de Harvey en su De motu cordis (1628), al comienzo del Clasicismo, que engloba en un sistema general no sólo al particular sistema circulatorio humano sino también a los sistemas circulatorios particulares de los distintos animales; en la gran síntesis de la mecánica que Newton construyó en sus Naturalis philosophiae principia mathematica (1687) o en la de la química por Lavoisier en su Tratado elemental de química (1789), ya al final del Clasicismo.

No menos ridículo es reducir la tarea fundamental de la ciencia a la taxonomía, después de excluir, como ya dijimos más atrás, de su tratamiento a ciencias naturales, como la astronomía, la física y la química, donde la mera clasificación ocupa un lugar secundario, para atenerse sólo a la historia natural en la que sí es un procedimiento esencial y cuyo mayor éxito fue el sistema de clasificación de Linneo, con la precedencia de John Ray. Pero durante el Clasicismo hubo también otras ciencias de la vida, también excluidas por Foucault, en que la taxonomía tenía poca cabida o era menos importante que otros procedimientos de investigación, como la anatomía y la fisiología (por ejemplo Malpighi) o las contribuciones de los primeros microscopistas, como Leewenhoek, que abrieron nuevos campos, como la microbiología. No tiene en cuenta el papel de las matemáticas en las ciencias, de la cuantificación y la medida, de los experimentos ni de la importancia de la técnica en ellas, muy vinculada precisamente a los experimentos y al problema de la medición, del perfeccionamiento de los instrumentos ya existentes o la invención de otros nuevos para la observación o para hacer experimentos antes imposibles.

Igualmente defectuoso es su tratamiento del saber en el terreno de la gramática. Foucault contrasta la gramática general de Port–Royal con los estudios gramaticales del Renacimiento como si los separase un abismo. Pero lo cierto es que la gramática general de Port–Royal es heredera no ya sólo de las investigaciones gramaticales renacentistas, sino, más allá de éstas, de la tradición gramatical medieval. De ésta última es sucesora en lo que respecta a su pretensión de revivir o actualizar el modelo de una gramática filosófica y universal, cuyo objetivo es estudiar los principios unificadores o características permanentes y comunes del lenguaje, esto es, a todas las lenguas, los cuales revelan además un estrecho paralelismo entre el pensamiento, el lenguaje y la realidad. Lo único que hacen los autores de Port–Royal, especialmente Arnault, por su formación filosófica, es cambiar como mentor filosófico a Aristóteles por Descartes. Y de los estudios lingüísticos renacentistas es continuadora, en cambio, en los aspectos más técnicamente gramaticales, como los asuntos de morfología y sintaxis, especialmente de la tradición de teoría gramatical renacentista representada por Julio Cesar Escaligero en su De casus linguae latinae (1540) y sobre todo Sánchez de las Brozas (el Brocense o, en la forma latinizada de su apellido con que se le solía citar en la época, Sanctius) en su Minerva, seu de causis linguae latinae (1587). De ambos, incluso de Ramus aunque en menor medida, se declara deudor Lancelot, a quien, como gramático profesional, le correspondió la parte principal de composición del libro, pero de los dos concede la palma al Brocense, al que considera la mayor autoridad en gramática que «supera sin comparación a todos los que le han precedido». No hay, pues, ruptura alguna, entre el Renacimiento y el Clasicismo en el ámbito de las investigaciones gramaticales, como tampoco la hay, según lo que hemos visto, en el campo de la historia natural.

Por otro lado, la consolidación y ampliación del racionalismo científico durante los siglos XVII y XVIII no supuso tampoco el abandono total de las analogías, sino que aparecieron otras nuevas en las ciencias, aunque, desde luego, sin tener nada que ver con el lenguaje de las signaturas. El universo tendió a verse como si fuese una máquina e incluso este mecanicismo se extendió a la comprensión de los seres vivos, tanto considerados como un todo como en sus partes anatómicas o fisiológicas. No deja de ser curioso que Descartes, a quien toma por uno de los más importantes abanderados de la episteme clásica, en cuya obra parece encontrar los fundamentos epistémicos del Clasicismo, hasta el punto de, como ya dijimos, tomar de él varias ideas que eleva a rasgos generales de éste, fue uno de los mayores abogados del pensamiento analógico en las ciencias y él mismo se prodigó en el empleo de analogías, muy influyentes históricamente: el universo–máquina, los animales–máquina, el cuerpo humano–máquina, el corazón–máquina de bombeo; no menos influyente fue su teoría corpuscular de la luz en la que estableció una analogía entre los corpúsculos de la luz y las pelotas de tenis, lo que le condujo a explicar, en su Dioptrique (1637), la reflexión y refracción de la luz precisamente por semejanza con el mecanismo de una pelota.

Sobre el mecanicismo es importante añadir algo más. Su enorme influjo y éxito en la forma de entender la física como ciencia y el mundo físico, un enfoque que fue adoptado y defendido casi unánimemente por lo más importantes científicos y filósofos desde el siglo XVII hasta el inicio del siglo XX, muestra otra de las mayores carencias de la epistemología histórica de Foucault, pues no la tiene en cuenta en su descripción de la episteme clásica. No se trata de una simple analogía, sino que ésta inspiró todo un paradigma de las teorías y explicaciones científicas en las ciencias físico–químicas, las teorías y explicaciones mecánicas que durantes siglos se estimaron como canon al que debía ajustarse la explicación de cualquier hecho físico para merecer la consideración de genuina teoría o explicación. Pero la ubicuidad y permanencia del mecanicismo más allá del Clasicismo, durante gran parte del periodo contemporáneo, es doblemente demoledor para la historia epidémica de Foucault, ya que muestra a la vez la limitación del análisis foucaultiano de la episteme clásica, en la que se fomentaba la búsqueda de explicaciones mecanicistas, y la inexistencia de una supuesta ruptura entre el Clasicismo y la episteme de los siglos XIX y XX, pues el mecanicismo continuó su curso galopante, incluso alcanzó su apogeo, en el siglo XIX.

Resta referirnos aún a una analogía de mayor relevancia, para el caso al menos que más nos concierne de la distinción entre la episteme del Renacimiento y la del Clasicismo y por su repercusión en la exégesis foucaultiana del Quijote como una obra entremedias de las dos, pues se trata de una analogía, que fue ya muy popular en la Edad Media, que se mantuvo y fue muy influyente durante el Renacimiento, y ya vimos cómo Foucault alude a su vigencia en este periodo, pero, además, y esto ya no lo menciona, sobrevivió al Renacimiento y fue operativa durante el Clasicismo, lo que revela que el pensamiento analógico no reconoció fronteras entre esas dos configuraciones epistémicas del saber. Se trata de la idea que nos invita a ver el mundo o la naturaleza como si fuera un libro abierto para quien lo sepa leer, muy influyente, por cierto, en el campo de las ciencias naturales. Nada menos que uno de los padres de la física y astronomía modernas, Galileo, se convirtió en el principal impulsor de esta idea de la naturaleza–libro, aunque no se limita a mantener el símil tal como venía de la tradición medieval y renacentista, sino que la modifica, en conformidad con su teoría del método científico en el que es esencial la utilización de las matemáticas: el libro de la naturaleza está escrito ahora en el lenguaje de las matemáticas y es, por tanto, necesario conocer y dominar este lenguaje para poder leerlo y desvelar así los secretos de la naturaleza, ocultos para los que ignoran ese lenguaje.

No hubo, pues, ninguna ruptura epistémica, sino continuidad e innovación, entre el Renacimiento y el Clasicismo. Ni tampoco es aceptable la imagen transmitida por Foucault de éste como la edad del racionalismo; de hecho concede que, desde su punto de vista epistémico, se podría llamar igualmente a la episteme clásica con el nombre de racionalismo, el cual se sustancia en el dominio del análisis sobre la analogía, en la entrada de la naturaleza en el orden científico y en la desaparición en el siglo XVII de las viejas creencias supersticiosas o mágicas. Este cuadro del Clasicismo como la edad del racionalismo sugiere la idea de que el Renacimiento fue la edad del irracionalismo, en la que, muy contrariamente, habría dominado la analogía sobre el análisis, la naturaleza no habría entrado en el orden científico y habrían tenido una destacada influencia las creencias supersticiosas y mágicas.

Pero ni el Clasicismo fue tan racionalista como sugiere Foucault ni el periodo renacentista, como ya hemos visto, fue tan irracionalista. Ya vimos que la analogía y las signaturas sólo dominaron en las disciplinas esotéricas y que, por decirlo en los términos de Foucault, en las ciencias renacentistas dominaba el análisis, sin perjuicio del uso de analogías de interés científico y de que algunas de ellas resultasen ser falsas. Por ejemplo, en la fisiología, muy influida todavía por las concepciones de Galeno, se comparaba el riñón con un tamiz, una idea aún aceptada por Vesalio; pero esta analogía fue eliminaba durante el propio Renacimiento, en el siglo XVI, cuando Berengario da Carpi demostró experimentalmente que el riñón no funcionaba como un tamiz a cuyo través pasase agua. Y por supuesto la naturaleza estaba siendo abordada científicamente en múltiples campos, aunque todo esto no fue óbice para la amplia difusión entre los círculos cultivados de las creencias mágicas y demás creencias herméticas. Pero también es cierto que, aparte de que durante el Renacimiento hubo toda una variedad de saberes libres del contagio del esoterismo y la magia, también éstos fueron objeto de crítica y de rechazo, y con ellos el género de pensamiento analógico que llevaban incrustado. Vesalio rechazaba resueltamente la doctrina de las signaturas; Erasto, médico y teólogo, arremetió duramente contra los escritos de Paracelso en los que veía un cúmulo de absurdos, de embustes y superstición, por lo que no es de extrañar que lo acusase de ser «el más desvergonzado impostor», y combatió con indignación su creencia en las signaturas, en la magia, en la alquimia, en la nigromancia y el poder de las brujas; y Montaigne dedica un capítulo de sus Ensayos (cf. I, xi, «De los pronósticos») a la crítica de las creencias astrológicas y demás artes adivinatorias; el propio Cervantes, como se muestra en varios pasajes del Quijote y en otras obras suyas, también fue un exponente del rechazo de la adivinación astrológica de los asuntos humanos.

Por su lado, el Clasicismo no fue tan racionalista como lo pinta Foucault, sin negar el hecho incontestable de los avances del racionalismo en múltiples áreas del saber. El propio Foucault, que afirma que «el siglo XVII señala la desaparición de las viejas creencias supersticiosas o mágicas» (Las palabras y las cosas, pág. 61), se olvida de que él mismo había afirmado más atrás que la creencia en la magia natural se encuentra, más allá de fines del siglo XVI, hasta mediados del XVII, es decir, cuando ya estamos en pleno Clasicismo (cf. op. cit., pág. 41). Científicos eminentes, como Kepler y Newton, lo que ya hemos mencionado en otro lugar, coquetearon con la astrología, bien es cierto que ello no afectó a su práctica científica en astronomía y física; el mismo Newton no sólo creía en la alquimia, sino que la practicó y se entregó al hermetismo en sus estudios sobre la Biblia; Kepler creyó en la doctrina de las signaturas de las cosas, pero quedó a salvo de ella y no afectó a su labor científica porque sostenía que toda hipótesis, no importa cuál fuese su origen, debía ser verificada a través de la observación. Y personajes muy interesados por las ciencias, como el obispo John Wilkins, fundador y primer secretario de la Royal Society, en su libro sobre mecánica Mathematical Magick (1648), reeditado varias veces a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII y todavía en 1707, incluía, entre los medios reconocidos de transporte aéreo, el ser llevado en volandas por espíritus y buenos o malos ángeles o por las aves. No está de más añadir que la creencia en la brujería estuvo también muy extendida a lo largo del siglo XVII. En realidad, no es hasta el siglo XVIII, en los tiempos de la Ilustración, cuando la magia y demás creencias supersticiosas son mal vistas y se convierten en objeto de rechazo entre los círculos cultivados.

 

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