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El Catoblepas, número 165, noviembre 2015
  El Catoblepasnúmero 165 • noviembre 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

Otero Novas: una lectura filosófico-histórica del Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (41).

El retorno de los césares, Otero Novas

Abandonamos el Quijote como estandarte de una epistemología histórica para pasar a ocuparnos de él como emblema de una filosofía de la historia. Pues tal es el género de interpretación de la gran novela que nos propone José Manuel Otero Novas en las escasas pero sustanciosas páginas que le dedica en el capítulo II de su libro El retorno de los césares. Tendencias de un futuro próximo e inquietante (2007). Se produce un cambio de enfoque y de marco interpretativo de la magna novela, de la aproximación epistemológica a la de la filosofía de la historia.

Hay, no obstante, una interesante e importante coincidencia entre el planteamiento hermenéutico de Foucault y el de Otero Novas que, conjuntamente, les distingue respecto a las demás clases de interpretaciones filosóficas del Quijote: se trata de que ambos autores sitúan el magno libro cervantino en el escenario de la gran historia o de la macrohistoria, de los grandes cambios históricos. Si en Las palabras y las cosas aparecía el Quijote como un acontecimiento filosófico de tal calibre que en él se halla la más perfecta dramatización del tránsito entre dos épocas epistémicas, ahora se nos revela como el escenario literario en el que se representa no menos dramáticamente el cambio entre dos fases histórico-culturales.

El relato de la historia de don Quijote se nos presenta como un episodio de una historia que discurre cíclicamente, un relato en el que concretamente asistimos al cambio de una fase dionisíaca a una apolínea y de ahí que en él podamos encontrar, como así nos lo anuncia Otero Novas en el epígrafe bajo el cual trata este asunto, «El Quijote como señal del cambio de fase hacia lo apolíneo» (op. cit., pág. 105) las huellas o señales de tan magno cambio histórico. No es posible, por tanto, entender el exacto significado de esta exégesis, sin conocer previamente las ideas básicas de la filosofía de la historia de Otero Novas y su aplicación particular a los siglos XVI y XVII, pues unas y otra constituyen la base de su concepción del Quijote.

Premisas hermenéuticas: la historia como sucesión de ciclos de fases apolíneas y dionisiacas

La filosofía de la historia de Otero Novas es una mezcla de ideas procedentes sobre todo de Nietzsche y Spengler y, en segundo lugar, de Toynbee. No es de extrañar que los dos primeros, sus principales inspiradores, sean los más citados en el libro (Nietzsche aún más que Spengler). No obstante, la filosofía de la historia de Otero Novas no es una copia de ninguno de ellos, sino una síntesis en la que las ideas de Nietzsche, Spengler y Toynbee se entrelazan de un modo idiosincrásico dando lugar a una concepción de la historia distinta de la de sus inspiradores.

Con todos ellos comparte la idea general de la historia como una sucesión de ciclos. Discrepa, sin embargo, de su principal mentor filosófico, Nietzsche, en tres aspectos relevantes. En primer lugar, se distancia de la idea de éste de que los ciclos sean circulares. Según Otero Novas, los ciclos son más bien espirales, el movimiento de la historia se asemeja más a la espiral que al círculo, espiral que puede se expansiva, en cuyo caso aumenta el diámetro de los recorridos, es decir, se introduce algún elemento de progreso; o reductiva, en cuyo caso disminuye el diámetro y se genera retroceso. No es imposible, según él, que al concluir un ciclo volvamos circularmente al mismo punto donde estábamos al comenzarlo, pero estima más probable que el retorno no trace una circunferencia, sino una espiral.

En segundo lugar, rechaza la tesis nietzscheana de que el retorno necesariamente cíclico sea de los hechos. El pensador alemán hablaba de un «eterno retorno de lo idéntico». El autor español está conforme con la idea del eterno retorno, pero no con que ese retorno sea a lo idéntico, entendiendo por esto último la eterna repetición de los mismos hechos; lo que retorna en la historia son las tendencias, los impulsos subyacentes o líneas básicas, tal como materialismo/idealismo, pacifismo/belicismo, universalismo/localismo, orden/caos, pancismo/heroísmo, etc., y no los hechos o efectos subsiguientes al surgimiento de tales tendencias.

Bien es cierto que, aunque no se repiten incesantemente los hechos, la repetición de las tendencias facilita, no obstante, la reaparición de los mismos hechos: puesto que éstos vienen motivados por las tendencias, es fácil que al repetirse éstas se reproduzcan los hechos que aquéllas conducen a producirse, pero sin que ello sea necesario. En suma, la repetición de las tendencias acarrea la repetición de los mismos hechos en diferentes momentos históricos y ello explica el que muchas veces hechos idénticos se repitan realmente en tiempos históricos distintos. Otero Novas nos anuncia que podría hacer una larga lista de acontecimientos que se han repetido múltiples veces en la historia, pero en la práctica, quizá en aras de la brevedad o porque lo considera demasiado obvio como para extenderse en ejemplos, nos obsequia con un solo acontecimiento sucesivamente repetido de su extensa lista: se trata de la invasión de Rusia y su consiguiente fracaso, un hecho tozudamente intentado primero por Carlos XII de Suecia, a inicios del siglo XVIII, y luego reproducido con el mismo saldo por parte de Napoleón y de Hitler.

En tercer y último lugar, Otero Novas tampoco comparte con Nietzsche, además de la descripción de los efectos del eterno retorno, la explicación de las causas de éste. La explicación nietzscheana de la causa del eterno retorno en términos de tiempo y energía la tiene por una especulación, que, si bien no comparte, tampoco la descarta. Pero él prefiere buscar un fundamento real y empíricamente comprobable y cree encontrarlo en el hecho de que el mantenimiento y conservación del cosmos y de la vida en él descansa en la periodicidad de los ciclos, ya sean de tipo físico o cósmico, como noche/día, luz/oscuridad, verano/invierno, luna/sol, pleamar/bajamar, lluvia/evaporación, calor/tormenta, acción/reacción, orden/desorden., o de tipo biológico, como nacimiento/muerte, huevo/gallina, hambre/saciedad, ingesta/evacuación., e incluso de tipo social, como revolución/estabilidad.; y estos ciclos afectan a todos los hombres en conjunto y a la vida de cada hombre individualmente considerado. De este razonamiento analógico infiere la idea cíclica de la historia: si la naturaleza a escala física y biológica está sometida a ciertos ciclos, incluso la vida de los hombres al menos a escala biológica, las tendencias de la sociedad en la historia no pueden ser una excepción, sino que han de ser igualmente cíclicas.

Los ciclos, en cuanto que descansan en leyes cósmicas o biológicas, son universales en su alcance. Pero al mismo tiempo actúan a todos los niveles de las sociedades humanas, pues en cuanto concurren con las tendencias cíclicas fenómenos geográficamente locales o limitadamente sociales, los ciclos envuelven a los grupos humanos desde las pequeñas comunidades, a las regiones, naciones y a las grandes áreas culturales. Otero Novas sigue el criterio de Spengler, que estima acertado, de considerar las tendencias dentro de las unidades que conforman las culturas o civilizaciones, las cuales comprenden grandes áreas cuyos miembros, aunque sean entidades políticas independientes e incluso estén enfrentados entre sí, comparten, no obstante, unos mismos resortes interculturales y unos mismos o, al menos, similares ideales y valores. Esto es, son las culturas, y las tendencias sociales dentro de ellas, las que están sometidas a la ley del desarrollo cíclico. Y, como sugiere esto último, los ciclos como forma natural e inevitable del desarrollo y el progreso humano conciernen sólo a las ideas, valores e impulsos o motivos de las sociedades humanas, pero no a otros aspectos culturales, como la técnica, que queda excluida de la ley de la evolución cíclica. Y aunque no lo dice, con la técnica parece excluir también a la ciencia de esta forma de desarrollo. En esto se aleja, pues, de Spengler (y también de Nietzsche), quien su su concepción cíclica de las civilizaciones incluía a las ciencias, incluso a las matemáticas, las ciencias naturales y a la técnica.

También se aleja de Spengler en cuanto a la anatomía o estructura de los ciclos. Mientras el autor alemán discierne cuatro fases en los ciclos de las culturas (primavera, verano, otoño, invierno), el español las reduce a dos, que son, con denominación nietzscheana, la fase apolínea y la dionisiaca. Nietzsche, en efecto, en su obra El origen de la tragedia en el espíritu de la música (1872) había introducido la distinción polar entre lo apolíneo y lo dionisiaco como base de su interpretación del arte griego, el cual sería un producto de estas dos tendencias o espíritus a la vez opuestos y complementarios, y como expresión de dos grandes formas artísticas, las artes plásticas, apolíneas, y la música, dionisiaca. Pero, aunque centrada en el arte, la distinción y conjunción de lo apolíneo y lo dionisiaco no era para Nietzsche una simple forma de categorización artística, sino la expresión de dos formas de cultura, que, a la postre, responden a dos modos primarios de vida, de los que éstas son el producto y por tanto podía así interpretar el conjunto de la vida y cultura de los griegos como el resultado de la contienda entre los dos polos. Spengler, sin duda influido por Nietzsche, como así reconoció él mismo en La decadencia de Occidente (1918), adoptó la noción de alma apolínea, pero, a diferencia de Nietzsche, consideraba ésta sola, sin la contribución de lo dionisiaco, como la característica básica de toda la cultura antigua, frente a la cual distinguía el alma fáustica, que es el alma de la cultura occidental (desde el 900) y que es sólo en parte semejante al espíritu dionisiaco, y el alma mágica, característica de la cultura árabe.

Para Otero Novas, a diferencia de Nietzsche y Spengler, lo apolíneo y lo dionisiaco no definen la totalidad de una cultura, ya sea conjuntamente como en Nietzsche, ya sea separadamente como en Spengler, sino que los historiza aún más para convertirlos en definiciones de las notas específicas del desarrollo histórico bifásico de las culturas tomadas globalmente. En otras palabras, Otero Novas descompone la cultura griega de Nietzsche y tanto la culturas antigua como la occidental de Spengler, en una sucesión de fases apolíneas y dionisiacas, un esquema histórico de validez universal que, en principio, puede aplicarse a cualquier civilización, pero que Otero Novas sólo aplica, por razón de la acotación de su estudio, a la historia de Occidente o de la civilización occidental, la cual se nos presenta desde los griegos hasta el presente como un proceso cíclico bifásico en el que periódicamente crecen y se desarrollan tendencias de un signo que reducen y eclipsan a otras, pero que vuelven a resurgir en una etapa posterior en la que ahora quedan eclipsadas las tendencias antes hegemónicas.

Introduce también como dato novedoso la idea de subciclo, aunque sería más exacto llamarlo subfase, ya que por un subciclo entiende los periodos cortos de signo opuesto que pueden darse o incrustarse dentro de una fase. Así en medio o al final de una etapa dionisiaca se puede presentar un corto periodo apolíneo tras el cual prosigue aún la fase dionisiaca e igualmente puede suceder que en medio o al final de una etapa apolínea puede aparecer una pequeña subfase dionisiaca que no impide la continuación del curso de la fase apolínea del ciclo. Como veremos en su momento, esta idea tiene su importancia en la interpretación del Quijote propuesta por Otero Novas, ya que, según él, este sería precisamente producto y a la vez un espejo de uno de estos subciclos o subfases.

Para introducir la noción de subciclo o subfase se basa en el mismo argumento por analogía que le permitió justificar la idea de los ciclos históricos. Según él, igual que entonces la sucesión de los ciclos naturales abonaba la existencia de éstos, también ahora la naturaleza misma abona la existencia de subciclos. Otero Novas lo ilustra con el ejemplo del movimiento de traslación de la Tierra, que produce un ciclo anual dividido en cuatro estaciones, que, aunque tienen su propia identidad y caracteres comunes, incluyen también días atípicos o breves periodos meteorológicamente más propios de otras estaciones, como, por ejemplo, el veranillo de san Miguel al comienzo del otoño (en torno al 29 de Septiembre) o de san Martín ya más entrada esta estación (en torno al 11 de Noviembre), que no impide la continuación de esta estación camino del invierno. Pues lo mismo sucede en la historia, en la cual también se producen los veranillos de san Martín y, por tanto, las fases apolínea y dionisiaca de que consta cada ciclo social o cultural no son tampoco completamente rectilíneas, en la medida en que tienen lugar estos episodios de recorrido secundario aparentemente inadecuados con respecto a la fase principal que sigue su curso más allá de éstos.

La introducción de los subciclos le permite explicar también el hecho de que no todos los países que comparten una misma civilización vayan al unísono: en cada etapa del ciclo puede ocurrir que alguno o algunos de estos países se hallen en un subciclo o subfase de signo contrario dentro de la etapa principal o que en algunas zonas los cambios de fase o de ciclo se adelanten o retrasen con respecto al conjunto. No ocurre que todas vayan a la misma velocidad histórica.

Para completar este resumen del cuadro de la filosofía de la historia que nos ofrece Otero Novas, en el que dejamos de lado algunas cuestiones, importantes desde el punto de vista histórico y filosófico, pero irrelevantes para la interpretación del Quijote, sólo nos falta abordar un tema crucial, que sí es importante para ésta, el de la identificación de los contenidos tendenciales, ideales y axiológicos característicos de cada fase de los ciclos culturales. Empecemos por las fases apolíneas, las cuales se caracterizan, según la exposición del propio autor, por las siguientes tendencias, con la consiguiente constelación de ideas y valores:

«En las etapas apolíneas, el hombre se distancia del Cosmos, lo mira y analiza con su razón, a distancia, desde afuera, y busca su 'emancipación'; se hace más 'humano', individualista, racional, igualitario, sereno, pacífico, tolerante, hedonista, indiferente; se vive el presente despreciando al pasado y marginando el estudio de la historia; se impone con uno u otro nombre el pragmatismo, reconduciéndose ciencia y filosofía hacia lo empírico con abandono de la especulación; son las etapas que en arte priman el llamado clasicismo; más propicias a la democracia, en las que el marco jurídico de la sociedad es predominantemente estable y fijado a priori; se extiende el sentimiento de repulsa a la guerra reduciendo su presencia; la apertura a la convivencia favorece las prácticas globalizadoras.» El retorno de los césares, Libroslibres, pág. 78

En cambio, las fases dionisiacas priman las tendencias, ideales y valores opuestos:

«Mientras que en las 'dionisiacas', nos vemos impulsados a la fusión e integración con la naturaleza y la sociedad, con el soplo de unos vientos que tienden al primitivismo superador de las complejas construcciones de la civilización racional; el hombre construye y vibra con ideales que trascienden de su individualidad, se vincula esencialmente al pasado, a su comunidad, a la tierra, la raza, la sangre, sintiendo desagrado hacia lo global; estudia y difunde la historia como fundamento de su acción; acepta y patrocina las jerarquías y los méritos diferenciadores, se hace exigente consigo mismo y con los demás, es más belicoso; políticamente propende al autoritarismo; crece el culto a los muertos; la organización política de la sociedad suele brotar y crecer sin sujeción a líneas previamente trazadas; y en arte a lo barroco». Ibid.

Atendiendo tanto a los pasajes citados como a los desarrollos posteriores de Otero Novas, las notas específicas de cada fase se pueden compendiar condensadamente en una serie de diez pares de rasgo opuestos, en la que el término de la izquierda define a la etapa apolínea y el de la derecha, a la dionisiaca:

1. Racionalismo/irracionalismo en lo que respecta al papel de la razón en el conocimiento y que filosóficamente se manifiesta en la preferencia del hombre apolíneo por las corrientes de tipo empirista, positivista o pragmatista y en general antiespeculaticas o antimetafísicas, así como en la confianza en la ciencia y en su progreso.

2. Afán de distinción/afán de fusión o integración en la relación del hombre con el cosmos, la naturaleza y la sociedad.

3. Individualismo/ colectivismo o comunitarismo, ya sea que se base en la tradición histórica, en la sangre, en la raza o en la tierra.

4. Materialismo/ idealismo por lo que respecta a los fines y valores ético-morales dominantes, una oposición que se traduce, entre otras cosas, en la tendencia a la falta de exigencia y al hedonismo del hombre apolíneo y la tendencia a una mayor exigencia moral por parte del dionisiaco.

5. Igualitarismo/jerarquismo en cuanto a los valores sociales dominantes en la organización de la sociedad.

6. Tolerancia/intolerancia o intransigencia en las relaciones sociales;

7. Democracia/autoritarismo en cuanto al modelo de organización política preferido.

8. Pacifismo/belicismo en cuanto a la actitud sobre la guerra y la paz. No se trata de que en las fases apolíneas no haya guerras o haya menos y más paz que en las dionisiacas, pues la guerra y la paz, admite Otero Novas, se dan en todo tipo de periodos y tienen causas específicas, sino de que el espíritu pacifista es característico o distintivo de la épocas apolíneas, mientras que la voluntad belicista que mueve a la guerra es típica de las dionisiacas (cf. op. cit., pág. 114).

9. Universalismo o globalismo/ particularismo en las relaciones internas e internacionales.

10. Clasicismo/barroco en las artes.

Si se pregunta qué género de fases son mejores, Otero Novas se acoge a la tesis de la igual bondad y necesidad de las fases apolíneas y dionisiacas de la evolución de una cultura, una tesis que fundamenta, al igual que la tesis de la periodicidad de los ciclos histórico-culturales, en la analogía con los fenómenos cósmicos:

«En mi opinión, lo mismo que las distintas fases cósmicas (noche/día, invierno/verano.) son todas ellas igual de buenas y necesarias, aun encerrando aspectos desfavorables a algún efecto, ello también ocurre con las fases apolíneas y dionisiacas de la cultura. Son muy buenas las tendencias que resurgen en cada etapa; aunque serán siempre malas, o muy malas, las aplicaciones extremosas de esos movimientos, aquellas que sobrepasen el énfasis de lo característico del momento». Op. cit., pág. 78.

Con estas coordenadas filosóficas generales sobre la historia como un proceso cíclico bifásico Otero Novas se acerca a la historia de Occidente. Pasamos por alto su interpretación, de acuerdo con este esquema, de la historia antigua de Grecia y Roma y de la Edad Media y pasamos directamente a su visión de los primeros siglos de la Edad Moderna, que es lo que más directamente nos atañe para la exégesis del significado más profundo del Quijote. El siglo XV fue netamente apolíneo por, entre otras cosas, el resurgimiento de la ilustración grecorromana y el arte clásico, del racionalismo y del cosmopolitismo, el triunfo del humanismo antiteocrático, la promoción de la mujer, el predominio del hedonismo - se busca el placer y la riqueza y el vivir mismo se siente como un placer-, que sustituye al romanticismo medieval, lo que acarrea la decadencia del anterior ideal del caballero dispuesto a arriesgar su vida y hacienda protegiendo a los débiles y a rendir culto a la mujer y, precisamente en este punto, el autor aprovecha la oportunidad para decirnos que este cambio histórico habría quedado inmortalizado más tarde en el Quijote con la oposición entre un don Quijote que abraza aún el ideal del caballero medieval y que desvaría y hace el ridículo al querer mantener el espíritu propio de pasadas edades y un Sancho que encarna el espíritu de los nuevos tiempos apolíneos.

En cambio, en el siglo XVI sobreviene una reacción dionisiaca, cuyos primeros síntomas cabe advertir ya al comienzo de la segunda mitad del siglo XV en el incremento de la tendencia al autoritarismo en los principales reinos cristianos, en la toma de Constantinopla por el Imperio otomano y su expansión por los Balcanes y el Mediterráneo amenazando a Occidente y en la llamada del Papa a la defensa contra el turco y a España para que concluya su Reconquista, de forma que cuando se inicia el siglo XVI ya se está agotando la fase apolínea y relajada del Renacimiento para dar lugar a una fase dionisiaca que va a llenar todo el siglo XVI, exceptuados sus últimos años en los que revive el espíritu apolíneo. Otero Novas cifra el carácter dionisiaco del siglo XVI, además de en la continuación de gran parte de los hechos precedentes, en el brote y desarrollo de los nacionalismos, como se manifiesta en la reviviscencia del espíritu «nacional» en España y en otros países europeos, por lo que no es de sorprender que decaigan los símbolos universalistas de la Edad Media, como el Camino de Santiago, que entra en crisis y recibe los ataques de Erasmo y de Lutero; en la generalización del ansia de nuevas exigencias, contrarias a las hedonistas y apolíneas anteriores, que se van a materializar, en el terreno político, moral y religioso, en la restauración y perfeccionamiento por los Reyes Católicos del poder y del Estado español; en el inicio de una época de austeridad; en la reforma, con la eficaz colaboración de Cisneros, de la Iglesia española, un movimiento de restauración de los valores evangélicos que al mismo tiempo se produce en gran parte de la Cristiandad, ya sea por vías ortodoxas, como la erasmista, o heterodoxas, como la reforma protestante, en la que Nietzsche veía un resurgimiento del espíritu medieval como reacción contra el Renacimiento del siglo XV.

En los cambios de fase del ciclo o de éste se suele llegar, sostiene Otero Novas, a las posiciones extremas contrarias, y esto es lo que sucede en el siglo XVI al pasar de la anterior fase apolínea a la plena fase dionisiaca, un extremismo dionisiaco que tuvo múltiples manifestaciones: la transformación de la reforma protestante en la barbarie de las guerras de la religión; el uso de la imprenta, que había sido un invento que había facilitado la difusión de la cultura, como instrumento de propagación del furor y la intolerancia; la generalización de las matanzas cuando las monarquías de la época se hacen absolutas y exentas de frenos; el abandono de la vieja concepción medieval de la tolerancia religiosa que admitía la existencia de reinos multirreligiosos, como el hispano de las tres religiones, para abrazar la nueva doctrina de que cada reino se asentaba sobre una nación cuya unidad no se podía mantener si todos sus miembros no profesaban la mismo religión, coincidente con la del monarca reinante, con lo cual la intolerancia se adueña de las gentes y se extienden las persecuciones internas de los disidentes y las guerras de religión. En fin, la exaltación dionisiaca se convirtió en un rasgo importante del clima espiritual del siglo XVI, que, si bien alcanzó su máxima expresión en el calvinismo implantado por Calvino como una especie de teocracia totalitaria, en la ira incontenible de Lutero contra el Papa, los judíos, los turcos, las mujeres, los campesinos y todos los que no se conformaban a su ortodoxia, como Erasmo, y en su violento rechazo de la razón, fue practicada también por los reyes fieles al catolicismo, por lo que no es de extrañar que los más importantes dirigentes políticos o sociales de aquel tiempo abogasen por sistemas de autoritarismo religioso, muchas veces sanguinario.

Pues bien, es en este contexto histórico en el que la fase dionisiaca del ciclo histórico ha degenerado en tan extremo frenesí y en el que, como veremos más adelante, ya empiezan a aparecer señales de agotamiento, en el que surge el Quijote como una vigorosa reacción antidionisiaca y que por ello se nos presenta como el heraldo que nos anuncia el cambio de fase hacia lo apolíneo

El Quijote, un libro apolíneo

La tesis hermenéutica capital de Otero Novas es que el Quijote es una obra antidionisiaca y apolínea. Es lo primero, nos dice, porque combate y a la vez ridiculiza constantemente las aspiraciones idealistas y se censura la imaginación y el recuerdo histórico, esto es, se combate y se ridiculizan los valores dionisiacos. Tal es la parte negativa del mensaje del gran libro. Pero éste también contiene un mensaje positivo, que radica en su carácter precisamente apolíneo, que localiza en la prédica del realismo, de la sensatez y de la vida pacífica y normal sin grandes ideales ni exigencias, que son valores apolíneos. ¿Cómo llega el exegeta a tamaña conclusión?

Su interpretación del Quijote como una obra antidionisiaca y apolínea es el resultado de la combinación de tres argumentos, a los que podemos llamar, atendiendo a su carácter fundamental, literario, biográfico e histórico. Empecemos con el argumento literario, que calificamos así por estar basado en el análisis del contenido interno de la novela.

El argumento literario en pro de la interpretación de la gran novela como un libro apolíneo se basa en el estudio del contenido interno de éste, el cual le conduce a prestar atención al método literario empleado por Cervantes, al contraste entre los dos personajes principales y a su simbolismo filosófico. Don Quijote es un símbolo de lo dionisiaco y Sancho de lo apolíneo y el método habitual de Cervantes a lo largo de toda la obra consiste en contrastar constantemente los valores apolíneos de Sancho (y de otros personajes) con los de don Quijote, su sentido común y de la realidad con los valores dionisiacos de don Quijote, figura que encarna los ideales; pero Cervantes no se conforma meramente con contrastar con indiferencia una figura con otra, sino que toma partido siempre por lo apolíneo representado por Sancho y terceros personajes, lo que se evidencia en el hecho de que el método de contraste entre los dos polos opuestos es a la vez un método de ridiculización de la figura de don Quijote y, con ella, de su simbolismo dionisiaco, lo que convierte a la novela de Cervantes en una exaltación de los valores apolíneos lograda por el método de ridiculización de los contrarios dionisiacos.

Por lo demás, el que don Quijote personifique los ideales y valores dionisiacos es algo que Otero Novas tiene por evidente, pues así se manifiesta en todos los capítulos de la novela. El examen de éstos permite, según él, definir la personalidad y la obra de don Quijote con las notas típicas de lo dionisiaco, que resume en las cinco siguientes, perfectamente identificables ya en el primer capítulo de la primera parte de la novela y presentes en los demás capítulos:

1ª. El irracionalismo, el cual se evidencia en la descripción de la mente del hidalgo manchego como «llena de fantasías, encantamientos, disparates, imaginación; emocionado con los argumentos no racionales, la 'razón de la sinrazón que a mi razón se hace'».

2ª. El idealismo, pues se nos retrata al personaje como «volcado a las pendencias, batallas, desafíos, aventuras, deshacer agravios».

3ª. El entusiasmo o espíritu entusiástico, manifiesto en su ansia de requiebros, amores y tormentas. El autor podría haber mencionado también el ansia de aventuras y de hazañas, de vida heroica, además de amorosa.

4ª. Espiritualismo (tal es la palabra, poco adecuada, que emplea el exegeta; habría sido más apropiado hablar de sentido ético-moral de la vida) y amor a lo común, evidenciados en su busca del «aumento de su honra, nombre y fama y servicio a la República».

5ª. Integracionsimo, visible en «la búsqueda de nombres que hace, para sí y para sus próximos, acude al uso del 'locativo' ('de la Mancha', 'del Toboso'), que supone la integración de la persona con su tierra», lo que también, como ya vimos, es una característica de las fases dionisiacas. (Para todo esto, cf. op. cit., pág. 106).

Otero Novas fija su atención también en el discurso a los cabreros sobre la edad de oro, en el que ve reflejada otra nota dionisiaca de la personalidad de don Quijote, la del interés por la historia, en este caso de carácter nostálgico. Según él, cuando el hidalgo manchego les habla «de la dichosa edad y siglos dichosos» para referirse a los tiempos caballerescos pasados, está expresando «la típica nostalgia dionisiaca de los tiempos colectivistas, espontáneos, románticos puros» (ibid.).

Y en la posterior invitación de don Quijote a su escudero a que comparta con él la mesa y en la declinación de éste de tal invitación, prefiriendo comer solo, encuentra reflejado el contraste entre el idealismo del caballero loco y el individualismo y pragmatismo apolíneos del escudero.

Hasta aquí la primera parte de la argumentación de Otero Novas. A partir de aquí enlaza la precedente exégesis del Quijote como libro apolíneo con la vida de Cervantes, dando así inicio a la segunda parte de su argumentación. El intérprete del Quijote como libro antidionisiaco y apolíneo supone, al igual que los adalides de las interpretaciones autobiográficas (de las que nos ocupamos en El Catoblepas, nº 78, Julio 2008), que hay una estrecha correspondencia o analogía entre el curso vital de don Quijote y el biográfico de Cervantes, de tal forma que la trayectoria vital de aquél es un reflejo de la de éste. El tránsito de don Quijote del idealismo dionisiaco a la desilusión final o de una loca fase dionisiaca a un cuerdo final apolíneo que le lleva a condenar su pasado dionisiaco y abrazar el realismo antes de morir es el mismo itinerario que Cervantes recorrió en su vida, en la cual cabe distinguir igualmente una primera fase dionisiaca de idealismo juvenil y una segunda y última de desencanto. La primera de ellas tuvo su momento culminante cuando Cervantes en 1571, a los 25 años de edad, acudió a incorporarse en la armada española que venció a los turcos en Lepanto y cuando, luego de caer preso de los moros berberiscos y organizar varias fugas que, aunque fracasadas, mostraron su arrojo y generosidad con sus compañeros de fuga, asumió ante las autoridades islámicas ser el responsable de ellas para exonerar a éstos de toda carga; la segunda se corresponde con la entrada en la madurez y comienza cuando regresa a España y sufre toda una serie de desencantos: negación de los destinos que solicita, realización de un trabajo duro e ingrato como comisario de abastecimientos, que le cuesta cárcel, en la preparación de la gran armada contra Inglaterra, aventura que se cierra con fracaso para España. Como se ve, en esto Otero Novas no hace sino reiterar los mismos hechos que los partidarios de las interpretaciones biográficas del Quijoite y la misma forma de argumentación, por lo que es innecesario extenderse más.

Pero la argumentación de Otero Novas culmina en su tercera parte, en lo que hemos llamado su argumento histórico en pro de la interpretación apolínea del Quijote y en el que pone un mayor empeño en desarrollar. Este argumento histórico presupone la primera parte de la argumentación, en la que se opone victoriosamente lo apolíneo frente a lo dionisiaco hasta el punto de que el propio don Quijote con su cordura apolínea termina abominando de sus sueños dionisiacos, y la segunda, en la que el propio Cervantes sufre la misma transformación apolínea que su criatura. Lo que añade de nuevo esta tercera parte en forma de argumento histórico es la incardinación tanto del Quijote como de su autor en el marco más amplio de la historia de España de los siglos XVI y XVII, incluso de la historia entera de Occidente, de forma que tanto la gran novela como la vida de su autor se nos presentan ahora como un producto y reflejo de su tiempo histórico tanto en referencia a España como al conjunto de la civilización occidental: el Quijote predica el triunfo histórico de lo apolíneo sobre lo dionisiaco porque Cervantes fue un hombre de su tiempo que, en el curso de su vida, sufrió la misma evolución que había tenido lugar en aquel tiempo al pasar de un siglo XVI dionisiaco a un fin de siglo y primeras décadas del XVII apolíneas. Como se ve, Otero Novas coincide con los defensores de las interpretaciones históricas del Quijote (cf. El Catoblepas, nº 79, Septiembre 2008) en suponer que el Quijote es un espejo de la vida de Cervantes y ésta, a su vez, de la historia, por lo que a través de la vida de Cervantes la novela se convierte en un reflejo microcósmico del macrocosmos histórico entre los siglos XVI y XVII, pero un macrocosmos histórico entendido ahora desde las categorías de una filosofía de las historia como proceso cíclico pendular entre fases dionisiacas y apolíneas y que ya no es sólo de la historia de España sino el de ésta en tanto forma parte de una totalidad mayor que es la historia de la civilización occidental. La vida de don Quijote, la de Cervantes, la historia de España y la de Occidente discurren del mismo modo de una fase dionisiaca a otra apolínea.

La infancia, adolescencia y juventud de Cervantes se hallan integradas perfectamente en un Occidente y una España en plena fase cultural dionisiaca. Pues transcurren durante el reinado dionisiaco de Carlos V y las primeras décadas igualmente dionisiacas del reinado de su hijo Felipe II, cuyo significado, desde el punto de vista filosófico-histórico, resume así en unas pocas pinceladas:

«Cervantes nació bajo el reinado de Carlos V, cuando España ya había rehecho su unidad, conquistado América y era cabeza de Europa; siendo joven, Carlos V consiguió que se convocara el Concilio de Trento para reconducir la unidad cristiana en lo doctrinal, y había logrado la victoria de Mülberg, para apuntalarla militarmente; y a Carlos le sucede su hijo Felipe, que continúa una línea de grandes éxitos, San Quintín, la batalla de Lepanto, la anexión de Portugal. Todo ello con un Occidente en fase cultural dionisiaca». Op. cit., pág. 107.

Además en su juventud no se limitó simplemente a compartir los ideales y valores de su tiempo dionisiaco, sino que los asumió plenamente hasta el punto de tomar parte activa en su defensa frente a la amenaza turca incorporándose, como ya dijimos más arriba, a la armada española que derrotó a los turcos en Lepanto (1571), lo que, junto con otros hechos ya mentados, nos lo muestran como «una persona plenamente adaptada a la etapa dionisiaca-idealista que estaba viviendo».

Y cuando Cervantes, ya entrado en la madurez, regresa a España y comienza a sufrir desencantos, como los antes mencionados, y, según se va haciendo mayor, va perdiendo los ideales dionisiacos que fueron la razón de ser de su vida en el pasado, sigue estando en comunión con su época, tanto a escala española como a la occidental, que también empieza a cansarse de la fase cultural dionisiaca, lo que llega a ser evidente, según Otero Novas, en la última década del siglo XVI, que en España coincide con los últimos años del reinado de Felipe II, los primeros del de su hijo Felipe III y el inicio de la decadencia española:

«Al mismo tiempo que Cervantes se va haciendo mayor, a finales del siglo XVI, el mundo va saturándose de los idealismos -ya Francia se cansa de sus largas matanzas de hugonotes y católicos iniciadas en 1560-; y singularmente España se agota con sus sueños, aventuras y grandes éxitos imperiales. Bajo el reinado de Felipe II, España ha de soportar varias suspensiones de pagos, sufre los fracasos de la Invencible y de los nuevos intentos de invasión de Inglaterra, así como el de colocar una reina consorte española en París; quizá por ello hemos visto que la arquitectura hispana se anticipa, mostrando el rechazo hacia lo florido del arte gótico de los Reyes Católicos con los estilos de tipo 'herreriano'. Y, por eso el siguiente reinado de Felipe III, en cuyo tiempo se publica El Quijote, se conoce entre nosotros como el del inicio de la Decadencia, que realmente marca una etapa de cansancio y enfría todos los anteriores entusiasmos. Ibid.

Cervantes continúa estando en comunión con su tiempo histórico en el reinado de Felipe III: su progresiva adhesión a lo apolíneo está en perfecta sintonía con un reinado que muestra destacadas notas apolíneas, tanto en el ámbito político interior como en el exterior.

Por lo que respecta al rey mismo, a su personalidad, y a los principales hechos de su gobierno es manifiesta la pérdida de los ideales y valores dionisiacos, como se refleja en la abulia y debilidad del monarca, en su dedicación a la caza y al juego, al que tenía tal afición que ni siquiera dejó de jugar para asistir a los funerales de su esposa Margarita de Austria; en la entrega del poder a validos, encima ineptos, como el duque de Lerma, famoso por organizar grandes fiestas, cuyo mandato se caracterizó por una corrupción generalizada, de la que él mismo fue activo cómplice y gran beneficiado. También se refiere a la expulsión de los moriscos, pero no clarifica qué ve en ello para tenerlo por expresión de una política apolínea más que dionisiaca; lo único que deja claro es que la expulsión fue más producto de la fuerte presión de la opinión pública que de la decisión personal del abúlico rey.

Pero donde Otero Novas percibe más el apolinismo del reinado de Felipe III es en su política exterior, en la que destaca sobre todo su orientación pacifista:

«No sólo el Rey vivía para la música, la danza, la caza, los caballos, los naipes y las comidas. Sino que también propugnó una política de paz; la primera paz con Inglaterra se celebró en 1604 con grandes fastos en Valladolid, indicativos de que ya se consideraba la ausencia de guerra como algo bueno para el país. Y Lerma se preocupó en cambio del saneamiento de las cuentas públicas; en reunión del Consejo de Estado en 1609, ante el Rey, presentó un Informe que mostraba a España en quiebra, no sólo económica, sino militar y política, y por ello propuso una tregua con Holanda; como manejaba el Consejo de Estado, sacó adelante la tregua, conocida como la tregua de los doce años, firmada en 1609, que fue el comienzo del poderío de Holanda; dejó el Tesoro en condiciones mejores que lo recibió, consecuencia de su política de Paz.» Op. cit., pág. 108

Pues bien, es en este contexto histórico de tránsito hacia lo apolíneo y del cierre por parte de España de un periodo de «casi cien años de ilusiones, batallas, generosidades, despilfarros», coincidente en el tiempo con el sufrimiento por parte de Cervantes del desencanto de sus anteriores esfuerzos, cuando escribe el Quijote, por lo que no es de extrañar que le salga un producto de su tiempo, fuertemente crítico, desde una perspectiva apolínea, con el anterior dionisiaco. En resumidas cuentas, Otero Novas concluye afirmando que «si el Quijote tiene un contenido apolíneo, es porque fue escrito cuando la cultura comenzaba una nueva fase de esta naturaleza» (op. cit., pág. 109).

No obstante, el exegeta del Quijote como una crítica apolínea de un pasado dionisiaco no las tiene todas consigo y se topa con la dificultad hermenéutica de que no se entiende muy bien por qué en la gran novela no se ponen en solfa los ideales del siglo XVI sino los caballerescos de la Edad Media, una dificultad que, en sus propias palabras, enuncia así:

«Aunque es curioso que, para cargar contra los dionisiaco que se estaba superando, no hace la censura de los ideales del siglo XVI, aún en parte vivos, que él personalmente había compartido, sino que acude a otras fases dionisiacas previas, anteriores al XV, las de la 'caballería'». Op. cit., pág. 108

No muy seguro de su respuesta, ensaya una explicación, un tanto tentativa y conjetural, en la que se invocan tres tipos de razones que podrían explicarlo:

«Quizá porque él no se apercibió de ese cambio de clima cultural que Europa comenzaba a experimentar, acaso porque le resultaba demasiado hiriente combatir aquello en lo que él había participado y que podía resultarle doloroso, o porque el ambiente y los poderes establecidos aún no toleraran el enfrentamiento con nuestras inmediatas y pasadas glorias». Ibid.

Otero Novas aún se plantea dos problemas adicionales sobre el tiempo histórico del Quijote. El primero de ellos se refiere a la cuestión de si el Quijote y el reinado de Felipe III se han de considerar como un paréntesis apolíneo excepcional que sólo se dio en España, a causa de la extenuación sufrida como efecto del enorme derroche de energía y generosidad en sus aventuras imperiales y exaltaciones religiosas durante el siglo XVI, o bien se trata de algo común al resto de Europa o de gran parte de ella. Su respuesta es que no se trata de un periodo excepcional reducido sólo a España, pues en otros países europeos importantes sucedía lo mismo. Si España se había agotado con sus enormes esfuerzos hacia el exterior en el siglo XVI para entrar en los años antiidealistas y apolíneos en la última década del siglo XVI, otro tanto sucede en Francia, cuyo giro hacia el pragmatismo político, también a partir de esa década, es perceptible en el reinado de Enrique IV, sobre todo en su Edicto de Nantes (1598), y lo mismo en Inglaterra, que comienza su siglo XVII con la dinastía de los Estuardo, inaugurada con Jacobo I, cuyo espíritu pacifista le inclina, en la política exterior, a firmar la paz, como ya se dijo más arriba, con España, y en el interior al entendimiento interreligioso.

Más difícil todavía es el segundo asunto: se trata de si el momento histórico del Quijote y del reinado de Felipe III constituye una fase cíclica completa o es sólo un momento o paréntesis dentro de la ola dionisiaca que viene del siglo XVI y que tras este paréntesis (aproximadamente de 1590 a 1620) continúa más allá de éste, entre 1620 y 1660, para terminar con un fin de siglo XVII apolíneo. Confiesa el autor que para esta cuestión no tiene aún una contestación definitiva, pero se atreve a conjeturar que posiblemente se trate de lo segundo, esto es, que el tiempo del Quijote, por su corta duración de apenas tres décadas y por continuar tras él la fase dionisiaca precedente, parece ser simplemente un típico «veranillo de san Martín» de una gran fase dionisiaca comenzada a fines del siglo XV y que dura hasta finales del XVII, que es cuando verdaderamente comienza una nueva fase apolínea.

Así, pues, por lo que toca al Quijote, podemos decir que, si bien es un libro de contenido apolíneo, es sólo el producto y el reflejo no de una fase histórica completa apolínea, sino de un subciclo o corto periodo de este género en el tramo final de una larga fase dionisiaca, que continúa más allá de aquél. En otras palabras, la gran novela es un anticipo de la fase apolínea que dominará en Occidente a partir de las últimas décadas del siglo XVII y que perdurará hasta fines del siglo XVIII. No deja de ser sorprendente que, a la postre, Otero Novas con su visión del Quijote como heraldo de una fase apolínea de la historia occidental viene a coincidir con otros hermeneutas del Quijote en ver éste como un libro visionario que anuncia o barrunta los rasgos de una nueva época, ya sea una dominada por el racionalismo o la ilustración, como en Benjumea, o una nueva episteme, como en Foucault; la coincidencia con estos comentadores es aún más asombrosa, si cabe, por el hecho de que uno de los caracteres fundamentales de la etapa apolínea anunciada es precisamente el racionalismo frente al irracionalismo de los tiempos dionisiacos.

Ahora bien, es importante reseñar que, si bien el Quijote es por su contenido un libro apolíneo, producto y espejo del breve, en términos históricos, subciclo apolíneo incrustado dentro de una larga fase dionisiaca, contiene también en su seno el reflejo de la evolución bifásica de la historia en la medida en que expresa literariamente la dialéctica entre lo dionisiaco, simbolizado por don Quijote, y lo apolíneo, representado en la novela por Sancho, terceros personajes y el propio narrador. La dialéctica o enfrentamiento constante en la novela entre lo dionisiaco y lo apolíneo decantándose hacia este lado es la expresión misma de la historia en que las tendencias apolíneas estaban venciendo a las dionisiacas, aunque sólo transitoriamente y como anuncio de un tiempo posterior en que triunfarían constituyendo una completa fase cíclica.

Por último, no está de más advertir que Otero Novas no construye una filosofía de la historia especialmente destinada para interpretar el Quijote. Construye un sistema de filosofía de la historia para entender ésta y para iluminar la comprensión de nuestro presente histórico y de paso, en su recorrido por la historia de Occidente y de España como parte de esta civilización, lo utiliza como herramienta para desentrañar el más profundo significado de la gran novela, que resulta ser precisamente la expresión literaria de la evolución bifásica dionisiaca/apolínea de la historia, y quizá encontrar en el prestigio de la gran novela y en la capacidad interpretativa de su sistema de filosofía de la historia para desvelar el sentido de aquélla un respaldo inesperado para ésta.

 

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