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El Catoblepas, número 166, diciembre 2015
  El Catoblepasnúmero 166 • diciembre 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

Crítica de los principios hermenéuticos
filosófico-históricos.

José Antonio López Calle

Examen crítico de la interpretación del Quijote de Otero Novas (I).
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (42).

Estatua El Quijote

La concepción del Quijote de Otero Novas depende por completo, como vimos en la anterior entrega, de una determinada idea de la historia, la idea de ésta como ciclo oscilatorio entre fases apolíneas y dionisiacas. Esta es la ley de la historia y a ella misma está sometida la novela de Cervantes como producto y reflejo de semejante ley. Siendo así, nuestra inspección ha de empezar por esta filosofía de la historia que dirige la exégesis de Otero Novas del gran libro de Cervantes y en la que encuentra la clave de acceso al desciframiento de su significado más profundo.

En primer lugar, la idea misma cardinal de la historia como un proceso cíclico es muy problemática, pues descansa sobre cimientos muy frágiles. Otero Novas, como hemos visto, la fundamenta en la naturaleza, en el hecho de que en el mundo natural la existencia de procesos cíclicos es una realidad manifiesta y en que, por tanto, la sociedad o la historia de las sociedades no puede ser una excepción, sino que ha de estar sometida a la misma ley de evolución cíclica. Ahora bien, esta argumentación, que depende de la postulación de una analogía entre los procesos naturales y los sociales o históricos, es muy débil. La postulación de esa analogía es muy vulnerable a la crítica. Por un lado, no todos los procesos naturales son de carácter cíclico. La historia misma del universo no podemos decir que sea cíclica a la luz de la cosmología actual, aunque tampoco cabe excluir que pueda serlo; pero, por poner ejemplos mejor conocidos, no puede decirse que la historia de la Tierra, desde su origen hasta el presente, sea cíclica, cada etapa de su historia no es exactamente una repetición de la anterior, sino que han sucedido cosas muy diferentes, aun debido a la actuación de las mismas leyes o causas; y por último cabe mencionar la historia de la vida, en la que cada fase de la misma no es una repetición de la anterior, sino que aparecen formas de vida diferentes, aunque en términos muy genéricos puedan identificarse ciclos de creaciones de nuevas formas de vida y de extinciones, pero su contenido es diferente cada vez, de forma que cada era y cada período dentro de éstas aportan su propio conjunto de novedades biológicas.

Por otro lado, y esto es más decisivo, no se entiende bien por qué las sociedades, o su historia, han de estar sometidas a una ley cíclica igual que los procesos naturales. Puesto que la historia de las sociedades humanas no es un proceso natural, sería normal esperar que pueda discurrir de un modo diferente al que prescribe la ley del desarrollo cíclico. Mientras no se pruebe de forma independiente el carácter cíclico de la historia, lo que obliga a no dar por válida la analogía entre la naturaleza y la historia, no se puede decir que ésta discurra cíclicamente y pretender lo contrario sobre la mera base de la analogía con la naturaleza constituye una extrapolación no probada y, por tanto, ilegítima.

En segundo lugar, la teoría cíclica de la historia tiene la consecuencia de que ésta entonces es una eterna repetición, lo que a su vez plantea muy agudas dificultades. En la versión de Otero Novas, no se trata de la repetición de los mismos hechos, sino de las tendencias sociales o culturales. Esto es lo que dice de entrada, porque de salida sí admite, como hemos visto, la repetición de los hechos, lo que él justifica diciendo que, como lo hechos vienen motivados por las tendencias o el desarrollo de éstas lleva a ellos, la repetición de las tendencias acarrea una especial proclividad a que se repitan los mismos hechos. La única diferencia aquí entre la versión de Otero Novas de la teoría cíclica y la de autores precedentes, como Nietzsche, es que la repetición de los hechos no es un proceso necesario, sino relativamente contingente. No es necesario que los hechos se repitan, afirma, pero si se repiten las tendencias ello facilita la reaparición de los mismos hechos, por lo que suele ocurrir, según él, que se repitan los mismos hechos a causa de la repetición de las tendencias, hasta el punto de que el autor confiesa disponer de una larguísima lista de acontecimientos que se han repetido miméticamente una y muchas veces en la historia, una lista que lamentablemente se guarda para sí, obsequiándonos sólo con un ejemplo de esa larga lista, el de la conquista de Rusia con el saldo de fracaso.

Pues bien, si lo que pretende es sostener que se repiten los hechos o acontecimientos considerados en abstracto, con independencia de su contenido concreto o sin parámetros, es evidente que efectivamente se repiten. La operación de conquistar un país se ha dado muchas veces en la historia. Esto es algo que nadie cuestiona. Pero lo que parece pretender es que se repiten los hechos concretos y esto es lo que es ya sumamente cuestionable y contrario a la realidad histórica. Primero de todo, hay hechos concretos, no abstractos, que todavía no han ocurrido ni siquiera una vez. Los Estados Unidos no han sido conquistados ni una sola vez. Y muchos acontecimientos que sí han ocurrido una vez no se han repetido. La conquista de México por Cortés no se ha vuelto a repetir. Y en el caso del ejemplo que pone Otero Novas cabe presentar varias alegaciones. En primer lugar, la conquista de Rusia con fracaso final sólo ha sucedido, como ya vimos, tres veces. ¿Es suficiente eso para afirmar que la historia se repite? Está claro que no. Otero Novas no parece ser plenamente consciente de las implicaciones más relevantes de su teoría cíclica de la historia. Y una de ellas es que para que se pueda decir que la historia es así es necesario que los hechos se repitan, aunque ello sea como efecto de la repetición de las tendencias, a lo largo de un número indefinido de ciclos, lo que aún no ha sucedido. ¿Quién nos puede asegurar que Rusia no podría ser conquistada exitosamente en los próximos siglos o milenios, si es que no desaparece antes por implosión interna? No ha transcurrido suficiente tiempo histórico para que pueda determinarse la repetición de los mismos hechos. Es poco serio decir que se repiten los mismos hechos simplemente porque han sucedido dos o tres veces.

En segundo término, es cuestionable que se trate las tres veces del mismo hecho. Lo es en el sentido abstracto de la palabra. Pero en el sentido concreto no son una repetición, pues difieren tanto en su contenido interno, como en sus conexiones con los hechos antecedentes y consiguientes. En otras palabras, no ocurrieron en las mismas circunstancias la invasión y fracaso de la conquista de Rusia por parte sucesivamente de Carlos XII de Suecia, de Napoleón y de Hitler, ni se desarrolló del mismo modo el proceso de conquista, ni la situación del país invadido y su reacción fueron las mismas, ni el fracaso tuvo los mismos efectos históricos tanto para el país invadido como para los invasores y, por tanto, para el curso de la historia universal.

En tercer lugar, esos tres intentos fracasados de Rusia están en contradicción con otro de los rasgos de la teoría cíclica de Otero Novas, a saber, su carácter bifásico y la forma concreta como lo aplica a la historia de Occidente. Tanto la invasión y conquista por parte de la Francia napoleónica como de la Alemania nazi acontecieron en sendas fases dionisiacas de sus correspondientes ciclos, fases caracterizadas, según Otero Novas, por su espíritu belicista. No sucede lo mismo, empero, con la invasión y conquista por la Suecia del rey Carlos XII, que tiene lugar a partir de 1709, por tanto en una fase apolínea (la que va, de acuerdo con la periodización de Otero Novas, de 1660 a fines del siglo XVIII), caracterizada muy contrariamente por el espíritu pacifista. ¿Cómo es posible que en plena fase apolínea tenga lugar un hecho así, contrario al espíritu pacifista de esta época y que más bien debería haber sucedido en un tiempo dionisiaco? ¿No quedamos en que, de acuerdo con la afirmación del propio Otero Novas, la repetición de las tendencias tiende a generar la repetición de los mismos hechos? Pues no se entiende entonces que cuando domina la tendencia al pacifismo tenga lugar un hecho contrario a esta tendencia. Si en cada supuesta fase del espectro bifásico no suceden los hechos previsibles en función de las tendencias dominantes, ¿dónde queda el esquema bifásico apolíneo-dionisiaco de la historia? A Otero Novas no le queda más remedio que abrir la puerta a las excepciones recordándonos que no necesariamente los hechos se repiten al repetirse las tendencias bifásicas, pero, en tal caso, da la impresión de que con el énfasis, por un lado, en la repetición de los hechos y por otro en su contingencia se está diseñando un ardid para proteger su idea de la historia como un proceso bifásico apolíneo-dionisiaco de cualquier posible refutación.

Cuarta y última alegación: sobre la base del tiempo histórico transcurrido podemos decir que no es cierto que la invasión de Rusia siempre haya terminado en fiasco. Otero Novas parece ignorar o no advertir que en su historia primitiva Rusia, entonces conocida como el reino o principado de Rus o Pequeña Rusia, fue invadida y conquistada exitosamente por los mongoles en el segundo cuarto de la primera mitad del siglo XIII, quienes la dominaron durante varios siglos hasta que volvió a resurgir de nuevo en las postrimerías de la Edad Media con el nombre de Moscovia. Así que el único hecho supuestamente repetido muchas veces de la muy larga lista de Otero Novas, que no condesciende a dárnosla a conocer, queda invalidado en sus propios términos históricos por un acontecimiento histórico de signo contrario que ha pasado por alto.

La tercera crítica general va dirigida contra la tesis sobre la naturaleza bifásica de los supuestos ciclos históricos, con independencia de si por sus contenidos o tendencias dominantes las fases son apolíneas o dionisiacas alternativamente o de cualquiera otra índole. Como vimos, Otero Novas utiliza el mismo argumento fundado en la supuesta analogía entre la historia y la naturaleza como base de su tesis sobre la naturaleza estructuralmente bifásica de los ciclos históricos. Ahora bien, para ello se inspira en los fenómenos o procesos naturales que muestran esta división bifásica, pues sólo así puede justificar semejante conclusión. El problema es que no todos los fenómenos naturales de carácter cíclico se caracterizan por desarrollarse en dos periodos. Algunos de ellos comprenden varias etapas, como el ciclo estacional, que comprende cuatro, o el proceso de desarrollo de un animal, tal como el propio hombre, que, según se parcele, puede dividirse, cuando menos, en tres o cuatro etapas. De hecho, a Spengler fue esta analogía con el desarrollo de un organismo animal la que le inspiró su teoría tetrafásica de la historia, cuyos periodos nacimiento y crecimiento o juventud, madurez, decadencia y muerte asociaba a su vez con los cuatro periodos estacionales. Y siendo así que en la naturaleza nos encontramos con fenómenos que discurren en tan diverso número de fases, resulta totalmente arbitrario asignar a los ciclos una estructura bifásica. Atendiendo sólo a la naturaleza, está igualmente justificado distinguir más de dos. No hay, pues, ninguna relación interna entre la existencia de los ciclos naturales y el supuesto carácter bifásico de la historia; en otras palabras, en términos de la naturaleza, es totalmente indecidible si la historia es, aun el supuesto de que fuera cíclica, bifásica, trifásica o tetrafásica.

No menos problemática es la noción de subciclo, igualmente introducida sobre la base de la analogía entre los ciclos naturales y el desarrollo histórico. Otero Novas ha seleccionado un tipo de ciclo, el estacional, donde se dan esos subciclos, pero hay otros ciclos naturales donde es muy difícil poder identificar tales subciclos o sencillamente no se dan, tal como en los días, en los que en la sucesión de la fase oscura o noche y la luminosa o día no cabe discernir subciclo alguno: no ocurre que en medio de la noche tengamos unas horas de día o que en medio de las horas de luz tengamos alguna de noche, como sí sucede en las estaciones, pues en el otoño podemos tener días veraniegos o en la primavera días invernales o en el verano días primaverales. Al igual que en el caso precedente no se entendía, sobre la base de la analogía de la historia con los procesos naturales, cósmicos o biológicos, por qué el desarrollo histórico tiene que ser bifásico, habiendo procesos naturales que comprenden más de dos fases, tampoco se entiende ahora por qué tiene que haber subciclos o subperiodos de signo distinto dentro de la fase dominante en la historia cuando en la misma naturaleza hay procesos naturales en cuyas fases cíclicas no hay subciclos.

Por otro lado, incluso en aquellos casos en que sí cabe discernir subciclos, como en la sucesión periódica de las estaciones, la analogía con la historia es muy débil o lejana: en las estaciones los subciclos, como el veranillo de san Miguel o san Martín, apenas duran unos días; en cambio, en la historia, duran hasta varias décadas, como en el caso del veranillo apolíneo del tiempo del Quijote, que, según la datación del propio Otero Novas, duró unos treinta años, de 1590 a 1620. Además, los subciclos estacionales se repiten con cierta regularidad cada año por las mismas fechas, mientras que en la historia no sucede así, sino que parece ser una rareza: en los varios ciclos que el autor distingue en la historia de Occidente desde los griegos hasta el presente sólo logra encontrar el mentado subciclo que coincide con el tiempo del Quijote.

Asimismo conviene recordar que en el ciclo estacional los subciclos se dan entre estaciones próximas, como el veranillo de san Miguel o el de san Martín. ¿Qué de extraño tiene el que, siendo así que las estaciones, desde el punto de vista no astronómico, sino meteorológico, en cuyo caso su inicio y fin son bastante difusos, haya un veranillo de san Miguel el 29 de Septiembre, apenas seis días después de concluir el verano astronómico? Y aun así esos días, aunque agradables, no llegan a ser tan calurosos como en pleno verano. Lo mismo cabe decir del veranillo de san Martín, aunque, por estar ya más alejado del verano, en mitad del otoño, se da con menos regularidad. Pero no se dan los subciclos entre estaciones opuestas, como el invierno y el verano: no ocurre que en pleno invierno tengamos una semana de calor veraniego, como mucho primaveral, o en verano una semana invernal, como mucho de temperaturas primaverales u otoñales. La cuestión entonces es con qué estaciones comparamos los ciclos históricos. Si la analogía la establecemos con la sucesión verano/otoño, la preferentemente seleccionada por Otero Novas, entonces sí hay subciclos meteorológicos, pero no desgraciadamente históricos o son sumamente raros. Y si mantenemos la analogía entre estaciones polarmente opuestas, como el invierno y el verano, como polarmente se oponen lo apolíneo y lo dionisiaco, entonces no hay subciclos meteorológicos y, por tanto, para mantenerse la analogía, no debería haber subciclos históricos: igual que no se incrusta el invierno en el verano y viceversa, tampoco debería incrustarse lo apolíneo en medio de lo dionisiaco o viceversa en el terreno histórico, por lo que, supuesta esta analogía, no tendría sentido buscar, como hace Otero Novas, subciclos en la historia y si los identifica desmiente la analogía que se supone es la base en que se apoya la introducción de esta noción.

En quinto lugar, es muy cuestionable el conjunto de rasgos con que caracteriza los periodos apolíneo y dionisiaco. No se entiende muy bien por qué el racionalismo filosófico como característica de las épocas apolíneas ha de ser antiespeculativo y no también especulativo. Ello se halla en contradicción con la propia periodización fijada por Otero Novas. Así en pleno tiempo apolíneo, a fines del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII, tanto en la escuela del racionalismo continental como la del empirismo británico hay grandes representantes del racionalismo especulativo, como, por ejemplo, las construcciones metafísicas de Spinoza, Malebranche y Leibniz, entre los racionalistas, o la metafísica de Locke y, no digamos, de Berkeley. Por otro lado, en pleno periodo dionisiaco acotado por Otero, el que va de 1620 a 1660, lejos de triunfar el irracionalismo, como debería suceder de acuerdo con su caracterización de las épocas dionisiacas como filosóficamente irracionalistas, es sólo una realidad marginal, con algún representante conspicuo, como Pascal, pero domina el racionalismo, como el de Descartes, Gassendi y Spinoza, cuya obra, la de éste último, salta por encima de las fronteras entre el supuesto periodo dionisiaco que termina en 1660 y el apolíneo en vigor desde esta fecha hasta fines del siglo XVIII fechados por Otero Novas, o el de Bacon y Hobbes, cuya obra, la de Hobbes, también cruza las fronteras entre los dos periodos antes citados. En general, el racionalismo predomina desde el siglo XVII hasta el final del siglo siguiente, tanto en su versión innatista como empirista, sin reconocer fronteras entre fases cíclicas.

Del mismo modo, no es fácil comprender por qué vincula el relativismo con las etapas apolíneas, como si fuese un producto o subproducto o degeneración de éstas. Llega a decir expresamente que el relativismo es nota típica de lo apolíneo (cf. op. cit., pág. 271) y a hablar de nuestra época, que, de acuerdo con su filosofía de la historia, tiene por una fase apolínea, como caracterizada, siguiendo al Papa Benedicto XVI, como una dictadura del relativismo, que él interpreta como acusación o denuncia dirigida contra los excesos de lo apolíneo vigente (cf. op. cit., pág. 310). Ahora bien, la presentación del relativismo como nota típica de las fases apolíneas colisiona con su retrato de éstas como dominadas por el racionalismo, pues el racionalismo y el relativismo, tanto en el orden epistemológico como el moral, son incompatibles. El racionalismo por sí mismo es antirrelativista y el relativismo entraña la negación del racionalismo; son, pues, enemigos irreconciliables. El relativismo es un aliado del irracionalismo y, puesto que éste es nota típica de lo dionisiaco, según Otero Novas, puede decirse que el relativismo debería ir más bien asociado a las etapas dionisiacas. No es por ello de extrañar que el principal profeta del dionisismo e inspirador de la idea de la historia de Otero Novas como un proceso oscilatorio entre lo dionisiaco y lo apolíneo, Nietzsche, haya sido un abogado del relativismo y que también lo fuera Spengler, la otra gran fuente de su idea cíclica de la historia, quien defendió un relativismo tan extremo que le llevó a extenderlo a las matemáticas y a la física.

Tampoco se entiende por qué el racionalismo apolíneo ha de ser pacifista o conducir al pacifismo y el irracionalismo dionisiaco, belicista. La propia contraposición entre pacifismo y belicismo, que Otero Novas da por obvia, es un tanto oscura y confusa, como los son algunas otras de las oposiciones establecidas por Otero Novas. En cualquier caso, aun dando por buena la contraposición entendida en el sentido convencional, no concuerda con la periodización bifásica fijada por él mismo. La plena fase dionisiaca de 1620-1660 es ciertamente, en conformidad con la caracterización de lo dionisiaco, una época intensamente belicista en Europa, una de las más conflictivas de su historia, pero a la vez es tiempo de hegemonía del racionalismo, según hemos dicho antes, que es un rasgo propio de lo apolíneo. Y la última parte del siglo XVII hasta bien entrado el siglo XVIII (hasta 1714), que Otero Novas retrata como parte de una fase apolínea que continúa hasta el final de este siglo, es contrariamente, al supuesto pacifismo que debería reinar, un tiempo fuertemente belicista, en el que no hay una década sin guerra alguna de relevancia: la guerra de Devolución (1667-8) entre Francia y España; la guerra franco-holandesa o guerra de Holanda (1672-8), en la que se vieron involucradas las principales potencias de entonces, Inglaterra del lado de Francia, y España y Austria del lado de Holanda; la guerra de la Liga de Augsburgo o guerra de los Nueve Años (1688-97) entre Francia y la liga de este nombre, formada por los aliados antifranceses de la guerra anterior, España y Austria, y, además, Inglaterra, Suecia y Saboya; y finalmente la guerra de Sucesión de España (1700-14). A esto podría replicar, de acuerdo con su puntualización de que fase apolínea no quiere decir que no haya guerras, sino que el espíritu dominante es pacifista, que en la época de que hablamos, aunque sembrada de guerras, reinaba esta clase de espíritu. Pero esta réplica tiene poco recorrido, porque si hubo tanta guerras ¿cómo podemos determinar que la tendencia dominante en los espíritus era la del pacifismo? Más bien, parece la revés, que si hubo tantas guerras, es porque había predisposición favorable a resolver así los litigios entre países y que, por lo menos, las elites gobernantes no eran desde luego pacifistas.

Es también difícil comprender por qué el autoritarismo es un monopolio del irracionalismo dionisiaco, mientras que la tendencia hacia la democracia lo es del racionalismo apolíneo. Esto es algo que también está desmentido por los hechos históricos. El largo periodo apolíneo que Otero Novas fecha entre 1660 y fines del XVIII es también un abrumador periodo de autoritarismo, inherente a las monarquías absolutas entonces reinantes en gran parte de Europa. Hasta el racionalismo ilustrado de la época de las Luces sucumbe ante el autoritarismo y lo ampara bajo la forma del despotismo ilustrado. En sentido inverso, en la primera mitad del siglo XIX, el tiempo del romanticismo, que Otero Novas tiene por un tiempo dionisiaco, no pocos románticos, no obstante su irracionalismo romántico, eran antiautoritarios y defendían sistemas políticos más democráticos. Otro tanto podría decirse de los otros rasgos que atribuye a lo apolíneo y a lo dionisiaco, pero, por no alargar este examen crítico, con lo dicho basta para mostrar las deficiencias de la distinción de Otero Novas entre lo apolíneo y lo dionisiaco y de los análisis históricos que auspicia.

Por las razones expuestas nos parece que el sistema de filosofía de la historia de Otero Novas no se sostiene. Y si es así, tampoco se sostiene la interpretación del Quijote que nos ofrece construida sobre la base de ese sistema. Derrumbada la una cae la otra. Ta es el sentido de nuestra primera crítica de su visión de la gran novela. Pero nuestra impugnación de su aproximación a ésta no se reduce o no depende sólo del rechazo de la filosofía de la historia que utiliza como sistema hermenéutico. La impugnación se basa también en los fallos de su exégesis del Quijote. Pero esto lo dejamos ya para las próximas entregas de la serie.

 

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