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El Catoblepas, número 167, enero 2016
  El Catoblepasnúmero 167 • enero 2016 • página 11
Libros

Drogas: Ya sabemos la solución, pero ¿cuál era el problema?

José Antonio de la Rubia Guijarro

Acerca del libro de Araceli Manjón-Cabeza, La solución, Ed. Debate, Barcelona 2012, 319 pp.

«Por lo demás no nos libramos de la filosofía por hacer valer desmesuradamente la acritud del dolor y la humana debilidad, pues la forzamos a lanzarse a estas réplicas invencibles: si es malo el vivir en necesidad, al menos no hay necesidad alguna de vivir en necesidad. Nadie está mal mucho tiempo más que por propia voluntad. Quien no tiene valor para padecer ni la muerte ni la vida, quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué hará?».
Montaigne{1}.

La solución, de Araceli ManjónAraceli Manjón-Cabeza es profesora titular de Derecho Penal en la Universidad Complutense de Madrid, ha sido magistrada suplente en la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y directora del Gabinete del Plan Nacional sobre Drogas en la época en la que este estaba dirigido por Baltasar Garzón, exjuez al que ha estado muy unida profesionalmente. Después de cerca de veinte años dedicada a la represión de las drogas, tanto a nivel nacional como internacional, publicó hace tres un libro en el que defiende su legalización. La solución, que así se llama el volumen que vamos a comentar, es un texto muy documentado y actualizado, lleno de lucidez, sensatez y, por qué no decirlo, de valentía. Araceli Manjón-Cabeza conoce de primera mano el problema de las drogas y cómo funciona la persecución de las mismas. Pero este libro lo ha escrito como consecuencia de un cambio radical de posición con respecto a lo que pensaba cuando ella misma era una parte del engranaje de la lucha antidroga {2}. En el libro los razonamientos se construyen a partir de los hechos, Manjón-Cabeza nos ofrece una panorámica de la guerra contra las drogas a nivel mundial, pero especialmente centrada en Latinoamérica y Estados Unidos. Sobre los hechos, es decir, sobre lo que está ocurriendo hoy en día en el mundo en relación al «problema de las drogas», la autora defiende un argumento al que podríamos denominar «el argumento pragmático». Intentaremos, en primer lugar, exponer brevemente su postura y, a continuación, criticaremos lo que consideramos insuficiencias del libro.

El argumento pragmático a favor de la legalización de las drogas es bastante antiguo y parte de la premisa de que la «guerra contra las drogas» ha fracasado y de que el «problema de las drogas» es una consecuencia de la prohibición:

«Lo que hoy parece evidente es que la prohibición, no siendo parte de la solución, es más bien parte - y muy grande - del problema y en algún caso llega a ser la única generadora del problema»{3}.

La prohibición no sólo no ha conseguido la utopía de un mundo libre de drogas sino que ha provocado el efecto contrario:

«(...) el prohibicionismo ha fracasado rotundamente, porque no sólo no se ha alcanzado la quimera de acabar con las drogas, sino que cada vez hay más drogas y más consumidores; oferta y demanda se han disparado y la prohibición ha generado muchos otros problemas no inherentes al consumo de droga, problemas que son hijos de la prohibición»{4}.

De entre esos problemas, dos son fundamentales. Por un lado, el prohibicionismo ha hecho del tráfico de drogas un negocio tremendamente lucrativo que alimenta a poderosas mafias del narcotráfico que están amenazando con su violencia la paz social y la propia existencia de algunos estados, especialmente en Latinoamérica. Por otro lado, algunas drogas muy peligrosas, como el crack, el paco o el basuco, son un producto de las condiciones creadas por la prohibición, sustancias que nunca habrían aparecido de haber estado el mercado de las drogas controlado por los estados. Así, «la guerra contra la droga mata más que la droga»{5}. A estos hechos habría que añadir una objeción de tipo ético: la criminalización de los consumidores de drogas es injusta{6}, sólo perjudica a personas a las que supuestamente queremos proteger, y atenta contra la libertad personal{7}.

En el primer capítulo, Manjón-Cabeza presenta una historia de la prohibición, tomando como base al autor de inevitable referencia en este asunto: Antonio Escohotado y su Historia general de las drogas{8}. Escohotado es un filósofo que nos ha abierto los ojos a muchos lectores y, desde mi punto de vista, ninguna reflexión seria sobre las drogas puede hacerse sin partir de él ni de algunas de sus fuentes (como Thomas Szasz, un autor del que hablaremos luego). Estudiar la historia es algo muy importante en el tema que nos ocupa, especialmente para comprender tres ideas: 1) La humanidad siempre ha consumido drogas con los más variados propósitos, 2) las drogas son sustancias, no son ni buenas ni malas sino que efectos positivos o negativos dependen de su uso: «sólo la dosis hace al veneno» (Paracelso). Pero hay una tercera idea importante, que es la que más nos interesa aquí: 3) Contra lo que piensa mucha gente, las drogas no siempre han estado prohibidas. Dejando a un lado la historia antigua (con el paganismo tolerante con sustancias como el opio, y el cristianismo prohibicionista y enemigo de la ebriedad) el prohibicionismo moderno surge en Estados Unidos y se hace mundial a la vez que Estados Unidos va convirtiéndose en una gran potencia{9}. Existe una dimensión nacional, genuinamente norteamericana, del prohibicionismo, mantenido por el puritanismo cristiano/calvinista dominante en aquel país, con sus tintes racistas y autoritarios que alcanzaron su máxima expresión con la Ley Volstead (1919-1933), popularmente conocida como «Ley Seca», que prohibió el alcohol y, como es sabido, supuso la consolidación del crimen organizado en Estados Unidos. El prohibicionismo comenzó a afectar a una especie de totum revolutum de fármacos que incluían a drogas de uso milenario como el cannabis o el opio, y a otras que son fruto del desarrollo de la química moderna, como la cocaína, la morfina y sus derivados{10}. Las primeras leyes prohibicionistas, que aparecen bajo el disfraz del control y la fiscalidad, son nacionales de Estados Unidos (Harrison Act, 1914, Marihuana Tax Act, 1937) y es por iniciativa norteamericana como la prohibición se hace total y universal mediante convenciones de Naciones Unidas (Convención Única sobre Estupefacientes, 1961, Convención sobre Sustancias Psicotrópicas, 1971, y Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, 1988) al amparo de las cuales se constituye una superestructura burocrática cuyo organismo más importante es la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), con sede en Viena.

Manjón-Cabeza hace una interpretación del prohibicionismo solamente en términos relativos a la política exterior de la potencia norteamericana:

«El contexto histórico de los siglos XX y XXI no puede explicar el actual régimen de drogas; las razones deben buscarse en unos intereses políticos perseguidos por Estados Unidos, no frenados por nadie, impuestos a muchos, secundados con dólares, y para cuya realización Naciones Unidas ha sido el brazo ejecutor. Estos intereses han dado lugar al surgimiento de un pretexto: hay que acabar con el azote de las drogas - cuyo problema se crea previamente de forma artificial - y eso solo puede hacerse si la gran potencia toma el protagonismo de la lucha, lo que en realidad encubre sus deseos intervencionistas e imperialistas»{11}.

Esta interpretación será bastante recurrente a lo largo del libro. En efecto, Estados Unidos siempre ha reducido el problema de las drogas al «problema de la oferta», considerándolo como una amenaza exterior que había que combatir no sólo militarmente sino mediante una humillante política de «certificaciones» en la que se condiciona la política de otros países (e incluso la cultura tradicional, como ocurre en Bolivia con la imposición de tácticas como la «erradicación de cultivos» de la hoja de coca{12}) a cambio de dinero. Esto es verdad pero, como veremos, no es toda la verdad. No obstante, Manjón-Cabeza hace una radiografía detallada de lo que significa la prohibición a nivel internacional, dirigida por Naciones Unidades a través de instituciones que, como la JIFE, se han caracterizado por impulsar una política completamente disparatada, antirrealista y ajena a la evidencia científica. Por todo ello, científicos destacados impulsaron la Declaración de Viena (2010) en la que se cuestiona la prohibición como un obstáculo para desarrollar políticas sanitarias de reducción de daños, especialmente en lo relativo a la lucha contra el SIDA. Aún así, las políticas no son uniformes aunque el fundamento del dogma prohibicionista no se cuestiona a nivel institucional.

A lo largo de las páginas de La solución se nos explica de forma sencilla y documentada lo que significa el problema de las drogas tanto en la calle como en los despachos, en las leyes y en las políticas. El argumento pragmático de que «es mejor controlar que prohibir» siempre es traído a colación. Consecuencias de la prohibición son la aparición de drogas más peligrosas y adictivas, como el crack (cuyo consumo en Estados Unidos, según algún investigador, se inició provocado por la CIA para recaudar fondos que financiaran a la «contra» nicaragüense{13}). Pero también analiza la autora las políticas de despenalización y reducción de daños que se han llevado a cabo en países como Holanda y Portugal (y están empezando a llevarse a cabo en otros países como Uruguay). Sin embargo, la parte del león del análisis se la lleva el estudio del narcotráfico. Que la prohibición es criminógena es algo demasiado evidente y el fracaso en la lucha contra el narcotráfico se muestra más claramente en el hecho de que las mafias hoy en día son un poder mundial que amenaza la propia existencia de estados débiles (como ocurre en Latinoamérica) y el estado de derecho en países fuertes. Manjón-Cabeza dedica un capítulo entero, de lectura sobrecogedora, al caso de México. La represión de las drogas genera lo que se conoce como «efecto globo», si se presiona en un lado, el problema se desplaza a otro. La autora nos explica cómo la destrucción de los cárteles colombianos (los inventores del «narcoterrorismo») provocó que la incesante demanda estadounidense de drogas fuera satisfecha por los narcotraficantes mexicanos. El ya expresidente de México, Felipe Calderón, les declaró una guerra sin cuartel utilizando al ejército, lo que ha traído como consecuencia que más de 50.000 personas hayan sido asesinadas en un enfrentamiento que cuesta incluso calificar como «crimen», «terrorismo» o «violencia». Lo que está ocurriendo en México es, sencillamente, una película de terror, con episodios de una crueldad espeluznante que no se explicarían si no fuera por el inmenso beneficio económico que genera el tráfico ilegal de drogas{14}. Y ese beneficio es lo que hace que el narcotráfico sea un poder invencible por la vía violenta pues tiene una capacidad demoledora para corromper al Estado.

Mientras tanto, la situación del problema de las drogas en el territorio que impulsó el prohibicionismo, Estados Unidos, sigue igual. Manjón-Cabeza dedica otro capítulo exclusivamente a este país. Analiza la insensata política norteamericana sobre este asunto, desde la «guerra a las drogas» lanzada por el presidente Nixon hasta el «plan Colombia». La situación es que sigue habiendo una gran demanda de drogas, los consumidores siguen criminalizados, el narcotráfico sigue tan poderoso como siempre y las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos latinoamericanos siguen emponzoñadas{15}. Frente a esta situación, el libro termina haciendo un balance del prohibicionismo y defendiendo no una simple despenalización sino una legalización controlada y escalonada que tuviera en cuenta los peligros reales de cada droga y se basara en la evidencia científica. Así dice:

«Poco o nada se ha conseguido en años, a pesar de las muy sólidas razones de quienes lo reclamaban, lo que lleva a una sola y posible conclusión: el sistema no admite ser dulcificado porque está blindado en sus más irracionales postulados (...). La única vía entonces es ir a una legalización controlada. Toca ahora plantearla y analizar cómo se debe hacer. El debate ya no es prohibición o legalización, sino de qué manera legalizar»{16}.

La autora nos habla de las iniciativas antiprohibicionistas a nivel internacional, como la Declaración sobre Drogas y Democracia de 2009, así como los argumentos de autoridad de premios Nobel como Milton Friedman, Mario Vargas Llosa o una larga nómina de expresidentes latinoamericanos (César Gaviria, Ernesto Zedillo, etc.), europeos (Felipe González) e incluso estadounidenses (Jimmy Carter). La idea es introducir un poco de racionalidad y pragmatismo en lo que no es sino una cruzada absurda, reducir los daños de las drogas mediante políticas sanitarias y educativas efectivas, distinguir entre consumidores de drogas y adictos, clasificar las drogas por su peligrosidad real, etc. En esa iniciativa legalizadora, la voz principal debe sostenerla Latinoamérica y así, de hecho, está sucediendo cada día más, aunque queda por ver cuál va a ser la reacción de Estados Unidos ante estas manifestaciones, especialmente la política del presidente Barack Obama.

Hasta aquí hemos hecho un resumen de un libro cuya lectura no podemos sino recomendar pero quisiéramos terminar introduciendo brevemente algunos matices críticos. En primer lugar hay que decir que el argumento pragmático a favor de la legalización de las drogas es correcto pero insuficiente. En realidad, a poco que uno quiera reflexionar seriamente, el problema de las drogas resulta ser casi infinito. Implica a la antropología, qué vamos a entender por «libertad» y «voluntad» de las personas, cuál es la base de la moral y su relación con el derecho, qué tipo de Estado estamos creando, cuál es el papel sociopolítico de instituciones como la medicina y las ciencias de la conducta, etc. Así dice Antonio Escohotado «quizá ningún asunto expone de modo tan nítido las justificaciones últimas del Estado del Bienestar donde nos ha tocado vivir»{17}. La mejor manera de entender esto, desde nuestro punto de vista, es partir no de la legalización sino de la prohibición. Manjón-Cabeza asume la hipótesis, correcta, de que el problema ha sido creado por la prohibición. De aquí se deduce que el verdadero debate no es por qué hay que legalizar las drogas sino uno al que estamos menos acostumbrados: por qué están prohibidas. Esto ya vicia un poco de entrada el argumento pragmático. No se puede decir que hay que legalizar las drogas porque «la prohibición ha fracasado». La cruzada antidroga no sería menos absurda, disparatada e injusta si hubiera triunfado, es decir, si hubiera conseguido erradicar hasta la última molécula de droga de la faz de la tierra. Lo que hay que analizar es por qué hay prohibición y qué es lo que la mantiene hoy en día. Sólo a partir de ese análisis se puede discutir seriamente cuál es la mejor política, tanto ética como pragmática, a realizar en materia de estupefacientes.

La prohibición ha creado el problema no sólo porque ha generado el narcotráfico y el crack como subproductos sino porque ha configurado, en primer lugar, a la propia droga. No hace falta ser muy entusiastas del constructivismo social para darse cuenta de que «droga» no es un concepto científico. En el imaginario colectivo, que es quien está imponiendo su criterio en este asunto, «droga» es «droga prohibida». Por más que se diga que alcohol y tabaco son drogas más dañinas que algunas ilegales, la gente no se refiere a ellas cuando habla de «la droga». Que el tabaco sea más adictivo, tóxico y mortal que la marihuana es algo que sólo se dice en el contexto de la persecución del tabaco no en el de la legalización de la marihuana. Ahora bien, lo que se entiende por «droga», en realidad, no son sustancias. Este disparate en el que estamos metidos ha empezando destruyendo la propia metafísica: si un «drogadicto» se inyecta unos polvos que son heroína al 5% y escayola al 95% decimos que se ha inyectado «heroína adulterada» y no «escayola adulterada». Lo que identifica a la droga no es la química sino el comportamiento. No hay drogas sino sustancias que son utilizadas como droga. El pegamento no es droga y se vende en las papelerías, pero puede ser utilizado, y de hecho se utiliza, como droga. Hablar de comportamientos ya nos lleva progresivamente al terreno donde hay que plantear este tema, que es el moral. Porque, en efecto, ¿qué significa «utilizar una sustancia como droga»? Los expertos hablan de «uso indebido de drogas». Pero la gente usa las drogas, legales e ilegales, con los propósitos más variados, desde divertirse hasta matarse. Los prohibicionistas se refieren a un uso no terapéutico o simplemente hedonista (incluso hablan de «drogas recreativas») pero esto es una valoración normativa por su parte, y no un hecho. Mucha gente consume drogas, legales o ilegales, con propósitos terapéuticos: se sienten mal y desean sentirse bien. Lo que los expertos llaman «uso indebido» no es otra cosa que la autoadministración de drogas, es decir, cuando la gente consume sustancias por su propia iniciativa. El meollo del asunto es que se considera que esta autoadministración de drogas es una conducta incorrecta porque no hay más uso legítimo que el terapéutico y esto no significa otra cosa que el hecho de que te recete la droga un médico (incluso aunque tú no quieras). En Estados Unidos, tú te puedes fumar un porro si te lo receta un médico para aliviar el glaucoma, pero si te pillan fumándotelo en una fiesta irás a la cárcel: o receta o reja.

El prohibicionista dirá que las drogas tienen un potencial lo suficientemente dañino como para que su uso deba ser controlado por una persona con los conocimientos y la autoridad de un médico. Eso es cierto, pero esa es la condición necesaria del prohibicionismo, no la condición suficiente. Si un día apareciera una hipotética droga sin efectos secundarios, y la gente la consumiera para divertirse, su uso no sería menos incorrecto y no estaría menos condenado. La ley norteamericana, por ejemplo, prohíbe todas las drogas que no son explícitamente autorizadas, es decir, están prohibiendo drogas que aún no se han inventado{18}. Identificamos inmediatamente una «nueva droga» antes de que los científicos se hayan tomado la molestia de investigarla. Sin embargo, aceptamos con toda naturalidad conductas que pueden tener consecuencias desastrosas, desde conducir un coche a escalar una montaña, y lo que hacemos es desarrollar estrategias y normas que maximicen los efectos positivos de esas conductas y minimicen los negativos. Ese no es, en absoluto, el caso de las drogas. Las drogas están prohibidas por principio, es decir, hay una conducta que se considera, per se, una conducta ilegítima.

La medicina, en tanto que institución social, es tan responsable de la prohibición como el puritanismo o el imperialismo norteamericano. Históricamente ha sido así, el fenómeno prohibicionista ha ido en paralelo con la consolidación de lo que Thomas Szasz ha denominado el Estado Terapéutico{19} y Fernando Savater el Estado Clínico{20}. El Estado Terapéutico es algo así como la versión secularizada del Estado Teocrático, donde la ciencia ha sustituido a la religión, la salud a la salvación, la Medicina (singularmente la psiquiatría) ha reemplazado a la Iglesia en el monopolio del control sobre las almas/cuerpos, los vicios (como la «toxicomanía») se han convertido en «enfermedades» pero, sobre todo, el ser humano sigue teniendo tanto miedo a la libertad y tanta fobia a la responsabilidad que delega en un poder externo y poderoso (el Dios/Estado) la tarea de no dejarle caer en la tentación{21}. Pero, sobre todo, lo que ha creado este nuevo estado paternalista es la medicalización de la vida{22} y la constitución de lo que Szasz denomina la Farmacracia{23}. Los médicos apoyaron la prohibición porque eso suponía otorgarles el monopolio de la administración de drogas. A nivel pragmático, se puede decir que también lo han pagado: los primeros agentes antidroga en Estados Unidos simulaban ser enfermos y, cuando, los médicos recetaban la droga, los detenían (iniciando la aberrante práctica de provocación del delito tan típica de los denominados «delitos sin víctima», como la prostitución o el juego ilegales{24}). Para colmo, se puede decir que, de rebote, la prohibición ha condicionado la investigación y la propia praxis médica: es seguro que la medicina utilizaría más, por ejemplo, los opiáceos si los terapeutas no estuvieran presionados por los prejuicios de sus pacientes. La automedicación es la bestia negra de la medicina y, al tener el monopolio del uso de drogas (y no considerar legítimo ningún uso fuera de ese monopolio), los médicos han cerrado la puerta a una demanda muy fuerte, que será atendida en función de la relación que cada persona tenga con los valores dominantes (los más rebeldes consumirán drogas ilegales y los más conformistas irán a por el alcohol). Esta es una de las razones que, hoy en día, sostienen la prohibición, pero no es la única.

Uno de los aspectos más interesantes del pensamiento de Szasz es el relativo a la denominada «adicción» y, en general, a las «enfermedades mentales». Su tesis básica, que ha desarrollado a lo largo de más de treinta libros, es que «los malos hábitos no son enfermedades»{25} y que la psiquiatría no es ni una ciencia ni una rama legítima de la medicina{26}. Aunque consumir drogas tiene consecuencias sobre la salud, el drogadicto no tiene un problema «médico» sino un problema ético{27}. La clave para entender esto, desde nuestro punto de vista, son los conceptos de libertad y responsabilidad, así como el estudio naturalista del comportamiento que ha introducido la ciencia moderna. A las personas que abusan de las drogas, con las consecuencias fatales que todos conocemos, las llamamos «enfermas» porque nos negamos a priori a considerarlas responsables de su comportamiento{28}. Los denominados «adictos» son personas que sufren pero, a la vez, realizan una conducta que detestamos. Nos plantean un conflicto, que resolvemos diciendo que «no son libres» con el único propósito hipócrita de tranquilizar nuestra conciencia. La prohibición está basada en un falso humanismo. La medicina, por su parte, realiza una pirueta conceptual, ya que niega la libertad y responsabilidad del adicto pero partiendo de la base de que las conductas que tienen consecuencias negativas son incorrectas, algo que carece de sentido si previamente no se consideran acciones libres y racionales. Pero la conducta del adicto (como la del suicida{29}) no es irracional, por destructiva, antisocial y terrible que sea. Podemos explicarla simplemente haciendo hipótesis que postulan su comportamiento como acciones orientadas a fines (quiere quitarse «el mono», quiere librarse del sufrimiento, quiere evadirse del mundo, quiere divertirse, quiere destruirse, quiere torturar a su madre, quiere asumir el rol de víctima irresponsable, etc.), cosa que no ocurre con los verdaderos enfermos que tienen trastornos neurológicos genuinos cuya única explicación posible ha de buscarse en el estudio del cerebro (personas, por ejemplo, que desean amputarse los brazos; a estos enfermos no se les puede curar con «psicoterapia»). Nuestro dilema es que no queremos considerar «auténtica» a una libertad cuya consecuencia es el mal. Sin embargo, la gente realiza conductas erróneas precisamente porque es libre: la adicción no es un índice de la falta de libertad del adicto sino una consecuencia nefasta de su acción. Las drogas se dejan, paradójicamente, renunciando a la libertad: conduciendo nuestra vida mediante un sistema de reglas que nos eviten tener que tomar decisiones cuyos resultados no podemos controlar. Las raíces cristianas, agustinistas, que residen en el fondo de estos discursos son evidentes (y recuérdese que la base moral de nuestra sociedad sigue siendo un cristianismo sobre cuyos esquemas de control se ha superpuesto el cientifismo, adaptándose a ellos). El hombre, por su propia naturaleza, no tiene «libertad» sino libre albedrío (liberum arbitrium) y con ese libre albedrío lo único que realiza es el mal. La libertad auténtica (la libertas) sólo la otorga Dios. Es la gracia de Dios la que evita que «caigamos».

Y la gracia de Dios, en este caso, nos la da el Estado, sus instituciones y su expertocracia. Comprendo que esta forma de expresarme puede resultar extraña a algún lector, pero hay que tener en cuenta lo siguiente. Quien mantiene la prohibición de las drogas es, fundamentalmente, la opinión pública (independientemente del imperialismo americano, los intereses de los burócratas de la ONU o la de todas las asociaciones y movimientos que obtienen presencia social, y poder, a cambio de apuntarse a la cruzada antidroga). Hay, por tanto, que estudiar los valores, los prejuicios y el imaginario de esa opinión pública. En Occidente, todo nuestro sistema de control social, los conceptos de culpa y arrepentimiento, la libertad y la pena, etc., han sido modelados durante siglos a partir de la tradición cristiana. Actualmente, los valores de la opinión pública usan un lenguaje y buscan una referencia de autoridad en la ciencia, pero a la vez ha ocurrido lo contrario: la ciencia es una institución social y también se ve influida por los sistemas de valores dominantes en la sociedad. Si esto ocurre con la ciencia, más evidente todavía lo es con la política y el derecho penal.

Manjón-Cabeza muestra su extrañeza ya que

«lo que es más difícil de entender es que en la segunda mitad del siglo XX se hayan podido alcanzar niveles extremos de prohibición, que nos azotan todavía en el siglo XXI, cuando el marco cultural, social y político no parece favorable al desarrollo del fundamentalismo represivo ignorante de los conocimientos científicos y de los más básicos derechos humanos»{30}.

Lo que no ve Manjón-Cabeza es que el prohibicionismo argumenta con ese mismo discurso y esa misma ciencia. Los prohibicionistas también defienden la libertad porque piensan que las drogas «esclavizan» y que el consumidor de drogas es un ser alienado{31}: su libertad no es auténtica. Por eso no ven contradicción alguna en que al adicto se le margine antes de rehabilitarlo, o se le encarcele y después se le ponga en «tratamiento». La libertad en la que piensa el prohibicionista es la libertad subjetiva (que quita la droga) y no la política (que quita la cárcel). Szasz denomina a estos principios (y, en general, a todo el tratamiento psiquiátrico involuntario) la «liberación por opresión»{32} y la «coerción como cura»{33}. Esto tampoco se entiende si no se parte de las ideas cristianas sobre redención y culpa sobre las que está forjado nuestro derecho penal. El individuo que se proclama autónomo y responsable recibe toda la dureza de la pena mientras que si se declara alienado («reconoce el problema») obtendrá todos los beneficios del arrepentimiento. Asumir el estigma del esclavo y ponerse «la corona de espinas del martirio social» (Savater) siempre puede traer ventajas.

Creo que Manjón-Cabeza intuye, pero sólo intuye, por dónde va el asunto cuando dice:

«No es posible explicar desde parámetros de racionalidad que la acción internacional siga presidida por la aspiración de acabar con las drogas. La realidad, que es muy tozuda, ha demostrado que nunca terminará la relación del hombre con la droga y que cada vez esa relación es más intensa»{34}.

Y es que la guerra contra las drogas, en efecto, no está basada en la racionalidad. Szasz ha demostrado que es una persecución ritual, fundada en el pensamiento mítico, en su libro Ceremonial Chemistry (traducido en España como Droga y ritual, La persecución ritual de drogas, adictos e inductores). Las drogas son el gran chivo expiatorio (pharmakon) de nuestro tiempo (como las brujas o los judíos fueron chivos expiatorios en otros tiempos; Escohotado ha demostrado que la guerra contra las drogas está calcada de la caza de brujas). Si le preguntamos a un prohibicionista que nos diga por qué hay «problema de las drogas» no nos responderá «porque hay drogas», por más que la eliminación absoluta de estas sea el supuesto objetivo del prohibicionismo. Nos dirá que la culpa es del hedonismo, de la crisis de valores, del consumismo, de la pobreza, de la falta de sentido provocada por la muerte de Dios, del capitalismo o de lo que sea (lo que para cada ideología en concreto signifique un mal). Un aforismo de Szasz sintetiza todo esto: «Marx dijo que la religión era el opio del pueblo. En Estados Unidos el opio es la religión del pueblo»{35}. El argumento pragmático a favor de la legalización sería el único completo si la prohibición tuviera como objetivo la realidad, pero esto no es así. La prohibición se crea y se realimenta sólo a sí misma a partir de la extensión del mal que persigue: cuanto más fracasa más triunfa porque más grande es. Este ha sido el funcionamiento del moralismo desde los tiempos de los profetas bíblicos. Y ya que hablamos de la Biblia, no hace falta una sobredosis de metodología de la sospecha para darse cuenta de que el modelo mítico de la prohibición es el episodio del árbol del bien y del mal en el Génesis. Si situamos el paraíso en la puerta de un colegio y sustituimos la manzana por una «papelina» y la serpiente por un «camello» ya tenemos expuesto todo el «problema de las drogas».

Esas mitologías son las que están actuando en el inconsciente de la opinión pública y, por extensión, transmitido a unas ciencias de la conducta que, en vez de asumir la complejidad del comportamiento humano, crean esquemas previos deterministas que les faciliten sus explicaciones{36}. Es esa opinión pública la que está prohibiendo las drogas por más que haya élites que defiendan políticas diferentes; por eso no es tan sorprendente que cuando los políticos dejan el gobierno, y ya se desintoxican del influjo de los sondeos, defiendan la legalización. Los políticos no son tan estúpidos como es costumbre decir en estos tiempos de crisis. Barack Obama sabe perfectamente cuál es la solución del drama de México y de Latinoamérica en general. El problema es que en el imaginario colectivo dominante, la salud se ha convertido en el sustituto secular de la salvación. La gente ya no cree en la otra vida, lo que quiere es vivir mucho. El sistema de prejuicios dominante no camina en el sentido (que reivindica Manjón-Cabeza siguiendo a Escohotado) de crear una «cultura farmacológica» que ampliara nuestro conocimiento de las drogas y buscara en ellas los aspectos positivos sin, por supuesto, pretender ignorar los negativos. El puritanismo y el ascetismo seculares son mucho más poderosos que sus viejos antecedentes teológicos; no nos libramos del cáncer de pulmón arrepintiéndonos en el confesionario. Si hubiéramos de seguir a la corriente de opinión dominante, antes veríamos prohibido el tabaco que legalizada la marihuana. En la actualidad, trasladar el problema de las drogas a su genuina dimensión moral y reivindicar el derecho individual a, por lo menos, no ser perseguido, es ponerse voluntariamente en la picota social. No vivimos en absoluto en sociedades liberales, la gente huye de la responsabilidad y no quiere asumir las consecuencias, y la tragedia, del hecho de ser libres, por eso el gran protagonista del debate sobre las drogas siempre son los niños, arquetipos de inocencia e irresponsabilidad válidos para toda la ciudadanía. Si no se tienen en cuenta todos estos factores, es imposible escribir un libro argumentado y realista sobre las drogas, por más que La solución no diga más que verdades, desde la primera línea hasta la última.

Notas

{1} Michel de Montaigne, Ensayos, Libro I, cap. XIV, pp. 109-110, Ed. Altaya, Madrid 1998, trad. María Dolores Picazo y Almudena Montojo.

{2} Aparte de la lectura del libro, recomendamos la visión de la entrevista que Jesús Quintero hizo a la autora en Canal Sur: www.youtube.com/watch?v=41wUN-xgujc.

{3} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, Ed. Debate, Barcelona 2012, pág. 244.

{4} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 244.

{5} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 229.

{6} Mientras que en los países europeos los gobiernos han optado por políticas de reducción de daños y no castigan a los consumidores, muchos otros países siguen considerando delito el consumo y posesión de drogas aunque sea para el «autoconsumo». En este grupo de países destaca Estados Unidos, un estado que posee el cinco por ciento de la población mundial y el veinticinco por ciento de la población penitenciaria: la mayoría de los presos lo están por consumo de drogas. Para colmo, la criminalización del consumo no se deriva de las convenciones de Naciones Unidas sobre drogas, algo que la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) siempre ha ignorado (v. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 228).

{7} Así dice la autora: «Sea cual sea la droga de que hablemos, legal o ilegal, hay un extremo de capital importancia a la hora de referirnos a su consumo: la libertad individual. Consumir es una decisión que no puede criminalizarse, ni tan siquiera para proteger la salud individual del consumidor, de lo contrario deberían prohibirse y castigarse como delictivos tantos y tantos hábitos insalubres (ingesta excesiva de colesterol perjudicial, vida sedentaria, consumo de tabaco, autoadministración excesiva de barbitúricos). La libertad de cada individuo no puede cercenarse para protegerle contra sus propios actos, por dañinos que sean. Como veremos, esta es una de las ideas fundamentales que han llevado a varios países a despenalizar el consumo y a dejar de tener por delincuentes a los consumidores» (v. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pp. 65-66).

{8} V. Antonio Escohotado, Historia general de las drogas, Ed. Espasa Calpe, Madrid 1999.

{9} La primera prohibición internacional de las drogas es introducida por Estados Unidos de «tapadillo» en disposiciones menores del Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial (v. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 38 y ss.).

{10} El más famoso de los cuales es la diacetilmorfina o «heroína», denominada así con propósitos comerciales ya que la empresa que la fabricaba y distribuía, Bayer, le atribuía poderes heroicos como antitusígeno, jarabe para niños y como solución para la gente que se había vuelto adicta a la morfina; Bayer se convirtió en la gran multinacional que es hoy gracias a la venta de heroína y aspirina, que se sintetizaron por el mismo procedimiento y llegaban a despacharse conjuntamente. Los viejos anuncios de «aspirina y heroína» nos resultan hoy en día tremendamente chocantes pero también resulta muy útil su visión para formarse una idea más correcta del «problema de las drogas».

{11} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 28.

{12} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 129 y ss.

{13} v. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 85 y ss.

{14} A lo largo de la historia de la crueldad humana se han desarrollado muchas etiologías distintas para explicar el horror, desde el odio racial, fanatismos de todo tipo hasta la pura psicopatía. Pero los crímenes en México sólo se entienden por el alimento de dinero y poder que reciben unos grupos criminales plenamente insertos dentro de la cultura del espectáculo. Así, los narcotraficantes, especialmente el grupo de los Zetas, cortan cabezas con sierras mecánicas y lo filman todo en vídeos que colocan en internet, o torturan y asesinan a personas a las que cuelgan en puentes con carteles a modo de «mensajes». Quienes más padecen esta guerra son los ciudadanos de a pie, gente corriente (desde niños hasta periodistas - que están siendo exterminados en México - pasando por los inmigrantes centroamericanos que atraviesan el país buscando el futuro en Estados Unidos y que han sido las víctimas de las matanzas más numerosas del narcoterrorismo, como las de San Fernando, estado de Tamaulipas, una de las cuales narra Manjón-Cabeza partiendo del relato de un superviviente, v. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 167 y ss.).

{15} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 199 y ss.

{16} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 225.

{17} V. Antonio Escohotado, Historia general de las drogas, op. cit., pág. 27.

{18} La Designer Drugs Act establece el principio de que todo lo no autorizado está prohibido (v. A. Escohotado, Historia general de las drogas, op. cit., pp. 1008-1009).

{19} V. Thomas Szasz, The Therapeutic State, Psychiatry in the Mirror of Current Events, Prometheus Books, New York 1984.

{20} Thomas Szasz (1920-2012), el psiquiatra «antipsiquiatra» que saltó a la fama con su libro El mito de la enfermedad mental (Ed. Amorrortu, Buenos Aires 1994), es uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo, y es el autor al que debemos las reflexiones más profundas y lúcidas sobre las drogas. Su influencia ha sido grande en filósofos como Antonio Escohotado y Fernando Savater. Escohotado, por ejemplo, traduce y prologa las versiones españolas de dos de sus libros más importantes sobre drogas: Droga y ritual, La persecución ritual de drogas, adictos e inductores (F.C.E., Madrid 1990) y Nuestro derecho a las drogas (Ed. Anagrama, Barcelona 1993). Savater, por su parte, prologa su libro El segundo pecado (Ed. Alcor, Barcelona 1992) y le ha dedicado artículos como «El año Szasz» (EL PAÍS, 10 de enero de 1985). A lo largo de los años, Savater ha escrito muchos textos defendiendo la legalización pero hay dos especialmente brillantes: «Tesis sociopolíticas sobre las drogas» (en Ética como amor propio, Ed. Mondadori, Madrid 1988) y «El Estado Clínico» (en Humanismo impenitente, Ed. Anagrama, Barcelona 1990).

{21} He aquí una muestra de su pensamiento: «Las gentes siguen intentando convencerse de que no son responsables, o de que sólo son responsables en una medida muy limitada de las consecuencias indeseables de su conducta [...}. Hoy, el disolvente universal para la culpa es la ciencia. Por eso la medicina es una institución social tan importante. Durante milenios, los hombres y las mujeres rehuyeron la responsabilidad teologizando la moral. Hoy, la rehúyen medicalizando la moral» (en La teología de la medicina, Ed. Tusquets, Barcelona 1981, pág. 15, trad. Antonio Escohotado).

{22} V. Thomas Szasz, The Medicalization of Everyday Life, Syracuse University Press, New York 2007.

{23} V. Thomas Szasz, Pharmacracy, Medicine and Politics in America, Syracuse University Press, New York 2003.

{24} V. Emilio Lamo de Espinosa, Delitos sin víctima, Orden social y ambivalencia moral, Alianza Editorial, Madrid 1993. V. también A. Escohotado, El espíritu de la comedia, Ed. Anagrama, Barcelona 1991.

{25} V. Thomas Szasz, «Bad Habits Are Not Diseases» (en The Therapeutic State, op. cit., pp. 240-244).

{26} V. Thomas Szasz, Psychiatry, The Science of Lies, Syracuse University Press, New York 2008. V. también Ideología y enfermedad mental, Ed. Amorrotu, Buenos Aires 2000.

{27} V. Thomas Szasz, «La ética de la adicción» (en La teología de la medicina, op. cit., pp. 63-88).

{28} Sobre la conducta del adicto como conducta racional v. la obra de un discípulo de Szasz, el psicólogo Jeffrey A. Schaler, Addiction is a Choice, Open Court, Chicago 2009. Szasz nunca ha rehuido las críticas de los psiquiatras ortodoxos y ha polemizado ampliamente sobre estos asuntos, v. Jeffrey A. Schaler (Ed.), Szasz Under Fire, The Psychiatric Abolitionist Faces His Critics, Open Court, Chicago 2005. En su página web (www.szasz.com) hay un Critics Corner y una sección en la que se transcriben debates de Szasz con otros autores. Por lo que respecta a nuestro tema, es particularmente interesante este: «Do Drugs Cause Addiction?» (http://www.szasz.com/addiction.pdf).

{29} Szasz, obviamente, también tiene un libro sobre el suicidio: Libertad fatal, Ética y política del suicidio, Ed. Paidós, Barcelona 2002.

{30} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 27.

{31} «Estar enganchado» o ser «drogodependiente» eran, originariamente, metáforas. Ahora se han convertido en metáforas de ida y vuelta que se han incorporado al lenguaje y se usan abundantemente. Cuando la gente dice que «está enganchada» a algo, la metáfora actúa por referencia a lo que se puede considerar el paradigma de «adicción»: la adicción a la heroína. De hecho, la alocada carrera psiquiátrica por tipificar cada vez más enfermedades mentales ha hecho lo mismo con las adicciones, que ya son legión: adicción al juego, internet, el deporte, el sexo, las compras, el trabajo, etc. Incluso hay adictos a la salud (ortoréxicos). Lo más curioso es que el fenómeno estrictamente físico de la adicción, el desarrollo de la «tolerancia» y el «síndrome de abstinencia», se agota en seguida como explicación del comportamiento del adicto, recurriendo por ello cada vez más a la «dependencia psíquica», y ya se sabe que «psíquico» es el término que usamos cuando no sabemos de lo que estamos hablando. También es curioso que, si uno busca las respuestas en el estudio del cerebro, comprobará que casi todos los neurocientíficos son, a priori, deterministas, es decir, que el adicto no es libre pero nadie en realidad lo es (v. Francisco Rubia, «Neurociencia y libertad», Alfa nº 22-23, 2008, pp. 71-79). Sobre la biología y el libre albedrío siempre es recomendable leer a John Searle, Libertad y neurobiología, Reflexiones sobre el libre albedrío, el lenguaje y el poder político (Ed. Paidós, Barcelona 2005).

{32} V. Thomas Szasz, Liberation by Opressión, Transaction Publishers, New Brunswick 2009.

{33} V. Thomas Szasz, Coercion as Cure, Transaction Publishers, New Brunswick 2010.

{34} V. Araceli Manjón-Cabeza, La solución, op. cit., pág. 144.

{35} V. Thomas Szasz, El segundo pecado, op. cit., pág. 96, trad. Jordi Beltrán.

{36} Lo más grave, a nivel teórico, es que muchas veces los científicos introducen en la configuración de la drogodependencia factores que, realmente, proceden de la prohibición y de las condiciones materiales que ha creado, como cuando dicen que una droga lleva al consumo de otra o presentan el hecho de que los «drogadictos» cometan delitos como un efecto de la droga sobre el cerebro. Así dice el neurocientífico Solomon H. Snyder: «[...] Los opiáceos son los clásicos ejemplos de una sustancia adictiva que impone a la sociedad un espantoso tributo. No es fácil cuantificar sus devastadores efectos, pero a tenor de algunas estadísticas el cuadro resultante es desolador. En España las pérdidas por atracos y robos llevados a cabo por heroinómanos suman miles de millones de pesetas. Si llegáramos a saber cómo producen adicción los opiáceos, podríamos conocer mejor los procesos adictivos de todos los tipos de drogas que originan dependencia y encontraríamos los medios de preparar específicos que la impidiesen» (v. Solomon H. Snyder, Drogas y cerebro, Prensa Científica, Madrid 1992, pág. 31). O sea, que gracias a la investigación neurocientífica podremos saber por qué los heroinómanos atracan. ¿Y por qué no atracamos los fumadores? ¡Qué complejo y fascinante es el cerebro humano!

 

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