Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Una etapa aún muy mal explicada, que creo fue de notable fecundidad. El relato que la cuente deberá mostrar, sin prejuicios ni anacrónico rubor, que durante la década de los sesenta dólares americanos financiaron uno de los intentos más sólidos por fundamentar una cultura liberal en España y poner la primera piedra de una socialdemocracia civilizada en nuestro país.
Jordi Amat, «Europeísmo, Congreso por la Libertad de la Cultura y oposición antifranquista (1953-1966)», Historia y Política, 21, p. 71, 2009 [cursivas nuestras].
1. Planteamiento de la cuestión
La presente comunicación intenta ofrecer una panorámica abierta del proceso de infiltración e institucionalización de la filosofía (analítica o anglosajona) de la ciencia (la mal llamada epistemología) en España coincidiendo con la Transición Democrática. Esta coincidencia no es, a nuestro entender, casual y demanda una explicación. Una explicación que pretendemos dar atendiendo a la dialéctica entre Estados e Imperios en el contexto de la Guerra Fría, pero sin deslizarnos hacia un sociologismo sin remedio. La impronta social condiciona, aunque no necesariamente determina, la circulación de unas ideologías frente a otras, y el análisis siempre ha de ir caso por caso. Se trata, en suma, de dar una explicación necesaria, aunque sospechamos no suficiente, de la transformación de la filosofía de la ciencia franquista (es decir, de la filosofía de la ciencia teológica, de la teología, a la que la filosofía administrada en España debe paradójicamente su prestigio, como hemos sostenido recientemente en Madrid Casado: 2016) en la filosofía de la ciencia positiva de la democracia coronada. Lo que, considerando la fuerza del fundamentalismo democrático y del fundamentalismo científico imperantes, está marcando de facto la supervivencia de la propia filosofía crítica, como antaño lo hiciera el fundamentalismo religioso, tanto en la sociedad política como en la escuela, que no es sino un fractal de la misma sociedad política.
2. Los orígenes de la Guerra Fría epistemológica en EE.UU.
Nuestro estudio debe comenzar asumiendo una perspectiva internacional, aunque sea a trazo grueso, para enmarcar la Transición de la Filosofía en España. El triunfo de la filosofía analítica y, en particular, de la epistemología en el autoproclamado «mundo libre» o primer mundo es indisociable de la potencia del imperio norteamericano. Análogamente, diríamos, el triunfo de la filosofía marxista y del diamat en el «mundo comunista» -segundo y, en parte, tercer mundo- fue indisociable de la hegemonía en él de la URSS. Juicios similares podrían establecerse en relación con la difusión de la cosmología big-bang/cosmología estacionaria o, mejor, del expresionismo abstracto/realismo socialista. En efecto, el exilio desplazó la capitalidad cultural de París a Nueva York y, aunque fastidiara hacerlo, los EE.UU. se reafirmaron en el vanguardismo artístico como arma para defender la libertad creativa (subvencionada) frente al dirigismo estatalista (Vélez: 2013a; Veiga & al.: 2006, 59-61).
Si a principios del siglo XX el advenimiento del positivismo que haría suyo el Círculo de Viena pudo contemplarse como una suerte de tercera vía, con connotaciones burguesas innegables, entre el fundamentalismo religioso conservador y el fundamentalismo comunista proletario (Bueno: 1990), con la división del mundo en dos bloques el positivismo encontró -exilio norteamericano mediante- su sitio en las universidades de Estados Unidos. No es de extrañar tampoco que la filosofía de Sir Karl Popper, con su talante claramente liberal y anti-marxista (y que, pese a la crítica falsacionista, compartía muchos puntos programáticos con los positivistas lógicos), encontrase acomodo en Inglaterra (en la London School of Economics, donde Popper fundó el Departamento de Filosofía, Lógica y Método Científico en 1946, recién acabada la IIGM){1}.
El positivismo o empirismo lógico fue importado a Estados Unidos a partir del ascenso del antisemitismo en la Alemania Nazi y sus países satélites durante los años 30. Así, Rudolf Carnap, Hans Reichenbach, Carl Hempel, Philipp Frank o Herbert Feigl no tardaron en emigrar (sólo Otto Neurath se resistió, estableciéndose en Inglaterra, aunque realizando visitas a sus colegas afincados al otro lado del Atlántico). Sus intereses entroncaron, es cierto, con los del pragmatismo americano, contando con el inestimable apoyo de Charles Morris (el V Congreso Internacional por la Unidad de la Ciencia se celebró ya en Harvard en 1939). No sin problemas, en medio de la caza de brujas anticomunista desencadenada por el macartismo (Carnap y Frank, por ejemplo, fueron investigados por el FBI), estos filósofos consiguieron reflotar el neopositivismo. Ahora bien, lo lograron -según Reisch (2005)- adaptándose a las fuertes presiones intelectuales anticomunistas que permeaban el ambiente. El grupúsculo de Carnap, Reichenbach y Feigl triunfó sobre el de Neurath, Frank y Morris, al relegar aquellas cuestiones que tomaban en cuenta los valores sociales y políticos o la historia de la ciencia. En concreto, el movimiento por la unidad de la ciencia quedó completamente descafeinado: ¿cómo unificar la ciencia en un mundo desunido? El propio rótulo «por la unidad de la ciencia», que venía rodando desde el célebre manifiesto aireado por el Círculo en 1929, sonaba sospechoso y parecía teñido de cierto socialismo internacionalista.
El resultado fue una filosofía de la ciencia formalista, abstracta, que se declaraba políticamente neutra. La disciplina se confinó al estrecho análisis de tópicos técnicos como la inducción, la explicación, la semántica, la lógica formal, &c. Con mucho esfuerzo, la revista Erkenntnis, bandera del movimiento y publicada originariamente en alemán, pasó a hacerlo efímeramente en inglés a partir de 1940 por la Universidad de Chicago. Transcurridas las décadas de 1940 y 1950, revistas como Philosophy of Science (que inició su andadura en 1934), centros dedicados a la filosofía de la ciencia en Minnesota o Boston y asociaciones como la Philosophy of Science Association (PSA, que absorbió al Instituto por la Unidad de la Ciencia dirigido por Frank), recogieron el testigo del Círculo de Viena.
No obstante, Thomas S. Kuhn publicó La estructura de las revoluciones científicas en 1962 como monográfico histórico (toda vez que George Sarton renunció a la comisión del trabajo) dentro de la colección Enciclopedia internacional de la ciencia unificada (Reisch: 2005, 9). Una obra que se abría haciendo un llamamiento a tomar en serio la historia de la ciencia, para que fuera más que un repositorio de fechas y anécdotas, y así cambiar la imagen de la ciencia heredada. En los 60, un concepto como el de revolución científica ya no sonaba tan peligroso. Y mucho menos una tesis como la de inconmensurabilidad entre teorías científicas (cuando el mundo estaba dividido en dos ideologías políticas irreconciliables) o una visión pragmática de la ciencia ligada a comunidades y paradigmas (sobre todo tras la militarización y profesionalización de la ciencia producto de la IIGM) (Reisch: 2005, 233; Fuller: 2000). Aún más: para Fuller (2005), Kuhn, que fue reclutado y catapultado por James B. Conant (rector de Harvard y supervisor del Proyecto Manhattan), era el filósofo oficial de la ciencia emergente del complejo militar-industrial.
En La tensión esencial, Kuhn escribió: «luego de haber abierto la caja de Pandora, la cerraré de inmediato» (1982, 312).Pero no logró hacerlo. Pese a que pasó la segunda parte de su vida académica matizando lo que había dicho en la primera. Al resaltar que una revolución científica es una sustitución traumática que no tiene por qué ver con causas estrictamente gnoseológicas sino más bien con motivaciones o argumentos diversos (internos pero también, parcialmente, externos), este «conservador fallido» abrió sin quererlo la caja de los truenos. Durante una revolución científica, la lógica y la experimentación dejan de funcionar inequívocamente. Y, al igual que ocurre durante una revolución política o religiosa, la persuasión pasa a ser el arma determinante, de manera que los científicos cambian de credo mediante conversiones súbitas (2004, 189 y 264). Curiosamente, este psicologismo, que se disuelve como el azúcar en agua, se convirtió en devocionario de múltiples filósofos y, en especial, sociólogos de la ciencia (a pesar de que el propio Kuhn calificó en alguna ocasión la sociología del conocimiento científico, con su tesis de que la ciencia es una mera construcción social, de «deconstrucción insensata»).
Mientras que Popper arrumbó el criterio positivista de verificabilidad, alimentando sin querer una concepción débil de la verdad científica como conjetura provisional o meta ideal, Kuhn arrinconó el criterio popperiano de falsabilidad en un momento en que esta filosofía de la ciencia estaba en pleno auge, contemplando la ciencia como una serie de teorías que se suceden como si de modas fruto del consenso de la comunidad científica se tratase. Cuando Kuhn afirmó en el famoso coloquio del Bedford College que «aunque no es un falsacionista ingenuo, Sir Karl puede -sugiero- ser legítimamente considerado como tal», Popper acabó respondiendo que «esto es como decir 'aunque Popper no es un asesino, sugiero que puede considerársele legítimamente como tal'» (Solís: 1998, cap. 9). Este «físico normal» reconvertido en «historiador revolucionario» (a regañadientes) puso el acento, durante los periodos de cambio de paradigma, en la seducción entre científicos de uno u otro bando, aunque siempre dentro de un cierto internismo. La ciencia era el producto de un grupo social peculiarmente aislado, que se preocupa por valores tales como la precisión, la coherencia, la amplitud, la simplicidad o la fecundidad.
Kuhn aunó la perspectiva teoreticista y discontinuista de Alexandre Koyré con la perspectiva sociológica y constructivista de Ludwik Fleck. En efecto, Koyré, que vivió a caballo entre Francia y Estados Unidos, abrazó una concepción teorética y apriorística de la ciencia («la ciencia de nuestros días, como la de los griegos, es esencialmente teoría», citado por Rossi: 1990, 179), influido por el magisterio de Husserl y Bergson, así como probablemente por su antimarxismo de ruso blanco emigrado. Además, rechazó el continuismo de Duhem y los positivistas, defendiendo que en el nacimiento de la ciencia se produjeron cortes abruptos como consecuencia de las transformaciones espirituales o metafísicas aparejadas. El ascendiente del koyreísmo en Norteamérica fue notable, afectando a los pioneros de la historia de la ciencia en ese país, desde George Sarton a I. B. Cohen. No es de extrañar que calase en los historiadores americanos durante la Guerra Fría, porque Koyré era claramente anticomunista. Negaba el menor impacto de la sociedad en la ciencia, incluso en términos tecnológicos o económicos, por cuanto todo esto le recordaba al bolchevismo combatido en su Rusia natal. Un discípulo de Koyré relata que cuando un joven historiador norteamericano subrayaba el contexto material de la ciencia era despachado por el maestro con un «interesante, pero un poco marxista» (Solís: 2004). Es más, Alfred Rupert Hall, que se interesó por la balística en relación con la mecánica en sus inicios (un poco en la línea de Merton), se convirtió al koyreísmo al poco de instalarse en EE.UU., condenando a muerte su antiguo punto de vista: la aparición del cañón no provocó el nacimiento de la dinámica, al igual que Atenas no explica a Eudoxo o Platón.
Pero Kuhn compensó la lectura de los Estudios galileanos (1939) de Koyré con la lectura de Génesis y desarrollo de un hecho científico (1935) de Ludwik Fleck, donde este médico polaco -deportado en su momento a Auschwitz- analizó la historia de la sífilis desde una perspectiva sociológica, atendiendo más a la heurística que a la lógica, así como a factores externos operantes sobre el pensamiento colectivo. La gratitud para con este autor -como para Koyré- la expresó Kuhn en el prefacio a su obra capital.
Ahora bien, La estructura de las revoluciones científicas dejó prácticamente indiferentes a los historiadores de la ciencia, a pesar de que con posterioridad se fabuló el mito de una imaginaria revolución historiográfica{2}. Pero su recepción, es cierto, escindió a los epistemólogos en dos partidos irreconciliables: «kuhnianos de derechas» y «kuhnianos de izquierdas». Entre los primeros, los filósofos positivistas y popperianos, que vieron esta obra como un ultraje, y ello pese a que en el epílogo Kuhn (2004, 303) se quejaba de que no convertía la ciencia en una empresa subjetiva e irracional. Entre los segundos, un público de lo más variopinto, donde se mezclaban pensadores cercanos a la ola contracultural de los 60-70 (el libro ha llegado a ser traducido incluso al vascuence) y, atención, los futuros sociólogos del conocimiento científico, partidarios del relativismo gnoseológico.{3} Un relativismo que es consecuencia del crack de los programas gnoseológicos clásicos (positivismo y falsacionismo) y de la sucesiva incorporación de materiales históricos y sociológicos en la imagen tradicional de la ciencia (gracias a Kuhn). Las ciencias comenzaron a reducirse a la condición de meras formaciones culturales, literarias, desconectadas de la verdad y la objetividad. De hecho, el sociólogo de la ciencia Steve Fuller ha testificado en un juicio en defensa de la enseñanza del diseño inteligente en EE.UU. en 2005, argumentando que es ciencia antes que religión, puesto que -al igual que el darwinismo- se trata de una teoría (Camprubí: 2006). Es la miseria del teoreticismo radical.
En resumen, La estructura de las revoluciones científicas constituye, aparte de la salida explosiva a que condujo el postpositivismo a la filosofía de la ciencia, un documento ejemplar de la época de la Guerra Fría. Solamente con la proximidad de la caída del Muro y el desplome de la Unión Soviética, otras filosofías de la ciencia lograron abrirse paso. Cuando el materialismo dejó de verse como algo sospechoso en EE.UU., pudo surgir el «nuevo experimentalismo» -cuya semejanza con la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno es importante- o los «estudios de la ciencia» ligados a la izquierda académica radical norteamericana (que en los años 30 contaba con una revista como Science & Society, asesorada por John D. Bernal o Joseph Needham desde Gran Bretaña, pero que -recordando la crítica de Lenin a Mach o a Karl Pearson- guardaba distancia respecto del empirismo lógico).
No en vano, el clásico Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII de Robert K. Merton, publicado en 1938, no fue republicado hasta 1970, cuando Kuhn y los estudios de la ciencia in nuce resucitaron el interés por el libro. Y lo que es más atractivo desde nuestra perspectiva: según se quejaba Merton en el nuevo prólogo añadido para la ocasión, durante treinta años nueve de cada diez lecturas del libro se centraron únicamente en la primera parte dejando completamente de lado la segunda. Se realizaba una lectura sesgada de su doble tesis. Por un lado, se aceptaba la parte idealista (weberiana) de que el ethos puritano fue un buen caldo de cultivo para el nacimiento de la ciencia en el XVII en los países protestantes al valorar la utilidad técnica de la ciencia (el éxito como signo de la gracia) y la propia ciencia como glorificación de Dios en la Creación (la ciencia como la teología por otros medios). Pero, por otro lado, se omitía mencionar la parte materialista (marxista) de que las necesidades económicas y militares ejercieron una influencia poderosa en el desarrollo científico. Entre el 30% y el 60% de las investigaciones leídas en la Royal Society estaban influidas por requerimientos prácticos, relacionados con la navegación, la minería, la balística. La ciencia precisaba de condiciones culturales y materiales proclives para su crecimiento. Una posición acorde con los aires que, actualmente, soplan en la filosofía de la ciencia.
3. La labor cultural proestadounidense en el exterior
Paralelamente a las acciones adaptativas en el interior promovidas por el FBI, la CIA (y su predecesora, la OSS) desarrolló un abanico de acciones en el exterior destinadas a esparcir la ideología capitalista de la libertad frente al totalitarismo comunista. Entre estas acciones destaca, como se han encargado de estudiar Gustavo Bueno Sánchez (2014a), e Iván Vélez (2014a) en nuestro país, la financiación -a través de la Fundación Ford, de la Fundación Fairfield o de la Fundación Rockefeller- de los Congresos por la Libertad de la Cultura celebrados en los 50 y 60 en Europa (como se reveló en 1966 en las páginas del New York Times, sin que ello conllevara la demolición de la red hasta avanzada la década de los 70) y de otras actividades afines (la subvención, por ejemplo, de editoriales o de escritores como Juan Rulfo, a fin de contrarrestar la pujanza de escritores comunistas como Pablo Neruda).
En lo tocante a la filosofía de la ciencia, Reisch (2005, 314 y ss.) y, en especial, Aranova (2012, cap. 3) desvelan que la agenda del Congreso incluía promover los estudios de la ciencia, a fin de ofrecer un marco renovado al liberalismo, y con fondos relacionados se financiaron las revistas Minerva, Daedalus editada por Gerald Holton y Science & Freedom auspiciada por Michael Polanyi. (De hecho, la Fundación Rockefeller, una de las fundaciones fachada que inyectó el dinero de la CIA, financió temporalmente el Instituto por la Unidad de la Ciencia de Frank, aunque los fondos terminaron por retirarse, desconociéndose la razón de fondo, pero ciertamente su colectivismo científico poseía un sabor en exceso centralista.) En los 70, la sección científica del Congreso por la Libertad de la Cultura siguió organizando conferencias en que invitaba a Kuhn, Popper, Quine, Putnam y demás estrellas epistemológicas. El Congreso labraba, desde luego, el nicho ecológico de la filosofía de la ciencia del futuro.
La Guerra Fría no sólo se jugó, insisto, en el tablero político, sino también en el tablero cultural. La Guerra Fría Cultural no fue sino la continuación de la política por otros medios. Otra estrategia, como la ayuda americana del Plan Marshall o las operaciones encubiertas (como la que significó el vuelco de las elecciones italianas de 1948, que se preveía que ganaran los comunistas), para alejar la amenaza ideológica del comunismo del continente europeo (Veiga & al.: 2006, 72 y 141). Además, a partir de 1950, se estimuló la creación de partidos democristianos (Veiga & al.: 2006, 141) y la concepción de una izquierda no-comunista para sostener la socialdemocracia en Europa (Ruiz Durán: 2014). También en España (Grimaldos: 2006, 145-146). Los dólares de la CIA, del imperio estadounidense, inicialmente a través del Congreso por la Libertad de la Cultura y, posteriormente, de diversas fundaciones pantalla, sirvieron para dar alas a los sectores más socialdemócratas, europeístas y capitalistas dentro del franquismo. A esos individuos flotantes que no se casaban con el franquismo pero tampoco se decantaban por el comunismo. Incluyendo aquí a los antaño nacionalistas, hoy secesionistas, catalanes, vascos y gallegos (Amat: 2009 y 2016){4}. Desde el bloque anticomunista liderado por EE.UU. se prefería, por así decir, una España rota a una España roja, donde el PCE pudiera cobrar demasiada fuerza y alinearse con el bloque soviético, perjudicando los intereses estratégicos norteamericanos que el franquismo había consolidado. En esta circunstancia, y no tanto en la lejana y mitificada II República, estaría el punto de arranque de ideologías tan en boga a día de hoy como el federalismo (Vélez: 2016).
Gustavo Bueno Sánchez (2012) e Iván Vélez (2013b y 2014b) han estudiado con minucioso detalle la lista de políticos e intelectuales que dentro y fuera de España estuvieron, acaso ingenuamente, en la órbita del dinero estadounidense. En la nómina se cuentan orteguianos como Julián Marías, María Zambrano, Paulino Garagorri, José Antonio Maravall o Luis Díez del Corral (cuyo papel en la implantación de la filosofía orteguiana se discute en Lasaga: 2013 y 2015).{5} Pero también Aranguren, José Luis Sampedro, Sánchez-Mazas, Tierno Galván o Ferrater Mora (retengamos estos tres últimos nombres por lo que está por venir). Unos liberales burgueses que disfrutaban de la libertad del capitalismo, en oposición a sus colegas víctimas del totalitarismo comunista, y que se indignaron al conocer que la CIA y otras organizaciones afines dedicaban millones de dólares a convertirlos en otros soldados más de la Guerra Fría, bien que en las trincheras de la cultura y por medio de generosas nóminas, dietas e invitaciones a publicar en revistas o asistir a congresos{6}. La retórica de la libertad y de la independencia intelectual de que hacían gala en reuniones o revistas como Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura -publicación financiada por la CIA a través de la Fundación Fairfield- quedó en entredicho cuando se supo la procedencia de los fondos en 1966 (y ello pese a que con anterioridad Indalecio Prieto ya había denunciado desde el exilio que este anticomunismo mercenario era fruto de una turbia maniobra estadounidense) (Glondys: 2007, 124 y ss.).
4. La Transición y la importación de la filosofía analítica de la ciencia a España
Tomemos ahora como parámetro definitivo a España. Nuestro análisis de la Transición Filosófica y, en particular, de la Transición Epistemológica está en tensión, como enseguida apuntaremos, con el análisis de la historia de la filosofía española propiciado por el «nódulo» de sociólogos radicados en la Universidad de Cádiz: Francisco Vázquez García (2009), José Luis Moreno Pestaña (2013). Empleo, precisamente, el rótulo nódulo para referirme a ellos, puesto que es el término que emplean para diseccionar los herederos y pretendientes de la filosofía española, aunque omitiendo curiosamente cualquier referencia al rótulo nódulo materialista y su cristalización con sentido precisamente filosófico-sociológico catorce años antes al uso por su parte (Bueno Sánchez: 2010).
Entre los puntos de fricción cabe destacar los siguientes:
1. Mientras que nuestro análisis aspira a ser filosófico-histórico, esto es, a contar con la implantación o inmersión política de la filosofía, con la dependencia de esta formación cultural de las condiciones sociales y geopolíticas, su análisis sociológico se vincula -como han subrayado Suárez Ardura (2010) y Martínez Alcocer (2015)- a trayectorias de individuos y obras consagradas, pero separándolas de múltiples aspectos no «burocráticos» en la vida de su productor. Además, al no tomar partido por una definición de filosofía, su aséptica neutralidad «científica» se resuelve en ocasiones en una rapsodia informe de datos curriculares y fechas de acceso al cuerpo de funcionarios universitarios, ya que los autores se posicionan kuhnianamente al margen de la verdad y la morfología de las doctrinas analizadas. Otra diferencia estriba en que su concepto de nódulo gira en torno a la filosofía administrada y no en torno a un sistema filosófico{7}.
2. No consideramos, como hace Moreno Pestaña (2011 y 2013), que Gustavo Bueno o Manuel Sacristán puedan ser considerados como discípulos orteguianos. Ortega, como dijo Goethe de Kant, estaba disuelto en el ambiente, pero de ahí a considerar a Bueno o Sacristán como continuadores de Ortega dista un abismo{8}.
3. Creemos que la figura de Tierno Galván amerita un análisis más profundo por su centralidad, aparte de señalar -como hace Vázquez (2009, 347)- que junto a Sacristán fue el agente importador de las dos corrientes filosóficas (marxismo y filosofía analítica, incluyendo en ésta la filosofía de la ciencia) que más incidencia tuvieron en la vida filosófica española (en especial con respecto a la segunda, a tenor del anticomunismo de Tierno entrevisto por Vélez: 2013b). Es así que García Santesmases (2013) lo denomina «el gran ausente del libro» y con él «la cultura política socialista», que se cuida de distinguir del comunismo{9}.
4. Y discrepamos en la superficialidad -como anota Suárez Ardura (2010)- con que Vázquez (2009, 122 y ss.) despacha al nódulo de Oviedo («deriva mundana», «en repliegue», «la creatividad del sistema ha llegado a su fin, convirtiéndose en dogma de escuela»), sin mencionar por ejemplo las últimas oleadas de investigadores del materialismo filosófico, El Catoblepas o el magisterio realizado en Internet de puertas a España e Hispanoamérica (un Proyecto Filosofía en Español que los autores gaditanos emplean con asiduidad como fuente de materiales) y que se objetiva, sin ir más lejos, en que el Canal de YouTube de la Fundación Gustavo Bueno acumula más de 2.100.000 visitas desde su creación en 2009 (cuando el del Museo Nacional del Prado, creado en 2007, sólo cuenta con 1.400.000 visitas).
Por descontando, ambos análisis -el suyo y el nuestro- coinciden en considerar que el franquismo en general no fue, filosóficamente hablando, monolítico ni mucho menos un páramo, un erial, un tiempo de silencio (Bueno: 1996; Angulo: 2016, 435-452). (No obstante, Vázquez (2009) sí parece que sostendría esta calificación con respecto al primer franquismo, 1939-1955.) Y convergen en que interpretan la Transición Filosófica como un proceso o una transformación muy distante de un «rupturismo emergentista» (Vázquez: 2009, 32 y 387-390).
Centrémonos ya en la Transición Epistemológica. Al igual que en Estados Unidos, la filosofía analítica de la ciencia (positivista, popperiana y, más tarde, kuhniana) va a hacer acto de presencia en España frente a un neotomismo{10} más o menos periclitado y a un marxismo en ascenso (Reisch: 11, 78 y ss.). Y algo similar podríamos predicar de otras corrientes filosóficas (como la orteguiana y, más tarde, la nietzscheana o existencialista). Nada nuevo bajo el sol.
Ahora bien, frente a la interpretación harto simplista de Acero (2014) o Blasco (1991), que no vislumbran más que un desierto esclerotizado y sacralizado entre 1939 y los sesenta (equiparando negrolegendariamente el 39 con un cierre cultural de fronteras a lo Felipe II), defendemos que la filosofía de la ciencia no surgió ni mucho menos de cero tras el parón guerracivilista. Nos sumamos, pues, a la interpretación -apuntalada bibliográficamente- de Ronzón (1982), que distingue tres corrientes latentes o subterráneas cuyo hilo no terminó de perderse: la de los científicos interesados por la historia de la ciencia, la de los lógicos y la de los filósofos{11}.
Con esto presente, el primer acontecimiento a reseñar es que en 1952 se creó en el Instituto de Filosofía «Luis Vives» del CSIC (Madrid) algo insólito hasta entonces: una sección dedicada a la filosofía e historia de la ciencia bajo la tutela del matemático Julio Rey Pastor y con el apoyo, atención, del director de la institución, del Padre Juan Zaragüeta (que sucedió al P. Barbado y al P. Ramírez), interesado en temas como la inducción o la explicación científica. Durante la década de los 40, Rey Pastor o Laín Entralgo, por citar sólo dos nombres bien conocidos, habían trabajado la historia de la ciencia (de las matemáticas y de la medicina, respectivamente); y, como apunta Bueno (1996, 62), en la universidad oficial circulaban, aparte de obras neoescolásticas, otras obras de forma más o menos discreta: así, gracias a una invitación del profesor Eugenio Frutos, el sacerdote catalán Ramón Roquer ofreció varias conferencias en 1942 en que dio noticia de Carnap y Neurath, aunque fuera para refutarlos, y facilitó libros a la audiencia interesada (por su parte, de Bertrand Russell se publicaron bastantes libros durante este periodo en España; Ronzón: 1982, 25-26){12}. Simultáneamente, la pregnancia de la gnoseología francesa -Duhem y Poincaré, presentes en Ortega (Madrid: 2005)- continuaba y se recibía el empuje histórico de Gaston Bachelard, citado en Las estructuras metafinitas de Bueno (1955) y más acentuado en la obra de Carlos Solís (Vázquez: 2011).
La sección, más tarde departamento, se dotó de un órgano de expresión: Theoria. Revista de teoría, historia y fundamentos de la ciencia, dirigida por Miguel Sánchez-Mazas, secretario de la sección-departamento. En ella publicaron Ferrater Mora, Raimundo Drudis Baldrich, Solís o Bueno. Drudris Baldrich colaboró haciendo contribuciones a la obra de Carnap o Wittgenstein y escribió un repertorio bibliográfico sobre filosofía de las ciencias, fijándose en la filosofía neopositivista. Bueno, por su parte, publicó en el primer número una crítica del libro Der Wiener Kreis. Der Ursprung des Neopositivismus (1950) de Víctor Kraft. Pero esta publicación periódica desapareció en 1955, cuando al año siguiente Sánchez-Mazas hubo de abandonar España como consecuencia de su intervención activa en las primeras revueltas estudiantiles. Ya desde el exterior, Sánchez-Mazas participó en los Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, la revista publicada en París con auspicio de la inteligencia norteamericana, así como habló sobre la universidad bajo el franquismo en los debates que organizaba el Congreso en París (Amat: 2016, 179). Por las mismas fechas (1950-1954), los escritos de Manuel Sacristán en la revista barcelonesa Laye (donde colaboraba Castellet) demuestran que conocía de primera mano el positivismo lógico.
El siguiente hecho relevante es la traducción que otro colaborador del Congreso, Enrique Tierno Galván, realizó del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein (con introducción de Bertrand Russell) durante su estancia en Salamanca, y que fue publicada por Revista de Occidente -revista y editorial reflotadas tras la Guerra Civil probablemente con dinero estadounidense- en 1957. Añadamos como curiosidad que el «viejo profesor» empleó para ello el ejemplar del Tractatus que le prestó Gustavo Bueno (Bueno: 2010). Convencido de la importancia que tenía el neopositivismo para el derecho y la sociología, Tierno proponía una filosofía liberada de cualquier metafísica estreñida.
No obstante, la figura de Wittgenstein ya había aparecido de la mano de Ferrater Mora en publicaciones vinculadas al Congreso por la Libertad de la Cultura en torno a 1951 (un artículo suyo previo, escrito en español, fue traducido al polaco y al alemán). A su vez, Ferrater publicó La filosofía en el mundo de hoy en 1959 (Editorial Revista de Occidente, traducido al inglés en 1960 como Philosophy Today), donde distinguía una filosofía rusa o soviética, otra europea y otra anglo-americana, y abogaba por una filosofía de la ciencia siguiendo las directrices de esta última (sobre estas «tres filosofías» Ferrater ya se había pronunciado en 1957 en los Cuadernos del Congreso, siendo traducida su contribución al francés, alemán, italiano y catalán).
Y en los primeros meses de 1961 la Editorial Tecnos (Madrid) comenzó a publicar la Colección Estructura y Función. El porvenir de la ciencia, dirigida precisamente por Tierno. Su andanza, que se prolongará hasta 1978, servirá, durante los años restantes de franquismo y Guerra Fría, para alimentar al público en lengua española con traducciones de obras escritas en inglés de filosofía de la ciencia de corte neopositivista y analítico, así como de lógica formal e, incluso, teoría de juegos (Thomas C. Schelling, La estrategia del conflicto, 1964, donde se daba cabida a ese ideal algorítmico de razón que fraguó en la Guerra Fría en torno a los think tanks estadounidenses).
Entre el medio centenar de libros publicados destacamos los siguientes autores y títulos, que corresponden en su mayoría a epistemólogos afincados en Norteamérica o Inglaterra: Gustav Bergmann, Filosofía de la ciencia; Ernest Nagel, La lógica sin metafísica; David Hilbert & Wilhelm Ackerman, Elementos de lógica teórica; Karl R. Popper, La lógica de la investigación científica; Richard B. Braithwaite, La explicación científica; Hans Reichenbach, Moderna filosofía de la ciencia (ensayos escogidos); Ernest Nagel, Razón soberana y otros estudios de filosofía de la ciencia; Haskell B. Curry & Robert Feys, Lógica combinatoria; Ludwig Wittgenstein, Los cuadernos azul y marrón (cuya traducción en 1968, por Francisco Gracia Guillén, iba a aparecer prologada por Ferrater, pero Tierno se opuso y el prólogo terminó extraviándose, según el epistolario geronés del legado de Ferrater Mora, cuya consulta se mantiene todavía parcialmente restringida); William & Martha Kneale, El desarrollo de la lógica; Karl R. Popper, Conocimiento objetivo; J. J. C. Smart, Entre ciencia y filosofía: una introducción a la filosofía de la ciencia; &c. (Bueno Sánchez: 2014b).
Entre los traductores de Estructura y Función nos encontramos a Víctor Sánchez de Zavala (el principal, con diez traducciones a su espalda), Manuel Garrido, Manuel Sacristán, Fernando Morán, José Hierro Sánchez-Pescador, Carlos Solís y Javier Muguerza, entre otros.
Simultáneamente a la madrileña Editorial Tecnos, la barcelonesa Editorial Ariel comenzó a publicar la serie Zetein, a cargo de Manuel Sacristán, con títulos como Desde un punto de vista lógico o Los métodos de la lógica de Quine en 1962 (ambos traducidos por Sacristán). Por descontado, la Editorial Taurus (dirigida, tras dejar la vida sacerdotal, por Jesús Aguirre, duque consorte de Alba, el «mandarín", por decirlo con Gregorio Morán) también desempeño un gran papel, publicando en 1961 la primera obra de Karl Popper volcada al español (gracias a Pedro Schwartz), La miseria del historicismo (1957), que contenía su crítica al fascismo y al marxismo, a su juicio las dos hecatombes del siglo XX, y se complementaba con su defensa de una sociedad abierta, democrática, frente a sus enemigos (Taurus también mandó a la imprenta varias obras del liberal y anticomunista Bertrand Russell).
En estos años, el gran protagonista fue, aparte de un neopositivismo americanizado que estaba perdiendo garra, Popper, del que Tecnos tradujo La lógica de la investigación científica (1962, traducción de Víctor Sánchez de Zavala de la versión inglesa ampliada de 1959 a partir de la versión original en alemán de 1934) y Conocimiento objetivo (1974, traducción de Carlos Solís de Popper 1972). Por su parte, Conjeturas y refutaciones sería publicada por la Editorial Paidós desde Buenos Aires (1965, traducción de Nestor Míguez de Popper 1962). Libros que hubieron de ser reeditados dada la amplia demanda que conocieron entre el incipiente público analítico.
En 1968, el propio Popper visitó Burgos para un simposio dedicado a su obra de tres días de duración, encontrándose con Víctor Sánchez de Zavala y Javier Muguerza, que -según testimonio de este último (en Solís: 1999, cap. 2)- le hicieron referencia a Kuhn. El trío formado por Muguerza, el malogrado Alfredo Deaño y Paulino Garagorri venía organizando una serie de seminarios científicos en la universidad a los que asistían Sánchez de Zavala o Carlos Solís. Eran el embrión analítico (Vázquez: 2009, 223). Muguerza, que provenía de la matriz del «jesuita» Aranguren (todavía en 1999 salió en su defensa cuando Javier Marías aludió a su figura como delator franquista{13}) y frecuentaba la compañía de personas en el entorno del Congreso por la Libertad de la Cultura (como Julián Marías, Francisco Gracia o el propio Aranguren, a quien en cierto modo sucedió como vigilante de la filosofía gremial durante la democracia coronada{14}), se autocalifica, en un arrebato de vanidad, como el animador cultural del casposo medio filosófico de la época, al haber hecho de introductor de Kuhn en España a principios de los 70, dado que la reseña de La estructura de las revoluciones científicas (1962) escrita por el fraile dominico Antonio Moreno, que había estudiado física en Berkeley y seguido un curso con él, publicada justo un año después, en 1963, pasó prácticamente desapercibida (Zamora Baño: 1997). La estructura. fue definitivamente traducida en 1975 en España (en 1971 en México por FCE), exactamente el mismo año en que lo fue Contra el método de Feyerabend (Ariel).
Echeverría & al. (1997, 27) concuerdan en atribuir a Muguerza ese papel preponderante en relación con la filosofía de la ciencia (a pesar de dedicarse a la ética posteriormente), a tenor de sus publicaciones en los 70, como su artículo del 71 sobre las nuevas perspectivas en filosofía contemporánea de la ciencia (en Teorema), el volumen del 74 titulado La concepción analítica de la filosofía (en Alianza) y el volumen del 75 con las actas del célebre coloquio de Londres en que se confrontaron las teorías de la ciencia de Popper, Lakatos y Kuhn.
Y, a principios de los 70, a los nódulos gnoseológicos de Madrid y Barcelona se unieron algunos más. En primer lugar, Oviedo, con Gustavo Bueno, que procedente de la escolástica y del marxismo, ganó la cátedra en 1960, desarrollando una importante actividad pública (se conservan los informes policiales comentando las conferencias que impartió a finales de los 60), y publicó El papel de la filosofía en el conjunto del saber (1970), dentro de su polémica con Sacristán sobre el papel -sustantivo, no meramente adjetivo- de la filosofía en relación con la ciencia y la educación, Ensayos materialistas (1972) e Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial (1975), así como puso en marcha El Basilisco. Revista de filosofía, ciencias humanas, teoría de la ciencia y de la cultura en 1978. En segundo lugar, Valencia, en torno a Manuel Garrido (tras ganarle la cátedra de lógica a Sacristán con escándalo) y la revista Teorema, fundada en 1971, que inicialmente se presentó abierta a analíticos y dialécticos, pero que muy pronto, antes de que muriera Franco, viró con fervor hacia la lógica formal, la filosofía de la ciencia y el análisis del lenguaje -y desde cuyas páginas, como recuerda Vázquez (2009, 140), se jaleó el acceso a la cátedra en 1971 de Muguerza, miembro del consejo de redacción y adalid de la filosofía analítica-. Y, por último, otro nódulo (menor) sería el de Salamanca, con Miguel Ángel Quintanilla, interesado en Bunge y CTS, con su influyente diccionario de filosofía publicado a mediados de los setenta, en 1976.
La Ley de Áreas de Conocimiento de 1984, firmada por José María Maravall (ministro de educación y ciencia del primer gobierno del PSOE), significó la institucionalización y profesionalización (kuhniana) de la lógica y la filosofía anglosajonas de la ciencia, cuya especialización fue canonizada por Real Decreto{15}. Precisamente, el año 84 es el que podemos tomar como punto de llegada de nuestro recorrido, ya que durante ese año se publicaron auténticos manuales y compendios como Filosofía actual de la ciencia de Andrés Rivadulla (con agradecimiento, entre otros, a Gustavo Bueno y Javier Muguerza) o Conceptos y teorías de la ciencia de Jesús Mosterín. Theoria se refundaría en 1985. La Transición Epistemológica había concluido.
5. Conclusión
El propósito de este artículo era analizar la Guerra Fría Cultural en el ámbito de la filosofía de la ciencia, dando algunas pinceladas que ayudasen a entender la penetración que por esas fechas tuvo en España. Y es que la promoción de la filosofía analítica y de la filosofía anglosajona de la ciencia no puede desconectarse de la campaña camuflada pero orquestada por distintos organismos estadounidenses en el campo de la cultura, ni del contacto que los agentes norteamericanos establecieron con intelectuales del interior y del exilio. Las operaciones de agitación y propaganda diseñadas por la Internacional Comunista fueron contestadas por los servicios de inteligencia norteamericanos con una ofensiva cultural bajo la tapadera de prestigiosas fundaciones: un libro podía llegar a ser tan importante como una batalla.
Además, difícilmente puede sostenerse que la recepción del American way of thinking fuese una consecuencia de la atmósfera de libertad democrática que comenzó a respirarse tras la muerte de Franco en el 75, pues -como hemos intentado demostrar mediante apuntes y fechas- se trató de un proceso larvado, cuyo inicio hay que anclarlo específicamente en las décadas de los 50 y 60. No se trata de apostar por una interpretación conspiranoica de la historia reciente de España, sino de enmarcarla en el mapa geopolítico internacional.
A fin de rebajar la tensión, incidamos de nuevo en que nuestra lectura «externalista» del desarrollo de la filosofía de la ciencia en EE.UU. y en nuestro país no se opone frontalmente a la lectura «internalista» a que estamos acostumbrados. Es, como advertimos al inicio del artículo, una explicación necesaria pero no suficiente. Todas las formaciones culturales evolucionan condicionadas socialmente, de manera que la circulación de ciertas ideologías favorece la institucionalización de unas disciplinas y no de otras. Sucedió en la Edad Media con la escolástica; en la Inglaterra victoriana, con la eugenesia; en la URSS, con el marxismo; o, sin ir más lejos, en el franquismo con el neotomismo.
Frente a las visiones europeístas, que tienden a contemplar la Transición política e ideológica española como un proceso puramente interno gracias al cual pudo llegar la modernidad científica y filosófica, la última moda al norte de los Pirineos, se trata de reconstruir la Transición como un proceso también externo, donde influyeron segundas y terceras potencias en el contexto de la Guerra Fría (por desgracia, el cliché bipolar se resiste a morir y, por ejemplo, las transiciones acaecidas tras el derrumbe soviético, como las revoluciones coloreadas en los países del Este, aún suelen interpretarse en Occidente como muestras de democracia espontánea). Se trataría, en suma, de superar la concepción de este proceso como una recomposición de la razón «tras una larga cuarentena en que la filosofía española permaneció postrada en la más asfixiante irracionalidad» (Muguerza citado por Vázquez: 2009, 138, nota al pie 120).
Ahora, lo que la mayoría de autores llama la normalización (democrática) de la filosofía de la ciencia ha consistido simplemente en la recepción y digestión más o menos pasiva de las novedades foráneas, preferiblemente en lengua inglesa. Así, en el intervalo 1962-1992, según ha estudiado Zamora Baño (1997), Popper y Kuhn son los dos filósofos de la ciencia más citados (el primero dobla al segundo, y las dos obras más citadas son La lógica de la investigación científica y La estructura de las revoluciones científicas), seguidos muy de lejos por Lakatos y Feyerabend.
Sólo Gustavo Bueno con su teoría del cierre categorial, pensada y escrita íntegramente en español, ha marcado una nota de originalidad sistemática, con todo lo que la palabra sistema -guste o no- comporta{16}. Algo que Echevarría & al. (1997, 32) vienen a reconocer:
«A leading line of research is centered on the research group of Oviedo. The global context that guides this philosophical reflection, critical of the general analytical perspective in the philosophy of science, since the beginning of the seventies has been, in ontology, philosophical materialism and, in gnoseology, the theory of categorial closure, both proposed and developed by Gustavo Bueno in Bueno (1972) and Bueno (1992-95), respectively. The research of the group has been published customarily in the journal El Basilisco, which can be considered as the effective mouthpiece for the group.»
Quizá por esta razón Vázquez (2009) lo califique de heterodoxo. Lo ortodoxo, lo oficial, sería dedicarse a la doxografía, a los pastiches analíticos que en alguna medida sirven de recambio a la escolástica de otrora, donde la revisión erudita ha dejado paso al examen puntual y el ensayo, al paper.
Pero no deja de ser sorprendente, como recoge Vázquez (2009, 77), que Javier Muguerza barruntase en 1974 que la filosofía analítica podía llegar a convertirse en la filosofía oficial de la España que se avecinaba y que, ya en 1990, constatase con fatalidad y recelo el pronóstico, cuando hasta la mismísima Universidad de Navarra regentada por el Opus Dei comenzó a cultivarla. Y digo sorprendente porque él fue -junto a Tierno, Sacristán o Garrido- uno de los apóstoles de la filosofía analítica en España (Vázquez: 2009, 221 y ss.). El nódulo que ha ostentado la hegemonía académica en la red oficial no es otro que aquel cuyo estandarte era Aranguren y se federó en torno a Muguerza (Vázquez: 2009, 227). Una red oficial que, muerto el tomismo, ha sido ocupada por un filosofar «plural», como corresponde a una democracia de mercado pletórico, pero volcado hacia la especialización, en particular hacia la lógica y la filosofía de la ciencia anglosajonas, cuyas tesis -como las de la filosofía analítica- se discuten, pero aceptando su talante, sus estándares, las indexaciones, los indicios de calidad, los índices de impacto, &c. (Vázquez: 2009, 387 y ss.). Una situación, por lo demás, homologable a la del resto del mundo occidental. Otro perfil de la globalización realmente existente.
Agradecimientos:
No cabe sino dar las gracias a José Lasaga y Andrés Rivadulla por la lectura que hicieron de un borrador del texto, ya que su crítica sirvió para aquilatar la versión final.
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Notas
{1} Ya en 1948 encontramos a Karl Popper participando en el X Congreso Internacional de Filosofía auspiciado por la UNESCO (el nuevo organismo cultural de postguerra, que excluía a la URSS), donde se procedió a reconfigurar la filosofía administrada continental tras el nacionalsocialismo y en plena expansión del marxismo-leninismo.
{2} Para Paolo Rossi (1990, cap. 5), Kuhn no impuso un pasaje de los modelos lógicos a los modelos históricos, porque estos últimos habían estado ahí todo el tiempo (piénsese en los estudios clásicos internos de Mach o Duhem o en los externos de Robert K. Merton, Ludwik Fleck o Boris Hessen). Lo que sucedió fue que sólo tras la obra de Kuhn a los epistemólogos les parecieron relevantes ciertos temas de los historiadores. De hecho, el historiador Paul Forman, al presentar en 1971 su célebre tesis sobre que la aceptación del indeterminismo cuántico estuvo mediatizada por el ambiente irracional y acausalista en que trabajaron los físicos alemanes tras la derrota en la IGM, no citó La estructura de las revoluciones científicas y sólo mencionó a Kuhn en dos ocasiones, en calidad de historiador de la teoría cuántica y la radiación del cuerpo negro (a pesar de ser alumno de Kuhn, Forman ha mantenido que el furor kuhniano fue en sí mismo producto de un amplio cambio cultural). La Tesis de Forman se vería aquilatada años después con su estudio, de 1987, acerca de cómo la seguridad nacional durante la Guerra Fría influenció el desarrollo y el contenido de la electrónica cuántica en EE.UU. Otros estudios más actuales, como el de Camprubí (2014) sobre la ciencia en la España franquista, muestran que los científicos no son sujetos pasivos, sino agentes que operan y aun transforman los planes y programas políticos, existiendo una dialéctica real entre grupos, teorías, aparatos, objetos y territorio.
{3} A esta lista habría que sumar a Paul K. Feyerabend, cuyo Tratado contra el método apareció en 1970. Al grito de «¡todo vale!» (no se olvide que 1967 fue el año de la apoteosis jipi en América), este provocativo anarquista metodológico se lanzó a luchar contra ese «maestro de escuela» llamado Karl Popper (sic) y la tiranía de palabras como verdad, objetividad y razón. Para este antiguo teniente de las SS, no existía mucha diferencia entre los verdugos de Auschwitz y esos pretendidos benefactores de la humanidad que eran los científicos. La ciencia del primer mundo no era, como escribiera en la introducción a la edición china de Contra el método, más que una ciencia entre otras ciencias.
{4} El premiado último libro de Jordi Amat toma como hilo narrativo la biografía del anticomunista Julián Gorkin, muñidor -junto a Pablo Martí Zaro- de la red española en torno al Congreso por la Libertad de la Cultura. Más allá de los nuevos datos historiográficos que aporta -muchos de ellos, como Amat (2016, 23, 447 y 456) atestigua, tomados de las valiosas investigaciones de Gustavo Bueno Sánchez e Iván Vélez en El Catoblepas y www.filosofía.org-, sobre el libro planea una interpretación de los sucesos relacionados con el Congreso y con el Contubernio de Múnich (1962) teñida de nostalgia, como una oportunidad perdida, una «transición imposible» (Amat: 2016, prólogo y epílogo). El autor -que sintomáticamente escribe «Josep Ferrater Mora»- no parece esconder su simpatía por esos intelectuales ingenuamente sobornados que ya se plantearon -en los Coloquios Cataluña-Castilla- cuestiones tales como las del «federalismo», las «comunidades diferenciadas» o la «plurinacionalidad» (2016, 353 y ss.). Una interpretación a la que podría salirse al paso objetando que acaso sus propuestas no cayeron en saco roto sino que, todo lo contrario, ayudaron a gestar el acuciante problema que hoy día empaña el porvenir de España. No obstante, no sería de extrañar que el propio Amat calificara esta interpretación alternativa -como hace con la conclusión que Iván Vélez extrae al respecto (Amat: 2016, 456)- de «torticera», «ignorante», «insultante» e «irritante» para con «las personalidades más destacadas del antifranquismo democrático catalanista». Además, Amat (2016, 22) discrepa de la lectura que Glondys (2007) hace del episodio: a su juicio, los intelectuales liberales involucrados en la agenda del Congreso no sincronizaron su discurso con el de la inteligencia norteamericana (quizá, añadiríamos nosotros, porque no hacía falta).
{5} Para Glondys (2007, 110), a pesar de su silencio ante el franquismo, el pensamiento de Ortega era demasiado valioso para los fines ideológicos del comité español del Congreso, y el propio Ortega era visto como una figura clave en la futura unión entre españoles (católicos y no católicos lo respetaban).
{6} Josep María Castellet (1988, 169-197) rememora, al hilo su amistad con José Luis López Aranguren («un castellano en Cataluña y un catalán en Madrid», según escribiera el intelectual referente de la Transición), las aventuras del comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura y valora su repercusión en los ambientes culturales contrarios al franquismo (y al comunismo). Castellet fue invitado por el poeta francés Pierre Emmanuel a un congreso que sobre el tema de Europa tuvo lugar en Lourmarin (1959), donde coincidió con bastantes gerifaltes de la intelectualidad española (Aranguren, Marías, Laín Entralgo y Cela, quien provocó un «incidente típicamente carpetovetónico» al considerar que la prohibición de fumar en el interior del castillo constituía una afrenta a la libertad). Un día, Pierre Emmanuel les habló de «un plan que preparaba para ayudar a los intelectuales españoles, y que había de consistir en becas, bolsas de viaje, asistencia individual o colectiva a congresos internacionales [incluso «reuniones en el interior para insistir en los problemas españoles, especialmente en el diálogo de las culturas ibéricas»], etc. Los fondos procedían del Congreso para la Libertad de la Cultura -entidad subvencionada por diversas fundaciones americanas-» (1988, 174). El comité español del Congreso se constituyó «clandestinamente» e inició sus actividades en 1960 (creando como «cobertura» la editorial Seminarios y Ediciones S.A.), con Castellet como «secretario provisional, hasta que Pablo Martí Zaro [a quien sus amigos llamaban jocosamente Pablo Martí y CIA] se hizo cargo de la secretaría permanente» (1988, 193). Castellet recuerda que al núcleo de Lourmarin se incorporaron José Antonio Maravall, Dionisio Ridruejo, Carlos María Bru, Ruiz Giménez, Tierno Galván, José Luis Sampedro, Buero Vallejo, Chueca Goitia, entre los de Madrid; Josep Benet, de Barcelona; Ramón Piñeiro, gallego; Carlos Santamaría, vasco; Vicent Ventura, «del País Valenciano» (1988, 194). Cuando todo parecía funcionar, en 1966, se hizo público que algunas de las fundaciones que subvencionaban las actividades -como la publicación en París de la revista Cuadernos-pertenecían a la CIA, «la cual además había infiltrado algunos altos cargos entre los directivos del Congreso» (1988, 193). Castellet recuerda que fueron convocados en Madrid para ser informados oficialmente del affaire: «nos mirábamos unos a otros como buscando algún «infiltrado»» (1988, 194). Sólo Buero Vallejo no se solidarizó con el acuerdo tomado, que condenaba la intromisión de la CIA y abogaba por la prosecución de las actividades, «bajo el patrocinio exclusivo de la Fundación Ford». En otro pasaje, Castellet (1988, 216) cuenta que Pierre Emmanuel confiaba en él, por cuanto no era comunista.
{7} La preponderancia de los factores pragmáticos frente a los sintácticos y semánticos se reitera en la lista de lavandería que Vázquez (2013) ofrece para superar (en falso) la dicotomía internalismo/externalismo: "atendiendo a la experiencia filosófica en todas sus facetas, esto es, no sólo a la dimensión intelectual o cognitiva, sino también a otros aspectos que entrelazan lo institucional con lo afectivo, lo expresivo y el poder: las redes de intereses profesionales y los procesos de acumulación de capital académico; las tomas de posición política y religiosa en relación con el origen familiar, la trayectoria escolar y la procedencia de clase de los filósofos». Y, sin embargo, poco más adelante Vázquez (2013) contesta a esta crítica expuesta por Suárez Ardura (2010) esgrimiendo que no practica un reduccionismo sociológico, porque también cartografía la evolución de los filosofemas, y que su enfoque es más riguroso y meticuloso que la historiografía internalista de la filosofía basada en corrientes (positivismo, idealismo, materialismo.). Llegado este punto, como escribe Suárez Ardura (2010), «no se sabe si quien está hablando es el sociólogo, el filósofo, el indígena o el indígena disfrazado de sociólogo».
{8} Concordamos, pues, en esta crítica con Martínez Alcocer (2015) y Lasaga (2013), quien llega a hablar de «los orteguianos del cuarto de hora».
{9} Otro desaparecido en el mar de herederos y pretendientes sería Antonio Escohotado, cuyo influjo en la opinión pública -como el de Fernando Savater- en vano pretenderá enmascararse.
{10} Como señala Angulo (2016, 435), no puede decirse que la filosofía escolástica en la España de Franco fuese una filosofía ociosa, tal como sostuvo Manuel Sacristán, porque estaba implantada políticamente, siguiendo la máxima philosophia ancilla theologiae. Tanto José Pemartín, colaborador del ministerio de Educación de entonces, como Juan José López Ibor encarecieron desde muy pronto la enseñanza obligatoria de la filosofía desde coordenadas católicas como instrumento del Estado para formar buenos ciudadanos. Además, según prosigue Angulo (2016, 438-439), es gratuito suponer que los profesores que accedieron a las cátedras para realizar esta tarea constituían una turba de incompetentes que contrasta vivamente con los profesores depurados pertenecientes a la anterior «edad de plata» o con la posterior época democrática. Entre otras razones, porque ya la República practicó un desmoche por el que se apartó del servicio a profesores como Manuel García Morente, Gregorio Marañón, el Padre Juan Zaragüeta, Zubiri u Ortega.
{11} No entramos en las contribuciones cercanas a la filosofía de la ciencia que Ortega o Rey Pastor publicaron o editaron a través de Revista de Occidentey Espasa-Calpe en España y Argentina en la primera mitad del siglo XX (Madrid: 2005; Ronzón: 1985). (De hecho, Marías dio noticia en 1936 del empirismo lógico en las páginas de Revista de Occidente.) Asimismo, también obviamos las aportaciones de Zubiri sobre la nueva física y las de Ramiro Ledesma Ramos o Juan David García Bacca sobre filosofía de las matemáticas y lógica matemática, respectivamente, antes de la Guerra Civil. No deja de ser sintomático que Echevarría & al. (1997) olviden la aportación de Ledesma Ramos, aventajado discípulo de Ortega, entre otras facetas más controvertidas de su corta vida.
{12} A esta panorama hay que unir que Gustavo Bueno & Leoncio Martínez publicaron sus Nociones de Filosofía. Quinto curso (Ediciones Anaya, Salamanca) en 1955, incorporando sin obstáculo la lógica simbólica a la lógica escolástica (el propio Bueno había defendido esta modificación del plan de estudios ante el Director General de Enseñanza Media de entonces). Exactamente el mismo año en que Ferrater Mora publicó su Lógica matemática (FCE, México). La lógica formal florecería posteriormente en suelo hispano con los libros de Sacristán (Introducción a la lógica y al análisis formal, Ariel, Barcelona, 1964), Mosterín (Lógica de primer orden,Ariel, Barcelona, 1970), Deaño (Introducción a la lógica formal, Alianza, Madrid, 1974) y Garrido (Lógica simbólica, Tecnos, Madrid,1974).
{13} La polémica puede repasarse en
{14} Una labor de delación en la que con los años no ha cejado -Vázquez (2009, 122) apunta que el tronco Aranguren/Muguerza ha copado casi en su totalidad el espacio académico-; pues, por ejemplo, Muguerza (2010, 108) no pierde ocasión para acusar a Gustavo Bueno y su Escuela de Filosofía de «criptofascistas»: «de suerte que no se sepa ya si Bueno actuaba como un 'marrano' (de acuerdo con su propia autodescripción) cuando oficiaba de 'continuísta' o si también lo siguió haciendo cuando pasó a oficiar de 'rupturista'. para acabar dejando luego atrás todo rastro de 'marranismo' y mostrarnos al cabo hoy su vera facies de 'cristiano viejo'». En fin, añadiríamos nosotros, «ladran, Sancho, señal de que son perros».
{15} La conexión entre filosofía analítica y pensadores próximos al PSOE -como Quintanilla o Boyer- es apuntada por Vázquez (2009, 139). Asimismo, Vázquez (2009, 222) señala el contacto de muchos de ellos -como Muguerza- con el periódico socialdemócrata El País gracias a Javier Pradera.
{16} Ciñéndonos específicamente a la filosofía de las matemáticas, habría que nombrar a Javier de Lorenzo, cuya Introducción al estilo matemático (Tecnos, Madrid, 1971) marcó un hito y el inicio de una senda.