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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 51
Artículos

El papel de la filosofía en relación con el «saber mediático»

Fernando Palmero

Si hay alguien a quien detestan los directores de periódico, y por extensión la mayoría de los periodistas, es a los filósofos.

Fernando Palmero y Gustavo Bueno en una entrevista realizada en Niembro. Foto de Ana Lisis.[Fernando Palmero y Gustavo Bueno en una entrevista realizada en Niembro para la Revista Leer. Foto de Ana Lisis.]

Si hay alguien a quien detestan los directores de periódico, y por extensión la mayoría de los periodistas, es a los filósofos. Tampoco le tienen cariño a los libros, salvo a los que son una prolongación encuadernada de sus artículos o los de sus colegas. Hay periodistas que leen, por supuesto, pero suelen mantenerlo en secreto, sobre todo si aspiran algún día a trabajar en la sección de cultura (el principal mito «oscurantista y confusionario» de nuestro tiempo, como la definió Gustavo Bueno), de la misma forma que hubo un tiempo en el que había filósofos en los consejos editoriales de algunas cabeceras. Pero aquello acabó pronto y acabó mal, y desde entonces la relación del periodista con la filosofía ha pasado a ser clandestina, como toda infidelidad. Como en el relato homérico, si el periodista no quiere caer en la tentación de la apatía y la comodidad de la idiocia, cada noche, al salir de la redacción debe lavarse bien las manos y encerrarse en su biblioteca para destejer mentalmente el editorial que acaba de escribir. De nada sirve bajarse al bar a desahogarse con los otros cómplices del crimen, porque al final, como bien sabía Gustavo Bueno, toda conversación deviene en enfrentamiento. Pensar, no paraba de repetir, es siempre pensar contra alguien, una tarea de constante destrucción de las imbecilidades con las que se reconforta la mente humana.

Y decir lo que nadie quiere escuchar es todo lo contrario de lo que hacemos los periodistas. La nuestra es una repetitiva labor de construcción de mitos que encubren una relación de poder que aspira a mantenerse inalterada, para lo cual necesita una ficción de sentido tras la que camuflarse. Como extensión del poder político, todo periódico, toda televisión, toda cadena de radio, toda web, en definitiva, como espacio complejo donde confluyen los tres medios, no es más que una maquinaria puesta en marcha para ocultar que nuestro régimen político no se mantiene por su propia esencia o por lo justas que sean sus leyes, sino por la «capacidad coactiva del Estado realmente existente para hacerlas cumplir, o para ejecutarlas. Si esta fuerza no existe o no actúa el Estado de derecho desaparece, porque él no obra en virtud de su pura idea».

Si algún director de periódico supiese de su existencia, prohibiría expresamente que «El panfleto contra la democracia realmente existente» entrase en la redacción. En él, Bueno desmontó una a una las patrañas que conforman el discurso políticamente correcto que considera a las democracias parlamentarias occidentales como el punto de llegada de un pretendido progreso humano y no como el resultado necesario de una determinada evolución de la sociedad capitalista. Volviendo a conectar con sus fundamentos conceptos absolutamente viciados como los de derecha, izquierda, democracia, cultura, libertad, voluntad, tolerancia, solidaridad, progreso... Bueno ridiculizaba el esfuerzo diario de los medios que pacientemente se empeñan en imponer un significado distorsionado de las palabras para que el ciudadano las incorpore inconscientemente a su lenguaje. Cada pueblo tiene el régimen político que se merece, diría irritado Bueno, como tiene la televisión que se merece, una democracia de rebaño igual que una televisión de rebaño.

Fernando Palmero y Gustavo Bueno en una entrevista realizada en Niembro. Foto de Ana Lisis.[Fernando Palmero y Gustavo Bueno en una entrevista realizada en Niembro para la Revista Leer. Foto de Ana Lisis.]

Por eso siempre pensé que su trabajo de «desmitificación» no era sino una forma de completar el papel de la filosofía en los sistemas de referencia que resumía en el Apéndice de su opúsculo «¿Qué es la filosofía?». Si entonces abordó «el papel de la filosofía en el conjunto del saber constituido por el saber político, el saber científico y el saber religioso de nuestra época», desarrollado, respectivamente, en «Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas», «Teoría del cierre categorial» y «El animal divino», muchas de sus últimas obras podrían formar un corpus propio por su acierto en aplicar su sistema crítico al «saber mediático», si es que tal cosa existe, en la medida en que los medios ahora más que nunca son el laboratorio donde se produce la subjetividad ciudadana, el lugar en el que se normalizan las ideas del bien y el mal, el escenario en el que se vulgarizan todos los otros saberes, donde el espectáculo lo determina todo; allí la religión se convierte en aceptada superstición de masas y los papas en seductores maniquíes preocupados por la moda vaticana, la Historia se resume en acontecimientos y efemérides, la ciencia es sólo divulgación o relatos de ficción espacial y conquista de otros mundos, la política, en fin, que no es sino un equilibrio de fuerzas articulado en torno a los conceptos de amigo y enemigo, en diálogo, participación, debate y consenso. Y al final, todos, incluidos los periodistas que los elaboran, si no hacen el profiláctico ejercicio de distanciarse de su trabajo, o al menos un esfuerzo por descreer lo que escriben, terminan asumiendo que esos conceptos infundados son la verdad de las cosas, como en la Edad Media, repetía Bueno, muchos pensaban que las brujas existían.

Pese a que algunos de sus colegas le criticaron por ello, Gustavo Bueno supo que el combate por la restitución del significado de las palabras no se daba ya en los centros educativos ni en las discusiones académicas, con las que tanto disfrutó (Crusafont, Sacristán, Puente Ojea, Marina...), sino en los medios. Y de la misma forma que disfrutó bajando a las minas a explicar a Hegel, no dudó en subir a los platós a llamar necios a los periodistas y a los presentadores de tertulias. O más bien a corregirles, a pedirles (inútilmente, claro) que reflexionaran sobre cada una de las palabras que formaban sus convencionales frases hechas. Y se atrevió a escribir (porque como señalaba el Platón del «Parménides» el filósofo no debe despreciar las cosas más humildes, como el «pelo, fango, basura e incluso lo más vil e innoble») un libro esencial para entender la verdadera naturaleza del más eficaz artefacto de producción de subjetividad ciudadana: la televisión. «Telebasura y democracia» no era sino un escolio a lo que dijera Spinoza sobre la belleza, es decir, que la basura no está en los programas que se emiten sino en la cabeza de los espectadores, y que esa basura, o «papilla democrática televisiva», desempeña una función primordial para el desarrollo y la estabilidad de nuestra democracia de mercado, hasta el punto de que ésta sería inconcebible sin televisión: «Para que la papilla televisiva llegue a una audiencia lo más amplia posible», explicaba, «será preciso «rebajar» la exquisitez o calidad de sus contenidos. Sólo así podrá lograrse una televisión de masas (con audiencia de millones) capaz de mantener «vertebrados» a los ciudadanos mediante la participación de un mundo simbólico común para la sociedad de consumidores». Y es que, había indicado unas páginas antes, el «ocio democrático» resulta ser «tan básico como el trabajo. Porque este ocio conforma al individuo libre (elector) como consumidor libre con «opiniones propias» (aunque no tan originales que hagan imposible las predicciones demoscópicas). Y, por ello, lo que la democracia habrá de prohibir no es el ocio, sino el ocio que disminuya las capacidades del «consumidor sostenible» (tal sería el caso de las drogas destructivas)». Es decir, que todo tiempo en nuestras sociedades es ya tiempo de producción.

De todo esto hablé con Gustavo Bueno la última vez que estuve con él en Niembro para una larga entrevista que publicamos en la Revista Leer. Aquel día paseamos por el jardín atlántico de Diana Cazadora y pudimos curiosear en la impresionante biblioteca forrada de libros algunos volúmenes de escolástica, como los de Cayetano, con una perfección tipográfica inigualable, o uno de San Juan de Santo Tomás, que lo compró en la Cuesta de Moyano, en Madrid, después de discutir con el librero, «porque él decía que era de Santo Tomás y yo le decía que no, que era de Juan de Santo Tomás, es lo mismo, decía, no es lo mismo, hombre, Santo Tomás es del siglo XIII y éste es un fraile del XVIII, y al final me lo rebajó, claro». Estaba a punto de cumplir 90 años y recordaba con detalle su infancia en Santo Domingo de la Calzada, los libros escondidos de su padre que leía clandestinamente en la catedral cubiertos por el devocionario de una tía suya, como el Tratado Teológico-Político de Spinoza, a aquel profesor que repetía «la excepción que confirma la regla» y que fue determinante para su vocación filosófica, sus primeros años como profesor en Salamanca, el frío espantoso y el ladrillo caliente como única calefacción, la escolástica, los laboratorios de fisiología de la Facultad de Medicina, donde empezó a «intuir» su Teoría del cierre categorial, la novela que escribió y luego rompió sobre la historia de un papa negro que fue asesinado por hacer rituales animistas en el Vaticano, su traslado a Oviedo, los insultos de «traidor» y de «rojo»... Tenía una vitalidad inagotable, epicúrea, porque, «hombre feliz», hacía tiempo que había huido «a vela desplegada, de cualquier forma de cultura». No hablamos entonces sobre la vejez, pero unos meses más tarde lo llamé para que nos escribiese un artículo para El Mundo que tituló «El anciano no decrépito» donde se quejaba de que los de su «gremio» habían dejado de consultarle, de citarle, de pedirle opinión, y que por eso, «la salud social del anciano se ve comprometida no ya por su mera marginación, sino por las represalias de quienes, dentro de su círculo, fueron sus contendientes y no pueden tolerar que el anciano siga viviendo, considerándolo como un «perro muerto» dentro de su propio círculo». Pero que su salud, concluía, se mantenía intacta gracias a ese gran círculo de amigos reunidos en torno a la Fundación, uno de sus grandes legados, empeñados en hacer de la filosofía esa herramienta corrosiva que los periodistas tenemos que utilizar, aunque sea clandestinamente, para no acabar completamente idiotizados.

 

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