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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 66
Artículos

Una tarde serena y dos mañanas de sol

José Ignacio Gracia Noriega

El papel de una selva convertida en jardín en la etapa más productiva de Gustavo Bueno. Publicado en La Nueva España · Oviedo, sábado 13 de agosto de 2016 (Suplemento Oviedo, pág. 8)

Gustavo Bueno[Gustavo Bueno, 1924-2016, en su jardín de Niembro]

Era una tarde serena de un agosto casi otoñal. El viento apenas corría entre lo que había sido un cueto selvático civilizado por el esfuerzo y el entusiasmo botánico de Carmen Sánchez Revilla y de sus hijos, otro de cuyos resultados fue que uno de ellos, Álvaro, se hiciera botánico.

La primera labor civilizadora es el desbrozamiento, ganar terreno al bosque, a la selva y a la maleza. Era ésta la labor de los monjes de los primeros tiempos. Reinando Fruela, Máximo y Fromestano encuentran un valle ancho, protegido de los vientos del Norte por el monte que hoy llamamos Naranco y al fondo las cumbres nevadas de la sierra del Aramo. El lugar era excelente para una fundación, según el P. Carvallo asentado «en una de las sierras que desgajándose de los puertos y montañas de Europa entra por Asturias, llevando a un lado el río Nalón y al otro el de Siero, haciendo una degollada en donde llaman Lavapiés y los arcos que viene a la ciudad de Oviedo y se vuelve a empinar por Picotuerto y Naranco, que como dicen los cosmógrafos, está casi en medio de Asturias».

Alfonso II el Casto, hijo del rey Fruela, asesinado en Cangas de Onís, después de unos años de que la Corte surgida en las montañas fuera errante, de Cangas de Onís a las orillas del Nalón con el rey Aurelio, y río abajo en Pravia, donde reinaron reyes de corto impulso hasta que Alfonso, también errante durante aquellos tiempos tumultuosos, instala de manera definitiva la Corte en Oviedo, a la manera de Toledo, instaurándola en «ciudad imperial», hecho reivindicado con energía por Gustavo Bueno: «Oviedo nace y se constituye con Alfonso II como ciudad imperial. Este impulso se mantiene aún a lo largo de todo un siglo, el siglo IX: Ordoño interviene en acciones como la de Talamanca y casa a su hija con un rey de Pamplona; pero la plenitud del proyecto tiene lugar con Alfonso III el Magno, que llega a adoptar la cruz latina con el emblema de la leyenda del emperador Constantino. In hoc signo vinces». Más antes de que Oviedo fuera ciudad imperial, fue selva, y la selva hubo ser desbrozada. El paso previo a la civilización era ganar terreno a la selva.

De manera que los monjes iban siempre precedidos de desbrozadores; o lo eran ellos mismos. Henri Vicenot escribió una extraña novela titulada Las estrellas de Compostela, cuyos, personajes son los «rozadores» que se ocupaban de conseguir, marchando hacia la puesta del sol, que el gran bosque europeo se abriera a campos de cultivo y a rutas de comunicación. Que fue lo que hicieron los Bueno en el cueto de Niembro sobre el que Carmen había puesto su mirada desde que veraneaba en Barro en su juventud.

Sobre el cueto rocoso y selvático levantaron los Bueno su casa y convirtieron los alrededores en un jardín: el jardín en el que don Gustavo realizó la parte más productiva de su obra. Pues en la biografía publicada de don Gustavo hay dos fases claramente diferenciadas: en la primera es el filósofo académico, el socrático que sólo emplea la palabra, durante la cual recibe las críticas de quienes le reprochaban que apenas publicara; durante la segunda fase, en la selva que fue transformada en jardín, publica una avalancha de libros, artículos, hace declaraciones, etcétera, dando lugar a que quienes le criticaban que hubiera publicado poco, ahora le criticaban que publicara demasiado. Más aquellas obras nuevas que suceden a la fundamental El animal divino, como España frente a Europa (en la que vuelve a pronunciar en voz alta la palabra «España», que los pocos que se atrevían a nombrarla lo hacían en voz baja), La fe del ateo, El mito de la felicidad, El mito de la izquierda, El pensamiento Alicia...

Quien había definido el mito con todo rigor se ocupaba ahora de desmontar los nuevos y falsos mitos de unas tendencias políticas y de un subproducto de la literatura popular como es el planteamiento «en serio» de la felicidad. Estas obras fueron escritas frente al magnolio, al verdor del bosque que rodea el jardín y a las montañas que asoman por encima de las copas de los árboles.

No había movimiento en el jardín porque la muerte marca un ritmo muy lento a la marcha del tiempo. Algunos familiares, el fiel Tomás, unos paisanos y amigos de Posada, hablaban en voz baja, acentuando el aspecto fantasmagórico de la escena, y Nilo, el perro cojo, iba de un lado para otro como si notara que algo raro sucedía, como si sintiera la muerte. Don Gustavo enseguida explicaría que los animales están más cerca de la naturaleza que los hombres: por lo que para ellos la muerte es un fenómeno natural, y la naturaleza no tiene misterios para quien vive dentro de ella.

Al día siguiente lució el sol sobre un cielo azul sin nubes, cosa rara en esta tierra. Los días anteriores habían sido otoñales en el centro del verano. El jueves fue de cielos nacarados, blancos y quietos, como los cielos del Norte que se perciben en Los trabajos de Persiles y Segismunda, la última gran novela, la que Cervantes escribió a las puertas de la muerte, «puesto ya el pie en el estribo». Después del mediodía entró el agua y llovió toda la tarde. Durante la noche murió Carmen plácidamente, mientras dormía. Don Gustavo no tuvo conocimiento de que se había ido antes que él. Se encontraba ensimismado frente la oquedad inmensa. Carmen yacía tranquila y sin ninguna alteración en el rostro en la parte más luminosa de la biblioteca mientras arriba don Gustavo escuchaba los pasos de la muerte.

La despedida de Carmen, entre palabras de recuerdo y enaltecimiento de los hijos, lectura de textos sobre la biografía de la abuela por parte de los nietos y el adagio de la primera Sonata en Sol Menor de Bach interpretada al violín por otra de sus nietas, tuvo un aspecto, si no alegre, al menos no fúnebre. Como explicó Gustavo, aquella era una ceremonia que no podía ser calificada de civil en lo que tiene de oposición a la ceremonia religiosa, sino «familiar», a la que se unieron algunos amigos. Bajo el magnolio, Carmen escuchó los últimos ecos del mundo, mientras Nilo se acercaba a la caja, sorprendido, tal vez, de no encontrarla entre los presentes. En el interior de la casa, don Gustavo prolongaba efímeramente la separación.

Al día siguiente, cuando se levantó la niebla, volvió a lucir el sol sobre un cielo azul, limpio de nubes. Don Gustavo llevaba varios días postrado, sin levantarse, sin tener conocimiento de la pérdida, porque en realidad no había perdido nada: él iría detrás, más aquella mañana de sol su estado crítico infundió algunas esperanzas, incluso le levantaron y le sacaron a la terraza que domina el jardín y la espesura. Allí murió rodeado de sol y de la fragancia de las flores. Nada se movía en el aire. Marchó suavemente, como Carmen había marchado en el sueño. Ahora ella le esperaba en Santo Domingo de la Calzada, su lugar de nacimiento y de enterramiento, principio y fin del mayor filósofo español de esta época. Así hemos perdido a un gigante, entre la hierba, el sol y las flores. Bajo el magnolio.

Ésta es la historia terrible y serena de una tarde apacible y de dos mañanas de sol.

 

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