El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org

El Catoblepas

El Catoblepas · número 178 · invierno 2017 · página 4
Filosofía del Quijote

El Quijote no es tampoco una alegoría del realismo o materialismo de Sancho

José Antonio López Calle

Crítica general de las interpretaciones filosóficas del Quijote (V). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (53)

pseudo Sancho Panza

Como bien se sabe, en las versiones maduras de la interpretación filosófico-romántica del Quijote se amplía el alegorismo filosófico de la obra para dar cabida en ella a la figura de Sancho Panza, que encarna en el drama filosófico el realismo, positivismo o sentido común. Heine fue el primero en desarrollar esta innovación, muy bien acogida por generaciones sucesivas hasta el presente de exegetas. El mismo Heine otras veces en vez de realismo o positivismo, hablará de materialismo, como lo harán también generaciones posteriores de estudiosos. Obviamente, cuando se habla aquí de realismo, positivismo o materialismo, por oposición al idealismo de don Quijote, se entiende estos términos en un sentido moral.

El uso de denominaciones como “realismo”, “positivismo”, “sentido común”, a los que a veces se agregan las de “empirismo” y “pragmatismo, es problemático en referencia a su aplicación a Sancho; no así el de materialismo, que, en su sentido moral en su uso ordinario o común, se refiere a quien se atiene exclusivamente o preferentemente a los bienes físicos o materiales, ligados al cuerpo o a los sentidos, lo que parece encajar bien con la figura de Sancho. No ocurre lo mismo con “realismo”, “positivismo”, que en su uso moral, no se entiende bien por qué han de ser incompatibles con la referencia a quienes buscan una conciliación de los ideales con la realidad o los hechos, por lo que un realista o positivista moral no tendría por qué ser alguien que niegue el ideal o defienda ideales bajos o a ras de los deseos más primarios, sino alguien que trata de acomodar los ideales a la realidad de forma racional; y, claro está, que esta noción del realismo o del positivismo o pragmatismo como posición ante el ideal no encaja con el perfil de Sancho.

Así que, en vista del carácter problemático de la presentación de Sancho como la personificación simbólica del realismo o positivismo o sentido común, otros exegetas de la escuela filosófico-romántica, tal como Benjumea y Revilla en España, adjetivan tales términos para describir la posición del escudero ante el ideal. Ahora se hablará de realismo o positivismo o sentido común grosero, sensual o vulgar y otros adjetivos de la misma constelación semántica, y del mismo modo se adjetivarán otros rótulos alternativos, como el de pragmatismo. Adjetivados así, ya no parece haber problema para calificar al escudero como un realista o positivista grosero, en el sentido de que se rige en sus obras por ideales bajos, si es que cabe llamarlos ideales, o, en otras palabras, se quiere decir que se atiene básicamente a la satisfacción de sus impulsos primarios o, como dirán algunos, bajos instintos y parece indiferente ante los ideales elevados.

1. El argumento en pro del realismo práctico o materialismo de Sancho

A primera vista, esta pintura de Sancho no como encarnación del realismo o sentido común sin más, sino del realismo o sentido vulgar o pedestre, que, adjetivados así, vienen a equivaler a materialismo en el sentido coloquial del término en contextos morales, parece encajar perfectamente con los hechos. En efecto, si examinamos atentamente la historia de Sancho desde el principio hasta el final el personaje presenta como rasgo constante de su personalidad la búsqueda de su provecho o la satisfacción de su propio interés, lo cual se muestra en un doble rasgo de su carácter, que los exegetas filosófico-románticos, se encargan de resaltar, a saber, su glotonería y su codicia, como así se describen sus principales vicios en la novela.

La glotonería

Que Sancho es glotón es algo que no se puede poner en duda. Así se nos retrata a lo largo de la novela. Quienes lo conocen bien, así lo describen. El ama de don Quijote lo tacha de golosazo y comilón (II, 2, 561) y el propio don Quijote lo retrata como glotón (II, 20, 698). Y él mismo lo confirma con su comportamiento. La comida y la bebida son una obsesión constante en la vida de Sancho, a pesar de que no le faltan. Como hemos dicho en otros lugares, él es pobre, pero no un miserable que pase hambre por faltarle el condumio.

El narrador nos ofrece varios cuadros de la vida de Sancho en que se manifiesta su desmedida afición a la comida y a la bebida. Quizá el más relevante de ellos es el que se nos ofrece en el episodio de la plática y banquete con el escudero del Caballero del Bosque, Tomé Cecial, un labrador como él y de su mismo lugar. El desordenado apetito de Sancho, incluso voracidad, se revela en la manera como come: no mastica, sino que traga. Se nos informa de que tragaba bocados enormes (II, 13, 642). Amén de tragón, en este mismo banquete el narrador lo pinta ciertamente como un buen catador de vinos, pero también como un bebedor que se excede mucho. Se nos dice que, cuando el escudero del Caballeo del Bosque, gracias al cual tiene lugar el banquete, le pasa la bota de vino, Sancho se la puso en la boca y la empinó y estuvo bebiendo durante nada menos que un cuarto de hora sin interrumpirse (II, 13, 643) Quizás el narrador, no sin cierta ironia burlona, exagera, pero queda claro que la afición de Sancho al vino peca más bien de inmoderada.

Sancho se alegra y es feliz cuando, como escudero de su amo, es acogido en lugares, como las bodas de Camacho, o casas, como la de don Diego de Miranda o el palacio de los Duques, donde tiene oportunidad de comer bien y en abundancia, y se entristece cuando termina la estancia en ellas, a diferencia de su señor, que se alegra por abandonar la vida ociosa y regalada, tan impropia, según don Quijote, de un caballero andante que debe curtirse en la dureza y estrecheces de los campos y florestas.

El narrador se aprovecha de la glotonería de Sancho como herramienta literaria, a la que sin duda logra sacarle un gran partido. El mejor ejemplo de ello, como ya señalamos en otro lugar, se nos presenta en las bodas de Camacho. De entrada, antes de llegar al lugar donde se va a celebrar el banquete nupcial, Sancho, haciendo honor a su inclinación natural, nada más despertarse, después de haber pasado la noche al raso en un descampado, empieza a oler el tufo de la suculenta comida que se está preparando en las cercanías, mientras su amo, ajeno a tales servidumbres, se halla sumergido en meditaciones filosóficas. Es precisamente esto lo que incita a don Quijote a tildar a su escudero de glotón. Con esto, queda desbrozado y preparado el camino para que el narrador, con gran maestría, nos describa con detalle la preparación del banquete de bodas, los alimentos y la cocina, a través de los ojos de Sancho, mientras que los elementos festivos de carácter artístico con que se piensa adornar las bodas se nos sirven a través de los ojos de don Quijote. En otras palabras, Sancho es el portavoz del autor en todo lo que tiene que ver con los placeres del cuerpo y don Quijote lo es en lo que concierne a los placeres del alma o del espíritu. ¿No tenemos aquí una perfecta imagen, en el papel que desempeña cada uno de los miembros de la pareja inmortal, de la manera como Sancho simboliza el materialismo, que atiende ante todo a los bienes corporales o de los sentidos, frente a su señor, que personifica el idealismo o espiritualismo, que se orienta preferentemente hacia los bienes del alma? La respuesta está clara por parte de los intérpretes del Quijote de la escuela filosófico-romántica.

La codicia

Ahora bien, siendo así que, según éstos, el fuerte impulso de Sancho al buen comer y abundantemente, que sus paisanos como don Quijote y su ama interpretan, sin dudarlo, como glotonería, lo cierto es que, según esos mismos exegetas, es más importante aún en la vida de Sancho como escudero su afán de riquezas, de patrimonio, rentas y dineros, lo que en este caso tanto los que bien le conocen, sus paisanos (incluido Tomé Cecial), como el narrador describen, también sin la más mínima duda, como codicia. Se trata sin duda de un rasgo permanente de la personalidad de Sancho y desempeña un papel decisivo en la trama argumental de la novela, porque sin el incentivo del provecho económico y del apetito de riquezas hubiera sido difícil, por no decir imposible, convencerle para que sirviese a don Quijote como escudero. Y la promesa de la ínsula o condado, en todo caso de un señorío, es ante todo para él una promesa de riqueza y, con ella, de mejora de su status social.

Todos los que le conocen bien, de su entorno social más próximo, como señalamos, coinciden en retratarlo como codicioso, pero es él mismo quien nos ha dejado una confesión en la que se manifiesta tanto la fascinación que la riqueza ejerce sobre él como su voraz apetito de enriquecerse. La confesión se halla en un pasaje de su ya mentada plática con el fingido escudero del no menos fingido Caballero del Bosque, que vale la pena recordar:

“Ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mismo será si me saca de este peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa de cien ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano y me abrazo con él y lo llevo a mi casa, y echo censos y fundo rentas y vivo como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero”. II, 13, 640-1

Este texto es además relevante, no sólo porque revele el carácter material o económico de las aspiraciones de Sancho, sino por tres ideas adicionales que se desprenden del mismo. En primer lugar, porque reconoce que el móvil económico ha sido el motivo principal que le ha movido a seguir a su amo desde su primera salida con él. En segundo lugar, porque revela que su afán de riquezas es de la máxima intensidad; no se conforma meramente con una riqueza media que le permita vivir acomodadamente, sino que aspira a vivir como un rentista, sin trabajar, esto es, su apetito de riquezas es tal que solo podría saciarse viviendo como un príncipe que vive de los intereses o rentas obtenidos de los censos o préstamos con interés. No es la primera vez que Sancho habla de su ilusión, compartida con otros españoles de la época, de llegar a ser un rentista; ya en la primera parte de la novela, había declarado su ambición de llegar a ser tan rico como para comprar un título nobiliario o algún oficio que le permita vivir sin trabajar (I, 29, 296). Y en tercer lugar, que aun sabiendo que su amo es un loco o mentecato, ello no le ha detenido o ha sido un obstáculo que le haya llevado a abandonarlo, sino que sus sueños de invertir el dinero en préstamos y vivir principescamente de las rentas así obtenidas le ha impulsado a seguirlo haciéndole llevaderas las desventuras padecidas a su servicio. No es de extrañar que, después de haber oído a Sancho confesar tal apetito insaciable de riquezas, su cofrade escudero dé por sentado que es codicioso al replicarle que “por eso dicen que la codicia rompe el saco”, una acusación que Sancho no se molesta en negar.

¿Y cómo podría negarlo si desde el principio de su peregrinación con don Quijote tanto en sus hechos como en sus dichos, en sus declaraciones de intenciones se nos revela como una persona movida por el provecho y su ilusión de enriquecerse. Sancho se nos descubre dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad de satisfacer su apetito de riquezas. Bien aleccionado por su amo, se lanza a despojar a las víctimas de éste y de hecho despoja a varias de ellas y se queda con el botín, según él y su amo, ganado en la batalla, bien es cierto que los despojos, como no podría se de otro modo en un libro ante todo cómico, son de poca monta (el robo de la comida de las acémilas, etc.); se apropia de la bolsa de cien escudos, como él mismo admite en el texto citado, que se encuentra en Sierra Morena, en realidad propiedad de Cardenio, lo que constituye un hurto; se propone montar un negocio lucrativo con la venta del bálsamo de Fierabrás y así enriquecerse; sueña con convertirse en un esclavista en África (si su amo vence al gigante usurpador del reino africano de Micomicón y llega a ser el rey, por casamiento con la princesa Micomicona, de ese reino) y obtener tan copiosa cantidad de dinero con la venta de negros como esclavos en España (piensa, en su delirio escuderil, vender diez mil o treinta mil de ellos, pues serían vasallos suyos, en un periquete) que podría vivir como un rentista comprando con ese dinero un título de nobleza o algún cargo oficial con que vivir descansado el resto de sus días.

Y ya en la segunda parte, toma el vestido de monte de finísimo paño que los criados de los Duques le dieron para la caza de montería con la intención de enriquecerse con su venta en la primera ocasión que se le presente, pues pensaba que valía tanto como un mayorazgo y de ahí que, cuando poco después se le desgarra el vestido al quedar colgado de una encina en la que intentaba subirse por temor a la embestida de un jabalí, sintió un gran pesar al pensar que había perdido la ocasión de enriquecerse con la venta de un bien tan valioso; en la aventura de Clavileño es la garantía por parte del Duque de las promesas de la ínsula la única razón que consigue convencer a Sancho de que se suba al caballo de madera, a pesar de sus temores: inicialmente es el mero miedo lo que el impide subir y, cuando más adelante, alega como motivo para no montar el temor a perder la ínsula y su gobierno, pues el viaje aéreo hasta el lejano reino de Candaya, a donde tiene que acompañar a su amo para acometer allí una aventura reservada para él, y luego la vuelta podrían tardar media docena de años, sólo la exigencia del Duque de que el gobierno de la ínsula no se le puede entregar si no va con su señor a dar cima a esa memorable aventura en el reino de Candaya y la garantía que le da de que, aunque no regrese con la brevedad que el velocísimo Clavileño promete, sino que tarde años por tener que volver a pie como un peregrino, su voluntad de entregarle la ínsula en la que ejerza de gobernador no va a cambiar, consiguen finalmente persuadir a Sancho para que, venciendo sus temores, monte en el caballo; además, independientemente de la paga y recompensa pactadas con su amo por su servicio como escudero, no duda en procurar sacar partido económico de la tanda y tunda de azotes que ha de recibir para desencantar a Dulcinea, por los que cobrará a su amo ochocientos veinticinco reales, a razón de cuarto de real el azote, aunque los azotes realmente tienen poco de tales (pues es él mismo quien se los ha de propinar y además había puesto la condición, para aceptar dárselos, de que no habían de causar heridas) y además engañará a don Quijote dando muchos de ellos en los árboles en vez de en sus espaldas; el propio Sancho reconocerá ante su amo que su comportamiento en el asunto de los azotes es interesado, aunque le resta importancia apelando al amor de sus hijos y de su mujer como los verdaderos motivos de que se muestre interesado (II, 71, 1084), pero el caso es que con el dinero conseguido así se pone tan contento que se figura entrar rico, aunque azotado, en su casa (ibid.)

Pero, aun con todo eso, el interés permanente de Sancho reposa en la obtención de la ínsula como promesa de riqueza y con todo lo que lleva aparejado, el ascenso social y la posibilidad de favorecer a su familia. Unida a las altas aspiraciones de provecho económico de Sancho está su ambición de poder, de forma que no es fácil determinar si ésta está subordinada a sus aspiraciones económicas o si antepone el poder a éstas. Porque está claro que a Sancho también le importa el poder; se pirra por ser gobernador o ejercer el mando político y, ante las presunciones y acusaciones de que no reúne las condiciones adecuadas para serlo o ejercerlo, no cesa de defender su valía o idoneidad, hasta con razones peregrinas, como que le basta con ser cristiano viejo o que con haber memorizado el Christus (la señal de la cruz estampada en la cartilla del abecedario) es más que suficiente para ser un buen gobernador. Es más, incluso después de su fracaso como gobernador, de lo que inicialmente extrae la lección de que no ha nacido para mandar, no pierde la ambición de gobierno y ya en su estancia en Barcelona, olvidándose de la lección aparentemente aprendida de su experiencia de gobierno, recupera su apetito de mando, si es que realmente lo había perdido. Sancho lo único que hace es cambiar su anterior ambición de ser gobernador por la de ser conde, como así lo confiesa el propio escudero varias veces, y esa aspiración la mantendrá hasta su regreso a su lugar. El propio narrador nos confirma este hecho al anunciarnos que, si bien Sancho aborrecía el ser gobernador, sin duda por su mala experiencia al respecto, mantenía vivo el deseo de mandar y de ser obedecido (II, 63, 1034).

Ahora bien, ¿quiere el poder simplemente como un medio para mejorar económica y socialmente o quiere el poder por encima de todo y como algo secundario la recompensa económica y social? Nos parece exagerado decir, como hace Madariaga, que Sancho lo que verdaderamente desea no es la riqueza, sino el poder y que para él la ínsula materializa el poder (cf. su Guía del lector del “Quijote”, pág. 107). Supuesto que, como ha quedado bien establecido, el afán de riqueza es un impulso básico en la vida de Sancho y que, según nos enteramos en la última parte de la novela y, en realidad, lo sabemos desde antes, también lo es la ambición política, el planteamiento correcto no es, como da a entender Madariaga, el de si lo que verdaderamente importa es la riqueza o el poder, sino si el móvil económico prima sobre el político o el político sobre el económico. Quizá Madariaga lo que quiere decir es esto último, pues es bien consciente de la importancia que la fascinación de la riqueza ejerce en la vida de Sancho. Merejkowski, por el contrario, quizás el crítico de la escuela filosófico-romántica que más atención ha dedicado al papel del móvil económico en la vida de Sancho, llegó a la conclusión de que en su ilusión por llegar ejercer el poder como gobernador pesaba más el interés económico, por las rentas anejas al cargo que él se imagina obtener, que la mera ambición política (véase nuestro estudio sobre el comentario de Merejkowski en El Catoblepas, nº 130, Diciembre de 2012).

Hay que reconocer que no es fácil tomar una decisión sobre este asunto. No obstante, nos inclinamos, con Merejkowski, a pensar que, de las dos alternativas en litigio, se ajusta mejor a lo hechos conocidos sobre la trayectoria de Sancho como escudero la que dice que en ésta domina el móvil del provecho económico, extensivo a su familia, sobre la ambición política. Y aunque, como veremos más adelante, favorece más nuestra causa en contra de la exégesis de la figura de Sancho como la encarnación del materialismo el sostener lo contrario, la primacía en él del móvil político, no podemos, sino admitir, que nos convence más la tesis contraria. ¿Por qué?

En primer lugar, porque durante la mayor parte de su itinerario como escudero ha sido el provecho propio lo que ha alimentado sus fantasías de enriquecimiento y que durante todo este tiempo, parafraseando a Madariaga, la ínsula se materializaba en forma de riqueza con todo lo que ello entraña de beneficio para su familia y de, como se decía en la época, de alzarse a mayores o medro social; y sólo al final de su itinerario, sobre todo a partir de la estancia en Barcelona, comienza a pasar a ser relevante la ambición de mando.

En segundo lugar, porque durante todo ese tiempo, como confiesa el propio Sancho, no fue la ambición política sino el provecho económico que le podía sacar a la posesión de una ínsula o señorío lo que le hacía olvidarse y sobrellevar las desventuras y padecimientos de su vida como escudero. No soñaba con la manera como desempeñaría el cargo de gobernador, sino con la posibilidad de enriquecerse y vivir a cuerpo de rey.

Y por último, porque del hecho de que el narrador nos diga que éste no ha perdido el deseo de mando, sino que se mantiene vivo en él después del fracaso de su gobierno, no se sigue que de aquí en adelante, prime el deseo de mando sobre el provecho económico; sólo se sigue que el deseo de mando es también un móvil de conducta importante, pero no que esté por encima del otro. De hecho, de las propias palabras del narrador se desprende que, en realidad, Sancho siempre tuvo ambición politica de mando, como así lo acredita toda su obsesión desde el principio por si iba a estar capacitado para el cargo de gobernador, lo que también a su señor don Quijote le inquietaba, y siempre estuvo claro que el móvil económico pesaba más sobre él que su ambición de mando. ¿Por qué iba a ser diferente a partir de su estancia en Barcelona, cuando renuncia a volver a ser gobernador para ser sólo conde? Pero esta renuncia sólo afecta al tipo de mando, no al peso mayor del apetito de riqueza. Lo único que cambia es que ahora no es la ínsula, sino un condado lo que materializa para él la promesa de riqueza.

Que siempre ha estado en él por delante el provecho propio, siendo para ello el deseo de mando un instrumento para lograrlo, es algo que parece ratificar el hecho de que, al final de su historia como escudero, cuando nada más llegar a su aldea se encuentra con su esposa y se ve obligado a rendirle cuentas, le dice que va a oír maravillas, pero las maravillas que le va a contar no son las peripecias que ha pasado con su señor, sino que lo que importa es que trae dineros y lo demás es irrelevante (cf. II, 73, 1096). Y a su esposa no le podía decir otra cosa, pues no le había hablado de otro asunto tanto en su conversación con ella antes de emprender su segunda salida con don Quijote como en las cartas que él enviaba desde el palacio de los Duques.

En la primera, habida poco antes de iniciar su segunda salida con don Quijote, le promete a su esposa, un vez sea gobernador, llevarse a su hijo para que aprenda de su padre el oficio de gobernar y convertir a su hija en condesa por matrimonio con un conde, lo que no es concebible sin las rentas que Sancho cree que son inherentes al cargo de gobernador. Por si esto no estuviera claro, más adelante, en una carta a su esposa remitida desde el palacio de los Duques, Sancho le confiesa, cuando apenas le faltan uno días para tomar posesión del gobierno de la ínsula, que va a ella con grandísimo deseo de hacer dineros y termina la carta prometiéndole que, sea como sea, ella ha de ser rica y de buena ventura (II, 36, 832. Así de codiciosamente piensa el verdadero Sancho cuando tiene oportunidad de expresarse libremente sin temor de ser escuchado.

Es cierto que, después de esa carta, Sancho tiene más cuidado en este asunto y repliega sus alas, pero es porque la Duquesa, enterada, tras haber leído la carta, de las verdaderas intenciones de Sancho en lo que concierne a su interés permanente por el gobierno, le acusa de mostrarse en ella muy codicioso, de que quiera el gobierno para enriquecerse y le advierte de que el gobernador codicioso no puede ser un buen gobernador, sino que hace la justicia desgobernada (II, 36, 835). Escaldado ante los reproches de la Duquesa, que, desde el principio, ejerce sobre él un poderoso influjo, a partir de entonces Sancho se mostrará más cauto cuando se hable del gobierno de la ínsula. Así, cuando más adelante, un día antes de tomar posesión del cargo de gobernador, el Duque, que también ha leído la carta y sabe muy bien de qué pie cojea Sancho, lanzándole un anzuelo a ver si pica, le dice que con las riquezas de las tierra adquiridas con el gobierno podrá granjearse las del cielo, Sancho, aprendida bien la lección de manos de la Duquesa, le contesta que él no pugna por ser gobernador de la ínsula por codicia de salir del estado social o estamento que le corresponde, sino por el deseo que tiene de probar a qué sabe el ser gobernador. Una respuesta que le brinda al Duque la posibilidad de atacarle por otro flanco, que es el de obligarle a reconocer su ambición de mando, aunque sólo tácitamente. En efecto, concedido por Sancho que sólo le mueve el deseo de probar a ver a qué sabe el ser gobernador, el Duque, buen conocedor de tal experiencia por su propio cargo, le anticipa que sabe muy bien y que se desvivirá por el gobierno una vez que lo pruebe, porque es dulcísima cosa mandar y ser obedecido, razones que suscitan la aprobación de Sancho, quien concede que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado. De esto a confesar su propio deseo de mando, aunque ya no será el de una ínsula sino de un condado, no hay más que un paso.

El miedo

La tercera pata sobre la que descansa el trípode de los impulsos básicos o pasiones que determinan y orientan las obras de Sancho es la del miedo, que muchas veces le hace aparecer ante el lector como un cobarde. Tanto don Quijote como el narrador le acusarán no pocas veces de miedoso o cobarde; el primero se burlará de él diciendo que teme más a un lagarto que a Dios (II, 29, 707). El miedo será, en manos del narrador, ante todo un recurso útil para provocar la risa del lector. En la primera parte, es quizás en la aventura de los batanes donde más sale a relucir esta faceta del comportamiento de Sancho, bien es cierto que no sale en ella mejor bien parado don Quijote, igualmente medroso, y que por ello le prohíbe a Sancho volver a hablar de esta desventura bajo amenaza de castigo si la infringe. Ya en Sierra Morena le asalta el miedo a Sancho: ante la sugerencia de su amo de que se separen para buscar al dueño desconocido (que resultará ser Cardenio) de la maleta recién encontrada, y tomen caminos distintos para dar con él, Sancho le pide a don Quijote que no se separen, porque en apartándose de él le entra el miedo (I, 23, 216).

En la segunda parte son numerosas las ocasiones en que Sancho se ve atenazado por el miedo: al ver las descomunales narices del escudero del Bosque, que le provocan espanto; cuando tiene ante sí al caballero del Bosque, cuya presencia le causa temor, en el duelo de don Quijote con él y de ahí que Sancho prefiera seguir su desarrollo desde lo alto de un alcornoque, para ver, como le espeta su amo, los toros sin peligro; en la aventura de la cueva de Montesinos, en la que teme que a su señor le suceda algo malo y se echa a llorar amargamente cuando precipitadamente cree que su amo se queda dentro de la cuerva sin poder salir de ella; en la aventura del retablo de Melisendra, en que a Sancho le entra pavor al ver a su amo con tan desatinada cólera que le lleva a destrozar las figurillas del retablo al imaginarse que la historia representada era real; en la aventura del barco encantado, en que, cuando la barca se aleja unas varas de la orilla del río, Sancho, asustado, llora amargamente, lo que don Quijote le recrimina: “¿De qué temes, cobarde criatura?”; en la aventura de la caza de montería, el escudero, nada más ver al jabalí que venía hacia el puesto donde estaban los Duques y don Quijote, pone los pies en polvorosa bajándose de su rucio y corriendo cuanto podía y eso que no corría peligro alguno, ya que se hallaba detrás de los Duques y de su amo y montado en el rucio; en el episodio del cortejo de encantadores, precedidos por una figura que representa al diablo, durante cuyo desfile un sinfín de instrumentos producen un sonido tan confuso y horrendo que Sancho se viene abajo y se asusta de tal manera que siente ganas de huir, pero, no pudiendo hacerlo, cae desmayado en las faldas de la Duquesa y tienen que echarle agua para que vuelva en sí (también don Quijote se ve muy afectado, pero logra mantener el tipo sin perder la compostura); después de la lectura de los Duques de la carta de Sancho a su mujer, al oír ahora el son de un pífaro y el de un ronco y destemplado tambor, vuelve, de nuevo, a sentir miedo, el cual le “llevó a su acostumbrado refugio, que era el lado o las faldas de la Duquesa” (II, 36, 833); en la aventura de Clavileño, cuando se le pide que suba al caballo volador, el miedo le turba tanto que el propio don Quijote comenta que “desde la memorable aventura de los batanes nunca ha visto a Sancho con tanto temor como ahora” (II, 41, 856), pero naturalmente omite decir, claro está, que él también se atemorizó entonces y que se sintió tan avergonzado de su comportamiento que le prohibió a Sancho hablar de ello; y para terminar, mencionemos el miedo (“me estoy muriendo de miedo”) e incluso angustia que pasa Sancho en la sima en que cae con su rucio, donde pasa toda una noche entre quejas y lamentos temiendo que haya llegado el fin de sus días.

Como bien se ve en esta enumeración, muy representativa, la mayor parte de las veces los miedos de Sancho son infundados y hasta pueriles. Y de ello saca gran partido el novelista, tanto cuando el miedo se apodera de Sancho en su participación en las aventuras de su amo como escudero como en sus propias peripecias escuderiles, en términos cómicos jugando con la desproporción entre los motivos ridículos de su temor y la intensidad y exagerada expresión de éste. Hay casos en que su miedo es fundado, como en la aventura de la sima, y, en tal caso, el autor también le extrae a ello todo su jugo cómico, pero lo hace ahora de otro modo: ahora el narrador juega con el contraste desproporcionado, no entre el objeto y el miedo provocado, sino entre éste, por fundado que sea, y las manifestaciones hiperbólicas a que da lugar en él, pues, como hemos dicho, no cesa en toda la noche, hasta que don Quijote lo socorre a la mañana siguiente, de quejarse, imaginándose aprensivamente que de improviso debajo de sus pies se ha de abrir otra sima más profunda que acabe de tragarlo y pensando en una muerte inminente.

Tales son los tres impulsos primarios o bajos instintos que desempeñan una función tan crucial en la vida de Sancho como escudero, que han llevado a muchos a ver en él un hombre instintivo o incluso la simbolización del “triunfo de los instintos y de la vida de los sentidos” (así Pfandl en su Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, pág. 313). Pero, sin duda, como adelantábamos más atrás, el más importante en su vida como escudero es su gusto por la riqueza y la buena vida que lleva aparejada, una vida de abundancia y de regalo, que él en contadas ocasiones tiene la oportunidad de disfrutar, como en la estancia en la casa de don Diego de Miranda, en las bodas de Camacho y luego de Basilio o en el palacio de los Duques, dejándole una huella imborrable, y luego de abandonar estos lugares, no deja de lamentarse y echar de menos la promesa de buena vida y abundancia que representaban. Uno de los lugares donde el narrador ha recogido mejor la alegría de Sancho ante las expectativas de buena vida, una vida regalada y ociosa, es cuando es recibido, junto con su señor, como huésped en el castillo ducal:

“Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho viéndose, a su parecer, en privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de llevar en su castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre aficionado a la buena vida, y así, tomaba la ocasión por la melena en esto de regalarse cada y cuando que se le ofrecía”. II, 30, 783

No es por ello extraño que el novelista, no sin una cierta carga de ironía, a renglón seguido de la cita precedente, nos notifique que a Sancho se le representaba el castillo como una casa de placer: “Cuenta, pues, la historia que, antes que a la casa de placer o castillo llegasen…” (II, 40, 784). Es el más importante el afán de riquezas en la creación del personaje porque sin ese impulso al que se tiende el anzuelo de la ínsula, con todo lo que supone de rentas, buena vida, cambio de status y de satisfacción de la ambición de mando, Sancho no se habría enrolado como escudero dejando a su familia y su hacienda; en cambio, sin la glotonería y el miedo, se podría haber echado a andar al personaje, aunque sin esos rasgos el autor habría dispuesto de menos medios para explotar su aspecto jocoso y cómico. Pero mientras éstos no son condición necesaria para poner en marcha a Sancho como escudero, sí lo es el atribuirle el apetito de riquezas con su cortejo de oportunidades de una vida mejor. La mera pobreza o necesidad tampoco habría sido bastante para sacar a Sancho de su aldea; es la pobreza junto con el acicate de la promesa de ser gobernador de una ínsula y la esperanza, como confiesa a su esposa cuando se despide de ella para emprender su segunda salida con su señor, de pensar en la posibilidad de hallar otros cien escudos, como los encontrados en Sierra Morena, lo que imprime la fuerza necesaria para que se lance detrás de su amo para seguirle en su proyecto caballeresco.

Está claro que Sancho no se contenta con la vida que lleva como campesino, en la que tiene que trabajar mucho simplemente para subsistir. En la mentada plática con su mujer Teresa Panza confiesa que, si pudiera subsistir y vivir bien sin esfuerzo y poco trabajo en su aldea, no se uniría a don Quijote, lo que sugiere que se imagina que, si sale con él como escudero, podría sin mucho esfuerzo y poco trabajo alcanzar una buena vida para él y su familia, aunque al precio de tener que separarse de su mujer e hijos:

“Y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto [sin esfuerzo] y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podía hacer a poca costa [con poco trabajo] y no más de quererlo [con sólo quererlo], claro está que mi alegría fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza de dejarte”. II, 5. 581

No obstante, debe tenerse bien presente que la ínsula como esperanza de enriquecimiento y de una vida mucho mejor y como incentivo del apetito de riquezas de un campesino pobre es sólo condición necesaria, no suficiente, para que Sancho acepte de buena gana sumarse como escudero al proyecto caballeresco de don Quijote. Uno puede tener un buen apetito de enriquecerse, incluso hasta el punto de ser, como hemos visto, pintado frecuentemente como codicioso, como es el caso de Sancho, y un fuerte deseo de salir de la pobreza, pero si la oferta prometida como recompensa no se percibe como algo racionalmente alcanzable, se quedará en su casa tomando la oferta como una quimera. Para que Sancho acepte la oferta, dado que en su caso se trata de una promesa utópica y absurda, hace falta que además de un pobre codicioso sea alguien, como lo describe el narrador, de muy poca sal en la mollera, esto es, alguien de muy poco juicio; sólo alguien así podría picar el anzuelo que supone el reclamo de la ínsula prometida. Ahora sí tenemos a Sancho en marcha y dispuesto a seguir a don Quijote en su descabellado proyecto caballeresco que impulsará a ambos a participar en aventuras no menos desatinadas.

2. Crítica de la interpretación de Sancho como encarnación del realismo práctico o del materialismo

Hasta aquí hemos mostrado hasta qué punto el comportamiento de Sancho como escudero depende estrechamente de los tres impulsos primarios examinados, una pintura en la que nos hemos extendido porque normalmente los críticos filosófico-románticos del Quijote dan tan por sentado que el escudero se caracteriza fundamentalmente por ser un interesado volcado en la búsqueda de su propio provecho que, salvo contadas excepciones, como las de Merejkowski y sobre todo Madariaga, creen innecesario profundizar en el retrato de Sancho como tal y de ahí que hayamos estimado necesario extendernos en el análisis de su carácter para poder apreciar mejor el argumento filosófico-romántico en pro del realismo o materialismo moral de Sancho. Si es verdad que Sancho es realmente tan celoso de su interés, cuyo radio de acción afecta también a su familia como beneficiara de los réditos logrados impulsado por la búsqueda de su provecho, un interés hacia el que convergen sus ganas de enriquecerse, su afición desmedida a la buena mesa y el miedo, parece lo más natural convenir con los exegetas filosófico-románticos en que Sancho se nos presenta como la perfecta encarnación del realismo o materialismo groseros o vulgares.

La compleja personalidad de Sancho

La primera crítica que vamos a formular contra semejante alegorismo filosófico es que la personalidad de Sancho no es tan simple, sino tan compleja y variada que no encaja fácilmente en tal lecho de Procusto del realismo o materialismo vulgar. En las obras alegóricas los personajes están dotados de unas cualidades y se comportan de un modo en completa semejanza con aquello que alegorizan, lo que los convierte en seres un tanto monolíticos. Sin embargo, en el caso de Sancho, como vamos a ver, no hay ninguno de los rasgos de su carácter que parecen hacer de él un materialista interesado que los hechos no desmientan, de forma que sus cualidades y acciones no encajan bien con esta imagen suya de alguien movido exclusivamente por los bajos instintos o deseos primarios.

Empecemos por el rasgo en que más se insiste a la hora de presentarnos a Sancho como símbolo del realismo o materialismo centrados en el propio interés: su deseo de enriquecerse o codicia. Si fuera el emblema de un materialismo tan innoble no se entiende muy bien por qué no se comporta conforme a este simbolismo, cuando tiene una ocasión de aumentar considerablemente su fortuna. Tal es el caso del rechazo de Sancho de la tentadora oferta de dinero que le hace su paisano, el morisco Ricote, si le ayuda a sacar el tesoro que dejó enterrado antes de salir desterrado de España. No deja de ser curioso que ningún crítico filosófico-romántico (ni que recordemos de ninguna otra escuela hermenéutica) haya prestado atención a este hecho tan notable, quizá porque les cegaba la imagen, tan extendida, del escudero como un hombre de bajos impulsos y ajeno a los altos ideales. El mismo Sancho que, en confesión a su mujer, admite que es suficiente estímulo para él la esperanza de hallar otros cien escudos de oro (el narrador no es consistente, unas veces dice que son escudos, así en la escena de Sierra Morena donde los encuentran, y otras veces, por boca de Sancho, de ducados, como en la escena ya citada en que éste habla de su anhelo y fascinación por el dinero al escudero del Bosque), como los que había hallado en la maleta de Sierra Morena, ahora resulta que Sancho rechaza la suma de doscientos escudos de oro que le ofrece Ricote si le ayuda en su búsqueda e incluso sigue rechazándola cuando, en vista de la negativa de Sancho, le tienta prometiéndole: “Te daré con que vivas”, se entiende que confortablemente el resto de sus días, pero aun así el escudero rehúsa la tentadora oferta. La rehúsa incluso aunque le diese al contado cuatrocientos escudos alegando que él no es codicioso, que, en caso de serlo, no habría dejado un cargo, el de gobernador, que le habría permitido enriquecerse (“Un oficio dejé yo esta mañana de las manos donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata”), y que además ayudarle en ello sería un acto de traición contra su rey (cf. II, 54, 965). Sancho sacrifica su interés en nombre de la lealtad al rey, lo que cuestiona que Sancho carezca de ideales y valores que no estén por encima de sus bajos impulsos.

Igualmente tampoco Sancho es sistemáticamente miedoso o cobarde. No pretendemos ir tan lejos como quienes niegan la cobardía de Sancho. Tal es el caso de Madariaga, quien para defender tan estrambótica posición se ve obligado a no contar las múltiples ocasiones en que Sancho se comporta miedosa y cobardemente ante peligros insignificantes, infantiles y e incluso imaginarios (cf. op. cit., págs. 96-103). De esa forma es fácil pintar un Sancho no cobarde, pero al precio de pasar por alto los hechos incuestionables que encontramos en el material literario y que hemos enumerado más arriba.

Lo que sí es cierto es que no es permanentemente miedoso y cobarde, sino que en su vida como escudero se alternan momentos de cobardía con momentos de arrojo. Sancho no está dispuesto a pelearse por gusto o por motivos nimios. Así cuando el escudero del Bosque le propone pelearse sin más motivo que el hecho de que sus respectivos señores van a combatir en duelo, Sancho se niega en redondo alegando que es absurdo pelear en frío sin motivo alguno y menos con alguien con quien acaba de darse un banquete, en que la comida y la bebida las ha puesto su cofrade.

Él se considera pacífico, pero si las circunstancias le presentan buenas razones o causas para la lucha, no la rehúye, sino que se mostrará dispuesto a luchar. Él no es como su amo, que por vocación de caballero andante está comprometido con el uso de la fuerza para instaurar la justicia y que, aunque no le hayan ofendido personalmente ni su vida esté en juego, está dispuesto siempre a luchar por las ofensas e injusticias cometidas contra terceros. Sancho, en cambio, sólo se lanzará a la lucha, al menos de entrada, cuando en ella esté en juego algo suyo de valor, esto es, cuando su vida o su integridad física, sus bienes o su honor se hallen amenazados. No está dispuesto a correr riesgos por otros, salvo su familia y, como veremos, también por su señor, pero tiene amor propio, el suficiente como para comportarse valerosamente en las situaciones en que algo importante le va en ello.

Hay una situación en que la vida de Sancho o su integridad física es puesta en peligro y en tal caso no rehúsa la pelea: se trata de la pendencia habida con su señor, en la que, cuando éste, desesperado por la poca prisa que se da su escudero en azotarse para desencantar a Dulcinea, decide propinarle él mismo a la fuerza los azotes, inmediatamente se abalanza Sancho contra su amo, al que derriba e inmoviliza, y le fuerza a prometer que no volverá a tratar de azotarlo (II, 60, 1005-6). En otra situación Sancho muestra su disposición a defenderse si se le ataca, lo cual es suficiente para que su rival se detenga y no tenga lugar la riña. Esto sucede cuando el escudero del Bosque, figurándose quizás que Sancho es un cobarde por haberse negado antes a pelearse con él, persiste en su empeño de inducirlo, como sea, a pelear y, para conseguirlo, le dice que tiene un remedio para que la riña no sea en frío y es que él puede despertar la cólera de Sancho dándole unas bofetadas; pero para éste esto supone una provocación tal que le lleva a darle una respuesta firme y contundente: si su cofrade escudero intenta hacer eso, antes de que le despierte la cólera él se adelantará y le dará un garrotazo tal que lo enviará al otro mundo. Ante tan enérgica reacción, el escudero del Bosque decide olvidarse del asunto.

En dos escenas asistimos a la defensa de Sancho en unas circunstancias en que él se considera ofendido o agraviado en su honor. En la primera de ellas, llega a las manos con un cabrero en Sierra Morena por considerarse ofendido por no haberles informado éste de la propensión a la violencia de Cardenio en sus momentos de locura y así estar prevenidos en el caso de que se comporte violentamente, como lo hace con don Quijote y con él, lo que es el detonante que provoca la cólera de Sancho que desemboca en su pendencia con el cabrero (I, 24, 230). En realidad, se equivoca al acusar así al cabrero, como admite don Quijote, pero ello no invalida el hecho de que, ante una ofensa que él considera grave, pues ha terminado con su amo por los suelos y él pateado por Cardenio, Sancho no permanece de brazos cruzados, sino que recurre a la fuerza para repararla.

En la otra escena, no llega a usar la fuerza, aun cuando estaría dispuesto a emplearla si fuera menester, porque su firme, resuelta y malhumorada reacción, en su réplica a su interlocutor, disuade a éste de seguir por el camino de la provocación. En este caso, Sancho se siente agraviado en su honor cuando el escudero del Bosque se refiere a la hija de Sancho en términos tan aparentemente groseros que podrían tomarse como un insulto, pero la inmediata respuesta de Sancho afeándole sus palabras obligan a su interlocutor a tener que explicarse alegando que las palabras aparentemente ofensivas, las usa, no en un sentido peyorativo, para vituperar a su hija, sino en un sentido positivo, en tono de alabanza, lo que ilustra con ejemplos usuales en la época en que las palabras con que se refirió a Sanchica expresaban una alabanza (II, 14, 639-640). Sancho admite la explicación y el asunto queda zanjado sin necesidad de llegar a las manos.

También Sancho se considera con derecho a recurrir a la fuerza en defensa de lo suyo. Otra cosa es que, en el caso que vamos a ver, tome erróneamente por propiedad suya lo que, en realidad, es de otro. Se trata del lance en que ante el intento por parte del barbero del episodio del yelmo de Mambrino de arrebatar por la fuerza la albarda a Sancho, al que llama ladrón y salteador de caminos, éste, creyendo que es suya, se niega a dársela y se enzarza en una pelea con el barbero, cuando éste trata violentamente de recuperar lo que, en realidad, es suyo, pero Sancho, que se cree a pies juntillas la doctrina que su amo le ha inculcado sobre el derecho legítimo de apropiación de los despojos del caballero vencido en guerra lícita (y don Quijote había tomado al barbero por el caballero del yelmo de Mambrino), se defiende de la acusación del barbero argumentando que su señor ganó en buena guerra estos despojos. Con tal bravura se defiende y ofende Sancho en este lance, que el mismo don Quijote que en otros momentos tacha a su escudero de cobarde, ahora, contento por su valeroso comportamiento, llega a verlo como un buen candidato para ser armado caballero: “Y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armarle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería” (I, 44, 463-4).

Finalmente, hay una situación en que Sancho interviene usando la fuerza para defender a su señor en un momento en que éste es atacado y golpeado furiosa e injustamente. Se trata del lance en que Cardenio, enfadado por una disputa con don Quijote sobre un episodio del Amadís de Gaula, sufre un acceso de locura y la emprende contra don Quijote golpeándolo con tal fuerza con un guijarro en el pecho, que lo derriba cayendo de espaldas. Es entonces, al ver así tan injusta y violentamente maltratado a su amo, cuando Sancho, encolerizado, entra en la liza y arremete contra el loco Cardenio, pero con tan mala fortuna que éste con una puñada lo tira al suelo y luego se sube a él para patearlo.

La moraleja de todos estos casos no es sólo que nos muestran a un Sancho cuya actitud y comportamiento no encajan con la descripción de él como un miedica, apocado y cobarde, sino que además revelan que él está dispuesto a movilizarse por motivos más elevados que su propio provecho, encarnado en su apetito de riquezas y en afición desmedida a la buena mesa y al vino. El último caso es especialmente relevante, porque ahí vemos al escudero en acción no para ayudarse a sí mismo, que también es legítimo cuando ello es menester, sino para ayudar a otros, en este caso a su señor cuando lo ve tan injusta y gravemente maltratado. Pero los otros casos tampoco dejan de ser relevantes, porque, aun cuando Sancho actúa en defensa de su vida, de lo que cree su propiedad y de su honor, está obrando por algo que va más allá de las exigencias materiales de sus impulsos más bajos, a las que trasciende; está obrando, en suma, por unos ideales, que no dejan de serlo por el hecho de que veamos al escudero defendiendo su propia vida, su honor o el de su hija y su propiedad, causas por las que Sancho sabe que es legítimo usar la fuerza. Y además él ha oído a su señor hablar de la legitimidad de los varones prudentes para usar las armas en la defensa de su vida, de su honor y hacienda, en el famoso discurso sobre las causas de la legítima obligación de recurrir a las armas (II, 27, 764), con el que Sancho está totalmente de acuerdo, pues, nada más terminar de escucharlo, encomia a su amo como teólogo.

Sancho no es la ridiculización del ideal o su negación

Las reflexiones precedentes nos llevan a la segunda crítica contra la visión de Sancho como la encarnación del realismo moral o el materialismo groseros: se trata de que Sancho no es la ridiculización o negación del ideal, como tantos intérpretes de la tendencia filosófico-romántica han sostenido. ¿Se puede decir que es la ridiculización o negación del ideal, como han afirmado, por ejemplo, Revilla o Pfandl, quien sacrifica su afán de enriquecerse por fidelidad al rey, como hemos visto que hace Sancho al rechazar la tentadora oferta económica de Ricote, o quien sale en defensa de su amo arriesgando su vida o su integridad por él (ello le cuesta un fuerte golpe y ser pateado) o quien es capaz de actuar en defensa de su vida, de su honor o el de su hija o de su propiedad o de lo que tiene por tal? Es obvio que no. Pero por si esto fuera poco, Sancho comparte con su amo su ideal caballeresco (otra cosa es que se trate de un ideal absurdo y fantástico) y además tiene su propio ideal escuderil (no menos absurdo y fantástico), encarnado en la aspiración a ser gobernador o, en su caso, conde, que es inseparable del primero: si no se materializa el ideal caballeresco quijotesco en proezas, no se materializará el ideal escuderil de Sancho en la recompensa de una ínsula o condado que gobernar.

Que Sancho se identifica completamente con el ideal caballeresco de su amo es evidente y es bastante improbable que, de no ser así, hubiera aceptado convertirse en su escudero. Sancho cree, como su amo, en la realidad histórica de los libros de caballerías, en que su amo es realmente un caballero andante que tiene como misión histórica resucitar la caballería andante siguiendo el ejemplo de los héroes andantescos, de los Amadises y Palmerines, que él mismo es un escudero similar a los escuderos de los libros de caballerías y que tanto a él como a su amo les están sucediendo el mismo género de sucesos y aventuras que los relatados en las escrituras andantescas. Tan convencido está de que su señor es un caballero andante y hasta un héroe caballeresco que lo alaba como tal y como hacedor de hazañas, tanto en la primera parte como en la segunda. Al final de la primera lo pone así por las nubes:

“¡Oh flor de la caballería…!¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará lleno de malhechores sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, acometedor de buenos, azote de malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!”. I, 52, 526

Al final de la segunda el encendido elogio del escudero revela que su fe en la categoría heroica de su amo no ha disminuido, se mantiene incólume:

“Y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas [referencia a Altisidora y su presunta muerte por amor no correspondido a don Quijote], el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo”. II, 72, 1090

Las alabanzas precedentes muestran la alta estima en que Sancho tiene el ideal caballeresco, puesto que ensalza a su amo en la medida en que lo percibe como ejecutor de hazañas heroicas en nombre de ese ideal. Y él mismo, en su calidad de escudero, como auxiliar de su señor, además de estar comprometido con el proyecto caballeresco de éste, con su cortejo de valores caballerescos, es partícipe de sus empresas, lo que le convierte en alguien que procura contribuir con su amo a la realización del ideal caballeresco en el mundo. El propio Sancho nos manifiesta que es así y que, por tanto, se identifica plenamente con el ideal, proyecto y empresas de su señor, cuando, en su coloquio con el bachiller Sansón Carrasco al comienzo de la segunda parte, muy animado tras enterarse por éste de que él es un personaje importante en la primera parte publicada de la historia de don Quijote, no habla de sí mismo como un mero partícipe o colaborador secundario de su señor, sino que, identificándose completamente con el proyecto de éste, se incluye a sí mismo con él en el plural común del “nosotros” – “yo y mi señor”- para describir su total implicación en las empresas de su amo en pro del ideal, como si fuese con él en pie de igualdad:

“Lo que yo sé decir es que, si mi señor tomase mi consejo, ya habríamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando entuertos, como es uso y costumbre de los buenos caballeros andantes”. II, 4, 577

He aquí a Sancho contemplándose a sí mismo como deshacedor de agravios y enderezador de entuertos, esto es, asumiendo el idealismo caballeresco de don Quijote en igualdad con él. Es evidente que no hay tal paridad entre ellos, pues él sólo es su escudero, pero lo relevante es lo que nos revela del pensamiento de Sancho y es que él se ve a sí mismo como involucrado en el proyecto caballeresco y empresas de su señor y, por tanto, como un realizador del ideal caballeresco, y que ello sea o no en paridad con su amo es lo de menos. Hasta su propia mujer percibe a su marido de ese modo, cuando, nada más enterarse por boca de éste de su intención de volver a servir a su amo y emprender una nueva salida a buscar las aventuras, ella le replica describiendo así el papel de Sancho como escudero: “Os hicisteis miembro de caballero andante” (II, 5, 582), con lo que quiere decir que se ha hecho parte inseparable de don Quijote como caballero andante, lo que ella considera la causa de que además haya cambiado su estilo o modo de hablar, por imitación del de don Quijote. Sancho, ilusionado e impaciente ante la inminente nueva salida con su señor, responde a su mujer pidiéndole que se esmere en el cuidado del rucio para que esté listo para salir en el plazo de tres días, pero lo más importante es que aprovecha la ocasión para confirmar nuevamente, como antes lo había hecho ante Sansón Carrasco, su identificación sin reservas con el ideal, proyecto y empresas caballerescos de su señor y lo hace otra vez incluyéndose en el plural común del “nosotros” o del “yo y mi señor”:

“No vamos a bodas, sino a rodear el mundo y a tener dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de cantueso, si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros encantados”. Ibid.

El pasaje es revelador además, amén de por lo antedicho y por poner de manifiesto la creencia de Sancho en la verdad histórica de los libros de caballerías, por descubrirnos su creencia en que lo relatado en éstos no es algo del pasado, sino algo que se actualiza en el presente y que les está sucediendo a su señor don Quijote y a él. Más atrás vimos que Sancho se cree a pies juntillas las presuntas hazañas de su amo; pero además se cree que los elementos fantásticos de los libros de caballerías (gigantes, animales monstruosos como endriagos y vestiglos) y maravillosos o cuasi sobrenaturales (como los encantamientos) forman parte del mobiliario del mundo real con el que él y su amo habrán de contender. Al final de la segunda parte, se incluirá lo sobrenatural o milagroso como parte del mundo real de la pareja inmortal, cuando lo mismo el amo que el escudero se traguen la burla de la resurrección de Altisidora.

Es cierto que en algunos momentos la fe de Sancho en el ideal y proyecto caballerescos de su amo parece resquebrajarse y con ella su identificación con todo ello. Pero son muy contadas ocasiones en las que esto sucede. En la primera de ellas, a la vista del dislate de don Quijote de tomar por yelmo de Mambrino lo que no es más que una bacía de barbero, a Sancho le asalta la duda sobre la realidad de las caballerías y en particular sobre don Quijote como caballero andante y sus logros como tal:

“Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio?”. I, 25, 236-7.

Más adelante, alertado al oír al cura censurar al ventero por tomar los libros de caballerías como veraces relatos históricos, surge otra ocasión en que Sancho se plantea la duda de que las que él mismo llamó escrituras andantescas no sean otra cosa que falsedades y de que realmente no haya en el presente caballeros andantes y decide ser cauteloso sobre ello:

“A la mitad de esta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y pensativo de lo que había oído decir que ahora no se usaban caballeros andantes y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras, y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejarle y volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo”. I, 32, 325-6

Pero a Sancho le duran las dudas y su determinación de estar vigilante lo que a su amo el impacto o huella de sus desventuras. Muy poco, por no decir nada. De hecho poco después de la precedente reflexión dubitativa de Sancho lo primero que le acaece sorprendentemente es que sale de su camaranchón en la venta alborotado y preso de un delirio idealizador y falseador similar al padecido por su señor para anunciar a voces a los circunstantes que su amo acaba de descabezar un gigante de una cuchillada y que él mismo ha visto correr la sangre del gigante, lo que invalida sus dudas y decisión de ser cauteloso en cuanto a las pretensiones y realizaciones caballerescas de su señor.

La tónica general será que, lejos de seguir su propio consejo de vigilar cuidadosamente si las ideas, proyectos y empresas caballerescos de su amo encajan o no con la realidad o son puras fantasías de éste y si sus logros son reales o meras quimeras, abrazará con pocas fisuras la fe de su señor en su ideal, sus proyectos y sus realizaciones. Sufrirá alguna que otra crisis de fe con la desilusión consiguiente a causa de las penalidades y desventuras padecidas, pero el mayor efecto de tal crisis de fe y de la desilusión correspondiente no irá más allá de cuestionarse la aptitud de don Quijote para emprender exitosamente sus empresas caballerescas y, por tanto, a plantearse dejarlo y volverse a su casa, pero no a poner en cuestión la verdad de los libros de caballerías, ni la viabilidad del ideal caballeresco realizado en la sociedad actual por medio de la reinstauración de la caballería andante.

En efecto, tal es lo que sucede en la que quizás es la mayor crisis de fe de Sancho y también la última en toda la novela, descrita en la segunda parte de ésta inmediatamente antes del encuentro con los Duques, una crisis desencadenada por las penalidades encadenadas sobrevenidas a ambos en las aventuras del retablo de Melisendra, del rebuzno y del barco encantado. Sancho, harto de la mala vida andante con su amo que incluso les ha deparado un notable quebranto económico por causa de las malas actuaciones de don Quijote en la primera y tercera aventura mentadas (tienen que indemnizar a Ginés de Pasamonte por los destrozos de las figuras del retablo y a los pescadores y molineros por los causados a la barca) y preso de la melancolía no puede más. La pérdida del caudal de dinero, y pocas cosas le duelen tanto como perder dinero a Sancho, “a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que de él se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos” (II, 30, 778), es el detonante final que le incita a plantearse en serio abandonar a su señor, en grado tal como nunca antes lo había hecho, sin avisarle siquiera, porque considera que al menos la mayoría de sus acciones son disparates, esto es, producto de la locura:

“Moguer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más, eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa; pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía”. Ibid.

Pero una vez más el escudero, a pesar de su conciencia de que gran parte de las acciones de don Quijote son disparatadas, ni, por supuesto, lo dejará solo regresando a su aldea ni, extrañamente, renunciará a su creencia en don Quijote como caballero andante, ni en su rango heroico ni en su capacidad para cumplir con la promesa de la ínsula o del condado. Basta con que la fortuna les lleve a encontrarse con los Duques con la garantía de buena ventura que ello supone, de la que forma parte algo para lo que Sancho es tan sensible como la buena vida, regalada y ociosa, acompañada de buena mesa y bebida, para que se olvide de sus dudas y crisis de fe y se reafirme en ésta y, por tanto, en el proyecto caballeresco compartido con su señor.

La pregunta crucial es por qué Sancho, sabiendo que su amo es, como él mismo confiesa en su plática con la Duquesa, un “loco rematado” y un “mentecato”, sigue, no obstante, los pasos de don Quijote. Es la Duquesa quien percibe mejor que nadie la aparente contradicción en la que Sancho parece hallarse atrapado y la que precisamente le formula la cuestión crucial en los términos más claros poniéndole contra las cuerdas:

“Pues don Quijote es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo”. II, 33, 807

Un planteamiento así junto con el respeto reverencial que Sancho profesa a la Duquesa no le dejan otra escapatoria que confesarle sus verdaderos móviles para seguir a su señor, a pesar de admitir estar al corriente de la locura de don Quijote:

“Por Dios, señora… que dice verdad, que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte y ésta mi malandanza: no puedo más, seguirle tengo; somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón [la muerte]. II, 33, 808

En la primera frase de su respuesta Sancho concede a la Duquesa que su comportamiento de seguir como escudero a su amo es algo irracional habida cuenta de la locura de éste. Pero debe advertirse que cuando él lo tilda de loco sólo quiere decir que su señor es un caballero andante loco, esto es, al calificarle así, no invalida el hecho de que sea un caballero andante, aunque es poco probable que un caballero andante loco pueda cumplir con sus promesas, como la de la ínsula, ni mucho menos se plantea siquiera que los libros de caballerías puedan ser una sarta de mentiras o falsedades. Admitido el fallo de su conducta en términos de racionalidad, se halla urgido a declarar las verdaderas razones que le mueven a salir con su amo para servirle, que se pueden resumir en dos: el sincero afecto o amor que le tiene y, sobre todo, la fidelidad a él. Así que, según el propio Sancho, la explicación de que siga a don Quijote, no obstante su insania, es una mezcla de falta de discreción o de sentido común por su parte y de amor y fidelidad a su señor. La importancia del amor y fidelidad como resortes fundamentales de las acciones de Sancho ponen de nuevo de relieve, como otros resortes de su conducta ya mentados más arriba, que la vida de Sancho como escudero no responde sólo a los impulsos más bajos, sino que también se mueve por valores que trascienden a éstos y aun inducen a frenarlos.

En cuanto a la segunda parte de la dificultad planteada por la Duquesa, atenerse a las promesas de un loco, tal como la de ser gobernador, Sancho pretende salir airoso apelando a la resignación cristiana, que le lleva a saber conformarse con lo que se es, un simple escudero, y a pensar que para la salvación de su alma es más ventajoso serlo que ser un gobernador:

“Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, menos me hizo Dios [abreviación del refrán: “De menos nos hizo Dios, que nos hizo de la nada”], y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia,…, y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al cielo que no Sancho gobernador”. Ibid.

La trayectoria posterior de Sancho, tras su deliciosa plática con la Duquesa, desmiente, sin embargo, partes importantes de su justificación de por qué sirve y sigue a don Quijote, a pesar de su locura. No invalida la fidelidad a su amo, que se confirma o ratifica, ni su amor a él, del que el propio don Quijote parece ser consciente y al que corresponde al dirigirse a su escudero llamándole muchas veces Sancho amigo. En cambio, la falta de discreción o de sentido común o, como tantas veces la denoniman tanto el narrador como los personajes discretos y de buen sentido de la novela (el cura, el barbero, el canónigo, el bachiller Sansón Carrasco, etc.), la simplicidad del escudero se confirma ser mayor de lo que él sugiere: mientras en el coloquio con la Duquesa Sancho acota su falta de discreción reduciéndola sólo a seguir a don Quijote como señor suyo, a pesar de que sabe que es un loco rematado, que, aunque sea caballero andante, no está en condiciones de realizar acciones heroicas y de cumplir sus promesas, después del coloquio, como si no valiese nada lo dicho a la Duquesa, su nivel de falta de sentido común o de simplicidad se amplía o simplemente se revela ser el de siempre: Sancho no pondrá en duda la capacidad de don Quijote de realizar acciones heroicas ni de cumplir con sus promesas, por lo que continuará confiando esperanzadamente en que un día se cumplirán las promesas de su señor.

En efecto, su pensamiento y comportamiento posteriores a la conversación con la Duquesa también invalidan la confesión de Sancho de que, en el fondo, no le importa que su señor no pueda concederle un gobierno y que está dispuesto a aceptarlo por resignación cristiana, sino que mantendrá hasta el final de su peregrinación con su señor la esperanza de llegar a ser gobernador o, de no ser así, conde gracias a él, y para el caso da igual que la promesa de gobierno o de condado sea para él ante todo una fuente de enriquecimiento o la satisfacción de su ambición de poder o ambas cosas a la vez. Se puede pensar que quizás Sancho no fue sincero con la Duquesa y que la presión que ella ejerce sobre él, debido al respecto reverencial que siente ante ella, junto con su deseo de contentarla, le impulsan a mentirle o que quizás él sea contradictorio en este punto (o ¿puede ser una inconsistencia del narrador), pero lo cierto es que la descreencia, duda o negación del poder de heroicidad de don Quijote y de su capacidad de cumplir con sus promesas de recompensarle le dura tanto a Sancho como el tiempo que le ha llevado confesarse ante la Duquesa. Y ya no volverá a sufrir ninguna otra crisis de fe en su señor de tal magnitud.

Así que Sancho, a pesar de sus crisis de fe, se identifica con el ideal, proyecto y empresas caballerescos de su amo y, por tanto, no se puede decir que sea la encarnación del realismo moral grosero o del materialismo, o la ridiculización o negación del ideal; y además esa identificación despierta en él el despliegue de unos altos valores que le elevan por encima de las exigencias de sus impulsos más bajos, como la fidelidad y el amor. Un amor que vemos traducirse en obras de generosidad con su señor: ya hemos visto más atrás cómo sale en defensa de él, corriendo el riesgo de ser golpeado, cuando es agredido por Cardenio. Pero no es la única ocasión en que interviene en su ayuda o intenta hacerlo. En la pendencia con el cabrero Eugenio, una de las escenas más crueles y de humor más negro de la novela, Sancho es el único que, apiadado del sufrimiento de su señor, procura socorrerlo, mientras el canónigo, el cura, los cuadrilleros y demás circunstantes se desternillan de risa contemplando a don Quijote recibiendo una lluvia de mojicones y su rostro bañado en sangre, pero no puede hacer nada, porque para mayor diversión de los presentes, un criado del canónigo lo tiene agarrado para estorbarle que ayude a su amo.

Y en la aventura de los disciplinantes nadie de la comitiva que acompaña a don Quijote enjaulado a su casa, no obstante formar parte de ella personajes ilustres y notables, sale en socorro de don Quijote, salvo Sancho, cuando éste cae al suelo molido a golpes por uno de los disciplinantes: “Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida” (I, 52, 525).

Es más, su compromiso con las empresas de su señor en nombre del ideal caballeresco tiene la virtud de inducir a Sancho a refrenar sus impulsos más básicos, pues seguirlo en pos de aventuras peregrinando por bosques y despoblados entraña una vida ascética que don Quijote abraza con gusto pero que a Sancho obliga a lidiar con sus tendencias primarias poniéndolas a raya. Viajar con su señor a la búsqueda de aventuras guiadas por el ideal caballeresco significará para Sancho ante todo renunciar no ya a su afición a la buena comida y bebida, sino incluso a comer siquiera dignamente. El propio Sancho se queja amargamente, al comienzo de su segunda salida con su amo, de que su dieta alimenticia se compone de queso muy duro, algarrobas, avellanas y nueces, para ajustarse a lo que su amo tiene por norma caballeresca al respecto, una norma que ordena, según la opinión de don Quijote, que “los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo” (II, 13, 643). Más adelante, al mal comer y, para alguien al que al parecer no le suele faltar el vino en la mesa, mal beber en su servicio como escudero añade Sancho el dormir sobre la tierra a cielo abierto. Así nos lo describe:

“Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira [banquete] que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí en casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos”. II, 28, 769

Ya en la primera parte había resumido su pensamiento sobre las duras condiciones de vida de su trabajo como escudero en su primera salida con don Quijtote al referirse a ello con estas amargas palabras: “Toda la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor” (I, 23, 215-6). No es de extrañar que Sancho compare sus condiciones de vida laboral como escudero con las que tenía como jornalero agrícola y que piense que éstas últimas eran mucho más benignas, pues, a diferencia de lo que le sucede en su servicio a don Quijote, tenía un salario fijo y seguro (frente a las ganancias inciertas con su amo) y garantizadas comida caliente y cama:

“Cuando yo servía a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos escudos ganaba cada mes, amén de la comida. Con vuestra merced no sé lo que puedo ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero andante que el que sirve a un labrador, que, en resolución, los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido después que ha que sirvo a vuestra merced”. II, 28, 769

Un último hecho que no sólo impugna la idea de Sancho como ridiculización o negación del ideal, sino como alguien portador de sus propios ideales, bien es cierto que inspirados por las enseñanzas de don Quijote, está representado por su comportamiento como gobernador de Barataria. Sancho ejerce su gobierno no como un tecnócrata del poder político, como si se tratase de un asunto puramente técnico para mantenerse en el cargo, sino que lo desempeña, imbuido por unos ideales morales y políticos, que hacen de él un gobernante justo y benefactor, preocupado por la prosperidad de sus súbditos. Que su gobierno sea una burla que le gastan los Duques no invalida el hecho de que Sancho gobierna conforme a un ideario moral y político. Él, que ignora el carácter burlesco de su gobierno y que nunca sabrá la verdad sobre ello, actúa en serio como un gobernante justo y benefactor causando el asombro entre los propios burladores.

En conclusión, no se puede afirmar seriamente que el hombre que se implica con su amo en la realización del ideal caballeresco siguiéndole en sus aventuras; que da muestras de generosidad con su amo hasta usar la fuerza en alguna ocasión en su defensa y al que profesa afecto y fidelidad; que no tiene inconveniente en usar la fuerza en defensa propia, de su honor o el de su hija, y de lo que él cree su propiedad; que está dispuesto a seguir a su señor sacrificando sus impulsos llevando una vida ascética, bastante contraria a algunos de sus impulsos más básicos; y que cuando le toca ejercer de gobernador lo hace inspirado por un noble ideario moral y político que tiene como mira principal el bien común de sus súbditos, sea un realista o materialista apegado a sus bajos instintos o alguien en quien se ridiculiza el ideal o que constituye su negación. Por el contrario, Sancho es tan idealista como su amo, sólo que a él le toca serlo como escudero, bien es cierto que el componente caballeresco de su idealismo es tan fantástico y utópico como el de su amo; y su tendencia a la codicia, a la glotonería y a ser presa del miedo no es algo incompatible con su implicación en la realización del ideal. Al retratarlo así, no pretendemos hacer de Sancho, a la manera de Unamuno, un dechado de generosidad y desinterés; sólo pretendemos mostrar la falsedad en que incurren quienes lo retratan como orientado siempre por un materialismo grosero que le impulsa únicamente a buscar su propio provecho, pues da muestras, como hemos visto, de preocuparse por el interés de los demás y de generosidad con su amo, y no haría nada por su propio interés que fuese en perjuicio del interés de terceros. Sancho no es, desde luego, tan desinteresado como lo pinta Unamuno, que llega a decir de él que es el más desinteresado de los hombres, pero tampoco es el realista aprovechado que nos pintan los que quieren ver en él el emblema del materialismo más bajo.

El Catoblepas
© 2017 nodulo.org