El Catoblepas · número 179 · primavera 2017 · página 4
La epistemología del Quijote
José Antonio López Calle
Preliminares sobre la filosofía del Quijote. Las interpretaciones filosóficas del Quijote (54)
Arruinada toda suerte de exégesis alegóricas de orden filosófico o metafísico, queda por plantearse si hay alguna suerte de filosofía en el Quijote. La respuesta es que sí. Ahora bien, esa filosofía, no hay que buscarla, claro está, en un simbolismo de los personajes principales y de sus aventuras, sino en los pronunciamientos, reflexiones y diálogos de los personajes, tanto principales como secundarios, y en las narraciones, descripciones, reflexiones y consideraciones del narrador. Como ya adelantamos en el preámbulo al estudio sobre las interpretaciones filosóficas del Quijote, en éste hay filosofía, pero la filosofía que hay no es una filosofía alegóricamente desplegada, sino literalmente formulada. Y no es de extrañar que en el gran libro haya filosofía, pues, amén de que el género novelístico es terreno propicio para entregarse a consideraciones filosóficas, el propio Cervantes, según proclama el narrador, se veía a sí mismo como alguien dotado de la “habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo” (II, 44, 878), aunque es consciente de que no ha de darles rienda suelta, sino sujetarlos a los estrechos límites de la narración.
Lo que diferencia a una exégesis literalista de la gran novela, como la que proponemos de ésta como una ficción cómica, satírica y realista, de una alegórica no es que la primera no reconozca un contenido filosófico en ella, sino la diferente expresión y función de tal contenido. Por lo que respecta a lo primero, el exegeta literalista identifica en la novela cervantina igualmente un contenido filosófico, pero expresado de forma directa o manifiesta y no a través de alegorías y simbolismos que requieren unas claves hermenéuticas para descifrarlo; no hay alegorismo alguno que descifrar, sino un texto que directa y manifiestamente expone ideas filosóficas o las presupone.
En cuanto a lo segundo, la función de éstas, la diferencia fundamental es que, mientras para el alegorista, el Quijote es ante todo una novela esencialmente filosófica, sin perjuicio de reunir materiales de otras especies, para el literalista no se trata de una novela esencialmente filosófica, sino de una ficción cómico-satírica de los libros de caballerías, en la que la filosofía, por más abundante que sea su presencia, queda relegada a un segundo plano de la novela, a su trasfondo ideológico.
En el Quijote no sólo hay filosofía, patente y no ocultamente expresada, sino incluso mucha, como veremos. El propio Cervantes así lo reconoce, si no directamente, al menos indirectamente a través de terceros. Así al comienzo de la segunda parte, en una de las aprobaciones preceptivas en la época exigidas para la publicación de un libro, la escrita por Gutierre de Cetina (vicario general de Madrid, que firmó también las aprobaciones de las Novelas ejemplares y del Viaje al Parnaso, y a quien no hay que confundir con el homónimo del poeta del siglo XVI), se afirma que la novela de Cervantes contiene “mucha filosofía moral”: “Antes es libro de entretenimiento lícito, mezclado de mucha filosofía moral”.
Pero, como se verá, aunque el contenido de filosofía moral es muy abundante y predominante en el magno libro, también hay materiales, en cantidad más o menos apreciable, pertenecientes a la mayor parte de las disciplinas filosóficas. Ahora bien, esos materiales pertenecientes a muy diversas disciplinas filosóficas no son sólo elementos de una filosofía mundana o filosofía en sentido amplio. Casi todos los intérpretes que identifican una filosofía en el Quijote advierten que no se trata de una filosofía en el sentido técnico o académico del término, sino de una filosofía en el sentido no estricto de término, de una mera actitud o concepción de la vida y del mundo. Pero, como veremos, siendo cierto que la novela alberga una concepción de la vida humana y del mundo en el sentido genérico del término filosofía, también se encuentran, dispersas en ella, ideas y doctrinas filosóficas de origen académico, normalmente usadas no como fuente de elucubraciones filosóficas, sino como recurso literario al servicio de los fines artísticos del autor. En la novela se entremezclan, pues, contenidos filosóficos de carácter mundano y los de carácter académico.
Merece la pena destacar que en el propio Quijote hay conciencia de la distinción entre la filosofía en sentido amplio e informal y en un sentido estricto y formal. Los personajes principales de la novela emplean el término “filosofía” de esta manera informal para referirse al pensamiento de alguien sobre un tema dado. Así Sancho clasifica como “filosofía” el pensamiento del canónigo sobre el gobierno de un condado. Cuando Sancho, creyendo a pies juntillas que su amo le va a regalar un condado cuando llegue a ser rey o emperador, anuncia a los concurrentes que piensa arrendarlo para vivir confortablemente de sus rentas despreocupándose totalmente de su gobierno, el canónigo le sale al paso exponiendo su pensamiento al respecto, que se resume en cuatro ideas fundamentales: que, aunque puede gozar de las rentas, el señor de un estado no puede dejar de atender a administrar justicia; que para ello se requieren habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, tanto los fines como los medios irán errados; y, por último, que Dios suele desfavorecer al mal deseo del discreto y ayudar al buen deseo del simple. Pues bien, a este conjunto de ideas Sancho lo llama “filosofía”, aunque en su respuesta al canónigo declara ignorarla: “No sé esas filosofías” (I, 50, 512).
A renglón seguido, Sancho contrapone a las filosofías del canónigo las filosofías que él si sabe y que sintetiza ordenadamente en seis ideas concatenadas: que sabe que está en condiciones de poder regir un condado; que no puede ser de otro modo porque tanta alma tiene él como cualquier otro y tanto cuerpo como el que más; que, siendo así, tan rey sería él de su estado como cada uno del suyo; que siendo rey, haría lo que quisiere; que haciendo lo que quisiere, haría su gusto; que haciendo su gusto, estaría contento; y finalmente, estando contento, no tiene más que desear. Pero ahora no es el canónigo, sino don Quijote quien responde a Sancho y en su respuesta clasifica también el pensamiento así desplegado como “filosofía”; es más, al igual que Sancho, habla en plural, “filosofías”, como si cada idea del pensamiento de Sancho fuese una filosofía (un filosofema, diríamos hoy) y las aprueba al valorarlas como “buenas filosofías”: “No son malas filosofías ésas, como tú dices Sancho…” (I, 50, 513).
Por lo demás, el concepto mismo de filosofía goza de prestigio en la obra y se utiliza, en forma de adjetivo, para elogiar ciertas meditaciones de los personajes. Así, cuando Sancho se entrega a una serie de reflexiones de cierta clase que llaman la atención de su señor, éste no duda en ponderarlo elogiosamente como “filósofo”. Así sucede luego de haber escuchado atentamente las razones del escudero contra la desesperación (II, 59, 997) o sus consideraciones sobre la mejor actitud ante los sufrimientos en las desgracias y la alegría en la prosperidad que nos depara la voluble y ciega fortuna y esa mejor actitud consiste, según él, en conducirse ante los vaivenes y reveses de ésta con un corazón valiente en el que no ha de hacer mella la tristeza (II, 66, 1054).
Comenzamos el examen de la filosofía del Quijote, que resumimos en sus líneas esenciales, no precisamente por la filosofía moral, sino por las ideas sobre el conocimiento mezcladas en la obra con sus contenidos literarios. Normalmente los exegetas del pensamiento filosófico de la novela en clave alegórica suelen desentrañarlo y examinarlo tomando como referencia los personajes principales de la novela, considerados como la encarnación de las ideas filosóficas que en la obra se despliegan. Desde una perspectiva literalista, este enfoque pierde su interés y resulta preferible abordarlo siguiendo un nuevo enfoque, hasta ahora no ensayado por nadie, que se cifra en atender a la diversa naturaleza de los contenidos filosóficos de la novela en función de las diferentes materias o disciplinas filosóficas a las que pertenecen. Algunos de estos contenidos ya han sido abordados, si bien en un contexto polémico como parte de la crítica de las interpretaciones de toda laya examinadas a lo largo de nuestro estudio y se encuentran dispersos en muchos de nuestros artículos ya publicados; ahora los reexponemos, desprendidos de su contexto polémico, y enriquecidos con otros no abordados para ofrecer una visión de conjunto y sistematizada del pensamiento filosófico de Cervantes en cada rama filosófica en la que sus contribuciones son relevantes; otros contenidos y disciplinas filosóficas que tratamos son totalmente nuevos. Así, por ejemplo, poco hasta el momento -porque no ha sido preciso- hemos escrito sobre la doctrina de Cervantes sobre la religión y casi nada acerca de su cosmología o de su filosofía antropológica, que ahora exponemos en su completo desarrollo y detalle.
Pero antes de proceder a la reconstrucción de la filosofía del Quijote, es menester hacer una importante observación sobre el método que vamos a emplear en este proceso. En cada parcela o área del pensamiento filosófico contenido en la gran novela nuestro primer paso va a consistir en atenernos al material pertinente localizado en le texto novelístico, pero después utilizaremos como elemento de control para reforzar y ampliar el pensamiento filosófico identificado en el Quijote el material literario del resto de la obra de Cervantes, anterior y posterior a éste. Esta estrategia, al tiempo que nos permitirá ubicar la filosofía del Quijote en el margo general de la totalidad de su obra, nos permitirá resaltar la unidad y continuidad de pensamiento en la obra completa de Cervantes. Comprobaremos que en ésta no hay rupturas o discontinuidades y que el pensamiento filosófico del Quijote continúa la misma línea de pensamiento que inició en La Galatea, que prosiguió en toda su obra posterior novelística y teatral y se cerró en el Persiles. Cervantes llegó a la madurez de su pensamiento ya en su primera obra, La Galatea, y no lo modificó ni un ápice, al menos en las cuestiones fundamentales, en su producción posterior; tan sólo fue completando lo que en obras precedentes no se había desarrollado o lo había sido de forma incompleta.
En vista de la unidad y continuidad del pensamiento filosófico de Cervantes en el conjunto de su obra y la ausencia de cambios de punto de vista en los asuntos fundamentales, podemos decir que la filosofía de Cervantes en cada etapa de su vida, según se refleja en su obra literaria a ésta correspondiente, es la filosofía definitiva de Cervantes y que, por tanto, la filosofía del Quijote nos ofrece un cuadro o mapa de la filosofía definitiva de Cervantes, un cuadro que en unas áreas está más completo, al menos en sus líneas fundamentales, y en otras menos, y por ello, cuando sucede esto último, completaremos el pensamiento de Cervantes con los desarrollos desplegados en el resto de su obra. Por tanto, aspiramos a reconstruir y ofrecer no sólo la filosofía más completa posible del Quijote, sino la filosofía completa de Cervantes en el conjunto de su obra literaria.
Ideas y doctrinas sobre el conocimiento
Presentes a veces de forma subyacente y otras de forma expresa, las ideas y doctrinas epistemológicas dispersas en la gran novela reflejan una concepción del conocimiento que podemos definir como la de un realismo empírico. El principio del realismo epistemológico no aparece expresamente formulado, pero constantemente lo sobreentiende el autor como narrador. Sobrentiende que hay un mundo de objetos que existe por sí mismo y que, mejor o peor, lo podemos percibir y conocer tal como es. Pero el realismo del Quijote no es un realismo ingenuo, propio de los que creen que las cosas del mundo son tal como los percibimos, sino un realismo crítico, que entraña la distinción entre el ser real o en sí de las cosas y sus apariencias, que pueden ser falsas o verdaderas; el narrador y sus personajes saben perfectamente que los objetos de ese mundo se pueden aparecer de modos diferentes a diferentes sujetos, dando lugar a conflictos de apariencias perceptivas –lo que Américo Castro llamaba realidad oscilante o engaño a los ojos-, un conflicto que, sin embargo, tiene una explicación desde la perspectiva de una teoría causal-realista de la percepción.
Semejante concepción realista del conocimiento perceptivo no es el punto de partida, presupuesto o resultado de una reflexión filosófica por parte de Cervantes, pero es una pieza esencial e imprescindible de la construcción del Quijote como obra literaria. Es más, sin el presupuesto filosófico del realismo, la novela como tal sería imposible y carente de sentido. Pues se trata de un pilar constructivo de la novela en todos los niveles de su edificación.
En primer término, el realismo epistemológico es un elemento capital en la construcción de algunos episodios, como, por ejemplo, el de la disputa sobre la bacía/yelmo de Mambrino, donde un tema clásico de la epistemología como es el de los conflictos de apariencias, al que debe hacer frente el realismo, es el tema mismo de varios capítulos de la primera parte de la novela: la disputa arranca en la aventura del yelmo de Mambrino (I, 21), reaparece en el episodio de la penitencia de don Quijote, donde éste la formula en términos canónicos como un conflicto de apariencias contrapuestas, la suya propia y la de Sancho: “Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro el parecerá otra cosa” (I, 25, 237; y prosigue hasta su desenlace final en el episodio del yelmo y la albarda (al final del capítulo 44 y primera parte del 45), donde la confusión de don Quijote se extiende a la albarda del asno del barbero, que él toma por un jaez de caballo y donde el conflicto de apariencias configura la burla de las pretensiones caballerescas del sedicente caballero en la que participan, llevándole la contraria, todos los personajes de la venta (maese Nicolás, el cura, don Fernando, Cardenio, etc.).
Los conflictos de apariencias, a lo largo de la historia de la filosofía, se han utilizado como base para defender las más diversas doctrinas epistemolóigicas: el idealismo o antirrealismo, el relativismo, el escepticismo y, por supuesto, el realismo. Es obvio, como ya vimos en su momento, que Cervantes no echa mano de los conflictos de apariencias perceptivas para sacar una conclusión relativista, ni, por supuesto, idealista o antirrealista o escéptica, sino que los plantea desde las coordenadas de una posición realista, sobre la cual se erige el tratamiento literario de toda la disputa sobre la bacía/yelmo, albarda/ jaez, lo que le lleva a contrastar la percepción verídica de los objetos en disputa con la percepción errónea de don Quijote y, lejos de mantenerse en una posición neutral, toma partido por la primera. Sobra decir que no los plantea como una polémica frente a los antirrealistas, relativistas o escépticos, sino que, de entrada, da por sentado que los conflictos de apariencias, tales como los suscitados por la percepción de la bacía/yelmo o de la albarda/jaez, sólo se explican adecuadamente desde una perspectiva realista. Y todos los personajes de la novela también están comprometidos, según se muestra en sus pronunciamientos y comportamientos, con el realismo, incluido el propio don Quijote, que, si bien abraza la percepción engañosa de las cosas, no cuestiona que podamos percibir las cosas tal como realmente son, sino que él cree, aunque erróneamente, que él percibe las cosas tal como son, que “lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino” los demás, engañados por el encantador que a él le protege para que no le roben algo tan valioso como este objeto que es de oro, lo perciben engañosamente como bacía de barbero.
Tanto el narrador como los personajes saben perfectamente que nuestra percepción de las cosas está expuesta al influjo determinante de diferentes factores, tanto subjetivos como objetivos, que hay que tener en cuenta para entender la diversidad de apariencias de un mismo objeto sobre diferentes sujetos y para no incurrir en errores perceptivos. Por lo que respecta a los factores subjetivos, no se ignora que los estados emocionales del sujeto pueden alterar la percepción correcta de las cosas y que una emoción, como, por ejemplo el miedo, puede distorsionar la percepción. Así Sancho se lo hace notar a don Quijote cuando confiesa que el miedo le asalta con mil géneros de visiones, por lo que, para evitarlo, le pide a su señor que no le mande que se separe de él para buscar al dueño de la maleta que han encontrado en Sierra Morena (I, 23, 216). Por su parte, don Quijote está perfectamente al corriente de los efectos distorsionadores del miedo sobre la percepción: “Porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son” (I, 18, 161). Pero su locura no siempre le permite aplicar bien esta idea, en sí misma correcta. Así en la aventura de los rebaños, que don Quijote percibe como dos ejércitos a punto de entablar batalla y oye relinchares de caballos, el tocar de los clarines y el ruido de los atambores, y Sancho sólo ve como rebaños de ovejas y carneros y oye balidos, el primero cree erróneamente que el segundo es víctima de una ilusión sensorial causada por su miedo: “El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas” (ibid.). En otros casos, don Quijote acierta al señalar las distorsiones de la percepción de Sancho a causa de su miedo. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en la aventura de los leones, donde a Sancho la uña de un león se le presenta de un tamaño desmesurado, que hiperbólicamente dice ser mayor que una montaña; don Quijote le replica que es el miedo lo que le hace parecer tan grande la uña del león, mayor, le dice burlonamente, que la mitad del mundo (II, 17, 673).
Tampoco se desconoce que los elementos cognitivos del alma, tales como las ideas y creencias, determinan y alteran la percepción de las cosas. Así la cargada mente de Sancho, poblada de delirantes ideas sobre la misión de su amo de aniquilar al gigante usurpador del reino de Micomicón y quizás también la esperanza de Sancho en las recompensas que él recibirá del triunfo de su amo sobre el gigante, le hace creer ver por sus mismísimos ojos a don Quijote acuchillando a un gigante, su cabeza cortada y su sangre corriendo por el suelo, cuando lo realmente acontecido es que don Quijote acuchilla con su espada cueros de vino y lo verdaderamente derramado es vino (cf. I, 35, 366-7).
En lo que atañe a lo factores objetivos, tampoco se ignora que cosas tales como la distancia del objeto, su lejanía respecto al sujeto, puede conducirnos a una percepción errónea del objeto. Al comienzo de la disputa sobre la bacía/yelmo, don Quijote imprudentemente, pasando por alto la distancia lejana del objeto, se atreve a declarar que lo que percibe es un caballero montado en un caballo con la cabeza cubierta con el yelmo de Mambrino, aunque el error de don Quijote no se debe sólo a la lejanía del objeto sino sobre todo a su manía caballeresca, que le induce a ser víctima de percepciones ilusorias o alucinatorias. En la misma situación, Sancho, consciente de la dificultad que supone la distancia excesiva para una percepción atinada, prudentemente declara, cuando ve aparecer a lo lejos lo que don Quijote ha identificado como un caballero montado a caballo con el yelmo de Mambrino en la cabeza: “Lo que veo y columbro no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra” (I, 21, 188). La percepción de Sancho es básicamente verdadera, aunque un tanto indeterminada por lo que respecta a la condición del hombre y del objeto que porta en la cabeza. A causa de la lejanía del objeto, Sancho no se atreve a identificar la cosa que relumbra, pero, más adelante, cuando el hombre montado se acerca, no tiene dificultad alguna en identificar la cosa que brilla como bacía de barbero, lo que le hace estallar de risa a la vista de la confusión de su amo: “Cuando Sancho oyó llamar a la bacía ‘celada’, no pudo tener la risa” (I, 21, 190) Por el narrador, que no se mantiene neutral ante las apariencias en conflicto, sino que, adoptando una perspectiva realista, toma partido por la más verídica, nos enteramos de que lo que realmente hay que percibir es un barbero montado en un asno con una bacía de latón en la cabeza (para protegerse de la lluvia).
En otros lugares de la novela, como en la aventura de Clavileño, se vuelve a sacar partido literario a un conflicto de apariencias dependiente de la distancia del objeto percibido. Allí se contrasta el tamaño gigantesco de la Tierra vista desde dentro o cerca de ella con el tamaño minúsculo que tiene vista desde los cielos. En efecto, Sancho, que cree que el vuelo de Clavileño a él y a su amo les ha alejado enormemente de la Tierra (cree estar volando por la región del fuego), afirma percibir la Tierra del tamaño de un grano de mostaza, una observación que recuerda la de Cicerón en el Sueño de Escipión, inserto en el libro sexto de De republica, donde la Tierra, vista desde los cielos, no es más que un punto, lo que le induce a moralizar, al igual que Cicerón en el lugar citado, sobre la insignificancia de las ambiciones humanas, como la suya propia de querer ser gobernador, porque no hay grandeza alguna en mandar en un grano de mostaza (II, 41, 863 y 42, 865).
Pero independientemente del papel reconocido a los factores subjetivos, bien sean cognitivos o emocionales, y objetivos, tal como la distancia del objeto respecto al sujeto, el principal factor determinante de los conflictos de apariencias en el Quijote y causa última de éstos, sin perjuicio de estar potenciado a la vez por otros factores, es un factor subjetivo, que es el estado alterado o enfermo de la mente de don Quijote, que distorsiona, cuando se activa su locura, su percepción de la realidad. Y como su singular trastorno es una locura caballeresca, toda su percepción de la realidad se distorsiona conforme a los dictados de su manía caballeresca, que consiste, como señala el propio narrador para explicarnos por qué don Quijote percibe un caballero montado en un caballo con la cabeza cubierta con el yelmo de Mambrino en vez de un barbero montado en un asno cubierto con una bacía de latón, en que “todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos” (I, 21, 189). Don Quijote, como efecto de su peculiar locura, vive en un estado que vamos a denominar de ilusión caballeresca que falsea, por supuesto, su percepción de la realidad, pero también su propia personalidad y su autoconciencia o percepción de sí mismo como un sedicente caballero andante, cuando realmente no lo es.
Pues bien, ese estado de ilusión caballeresca nos prepara el terreno para abordar los demás niveles de construcción del Quijote como novela en los que se halla incrustado el realismo. Tal ilusión caballeresca, que conduce a don Quijote a interpretar su percepción de la realidad no según es ésta, sino según le dictan las escrituras andantescas, es, primeramente, un componente esencial, no sólo, como acabamos de ver, del pleito de la bacía/yelmo, sino de sus aventuras en general, habitualmente malaventuradas o desventuradas. Recordemos que, según el análisis que en su momento hicimos de la estructura trifásica de las aventuras quijotescas (cf. El Catoblepas, nº 73, Marzo de 2008), en su primera fase una típica aventura arranca con una percepción ilusoria o alucinatoria de don Quijote de las cosas o de una situación, ilusión conformada como sistemático falseamiento idealizador según los dictados de los libros de caballerías, y que es el motor de sus acciones desajustadas, saldadas normalmente con un fracaso estrepitoso. Pero, a lo largo de todas las fases del discurrir de cada aventura, el narrador contrasta la ilusión caballeresca de don Quijote en que los mesones, molinos, rebaños de ovejas, mercaderes, etc., se perciben como castillos, ejércitos, caballeros, etc., con la percepción verídica de la realidad, un contraste de apariencias enfrentadas sin el cual no podría alcanzarse la finalidad cómica y satírica de la novela, concebida como una invectiva contra los libros de caballerías a través de la burla de las ínfulas caballerescas de don Quijote.
Finalmente, la íntima vinculación entre el realismo y la construcción literaria de la novela es manifiesta en la estructura narrativa de la novela. Recordemos que, como anticipó en el siglo XVIII Vicente del Río, la narración adopta en el Quijote una doble perspectiva, la seria y heroica, representada por don Quijote, y la cómico-realista, que es la del narrador. Toda acción o aventura de la novela se relata tanto desde la perspectiva seria y heroica de su protagonista, en que la acción se nos narra como si fuese parte de un libro de caballerías, como desde la perspectiva cómico-realista, en la que se sitúa el narrador para desinflar el mundo de ilusión caballeresca en que se ubica don Quijote. En la práctica literaria de la dualidad de perspectivas es esencial, como se ve, la presencia de una idea realista del conocimiento, no sólo por la necesidad de contrastar la perspectiva narrativa de don Quijote, que es la de la ilusión caballeresca, con la de la realidad, sino por la exigencia de que la perspectiva realista del narrador, que se desarrolla también a través de terceros, como sobre todo Sancho, una vez que se convierte en escudero, prevalezca sobre la percepción fantaseadora e ilusoria de don Quijote.
Si el autor adoptara una idea idealista del conocimiento, en virtud de la cual los conflictos de apariencias serían una señal de que éstas son un mero producto o construcción de la mente del sujeto, o una posición escéptica en que no se sabe cuál de las apariencias en conflicto es la verdadera o una relativista, en que las apariencias contrapuestas son igualmente válidas y, por tanto, igualmente la perspectiva de don Quijote y la del narrador, el Quijote no podría construirse como una narración cómica y satírica de los libros de caballerías. La creación de la gran obra como una novela cómica en que las percepciones de don Quijote, conformadas según la ilusión caballeresca, han de resultar risibles, es, pues, solidaria del dualismo ilusión/realidad, en que la percepción de la realidad de don Quijote ha de ser ilusoria para que choque con la realidad y así se imponga la percepción verídica de la realidad para que salte la chispa cómica a costa de desinflar las ínfulas caballerescas del sedicente caballero. Sin tal diferencia de potencial entre ilusión y realidad no hay novela.
En resumen, de todo el análisis precedente se desprende que el realismo como concepción del conocimiento y de la percepción es un pilar esencial de la construcción del Quijote como novela cómica y verosímil, pero que los conflictos de apariencias de don Quijote con otros personajes de la obra o con el narrador interpretados desde un punto de vista realista no aparecen como soporte de una meditación filosófica, sino como cimiento de una extraordinaria creación literaria, como resultado de la cual la magna novela se configura como un juego de perspectivas, que no son igualmente verdaderas (como sostienen erróneamente los exegetas relativistas del Quijote), en cuyo caso no podrían ser motivo de risas las apariencias ilusorias de don Quijote, pues serían tan verdaderas como las contrarias, sino como un juego en que la percepción realista del narrador triunfa sobre la percepción ilusoria de don Quijote como la perspectiva de la verdad.
Pero la idea cervantina del conocimiento humano no se agota en su carácter netamente realista. Además, adopta un perfil abiertamente empirista. A diferencia del rasgo realista,que Cervantes ejercita al margen de las contribuciones de los filósofos al desarrollo de una teoría realista del conocimiento, este segundo rasgo esencial de la concepción cervantina del conocimiento tiene un origen estrictamente académico, pues el propio lenguaje que emplea para formularlo denuncia la tradición filosófica académica a la que Cervantes se acoge en su modo de formularlo. Esa tradición filosófica es la de la filosofía aristotélico-escolástica, cuya teoría del conocimiento, de carácter empirista, solía expresarse con la metáfora de la tabla rasa para señalar que la mente o entendimiento humano, previamente a la experiencia sensorial, carece de concepto alguno y que los conceptos proceden de ésta. De modo similar, Cervantes concibe el alma humana como una tabla rasa y, como ya señalamos en su momento, hace un uso literario de esta metáfora para señalar la manera imborrable como la imagen de la amada Dulcinea ha quedado impresa a la manera de un cuadro en el alma del amante don Quijote: “Dulcinea del Toboso/ del alma en la tabla rasa/ tengo pintada de modo/ que es imposible borrarla” (II, 46, 897), palabras de las que es portavoz don Quijote en un romance cantado en el que proclama su fidelidad amorosa a Dulcinea como respuesta al romance también cantado de Altisidora, en el que ésta, sin que don Quijote se dé cuenta de la burla, finge estar enamorada del sedicente caballero.
No es la única vez que la metáfora del alma como tabla rasa se emplea en el Quijote como recurso retórico.Otras veces se usa en la novela cervantina sin mentarla expresamente, pero sí la idea que con ella se transmite con otro envoltorio literario. Así en unos versos del soneto de Lotario en El curioso impertinente: “Y allí verse podrá en mi pecho abierto / como tu hermoso rostro está esculpido” (I, 34, 352) o en los del soneto del Caballero del Bosque, en realidad Sansón Carrasco: “Blando cual es o fuerte, ofrezco el pecho: / entallad o imprimid lo que os dé gusto” (II, 12, 635). De especial interés es su uso al final de la primera parte del Quijote, donde el canónigo, admirado de la acalorada, pero disparatada, apología que el ingenioso hidalgo hace de los libros de caballerías como libros históricos y del modo como había contado la aventura del Caballero del Lago, describe el impactante efecto que tales libros habían causado en la mente del sedicente caballero usando tácitamente la metáfora de la tabla rasa cuando dice que también quedó admirado “de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído” (I, 50, 513). En este pasaje, como en muchos otros de sus obras, Cervantes amplifica el símil de la tabla rasa para referirse no sólo al papel del alma en el conocimiento de los objetos, sino a cualquier otro efecto que éstos puedan tener sobre el alma, aunque no sean de índole cognoscitiva. El alma se nos presenta así como algo moldeable en su interacción con las cosas y ante todo como receptora de muy heterogéneos efectos impresos en ella.
Es evidente que, como metáfora que expresa una determinada idea sobre el conocimiento, Cervantes estaba al corriente de las implicaciones epistemológicas de aquélla. Tal es lo que se desprende del empleo que de ella hace en La Galatea, donde un pastor filósofo, al resumir y contraponer polémicamente la teoría platónica del conocimiento (“El saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, presuponiendo que todas se crían enseñadas”) y la aristotélica y tomar partido por ésta última, se muestra harto consciente de las implicaciones de la teoría aristotélica, que resume en la fórmula del alma como tabla rasa en la que se graba la experiencia sensorial, especialmente de su negación del innatismo platónico (cf. op. cit., IV, pág. 452). Dada la ignorancia que tenemos de la formación de Cervantes en sus años juveniles, es difícil saber cómo llegó a familiarizarse con estas ideas. Pero es muy probable que cayera en sus manos algún libro escolástico de tantos que circulaban en la España de su tiempo o no escolástico (así, por ejemplo, en El examen de ingenios para las ciencias, de Huarte de San Juan, se da noticia de las teorías del conocimiento platónica y aristotélica, y para dar cuenta de ésta ultima se utiliza la metáfora del alma como tabla rasa) o que lo oyese en algún sermón o conversación con gente cultivada o que las adquiriese en el Estudio de Madrid, dirigido por López de Hoyos.
La metáfora del alma como tabla rasa es sin duda una de las predilectas de Cervantes, como lo atestigua el hecho de que la incorporase a sus prácticas literarias y que sea de uso frecuente, como ya indicamos en otro lugar, en el conjunto de su obra literaria. Ahora bien, la función que desempeña en la magna novela es de un alcance menor que el del realismo como presupuesto epistemológico. Pues si éste último es un prerrequisito insoslayable para la elaboración del Quijote como obra literaria, la doctrina del alma como tabla rasa, que delata a la vez una idea empirista y antiinnatista del conocimiento y una idea del alma como realidad moldeable por los efectos impresos por las cosas en ella, es sólo un instrumento literario, entre otros muchos, en su arsenal de recursos retóricos. Bien es cierto que, si bien es un recurso retórico de gran expresividad, no por ello revela menos sobre la concepción cervantina del conocimiento humano y de la naturaleza del alma como sujeto de conocimiento.
Otro asunto epistemológico sobre el que el Quijote tiene algo que decir es el de las fuentes de conocimiento y criterios de verdad. Los sentidos o la experiencia señorial que nos aportan y la razón son reconocidos como fuentes de conocimiento y guías en la búsqueda de la verdad. Como tratamos extensamente este asunto en otro lugar, nos limitamos a hacer un conciso resumen (véase “El Quijote y el criterio de verdad, en El Catoblepas, nº 138, Agosto de 2013). La experiencia se nos presenta como fuente y base del conocimiento y de las ciencias, como así se desprende de la proclamación de don Quijote de que la experiencia es “madre de las ciencias todas” (I, 21, 188).
Y aunque en la novela no hay ninguna declaración expresa sobre la razón en relación con las ciencias de corte similar a la precedente declaración sobre la experiencia, no cabe duda de que Cervantes reconocía a la razón un estatuto de igual, o incluso superior, nivel que a la experiencia, como así se manifiesta en un importante pasaje de La Galatea, en el que la alianza entre la experiencia y la razón constituyen el criterio más firme para determinar la verdad de una opinión: “En tanto que la experiencia y la razón no me mostraren el contrario de lo que hasta aquí me han mostrado, yo creo que mi opinión es tan verdadera cuanto la tuya falsa” (op. cit., I, pág. 234).
Pero incluso sin salir del Quijote, cabe establecer el relevante papel epistémico que Cervantes atribuye a la razón como facultad y agente de conocimiento, como bien se documenta en el hecho de que se refiere expresamente a la razón como una “luz natural”, una metáfora muy usual en la escolástica medieval y que alcanzará sus mayores cotas de uso prestigioso en los siglos XVII y XVIII (recuérdese que el término “Ilustración” o el sintagma “Siglo de las Luces” para referirse al siglo XVIII como el tiempo en que dominaba la filosofía ilustrada se derivan de esa metáfora de la luz como designación de la razón), esto es, como la facultad natural del hombre de conocer por sí mismo, sin un auxilio exterior a la propia razón, de la verdad, incluso de verdades metafísicas, tal como la inmortalidad del alma (II, 53, 953). Asimismo, en la gran novela se reconoce asimismo el papel de la autoridad y de la fe como fuentes de conocimiento.
La experiencia, en consonancia con el tiempo de Cervantes durante el cual su reputación iba en ascenso, goza de gran prestigio como fuente de conocimiento y criterio de verdad, como revela su frecuente uso en la novela por sus personajes y el narrador: 49 veces aparece el término “experiencia”, a lo que hay que añadir una aparición de “experimentado” y otra de “experimentar (datos obtenidos de Vocabulario de Cervantes, por Carlos Fernández Gómez, Real Academia Española, 1962). Los personajes de ésta aprenden de la experiencia o ésta les enseña, saben por ella (entonces se decía saber “de experiencia” en vez de “por”, como decimos ahora) o hacen experiencia para comprobar la certeza de lo que creen saber. Los personajes confían en la experiencia como fuente de conocimiento fiable. Así don Quijote, en el primer capítulo del libro, somete a la prueba de la experiencia el valor de una obra técnica, la celada fabricada por él mismo para su casco; Sancho aprende de la experiencia que la inmensa mayoría de las aventuras acaban en descalabro, pues de cien de ellas noventa y nueve salen mal; y el cura y el barbero, al comienzo de la segunda parte, someten a don Quijote a la prueba de la experiencia: lo tantean llevando el coloquio a puntos sensibles para comprobar su estado de salud mental y averiguar si se ha curado o sigue preso de su locura caballeresca.
Naturalmente, el que la experiencia se tenga por una fuente segura de conocimiento no quiere decir que siempre lo sea. Puede no serlo cuando no se dan las circunstancias adecuadas para que pueda ser un criterio fiable. Uno de los requisitos para que lo sea es estar sano para poder usar correctamente nuestros sentidos, un requisito que incumple don Quijote y de ahí sus frecuentes errores perceptivos y la experiencia engañosa que le deparan; otro tanto puede decirse de Sancho, quien, por culpa no de un trastorno psíquico, sino de su credulidad e ignorancia, comete sonados errores en los que llega al extremo de renegar de la experiencia sensorial correcta para creer cosas contrarias a ésta, como cuando llega a creerse que una tosca y fea labradora es Dulcinea encantada, en contra de su propia experiencia y del hecho de que él mismo se había inventado, para confusión de su amo, tamaño dislate.
La razón, cuyo prestigio no paraba de crecer en el tiempo de Cervantes y continuaría haciéndolo después de éste, también goza, entendida como facultad o capacidad y razonamiento, de gran consideración en el Quijote, donde su presencia es casi ubicua, desde luego mucho mayor que la de experiencia, como lo refleja el hecho de que tal palabra aparezca 338 veces en contextos muy diversos, a lo que hay que agregar la presencia de términos afines, tal como “razonamiento”, con 17 menciones, y de “razonable”, con 15. La propia estructura literaria de la novela alimenta este hecho: una obra en la que abundan los diálogos dilatados, ya sea durante los viajes de la pareja inmortal o en los lugares de parada, y los discursos es terreno abonado para que la razón, en sus diversas formas y usos lingüísticos, haga acto de presencia, a través de los personajes y del narrador, para desempeñar un importante papel, que muchas veces va más allá de su uso meramente literario. Que ello es así se revela en que los personajes principales de la novela pasan mucho tiempo razonando o discurseando sobre los más variados asuntos. Tan es así que el propio narrador en vez de decirnos que en sus viajes don Quijote y Sancho se entregaban a la conversación, nos informa de que caballero y escudero iban en estos y otros razonamientos (II, 3, 218 y 219); por si esto fuera poco, en varios de los capítulos de la novela se resume en su título su contenido fundamental en las razones y razonamientos intercambiados entre el sedicente caballero y su criado, como el dieciocho de la primera parte “Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quijote” o el trigésimo primero de la segunda parte “De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos”.
Los personajes principales de la novela están convencidos, según se revela en el plano del ejercicio, de que la interacción entre experiencia y razón, bajo la iniciativa directriz de ésta, es la mejor guía para la búsqueda de la verdad. Un ejemplo ilustrativo de ello, que analizamos minuciosamente en el artículo arriba citado, es el del largo debate mantenido entre don Quijote y Sancho sobre si el primero está encantado o no y sobre la naturaleza de los encantadores como seres demoníacos, que supuestamente, según cree don Quijote, le han encantado. A lo largo de ese debate asistimos a una dialéctica de propuesta de hipótesis, razones y contrarrazones, argumentos y contraargumentos y a la apelación a la experiencia como criterio de valor de las respectivas hipótesis. Esta discusión es también un ejemplo de las limitaciones de la capacidad de convencer de la razón y la experiencia, pues una buena argumentación, como es la de Sancho, basada en la interacción de ambas bajo la dirección de la primera, no consigue persuadir a don Quijote, quien, para evitar la refutación de su hipótesis, la de que está encantado, la protege con tales artificios que en él no hace mella la poderosa argumentación de Sancho, que le acredita por ello, según lo califica el narrador, como discreto.
Asimismo se admiten los límites de la razón en el campo de la discusión religiosa o entre miembros de distintas religiones, como la cristiana y la musulmana. En este caso el portavoz del pensamiento de Cervantes es Lotario, quien, aunque está convencido de los errores de la secta mahometana, concede, no obstante, que “ni con razones que consistan en especulación del entendimiento” se puede persuadir a los mahometanos de las falsedades de su religión ni, por supuesto, de las verdades de la religión cristiana (I, 33, 333).
La razón puede tener sus límites para dirimir un asunto de fe religiosa o para convencer a un loco, como don Quijote, pero no los tiene, en cambio, para conocer verdades metafísicas fundamentales, incluso aquellas de gran importancia para la religión, en lo que la razón viene a coincidir con la fe, que en el Quijote se nos presenta unas veces en un sentido objetivo como el nombre de una religión o credo, como cuando habla de la “fe católica”: “¿Qué demonios lleva en el pecho -le recrimina un sacerdote a don Quijote en la aventura de los disciplinantes- que le incitan a ir contra nuestra fe católica?” (I, 52, 524) y otras en un sentido subjetivo como una fuente segura de conocimiento que posee el fiel o creyente. En este sentido de fuente de conocimiento, la fe se describe como una fuente distinta y alternativa a la razón, pero no contraria a ésta: frente a la luz natural de la razón se nos habla de la luz o, para decirlo como Cervantes, la “lumbre” de la fe (II, 53, 953).
Aunque no se dice expresamente, para un lector avisado, que en la época de Cervantes sólo podía ser cristiano, está claro que si la razón se nos retrata como “luz natural”, se debe sobreentender como algo obvio, lo que no es menester siquiera decir en el contexto cultural o religioso del tiempo cervantino, que la fe, en cambio, es una luz o lumbre sobrenatural y, por tanto, que si la primera es un don natural que capacita al hombre a conocer toda suerte de verdades, incluidas la metafísicas, sin otras fuerzas que las suyas propias con que le ha dotado la naturaleza, la fe, por el contrario, es un don sobrenatural que Dios ha concedido gratuitamente al hombre y que garantiza la verdad de sus creencias religiosas. Y puesto que cuando Cervantes habla de la lumbre de la fe como fuente de conocimiento sobrenatural no está especulando sobre la fe en abstracto, sino que tiene como referencia su propia fe cristiana, se puede decir que la fe como don sobrenatural es una garantía de la verdad, no de una religión en abstracto que no existe o de otras religiones, sino de la verdad de la religión cristiana.
Se puede aventurar la hipótesis, con escaso margen de error, de que Cervantes defendía la tesis de la armonía o concordia entre la fe, obviamente la cristiana, y la razón, de raigambre tomista y que era y sigue siendo la posición de la Iglesia católica. Aunque no la formula expresamente en el Quijote, hay dos ideas importantes en éste que invitan claramente a pensar que la suscribía. La primera es la doctrina de los artículos de fe, que se refiere a las verdades accesibles a la fe, pero no a la razón, cuya capacidad sobrepasan, por lo que son verdades preterracionales, aunque no contrarias a ésta, una doctrina que Cervantes conocía pues habla expresamente de “artículos de fe” cristiana (I, 33, 333). La segunda, aún más importante, es la tesis de la coincidencia de la fe y la razón en el conocimiento de una verdad común a ambas, cual es la inmortalidad del alma: “Esto de entender la ligereza e inestabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna, que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural lo han entendido” (II, 53, 953). Cervantes no menciona el nombre de esta clase de verdades comunes a la fe y a la razón, que santo Tomás denominaba preámbulos de la fe (preambula fidei o preambula ad articulos), pero ello es irrelevante, pues lo importante es que adopta la doctrina de los preámbulos de la fe y la emplea, aunque no la mencione por su nombre, porque además tampoco era necesario en el pasaje en que aparece la frase citada.
Ya tenemos uno de los pilares que sustentan la concepción armonista de la relación entre la fe cristiana y la razón: la doctrina de la fe como don sobrenatural divino y la de los preámbulos de la fe. Pero esto sólo no basta para construirla. Necesitamos ahora el otro pilar de la construcción: la tesis del origen igualmente divino de la razón humana, lo que permitirá defender que entre ambas no puede haber un conflicto real, sino sólo aparente, porque ambas proceden de Dios. Que la razón humana procede de Dios es algo que no se dice expresamente en la gran novela, pero se desprende de una afirmación que sí se hace, la de que Dios es el creador o criador de todas las cosas y, por tanto, del hombre como ser dotado de razón, un signo de su singularidad. Por si cupiera aún alguna duda, podemos usar como elemento de control el resto de la obra de Cervantes y en tal caso nos encontramos con que en La Galatea se dice expresamente, en el discurso de Tirsi, que Dios creó al hombre y, al hacerlo, le dotó de razón (cf. IV, pág. 440).
En fin, parece imposible soslayar la conclusión de que si Cervantes entendía la fe como un don sobrenatural procedente de Dios y la razón como otro don igualmente procedente en último término de Dios, en tanto ha creado al hombre como ser racional, no podía dejar de apoyar la tesis de la armonía entre la fe y la razón, ya que ambas, en tanto proceden de Dios, deben ser visiones complementarias y no opuestas de la realidad. Ni las verdades de fe contradicen a la razón ni las verdades de la razón pueden contradecir a la fe revelada.
Por último, hemos de tratar de la autoridad, también reconocida como fuente segura de conocimiento en el Quijote. Muy resumidamente diremos que en él se nos presenta la autoridad sacra de la Biblia, en conexión con el pensamiento del tiempo de Cervantes, como una fuente indubitable de verdad y, lo que es del mayor interés, no sólo en cuestiones religiosas y morales, lo que entra dentro de lo más previsible, sino también en cuestiones seculares o profanas, ajenas al núcleo dogmático de la religión, lo que, visto desde hoy, resulta menos previsible, pero que, como el lector avisado sabe, era algo común en aquella época.
Don Quijote recurre a la autoridad incuestionable de la Biblia, al pasaje sobre la historia del gigante Goliat, para zanjar la disputa sobre la existencia de gigantes en tiempos remotos y de acuerdo con el dictamen bíblico interpreta los huesos fósiles de gran tamaño encontrados en Sicilia, en realidad pertenecientes a animales, pero don Quijote es víctima del mismo error que el que cometían los naturalistas de aquel tiempo, que en esta primera etapa de la historia de la paleontología solían interpretar erróneamente los huesos de gran tamaño, en realidad de origen animal, como gigantes humanos (cf. Stephen Jay Gould, Las piedras falaces de Marrakech, Editorial Crítica, 2001, pág. 203); y el canónigo, por su lado, reconoce a la Biblia como una autoridad absolutamente fidedigna en cuestiones de historia.
Cervantes no se refiere nunca a la Biblia con este nombre, sino con otras expresiones que ya en la propia designación indican la razón última de la autoridad de este libro como fuente infalible de conocimiento y especialmente la última que enumeramos: “Santa Escritura” (I, 33, 333 y II, 1, 558), “Sacra Escritura” (I, 49, 504) y “Divina Escritura” (I, 33, 339), también citada en el prólogo de la novela de esta misma guisa (pág. 9), pero asimismo con los términos invertidos “Escritura divina” (pág. 11). No puede estar más clara la razón última de la infalibilidad del texto bíblico: puesto que es un libro divino, esto es, inspirado por el mismo Dios, “no puede, como asevera don Quijote, faltar un átomo en la verdad” (II, 1, 558) o, como dice el canónigo, los relatos históricos de la Biblia, tal como los que nos encontramos en el Libro de los Jueces, no pueden contener sino “verdades grandiosas” y los relativos a las hazañas y caballerías de los Jueces en particular “hechos tan verdaderos como valientes” (I, 49, 504). Ahora bien, el estatuto de la Biblia como escritura divina revela que, a la postre, la autoridad infalible de la Biblia, tanto en asuntos religiosos como seculares, depende de la fe, ya que es la fe la que lleva al cristiano a considerar la Biblia como un libro de inspiración divina, aunque escrito por manos humanas.
El papel de autoridad como fuente o criterio de conocimiento no se reduce en el Quijote a la de la Biblia y de las instituciones cuya autoridad secundaria deriva de ésta, tal como la Iglesia, a la que don Quijote se refiere siempre con un respeto reverencial. Cervantes aboga también por una autoridad en cuestiones estéticas o literarias. Propone una suerte de censura literaria a cargo del Estado, el cual, para salvaguardar la salud literaria y moral del pueblo, ha de establecer una autoridad cualificada, encomendada a “una persona inteligente y discreta”, cuya función sería examinar y valorar la calidad literaria y moral de las obras literarias –Cervantes tiene la mira puesta ante todo en el teatro y los libros de caballerías- y sin su aprobación no se podrían leer o representar so pena de castigo (I, 48, 497-8). En realidad en la época de Cervantes ya existía una censura literaria; pero Cervantes defiende una forma más severa de ésta, en virtud de la cual muchas obras de teatro de entonces, que la censura permitió Cervantes, las habría prohibido y no digamos los libros de caballerías, cuya publicación, a pesar de todas las disputas al respecto, no se impidió, pero que Cervantes, en caso de poder ejercer una censura como la que él propone, no habría autorizado.
Cervantes, no obstante, sale al paso del recurso abusivo a la autoridad. Don Quijote es un buen ejemplo de ello, pues reviste a los libros de caballerías de la misma autoridad como guía de conocimiento y moral en asuntos profanos o seculares que asigna a la Biblia en la esfera religiosa y constantemente el narrador se burla de ello; también Sancho comparte ese error con su amo y su actitud reverencial hacia los libros de caballerías llega hasta el punto de que, seguramente por analogía con la Biblia, las “Escrituras” por antonomasia para un cristiano, en una ocasión alude en serio a ellos llamándolos “escrituras andantes”, de las que, sin embargo, se declara no ser tan leído como su señor (I, 47, 483) . Pero el primero tiene la disculpa de estar loco y el segundo, la de ser un crédulo sin instrucción. Por ello más interesante es el tratamiento satírico del personaje conocido como el primo, un humanista erudito, que, sin tener la disculpa de la locura ni de la carencia de instrucción, se entrega a la investigación de cuestiones estrambóticas mediante un método puramente libresco basado en la acumulación de citas de autoridades y sin ninguna investigación empírica (II, 22, 718).