El Catoblepas · número 182 · invierno 2018 · página 4
La filosofía antropológica del Quijote
José Antonio López Calle
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (57)
La filosofía antropológica que anida en el fondo filosófico de la novela es la que en aquella época era totalmente hegemónica, cuyo núcleo es el comúnmente denominado dualismo antropológico o dualismo psicofísico, cuya verdad se da por sentada en el Quijote y por supuesto en el conjunto de la obra cervantina. Se trata de un dualismo, como no podría ser menos en un pensador cristiano, de tinte espiritualista, en el que es esencial la afirmación de la inmaterialidad del alma.
No es ocioso ni redundante decir que se trata de un dualismo espiritualista, pues no todo dualismo antropológico lo es, como, por ejemplo, el dualismo hilemórfico aristotélico. En la gran novela se reflejan perfectamente las tesis fundamentales que componen el dualismo antropológico de signo espiritualista.
El alma y el cuerpo
A la tesis fundamental que da nombre a la teoría de dualismo antropológico, según la cual el hombre es una realidad dual, pues es un compuesto de cuerpo y alma, aluden muchas veces los personajes de la novela como una verdad obvia. Se nos ofrece en cuatro formulaciones distintas, pero equivalentes: una primera en que el dualismo se nos presenta como una dualidad entre el cuerpo y el alma; una segunda como dualidad entre la carne y el alma; una tercera entre la carne y el espíritu; y una cuarta entre el cuerpo y el espíritu, en cuyo caso este último término figura como equivalente del término alma.
En cuanto a la primera formulación, que es la más frecuente, ya desde el comienzo de la novela se nos anuncia el dualismo cuerpo/alma en ese formato, en el pasaje en que don Quijote, para ponderar la importancia y necesidad que un caballero andante tiene de una dama de quien enamorarse, compara la relación de un caballero con su dama con la del cuerpo con el alma: “Porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y cuerpo sin alma” (I, 1, 33). Otro buen ejemplo nos lo brinda el pasaje en que Sancho expone un razonamiento, ya citado en otro lugar, en el curso del cual alude a la dualidad cuerpo/alma como rasgo fundamental de la estructura esencial del hombre: “Que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más”, en calidad de premisa para probar su aptitud para gobernar un condado: dada la igual composición de todo hombre, articulada en alma y cuerpo, siendo él humano, ¿cómo no va a saber él, teniendo esa misma estructura dual como humano, gobernar como cualquier otro? El razonamiento de Sancho es falaz, aunque la premisa sobre la composición dual del hombre se acepte como verdadera, pero lo que nos importa aquí es destacar el hecho de que presenta como una verdad de lo más evidente la estructura compositiva del hombre en cuerpo y alma.
Los personajes del Quijote le sacan partido a la dualidad cuerpo/alma como recurso literario. El cautivo, Ruy Pérez de Viedma, se sirve de ésta para describir la identidad religiosa y cultural de la mora Zoraida, coordinando la faceta física de su ser y su indumentaria con su cuerpo y la faceta religiosa con su alma: “Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo” (I, 37, 390). Don Quijote, por su parte, ordena la exposición de los consejos que imparte a Sancho conforme a los cuales ha de comportarse en su oficio de gobernador según el esquema alma/cuerpo. La primera serie de consejos, de contenido ético, moral y político, don Quijote los relaciona con el alma; pero la segunda serie de consejos los relaciona con el cuerpo, pues conciernen a operaciones humanas con respecto a nuestro cuerpo, tales como el vestido, qué y cómo comer, la bebida, al aseo del cuerpo, la urbanidad, la forma de hablar, etc. Así nos lo anuncia don Quijote tras darle a su escudero los consejos primeros: “Esto que hasta aquí te he dicho son documentos [consejos, instrucciones] que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo” (II, 42, 870). Que la primera serie se relacione con el alma es algo natural, no sólo por su contenido ético, moral y político, sino porque el tema central de ellos, y al que más atención se presta, es el de la virtud en general y virtudes particulares, especialmente la prudencia, la discreción, la justicia y la misericordia, que han de ornar al buen gobernante; ahora bien, era doctrina consagrada que las virtudes son un adorno del alma, una doctrina a la que no falta su lugar en un pasaje del discurso de Marcela sobre la libertad de amar y de casarse: “La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso” (I, 14, 126), lo que no excluye, pues que también adornen y embellezcan el cuerpo; de hecho admite expresamente que algunas virtudes, como la honestidad, también son adornos del cuerpo, además de serlo del alma: “Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que… procura que la pierda?” (ibid.).
Y, en otro lugar, don Quijote diserta, con las categorías del dualismo antropológico, sobre las dos clases de hermosura: la del alma y la del cuerpo (II, 58, 989-990), con el fin de convencer a Sancho de que un hombre, aunque sea feo, con tal de que no sea deforme o un monstruo, si tiene un alma bella, que él cifra en dotes tales como un buen entendimiento, virtudes (tales como la honestidad y la liberalidad), el buen proceder y la buena crianza, puede ser bien querido de una mujer. Ello es así porque, según don Quijote, la hermosura del alma puede por sí misma despertar el amor de una mujer: “Cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas” (ibid.). A esto se ha de agregar que, si don Quijote piensa como Marcela que las virtudes también embellecen el cuerpo, el hombre de bien o de alma bella puede enamorar a la mujer porque la hermosura de su alma transforma además nuestra percepción del cuerpo, haciendo que éste, aunque sea feo, lo sea menos, e incluso que parezca hermoso. Está clara, pues, la primacía de la hermosura del alma sobre la del cuerpo tanto en sí misma como por su superior poder para hacer surgir el amor en la mujer.
La segunda formulación, en que se mantiene el alma, pero se cambia el cuerpo por la carne, es la que, en El curioso impertinente, adopta Lotario en su glosa del sacramento del matrimonio como argumento para convencer a su amigo Anselmo de que la deshonra de una esposa mala se transmite al marido, aunque éste no tenga culpa de ello, ni haya sido parte ni dado ocasión a sus faltas o defectos. La explicación de esto es que, de acuerdo con la interpretación mística o espiritual del matrimonio como sacramento expuesta por Lotario conforme a la teología cristiana, la fuerza sacramental de esta institución es tal que las dos diferentes personas casadas ya no son, en el plano místico, dos personas, sino una sola, en la que se funden sus cuerpos en una sola carne y sus dos almas tienen una misma voluntad y, siendo así que el marido es una misma cosa con su mujer, el primero participa de la deshonra que ésta cometa y se le tendrá por deshonrado:
“Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una misma carne, y aun hace más en los buenos casados: que, aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de aquí viene que, como la carne de la esposa sea una misma con la del esposo, las manchas que en ella caen o los defectos que se procura redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado…ocasión para aquel daño. Porque así como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne misma…, así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una misma cosa con ella”. I, 33, 339
Con esto Lotario persigue disuadir a Anselmo de que abandone su proyecto de poner a prueba la fidelidad de su casta esposa, pues si ella falla en la prueba y cae en la deshonra, él también se verá deshonrado.
De la tercera formulación, en que, siguiendo el modelo de san Pablo, el par cuerpo/alma se sustituye por el par carne/espíritu, es su portavoz don Quijote en su discurso sobre la ética cristiana. En éste alude a la dualidad del hombre en términos de la contraposición paulina entre la carne y el espíritu para describir a los seres humanos en cuya vida predomina el componente corpóreo sobre el espiritual: “Aquellos que tienen… más de carne que de espíritu” (II, 27, 764).
La cuarta formulación del dualismo antropológico, la que presenta al hombre como un compuesto de cuerpo y espíritu, aparece, por vez primera en el Quijote, en el discurso de don Quijote sobre las armas y las letras, donde, como veremos más adelante, desempeña un papel crucial, junto con otras tesis de la teoría antropológica dualista, en la argumentación del ingenioso hidalgo en pro de la preeminencia de las armas sobre las letras. De momento baste con decir que don Quijote apela al dualismo antropológico al declarar que el militar o guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada trabaja “así con el espíritu como con el cuerpo”, esto es, con los dos componentes fundamentales y esenciales de su ser.
Otro personaje ilustrado como don Quijote, don Diego de Miranda, también mienta el dualismo antropológico en los términos cuerpo/espíritu cuando invita a don Quijote a su casa a descansar del trabajo que ha supuesto para él la aventura de los leones, que, según don Diego, ha sido más trabajosa para el espíritu de don Quijote que para su cuerpo, dado que no ha habido enfrentamiento físico con el león, pero sí un gran desgaste psíquico: “Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo” (II, 17, 679). Obsérvese de paso la referencia a la influencia de arriba abajo, del alma sobre el cuerpo, al afirmar don Diego que el trabajo del espíritu suele redundar en cansancio del cuerpo.
Esto último nos lleva a abordar una cuestión que también tiene su reflejo en el Quijote: el problema de la relación alma o mente/cuerpo. Se puede decir que Cervantes abogaba, según se desprende de sus textos, por una suerte de dualismo interaccionista, según el cual el alma influye en el cuerpo, pero también el cuerpo sobre el alma. El reconocimiento de la influencia de abajo arriba del cuerpo sobre el alma está perfectamente documentado en el tratamiento cervantino de la causa de la locura de don Quijote. La tesis del narrador es que la locura de don Quijote tiene su asiento en su cerebro, esto es, que una alteración patológica de su cerebro (su sequedad) es la causa inmediata del trastorno o destemplanza de su alma, lo que implica admitir que los estados del cuerpo, en este caso cerebrales, afectan a la vida psíquica del alma. De ahí la necesidad de actuar sobre el cerebro e incluso de otras partes del cuerpo “dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura” (II, 1, 549).
En cuanto a la influencia en sentido contrario, de arriba abajo o del alma sobre el cuerpo, ya hemos citado en el párrafo anterior el pasaje en que don Diego de Miranda admite que el trabajo del alma repercute sobre el cuerpo causando su cansancio. Pero en otros lugares también se alude a la influencia de los estados mentales en los estados corporales, como cuando Dorotea habla de la necesidad de tener el espíritu sosegado para dormir bien: “Aún no tengo el espíritu tan sosegado, que me conceda dormir cuando fuera razón” (I, 32, 327), o el narrador describe el dolor de Anselmo como efecto de su curiosidad impertinente (I, 35, 373).
La espiritualidad e inmortalidad del alma
Una tesis capital del dualismo psicofísico es la de la naturaleza espiritual o inmaterial del alma, la cual también encuentra su registro en el Quijote. De una forma indirecta o tácita a través de la afirmación de la inmortalidad del alma y de la vida eterna que nos espera tras la muerte como verdad establecida por la razón, independientemente de la fe, una pieza central, sin duda, de la teoría antropológica dualistas de signo espiritualista, de la que ya nos ocupamos en otros contextos{1}. No tiene sentido hablar de la inmortalidad del alma si ésta no es inmaterial.
Pero en el Quijote disponemos de un documento más directo y expreso de la tesis de la espiritualidad del alma. En el discurso sobre la contienda entre las armas y las letras don Quijote habla expresamente de la inmaterialidad del entendimiento y, por tanto, de la inmaterialidad del alma, puesto que el entendimiento es una facultad o actividad de ésta, cuando afirma que en el entendimiento no tiene parte alguna el cuerpo, esto es, que el entendimiento no es, pues, una facultad corpórea u orgánica, sino totalmente independiente del cuerpo: “Todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo” (I, 37, 392).
Una consecuencia de la afirmación de la espiritualidad del alma es la tesis de la superioridad de las acciones o actividades de ésta frente a las ligadas al cuerpo, que también se halla reflejada en el Quijote, en el argumento esgrimido por su protagonista en defensa de las armas de que éstas no son inferiores a las letras porque el ejercicio de las armas no es meramente obra del cuerpo, como sostienen lo defensores de la superioridad de las letras, sino también del espíritu y tanto como lo puedan ser éstas. Es difícil no ver aquí el influjo de la filosofía escolástica, la cual establecía una jerarquía entre las actividades mentales según dependiesen del alma espiritual (o no se realizasen por medio de un órgano corporal), que se consideraban superiores, o del cuerpo material, en el sentido de producirse por medio de un órgano corporal, que entonces se consideraban inferiores{2}. Eran precisamente la espiritualidad y, por tanto, la inmortalidad del alma las propiedades que determinaban su superioridad ontológica sobre el cuerpo convirtiéndola en el bien más preciado del hombre, una jerarquía de valor de la que hasta el propio Sancho estaba perfectamente al corriente: “Más quiero un solo negro de la uña [la parte más pequeña] de mi alma que a todo mi cuerpo” (II, 43, 876).
Las facultades o potencias superiores del alma eran, en el orden cognoscitivo, el entendimiento y, en el orden tendencial o apetitivo, la voluntad, y se las tenía por tales porque realizan sus actos sin depender directamente del cuerpo, mientras que las facultades o potencias inferiores, entre las cuales estaban, en el orden cognoscitivo, los sentidos internos, como el sentido común, la imaginación o fantasía, la memoria y la estimativa, y los sentidos externos, realizan sus actos dependiendo directamente del cuerpo, y, en el orden tendencial, los deseos o apetitos. Tal es la ordenación o clasificación que nos ofrece santo Tomás{3}. Pero hubo alguna discrepancia, que es relevante mencionar para entender el pensamiento de Cervantes al respecto. Se trata de la discrepancia con respecto a la posición de la memoria, de si era una potencia sensitiva y, por tanto, perteneciente al psiquismo inferior, o una potencia intelectiva y, en tal caso, parte del psiquismo superior. En otras ordenaciones aparece como una facultad superior del alma, al lado del entendimiento y la voluntad, dando así lugar a la conocida doctrina de las tres potencias superiores del alma, enormemente influyente, incluso más allá de la Edad Media, la cual se remonta a san Agustín{4} y, retomada por Pedro Lombardo en el siglo XII, fue adoptada por los escolásticos medievales, particularmente los de orientación agustiniana{5} .
Pues bien, Cervantes estaba familiarizado con todo eso, con el lenguaje escolástico para hablar del alma como principio de la vida mental y con el cuadro escolástico de las actividades desempeñadas por ésta. Conocía la doctrina de las potencias o facultades del alma. En el Quijote no usa nunca el término “potencia” para describir las facultades y funciones del alma, pero sí lo hace en otras de sus obras. En La Galatea se nos dice que Dios, cuando creó al hombre, le dotó de “sus tres potencias”{6}, una referencia inequívoca a la mentada doctrina agustiniana de las potencias superiores del alma: la inteligencia o entendimiento, la memoria y la voluntad, aunque no se mencionan expresamente; y en el Persiles en dos pasajes se habla de las potencias del alma, en el primero Periandro (Persiles) confiesa la obligación que experimentó de servir a su amada Auristela (Sigismunda) desde el instante en que “en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes”{7}; y, en el segundo, Antonio, en su plática con Auristela, dice de los amantes que no todos “han puesto la mira de su gusto en gozar a sus amadas sino con las potencias de su alma”{8}. De gran interés es un pasaje del entremés El retablo de las maravillas, en el que expresamente se nombran las tres potencias del alma y se alude a las demás potencias de ésta por boca de la Chirinos en su plática con Chanfalla: “Que tanta memoria tengo como entendimiento, a quien se junta una voluntad de acertar a satisfacerte, que excede a las demás potencias”{9}.
Es cierto que la impronta escolástica en la idea cervantina de la mente humana y sus facultades es particularmente llamativa cuando Cervantes echa mano de conceptos técnicos de la escolástica, tales como las mentadas doctrinas de las potencias del alma o de las tres potencias, en referencia a las tres potencias superiores de ésta. Pero también se advierte esa impronta en el uso de la terminología escolástica para nombrar las facultades de la mente humana, ya sean las facultades cognoscitivas, como la razón, a la que también se alude con la expresión “luz natural”, una metáfora usual entre los escolásticos, o entendimiento, imaginación, fantasía, memoria, los cinco sentidos, y sus operaciones y resultados, como concepto, juicio y razonamiento o discurso en el caso del entendimiento, y la de representación o de representar en el caso de la imaginación y de la memoria; y no cognoscitivas, bien sean afectivas o emotivas, como los sentimientos, o desiderativas, como voluntad, deseo, apetito, los cuales genéricamente (afectos y deseos) se engloban, como los escolásticos, bajo el nombre de “pasiones” (de “las pasiones del ánimo” se habla, por ejemplo, en I, 41, 422); o para nombrar el género de conocimiento producido por esas facultades al que hemos de aspirar, el conocimiento claro y distinto, como el que Sancho cree tener, aunque erróneamente, cuando habla de “conocer clara y distintamente…”, pues lo que cree conocer clara y distintamente es que hay encantadores y encantos en el mundo (II, 70, 1076).
En particular, el entendimiento desempeña un papel de primer orden en el Quijote: en primer lugar, porque éste mismo como obra literaria se nos presenta como una hija del entendimiento; en segundo lugar, por las consideraciones generales acerca de esta facultad superior dispersas a lo largo de la novela, como la relativa a su naturaleza espiritual; y, en tercer lugar, porque el entendimiento es un elemento crucial en la caracterización de don Quijote como personaje, al que se nos presenta como un hombre de gran entendimiento, en el grado de ingenio, pero echado a perder por causa de la locura. No menos estelar es la función de la imaginación o fantasía, que también es un elemento esencial de la caracterización de don Quijote como personaje. Su fantasía, desbordante y poblada de imágenes procedentes de los libros de caballerías, alimenta la tendencia idealizadora de don Quijote y a interpretar todo lo que le sucede como si se tratase de episodios de una novela caballeresca; su imaginación fantaseadora y deformadora junto con el entendimiento desquiciado o sin juicio nos proporcionan las claves del funcionamiento psíquico de don Quijote que determina su relación con el mundo. También de la memoria se habla con mucha frecuencia en el Quijote, una facultad de la que sus personajes echan mano para activar el recuerdo de algo y a cuya función de representar cosas o sucesos, como en el caso de la imaginación o de fantasía, se alude no pocas veces.
El dualismo psicofísico, la tesis de la espiritualidad del alma y la del rango o dignidad superior de las operaciones y productos del alma respecto a los del cuerpo o hechos con éste constituyen la base sobre la que se construye el argumento de don Quijote para neutralizar el razonamiento de quienes sostienen la superioridad de las letras sobre las armas y equilibrar o empatar el debate. Los defensores de las letras alegan que éstas son cosas del espíritu o del alma o del entendimiento, pues la práctica de las mismas es producto de la actividad del alma o del entendimiento y no del cuerpo; en cambio, la profesión de las armas es exclusivamente dependiente de las operaciones corporales; y, supuesto que lo ejecutado por el espíritu o por su potencia intelectiva, por su naturaleza espiritual, excede en dignidad a lo ejecutado por el cuerpo, no cabe sino conceder que las letras superan en rango a las armas.
En realidad, este modo de argumentar en pro de la preeminencia de las letras sobre las armas constituía un tópico muy socorrido en los tradicionales debates sobre las armas y las letras. Así en Tirante el Blanco (1490), de Martorell, donde este debate aparece en el formato equivalente de la disputa entre la sabiduría, con la que estarían asociadas las letras, y el ardimiento, con el que se asociarían las armas, la princesa de Constantinopla, Carmesina, a quien le corresponde defender la sabiduría ante su padre el emperador frente a su madre la emperatriz, la abogada del ardimiento, argumenta que la primera supera al segundo, porque, mientras la sabiduría es un producto del entendimiento, que es espiritual e inmortal y el don más excelente del hombre, el ardimiento, en cambio, depende del corazón y del cuerpo, que son mortales:
“Sabido es que la sabiduría es don de la naturaleza y está en el entendimiento, que es el mayor señor de todos y el más noble. Y ardimiento está en el corazón, y si un poco lo tocáis, prestamente se muere, y el cuerpo está perdido”{10}.
Y, en unos términos más parecidos ya a los del discurso del Quijote sobre las armas y las letras, hallamos ese modo de razonar en El Cortesano (1528) de Baltasar de Castiglione, donde a la defensa que hace el Conde de la preeminencia de las primeras sobre las segundas, replica Bembo con el mismo argumento que don Quijote pone en boca de los abogados de las letras:
“Yo no sé, señor Conde, por qué queréis que este nuestro Cortesano, tiniendo letras y tantas otras buenas calidades, tenga todas estas cosas por ornamento de las armas, y no las armas con todo lo demás por ornamento de las letras, las cuales, por sí solas, sin otra compañía, llevan tanta ventaja a las cosas de la guerra cuanta es la que el alma lleva al cuerpo. Porque el exercicio dellas así pertenece propriamente al alma como el otro de las armas pertenece al cuerpo”{11}.
Pero don Quijote no está conforme con esta forma de argumentar basada en la oposición excluyente del cuerpo con las armas y el alma espiritual con las letras y contraataca alegando que, si bien es cierto que el ejercicio de las armas es un ejercicio corporal, no es únicamente corporal sino también cosa del espíritu, una actividad tan espiritual como la involucrada en la profesión de las letras. Y lo demuestra enumerando varios hechos que revelan el carácter espiritual de la profesión de las armas y que las armas no se ejercitan sólo con el cuerpo o con la mera fuerza física.
En primer lugar, el desempeño de las armas implica actos de fortaleza, pero éstos no se pueden ejecutar sin mucho entendimiento y el entendimiento es algo espiritual; en segundo lugar, razona don Quijote, el ánimo del guerrero trabaja tanto con el espíritu como con el cuerpo en el ejercicio del mando sobre un ejército o en la defensa de una ciudad sitiada; por último, hay toda una serie de operaciones específicas de la profesión de las armas o de la milicia, como conjeturar el intento y designios del enemigo, las estratagemas, las dificultades que afrontar y la prevención de los daños que se temen, que son acciones del entendimiento y, por tanto, acciones espirituales. Vale la pena cita la exposición del propio don Quijote:
“Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los designios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir de los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo así, pues, que las armas requieren espíritu como las letras…” I, 37, 392
El contraargumento de don Quijote tan sólo prueba que las armas también son una actividad del alma y que, por tanto, sobre esta sola base, las armas igualan en dignidad a las letras; pero no se infiere que las superen. Don Quijote es consciente de ello y a continuación alegará las razones que, a su juicio, fundamentan su tesis de la superioridad de las armas sobre las letras, pero este asunto escapa ya de nuestra jurisdicción.
Los deseos y la razón
Cervantes es consciente de las complejidades de la mente humana, como los conflictos y tensiones entre su área cognoscitiva o racional y el área irracional. Un buen ejemplo de ello es la manera como en la novelita interpolada en el Quijote, El curioso impertinente, analiza el conflicto entre el deseo y las potencias superiores del alma, como el entendimiento y la voluntad. En esta novela de carácter psicológico-moral el narrador revela una gran maestría y finura en el tratamiento del desarrollo de la lucha entre el deseo y el entendimiento y de sus fatídicas consecuencias para lo personajes que no adoptan la postura correcta en la forma de afrontar la contienda que viven en sus almas entre el deseo y la razón. Los tres personajes principales, Anselmo, Lotario, amigos, y Camila, esposa del primero, se ven envueltos y comprometidos en la dinámica del deseo, que pone en marcha Anselmo: “Me fatiga y aprieta un deseo tan extraño y tan fuera del uso común de otros” (I, 33, 330) y que inmediatamente pone en conocimiento de su amigo Lotario:
“El deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfecta como yo pienso, y no puedo enterarme en esta verdad si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro”. I, 33, 331
Pero aunque es Anselmo el que excita el deseo malsano e impertinente de querer probar la virtud de su esposa, será en el alma de su amigo y fiel Lotario donde con más fuerza se va a librar la batalla entre el deseo y la razón. En una primera fase, Lotario, un hombre de buen entendimiento y discreto, se pone en el lado correcto de la contienda. Conocido el deseo de Anselmo, Lotario, haciendo buen uso de su buen entendimiento, le expone a su amigo toda una batería de poderosas razones para refrenar su deseo y hacerle desistir de su intento, en el que quiere comprometerle a él, pues es a él a quien pide que se ofrezca, siendo su mejor amigo, a probar a Camila solicitándola o tratando de enamorarla.
En una segunda fase, luego de aceptar la petición de Anselmo, es cuando Lotario va a vivir “en continua batalla por resistir a sus deseos” (I, 33, 346), una batalla que sus deseos van a ganar a su buen entendimiento, el cual, en vez de generar buenos pensamientos como sucede en la primera fase de su evolución psicológico-moral, va a fabricar “malos pensamientos” (I, 34, 360), acomodados a su nueva situación, en que Lotario, ante la hermosura y virtudes de Camila, juntamente con la ocasión proporcionada por su marido (los deja solos durante ocho días conviviendo en la casa de Anselmo), aunque “hacíase fuerza y y peleaba consigo mismo por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila” (I, 33, 346), termina enamorándose de Camila y ella de él, y ambos gozándose en ello.
A la postre el deseo de Anselmo termina arrastrando a Lotario convirtiéndose en esclavo de un mal deseo amoroso –“mi mal deseo”, dirá el propio Lotario (I, 33, 338)-, olvidando, como advierte el narrador, que “sólo se vence la pasión amorosa con huilla y que nadie se ha de poner a brazos [se ha de enfrentar] con tan poderoso enemigo” (I, 34, 348). Pero, lejos de huirla como mejor estrategia racional, Lotario se entrega deliberadamente al juego de buscarla, pero la pasión le enciende con tanta fuerza que ni su buen entendimiento, ni su virtud, prudencia, amistad ni fidelidad a Anselmo, serán suficientes para apagar su lascivo deseo, que se alzará con la victoria sobre su entendimiento y virtud. Y lo mismo podría decirse de Camila, cuya bondad y honestidad tampoco bastarán para sofocar la pasión amorosa que también se apodera de ella. Los tres pagarán con sus vidas el haber dejado, en uso de su libre albedrío, que un mal deseo, un necio e impertinente deseo en el caso de Anselmo y uno lascivo en el de Lotario y Camila, domine sobre la razón. En la comedia El Laberinto de amor, un personaje, el duque Anastasio, lanza un advertencia sobre los peligros de que la razón no domine al apetito, sino que éste señoree sobre ella: “Cuando del apetito es sojuzgada/ la razón, no hay respeto que se mire,/ ni justa obligación que sea guardada”{12}; pues bien, El curioso impertinente no es sino la exploración del sojuzgamiento de la razón por el apetito y los desastrosos efectos de tan errónea forma de afrontar la relación entre el deseo y la razón.
El alma, principio vital
Hasta aquí hemos hablado del alma como principio de la vida mental, como sujeto de actividades mentales, a veces, como acabamos de ver, en conflicto. Pero en el tiempo del Quijote al alma se el atribuía otra función, la de ser un principio vital (anima), lo que hace que el cuerpo esté vivo, de forma que mientras estamos vivos es porque tenemos un alma. Esta idea de alma, que se remonta a los griegos, se mantuvo en la filosofía medieval y renacentista, no siendo cuestionada hasta Descartes, para quien el alma es sólo un principio de la vida psíquica, y es también la de Cervantes, según se espeja en el Quijote, donde hay un pasaje en el que, de pasada, don Quijote, en un coloquio con don Diego de Miranda, alude a la idea del alma como principio que anima al cuerpo: “Las almas que nos dan vida” (II, 16, 666).
Las almas dan vida, pero también la quitan. En efecto, si el alma como principio vital da vida, también la quita cuando se separa del cuerpo y lo abandona, dejando a éste convertido en un cadáver. Esta idea de la muerte como separación o abandono del alma o espíritu del cuerpo es la que subyace a la descripción de Cervantes de la muerte de don Quijote, el cual muere justamente cuando su alma le deja o abandona su cuerpo: “Dio su espíritu, quiero decir que se murió” (II, 74, 1104). Y puesto que murió cristianamente, murió con la convicción de que su alma, una vez separada del cuerpo, emprende su vida inmortal como espíritu desencarnado.
El origen creado del hombre
Un componente capital del dualismo antropológico espiritualista es la doctrina creacionista sobre el origen del hombre y, por tanto, del alma. Ya sabemos que, de acuerdo con la teología natural de Cervantes, la existencia de Dios como supremo creador y hacedor es una tesis racionalmente probada mediante la prueba teleológica, lo que, sin duda, le invitaba a pensar igualmente en el origen creado del hombre como una tesis racional y no un mero asunto de fe. En el Quijote hay algún rastro de la idea creacionista del hombre como tesis racional, sobre todo en la proclama de don Quijote sobre la creación del hombre como un ser libre: “Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres” (I, 22, 207), una proclama que queda un poco más difuminada en este otro pasaje: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos” (II, 58, 984).
Pero es más perceptible su presencia desde el punto de vista de la teología cristiana y su exégesis del relato del Génesis de la creación del hombre, según la segunda versión o la versión yahvista, de acuerdo con la cual Dios creó la pareja humana primigenia, primero a nuestro primer padre Adán, y luego, a partir de la costilla de éste, a Eva, nuestra primera madre. Es Lotario en El curioso impertinente quien echa mano de esta versión del relato de la creación del hombre como preámbulo para encuadrar el matrimonio como un sacramento de institución divina inmediatamente después de la creación de nuestros primeros padres y, al explicar el significado sacramental del matrimonio, de acuerdo con la interpretación teológico-cristiana de este sacramento, utiliza el dualismo antropológico carne o cuerpo/ alma, dando, pues, por sentado que la naturaleza dual del hombre se remonta al momento de su creación y que fue Dios mismo el que creó al hombre como un compuesto dual y no de otra clase (I, 33, 339).
No obstante, el tratamiento del origen del hombre como ser creado por Dios desde la perspectiva racional de la teología natural halló su lugar en el discurso de Tirsi sobre el amor en el primer libro de Cervantes, La Galatea, donde, luego de ascender desde los hechos del mundo y del hombre hasta Dios y establecer la existencia de Dios como creador y hacedor del mundo y del hombre, se da un paso más y se desciende desde Dios al hombre para ofrecernos una exposición de la creación divina de éste último como un ser dotado de razón y de la libertad del libre albedrío{13}. Y lo hace en unos términos muy similares a como lo hacían otros autores de la época, como fray Luis de Granada en su Introducción del Símbolo de la Fe, que bien pudo influir en Cervantes. Una referencia específica al origen creado del alma se halla en la pregunta de Cristina en el entremés El vizcaíno fingido: “¿Qué es lo que traes, amiga Brígida, que parece que quieres dar el alma a su Hacedor?”{14} y en el Persiles: “Porque las almas todas son iguales de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su hacedor”{15}.
Por cierto, esta última cita y su continuación: “…y, según la caja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así parecen ellas más o menos discretas y atienden y se aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más las inclinan” revelan la influencia o, por lo menos, la afinidad con el pensamiento de Huarte de San Juan{16}. Como Huarte, Cervantes sostiene que las diferencias entre los hombres de aptitudes intelectuales o, como diría Huarte, de ingenios, y de las correspondientes diferencias de disposiciones para las ciencias y artes no depende del alma, pues éstas han sido creadas iguales, sino del cuerpo, que es individualmente distinto según su compostura o caja y temperamento y según estas cualidades, que a su vez dependen de la composición humoral, especialmente de los humores dominantes en el cerebro, así sus aptitudes intelectuales y sus disposiciones para las ciencias y las artes. Obsérvese la semejanza de las palabras de Cervantes, de las que es portavoz Mauricio, con éstas otras de Huarte:
“Esta variedad de ingenios, cierto es que no nace del ánima racional, porque en todas las edades es la mesma… sino que en cada edad tiene el hombre vario temperamento y contraria disposición… De donde tomamos argumento evidente que, pues una mesma ánima hace contrarias obras en un mesmo cuerpo por tener en cada edad contrario temperamento, que cuando de dos muchachos el uno es hábil y el otro necio, que nace de tener cada uno temperamento diferente del otro”{17}.
La única diferencia con respecto a Huarte está en que Mauricio, que es astrólogo, quizá por ello da una importancia a la influencia astral en el origen de las aptitudes humanas para las ciencias y las artes que el primero no está dispuesto a conceder.
El hombre y los animales
En la filosofía antropológica clásica se destacaba la razón o el entendimiento como propiedad esencial específica del hombre que lo distingue de los animales. El papel de la razón o entendimiento es, como ya dijimos más arriba, de primer orden en el Quijote porque es un elemento esencial en la caracterización del protagonista de la obra: un hombre dotado de mucho y claro entendimiento, y así lo muestra en sus fases de lucidez, pero que lo tiene desquiciado por culpa de su demencia. Cervantes habla también del entendimiento en relación con muchos otros personajes de la novela, y lo mismo sucede en su obra literaria en general. Por si esto fuera poco, en el Quijote se hace referencia expresa al entendimiento y la capacidad de razonamiento como rasgos específicos del hombre frente a los animales. El narrador, al describir la conducta del cabrero Eugenio con una cabra fugitiva del rebaño, que habla con ella como si fuese un ser humano, nos dice que le habló “asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento” (I, 50, 513), lo que sugiere que la capacidad de entendimiento y discurso es una facultad específica humana que, de ningún modo, cabe atribuir a los animales, tal como una cabra, y el narrador ironiza a costa del cabrero por tratar al animal como si al igual que los humanos éste estuviera dotado de la capacidad de entendimiento y discurso.
Una referencia más directa y doctrinal a la razón como facultad que traza una diferencia específica entre el hombre y los animales se halla en El coloquio de los perros, un lugar muy propicio para ello, en que Cipión, sorprendido ante el hecho de que él y Berganza hablan y razonan, lo que rebasa los términos de la naturaleza perruna, le comenta a su compañero: “Hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional”{18}.
Cervantes en esto, como en tantas otras cosas, se sitúa en la tradición aristotélico-escolástica sobre la diferencia entre la naturaleza humana y la de los animales. No sólo por poner la razón y el discurso como frontera que separa al hombre del animal, sino también por reconocerle al animal otras facultades, como la memoria y cierto género de inteligencia. Cipión comenta que ha oído a la gente encarecer la mucha memoria de los perros, así como su carácter agradecido y fiel, y Berganza añade que, si bien propiamente los animales carecen de entendimiento, algunos, como los elefantes, en primer lugar, y los perros, a continuación, parecen, sin embargo, tenerlo.
Cervantes está, pues, muy lejos de sostener la concepción mecanicista de los animales, iniciada por Gómez Pereira y continuada por Descartes, que reduce a éstos a meras máquinas. Y la sensibilidad de Sancho con su rucio y el buen trato que le dispensa está en las antípodas de la insensibilidad e indiferencia al sufrimiento animal de los mecanicistas, tal como Malebranche, a quien la idea del automatismo de los animales le condujo a ignorar el dolor de su perra con la alegación de que se trataba simplemente de una máquina.
La libertad
Otro elemento capital de la filosofía antropológica dualista era la concepción del hombre como un ser libre. Durante el periodo renacentista se escribió abundantemente sobre este tema, hasta el punto de convertirse en un tema habitual la exaltación de la libertad humana. Cervantes se halla en sintonía con esta tendencia del pensamiento, que en el pensamiento español del Siglo de Oro tuvo una gran repercusión. En el Quijote y en general en toda su obra son frecuentes, como ya hemos visto en otros lugares, las referencias a la libertad o al libre albedrío como rasgo fundamental del hombre y es un factor clave para entender a muchos de sus personajes y sus obras, todo lo cual hace de Cervantes uno de los pensadores que más persistentemente han abogado por la libertad humana.
Cervantes la defiende contra toda forma de determinismo que pretenda excluirla, ya sea el determinismo natural o cósmico, psicológico o teológico. No niega la determinación causal, sea de Dios, de factores naturales o psicológicos o antropológicos relativos a la naturaleza humana, pero nada de esto fuerza o arrastra al hombre a actuar de una determinada manera, si no es con el asentimiento de su libre albedrío. En contradicción de la sentencia de Séneca de que “los hados conducen a quien los acata, a quien los resiste lo arrastran” (ducunt volentem fata, nolentem trahunt), Cervantes sostiene, por el contrario, que ninguna determinación causal puede arrastrar al hombre, con lo que da a entender que quienes afirman lo contrario, confunden la causalidad determinista con la coacción. Pues, como dice don Quijote, los astros, aunque influyen en la vida humana hasta el punto de causar algunas de nuestras inclinaciones, una creencia comúnmente aceptada en la época, no nos fuerzan a obrar de un modo o de otro; él mismo está convencido de que su inclinación a las armas se debe a una influencia astral, la de haber nacido bajo el signo de Marte, pero no se le impone, si nuestra voluntad se opone, aunque, puede ocurrir, como en su caso, que su voluntad sea conforme, pero es la voluntad libre la que manda y no los astros (cf. II, 6, 592). Pues bien, lo que don Quijote establece para el caso de los astros, se puede extender a las demás causas que determinan al hombre, que ninguna de ellas le fuerza a actuar en un sentido prefijado. En suma, para Cervantes libertad y determinación causal, lejos de ser incompatibles, son conciliables.
La libertad, proclama don Quijote, es uno de los más altos dones dados por Dios al hombre cuando lo creó, y esa libertad sólo cuando es racional puede preservarse como tal, esto es, sólo cuando el poder de decidir está dirigido por la razón, se convierte en un poder mediante cual el hombre se erige en señor de sus obras, capaz de controlar sus afectos, deseos e inclinaciones, de corregirlos, frenarlos o encauzarlos. Un ejemplo de esto es el propio don Quijote en relación con el problema ya citado de la influencia astral en la vida humana que a él le inclina a dedicarse a las armas, cuando después de reconocer su inclinación a éstas por influencia de Marte, termina afirmando que “será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo [le espeta a su sobrina que pretende persuadirle de que no es apto para las armas] lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea”, con los cual da a entender que la razón y la voluntad libre humanas están por encima de nuestras inclinaciones e influencias astrales; si fuera el caso de que la razón le hiciera ver que las armas no son lo suyo, su voluntad libre frenaría y abandonaría tal inclinación, como hace precisamente al final de la novela cuando sana y ya en pleno ejercicio de su razón y libertad, reniega de su breve pasado como hombre de armas. En el terreno más doctrinal, la estrecha vinculación entre razón y libertad se halla expuesta en el pasaje del ya mentado discurso de Tirsi en La Galatea, en que habla de la creación divina del hombre como un ser libre y dotado de razón, una razón que presenta como una “despierta centinela”, gracias a cuya guía de la voluntad libre el hombre no queda sometido al imperio de sus deseos, afectos e inclinaciones, sino dotado de un poder de frenarlos o corregirlos{19}.
Otro aspecto fundamental de la idea cervantina de la libertad como libre albedrío es la visión del hombre como un sujeto activo, que a través de sus acciones construye, dentro naturalmente de los límites de la naturaleza o esencia invariable que el hombre se supone que tiene, su carácter, se crea a sí mismo como un ser virtuoso o vicioso y, en definitiva, edifica su vida como una obra suya, como resultado de las obras que escoge realizar. En virtud de su libertad el hombre es, pues, a la vez producto de sí mismo, su propia obra: “Cada uno es hijo de sus obras”, proclama don Quijote (I, 4, 50) y artífice de sí mismo, de su fortuna, ventura o destino, como anuncia también el ingenioso hidalgo apropiándose de una fórmula de Salustio: “Cada uno es artífice de su ventura” (II, 66, 1054), bien es cierto que el poder que aquí se reconoce al hombre, hechura de sí mismo, sobre el curso de su vida se inscribe dentro del inescrutable plan de la providencia divina.
Como firme adalid del libre albedrío, también defiende obviamente la capacidad del hombre de modificar su carácter y sus inclinaciones; lo que no es modificable es su esencia humana, que se postula que es invariable. Los personajes de Cervantes saben que el carácter de una persona no está prefijado en su naturaleza, ni sus virtudes ni vicios, sino que el uno y los otros dependen de la voluntad humana, la cual, en virtud de su libertad, puede hacer que el hombre altere y mejore su carácter y se libere de sus vicios y malas acciones. Los personajes de Cervantes, puesto que se consideran libres, saben que siempre está en sus manos mejorar su vida moral o aferrarse a su mala vida como decisión de su voluntad libre. Ellos creen en definitiva en la capacidad humana de regeneración y, por tanto, en el arrepentimiento, en la posibilidad de la enmienda, en la responsabilidad y en la retribución o sanción de sus obras{20}.
Mujeres y varones
En la exposición precedente de la filosofía antropológica cervantina nos hemos centrado en los rasgos o atributos comunes a todos los miembros de la especie humana por razón de ser humanos. Pero cabe abordar el tema del hombre desde la perspectiva de los sexos que componen la especie humana. Y esta perspectiva también existe en el Quijote, donde se hallan dispersas diversas observaciones sobre el diferente perfil psicológico-moral de los dos sexos, varones y mujeres, en que se divide el hombre.
Por comparación con el varón, la mujer es “animal imperfecto” (I, 33, 336). Tal es la principal tesis sobre la mujer que nos avanza Cervantes utilizando como portavoz a Lotario, un caballero florentino, virtuoso y discreto, uno, como ya hemos visto, de los tres personajes principales de El curioso impertinente, un relato que, por su carácter psicológico-moral, resulta muy apropiado para las consideraciones sobre las diferencias entre varones y mujeres, que precisamente abundan en esta novelita interpolada. Esta idea sobre la mujer fue muy popular durante la baja Edad Media y el Renacimiento entre los espíritus cultivados, como el propio Lotario refleja en la ficción, entre quienes se convirtió en un tópico muy repetido en la forma de esa fórmula lapidaria, sin más explicaciones, como si se tratase de algo de sobra conocido entre las personas letradas. Una buena muestra de todo ello la tenemos en el libro, ya citado más arriba, de Castiglione, El Cortesano, que tan popular y leído fue durante el Renacimiento, en el que se reitera el tema en varias de sus páginas, particularmente aquellas en que se debate sobre las cualidades de la mujer o de la dama perfecta{21}.
El tópico sobre la mujer como animal imperfecto procede, en realidad, de Aristóteles, el verdadero artífice de semejante idea sobre la mujer{22} y que, por tanto, no se puede comprender bien sin tener en cuenta sus explicaciones, que Cervantes, al igual que muchos otros, omite, bien es cierto que hay quien, como Castiglione, alude, al menos, a su trasfondo aristotélico, lo que en su caso es comprensible dado el formato de ensayo de su libro. La tesis aristotélica es el resultado combinado de sus concepciones sobre la digestión y especialmente sobre la reproducción. La razón inmediata de que la mujer sea un animal imperfecto reside en su diferente papel en la reproducción: el varón, en tanto macho, es un principio activo, portador en su esperma de la forma de la especie transmitida a la descendencia; en cambio, la mujer como hembra es sólo un principio pasivo, que desempeña el papel de materia en la reproducción, pues se limita a recoger el esperma en su seno y a proporcionarle materia y alimento por medio de su sangre menstrual, la cual es, en la hembra embarazada, el material a partir del cual se desarrolla el embrión en el seno materno, pero las determinaciones de la forma humana de la cría sólo proceden del macho.
Ahora bien, la raíz última de que la mujer sea un animal imperfecto en comparación con el varón es que la mujer es por naturaleza más fría y esa frialdad de naturaleza es la que impide que produzca, como el macho, el esperma, portador de la forma o plano del nuevo ser, y que, en cambio, sólo produzca sangre menstrual, base de la materia del nuevo ser procreado. Para entender cabalmente esto último es menester remitirnos a la concepción aristotélica de la digestión. Según el filósofo griego, la digestión es una cocción interna que tiene lugar en el estómago, que funciona como una especie de cacerola, calentada por el calor interior del cuerpo producido en el corazón, que es una especie de fogón que produce ese calor interior que calienta al estómago y demás órganos. Pues bien, una vez cocidos los alimentos en el estómago, tras ser preparados para ello mediante la masticación bucal, las partes aprovechables se asimilan en el intestino –las no aprovechables o residuos descienden por el intestino para su evacuación por el ano- y se transforman, por cocciones sucesivas, en sangre y otros tejidos, en grasa, en carne, en esperma en los machos y en sangre menstrual y leche en las hembras. Pero mientras los machos en su última cocción de la sangre producen el esperma, las hembras, en cambio, no son capaces, como los machos, de llevar el proceso de cocciones sucesivas hasta su extremo, que es la producción de esperma en la última cocción de la sangre, un proceso que sólo el macho, el animal perfecto, es capaz de llevar hasta el final porque genera suficiente calor para destilar el esperma. Pero las mujeres, animales imperfectos, a causa de su frialdad natural, son incapaces de generar la temperatura requerida para producir el esperma.
La idea de la mujer como animal imperfecto, basada en la consideración físico-biológica de ésta como una hembra lastrada por la impotencia, a causa de la frialdad de su naturaleza, para destilar o producir por cocción el esperma a partir de las alimentos digeridos, no tiene un alcance meramente biológico, sino que se extiende al terreno moral e intelectual. La mujer no es sólo por su constitución físico-biológica inferior al varón, sino que también lo es moral e intelectualmente. De hecho, en Cervantes la caracterización de la mujer como animal imperfecto es sólo el preámbulo para exponer su pensamiento sobre la inferioridad moral de la mujer, manifiesta en la fragilidad de ésta, en su flaqueza natural, que la predispone más fácilmente que al varón a incurrir en el mal, por lo que es recomendable no ponerle tropiezos que puedan inducirle a hacer el mal. Por ello, nada más afirmar de ella que es animal imperfecto añade por boca de Lotario: “Y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfección que le falta, que consiste en el ser virtuosa” (I, 33, 336-7).
Lotario desarrolla la idea de la fragilidad y flaqueza moral de la mujer, en cuanto animal imperfecto, a través de una serie de metáforas iluminadoras encadenadas, mediante las cuales se pretende poner de relieve que incluso la mujer modélica, que es la mujer virtuosa, honrada y honesta o casta, es moralmente débil por naturaleza y propensa a la caída, si no se le deja el camino expedito de obstáculos. En efecto, la mujer virtuosa, honrada y honesta es, en primer lugar, un armiño, pero, a diferencia de éste, que según la leyenda prefiere inmolarse antes que perder su blancura, a la mujer es mejor no ponerle delante el cieno, porque quizá no tenga la virtud o fuerza natural suficiente para enfrentarse al cieno y superar los obstáculos o embarazos; en el terreno de las relaciones heterosexuales si a la mujer se la expone al cieno “de los regalos y servicios de los importunos amantes”, se corre el riesgo de que pierda su honestidad, como le sucede a Camila precisamente ante el asedio a que es sometida por Lotario, a petición de su marido Anselmo.
La buena o virtuosa mujer es también como un “espejo de cristal luciente y claro”, pero sujeto a empañarse u oscurecerse ante cualquier aliento que lo toque; como una “reliquia” o como “un jardín lleno de flores y rosas”, que se pueden contemplar, pero no tocar o manosear. Previamente a todo esto se había dicho que una mujer bella, virtuosa y honesta como Camila es “un finísimo diamante”, una idea que, sin duda, se puede extender a cualquier mujer de tal calibre moral (“no hay joya en el mundo que tanto valga como la mujer casta y honrada”), pero si aun el diamante podría romperse, con mayor razón la mujer, siendo animal imperfecto proclive a sucumbir ante los obstáculos, puede quebrarse.
La mujer no sólo es moralmente frágil, quebradiza, por naturaleza, sino que, según Lotario, posee un mayor ingenio para el mal que el varón, aunque éste se halla contrarrestado por el hecho de que asimismo su ingenio para el bien supera al del varón: “Pero como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal, más que el varón…” (I, 34, 357).
El tópico más repetido en la obra cervantina acerca del carácter moral de la mujer es el de ser mudable, fácil o inconstante, antojadiza y caprichosa, del que es portavoz Cardenio en el Quijote en referencia a su amada Luscinda: “¿Quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por cierto” (I, 27, 268) y reiteradamente mencionado en otros escritos suyos: “Ha dado la palabra –expone un criado de Artandro, caballero aragonés, pretendiente y raptor de Rosaura- de ser esposa de Artandro; y agora, por cumplir con la condición mudable de la mujer, la ha negado y entregádose a Grisaldo”{23}; “¡Oh mujeres, mujeres, todas, o las más, mudables y antojadizas!”{24}, proclama el personaje del soldado en La guarda cuidadosa; “Que deseos de mujer / se mudan a cada paso”{25}, comenta el cautivo español Oropesa; Arnaldo, príncipe heredero de Dinamarca, enamorado de Auristela, alimenta la esperanza de conseguir la voluntad de ésta, a pesar de haberle confesado su voluntad de mantenerse virgen toda su vida, pensando en la variación de los tiempos y en “la mudable condición de las mujeres”{26}; el narrador pone en la boca del anciano criado de Ruperta, una dama viuda, esta declaración: “Murmuró de la facilidad de Ruperta y, en general, de todas las mujeres y el menor vituperio que dellas dijo fue llamarlas antojadizas”{27}. La facilidad de Ruperta y de las mujeres, que misóginamente les atribuye el criado, no tiene nada que ver con lo que hoy se entiende cuando se habla de la facilidad de una mujer, a saber que se presta sin resistencia a mantener relaciones sexuales, sino inconstancia o volubilidad. Ruperta es fácil por su carácter inconstante o mudable, pues repentinamente pasa del extremo de querer asesinar a Croriano, hijo del asesino de su marido, a quien en venganza quiere arrebatar la vida, al extremo de enamorarse de él, nada más ver la hermosura de su rostro cuando se disponía a apuñalarlo, y a entregarse a él como esposa{28}.
La condición voluble y antojadiza no es la única cualidad negativa asignada a la mujer. He aquí otros de sus defectos señalados en el Quijote: “La natural inclinación de las mujeres, que por la mayor parte suele ser desatinada y mal compuesta” (I, 51, 519). O en otras obras suyas: “Pocas veces se desprecian las riquezas ni los señoríos, especialmente las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son altivas y soberbias”{29}, un pensamiento que el narrador pone en la cabeza de Sinforosa, hija del rey Policarpo; “Las mujeres somos naturalmente vengativas, y más cuando nos llama a la venganza el desdén y el menosprecio”{30}, proclama la hechicera Cenotia como un pensamiento que da por sabido de su interlocutor Antonio el padre; “Indiscretas somos –anuncia Auristela o Sigismunda- las mujeres, mal sufridas y peor calladas”{31}.
La inferioridad intelectual de la mujer es otro cliché misógino al que se alude tanto en el Quijote como en el resto de la obra cervantina. Ya hemos visto antes cómo Cardenio habla del confuso pensamiento de las mujeres; y a continuación del mismo pasaje del Quijote en que a las mujeres se les atribuye un ingenio más presto para el bien y para el mal que el de los varones, sin embargo, se les niega tal ingenio para razonar: “Puesto que le va faltando [se sobreentiende ingenio] cuando de propósito se pone a a hacer discursos…”). En otros lugares de sus obras, también se tilda de confuso el discurso o razonamiento de las mujeres: “Parienta es la confusión / del discurso de mujer”{32} concede la mora Arlaxa; o se menosprecia su intelecto: a la observación del pastor Lauso de que la pastora Clori, como mujer, sigue su costumbre, ella replica que sigue lo que es razón, pero Lauso contrarreplica que “será milagro / hallarla en las mujeres”{33}.
En el terreno emocional o afectivo, se nos da una de cal y otra de arena. La de arena o nota negativa se refiere a la irracionalidad de la mujeres en asuntos amorosos, un prejuicio muy extendido que el autor pone en la boca de don Quijote: “Ésa es natural inclinación de mujeres, desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece” (I, 20, 179), quien se pronuncia así luego de oír el cuento de la Torralba, relatado por Sancho, en el que la pastora de este nombre se distingue precisamente por amar a un pastor que la desdeñaba. La de cal o nota positiva la pone el propio narrador: “Las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas” (I, 37, 391).
En resumidas cuentas, las mujeres comparten con los varones una serie de atributos en cuanto miembros de una misma especie humana: ambos están igualmente compuestos de cuerpo y alma, su alma es espiritual e inmortal, poseen entendimiento y su voluntad es libre, pero están desigualmente dotados en el terreno intelectual y moral, poseyendo en general los varones una mejor dotación intelectual y moral que las mujeres. Esto no quita para que Cervantes se entregue a la creación de personajes femeninos excelentes, que sobresalen por su inteligencia, virtud y discreción, lo que algunos críticos consideran estar en contradicción con su imagen negativa de la mujer en comparación con el varón.
A nuestro juicio no hay en ello contradicción alguna: Cervantes parece pensar que, aunque algunas mujeres puedan estar intelectualmente dotadas y ser virtuosas y honestas, la mayoría de ellas lo son menos que los varones y además, incluso aquellas que son inteligentes y virtuosas, están más inclinadas que los varones a incurrir en el mal o en el pensamiento confuso. Una mujer puede ser buena, discreta y de buen entendimiento y, a pesar de todo, tropezar y caer, por su natural inclinación, como es el caso de Camila o de Leandra, de quien se nos dice precisamente que “los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que por la mayor parte suele ser desatinada y mal compuesta” (I, 51, 519). En la historia de Leandra ve el cabrero Eugenio, que había sido uno de sus pretendientes, un compendio de los tópicos misóginos sobre la mujer y ello le impulsa a seguir el camino, que estima acertado, de “decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen” (I, 51, 520).
Está claro, en vista de todo lo anterior, que Cervantes compartía los prejuicios machistas o misóginos de su tiempo. Cabría alegar en su defensa que son sus personajes, y no él mismo, quienes hacen declaraciones negativas sobre la mujer y que el narrador, a lo más que llega, es a reflejar los pensamientos adversos de sus personajes, pero ello no quiere decir que los comparta. Es cierto todo esto. Pero aun así, no creemos que Cervantes se libre de compartir la opinión común de su tiempo sobre la inferioridad de la mujer, pues, aunque es verdad que son sus personajes los que se pronuncian en tal sentido, no es menos verdad que son tantos los personajes que se pronuncian de tal manera y tan variados socialmente y en cuanto a su formación, que se vuelve harto difícil excluir o excusar a Cervantes de un prejuicio tan extendido en la sociedad de su tiempo. En las opiniones misóginas coinciden personajes pertenecientes a todo el espectro social y cultural de aquel tiempo: nobles y villanos, cultos o letrados y analfabetos. No obstante, carece de sentido intentar acusar o censurar a Cervantes por abrazar un punto de vista sobe la mujer que compartía todo el mundo en su época; juzgar los personajes del pasado con los ojos de hoy y los criterios morales actuales es, además de un anacronismo, una injusticia y una necedad.
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{1} La última vez en “De la teología a la filosofía de la religión”, El Catoblepas, nº 180, verano de 2017.
{2} Sobre la estructura jerárquica de las potencias mentales del alma véase santo Tomás, Suma teológica, I, q. 78, a.1.
{3} Véase Suma teológica, I, q. 78, artículos 1, 3 y 4.
{4} De Trinitate, X.
{5} Un buen reflejo de esta discrepancia sobre la noción de la memoria como potencia sensitiva o como facultad superior intelectiva al lado de la inteligencia y la voluntad se halla en el propio santo Tomás, en Suma teológica, I, q. 79, a. 6 y 7, quien reconoce que la memoria, amén de estar en la parte sensitiva del alma, también, en cuanto depósito de las especies inteligibles y recuerdo del entendimiento de algo pasado, reside en su parte intelectiva, pero se niega, a diferencia de san Agustín y Pedro Lombardo, a reconocerla como una facultad propia distintiva del entendimiento.
{6} Cf. IV, pág. 440.
{7} II, 7, pág. 320.
{8} IV, 11, pág. 695.
{9} Véase Teatro completo de Miguel de Cervantes, pág. 799.
{10} Tirant lo Blanc, Alianza Editorial, 2006, pág. 449.
{11} Op. cit., I, 9, pág. 125.
{12} Miguel de Cervantes, Teatro completo, vv. 1351-3, pág. 494.
{13} Cf. op. cit., IV, pág. 440.
{14} Miguel de Cervantes, Teatro completo, pág. 782.
{15} I, 18, pág. 243.
{16} Como ya vimos en la sección final de nuestro estudio sobre la interpretación filosófica del Quijote del krausista Federico de Castro “El materialismo de Sancho y el armonismo del Persiles”, El Catoblepas, nº 137, 2013.
{17} Examen de ingenios para las ciencias, Editora Nacional, 1976, cap. 2, pág. 87.
{18} Novelas ejemplares, II, pág. 299.
{19} Véase nota 6.
{20} Para un análisis más amplio y de detallado de la libertad en Cervantes remitimos a nuestros estudios “El pensamiento de Cervantes no es fatalista” y “Libre albedrío contra determinismo fatalista”, éste último en dos partes (1) y (2), todos ellos publicados respectivamente en El Catoblepas, nº 152, 2014; nº 154, 2014; y nº 155, 2015.
{21} Cf. op. cit., II, c. 7, págs. 218 y 222; y III, c. 2, pág. 237, en la cual hay dos menciones.
{22} Es sobre todo en el libro primero de su tratado De generatione animalium, que trata de la reproducción en general y del papel de cada sexo en ésta, donde expone la tesis sobre las hembras en general, de cualquier especie animal sexuada, y las mujeres, en cuanto hembras, como animales imperfectos. Un resumen muy didáctico sobre las ideas de Aristóteles sobre la reproducción con especial atención a la idea de las mujeres como animales imperfectos puede verse en Jesús Mosterín, Aristóteles, Alianza Editorial, 2007, págs. 284-7.
{23} La Galatea, V, pág. 514.
{24} Miguel de Cervantes, Teatro completo, pág. 769.
{25} El gallardo español, I, vv. 996-7, op. cit., pág. 45.
{26} Persiles, I, 2, pág. 136.
{27} Op. cit., III, 18, pág. 597.
{28} Ibid., págs. 594-6.
{29} Op. cit., II, 6, pág. 313.
{30} Op. cit., II, 11, pág. 353.
{31} Op. cit.,IV, 11, 695.
{32} El gallardo español, vv. 748-9, en Miguel de Cervantes, Teatro completo, pág. 38.
{33} La casa de los celos, vv. 1165-8, op. cit., pág. 141.