El Catoblepas · número 183 · primavera 2018 · página 4
La filosofía moral del Quijote
José Antonio López Calle
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (58)
Una filosofía moral teológica
El rasgo esencial del pensamiento ético de Cervantes en el Quijote y en el resto de su obra viene determinado por su teología y su filosofía antropológica. Hemos visto que Cervantes admitía, de un lado, la existencia de Dios y, de otro, la inmortalidad del alma como verdades racionales, además de ser dogmas de fe. La concepción cervantina de la ética se amolda a estas verdades teológicas y antropológicas determinando su carácter trascendentista y que la ética esté subordinada o subalternada a la teología o a la religión. En lo que sigue exponemos de forma sintética esta idea trascendentista de la ética, porque ya la abordamos amplia y detalladamente en un trabajo anterior, “Trascendentismo antropológico y moral frente a inmanentismo”{1}, escrito como parte del debate sobre la interpretación de Castro del pensamiento moral de Cervantes como un pensamiento inmanentista.
La vida del hombre no se agota en su desarrollo en este mundo, sino que, en virtud de su alma inmaterial y inmortal, continúa más allá de este mundo en un ultramundo. Hasta aquí el componente antropológico de la concepción trasmundana de la vida de Cervantes y de sus personajes. Pero su visión trasmundana de la existencia humana contiene un componente teológico, pues es la teología la que da contenido a la vida inmortal a la que el hombre está destinado, y ese componente teológico es doble, ya que Dios cumple dos funciones en el más allá: en primer lugar, Dios se nos presenta como juez supremo que en la otra vida recompensa a los hombres con la beatitud eterna y la desdicha perpetua según hayan seguido la senda de la virtud o del vicio; y en segundo lugar, Dios es el fin del hombre y la fuente y objeto de su felicidad, pues la vida ultramundana en el cielo consiste en el disfrute de una vida gloriosa ante su Creador, del gozo de Dios mismo.
Los personajes cervantinos, y sin duda el propio narrador, abrazan ese conjunto de doctrinas, de las que el propio don Quijote es uno de sus principales portavoces. Así de acuerdo con el pensamiento del ingenioso hidalgo, Dios se nos presenta como juez recompensador y sancionador según la bondad o maldad de los hombres: “Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno” (I, 22, 207) y se nos señala, remitiéndose a una pasaje del evangelio de Mateo (Mt 7,13-4), que hay que seguir el camino de la virtud y evitar la del vicio porque es la virtud la que nos convierte en merecedores de las recompensas de ultratumba:
“Sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin”. II, 6, 593.
Y el contenido de esas recompensas nos lo revela el cabrero Pedro, quien, habida cuenta de las grandes virtudes que adornaban a la madre de Marcela, ya fallecida, no tiene ninguna duda de que “debe de estar su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo” (I, 12, 106).
En fin, los personajes cervantinos, lo mismo en el Quijote que en los demás escritos suyos, saben que sus vidas tienen un fin trascendente, que la naturaleza de ese destino, la gloria eterna en el cielo o la desdicha perpetua en el infierno, depende de su elección de transitar por la vía de la virtud o del vicio y de ahí su voluntad o inquietud por no desviarse del camino correcto para lograr su fin último de gozo celeste. Así Sancho, con tal de asegurar la salvación de su alma, estaría dispuesto a renunciar a ser gobernador si el desempeño de este cargo pusiese en peligro su alma, pues “más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno” (II, 43, 876); Avendaño, en la novela ejemplar La ilustre fregona, declaraque sin la realización del bien no cabe garantizar la recompensa de la gloria celeste: “No es posible ir al cielo sin buenas obras”{2}; por su parte, Soldino, el anciano astrólogo del Persiles, está convencido, tras haber llevado una vida mundana, de por fin haber hallado el camino recto que conduce al cielo: “Aquí yo soy señor de mí mismo, aquí tengo mi alma en mi palma y aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis deseos al cielo”{3}.
Pero el elemento teológico no es sólo determinante de la concepción trasmundana de la vida de Cervantes, en virtud, según acabamos de ver, del papel doble desempeñado por Dios en la otra vida como juez y destino último del hombre, sino también de su doctrina sobre la ley moral y su fundamento. Hay base textual para afirmar que Cervantes abogaba por una idea teológica de la ética en que Dios es el fundamento último de la ley moral. En su discurso sobre las causas justas y razonables de la obligación de tomar las armas don Quijote, oficiando de teólogo, como así lo toma Sancho, fundamenta la legitimidad del uso de las armas en la defensa de la propia vida en que esta defensa “es de ley natural y divina” (II, 27, 764). Lo que don Quijote parece estar sugiriendo, en una frase tan comprimida, es que la legítima defensa de la propia vida, en cuanto ley natural, se funda en la naturaleza humana, y como ley divina, en Dios, lo que viene a indicar, a la manera de la escolástica tomista, que el deber de defender y conservar la propia vida es un precepto de la ley natural inculcado por Dios en la naturaleza humana y que, por tanto, hay un doble fundamento de la ley moral, en cuanto que es una ley natural, una fundamentación próxima en la naturaleza humana, en la cual se hallaría inscrita, y una fundamentación remota o última en Dios, en tanto él ha inculcado o escrito en nuestra naturaleza, al crearnos, la ley natural.
La idea de Dios como fuente última de la ley moral se refuerza con otro pasaje del Quijote en que se habla de Dios, en la figura de Cristo, Dios encarnado (“Dios y hombre verdadero”), ya no como juez sino como “legislador nuestro”, esto es, como un legislador que ha establecido unas leyes morales. Aunque aquí se habla de Dios como legislador desde una perspectiva religiosa, en un pasaje de La Galatea se nos presenta a Dios como legislador desde la perspectiva de la teología natural, un Dios que, por ejemplo, ha ordenado o estatuido el matrimonio como una institución de base natural, en tanto es a la vez producto y freno moral del “amor natural” con que Dios ha dotado al varón y a la mujer para incitarlos a unirse en parejas, procrear y así garantizar la perpetuación de la especie, pues sin él, como dice el letrado pastor Tirsi, “el mundo y nosotros acabaríamos”, y, al mismo tiempo, bajo su amparo, dar satisfacción lícita a “los más de los gustos y contentos amorosos naturales”{4}.
Obsérvese además que la noción misma de Dios como juez también remite a unas leyes con respecto a las cuales juzga las obras de los seres humanos y que esas leyes han debido de ser estatuidas por él en tanto creador infinito y omnipotente al que nada escapa.
Hemos visto que la fundamentación teológica de la ley moral va unida en Cervantes a la doctrina de la ley moral como ley natural puesto que tiene un fundamento natural en la propia naturaleza humana, un doctrina que cabría denominar naturalismo ético (al igual que se habla de iusnaturalismo para referirse a las leyes jurídicas de base natural) y que es sin duda otra pieza central de la filosofía ética cervantina. Pero la idea de la ley moral como ley natural inscrita en nuestra naturaleza aparece también en la obra cervantina por sí misma, al margen de su base última teológica en tanto reflejo de la ley divina, lo que refuerza la tesis de que Cervantes debía de concebir las leyes morales fundamentales como leyes naturales inscritas en nuestra naturaleza.
Así en Los baños de Argel se nos presenta, por boca del renegado español Hazén, pero ya arrepentido de su apostasía, la traición a la familia y a la patria como infracciones contrarias a la ley de naturaleza, lo que equivale a decir, en forma positiva, que el velar por el bien de nuestra familia y el contribuir al bien de la sociedad política de la que formamos parte o de nuestra patria son leyes morales de base natural, en suma leyes naturales{5}; en realidad, la doctrina sobre la defensa de la patria como precepto de la ley natural se halla sugerida, al menos tácitamente, en el Quijote, en el discurso mentado acerca de las causas por las que es legítimo tomar las armas: cuando a las cuatro causas añade una quinta, de la que el narrador nos dice que se puede contar por segunda, la está colocando en el mismo puesto que la defensa de la propia vida, que es la que precisamente va en segundo lugar, y, siendo así, ¿no se desprende que la defensa de la patria ha de ser igualmente un mandato de la ley natural?
Y en La Galatea hallamos dos referencias a la ley natural como base de la ley moral. En primer lugar, se dice que la gratitud por los beneficios recibidos de otro es un deber fundado en una ley de la naturaleza{6}; el tema de la gratitud y de la ingratitud también se trata en el Quijote y despierta interesantes reflexiones por parte del ingenioso hidalgo, pero no se mienta en ningún momento que se trate de una obligación de ley natural (cf. I, 22, 209 y II, 58, 993). En segundo lugar, más adelante se habla de saciar el hambre o de alimentar el cuerpo para preservar la vida como de una obligación natural{7}.
Nada se nos dice sobre el fundamento teológico de las leyes naturales citadas en Los baños de Argel y de los dos últimos casos citados en La Galatea. Pero es razonable suponer que si en el Quijote la ley natural que nos obliga a defender la propia vida en caso de que alguien la ponga en peligro es una ley que tiene una fuente divina, también lo deberán ser las demás leyes morales de base natural de las que hablan sus personajes, lo que resulta aún más razonable si se atiende a la conjunción de la concepción de Dios como legislador, como autor de leyes, y al creacionismo de Cervantes, en virtud del cual, Dios, al crear el hombre, al igual que le ha dotado de los dones de la razón y la libertad, habría grabado en su naturaleza un repertorio de leyes morales naturales, reflejo de la ley divina.
Establecidos los rasgos generales de la filosofía moral cervantina, que se resumen en trascendentismo, eudemonismo del más allá y naturalismo, pasamos a abordar el pensamiento ético de Cervantes sobre algunos asuntos más particulares. En primer lugar, nos ocuparemos de la virtud, que sin duda tiene un papel estelar en aquél. La virtud es un elemento crucial del pensamiento moral de sus personajes, especialmente de don Quijote, y a la vez algo de lo que el narrador echa mano para retratar a sus personajes, en cuyo retrato moral es habitual referirse, en consonancia con el carácter fuertemente moralista de aquella época que tendía a ver a los seres humanos desde un prisma moral, a las virtudes más apreciadas en las personas en el tiempo del Quijote.
La virtud y el vicio
La virtud es ante todo, como ya vimos, el único camino para lograr el fin último del hombre que es la felicidad en la otra vida gozando de Dios. La práctica de la virtud merece, pues, ser conocida o reconocida: “La virtud no puede dejar de ser conocida” (II, 62, 1024); honrada: “La virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare” (II, 62, 1025); alabada: “Siempre la alabanza fue premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados” (II, 6, 592); y, por supuesto, merece ser recompensada, incluso en este mundo, aunque no siempre así sea, pero, si no en éste, en cualquier caso desde luego en el otro mundo, donde Dios es el garante siempre seguro de su final recompensa en la vida ultramundana.
En vista de tan primordial papel de la virtud en la vida humana, no es de extrañar que se la ensalce como lo más valioso del hombre, la mayor cifra de su nobleza, como así pregona Dorotea: “La verdadera nobleza consiste en la virtud” (I, 36, 379). La fuerza de esta declaración se aprecia mejor si se tiene en cuenta que en el pensamiento de la época la nobleza como linaje gozaba de preeminencia social y política incuestionada. Del mismo tenor es el consejo de don Quijote a Sancho de que “la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale” (II, 42). Ni Dorotea ni don Quijote pretenden derogar el valor de la nobleza de sangre, algo impensable en la época, sino tan sólo colocar la virtud por encima del linaje por muy noble que éste sea. Igualmente la virtud se pone por encima de la riqueza, como lo hace el cabrero Eugenio hablando del padre de Leandra: “Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba” (I, 51, 515-6).
En suma, el mensaje de Cervantes, a través de sus personajes, nobles y plebeyos, es que, desde el punto de vista ético, la clave genuina de la jerarquía entre las personas reside más en la virtud que en la nobleza de linaje o en las riquezas; son las obras virtuosas las que miden el verdadero valor de las personas, las que determinan su estatura ética o el grado de su grandeza ética, de modo que, como dice Dorotea en referencia a don Fernando, si a éste le falta la virtud al negarle a ella lo que le debe (aceptarla como su esposa legítima como le había prometido en matrimonio secreto), ella será más noble, supuesto que la verdadera nobleza radica en la virtud, que el renuente don Fernando, por más que su linaje sea de la más alta nobleza. Todo esto equivale a reconocer que el rango o categoría de un ser humano, desde el punto de vista ético, depende, como afirma don Quijote, del valor de sus obras, de forma que “no es un hombre más que otro, si no hace más que otro” (I, 18, 163).
En el Quijote no faltan consideraciones sobre la naturaleza de la virtud. En este punto, como en otros, Cervantes se nos revela como un aristotélico. En primer lugar, adopta la idea aristotélica de la virtud en general como una disposición adquirida, una idea de la que el portavoz es don Quijote en sus consejos de buen gobierno a Sancho: “La virtud se aquista [se adquiere]” (II, 42, 869) y precisamente en ese carácter adquirido hace residir don Quijote el superior valor de la virtud sobre la sangre, pues ésta se hereda, lo que le mueve a exhortar a Sancho a emprender la senda de la virtud y a hacer hechos virtuosos, porque si obra así no tendrá motivos para envidiar a los de linaje noble o real, pues el superior valor de la virtud le colocará por encima de éstos, pero sólo desde un punto de vista moral, pues, desde un punto de vista social, sigue siendo inferior: la virtud eleva al individuo en la jerarquía moral, pero es impotente para ascenderlo socialmente; por muy virtuoso que sea Sancho, no por ello dejará de ser un villano.
Además asume como propia la definición aristotélica de la virtud moral como el término medio entre dos extremos, uno por defecto y otro por exceso. Hay tres menciones a ella, aunque la definición como tal no aparece en su formato más abstracto, sino en su aplicación a casos de virtudes concretas. En las dos primeras menciones, la fórmula aristotélica se ilustra con el clásico ejemplo de la definición de la valentía como un término medio entre dos extremos, la cual debía de ser de uso tan común en el tiempo del Quijote que hasta Sancho la conoce por haberla oído de otros, según su propia confesión: “Yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo, si mal no me acuerdo, que entre los extremos de cobarde y temerario está el medio de la valentía” (II, 4, 578), una idea que se repite más adelante, en parecidos términos, aunque esta vez su portavoz es don Quijote: “Bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad” (II, 17, 678). En la tercera referencia, la idea aristotélica de que la virtud está en el medio se ilustra con su aplicación a la discreción, que se nos presenta como el término medio entre la rigurosidad y la blandura en uno de los consejos de buen gobierno de don Quijote a Sancho: “No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos, que en esto está el punto de la discreción” (II, 51, 942). La noción de término medio entre dos extremos parece ser tan del gusto de Cervantes que llega a elevarla a la categoría de principio general aplicable a otras cosas distintas de la virtud, según da a entender en un pasaje de La Galatea, aunque luego concluye aplicándolo al ámbito moral para resaltar las desastrosas consecuencias para el agente moral de la infracción del principio del término medio: “Siempre los medios fueron alabados en todas las cosas, como vituperados los extremos; que si abrazamos la virtud más de aquello que basta, el sabio granjeará nombre de loco y el justo de inicuo”{8}.
Las reflexiones sobre la naturaleza de la virtud moral se completan con la consideración de la clasificación de las virtudes. Cervantes se atiene a las clasificaciones del pensamiento medieval cristiano, popularizadas incluso a través de los catecismos. Don Quijote, al hablar de las virtudes de las que ha de estar adornado un caballero andante, alude sucesivamente a las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– y a las cardinales –prudencia, fortaleza, templanza y justicia– (II, 18, 683), denominación dada por los escolásticos cristianos a una doctrina originariamente platónica para recalcar que cualesquiera otras virtudes, a la manera de los puntos cardinales, son variantes de éstas o de combinaciones de éstas. La anteposición de las teologales no es algo casual, sino una forma de recalcar la jerarquía entre ellas, estando las cardinales ordenadas o subordinadas a las teologales, las virtudes específicamente cristianas, consideradas divinas porque su práctica contribuye a unir al cristiano con su Creador. Seguramente, siguiendo a san Pablo, Cervantes debía de pensar que, a su vez, dentro de las teologales, la principal es la de la caridad; don Quijote, al menos, no anda lejos de ello, pues pone énfasis en que el caballero andante “ha de ser caritativo con los menesterosos” (ibid.), y, en otro lugar, luego de enumerar el repertorio de virtudes, que han de poseer el caballero pobre para mostrar que es caballero, termina diciendo que ha de ser, “sobre todo, caritativo” (II, 6, 592); y además pone en práctica su prédica, pues durante su peregrinación –al menos desde que a partir de su segunda salida va provisto de dinero– socorre a los pobres dándoles dinero: “Los cuales le di [cuatro reales a una compañera de Dulcinea en la cueva de Montesinos para entregárselos a ésta], que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos” (II, 23, 732); y en otro lugar se refiere al mandamiento que constituye un rasgo esencial y característico de la ética cristiana, el del amor en una versión muy exigente, hacer el bien a nuestros enemigos y amar a los que nos aborrecen (II, 27, 764).
Muy cercana a la caridad o al amor al prójimo está la compasión, cuyo alto valor también se pondera en el Quijote, normalmente a través del comportamiento compasivo de Sancho, por ejemplo, con un galeote anciano, al que da una limosna (I, 22, 204) o con Andrés, al que da un pedazo de pan y otro de queso (I, 31, 219) o de otros personajes, como el de “la compasiva de Maritornes”, que socorre a Sancho con un jarro de agua tras ser manteado (I, 17, 155); el propio Sancho establece un hermanamiento entre la caridad y la compasión, que, a su entender, van de la mano: “Yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres” (II, 33, 809).
No menos atención presta Cervantes a la consideración y reprensión de los vicios en toda su obra, especialmente en el Quijote, que, como libro de filosofía moral, contiene muchas reflexiones, sentencias y observaciones críticas sobre los vicios. De entrada, el vicio en la gran novela, como ya hemos visto, a diferencia de la virtud, es un camino ancho y fácil que conduce a la muerte, que es la infernal desdicha eterna. Por lo demás, las doctrinas ya vistas de las virtudes teologales y cardinales a la vez que constituyen una exaltación de cada una de las virtudes del caso son una condena de los vicios opuestos a ellas. Amén de éstos, se alude específicamente a la importante doctrina cristiana que compendia los principales vicios en los denominados pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza), llamados así por considerarse cabeza (“capital” viene del latín “caput, -itis”, cabeza) o raíces de otros vicios que de ellos surgen, de manera que, en la ética cristiana, a la que Cervantes como cristiano se atiene, la doctrina de los pecados capitales viene a desempeñar en la vida moral un papel similar al de la doctrina de las virtudes cardinales: si ésta nos señala las virtudes más principales, raíces de otras, lo mismo sucede con la de los pecados capitales, que nos recuerda los más principales vicios, raíces de otros.
En las exposiciones populares de las ideas cristianas sobre las virtudes y vicios, en manuales y catecismos (como el de Astete y el de Ripalda, teólogos jesuitas contemporáneos de Cervantes, si bien algo más viejos, publicados a fines del siglo XVI), la exposición de los pecados capitales iba acompañada de la de las virtudes opuestas con que combatirlos (humildad, largueza o generosidad, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia). Así es como los expone también don Quijote, quien, al hacerlo según el modo consagrado por la costumbre, no sin añadir algún adorno de su cosecha, trata de indicar a la vez, en referencia a la edificación moral de un caballero andante, los vicios que hay que combatir y cómo hacerlo armados con las virtudes opuestas. En cuanto al modo literario de exponerlo, don Quijote utiliza un procedimiento usual también entre los moralistas de la época: el de presentar la evitación o superación de los vicios como un combate y, claro está, teniéndose como se tiene él por un caballero andante, nos presenta la lucha contra el vicio como una batalla contra los gigantes, en que éstos, símbolos del mal, representan los siete pecados capitales, y el caballero andante las virtudes opuestas con que vencerlos. He aquí sus palabras:
“Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo [es decir, paciencia]; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos [templanza]; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos [castidad]; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros [diligencia]”. II, 8, 606
Como se ve, don Quijote altera el orden habitual de la enumeración y además es incompleta, pues sólo mienta seis de los siete pecados capitales: omite el de la avaricia, pero no falta su tratamiento en otros lugares del Quijote; de hecho, en la figura de Sancho, que, como ya vimos, se caracteriza, entre otras cosas, por su avaricia o codicia, la mención y censura de este vicio está presente en varios pasajes de la novela (cf, por ejemplo, I, 20, 176; II, 13, 641) o a través de la ridiculización del comportamiento del personaje. También omite algunas de las virtudes opuestas, que, en vez de nombrarlas, las describe, lo que es comprensible habida cuenta del contexto literario del que forma parte don Quijote, o ni lo uno ni lo otro, como en el caso de la soberbia, cuya contraria, la humildad, ni la nombra ni la describe, aun cuando sí lo hace en otros lugares, como aquel en que el sedicente caballero la encomia en términos evangélicos (los del evangelio de Lucas, 14, 11): “A quien se humilla, Dios le ensalza” (I, 11, 97) o aquel en que asigna a los caballeros andantes la tarea, entre otras muchas, de ser “el castigo de los soberbios y el premio de los humildes” (II, 1, 556), una reminiscencia de I Pedro 5, 5. Las que no nombra, pero describe, las cita don Quijote en otros lugares. Unas veces lo hace expresamente, como en el caso de la diligencia, así cuando, conforme a su visión pesimista de la desastrosa situación de la presente edad de hierro, ve la ruina de la diligencia: “Mas ahora ya triunfa la pereza de la diligencia” (ibid.); en el de la paciencia, así en el pasaje en que don Quijote cree ser paciente y sufridor de trabajos como efecto de la mejora operada en él por ser caballero andante (I, 50, 511) o aquel en que el bachiller alaba la paciencia en las adversidades de don Quijote (II, 3, 568); y en el de la castidad y honestidad, como en el discurso de don Quijote sobre las virtudes que han de adornar al caballero andante, donde afirma que “ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras” (II, 18, 685) o en la alabanza del bachiller de la honestidad y continencia de don Quijote en sus platónicos amores (II, 3, 568). Otras veces lo hace tácitamente, como en la oblicua alusión a la templanza al ponerse a defender las virtudes cardinales como prendas indispensables del carácter de una caballero andante (II, 18, 683).
Y en un caso, el de la virtud contraria de la envidia, se permite un pequeño cambio doctrinal: la generosidad, que presenta como su opuesta, en los manuales y catecismos cristianos lo es de la avaricia, no de la envidia, la cual tiene su contraria en la caridad. Pero la confusión o quizás cambio deliberado es comprensible, dada la afinidad y dificultad de distinguir entre la generosidad y la caridad. A la envidia le dedica don Quijote en otro lugar una interesante reflexión, en la que resaltan dos ideas: la consideración de ella como uno de los peores males y letal para las virtudes y la diferencia que establece entre ella y los demás vicios y es que, mientras éstos producen un cierto deleite a quien los tiene, la envidia sólo da pesar: “¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias” (II, 8, 603). En realidad, esta forma de entender su diferencia con respecto a otros vicios viene a ser una glosa derivada de la definición tradicional de la envidia, recogida y divulgada en los catecismos, en los que se definía como “tristeza del bien ajeno”{9} o “un pesar del bien ajeno”{10}.
Uno de los vicios a que se presta más atención en el Quijote es el de la desesperación, contrario a la virtud teologal de la esperanza, pues es la pérdida total de ésta y que, en la época, en la que imperaba el pensamiento ético y moral cristiano, se consideraba además como un pecado contra el Espíritu Santo{11}. Cervantes aborda el asunto de dos maneras. De un modo literario a través de historias de desesperados y en el Quijote disponemos de dos de este tipo. La primera de ellas, que es además una historia canónica de un desesperado en grado extremo, es la de Grisóstomo, enamorado sin esperanza de ser correspondido por Marcela, lo que le conduce, sin que en ello tenga culpa alguna ella, a un estado total de desesperación, al que da rienda suelta en un poema, lo último escrito por él antes de suicidarse, cuyo título no puede ser más claro respecto a su contenido, Canción desesperada, que alcanza su clímax en versos como éstos:
“Y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro,
antes, por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro”. I, 14, 121
No es de extrañar que un estado así, que él mismo decide mantener y persiste en agravar –Marcela dirá que “le mató su porfía”–, le lleve al suicidio. De hecho, en la época se veía el suicidio como algo inducido por la desesperación y tan es así que a los propios suicidas se les llamaba desesperados y a la acción de quitarse la vida desesperarse, como hace el propio Cervantes para describir el suicidio de Grisóstomo (cf. I, 12, 108).
La otra historia de desesperados, esta vez en un grado no tan extremado, es la de Cardenio y Luscinda, que no lo es tanto, porque no llegan a atentar contra su propia vida. Cardenio, creyendo falsamente que ha sido traicionado por su amada Luscinda, abandona la ciudad y se interna en las soledades de Sierra Morena con intención de acabar allí la vida, la cual ahora aborrece y hasta se le presenta como enemiga mortal suya. Pretende acabar con su vida no siendo homicida de sí mismo, sino dejándose morir de hambre, algo que también, como veremos, intentará hacer don Quijote en un momento transitorio de desesperación. Pero la caridad de los vaqueros y cabreros de las montañas de Sierra Morena, que le dejan comida por los caminos y en las peñas, y la necesidad natural que despierta en él el apetito y la voluntad de tomar el alimento impiden que acabe muriendo de hambre, aunque vivirá con cierto abandono de sí mismo lindando el límite, que nunca traspasará, de la desesperación suicida. Asimismo Luscinda se ve abocada a la desesperación, también por mal de amores, porque su padre le impone casarse con quien ni ama ni quiere casarse y no le permite hacerlo con quien ama y quiere casarse, que es Cardenio. Su desesperación va más lejos que la de su amado, pues está dispuesta a quitarse la vida antes que vivir casada con el marido impuesto a quien no quiere y, para impedirlo, lleva en su seno una daga con la que quitarse la vida. Un desmayo a tiempo frustrará su intención suicida (cf. I, 17, 260-3 y 289-290).
La segunda manera como se acerca Cervantes al tema de la desesperación consiste en una consideración razonada sobre ésta, desde una perspectiva teológica, a cargo de Sancho, que le hará merecedor, ante los ojos de don Quijote, del elogio de razonar como un filósofo. La ocasión de las consideraciones de Sancho sobre tan letal estado la propicia don Quijote, quien, después de la humillación de verse pisado y molido por un tropel de toros bravos y de mansos cabestros, se siente tan deprimido que no desea otra cosa, al igual que Cardenio, que dejarse morir de hambre, ante lo cual prontamente reacciona Sancho alegando, poniéndose a sí mismo como ejemplo que más le valdría a don Quijote emular, que no piensa dejarse morir, sino que, al igual que un zapatero estira el cuero con los dientes hasta que llegue hasta donde él quiere, él también estirará su vida comiendo “hasta que llegue el fin que le tiene determinado el cielo”, lo que sugiere que la vida humana tiene un plazo o duración prefijada por la voluntad divina y que, por tanto, procurar abreviarla atentando contra ella, esto es, desesperarse, sería un atentado contra lo decretado por la voluntad de su Creador, al único que corresponde trazar el fin de nuestras vidas. Todo esto le lleva a Sancho a concluir que “no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced” y, con muy buen criterio, Sancho le aconseja, como primer paso para que se le pase su desánimo y sentir alivio, que coma y luego se eche a dormir (II, 59, 997), lo que efectivamente le sentará muy bien a don Quijote, quien, después de comer y dormir, ya no se acordará de su pasajera caída en la desesperación.
Pero también se aborda la desesperación conducente al suicidio desde un punto de vista puramente moral. Así acontece en el Persiles, dondese presenta la desesperación extrema que induce al suicidio o a su intento como un acto de cobardía, porque el acto mismo de quitarse la vida es indicativo de que el sujeto carece de ánimo para afrontar los males que teme. Tal sucede en un valioso pasaje en que Periandro nos relata el episodio del marinero de la nave capitaneada por él mismo, quien, excesivamente preocupado por la suerte de su mujer y sus hijos, cae en un estado de desesperación que altera tan grave y extremamente su ánimo que le conduce a un intento de suicidio arrojándose desde lo alto de la gavia del barco, si bien frustrado porque se queda colgado de un cordel. Periandro, para atajar cualquier intento por parte de otros miembros del barco de imitar su intento, nos cuenta que les dijo que:
“La mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme. Y ¿qué mayor mal puede venir a un hombre que la muerte? Y, siendo esto así, no es locura el dilatarla: con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes y, con la muerte desesperada, no sólo no se acaban y se mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro desesperado”{12}.
Observaciones sobre la desesperación y condena de ella se hallan dispersas también en otras obras de Cervantes. Así, por ejemplo, en Los baños de Argel, donde se la reprende, desde una perspectiva ética, como una forma de necedad: “Aún vive la confianza: / que, mientras dura la vida, / es necedad conocida/ desesperarse del bien”{13}.
En el gran libro no faltan, por supuesto, consideraciones sobre otros vicios y defectos, como la autoalabanza, censurada por ser envilecedora (I, 16, 140; II, 16, 663), la curiosidad impertinente (la de Anselmo), la fanfarronería, la arrogancia (como las del soldado Vicente de la Roca), la calumnia (II, 2, 564-5), la venganza (II, 11, 629-630), la ingratitud (I, 22, 209; II, 58, 993), los celos (como los de Claudia Jerónima), &c.
El honor
Íntimamente unido al tema de la virtud está el asunto del honor, en la medida en que éste depende, al menos hasta cierto punto, de la primera. En el Quijote se nos presenta la virtud como la fuente principal, pero no única, del honor o de la honra, en cuya determinación también cuentan otros factores, como la fama u opinión, el linaje, las riquezas y la ocupación profesional; y este punto de vista no lo contradice el resto de su producción literaria, sino que lo respalda. La concepción cervantina del honor ni es puramente eticista o individualista, para lo cual se requeriría que la virtud fuese la fuente única del honor, ni puramente moral o social, pues éste no depende exclusivamente de los mentados factores ajenos a la virtud. La posición de Cervantes tiende hacia el eticismo, en la medida en que se admite la principalidad de la virtud como base del honor, pero esa tendencia no se consuma porque se reconoce el papel de los elementos externos citados en la fijación de la honra. En lo que sigue hacemos un resumen del pensamiento de Cervantes al respecto, porque nos hemos ocupado extensamente de este asunto en nuestro artículo “La moral de Cervantes: el honor”{14}.
El papel de la fama o buena opinión en la determinación de la honra, especialmente la de la mujer, nos lo recuerda Lotario, un caballero florentino, en El curioso impertinente (I, 33, 337). También hay pasajes en el Quijote en que se asigna un valor a la posesión de riquezas en la estimación de la honra de alguien. Ya hemos visto más arriba que el cabrero Eugenio, si bien otorga un mayor peso a la virtud, no desdeña el peso de las riqueza al ponderar la honra cuando declara que “Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía por la riqueza que alcanzaba” (I, 51, 515-6). Pero aunque menor, el hecho es que se concede que hay una cierta dependencia de la honra respecto de la riqueza. Así que el rico, por el hecho de serlo, es honrado o adquiere honra, lo que el propio Eugenio afirma expresamente: “Había un labrador honrado, y tanto, que, aunque es anejo al ser rico el ser honrado…” (I, 51, 515). No es Eugenio el único en pensar así. El ingenioso hidalgo comparte su opinión hasta el punto de que llega a cuestionar que los pobres tengan honra: “El pobre honrado (si es que puede ser honrado el pobre)…” (II, 22, 715). Quizá se trata de una exageración de don Quijote y no se deba tomar literalmente, pues si el honor depende principalmente de la virtud, también el pobre podrá tenerlo siendo virtuoso. De hecho, don Quijote admite que un caballero pobre sólo puede cimentar su honra en la virtud, por lo que igualmente puede aplicar esta idea al pobre en general, independientemente de si es noble o plebeyo, el cual, si bien no puede aumentar ni un ápice su honra en virtud de unas riquezas que no posee, puede adquirirla a cuenta de su progreso en la virtud. Pero si un noble es rico, sea caballero o de un grado nobiliario superior, no le basta, según afirma don Quijote en su discurso sobre los linajes (II, 6, 592), el ser virtuoso para ser grande e ilustre, por tanto para ser muy honrado, sino que además ha de poseer riquezas que le permitan ser generoso o liberal. En la determinación del honor de un noble está, en primer lugar la virtud, pero las riquezas empleadas con liberalidad son también un factor importante en ello.
En cuanto al linaje, si bien la virtud está por encima de éste como fuente del honor, también cuenta en la ponderación de éste. Y cuenta más el linaje noble que el plebeyo, el cual, de acuerdo con la durísima opinión de don Quijote, apenas si cuenta algo, por no decir nada: “Del linaje plebeyo no tengo que decir sino que sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio de grandeza” (II, 6, 592); pensando así, no es de extrañar que, dirigiéndose a Sancho, dé por sentado que por el mero hecho de su origen plebeyo haya de ser un bellaco maleducado e ignorante o más propenso a serlo que un noble: “Oh bellaco villano, malmirado, descompuesto, ignorante… y maldiciente” (I, 46, 478). El prejuicio del linaje a favor del noble no es cosa sólo de don Quijote, sino también de personajes del estado llano, como el cabrero con quien se encuentran don Quijote y Sancho en Sierra Morena y les habla así de Cardenio: “En sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona” (I, 23, 219), lo que da a entender que el ser bien nacido, esto es, de noble linaje, entraña poseer un lote de mejores cualidades, intelectuales y morales, que si no se es de linaje noble y el que es de sangre noble muestra esa condición aun en las más adversas circunstancias, como las de Cardenio, quien sintiéndose desesperado por creer erróneamente que su amada Luscinda le ha traicionado casándose con don Fernando, se ha refugiado en Sierra Morena donde lleva una vida solitaria, dura y miserable. Y lo que es más importante, también lo comparte el propio narrador según se desprende de otros escritos de Cervantes, auque muy posiblemente Cervantes no participase de la opinión tan negativa de su criatura sobre el linaje plebeyo. En la novela La gitanilla se le reconoce a Preciosa una predisposición especial innata para ser virtuosa por el hecho de ser de origen noble, a pesar de haberse criado y educado entre los gitanos; su disposición a desarrollar buenas cualidades por ser de noble linaje es tan fuerte que, aunque se le han enseñado toda suerte de gitanerías, modos de embeleco y trazas o mañas para el hurto, ello no es óbice para que las buenas prendas florezcan en ella; en cambio, a los gitanos se les atribuye una inclinación natural a ser ladrones. En otra novela ejemplar, La fuerza de la sangre, el hecho de que Luis, un niño de siete años, hijo de Leocadia, la heroína de la novela, realice buenas acciones se interpreta como señal del linaje noble de su padre.
Otro factor relevante en la determinación de la honra de una persona es el oficio o profesión. Don Quijote establece una jerarquía moral entre las profesiones en función de la honra que aportan y en esa jerarquía hay tres que están por encima de cualesquiera otras: la de los religiosos o clérigos en servicio a Dios, la de las armas y la de las letras, lo que deja bien claro en su breve plática con el mozo que va a la guerra: “No hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a los menos más honra que por las letras” (II, 24, 739). No es de sorprender que el ingenioso hidalgo, como buen cristiano de su tiempo, no dude en colocar, en el peldaño superior de la jerarquía de las profesiones, la consagración a la vida religiosa o el servicio a Dios como la fuente suprema de honra, pero dejando aparte la honra inherente a la consagración de religiosos y clérigos al servicio a Dios, don Quijote admite que, en el terreno de la vida civil, las armas y las letra se alzan por encima de cualesquiera otros géneros de profesiones y oficios, como así reitera en otro lugar: “Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; el otro, el de las armas” (II, 6, 592); que a su vez, entre éstas dos, ponga por encima la profesión de las armas tampoco ha de extrañar si atendemos a su creencia en la superioridad de éstas sobre las letras. Y siendo esto así y que, por tanto, las primeras producen mayor honra que las segundas, es muy natural que don Quijote se congratule por haber nacido con una inclinación congénita para seguir el camino de las armas. A su vez, dentro del oficio de las armas, nada puede incrementar más la honra de un hombre, según el pensamiento de don Quijote, que hacerse miembro de la orden de la caballería andante. Precisamente, según confesión propia, lo que, entre otras cosas, busca al hacerse caballero andantes es aumentar su honra (I, 1, 30-1). Y de ahí que nada sienta más que el perderla a causa de su derrota en Barcelona ante el Caballero de la Blanca Luna, tras la cual se siente tan desdichado que está dispuesto a morir antes que seguir viviendo, pero sin honra: “Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra” (II, 64, 1047).
No se le pasa a don Quijote por la cabeza, en conformidad con la forma de pensar de la nobleza, el que sean fuente de honra las actividades artesanales, las cuales quizá proporcionen honra a los plebeyos, pero no a los nobles. Don Quijote, como noble, participa de este prejuicio contra los oficios manuales. Ya hemos visto que entre las actividades que más honra producen no incluye a éstos. Y en un pasaje de la aventura de los batanes el prejuicio nobiliario contra los oficios artesanales es el que lleva a don Quijote a replicar con enojo a las observaciones de Sancho cargadas de guasa sobre la ilusión de su amo de ver una oportunidad de aventura heroica en lo que sólo eran ruidos de mazos de batán:
“¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habéis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos”. I, 20, 185.
Está, pues, bien claro que Cervantes no consideraba la virtud como base única del honor, habida cuenta de la importancia que sus personajes conceden a la fama o la opinión, la sangre o linaje, las riquezas y a las ocupaciones profesionales. Podría uno verse tentado de rebajar los textos en los que se habla de estos otros factores, para así poder presentar a un Cervantes defensor de la idea del honor como basada exclusivamente en la virtud, alegando que son sus personajes y no el propio Cervantes los que hablan en ellos. Una salida así tiene nulo recorrido, pues socava la base misma de la alegación en que se sustenta: también sucede que la idea de que la honra radica en la virtud es expuesta por personajes y nunca por Cervantes: Dorotea: “La verdadera nobleza consiste en la virtud” y Eugenio: “Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba” en el Quijote y el padre de Leocadia en La fuerza de la sangre: “La verdadera honra [está] en la virtud”. De manera que no queda otra alternativa que atenerse a la opinión de los personajes y, a partir de ella, intentar inferir el punto de vista de Cervantes y la mejor forma, nos parece, de conciliar el punto de vista de los personajes que hacen recaer el honor en la virtud y el de los que también conceden un valor a otros factores, consiste en afirmar, como decíamos al principio, que la tesis de Cervantes en el Quijote, respaldada por el resto de su obra, es que el honor o la honra reside principalmente en la virtud, pero no exclusivamente, pues también cuentan los demás factores, como la reputación, el linaje, las riquezas y la profesión ejercida.
En cualquier caso, sea cual sea el peso relativo de la virtud y los demás factores en la determinación del honor de una persona, está claro que Cervantes lo coloca en el lugar más alto axiológicamente en la jerarquía de bienes: el valor de un hombre y de su vida está íntimamente unido al bien de su honor, de forma que una vida sin éste, piensan los personajes cervantinos en toda su obra, no merece ser vivida. Tan grande es el valor del honor, que por éste se debe dar la vida, según don Quijote: “Por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida” (II, 58, 984-5) e incluso tomar las armas en su defensa aun poniendo en riesgo la persona, su vida y su hacienda, si fuera menester (II, 27, 764). Este pensamiento de don Quijote sobre la honra como el mayor bien de la vida humana y que determina el valor de ésta, un estatus que comparte con la libertad, se halla reforzado por la declaración en ese mismo sentido del príncipe Arnaldo, quien, en referencia a Renato y Eusebia, que han sufrido la desgracia de la pérdida de su honra como consecuencia de una falsa acusación y la dicha de su recuperación, llega aún más lejos que don Quijote al proclamar la honra como un bien inigualable por ningún otro: “La honra, perdida y vuelta a recobrar con estremo, no tiene bien alguno la tierra que se le iguale”{15}. Y si la honra es el bien más preciado del que depende la dignidad de nuestra vida, no es de extrañar que los personajes cervantinos lleguen a lanzar proclamas tales como la de Lotario en El curioso impertinente: “El hombre sin honra peor es que un muerto” y de ahí que quitarle la honra a alguien equivale a quitarle la vida (I, 33, 333), o la de Renato, dirigiéndose a su malvado y envidioso acusador: “Más quiero morir con honra que vivir deshonrado”{16}.
El amor y el matrimonio
Otro asunto relevante en el pensamiento moral de Cervantes es su tratamiento del amor y del matrimonio, cuestiones que aborda desde la perspectiva de la libertad, como libertad de amar y como libertad de casarse, de lo que ofrecemos una síntesis, ya que nos hemos ocupado extensa y detalladamente en nuestro trabajo “La moral de Cervantes: la libertad de amar y de matrimonio”{17}. En lo que concierne a la primera, es menester distinguir entre libertad de amar o no amar, que entraña la posibilidad de no amar a nadie, y libertad de elección del amado o a quien amar, en la que, habiendo una disposición de entrada a amar, se reivindica la libertad de elección a quien amar. En el magnífico y bien trabado discurso de Marcela sobre el amor en el Quijote se abordan esas dos facetas de éste y ella misma se erige en apologeta de ambas (I, 14, 125-8). En él Marcela comienza abogando por el amor como libertad de elección del amado o amante –“El pensar que tengo de amar por elección es excusado” (I, 14, 127)–, sin que la mujer esté obligada a amar a quien dice amarla, esto es, aboga por el amor como algo voluntario y no forzoso ni obligado ni forzado por nadie, ni por los padres ni por los pretendientes o amantes, sino libremente correspondido. Un amor que no sea así no es verdadero amor. Ella misma ha vivido en sus carnes esta falsa idea del amor como algo no libre, sino como una obligación de amar a quien dice amarla, como el caso de Grisóstomo, quien se queja de que ella no le corresponde como si estuviera obligada a ello por el simple hecho de que él la ame, y porfía en seguir amándola aun cuando ello nunca le ha dado esperanzas de amarlo, hasta el extremo de quitarse la vida por desamor o no ser correspondido.
Pero Marcela no se conforma con semejante planteamiento del amor como libertad de amar a quien se quiera, de forma que una mujer no tenga que estar obligada o forzada a corresponder al amor de un hombre, sino que lo desborda para plantear aún algo más radical: la libertad de no amar, esto es, el que una mujer no tenga por qué amar a un hombre. Tal es el caso de la propia Marcela: “Ni quiero ni aborrezco a nadie” (I, 14, 127). Con esto ella viene a cuestionar la creencia arraigada de que el destino de la mujer es el amor como antesala del matrimonio. En efecto, ella reclama para sí misma el derecho a una vida sin amor a un hombre, de una vida libre e independiente “en perpetua soledad”, esto es, sin el amor de o a un hombre, cuidando sus cabras en los montes, conversando con otras zagalas y contemplando la hermosura de los cielos. Un modelo de vida así, al margen del amor y, por ende, del matrimonio, ya la había anticipado Cervantes en el personaje de la desamorada Gelasia, en La Galatea, pues, como Marcela, reivindica la libertad de la mujer de no amar a un hombre y de organizar libremente su vida, viviendo también bucólicamente en los campos un género de vida fuera del cauce del amor y del matrimonio.
Es muy pertinente plantearse si una tan extrema apología de la libertad de amar o no amar de la mujer es una pura fantasía literaria a la que se entrega Cervantes a través de sus personajes simplemente por explorar otras posibilidades o una verdadera reivindicación. Lo que hace dudar de esto último es que el planteamiento reivindicativo de Marcela y de Gelasia se enmarca en una ambiente pastoril extremamente idealizado e irreal, conforme a los tópicos de la novela pastoril y, por tanto, que el proyecto de ambas mujeres de consagrarse a una vida bucólica y solitaria como pastoras es demasiado fantástico e inverosímil en relación con la realidad de las mujeres en el tiempo de Cervantes como para tomarse en serio la pretensión de Marcela y Gelasia de una vida organizada al margen del amor de los hombres.
De la libertad de amar o no amar y de la libertad de elección de amado pasamos a la libertad de casarse, un asunto al que se dedica una atención mucho mayor en el Quijote y por supuesto en los demás escritos de Cervantes, lo cual es lo más natural ya que a la gran mayoría de las mujeres les aguardaba un destino matrimonial. También aquí hay que distinguir entre la libertad de casarse o no y la libertad de elección de marido. De nuevo el primer género de libertad lo encarna el personaje de Marcela, primeramente como mera consecuencia lógica de su rechazo al amor de los hombres y de su decisión de mantenerse soltera como una forma de vida. Pero no es sólo una consecuencia lógica, pues de hecho Marcela se ha enfrentado a la posibilidad del matrimonio. En efecto, su tío sacerdote, encargado de su educación al quedarse huérfana, no ha cesado de procurar casar, si bien sin éxito, a su sobrina proponiéndole diversos candidatos, que ella ha ido rechazando alegando que aún no estaba preparada para asumir la carga del matrimonio (cf. I, 12, 107). Más adelante, nos enteramos por el discurso sobre el amor de Marcela, que, en realidad, el matrimonio estaba excluido de su proyecto de vida.
Pero, dado que los personajes femeninos de Cervantes en edad casadera, al igual que las jóvenes solteras del tiempo del Quijote, tienen como principal horizonte de sus vidas el matrimonio, Cervantes se explaya más con el tratamiento de la libertad de casarse como libertad de elección de pretendiente para marido. En una época en que la costumbre socialmente dominante era que los padres diesen estado a los hijos sin su consentimiento, aunque empezaba a abrirse paso, entre nobles y villanos, la idea de que había de contar con su consentimiento, Cervantes parece tomar partido por ésta última. Así se refleja en el desarrollo y desenlace de las principales historias de amor y matrimonio del Quijote.
En algunas de éstas, como la de Dorotea y don Fernando, y la de Ana Félix y don Gregorio, triunfan sin más el amor libremente correspondido y el matrimonio libremente consentido por parte de los contrayentes frente al matrimonio concertado por los padres sin que los jóvenes amantes hayan de enfrentarse a la oposición de sus padres, pues cuentan con su beneplácito. En el primer caso los padres de Dorotea tan sólo se limitan a advertir a su hija sobre los riesgos de que un matrimonio tan desigual, siendo ella villana y don Fernando un miembro de la alta nobleza (su padre es duque y grande de España) pueda descarrilar, pero aceptan la decisión de su hija. En el segundo, a pesar de que Ana Félix es morisca y don Gregorio, el primogénito de un caballero cristiano viejo, el padre de ella no pone objeción alguna a su casamiento. No se nos da información alguna de lo que piensen o puedan pensar los padres de él. También cabría citar aquí la historia de Leandra, a quien su padre habría casado con un pretendiente de su elección, pero ello no llega a ocurrir porque ella lo estropea dejándose engatusar o embaucar por un soldado fanfarrón, Vicente de la Roca, lo que le va a costar el encierro en un monasterio hasta que el olvido fuese acabando con la mala opinión que su aventura había dejado en su aldea.
Otras historias, como la de Luscinda y Cardenio, de Clara y don Luis, Ruy Pérez de Viedma y Zoraida, de Quiteria y Basilio, la de Claudia Jerónima y don Vicente Torrellas, son especialmente relevantes porque en ellas se escenifica la victoria del matrimonio voluntariamente contraído como fruto de una amor libremente correspondido frente a la oposición o a la imposición de los padres, mostrándose además en algunas de ellas los males y peligros a que conducen los intentos de éstos de arreglar los matrimonios de los hijos sin su asentimiento. Así en la historia de Luscinda y Cardenio, el padre de ella quiere casarla contra su voluntad con quien no ama ni quiere casarse, don Fernando, en vez de con quien ama y desea casarse, que es Cardenio; la pretensión de su padre casi le cuesta la vida a Luscinda, quien antes prefiere morir que casarse con quien no quiere, pero, a la postre, todo se arregla y concluye con la victoria del amor y matrimonio voluntarios sobre el error del padre de ella de intentar imponerle un matrimonio no querido, basado en el interés de las familias. En el segundo caso, el obstáculo al amor y al matrimonio de Clara y don Luis viene de parte del padre de éste, que prohíbe a su hijo, de noble linaje, casarse con una plebeya; ambos se ven obligados a huir para lograr su propósito y, a la postre, el padre de él –el de ella no pone objeción alguna– consiente en que se casen.
En el tercer caso, el amor de Ruy y Zoraida sale adelante y sus planes de matrimonio, a pesar de la oposición del padre de Zoraida que no puede tolerar la conversión de su hija al cristianismo y trata de impedir vanamente la huida de Argel de su hija con el cautivo cristiano, aunque su huida se debe más al hecho de su conversión religiosa y a haber facilitado la fuga del cautivo español, lo que le imposibilita poder seguir viviendo en su patria. El recurso de los amantes a la huida como táctica para escapar de la oposición paterna y así conseguir su objetivo matrimonial se repite en otras obras cervantinas, como en El trato de Argel, donde Aurelio y Silvia, ante la negativa del padre de ella a autorizar el casamiento, se fugan y se casan durante el viaje; o en La gran sultana, en la que Clara y Lamberto (o Alberto) se marchan de su casa y de su patria, tras el rechazo del padre de ella al matrimonio entre ellos, y, tras muchas peripecias que les lleva hasta Estambul, allí conseguirán casarse, gracias a la protección de la gran sultana. En el cuarto caso, el padre de Quiteria quiere imponer a su hija que se case con el rico Camacho, a quien no quiere, y le impide hacerlo con quien quiere, Basilio, que es pobre, pero, gracias a una astuta treta de éste, los dos consiguen su objetivo de desposarse, burlando la oposición del padre de ella. Por último, en la historia trágica de Claudia Jerónima y Vicente Torrellas, desarrollada en el marco de la Cataluña dividida en dos bandos enfrentados, los niarros y los cadells, los dos jóvenes amantes, hijos de padres que militan en bandos enemigos, se ven obligados, a recurrir al matrimonio secreto, ante la segura oposición de sus padres a su unión por causa de las enemistades familiares.
La preferencia de Cervantes en el Quijote por los matrimonios libremente contraídos sin interferencias paternas se halla corroborada por el conjunto de la producción literaria cervantina, en la que abundan las historias de amor y matrimonio en que los jóvenes enamorados terminan venciendo frente a la imposición de los padres o cualesquiera otras circunstancias adversas. En el Persiles Feliciana de la Voz logra casarse con quie ella ama, Rosanio, contra la voluntad de sus padres que le imponen desposarse con Luis Antonio; e Isabela Castrucho, contrariando la voluntad de su tío que quiere desposarla con un primo suyo, se sale con la suya casándose con el mozo de su gusto, Andrea Marulo. Los propios protagonistas de la historia principal de amor y matrimonio, Ausistea-Sigismunda y Periandro-Persiles, también se salen con la suya y se ven coronados con el éxito matrimonial, a pesar de que inicialmente ella, la princesa heredera de Frislandia (o Groenlandia), estaba destinada, por un pacto entre sus padres, a ser la esposa de Maximino, el hermano primogénito de Persiles y príncipe heredero de Tile o Tule (Islandia), pero las intrigas de la madre de éstos últimos a favor del hermanos menor y la muerte providencial de Maximino en el último momento, cuando ya Persiles había perdido sus esperanzas al enterarse de que su hermano había llegado a Italia en busca de Sigismunda para reclamarla como esposa, dejarán el camino despejado para que sea Persiles, ahora príncipe heredero de Tule, quien se despose con Sigismunda.
Ahora bien, aunque en el Quijote y en el conjunto de la obra cervantina haya una preferencia manifiesta por los matrimonios basados en la libre elección de pareja de los hijos, también es cierto que en el uno y en la otra se limita la libertad de los hijos de casarse, puesto que se respeta la costumbre de pedir licencia a los padres de la novia por parte del pretendiente para que den su aprobación y se admite la participación activa de los padres en la selección del candidato adecuado para el matrimonio, pero respetando la voluntad última de los hijos, pues los padres se limitan a a proponer candidatos, pero son los hijos casaderos los que eligen marido o esposa, todo lo cual parece tener como meta alcanzar una suerte de ajuste entre el gusto de los hijos y la voluntad de los padres.
La potestad reconocida a los padres de seleccionar pretendientes para sus hijos como forma de hallar un cierto ajuste o punto de equilibrio entre la voluntad de los padres o, en su caso, de los tutores, y el gusto de los hijos se halla bien documentada en el Quijote. Es el tío y tutor de Marcela, cura de pueblo, y no ella, quien, hallándose en edad casadera, se ocupa de buscarle y proponerle pretendientes, seleccionados entre los muchos que la solicitaban, exponiéndole las calidades de cada uno, pero ella tiene la última palabra para elegir, aunque, como en realidad no tiene intención de casarse, va a dar largas a todas las propuestas de su tío (cf. I, 12, 107). En la historia de Leandra, según el relato de Eugenio el cabrero, su padre es a quien los muchos pretendientes piden la mano de su hija y el encargado de hacer una criba entre ellos para seleccionar los que él considera mejores para una buen matrimonio, aunque es ella a quien corresponde escoger a su gusto entre los pretendientes previamente seleccionados por su padre. El padre de Leandra se atiene, pues, al modelo ya señalado de que los padres proponen y los hijos escogen, pero dentro del repertorio previamente fijado por aquéllos, un modelo que cuenta con la aprobación de Eugenio: “No digo yo que los dejen [a los hijos] escoger en cosas ruines y malas, sino que [los padres] se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto” (I, 51, 516).
En muchas de las historias cervantinas es el padre o el tutor y no la madre el que se encarga de dar estado a los hijos. Pero no tiene por qué ser siempre así. También puede ocurrir que sean los dos, padre y madre, los que se ocupen de ello. Tal es el caso de Rodolfo en la novela ejemplar La fuerza de la sangre, cuyos padres le buscan esposa, aunque es su madre la encargada de informarle de sus gestiones al respecto.
Ni en el Quijote ni en las demás obras cervantinas los hijos cuestionan el derecho de los padres a casar a los hijos y a tomar parte activa en ello haciendo una selección de pretendientes, con tal que de que se respete que ellos escojan a su gusto. A lo más que llegan es a reprocharles el hacer la selección conforme a criterios con los que ellos no están de acuerdo. Así en la novela antes citada Rodolfo le muestra su disconformidad a su madre porque no se han tenido en cuenta sus criterios de mujer adecuada para el matrimonio: ella ha escogido una candidata virtuosa, noble, medianamente rica y carente de belleza, pero a él le importa mucho que sea bella y, en cambio, le da igual que sea de sangre noble o rica, pues ya lo es él y con eso le basta, y, aunque su madre no ha hecho mención alguna de la inteligencia de la candidata escogida, aprovecha para indicarle que tampoco quiere que sea de inteligencia aguda, le basta con que no sea necia o boba, sino medianamente inteligente.
No siempre los padres toman parte activa en la selección de esposo o esposa para sus hijos. Al lado de las historias en que, como hemos visto, son los padres los que toman la iniciativa de casar a sus hijos eligiéndoles posibles candidatos, aun cuando es a éstos a quienes corresponde elegir entre éstos conforme a su deseo, hay otras en que los padres son meros receptores pasivos de la elección previamente tomada por los hijos, quienes han encontrado a quien amar y con quien desposarse y luego se limitan a pedir el consentimiento paterno.
Pero tomen parte activa o no los padres en la elección de esposa o esposo para los hijos, la idea de Cervantes es que para acertar en el matrimonio se requiere que esté bien cimentado en el ajuste o armonía entre la voluntad de los padres y el gusto de los hijos, tal como el propio narrador afirma en un pasaje del Persiles con ocasión de la información sobre la intención del príncipe Arnaldo de Dinamarca de pedir licencia a su padre, el rey, para casarse con Eusebia, hermana de Sigismunda: “En los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres” (IV, 14, págs. 712-3). Esta idea del ajuste parece ser un término medio entre la posición extrema de don Quijote que se erige en defensor de la potestad de los padres de elección con quien casar a los hijos (cf. II, 19, 692) y el otro extremo de que los hijos sean los que escojan pareja, sin participación alguna de los padres.
Para terminar con este asunto, hagamos dos consideraciones finales sobre la posición de Cervantes acerca de la libertad de casarse y el matrimonio. Por lo que respecta a la primera, se puede inferir que, si bien Cervantes nunca, ni el Quijote ni fuera de él, se pronuncia como narrador a favor de la libertad de elección de los hijos de casarse a su gusto, se les concede la última palabra para elegir, aun cuando los padres mantengan la potestad de elegirles candidatos, una potestad que no siempre ejercen, pues, como dijimos, hay historias de amor y matrimonio en que los padres se limitan a refrendar lo que los hijos han decidido. A lo que Cervantes se opone es a que los padres impongan su candidato a los hijos, tal es lo que se desprende de las historias cervantinas en que los amores libremente correspondidos y los matrimonios fruto de ellos acaban venciendo sobre las interferencias o imposiciones de los padres; y también de las declaraciones de personajes de toda laya, nobles y plebeyos, letrados e iletrados, a favor de la libertad de elección de los hijos de pareja matrimonial.
En cuanto a lo segundo, del tratamiento cervantino de las historias de amor y matrimonio se colige un ideal o modelo de matrimonio, que para Cervantes es el que surge del amor y libre consentimiento de los contrayentes sin imposición paterna, aun cuando los padres pueden intervenir en la selección de candidatos, de forma que haya un ajuste entre la voluntad de los padres y el gusto de los hijos, y en el que los contrayentes son jóvenes de edad pareja y condición social, al menos, cercana, si no parigual. En las historias cervantinas de amor y matrimonio son siempre jóvenes de edad similar los que se enamoran y se casan; y en los pocos casos en los que una joven se casa con alguien muy mayor (el caso inverso nunca se presenta, seguramente porque en la época era inconcebible que un hombre joven se casase con una mujer mucho mayor) no hay amor por medio, sino normalmente casamientos pactados por los padres, en los que no cuenta el consentimiento de las hijas sino su obediencia a sus padres y que acaban mal. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en la novela El celoso extremeño y en el entremés El viejo celoso, donde los matrimonios arreglados entre un marido viejo y una esposa joven sólo sirven para alimentar los celos de unos maridos ciegos ante una unión tan incongruente que en el primer caso concluye en desastre y en el segundo con la infidelidad de una esposa insatisfecha con su marido viejo. Hay un caso en que no se dice que haya un pacto entre el viejo pretendiente y los padres de la joven y en el que el viejo consigue su objetivo, pero termina en fracaso; eso es lo que le sucede a Leopoldio, el anciano rey de Dánea, quien se casa con una dama de la que fuera su mujer, pero ésta, más que medianamente hermosa, prefiere a un criado del rey muy bien parecido de edad pareja a las canas de Leopoldio, por más que éste sea rey{18}.
También se da la situación en que las aspiraciones de un viejo de casarse con una mujer joven no llegan a consumarse; tales aspiraciones se censuran como libidinosas o inapropiadas, incluso se ridiculizan al comportarse el portador de ellas neciamente, con lo cual se torpedea la posibilidad de que cuajen en matrimonio, incluso aunque el viejo pretendiente sea rey. Tal es lo que le sucede al anciano rey Policarpo, que se encapricha de Auristela, una adolescente de diecisiete años, y quiere convertirla en su esposa, pero su pretensión se presenta como un producto de su lascivia, una lascivia que le impulsa a actuar con tal falta de juicio que, instigado por la maga Cenobia, manda provocar un incendio en su palacio para, en medio de la confusión y alboroto, apoderarse de Auristela, y lo único que consigue es perder el trono. Periandro, Auristela y su séquito son indulgentes con la traición de Policarpo, excusándola por ser obra del amor; pero el narrador es mucho más duro, pues no sólo ve en el deseo de Policarpo, un anciano de setenta años, lascivia, sino que se atreve, con ocasión del caso de Policarpo, a hacer la generalización de que los ímpetus amorosos del los viejos no son, en el fondo, más que deseos lascivos, que pretenden encubrir bajo la capa del matrimonio: “Los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos”{19}.
En lo atinente a la posición social de los contrayentes, basta con que no haya mucha distancia social entre ellos, aun cuando puedan pertenecer a estamentos distintos; si hay paridad social tanto mejor: “Nunca los tan desiguales casamientos –le dice Dorotea a don Fernando– se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan” (I, 28, 282), pero si no la hay no tiene por qué ser un impedimento para un buen matrimonio; esto es lo que parece inferirse de algunas historias cervantinas de amor y matrimonio, en las que la pertenencia a estamentos distintos no es óbice para que los jóvenes enamorados puedan llegar a casarse, como sucede en los casos de Dorotea, plebeya, a pesar de su declaración precedente, y don Fernando, noble de alta alcurnia, y de Clara, plebeya, y don Luis, noble. Pero las diferencias estamentales no entrañan en estos casos diferencias sociales significativas, ya que, si bien Dorotea y Clara son villanas, pertenecen a sectores sociales bien situados e instruidos, lo que facilita la comunicación con los miembros de la nobleza. Todo esto se colige del hecho de que los padres de Dorotea son labradores ricos y ella es una mujer letrada, lectora de libros devotos y también de libros de caballerías, y que toca el harpa, y el padre de Clara es un alto funcionario del reino, un magistrado, que se supone, pues nada se dice de ello, que habrá dado una buena educación a su hija para casarla bien.
En cambio, no parece que Cervantes tenga preferencia, como sostenía Castro, por el matrimonio secreto, sin asistencia de sacerdote, autorizado por la Iglesia hasta el concilio de Trento y prohibido a partir de 1563, esto es, por un matrimonio informal, supuesto fruto y expresión de un amor espontáneo y libre de parte de los contrayentes frente al matrimonio formal, canónico, conforme al rito eclesiástico. Pues tal supuesta preferencia por el matrimonio secreto pretridentino no encaja con la idea del matrimonio que Cervantes, a través de Lotario en El curioso impertinente, nos expone como un sacramento instituido por Dios, que, por tanto, requiere de la presencia de un sacerdote; y, en cualquier caso, en el Quijote en los tres casos en que se recurre al matrimonio secreto no aparece como algo respaldado por el narrador porque sea una muestra de una amor espontáneo y libre. En dos de ellos, muy al contrario, aparece como expresión de un abuso, el que intentan perpetrar don Fernando contra Dorotea, aunque luego, tras muchas peripecias y resistencia de su parte, don Fernando acaba cumpliendo la promesa secreta de ser el esposo de Dorotea; y el hijo de un labrador rico contra la hija de doña Rodríguez, pero esta vez el abusador, protegido por el Duque, se sale con la suya, mientras la hija de doña Rodríguez no tiene más alternativa que irse a un convento. Y en el tercer caso, el matrimonio secreto es simplemente una artimaña de Luscinda para frustrar el desposorio con quien no ama, don Fernando, al alegar que ya ha prometido ser la esposa de Cardenio.
Además, en el propio Quijote asistimos a la celebración de matrimonios públicos ante sacerdotes y testigos, como el de Luscinda y don Fernando, aunque por la razón mencionada antes se frustra, o el que está a punto de contraer Quiteria con Camacho el rico y que acaba contrayendo arteramente con Basilio. En fin, la abundancia de situaciones en otras obras de Cervantes del matrimonio públicamente contraído ante ministros de la Iglesia, en que se muestra el respeto del narrador a los requerimientos del matrimonio canónico, refuerza el punto de vista contrario de la preferencia de Cervantes por el matrimonio público.
Finalmente, digamos que Cervantes no es un revolucionario moral por su defensa de la libertad de amar y casarse de los hijos, pues la idea del matrimonio como algo libremente concertado por los hijos y no por sus padres ya había calado entre diversos sectores sociales, entre gentes de toda condición social, y había entrado ya en el debate público. Cervantes, en suma, es portavoz, y un portavoz insigne, de una doctrina que ya está en marcha en la sociedad, aunque tardará siglos en generalizarse y llegar a los límites de la libertad actual de los jóvenes para casarse.
El adulterio
Cerramos el tratamiento de la filosofía moral de Cervantes con un último asunto: el del adulterio, del que nos ocupamos resumidamente, pues ya lo abordamos con amplitud y detalle en la entrega “La moral de Cervantes: el adulterio”{20}. Se puede afirmar que Cervantes consideraba el adulterio como un pecado, incluso como un delito, que debe ser castigado, si bien se opone al castigo con pena de muerte, lo cual ni es algo nuevo ni, mucho menos, revolucionario, pues, ya desde el siglo XVI importantes sectores sociales, especialmente el clero, se habían pronunciado contra esta práctica, que había caído en desuso, tan en desuso que ya en el siglo XVI es muy rara la aplicación de la ley penal del castigo a muerte de los culpables de adulterio a juzgar por los escasos casos documentados de ejecución de adúlteros.
En el Quijote sólo hay un caso registrado de adulterio, pero un caso importante, que está en el centro del relato de la novela interpolada El curioso impertinente. Los tres personajes principales implicados en el adulterio, Anselmo, Lotario y Camila, reciben su merecido según su grado de culpa, no por parte de los administradores de la justicia, que no intervienen aquí, sino por parte del propio narrador, que desarrolla la trama argumental de forma que todos terminen trágicamente. La culpa de Anselmo es máxima, pues ha querido hacer el experimento de poner a prueba la virtud de su esposa y para ello no ha dudado en pedir a su amigo Lotario que se preste a la tarea de tratar de enamorar a su esposa Camila y su castigo es una rápida muerte tras una fulminante enfermedad contraída inmediatamente después de enterarse de lo sucedido y de la huida de Lotario y su esposa; Lotario, menos culpable, pues, en realidad, no quería hacer lo que Anselmo le pedía, trató por todos los medios de persuadirlo de lo malo que era lo que le pedía y sólo aceptó tras la amenaza de Anselmo de que, si no lo hacía él, buscaría a otro para poner a prueba a Camila, pero a la postre culpable por haber cedido y haberla asediado hasta conseguir su objetivo, si bien por considerar que no es tan culpable como Anselmo lo castiga a una muerte más diferida, unos cuantos días después de la de Anselmo, y más digna, pues muere combatiendo en las tropas del Gran Capitán contra los franceses en la batalla de Ceriñola; y Camila, la menos culpable de los tres, se ve obligada a recluirse en un monasterio y es la última en morir tras enterarse de la muerte de Lotario, de quien realmente se había enamorado.
La doctrina moral de Cervantes sobre el adulterio que subyace a la historia precedente está corroborada por lo sucedido a las adúlteras en otras obras de Cervantes. La condena moral del adulterio y el castigo de todos los implicados en él constituyen un elemento capital en la trama de la novela ejemplar El celoso extremeño. El protagonista, Carrizales, un viejo rico y celoso se casa con una adolescente, Leonora, a quien sus padres le entregan por esposa sin contar con su voluntad y gusto, y ella, a pesar de encerrarla en su casa y de todas las precauciones tomadas por su celoso esposo, termina junto al joven galán Loaysa, lo que, al parecer de Carrizales, es señal de adulterio. Carrizales lo califica de delito y nadie lo desmiente y, cometido el delito, se desencadenan las penas según el grado de culpabilidad de cada cual. El viejo celoso, quien se considera culpable, como fabricador de su deshonra, por haber encerrado a su esposa aislándola de todo contacto con el exterior, asume su culpa, enferma y muere, no sin antes perdonar a su esposa, pero, a pesar de este perdón, el narrador la castiga, no obstante su arrepentimiento, no con la muerte, pues en parte es víctima de un marido exacerbadamente celoso y con quien se ha casado por imposición familiar, pero sí con la reclusión de por vida en un monasterio como monja. Y Loaysa, su seductor, se ve forzado a huir a las Indias. Por último, la criada que ofició de alcahueta es despedida de la casa por su complicidad con Loaysa, al que facilitó la consecución de sus deshonestos fines, a los que, en realidad, Leonora no cede, pero, al ser sorprendidos dormidos juntos, Carrizales piensa lo peor. Todos, culpables directos y cómplices, reciben su merecido.
El tema del adulterio reaparece en el entremés El viejo celoso, que viene a ser la versión cómica y jocosa de El celoso extremeño, sin más que cambiar los nombres de los protagonistas: en lugar de Carrizales y Leonora tenemos ahora a Cañizares y Lorenza. En efecto, Cañizares, como antes Carrizales, es también viejo, rico y extremamente celoso, tanto que también enclaustra en su casa, como si fuera una cárcel, a su muy joven esposa, casada con él más por imposición de sus padres que por gusto y por la inexperiencia de una muchacha tan joven, lo que la hace tan infeliz, que no cesa de quejarse de su mala vida y de estar malcasada con un marido viejo y malicioso, obsesionado con el temor de que le sea infiel e incapaz de proporcionarle amor y satisfacción sexual, la cual se la va a proporcionar un joven galán que consigue entrar en la guarnecida y enrejada casa del viejo celoso gracias a la ayuda de una vecina alcahueta.
La novedad ahora es que la esposa adúltera no recibe castigo alguno. Sería un error pensar por ello, como hizo Américo Castro, que Cervantes aprueba o justifica el adulterio, pues ello está en contradicción con su tratamiento de este asunto en los demás lugares en que lo aborda e ignorar que El viejo celoso, en cuanto entremés que es, no tiene una función ejemplarizante o de protección de unos ideales éticos o morales que han de salir triunfantes, sino la de divertir al público mostrándole las flaquezas humanas, lo que equivale a decir que, en este caso, no corresponde al autor castigar a la adúltera para que venza la moral, sin que por ello el autor lo apruebe. Se puede decir, si se quiere, que del entremés se desprende una lección moral indirecta, en el sentido de que en la historia de Cañizares el público asistente podía ver una advertencia contra aquellos hombres que, como Cañizares, siendo viejos, pretenden, gracias a su riqueza, hacer un matrimonio desigual, pactado con los padres, con una mujer mucho más joven que ellos, pero pobre y sin contar con su voluntad; en forma positiva esa lección equivale a una exhortación a que los hombres realicen un matrimonio entre iguales y libre, si no quieren allanar el camino a la infidelidad de sus esposas.
Es en el relato de la historia de Luisa, una mujer pertinazmente adúltera y reincidente, narrada en el Persiles donde la posición de Cervantes sobre el adulterio se encuentra mejor reflejada, pues se nos proporciona una serie de datos que faltan en los otros lugares en que sale a relucir el adulterio. Todos los ingredientes de su doctrina moral salen a relucir a lo largo de la narración de la vida de Luisa: que el adulterio es un pecado grave y hasta un delito; que merece un castigo; y que ese castigo no debe ser ni la ejecución legal ni la venganza de los culpables de tal delito, pero no parece que se oponga a la pena de cárcel o a otras penas, como el destierro. Luisa se casa con el polaco Ortel Banedre, más por obediencia a sus padres que por gusto propio, y a las pocas semanas de ello lo abandona y se marcha con Alonso, un mozo de mesón, al que ama. La justicia los descubre y se les encarcela, y tras la muerte en la cárcel de su amante y cómplice, se la condena a diez años de destierro. El marido burlado lo condena como delito, una calificación que a lo largo de la novela nadie cuestionará. Tampoco se cuestionará el castigo mediante pena de cárcel, primero, y luego de destierro. Lo único que se impugnará y se rechazará, por boca de Periandro, es la ejecución de los adúlteros en el cadalso, en la que, según la justicia de la época, podía participar directamente el marido, que los podía ejecutar degollándolos con un cuchillo. Esto último es lo que el polaco Ortel pretende, pero Periandro le disuade de ello y argumenta contra la ejecución capital de los adúlteros alegando que es un castigo injusto, desproporcionado, quitarles la vida y que, además, semejante castigo, lejos de limpiar la honra del ofendido, perpetúa en la memoria de las gentes la ofensa.
Al final Luisa paga con su vida, según el narrador, por haber vivido mal. Obsérvese que de todos los personajes femeninos adúlteros de la obra cervantina Luisa es la que peor acaba. No es de extrañar, pues es también la más culpable de todas. Camila y Leonora reciben un castigo más leve, la reclusión en un monasterio, porque su adulterio es también menos grave. Éstas son inducidas por terceros a ser infieles y ofrecen resistencia a la presión que sufren para pecar, especialmente Camila, a quien asedia sin descanso Lotario; en cambio, Luisa se entrega por sí misma, por su gusto, al adulterio, apenas unas semanas después de casarse y persiste en él tras salir de la cárcel e ir al destierro, durante el cual, y estando todavía casada con el polaco, vuelve a las andadas con un soldado español destinado a Italia.
Una consideración final sobre el punto de vista cervantino sobre el adulterio. Se puede decir que se observa en Cervantes una tendencia a reducir el problema del adulterio a un problema del adulterio de la mujer o de la mujer adúltera, lo cual puede ser un efecto del prejuicio general en aquella época contra las mujeres, del que, como ya vimos, él no escapa. Salvo quizás en el caso de adulterio de El curioso impertinente, en las demás historias se aborda este asunto en función de la mujer; es ésta, ya sea Leonora, Lorenza o Luisa, la que cae y comete el pecado, como si el hombre fuese un en ello un mero comparsa. En otras palabras, se sitúa a la mujer en el primer plano del adulterio y el hombre queda en un plano secundario, como si ella, al igual que su antecesora mítica Eva, fuese más culpable y él, como antecesor mítico Adán, una pobre víctima de ella, que se ha visto inducido al pecado por ella.
Concluimos este apartado no sin recordar que en el Quijote hay más pensamiento moral del que hemos tratado. En realidad, en casi todas las páginas de la novela se encuentra alguna reflexión o sentencia moral; no se equivocaba Gutierre de Cetina, en su aprobación de la publicación de la segunda parte de la novela, de que en ésta, como ya dijimos en la introducción a “La filosofía del Quijote”, hay mucha filosofía moral. En la exposición que hemos hecho de ésta nos hemos atenido a lo esencial de ella. Pero en el gran libro no faltan, por supuesto, reflexiones sobre muchas otras cuestiones estrictamente morales o de interés moral, como sobre la vida, así las analogías de la vida con el teatro y con el juego de ajedrez (II, 12, 631-2) y la muerte (II, 20, 706-7; II, 33, 808) –ya mencionadas en otros contextos en algunos de nuestros trabajos–; la clasificación de los bienes entre los de naturaleza y los de fortuna (I, 33, 330) –a la que también recurre en otras obras suyas–; la fama (II, 8, 604-8), los linajes, la amistad (I, 24, 227; II, 7, 601; II, 12, 632-3); la doctrina cínica o canalla del dinero como el mejor cimiento del mundo (II, 20, 699), propugnada por Sancho de una manera que don Quijote despacha tildándola de arenga; la no menos cínica o canalla del tanto vales cuanto tienes y de los dos linajes del mundo, el del tener y el del no tener (II, 20, 705), igualmente sustentada por Sancho, pero tachada también por don Quijote de arenga; el agravio y la afrenta (II, 32, 795-6), &c.
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{1} Cf. El Catoblepas, nº 150, 2014.
{2} Novelas ejemplares II, pág. 152
{3} II, 18, pág. 602
{4} Cf. IV, págs. 440-1
{5} Véase op. cit., Teatro completo, vv. 777-804, pág. 215
{6} IV, pág. 370
{7} VI, pág. 557.
{8} IV, pág. 442.
{9} Así el P. Ripalda, Catecismo de la doctrina cristiana, Maeva, 1997, pág. 41.
{10} Así el P. Astete, Catecismo de la doctrina cristiana, Maeva, 1997 pág. 30.
{11} De lo que es un exponente incluso un diccionario como el de Covarrubias, como puede comprobarse consultando su El tesoro de la lengua castellana o española, s.v. “desesperar”.
{12} Op. cit., II, 13, págs. 366-7.
{13} Teatro completo, vv. 961-4, pág. 220.
{14} Cf. El Catoblepas, nº 158, 2015.
{15} Persiles, II, 21, pág. 421.
{16} Op. cit. II, 19, pág. 410.
{17} Cf. El Catoblepas, nº 157, 2015.
{18} Persiles, II, 13, 367-9.
{19} Op. cit.,II, 7, pág. 327.
{20} Véase El Catoblepas, nº 156, 2015.