El Catoblepas · número 188 · verano 2019 · página 4
La filosofía social del Quijote (IV): el estamento popular
José Antonio López Calle
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (62)
El estado llano o tercer estado es el de los productores, el de los individuos consagrados directamente a mantener la base o sector económicos de la sociedad y, por tanto, de ellos dependen toda las actividades fundamentales de la economía: ellos se encargan de la producción, distribución e intercambio en todas las áreas de la economía, desde la agricultura y la ganadería hasta la industria artesanal y el comercio; de ellos depende, pues, no sólo su propia existencia sino también el mantenimiento de la de todos los demás, la de los otros estamentos, los nobles y los clérigos; son, pues, el sostén económico de la sociedad estamental en su conjunto.
Por si fuera poca su indispensable función económica de atender a las necesidades de la vida de toda la sociedad, sobre ellos exclusivamente recaía la carga fiscal de pagar tasas e impuestos para costear el mantenimiento de la sociedad política o Estado y de la Iglesia. Ya vimos la referencia de don Quijote a la exención de pagar impuestos de los nobles, pero omite decir quién los sufraga; en cambio, Sancho alude a ellos directamente cuando contrapone a los hidalgos los pecheros (I, 15, 133), esto es, los que pagan el pecho, un impuesto directo del que estaban exentos no sólo los hidalgos, sino todo el estamento de los nobles y el de los clérigos. De hecho, en el tiempo del Quijote pechero, bien lo sabía Sancho, venía a ser sinónimo de miembro del estado llano, de villano, de labrador o campesino, como especímenes más abundantes y representativos del tercer estado.
El tercer estado o de los pecheros era enormemente heterogéneo. Y lo es en un doble sentido. En primer lugar, lo era porque sus miembros abarcaban, como dijimos, todos los sectores profesionales de la economía productiva y de servicios, desde los campesinos, tanto agricultores como ganaderos, a los artesanos y comerciantes, pasando por el ejercicio de algunas profesiones liberales. Representantes de todos ellos veremos desfilar por las páginas del Quijote. En segundo lugar, lo es porque sus miembros, amén de encuadrarse en un sinfín de trabajos y oficios muy diversos, comprenden todo un espectro de posiciones económicas: desde los más pobres, como los campesinos jornaleros y braceros, hasta los más acomodados, como los campesinos o comerciantes ricos, pasando por los que disponen de una fortuna moderada, como los campesinos medianos. De todo esto también nos da testimonio fidedigno, como veremos, la gran novela cervantina.
Los campesinos
Naturalmente, de todos los segmentos profesionales del tercer estado y de las actividades económicas correspondientes el que mejor se halla reflejado en la novela es el de los campesinos y correspondientemente el de la agricultura y ganadería. No podía ser de otro modo, si tenemos en cuanta un triple factor: primero, que la inmensa mayoría de los españoles de aquel tiempo, alrededor del ochenta por ciento, pertenecía al campesinado; segundo, que uno de los personajes principales, Sancho, es un campesino, lo que se presta o da juego para que el narrador nos transmita mucha información relevante sobre el sector del campesinado del que Sancho es, como se verá, un fiel retrato; y tercero, que, como ya hemos destacado otras veces, el Quijote es una novela fundamentalmente rural, cuya acción, salvo momentos ocasionales como la entrada de la inmortal pareja en El Toboso, su estancia en Barcelona y los episodios acaecidos en la villa de Barataria, discurre en los campos, montes y despoblados, en cuyos caminos lo más probable es que uno se encuentre con hombres del campo, con labradores y ganaderos, con cabreros y pastores, como les sucede a don Quijote y Sancho, lo que no excluye que también se crucen con gentes de otros oficios y profesiones, incluso de tipo urbano, como ya veremos, pues en algún momento aun los dedicados a actividades más propias de las ciudades tienen que viajar por algún motivo. Otras veces la presencia de hombres de profesiones y oficios no campesinos no es por un encuentro casual con don Quijote y Sancho, sino porque se habla de ellos.
1.Los labradores
A su vez, el campesinado, el agente de más peso en la economía española y en la de cualquier otro país europeo en los tiempos del Quijote, era muy variado: comprendía jornaleros, pequeños labradores, medianos y grandes o ricos labradores, dueños de extensas propiedades. La mayor parte de los campesinos eran jornaleros, también llamados habitualmente entonces trabajadores, que no tenían otra propiedad que su propia fuerza de trabajo que alquilaban por un jornal y eran sin duda los más pobres; tan numerosos eran en la Mancha que llegaban a suponer la mitad de la población rural y, en algunos casos, más de las tres cuartas partes de la población aldeana, aunque esa proporción era menor en la mitad norte de la Meseta{i}
Los demás campesinos eran labradores que cultivaban tierras propias o en arriendo con su propia yunta y además solían poseer ganado, mayor y menor, como bien se atestigua en los documentos de la época, como, por ejemplo, el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, donde en la voz “labrador” se describe a éste como un habitante de un lugar o aldea, dueño de una yunta de bueyes o de mulas, que se ocupa de labrar y cultivar los campos y además posee un hato.
Pues bien, en lo que respecta a los jornaleros, Cervantes nos ofrece un cuadro bastante fiel de sus condiciones de vida, sobre todo a través de la figura de Sancho, un representante típico de ese sector mayoritario y más pobre del campesinado manchego. No es, sin embargo, el único jornalero que aparece en las páginas del Quijote. También lo es Andrés, el mozo de quince años que sirve como pastor de un rebaño de ovejas del rico hacendado Juan Haldudo a cambio de un salario de seis reales al mes, lo que, con arreglo a los estándares de la época, era un salario miserable; los segadores que, en los momentos de asueto o descanso, se entretienen en la venta de Juan Palomeque escuchando la lectura de libros de caballerías; o el labriego mozo con que don Quijote y Sancho se encuentran en El Toboso, cuando iban a la busca del palacio de Dulcinea, un labriego madrugador que se disponía a salir a labrar, antes del amanecer, con un par de mulas y que resulta ser, según su propia declaración, un trabajador agrícola forastero al servicio de uno de los labradores ricos del lugar (II, 9). Pero será Sancho la principal vía a través de la cual Cervantes nos informará sobre la dura situación económica y social de los jornaleros en la Mancha. En efecto, en la vida de Sancho hallamos el mejor conducto para hacer un repaso a las condiciones laborales y de vida de un jornalero de la época, de las de los demás miembros de su familia, de su presupuesto familiar, de su régimen alimenticio y de las aspiraciones profesionales de los que no se resignaban a seguir atados a una vida pobre y sin esperanza.
Empecemos con la vida laboral de Sancho. Cervantes lo presenta como un labrador pobre (I, 4 y I, 7) y ciertamente, en cuanto al oficio, se puede decir que es un labrador, puesto que se dedica a tareas agrícolas para ganarse la vida, pero lo es principalmente como jornalero, pues la base de su sustento es el jornal que obtiene como trabajador por cuenta ajena y no sus ganancias como propietario agrario, aunque posee algunas propiedades. Es cierto que las posee, pero son pequeñas, a juzgar por el testimonio del ama de don Quijote, que llama a las posesiones de Sancho “pegujares”: “Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares” (II, 2, 561)., los cuales son efectivamente parcelas de tierra de escasa extensión. Tan pequeños son sus pegujares que se ve obligado a trabajar como jornalero de labriegos ricos.
Su trayectoria laboral como jornalero, que nos cuenta el propio Sancho en retazos dispersos a lo largo de la novela, especialmente en la segunda parte, se remonta a su infancia. Como era costumbre en aquella época (mantenida en muchas áreas rurales de España hasta bien entrado el siglo XX), el futuro escudero de don Quijote se inició a la vida laboral en la niñez: según su propia confesión, en ese estadio de su vida trabajó como cabrero: “Yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo” (II, 41, 863), un dato ratificado por su esposa Teresa Panza, que habla de él, en una carta a la duquesa, como alguien del que no cabe imaginar que sepa gobernar bien otra cosa que un hato de cabras (II, 52, 950) y de nuevo, en una carta a su marido, como pastor de cabras del que es difícil creer que haya venido a ser gobernador de ínsulas (II, 52, 951); luego como porquero (II, 42, 868) y, después, ya algo hombrecillo, se ocupó de guardar gansos (ibid.).
Siendo ya adulto, nunca se le menciona trabajando en sus propias exiguas fincas, lo que es indicativo de lo poco que podía representar para su sustento y el de su familia, compuesta por su esposa y dos hijos. Siempre habla de sí mismo como trabajador al servicio de labradores ricos de su propia aldea o de otras localidades. En su propio lugar, sirvió a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco (II, 28); pero, como tantos otros labriegos pobres de la época que no siempre encontraban ocupación en su aldea, Sancho también se ve obligado a salir de su lugar y buscar empleo en otros pueblos de la comarca, como, por ejemplo, cuando se empleó como segador en Tembleque (II, 31, 790), lo que, por cierto, no parece un hecho fortuito, ya que esta villa toledana era en aquel tiempo uno de los principales centros agrícolas de la Mancha{ii} y, por tanto, debía de haber mucha demanda de segadores durante la temporada de la siega, algo de lo que, sin duda, Sancho estaba bien enterado. Debió de hacer todo tipo de tareas agrícolas en los campos de la Mancha, aunque no entra en detalles sobre ello, salvo que, aparte de la siega, hemos de suponer que trabajó también en las viñas, a juzgar por su declaración tras su fracaso como gobernador de que “mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas” (II, 53, 957).
Sancho es asimismo nuestro mejor informante sobre la remuneración de los jornaleros manchegos, que comprendía el salario y la comida:
“Cuando yo servía… a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco… dos ducados ganaba cada es, amén de la comida”. II, 28, 769
La comida, que incluía desde el almuerzo a la cena: “Por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla” (ibid.), y el salario de dos ducados, que equivalían a 22 reales, podían ser apenas suficientes para satisfacer las necesidades vitales de Sancho, pero no para mantener a su familia. Para mejorar la situación, Sancho, según nos cuenta en otro lugar, complementa sus ingresos como asalariado con los obtenidos con los acarreos realizados con su rucio, cuya aportación a la economía familiar ensalza al evaluar lo que le supone la pérdida de su rucio por causa del hurto de Ginés de Pasamonte en Sierra Morena:
“Sustentador de la mitad de mi persona, porque con veintiséis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa”. I, adición a 23 en Nota complementaria, 1108
No exagera el sedicente escudero de don Quijote las ganancias que le aporta el trabajo de transporte con su jumento al decir que gracias a éste cubría la mitad de sus gastos. Pues los veintiséis maravedíes diarios así ganados son ligeramente algo más que los 25 (24’9) diarios cobrados como jornalero de Tomé Carrasco{iii}.
Con esos ingresos, que dan un total de 51 maravedíes o, lo que es lo mismo, de un real y medio diariamente, Sancho no tenía suficiente para mantener a su familia. En realidad, con ellos no tenía bastante más que para mantenerse a sí mismo; y, siendo más precisos, no tenía más que para alimentarse, si es que, de acuerdo con la propia información que nos transmite Cervantes en El coloquio de los perros a través de la cuenta de un arbitrista, un real y medio es el coste mínimo de la alimentación diaria de una sola persona, en la cual incluye condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres, aunque, pasando por privaciones, podría reducirse a un real{iv}.
Para acercarse a un presupuesto que permita cubrir las necesidades básicas de todos, los demás miembros de la familia Panza no tienen más remedio que trabajar. La mujer y la hija de Sancho contribuyen a la economía familiar realizando trabajos artesanales, como tantas otras mujeres y muchachas de la época. Una y otra realizan actividades textiles; Teresa Panza, ejecutadas sus obligaciones domésticas, se dedica a rastrillar lino (II, 25, 747) y a hilar copos de estopa (II, 50, 930), aunque nada se dice de sus ganancias por este concepto; y Sanchica, por su lado, una mozuela de unos catorce años, se ocupa, según cuenta su madre en una carta a su marido, en hacer puntas de encaje, por lo que gana ocho maravedíes diarios, que guarda para su ajuar (II, 52, 952). Nada, en cambio, se dice sobre este asunto del hijo, Sanchico, pero es improbable que, en las condiciones de vida pobre de la familia Panza, al borde de la subsistencia, y en una sociedad en que los hijos varones trabajaban desde niños, al menos los de los jornaleros y los de los pequeños y aun medianos propietarios rurales, estuviese ocioso, y máxime tratándose de un mozuelo que ha alcanzado ya los quince años.
Las duras condiciones de vida de un jornalero como Sancho se reflejan también en su dieta alimenticia, que es la característica de las gentes pobres del campo. La comida de estas gentes era escasa, poco variada e incompleta y se componía básicamente de pan, aceite, vinagre, vino, ajos, cebollas, berzas y nabos{v}. Alimentos como los ajos y cebollas estaban tan asociados con los trabajadores pobres del campo que hasta el propio don Quijote, que sabe muy bien cuál es la base de la alimentación de estas gentes a las que pertenece su escudero, le recomienda, en sus segundos consejos de gobierno, que no los coma para no delatar su baja condición social: “No comas ajos y cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería” (II, 43, 872). Se había convertido en algo muy despectivo e incluso un insulto acusar a alguien de comer muchos ajos, como bien se ve en las ofensivas palabras que don Quijote, irritado con su escudero, le espeta: “Don villano, harto de ajos” (II, 35, 824) o doña Rodríguez, en medio de una pendencia con Sancho: “Bellaco harto de ajos” (II, 31, 785); en cambio a Sanchica, la hija de Sancho, a pesar del desprecio que ello supone, no le importa que la llamen: “Hija del harto de ajos” (II, 50, 935) ante el bien superior que ella espera recibir en vista de la halagüeña perspectiva de verse beneficiaria del cargo de su padre como gobernador.
La alimentación de las gentes pobres del campo era tan dependiente de esos alimentos, que varios de ellos, como el aceite, el pan, el ajo y la cebolla, eran ingredientes básicos de algunos de los platos más típicos de los jornaleros y labriegos manchegos, de los que el Quijote se hace eco. Así las gachas, mencionadas en II, 18, en su origen comida de pastores y gente del campo y consumidas en los fríos días del invierno, llevaban, entre otros componentes, aceite y ajos, y, según los casos, harina de cereal o de almortas (una leguminosa); las migas, mentadas en varios lugares (I, 203; II, 1992;II, 66, 1056) aunque formando parte de expresiones coloquiales en que las migas pierden su sentido gastronómico (como “No estoy para dar migas a un gato”, proferida por don Quijote ), se elaboran con pan, su ingrediente principal, ajos, aceite y también vinagre, en algunas variantes culinarias según testimonios de aquel tiempo, aunque también con partes de cerdo, como tocino y chorizo; según un procurador en las Cortes de 1595 los pobres, labradores, pastores, gañanes y la gente miserable consumían migas en todo tiempo: “El invierno viven con unas migas de aceite, y el verano con unas de aceite y vinagre”{vi}; seguro que Sancho debía de estar entre los que frecuentemente comían migas.
Y otro plato, de consumo habitual en la Mancha, que porta varios de esos ingredientes de los que tanto abusaban los campesinos pobres, es el gazpacho, al que Sancho debía de estar habituado y al que se refiere expresamente cuando declara que “más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre” (II, 53); pues el gazpacho reúne a la vez, cuando menos, pan, aceite y vinagre, al menos tal como se pergeñaba entonces según nos informa el Tesoro de la lengua castellana o española, de Covarrubias, pero podía llevar otros ingredientes, que él no especifica, tal como ajos (el Diccionario de Autoridades los cita como componente habitual), cebollas y pepinos{vii}.
Sancho confiesa que su estómago está acostumbrado a comer nabos y cebollas (II, 49). Pero, por más que abuse del consumo de pan, ajos, cebollas y nabos, también está acostumbrado a comer carnes, como confiesa en ese mismo pasaje donde dice que su estómago está habituado “a cabra, a vaca, a tocino, a cecina”, esto es, carnes baratas, bien piezas de cerdo o bien de animales viejos, como las citadas de cabra y vaca, pero también de carnero, o casi mortecinos, que requerían una lenta y prolongada cocción para enternecerlas lo suficiente como para poder hincarles el diente sin dejárselo en ellas. Un plato muy socorrido que cumplía bien esa función muy del gusto de Sancho era la olla podrida, un guiso muy sustancioso, una especie de cocido, que constaba de sopa, legumbres, entre ellas garbanzos, verduras y varias clases de carnes, tales como, según el Tesoro de Covarrubias, carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza y pies de puerco, que quedaban muy deshechas tras cocerlas bien despacio. No es de sorprender que Sancho le tribute un encendido elogio, en el que celebra su variedad, de la que, por cierto, según Covarrubias, también forman parte los ajos y cebollas:
“Por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho”. II, 47, 901
Y también por su olor, sabor y su capacidad de admitir tan diverso repertorio de ingredientes:
“Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día”. II, 49, 918
Son tan del gusto de Sancho que le pide al médico de Barataria que le sirvan ollas podridas. Además, sus restos se aprovechaban para la cena, para la cual con ellas se preparaba el salpicón, compuesto de las sobras de carne, garbanzos y otras legumbres, a los que se añadía cebolla y ajos; todo ello se aliñaba con aceite y vinagre. Se trata de un plato servido en frío que Sancho degusta con fruición cual si fuese un manjar exquisito:
“Le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla y unas manos cocidas de ternera algo entrada en días. Entregose en todo, con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón o gansos de Lavajos”. Ibid.
No era menor su afición a las ollas, una especie de potaje de legumbres y carne, que también lleva como ingrediente ajos y al que, a mitad de cocción, se le añade un sofrito de aceite y cebolla. Según confesión del propio Sancho, solía cenar este potaje cuando trabajaba como jornalero para algún labrador:
“Los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos ollas…” (II, 28, 769)
También tiene oportunidad de disfrutarlo o degustarlo en una venta de la provincia de Zaragoza, donde en la cena el ventero le sirve una olla de uñas de vaca, cocidas con garbanzos, cebollas y tocino (II, 59, 999).
Nada se dice del pescado como parte de la dieta de Sancho. A los pueblos de la Mancha llegaba el pescado en salazón, como el bacalao y los arenques{viii}, un hecho del que el Quijote da testimonio. En el mesón en que don Quijote es armado caballero le sirven bacalao; y en otro lugar don Quijote muestra su predilección por los arenques al declarar que antes tomaría él pan y “dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides” (I, 18, 164). Algunos se vendían a precio barato, sobre todo las sardinas, ya que se podían comprar nueve sardinas por medio maravedí o blanca{ix}; así que el pescado era asequible al bolsillo de Sancho. Pero quizás no era un alimento muy de su gusto. En el citado mesón de Zaragoza el ventero le informa que también tienen pescado para cenar; pero, en ningún momento, se le ocurre pedirlo, sino sólo platos con carne y, al final, como indicamos, le servirán una olla.
Algo hemos de decir del vino, tan común en la cocina manchega, tanto de ricos como de pobres. Y en la despensa de Sancho no faltaba el vino, al que, como bien es sabido, él le tenía mucha afición, una afición compartida por su mujer, la cual mientras está rastrillando lino se entretiene en su trabajo tomando vino (II, 25, 747).
La alimentación de Sancho empeora cuando entra al servicio de don Quijote como escudero. Comía mucho mejor cuando servía a labradores. En su primera salida sus provisiones son sumamente austeras y reducidas: una cebolla, un poco de queso y mendrugos de pan (I, 10); de ahí que, cuando socorre a Andrés, no tenga otra cosa que ofrecerle que pan duro y un pedazo de queso (I, 31). En realidad, como escudero de don Quijote sólo tiene ocasión de comer bien cuando paran en ventas o son acogidos como huéspedes en la casa de don Diego de Miranda, en las bodas de Camacho, en la casa de Basilio, en el palacio de los Duques o, según cabe suponer aunque en este caso nunca se mienta la comida, en la casa de don Antonio Moreno en Barcelona, pero durante el tiempo que pasa en campos y montes con su amo, también durante su segunda salida con él, no tiene otra cosa para sustentarse, como él mismo declara, que “rajas de queso y mendrugos de pan” (II, 28, 769).
En una época en que periódicamente se producían, sobre todo por causa de las malas cosechas, situaciones en que se hacía difícil la manutención y tenían lugar hambrunas, la principal preocupación de los pobres y jornaleros como Sancho era protegerse del azote de la carestía y el hambre. Don Quijote es consciente también de ello y por eso, para ganarse la voluntad del pueblo, aconseja a Sancho, flamante gobernador de Barataria, “procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que el hambre y la carestía” (II, 51, 941).
En vista de sus severas condiciones laborales y de su pobreza, muchos jornaleros y pequeños propietarios que apenas podían vivir de sus tierras y se hallaban en una condición muy cercana a la de los jornaleros, optaron, urgidos por la necesidad, por desertar del campo y las aldeas para buscarse mejores oportunidades. Unos buscaron empleo en la Corte o como criados de casas nobles, pero la mayoría siguió una de estas tres vías; marcharse a América, enrolarse en el ejército o ingresar en las filas de la Iglesia. América se convirtió para muchos labradores pobres, desesperanzados ante su precaria situación en su patria, precisamente, según el testimonio del propio Cervantes en El celoso extremeño, en “refugio y amparo de los desesperados de España”{x}. No teniendo nada que perder en su tierra natal, se embarcaron con destino a las Indias para poblarlas y prosperar como mercaderes o propietarios de tierras de labranza o en algún otro oficio.
Otros se alistaron en el ejército como soldados, con la esperanza de ganarse el sustento y, a ser posible, poder medrar en su seno, bien es cierto que, por lo que respecta a la paga, ésta, según nos informa don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras, es más bien miserable y se recibe con retraso o nunca. A diferencia de los nobles, que, como vimos, servían en el ejército ante todo por aumentar la honra de su linaje en la guerra, a los labriegos pobres es la necesidad la que les impele a ingresar en el ejército. Al igual que el mozo que va a la guerra, cada uno de ellos habría podido cantar igualmente la seguidilla que éste iba cantando mientras caminaba para alistarse en una compañía de infantería:
“A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad”.
II, 24, 738
También a Sancho es la necesidad, según confesión propia (II, 5), la que le impele a dejar a su familia y su aldea como criado de don Quijote con el señuelo de la promesa de una ínsula o condado. No sabemos si el mozo que va a la guerra por necesidad, hasta entonces un paje mal pagado por su señor, es un hijo de labradores pobres, pero quien sí lo es es Vicente Roca, el seductor de Leandra, que regresa a su pueblo convertido en un soldado fanfarrón que con el relato de sus supuestas hazañas deja boquiabiertos a sus paisanos labriegos.
Pero había quienes buscaban en la Iglesia el mejor remedio a su necesidad; de hecho, la Iglesia acogía de buen grado en su seno, como miembros del bajo clero secular y regular, a los hijos de los labriegos pobres. Seguramente el cura del lugar de don Quijote y Sancho, Pero Pérez, es de sangre plebeya; y, sin duda, lo es el tío cura de Marcela, pues los padres de ésta son plebeyos. Y ése es el camino por el que la esposa de Sancho, Teresa, quiere encarrilar los pasos de su hijo para que no tenga que seguir los de su padre como jornalero al servicio de labradores más afortunados. Confía en que, merced a la intercesión de un tío cura del muchacho, que tiene ya quince años, éste pase a ser un hombre de Iglesia (II, 5, 582-3), quizá un cura como su tío, pues su madre, a lo mejor pensando en ello, señala la conveniencia de que vaya a la escuela. Por esa misma vía se encarrilan los pasos del hijo de otro vecino del pueblo, posiblemente también un labrador pobre, de lo que nos enteramos por la propia Teresa, que, en una carta a su marido, sedicente gobernador de Barataria, le pone al corriente de que “el hijo de Pedro Lobo se ha ordenado de grados [órdenes menores] y corona [tonsura], con intención de hacerse clérigo” (II, 52, 952).
Los campesinos pequeños propietarios, dejando aparte a Sancho cuya propiedad es tan exigua que, como acabamos de ver, se ve forzado a vivir como jornalero, y los campesinos medianos cuentan con escasa representación en el Quijote. Un pequeño propietario, según los escasos indicios que nos da el narrador, puede ser el labrador Pedro Alonso, que socorre a su convecino don Quijote y lo lleva hasta su lugar. Tiene toda la pinta de serlo porque él mismo es el que tiene que ir al molino con la carga de trigo para molerlo (I, 5, 56); parece razonable pensar que si fuese un mediano propietario agrícola encargaría esa tarea a uno de sus criados o jornaleros a su servicio.
En cuanto a los campesinos medios, tiene todo el aspecto de serlo Lorenzo Corchuelo, padre de Aldonza, a la que, como es bien sabido, la alquimia imaginativa de don Quijote transforma en Dulcinea. Estos labradores podían tener a su servicio jornaleros, pero ellos mismos e incluso sus hijos en edad de trabajar no estaban exentos del trabajo, sino que también habían de ocuparse de las diversas tareas que su hacienda requería. Pues bien, en la hacienda de Lorenzo Corchuelo hay mozos de labranza y su propia hija, una moza robusta y bien templada, trabaja como el que más para el sustento de su familia. A los primeros alude Sancho en un pasaje en que describe cómo Aldonza los llamaba con su potente voz:
“Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre”. I, 25, 242
En cuanto al trabajo de Aldonza, el propio Sancho, que la conoce personalmente, es también el encargado de hablarnos de ello. La retrata como una moza robusta y templada, acostumbrada, como tantas mujeres campesinas en España entonces y hasta bien entrado el siglo XX, a los duros trabajos del campo, donde, como dice Sancho, a Aldonza, lo mismo que a las demás mujeres que en él faenan, se les gasta la faz de andar siempre al campo, expuestas al sol y al aire (I, 25, 243). Entre las faenas que realiza, según nos cuenta Sancho, están las de rastrillar lino y trillar en las eras (ibid.) o las de ahechar o cribar trigo (I, 31, 310) o de cargar costales de trigo sobre un jumento (I, 31, 311) para enviarlo al molino (I, 31, 312).
También puede pertenecer al estrato medio del campesinado Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón, al que, a diferencia de otros, no se califica específicamente de rico, aunque también podría serlo. De él sabemos que cuenta con peones a su servicio, entre ellos, como ya vimos más arriba, Sancho (II, 28), y que es suficientemente acaudalado como para poder enviar a su hijo a cursar estudios universitarios en Salamanca (II, 2, 565; II, 7, 599; II, 33, 811). Si a todo esto se suma el hecho de que su hijo Sansón nunca aparece ligado, a diferencia de Aldonza Corchuelo, a las tareas agrícolas de la hacienda familiar, de cuya ejecución parece estar liberado, no parece irrazonable pensar en su pertenencia al estrato superior del campesinado.
En cambio, el estrato superior del campesinado, el de los campesinos ricos, propietarios de grandes haciendas, que suponía aproximadamente el 5 por 100 de la población rural, está notablemente representado en el Quijote, en el que abundan los personajes pertenecientes a este sector minoritario de los campesinos, pero muy poderoso, que constituían una auténtica oligarquía rural. En la Mancha había muchos labradores ricos, poseedores de gran caudal y propietarios de latifundios y ganado; así que no es de extrañar que la pareja inmortal, en su peregrinar por los caminos de los campos manchegos, se encontrasen con algunos de ellos; de hecho, la mayoría de labradores ricos que aparecen en las páginas de la novela son manchegos, entre los que no incluimos a los ricos hacendados agrícolas de linaje noble, como el hijodalgo Grisóstomo y don Diego de Miranda.
El primero que aparece en escena es Juan Haldudo, precisamente conocido con el apodo de “el rico”, con el que don Quijote se encuentra en su primera salida y con el que se enfrenta cuando lo ve maltratar al mozo que pastorea un rebaño suyo de ovejas. Se nos proporciona el interesante dato de que el labrador es vecino de Quintanar de la Orden, pueblo cercano a El Toboso, ambos en la provincia de Toledo; el interés del dato reside en que es un reflejo de la realidad histórica, pues Quintanar era, y sigue siéndolo, una localidad importante por su riqueza agrícola y ganadera, especialmente de ganado lanar, y que contaba además con un grupo de labradores y ganaderos muy hacendados{xi}.
El segundo labrador rico manchego en aparecer en escena, a través del relato de un cabrero, es Guillermo el rico, el padre de Marcela (I, 12, 103), aún más rico que el padre de Grisóstomo (I, 12, 106). El interés de este caso es muy distinto del anterior y reside en que es un buen reflejo de la manera como la riqueza de los labradores villanos contribuía a romper las barreras sociales entre el tercer estado y el primero, entre plebeyos y nobles, al facilitar los enlaces matrimoniales entre unos y otros. Marcela, hija de un plebeyo, tiene muchos pretendientes ricos, entre los cuales hay no sólo labradores sino también hidalgos (I, 12, 107), atraídos sin duda por su hermosura, pero también por sus muchas riquezas (I, 12, 106); y uno de ellos es el rico hijodalgo y, por tanto, caballero, Grisóstomo. No desentona que un noble pretenda casarse con una villana rica, aun cuando la relación entre ambos, a la postre frustrada porque entre los planes de Marcela, como bien es sabido, no está el casarse, se presenta en el marco de un abstracto e idealizado mundo pastoril, según las convenciones de la novela pastoril.
También son labradores acaudalados de la Mancha, citados por orden de aparición, el padre de Leandra (I, 51), la situación de la cual es muy similar a la de Marcela en cuanto ilustra la facilidad con que la fortuna paterna allanaba el camino del matrimonio, ya que también ella, por su hermosura y muchas riquezas, atrae a un montón de pretendientes, aunque entre ellos no se menciona a ninguno de linaje noble; y Camacho, apodado el “rico”, cuya fortuna parece ser mayor que la de cualquiera de los labradores opulentos hasta ahora citados, pues sus vecinos lo tienen por “el más rico de toda esta tierra” (II, 19, 690); sus riquezas le permiten organizar “una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda” (ibid.). La historia de Camacho es también un ejemplo ilustrativo de cómo la riqueza puede unir mediante el matrimonio, aunque en este caso a la postre la tentativa se frustre, personas de desigual linaje:
“Aunque algunos curiosos que tienen de memoria los linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son poderosas de soldar muchas quiebras” (ibid.)
La bella Quiteria, novia de Camacho, es también labradora, pero no es tan rica como su prometido, aunque sí de superior linaje; la diferencia de linaje entre ambos la salva, no obstante, la enorme fortuna de Camacho, la cual es el motivo principal que convence al padre de Quiteria para casarla con él en vez de con su pretendiente pobre, Basilio, al que realmente ella ama, aunque, al final, será éste, gracias a una artimaña, el que conseguirá casarse con Quiteria (II, 21).
Asimismo, la novela se hace eco de los labradores ricos de Aragón, aunque en el escenario literario aparecen menos de los que pululan en el de la Mancha. Hay dos personajes que podamos considerar, el primero con toda seguridad y el segundo con no tanta, pertenecientes a esta categoría social. El primero en la jerarquía de riqueza está el opulento labrador, habitante de una aldea de los estados de los Duques y, por tanto, vasallo de ellos, que les auxilia financieramente (II, 48). Este riquísimo labrador es el padre del burlador de la hija de doña Rodríguez, un mozo que, gracias a la riqueza de su padre y a la complicidad del Duque, al que éste presta dinero y le sale de fiador en sus deudas, se sale con la suya incumpliendo con la promesa de casarse con ella. Parece ser también un labrador rico Andrés Perlerino, afincado en la villa ducal de Barataria, aunque es natural de Miguel Turra, lugar cercano a Ciudad Real (II, 47, 905); su hacienda o patrimonio no se califica, pero se señala que tiene dos hijos estudiantes, uno para bachiller y el otro para licenciado, lo que, aparte de constituir un dato muy valioso, desde el punto de vista social, porque proyecta luz sobre las aspiraciones profesionales y afán de promoción social de los labradores con hacienda suficiente para poder dar estudios a sus hijos, es una señal bastante seria de que debía de ser un labriego rico.
Pero, sin duda, el caso de mayor interés, por lo que revela sobre la realidad estamental de la sociedad de aquel tiempo y de las conexiones entre los distintos órdenes sociales, es el de los padres de Dorotea, labradores ricos de Andalucía, representantes del peldaño más alto del campesinado de una región latifundista en la que, por tanto, eran relativamente numerosos los plebeyos acaudalados. Los padres de Dorotea son vecinos de una importante ciudad andaluza, seguramente Osuna, pues, según ya vimos, son vasallos de un grande de España, muy probablemente, como ya argumentamos{xii}, el duque de Osuna. El caso de los padres de Dorotea se ajusta mucho a la realidad histórica, pues sabemos que en esa villa andaluza residían labradores muy ricos que obtenían una gran producción agrícola, sobre todo de cereal y de aceite{xiii}. Los padres de Dorotea, al igual que los labradores ricos de la realidad histórica, son grandes productores agrícolas de cereal, aceite y vino, pero, además, son ganaderos, dueños de ganado mayor y menor, y poseen colmenas; por si esto fuera poco, en sus fincas cuentan con instalaciones equipadas de máquinas para obtener ellos mismos el aceite de sus olivos y el vino de sus viñedos, ya que disponen de molinos de aceite y lagares, y bien pudiera ser que no les faltases molinos para el cereal. Para realizar el trabajo que tan inmenso patrimonio exige, sus padres tienen a su servicio a un sinfín de trabajadores: mayorales, capataces, jornaleros, unos se supone que peones agrícolas y otros pastores, además de los criados y doncellas que atienden la casa familiar. De todo ello nos informa con notable detalle Dorotea, muy indicada para hacerlo, puesto que, según su propia declaración, era la “mayordoma”, es decir, la encargada de administrar la formidable hacienda familiar, por cuyas manos pasaba el control de todo lo que en ésta se producía y hacía, amén de las instrucciones que tenía que dar a todo el personal laboral al servicio de sus padres. He aquí sus palabras:
“Y del mismo modo que yo era señor de sus ánimos [los de sus padres], así lo era de su hacienda: por mí se recibían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano, los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas; finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo. Los tratos que del día me quedaban después de haber dado lo que convenía a los mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios”. I, 28, 278-9
Después de todo este trabajo de la muy laboriosa Dorotea, aún le quedaba tiempo para entretenerse en los ejercicios que una doncella de la época, como ella, era necesario que dominase, como los de la aguja y la almohadilla, y la rueca y el huso.
En fin, ante el impresionante patrimonio de los padres de Dorotea el de Camacho parece palidecer. No es, pues, extraño que, en vista de su extraordinaria riqueza, a la que se unía el buen trato que los caracterizaba, se granjeasen la consideración de hidalgos y aun de caballeros. El caso de los padres ricos de Dorotea es, además, relevante por tres aspectos más. El primero de ellos concierne de nuevo, como en los casos de los padres ricos de Marcela y Leandra, a las excelentes oportunidades matrimoniales que se les ofrecían gracias a la fortuna de sus progenitores. Dorotea, al igual que las otras, tampoco tiene dificultades para casarse, pues también tiene un coro de pretendientes atraídos por su belleza, buena fama y su cuantiosa fortuna, entre los cuales están “los más principales del lugar”, lo que sin duda incluye a los de casas nobles, uno de los cuales es un segundón, don Fernando, hijo del grande de España y duque Ricardo. La propia Dorotea expone los motivos por los que sus padres pueden casarla fácilmente con quien ella quiera entre los muchos aspirantes:
“Decíanme mis padres que…ellos me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama”. I, 28, 280
El segundo, como en el caso de Marcela, pero no mencionado en el de Leandra, atañe al poder de las grandes fortunas familiares de superar o compensar el obstáculo de la desigualdad de linaje a través de los lazos matrimoniales entre plebeyos, pero ricos, y nobles. De esto Dorotea es también muy consciente, como bien se ve en el pasaje citado, aunque también lo es de la dificultad de llevar adelante con éxito un matrimonio entre desiguales por linaje: “Nunca los tan desiguales matrimonios se gozan ni dura mucho en aquel gusto con que se comienzan” (I, 28, 283)
El tercero se refiere al ennoblecimiento de los plebeyos ricos por medio del matrimonio con alguien de noble estirpe, sin duda una vía rápida, muy transitada para alcanzar la nobleza para los descendientes. Dorotea no ignora esta realidad de los matrimonios de plebeyos ricos con miembros de familias nobles y es justamente la reflexión sobre esta realidad bien conocida la que la anima a aceptar casarse, a pesar de sus reticencias y prevenciones contra los casamientos desiguales por razón de linaje, con don Fernando, para quien además, por su condición de segundón y, por tanto, no heredero del título y patrimonio paterno, no era inverosímil la unión con una muy rica heredera, si bien plebeya. He aquí las reflexiones de Dorotea sobre este asunto:
“Yo a esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí misma: ‘Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa”. Ibid.
Las mujeres como Dorotea, hijas de labradores caudalosos, podían situarse bien en la sociedad casándose con el hijo de otro plebeyo rico, o bien, como en su caso, con un noble, lo que elevaba su estatus social. Pero los hijos varones que no querían ser campesinos como sus padres, para asegurarse un buen puesto o medrar en la escala social, tenían que encaminar sus pasos por las mismas tres vías ya señaladas seguidas por los nobles y labradores pobres: la Iglesia, las armas y las letras o estudios universitarios. En la Iglesia pueden llegar a alcanzar posiciones intermedias, por encima del bajo clero secular y regular; no es seguro que en el Quijote haya una ilustración de este hecho, pues no sabemos nada de la extracción social del canónigo de Toledo. Otros preferían la carrera militar, de lo que tenemos un ejemplo en la novela, el del hijo del labrador rico vasallo de los Duques, pero su alistamiento en los tercios de Flandes no es por inclinación a la vida militar, sino simplemente para no tener que pagar por haber burlado a la hija de doña Rodríguez (II, 54).
Pero, sin duda, la vía preferida por los hijos de labradores ricos para obtener un empleo que les proporcione una vida confortable y, a ser posible, les facilite el ascenso en la jerarquía social es las letras o estudios. Un ejemplo de ello es el de Sansón Carrasco, bachiller por la universidad de Salamanca, cuyo padre parece ser labrador rico, aunque, como ya señalamos, podría ser un labrador mediano.
2.Los ganaderos
Aunque los campesinos ricos normalmente eran labradores que además tenían ganado, tanto mayor como menor, también había campesinos que eran ante todo ganaderos o gente que se dedicaba a cuidar el ganado de otros como jornaleros; pues bien, estos campesinos cuya vida giraba en torno al cuidado del ganado tienen una muy relevante presencia en el Quijote, en cuyo escenario literario desfilan cabreros, pastores, vaqueros y porqueros. El papel principal se lo llevan los cabreros y pastores, con los que varias veces se encuentra la pareja inmortal en su peregrinar por las tierras de la Mancha; nada más natural que tales encuentros si se advierte que los campos manchegos, tan sobresalientes por su agricultura, también destacaban por su muy productiva ganadería, especialmente la ovina y caprina; esos campos rebosaban, pues, de cabreros y pastores con los que podían toparse.
Los primeros en salir a escena son los cabreros que acogen hospitalariamente a don Quijote y Sancho y a los que dirige el discurso sobre la edad de oro. El narrador los integra en el relato sobre las andanzas de don Quijote, pero poco es los que nos transmite sobre su modo de vida y sobre su trabajo. Aunque amo y escudero cenan con ellos, a lo que les invitan, y pernoctan en su majada, en ningún momento pasa por las mientes del narrador que surja un coloquio entre ellos en el que salgan a relucir su modo de vida y su trabajo como cabreros. Estamos todavía muy lejos de la novela social del siglo XIX. A Cervantes no le interesa más que crear la atmósfera adecuada para encuadrar la historia de don Quijote y sobre todo el ambiente pastoril en que discurre la historia de Grisóstomo y Marcela, y, para ello, le basta con proporcionarnos unas escuetas pinceladas sobre la vida de los cabreros, pero suficientes para darnos una idea sobre su dureza y austeridad.
No son personajes de novela pastoril, sino cabreros reales de carne y hueso, que trabajan de sol a sol en el campo, en el que además tienen sus chozas, donde pasan la noche cuando es menester para el desempeño de su trabajo, sobre todo en verano. Sobre unas pieles de ovejas tendidas en el suelo se sientan para cenar tasajos de cabra cocidos, bellotas avellanadas y queso tan duro como argamasa, sin que falte la bota de vino, y esas mismas pieles les servirán a todos ellos y a sus invitados como cama para dormir. A sus largas jornadas laborales hace alusión Sancho cuando, tras la cena y escuchar el canto de un cabrero al que don Quijote querría continuar oyendo cantar, decide, en cambio, echarse a dormir y sugiere a su amo acomodarse igualmente para ello porque “el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando” (I, 11, 102).
Pero todo esto no es más que el preámbulo para el discurso de don Quijote sobre la mítica edad de oro y para el relato de la historia trágica de Grisóstomo y Marcela, concebida a la manera de las novelas pastoriles, al estilo de la Galatea cervantina, protagonizada por dos fingidos pastores y relatada por alguien que curiosamente sí es un pastor de verdad, Pedro el cabrero. Nada nos revela esta historia sobre la vida real de los pastores reales; su único contacto con la realidad es que sus protagonistas y personajes secundarios, también pastores, entre los que están los muchos pretendientes de Marcela, pertenecen al mundo rural y poseen ricas haciendas, de base agrícola y ganadera, pero que no tienen necesidad de trabajar como labradores ni como pastores, porque su fortuna les permite tener criados que se ocupen de ello. Marcela es la hermosa y afortunada heredera de la hacienda de Guillermo “el rico”, que decide echarse al monte para llevar una vida libre e independiente como pastora de cabras, sin más compañía que la de otras zagalas de las aldeas próximas (I, 14, 127); Grisóstomo, enamorado de ella, para seguir los pasos de ella, se determina también a vivir como pastor en el campo y se viste con su pellico y su cayado, en lo que le acompaña su amigo Ambrosio, compañero de estudios en Salamanca. Los demás pretendientes de Marcela, todos ellos ricos, hacen lo mismo. Cuando Pedro el cabrero cuenta esta historia de ricos hacendados que juegan a ser pastores, Grisóstomo hace poco que se ha suicidado y seguidamente asistimos a su entierro en el paraje del bosque en que por primera vez vio a Marcela, donde se congregan, para darle sepultura, los fingidos pastores disfrazados de tales con sus pellicos de lana negra y coronados con guirnaldas de ciprés y adelfa, unos, y sólo de tejo o ciprés, otros, y los genuinos cabreros que tan hospitalaria y generosamente acogieron a don Quijote y Sancho compartiendo con ellos su comida y sus chozas (I, 13, 110 y 116-7).
Pastores y cabreros aparecen también en el brevísimo cuento de Sancho sobre la Torralba (I, 20, 178-9), en el que asimismo se mienta a un ganadero rico, el padre de ella. El cuento está centrado en la relación entre la pastora Torralba y el pastor cabrerizo Lope Ruiz, enamorado de ella; Sancho presenta su cuento como una historia de pastores reales acontecida en Extremadura, pero éste carece de información relevante sobre la vida de los pastores.
Los cabreros reaparecen con ocasión de la estancia de don Quijote y Sancho en Sierra Morena, donde desempeñan un notable papel literario. En este entorno tan apropiado para alimentar rebaños de cabras, la pareja inmortal se encuentra con un cabrero, ya anciano, que estaba guardando una buena cantidad de ellas (I, 23, 217); por él se enteran de que el dueño de la mula muerta, el cojín y la maletilla que hallaron una vez entrados en Sierra Morena tenían como dueño a un caballero que, como ellos, aunque por distintas razones, había decidido retirarse a lo más recóndito de Sierra Morena; ese caballero resulta ser Cardenio, a quien el mal de amores había empujado a huir a tan apartado lugar; y nada más llegar allí hace unos seis meses, según el relato del cabrero, se presentó sobre su mula en la majada de pastores para preguntarles cuál parte de la sierra era la más áspera y recóndita, pues su intención era encaminarse a esa parte donde emboscarse y vivir allí retirado, donde se mantiene gracias al sustento que los generosos cabreros de la majada le proporcionan (I, 23, 218-9).
Pocos son los datos que el narrador nos suministra sobre la vida de los cabreros de Sierra Morena, pero ya el mero medio geográfico montañoso en que los sitúa, tan inhóspito y escabroso (I, 23, 216), caracterizado por sus quebradas, barrancos y derrumbaderos, según la certera descripción del narrador (I, 23, 221: 29, 287-288), es harto indicativa de la existencia tan dura y sacrificada de esos hombres, tan dura como el agreste y áspero terreno en que tienen que moverse para alimentar a su ganado, un terreno, desde luego, muy apropiado para cabras y animales salvajes, pero inhabitable para el hombre: “Aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras, o de lobos y otras fieras que por allí andaban” (I, 23, 217), salvo los cabreros, a quienes la necesidad ha forzado a acostumbrarse a habitar en lugares tan ásperos y abruptos. Aparte de las referencias a la escabrosidad, aspereza y la muy ardua habitabilidad de la zona, de pasada se nos da un dato interesante sobre la dieta alimenticia de estas gentes que nos habla de su austeridad y sacrificio: prácticamente su sustento se reduce a pan y queso, a juzgar por el hecho de que cuando Cardenio, al principio de su llegada y antes de alimentarse con el sustento que le traen los cabreros, les roba en su refugio el alimento, pero no se lleva más que pan y queso (I, 23, 219), quizá porque no había otra cosa mejor que llevarse y que, dado su estado de privación, no habría desdeñado en caso de encontrarla. Otro dato de interés es que entre los cabreros de Sierra Morena parece haber los que son dueños de su propio ganado o cabrío, como el anciano cabrero, y los que lo son a jornal, como, según vimos, lo fue el propio Sancho. Es el anciano cabrero el que nos da esta información cuando al hablar de cuatro cabreros o zagales de la majada, nos dice que dos de ellos son criados (I, 23, 220).
También se nos da noticia de un ganadero de Sierra Morena, cuya aparición está conectada con la historia de Dorotea (I, 29, 288). El interés de este corto episodio reside en la referencia a la práctica de la ganadería en Sierra Morena y en el hecho de que vamos a ver a Dorotea, que, también por mal de amores como Cardenio y poco después que él, se ha determinado a esconderse en las entrañas de tan montañosa región, obligada a trabajar provisionalmente como pastora al servicio del mentado ganadero, que parece ser, si no propietario de un gran ganado, sí al menos de uno mediano, pues tiene necesidad de criados, lo que le lleva a contratar a Dorotea, aunque él ignora que sea una mujer, ya que ella, para su protección y seguridad, va disfrazada de varón; ella, que, a diferencia de Cardenio, tiene experiencia laboral, aunque en el trabajo más cómodo de mayordoma o administradora del patrimonio de sus padres, solicita servir como zagala en lo más profundo de la sierra, con el secreto fin de encubrir así su condición de mujer Pero la experiencia de Dorotea como zagala no va a durar mucho, tan sólo unos meses, hasta que el ganadero descubre que su aparente pastor es, en realidad, un mujer, lo que despierta en él un deseo lujurioso que le incita a querer aprovecharse de ella y a usar la fuerza; ante esta situación ella se ve forzada a escapar y a emboscarse aún más en las entrañas de Sierra Morena.
Al final de la primera parte de la novela reaparecen los cabreros y pastores de verdad en el cuento que nos relata el cabrero Eugenio, que tiene algunos visos de historia propia de una novela pastoril (I, 51). Es un cuento casi irrelevante desde el punto de vista social, pues, como en el caso de la historia de Grisóstomo y Marcela, el autor está más interesado en contarnos la historia protagonizada por la bella Leandra y sus muchos pretendientes del lugar y forasteros, al parecer pastores y cabreros, entre los cuales se cuentan el propio Eugenio, rico hacendado, y su rival Anselmo, también rico hacendado y pastor de ovejas, que en dar cuenta del género de vida de éstos y las faenas de su oficio. De hecho, sobre éste y su modo de vida no hay más que dos pinceladas. La primera, anterior al relato de Eugenio, nos presenta a Eugenio en una escena típica de su trabajo como cabrero, en la que sale a la busca de una cabra que se le ha escapado para devolverla al redil o al rebaño y en la que le vemos reñirle afectuosamente (I, 50, 512-4); y la segunda nos suministra información sobre el régimen alimenticio de los cabreros cuando están en el campo en su faena, que es mejor que la de los cabreros hasta ahora mencionados, pues, amén del consabido queso, eso sí sabrosísimo, dispone en su majada de leche fresca y fruta variada y sazonada (I, 51, 521).
A diferencia de Marcela, Leandra no es una pastora, sino una hermosa heredera de un rico labrador, cuyos pretendientes quedan frustrados y desolados cuando Leandra decide irse con un soldado fanfarrón y arrogante, que la encandila con sus supuestas hazañas, su música y sus versos, y la engaña, no sin haberse quedado con el dinero y las joyas que ella traía de su casa. Los pastores y cabreros que la pretendían, desolados, dejan la aldea y se van al campo, para convertirlo en una pastoral Arcadia, como cuenta Eugenio, en la que no hacen otra cosa que contar sus desventuras y hablar de Leandra, a la que, a pesar de todos sus lamentos, maldiciones y maledicencias, siguen adorando.
Inicialmente, el cura, al ver a Eugenio hablando con una cabra que se le ha escapado, lanza una pulla contra las novelas pastoriles con su declaración de que “los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos” (I, 50, 514). Con ello parecería que Cervantes, como contraste, nos iba regalar con una historia sobre pastores reales. Pero lo que nos regala es simplemente un cuento pastoril que viene a ser algo a mitad de camino entre la extrema idealización de su Galatea y una presentación realista de la vida y oficio de los pastores. Ciertamente, Cervantes introduce pastores reales, habitantes del mundo rural, que andan con sus ganados, pero, luego de hacer esto, para nada le importan su vida real como pastores y el desempeño de su oficio, y procede a una idealización, en que los campos de la Mancha se convierten, como bien dice Eugenio, en una Arcadia pastoral, en un escenario del amor y desamor de unos pastores, que igualmente podrían ser cualquier otra cosa. No es de extrañar que, tras escuchar atentamente la historia pastoril tan bien contada por Eugenio, el canónigo lo elogie diciendo de él que estaba “tan lejos de parecer rústico cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano”, lo que remata añadiendo que “había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados”. Ése es el problema: que en vez de ofrecernos, un cuadro de la vida de rústicos cabreros, enmarcados en el desempeño de sus oficios, nos pinta cabreros y pastores cortesanos y letrados, aunque en un tono moderado. Cervantes, como hombre de su época, está preso de los moldes del género pastoril, al que le imprime un cierto realismo, pero sin renunciar a un notable grado de idealismo literario.
Aunque en la Mancha prevalecían las cabañas de ganado ovino y caprino, por lo que nada es más natural que en el Quijote la ilustre pareja se tope ante todo con pastores y cabreros, también había otros géneros de ganado mayor, como el porcino y el vacuno. Y, si bien escasas, no faltan alusiones en la novela a éstos últimos. Ya nos referimos a que el propio Sancho fue porquerizo de muchacho; en la primera aventura de don Quijote, en la de su armadura de caballero, se da noticia de un porquero, que, después de guardar una manada de puercos mientras pastan en unos rastrojos, los recoge tocando un cuerno, a cuya señal ellos se recogen (I, 2, 37); desde el punto de vista literario, se trata de una mera excusa para que don Quijote tenga ocasión de confundir el sonido del cuerno tocado por el porquero con el toque que anunciaba la entrada en un castillo de un visitante, en este caso en la venta que a don Quijote se le representa ser un castillo. Más adelante, Cardenio, al contar su historia, nos informa de que en Sierra Morena no sólo había cabreros y pastores, sino también vaqueros y que también éstos le sustentaron, mientras permaneció en la montañosa región, poniéndole la comida en los caminos y en las peñas por donde se imaginaban que pasaría y la hallaría (I, 27, 272). En realidad, con quien primero se encontró Cardenio en el interior de Sierra Morena, según cuenta él mismo, no fueron los vaqueros y los cabreros, sino unos ganaderos, cuyo género de ganado al que guardan no se nos desvela, y son ellos los que, a demanda suya, le indicaron dónde estaba lo más áspero de estas sierras y hacia esta parte se encaminó y allí es donde, cansado y hambriento, se topa con los cabreros que le socorren de su necesidad y luego también con los vaqueros (ibid.)
En la segunda parte del Quijote desaparecen los pastores y cabreros, salvo su aparición como fingidos pastores de una también fingida Arcadia, en que muchos vecinos, hombres y mujeres, amigos y parientes de una aldea aragonesa, pertenecientes a la gente principal, entre la que se cuentan muchos hidalgos ricos, salen al campo para holgarse viviendo la ilusión, en los prados fertilizados por un abundoso arroyo, de que durante unas horas se entretienen formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, en la que se transforman en los pastores de la poesía pastoril de Garcilaso y de Camoens (II, 58, 991).
En compensación, en esta segunda parte son más bien los ganaderos de otras clases de ganado los que ingresan en el escenario literario. El primero de ellos es “un hombre vestido de ganadero rico” (II, 45, 892), vasallo de los Duques y avecindado en una de sus aldeas, dedicado al ganado de cerda, que tiene la desgracia de haber sido acusado falsamente por una mujer de haberla forzado y que por ello tiene que comparecer ante Sancho, sedicente gobernador y juez de Barataria. Pero antes de entrar en el asunto del pleito nos entrega un valioso testimonio sobre los elevados impuestos que pesaban sobre los pecheros en aquel entonces: cuenta que esa misma mañana había vendido cuatro cerdos y que apenas había obtenido ganancia, porque casi todo lo que le han pagado por ellos se le ha ido en “alcabalas y socaliñas”, es decir, impuestos y comisiones, lo que responde a la realidad de la época, en que los campesinos estaban sujetos a pagar impuestos muy altos (II, 45, 892-3) y se quejaban de ello.
En segundo lugar, tenemos los vaqueros montados a caballo que guían un tropel de toros bravos y mansos cabestros a un lugar, cuyo nombre no se facilita, donde habían de correrse (II, 58, 995); su repentina irrupción no tiene más función que la meramente literaria de ridiculizar las pretensiones caballerescas de don Quijote, que se acaba de colocar en el camino real para desafiar a cualquier caballero que pase por allí. Y finalmente, los ganaderos que llevan una piara de seiscientos puercos a vender a una feria de no se sabe dónde; como en el caso precedente nada se nos cuenta de estos ganaderos, que también irrumpen de improviso con la piara para burlar así las ínfulas caballerescas de don Quijote, al que derriban y huellan o pisotean, sin que tampoco se libre de ello Sancho.
Los pescadores
Otro oficio vital perteneciente al importante sector primario de la economía que tiene en común con el de los campesinos el de contribuir a la alimentación de la población es el de la pesca. En la España del Quijote, incluso en las regiones de su interior, a las que también llegaba el pescado, como ya indicamos más arriba, aunque en salazón para su conservación, entonces, como ahora, los españoles tenían mucha afición al pescado, pero, a pesar de su importancia económica, apenas la gran novela se hace eco del sector pesquero. No es de extrañar que así sea, habida cuenta de que en las regiones españolas del interior, por donde discurren las andanzas de don Quijote y Sancho, salvo en su estancia en Barcelona, no era muy verosímil su encuentro con pescadores, salvo con los de agua dulce. Y, por cierto, esto sí se sucede. En su viaje a Zaragoza, a su llegada al río Ebro, descubren un pequeño barco de pescadores, abandonado, que va a dar lugar a la aventura del barco encantado, en la que aparecerán los pescadores dueños del barco, el cual, por culpa de don Quijote, terminará hecho pedazos por las ruedas de las aceñas (II, 29, 772 y 777). Don Quijote se compromete a pagar los daños a los pescadores y éstos vuelven a sus sitios y trabajos, lo que invita a suponer que los pescadores debían de disponer de más barcos con los que faenar o que emplearían otras técnicas de pesca sin éstos. En el cuento de la pastora Torralba también aparece un pescador de río, aunque no como practicante de su oficio sino para trasladar en su barca al cabrero, primero enamorado y ahora deseoso de alejarse de la pastora, y a sus cabras de una orilla a otra del Guadiana.
Ya que no era factible el encuentro de don Quijote y Sancho con pescadores marinos, había una posibilidad, no obstante, de que estuvieran presentes en la novela y es que lo estuvieran de forma indirecta a través de la mención del producto de su trabajo, el pescado, y éste sí que se podía encontrar en las regiones interiores, a donde, desde los puertos costeros del norte de España, especialmente de Vizcaya, se transportaba puesto en salazón para que se mantuviese comestible durante mucho tiempo.
Uno de esos pescados en salazón que llegaba más asiduamente a regiones interiores, como la Mancha, era el abadejo o el bacalao, cuyo consumo, al menos en parte, dependía y era favorecido por la arraigada práctica de la abstinencia de carne en ciertos días y épocas del calendario litúrgico, como los viernes, la cuaresma o la semana santa. Precisamente en la primera venta que alberga a don Quijote disponen de bacalao, así llamado, nos informa Cervantes, en Andalucía, pero no en Castilla, donde se le da el nombre de abadejo, y en otras partes curadillo y aun en otras truchuela{xiv} (I, 2, 40); y, como es viernes el día de su llegada y no tienen otro pescado que ofrecerle, don Quijote no tiene más remedio que comer abadejo o bacalao, cosa que acepta de buen grado.
Ya nos referimos más arriba a otro pescado que solía llegar a las cocinas manchegas, las sardinas arenques, que tanto apreciaba también don Quijote. Asimismo vimos que en una venta aragonesa, no muy distante, a unas pocas leguas del castillo de los Duques, ya abandonado por don Quijote y su escudero para emprender el camino que les conducirá a Barcelona, a Sancho le ofrecen, para la cena, pescado de la mar (I, 59, 998), lo que es indicio de que en Aragón también se disponía fácilmente de él.
Los artesanos
La inmensa mayoría de los miembros del tercer estado eran campesinos; pero el tercer estado también se componía de un sector, que, si bien de un tamaño mucho menor, era extraordinariamente relevante económica y socialmente: ese sector es el de los artesanos, asentados principalmente en las ciudades. Aunque en el Quijote no disponemos de un cuadro tan amplio y detallado de los artesanos, de los oficios artesanales y de la industria como del campesinado, la agricultura y la ganadería, no son pocas las referencias a todo ello.
En primer lugar, hay alusiones a varias de las principales ciudades industriales españolas de aquel tiempo, como Toledo, Cuenca, Segovia y Córdoba, en las cuales tenía su asiento una próspera industria textil. Toledo, importante centro de actividad textil vinculada a la lana y a la seda, se cita en relación con ésta última en el episodio de los mercaderes de Toledo que se dirigen a Murcia, principal región productora de seda en España en aquel entonces, justo para comprar seda y así abastecer de materia prima a la industria sedera de Toledo (I, 4, 52); además, en otro lugar se alude a un sedero (I, 9, 85-6), aunque no en relación con el desempeño de su oficio, sino porque a punto está de anticiparse a Cervantes a la compra del manuscrito del Quijote, escrito por el fingido historiador arábigo Cide Hamente Benengeli, en la Alcaná de Toledo, lo que nos remite de nuevo a Toledo como foco de industria de la seda. Toledo era también asiento de artesanía de la piel o del cuero y a ello se alude, si bien indirectamente, al nombrar el barrio toledano de las Tenerías (II, 19, 694), que precisamente se llamaba así por sus tenerías o talleres especializados en el curtido de pieles, aunque en el tiempo de Cervantes se había convertido en un barrio de mala fama, frecuentado por pícaros y maleantes, que es el motivo por lo que se lo trae a colación en el pasaje citado.
Cuenca era también un centro de actividad textil, que giraba sobre todo en torno al trabajo de la lana, pero también se trabajaba con otras materias primas. Los paños de Cuenca eran especialmente famosos, hasta el punto de convertirse su fama en algo proverbial. En el Quijote reciben alabanzas en dos ocasiones. Primeramente, en el capítulo de los esponsales de Camacho, donde merecen las alabanzas de Sancho. El traje de novia que viste Quiteria, la prometida de Camacho y amada de Basilio, está confeccionado con un género de paño, conocido como palmilla, hecha de terciopelo adornada con tiras de lienzo blanco. El solo nombre de palmilla evocaba a Cuenca porque particularmente se labraba allí y el terciopelo del que está hecha es el más suntuoso, el denominado de tres pelos, aunque Sancho a su manera rústica lo llama de treinta pelos{xv} (II, 21, 708). En segundo lugar, se ensalza el paño de Cuenca, de nuevo por boca de Sancho, por encima del límiste de Segovia, un género de paño de sarga fina (II, 33, 808). Las alabanzas de Cervantes a los paños de Cuenca van más allá del Quijote. En el Persiles se consideran incluso mejores que el damasco de Milán{xvi}.
Aunque se considere inferior al de Cuenca el paño de Segovia, lo cierto es que en esta ciudad también florecía la industria textil, singularmente la lanera. En otro lugar, en el episodio del manteamiento de Sancho, intervienen precisamente unos obreros textiles ligados a la artesanía textil segoviana que estaban de paso en el mesón de Juan Palomeque el Zurdo, donde sucede el episodio. El narrador los describe como “cuatro perailes de Segovia” (I, 17, 152), es decir, eran unos fabricantes de paños.
También Córdoba, otro centro floreciente de industria textil, del curtido de pieles y de otras actividades aledañas, como la fabricación de agujas, aparece en relación a ello en la novela. En ese mismo pasaje en que se mienta a los fabricantes de paños segovianos, también se mienta a “tres agujeros del Potro de Córdoba”, una plaza cordobesa que debía su nombre al mesón del Potro. Esos agujeros no son otros que fabricantes de agujas, que también se hallaban en la venta y participan en el manteamiento de Sancho, al que castigan así por querer escapar sin pagar, al igual que su amo, su estancia en el mesón. Asimismo hay una alusión al oficio del curtido de pieles, aunque de forma oblicua, en el pasaje en el que se nombra al célebre curtido o cuero de cabra, cuyo nombre, cordobán, es un emblema de la ciudad y su fama proverbial; se trata del cordobán de que está hecha una correa, de la que pende una llave, caída con ella dentro de una cuba de vino, base del cuento de Sancho de los catadores de vino, el cual a un catador le sabe a hierro y a otro a cordobán (II, 13, 644).
En cambio, Valencia, que también era un destacado foco de artesanía textil, no aparece nunca como tal en la novela, ni siquiera de manera indirecta, aunque, sin embargo, hay varias referencias a ella, pero por otras razones.
No faltan tampoco alusiones a ciudades relevantes por otro género de artesanía, como la alfarería. Tal es el caso de la referencia a la industria alfarera de El Toboso, una localidad cuya población era suficientemente densa y numerosa, como para que Cervantes, a pesar de que inicialmente la considera un pueblo (II, 9, 609), la distinga, empero, más adelante con el tratamiento de ciudad (II, 10, 614). Aunque conocida sobre todo por su actividad agrícola, y esa es la imagen que se transmite de ella en la visita de don Quijote y Sancho, la cuidad sobresalía también por su alfarería, abundante y muy estimada. El narrador se refiere a ella al describir el mobiliario de la casa de don Diego de Miranda, en la que había muchas tinajas fabricadas en el Toboso, las cuales a don Quijote le traen a la memoria el doloroso recuerdo de Dulcinea a la que hace bien poco, en su estancia allí, cree haber hallado transfigurada por encantamiento en una vulgar aldeana (II, 18, 679-680)
En segundo lugar, a lo largo de la novela vemos desfilar una variada gama de tipos de artesanos u oficios. Dejando aparte las menciones antedichas a artesanos textiles o de la piel o a los alfareros, ya sea de forma directa o indirecta, el oficio artesanal más nombrado en la novela es el de molinero, quizá porque la pareja inmortal se mueve ante todo en un medio en el que prima la agricultura como actividad económica fundamental y en el que, por tanto, los molinos y los molineros son muy necesarios. Molinero es el padre de una de las dos mozas de partido o prostitutas, precisamente llamada la Molinera (I, 3, 47), que trabajan en la venta en que don Quijote es armado caballero y que él confunde con una hermosa doncella o dama; a un molino se dirige Pedro Alonso, el labrador que socorre a don Quijote, a moler una carga de trigo, un hecho al que ya nos hemos referido más arriba por otra razón bien distinta. Los molinos incluso se integran en algunos episodios para desempeñar un gran papel literario, como en la aventura precisamente llamada por ello de los molinos, que ha pasado a ser la más célebre y representativa del Quijote,donde los molinos de viento de la Mancha se transforman en la imaginación de don Quijote en gigantes con varios brazos (I, 8, 75-6); o los molinos hidráulicos y molineros del río Ebro en la aventura del barco encantado, los primeros mudados por don Quijote en una ciudad, en palacios o castillos, y los segundos en gente malvada que tiene oprimida a alguna persona, dama o caballero (II, 29, 775-7). A todo esto cabe añadir el molino de aceite de la heredad de los padres de Dorotea, que ya hemos citado por otro motivo.
Otros oficios artesanales citados, que enumeramos por orden de aparición son éstos: el de remendón, como el padre de la Tolosa, la otra prostituta tomada por don Quijote como hermosa doncella; el de batanero, al que se alude indirectamente en la aventura de los batanes, que, durante la noche que la pareja inmortal pasa al raso temerosa del extraño ruido cuyo origen ignoran, se mantienen en funcionamiento, lo que sólo puede ser por obra de los bataneros encargados de ellos (I, 20); el de herrero, como Balbastro, el herrero del lugar de don Quijote y Sancho, cuyo hijo, según Sancho, salió herido en una pendencia sobre el desastre del puerto de la Herradura (I, 31, 789); el de sastre, así el que comparece ante Sancho en su calidad de juez en el litigio del sastre con un labrador (II, 45, 889-890); el de estampero o grabador de estampas, como el artífice del artefacto de la cabeza encantada que don Antonio vio en Madrid y a imitación de la cual manda fabricar otra en Barcelona, que es la que sirve de entretenimiento en el sarao que organiza en su casa; y el de oficial de imprenta, como los oficiales de la imprenta de Barcelona, con uno de los cuales don Quijote entabla una conversación sobre el problema de la traducción al español, en el curso de la cual confiesa saber algún tanto de italiano (II, 62, 1031).
De todos los textos sobre oficios manuales el más significativo, en el contexto de la novela, desde el punto de vista social, es el del trabajo con batanes, porque la incapacidad de don Quijote para identificar el sonido de los mazos de batán le mueve a hacer una valiosa declaración en que, como ya hemos indicado en otros lugares, muestra el típico desdén de los nobles ante los trabajos artesanales y, en general, ante todo trabajo manual; él no tiene por qué conocer y distinguir los sones de batán y cuáles no, pues es cosa de villanos estar familiarizados con los batanes y, por tanto, saber distinguir sus sones de los que no lo son, como Sancho, al que además le reprocha haberse criado entre ellos (I, 20, 185). Pero este desdén de los trabajos manuales o mecánicos, como ya señalamos en otro lugar, no es algo idiosincrásico de la hidalguía o nobleza española, sino algo característico del noble de Europa entera en los siglos XVI y XVII{xvii}.
Los gremios o corporaciones de artesanos de un mismo oficio también están presentes en la novela, aunque de una manera indirecta. Se alude a los veedores, que eran inspectores encargados de examinar a quienes ejercían un oficio sometiéndolos a un examen para la promoción de categoría, y al nombramiento y registro oficial de los miembros de cada oficio o gremio. Don Quijote se refiere a ellos y al expediente del registro oficial para lanzar la propuesta de que, de igual modo que en todos los oficios hay un veedor y un registro oficial de sus miembros, lo que garantiza la excelencia profesional de los artesanos de cada oficio y la calidad de sus productos, al tiempo que evita el intrusismo de inexpertos, el oficio de alcahuete, tan necesario en una república bien ordenada, debería contar con un veedor que examinase a quienes lo ejercen para elevar su nivel profesional y ponerlo, mediante un registro oficial, bajo el control de gente discreta y experimentada, impidiendo así que esté o caiga en manos de gente ignorante e inexperta, como hasta ahora sucede (I, 22, 202-3). En el pasaje sobre el pleito, ya citado, entre el sastre y un labrador se vuelve de nuevo sobre el examen que habían de superar los aspirantes a ingresar en un oficio o gremio, cuando el primero confiesa ser un “sastre examinado”, esto es, alguien que ha superado el mentado examen de ingreso (II, 45, 889).
Los venteros y los mesoneros
Entre los trabajadores de oficios no artesanales, que en los tiempos actuales se clasifican como pertenecientes al sector económico de los servicios, merecen una consideración atenta los venteros y mesoneros, cuyos establecimientos, ventas y mesones, gozan de una relevante función literaria en la novela como escenario de aventuras, sucesos y coloquios. En el Quijote las ventas y mesones vienen a desempeñar el mismo papel que los castillos en las novelas de caballerías, con los que de hecho suele confundirlos su protagonista, excepto en la segunda parte de la obra, en la que ya mesones y ventas son tales y no castillos. En los libros de caballerías los caballeros andantes se alojaban, cuando lo necesitaban en el curso de sus peregrinaciones en pos de aventuras, en castillos de conocidos o desconocidos hospitalarios; pero el escenario del Quijote ya no es el mundo caballeresco, sembrado de castillos en los campos y de palacios en los núcleos urbanos, de una Edad Media idealizada, sino el mundo real de la España del siglo XVII, en la que los castillos que aún perviven han sido abandonados por sus antiguos moradores nobles para instalarse en las ciudades y en cuyos caminos y lugares lo más probable que uno se encuentre, si lo que busca es un lugar donde alojarse y poder comer, son las ventas, a las orillas de los caminos y en los despoblados, y los mesones en la poblaciones, rurales o urbanas. Y tal es lo que le sucede a don Quijote, quien, en su peregrinar por las tierras de la Mancha, Castilla y Aragón, se ve urgido a comer u hospedarse en ventas y mesones con los que se cruza en su deambular.
Ventas y mesones ofrecían los mismos servicios: comida, bebida y alojamiento; tan sólo se distinguían por el lugar de su emplazamiento, ya aludido: la ventas a los lados de los caminos y en los despoblados; y los mesones en los lugares poblados En el Quijote, quizá porque el sedicente caballero manchego y su escudero se mueven más por los caminos, la mayoría de las posadas en que entran son ventas; de hecho, en toda la novela no aparece más que un mesón, al final de la segunda parte, situado en un lugar o pueblo cuyo nombre el autor no revela, aunque no lejano de su lugar natal. Pero unas y otros compartían una misma estructura: una casa con habitaciones con un patio o corral a la entrada y a un lado del patio había una caballeriza o cuadra para guardar las caballerías de los viajeros; hay alusiones al patio y a la caballeriza en los episodios acaecidos en la primera y segunda venta de la primera parte de la novela (cf. I, 2, 39; 3, 42, 43; I, 17, 153; 43, 446). Junto a la puerta de entrada solía haber, como en muchas casas españolas en las zonas rurales, poyos o bancos de piedra para sentarse; el novelista menciona los poyos de dos de las ventas que aparecen en la novela, las dos de la segunda parte (II, 2, 741; y II, 59, 998).
Muchas ventas estaban tan mal acondicionadas que carecían de camas y sus cocinas estaban escasamente provistas de víveres; por ello los viajeros con recursos acostumbraban a llevar consigo las provisiones y pertrechos necesarios para pernoctar, a todo lo cual se alude, como se verá, en el Quijote. En vista de todo esto, no es de extrañar que Cervantes no parezca tener muy buena opinión de los posaderos y posadas españolas, como se desprende del hecho de que la mayoría de las ventas salen malparadas en mayor o menor grado; esa opinión negativa se halla corroborada por otros textos suyos de su obra, fuera del Quijote.
A la categoría ínfima de las ventas que no ofrecían más que un techo para huéspedes y caballerías pertenece la primera que aparece en la novela (I, 2-3). Sin duda, ésta es la peor parada en el cuadro que nos pinta de la hostería de la época, pues ofrece un pésimo alojamiento y escasa variedad de comida, mal cocinada y con algunos alimentos en mal estado, lo que no impide que el ventero, un tanto burlón, asegure a don Quijote que, a pesar de sus carencias, en ella se halla todo lo demás en abundancia. El alojamiento, salvo para Rocinante al que el ventero acomoda en la caballeriza, no puede ser peor: no había ni una cama en la venta, lo que sugiere que los huéspedes habrían de arreglarse como pudieran para dormir en el suelo; no obstante, esto a don Quijote no le va a importar gran cosa, porque para alguien como él que, según se desprende de su respuesta al ventero cuando éste le informa de que no hay lechos en la venta, se tiene por un hombre de armas aguerrido, acostumbrado a las camas de duras peñas y al mucho velar, cualquier cosa basta y además no necesitará lecho alguno porque terminará pasando la noche en el patio velando armas antes de ser fraudulentamente armado caballero por el ventero en una ceremonia burlesca.
En cuanto a la comida, la venta no dispone, en contradicción con las promesas de abundancia del ventero, de más oferta que raciones de bacalao, pero lo que le traen a la mesa finalmente a don Quijote para cenar no es otra cosa que “una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas” (I, 2, 40). El pescado, como ya hemos dicho más atrás, llegaba a las zonas interiores de España, como la Mancha, en salazón, para su buena conservación, por lo que, para su consumo, había de ponerse en remojo durante al menos dos días{xviii}; así que el bacalao de don Quijote, al estar mal remojado, estaba mal desalado y por tanto debía de estar bastante saldado al gusto. Pero todo esto a don Quijote tampoco le importa, pues está muerto de hambre, ya que no ha probado bocado en todo el día, desde la salida de su casa antes del amanecer hasta la llegada a la venta al anochecer, y además cualquier sacrificio es poco ante la idea que ronda por su cabeza de armarse caballero.
Sin embargo, el ventero, a pesar de su negativo retrato como ladrón y maleante, que en sus años de mocedad llevó una vida al borde de la delincuencia en ambientes de mala fama, frecuentados por pícaros y fugitivos de la justicia, se comporta muy bien con don Quijote, al que sabe bien cómo tratar. Enseguida se percata de que anda mal de la azotea y con muy buen humor decide seguirle la corriente, lo que hace con muy adecuado proceder. Accede a armarlo caballero, en lo que don Quijote no ve ningún problema porque cree que el ventero es en realidad un caballero y el alcaide de un castillo; impide que los conflictos de don Quijote con los arrieros vayan a mayores y, finalmente, consciente de la locura de don Quijote y sabedor de que no lleva dinero, le deja ir a la buena hora sin pedirle el pago de la posada y la cena.
La segunda venta de la primera parte, posada de don Quijote y Sancho antes de su estancia en Sierra Morena (I, 16-18) y después de ésta (I, 32-46), es, sin duda, la más relevante desde el punto de vista literario de todos los establecimientos hosteleros a los que acude la pareja inmortal, pues se convierte en escenario de aventuras, coloquios, discursos, como el de las armas y las letras, lectura de novelas, como la de El curioso impertinente, relatos de historias, como la del cautivo y Zoraida, amén de lugar de encuentro de muchos otros personajes, protagonistas unos de historias secundarias, como las de Cardenio y Luscinda, de Dorotea y don Fernando, entrelazadas entre sí, de don Luis y Clara, o vinculados otros a la historia de don Quijote de diferentes modos, como, de un lado, el cura y el barbero, y, de otro lado, los cuadrilleros.
La venta funciona como una empresa familiar, regentada por Juan Palomeque el Zurdo, quien cuenta con el trabajo de su mujer y de su hija; además, la familia tiene a su servicio una criada asturiana, Maritornes, quien, si bien presumía muy de hidalga, no tenía por afrenta servir en la venta, porque sólo desgracias y malos sucesos la habían reducido al estado de servidumbre (I, 16, 138 y 140-1). Según los datos que se nos ofrecen, la categoría de esta venta, tanto en cuanto a la calidad del hospedaje como de la comida, está muy por encima de la primera, aunque también presenta algunas deficiencias.
En cuanto al alojamiento, la venta dispone de aposentos con camas y de techo sin camas, aunque sí con un apaño o simulación de cama, según los bolsillos de los clientes. Esto último es lo que le ofrecen a don Quijote en su primera llegada a la venta en busca de posada. Lo alojan en un camaranchón o cobertizo, más adelante descrito como establo (I, 16, 141), que había servido de pajar durante muchos años, donde Maritornes y la hija del dueño le componen una cama incómoda y dura con unas tablas sobre bancos, sobre las que colocan un colchón, sábanas y manta de la peor especie. Así describe el narrador la que él mismo tacha de “muy mala cama”
“que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques [nudos o bolas], que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga [un cuero muy duro], y una frazada [manta de lana] cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta”. I, 16, 138
Si el lecho de don Quijote es tan malo, que el propio narrador, más adelante, vuelve a referirse a él para describirlo como “duro, estrecho, apocado y fementido”, mucho peor aún es el de Sancho, quien, a diferencia de su amo, al que se lo preparan, tiene que hacerse él mismo el suyo junto al de aquél, un lecho que “sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido” [tela basta de estopa o de cáñamo pelada]” (I, 16, 141). La inconsistencia del lecho de don Quijote se pondrá de manifiesto poco más adelante en el curso del divertido lance habido entre don Quijote, Maritornes y el arriero, quien también duerme en el cobertizo o camaranchón. En ese lance el arriero, creyendo erróneamente que don Quijote trata de retener a Maritornes para refocilarse con ella, le propina puñadas y se le echa encima en su lecho y éste, “que era un poco endeble y de no firmes fundamentos”, no aguanta el peso de los dos y se viene abajo cayendo los dos al suelo (I, 16, 144).
La segunda vez que don Quijote y Sancho buscan posada en esa misma venta, el primero, que no ha olvidado las incomodidades del muy mal lecho que le hicieron la vez anterior, le pide a la ventera “que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada” (I, 32, 320). A esto ella, que tampoco ha olvidado que el sedicente caballero se fue sin pagar, le responde que, si paga mejor que la otra vez, no tiene inconveniente en darle un lecho de príncipes, lo que revela que la venta también disponía de habitaciones bien acomodadas; a esto es a lo que apunta asimismo el comportamiento de los huéspedes que disponían de medios para hospedarse en un aposento confortable, como el cura y el barbero, don Fernando y Dorotea, Cardenio y Luscinda, el cautivo y Zoraida, que, en ningún momento, se quejan del alojamiento. El narrador elude darnos una descripción de sus aposentos, que serían los mejores de la casa.
Sin embargo, a don Quijote lo envían de nuevo al mismo camaranchón de marras, bien es cierto que esta vez allí, según el narrador, le aderezaron un lecho que califica de “razonable”, del que no nos suministra dato alguno que nos permita valorar el grado de mejora con respecto al anterior.
Pero, aunque sea mejor, debía seguir siendo más bien poco confortable, según se desprende de las propias palabras de don Quijote, quien, más adelante, a la llegada a la venta del oidor y hermano del cautivo con la intención de pedir posada, valora negativamente la calidad del alojamiento en ella, que sin duda juzga según su propia experiencia, si bien parcial, de su hospedaje en el cobertizo. Le informa al oidor de que el castillo (recuérdese que así es como don Quijote percibe la venta) es “estrecho y mal acomodado” (I, 42, 440). Quizá los mentados huéspedes económicamente acomodados, aposentados en habitaciones, no pensasen lo mismo, si es que, como parece ser el caso, habían sido alojados en los que eran confortables según los patrones de la época.
Cervantes nos proporciona un dato del mayor interés sobre las condiciones del alojamiento en muchas ventas de la época, que a menudo carecían de camas en las habitaciones, lo que no parece ser el caso, como acabamos de ver, de la venta de Juan Palomeque. Se trata de la costumbre, ya aludida más atrás, de los viajeros adinerados de llevar consigo, por si era menester, una cama o de pertrechos para dormir. Así la ventera, cuando se percata de que el señor por quien piden posada unos criados es un oidor, una persona principal y se supone que adinerada, automáticamente supone como algo obvio, en el contexto de aquel tiempo, que trae su propia cama consigo (ibid..). Y a pesar de que en la venta no quedan ya aposentos libres, la ventera, a la vista de una persona tan principal, está dispuesta, gracias a que el oidor trae su propia cama, a acomodarlo en su propio aposento de ella y su marido. Nada se dice del hospedaje de los criados del oidor, pero cabe suponer que, como don Luis, el joven enamorado de la hija del oidor, que ha llegado de incógnito disfrazado de mozo de mulas siguiendo a su amada doña Clara y se ha instalado, al parecer, en la caballeriza junto a un mozo de mulas (I, 43, 446; y 44, 458-9, también los criados habrán hecho lo mismo o algo parecido, como instalarse en el cobertizo.
Menos referencias hay a la comida ofrecida en la venta. Pero en las escasas que hay, sin entrar en informar sobre las viandas y vituallas servidas a los huéspedes, se le da el aprobado. Nunca se habla de las comidas de mediodía, sino sólo de las cenas. De la cena servida a don Quijote y a Sancho a su llegada por vez primera a la venta, no se dice nada; de hecho sólo se menciona cuando se nos informa de que el sedicente caballero se marchó de allí sin pagar nada, ni la cena y camas ni la paja y cebada de sus caballerías (I, 17, 151); de la servida a él recién llegado a la venta por segunda vez tras su viaje por Sierra Morena y a su cortejo de acompañantes, se nos dice que el ventero “les aderezó una razonable comida” (I, 32, 321); y la cena durante la cual don Quijote pronunció su famoso discurso sobre las armas y las letra ante el distinguido auditorio de comensales sentados a su misma mesa, al que se habían incorporado el cautivo Pérez de Viedma y Zoraida, debía de ser bastante buena, pues, aunque no se la califica expresamente, se nos informa de que el ventero puso toda su diligencia y cuidado “en aderezarles de cenar lo mejor que a él le fue posible” y de que “cenaron con mucho contento” (I, 37, 391).
Otras alusiones en la primera parte de la novela a posadas y ventas carecen de interés informativo. En una de ellas don Quijote alude al privilegio de los caballeros andantes de no pagar en posadas ni en ventas, justificado, según él, como pago del insufrible trabajo que padecen en la busca de aventuras, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todas las incomodidades de la tierra (I, 17, 151-2), un privilegio al que él se agarra para excusar no pagar al ventero la noche pasada en su venta la primera vez que pernoctó en ella. En otra de ellas Clara, la hija del oidor, habla de las posadas y mesones por los que ha pasado en su viaje desde la Corte, donde vivía con su padre, hasta la venta de Juan Palomeque, cuando nos cuenta cómo su enamorado don Luis, disfrazado de mozo de mulas, la ha venido siguiendo desde allí parando en las mismas posadas y mesones en que ella se aloja con su padre (I, 43, 449-450).
De forma simétrica, en la segunda parte aparecen también dos ventas. La primera de ellas está situada, según la indicación del propio ventero, en un lugar innombrado de la Mancha de Aragón, es decir, en la zona oriental de la Mancha entre Albacete y Cuenca (II, 25, 745). Allí se dirigen don Quijote, que esta vez la tomó por verdadera venta, y no por castillo, como solía suceder hasta entonces, y Sancho, acompañados por el primo, el paje que va a la guerra, con la intención de cenar y pasar la noche, para salir por la mañana camino de Zaragoza. Nada se nos dice sobre los aposentos y la calidad de los alojamientos. En cambio, sí se habla de la caballeriza adjunta a la venta, donde el primo y Sancho acomodan sus jumentos, reservando para Rocinante el mejor pesebre y mejor lugar de la caballeriza (II, 24, 740). Entre poco antes del anochecer y la cena, el foco de la atención del narrador se concentra en el relato, primeramente por el hombre de las lanzas y alabardas, del comienzo de la aventura del rebuzno y la historia de los dos alcaldes, cuyo final se contará después de dejar la venta, y luego por él mismo del episodio de maese Pedro y el mono adivino y el del retablo de Melisendra. Tras el desastroso final, provocado por don Quijote, de la representación del retablo, llega el momento de la cena, de la que ninguna noticia se nos da que aporte luz sobre la calidad de la comida servida en las ventas de aquel tiempo. Todo lo que se cuenta, quizás como contrapeso literario a la borrasca a la que había dado lugar el destrozo por don Quijote de las piezas del retablo, cuyos daños paga a su dueño, es que todos, incluso maese Pedro, en realidad Ginés de Pasamonte, cenaron en paz y armonía, a costa de la liberalidad de don Quijote, que el narrador celebra (II, 26, 759).
A la segunda venta de la segunda parte, situada en un lugar indeterminado de la provincia de Zaragoza, en el camino a la capital provincial, llegan don Quijote y Sancho, como en los casos precedentes, antes de la hora de la cena y allí les dan posada en un aposento; mientras Sancho lleva los animales a la caballeriza y les echa sus piensos, don Quijote se sienta sobre un poyo a la espera de la hora de la cena. Desde el punto de vista literario, esta venta, que, como al narrador vuelve a insistir, juzga ser tal y no castillo, tiene la importancia de ser el escenario del encuentro con los caballeros don Juan y don Jerónimo, por los que se enteran de la publicación del Quijote de Avellaneda (había visto la luz en el verano de 1614), que ambos están leyendo; con ellos don Quijote y Sancho mantendrán un sabroso coloquio sobre elapócrifo libro de Avellaneda, al que ambos tratarán de desacreditar revelando sus falsedades, pero que influirá en su conducta al decidir don Quijote, luego de saber por don Juan que el don Quijote de Avellaneda había estado en Zaragoza, evitar pasar por esta ciudad, como hasta entonces había proyectado para participar en las justas que anualmente allí se celebraban, y dirigirse, en cambio, a Barcelona, donde también había justas.
Pero, por lo que respecta al oficio de los venteros y a sus establecimientos, el episodio tiene un notable interés. En primer lugar, por la alusión del propio ventero a las condiciones generales de su venta. A la pregunta de si había posada, aquél responde que sí la había “con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza” (II, 59, 898). Es posible que en las palabras del ventero, que, como veremos, propende a la exageración cuando se trata de la comida, haya una buena porción de verdad por lo que concierne a la calidad del alojamiento. Se mencionan el aposento de don Quijote y Sancho y el de los dos mentados caballeros, pero el narrador omite cualquier descripción de su interior o referencia a las comodidades que pueda ofrecer. No obstante, de las palabras de Sancho, quien en su despedida a la mañana siguiente se queja de la comida, de la falta de provisión, no, en cambio, del alojamiento, parece inferirse que el ventero no faltaba a la verdad al hablar de la comodidad y regalo de la venta, si se restringen a la calidad de los aposentos.
No se puede decir lo mismo, como acabamos de decir, de la comida, que es, en realidad, en lo que atañe a lo que revela sobre la realidad del funcionamiento de las posadas de aquel tiempo, por lo que la estancia en la venta zaragozana reviste el mayor interés. Es en este punto en el que el ventero exagera, cuando, a la hora de la cena, presume de la variedad y abundancia de las provisiones de la venta, al decirle a Sancho, que en este asunto lleva la voz cantante, mientras su amo calla, que pida lo que quiera o se le antoje, “que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta (ibid.). Esta respuesta del ventero da lugar a un jugoso intercambio de palabras con Sancho, del que saldrá malparado, pues, después de tanto ofrecimiento, todo viene a parar en que la cocina no tiene otra cosa que ofrecer que una olla de dos uñas de vaca cocidas con garbanzos, cebollas y tocino, que es lo que Sancho va a terminar cenando, mientras don Quijote, convidado por los dos caballeros citados, cenará con ellos en el aposento que, al parecer, ambos comparten.
Y esto último, la cena de don Quijote con don Juan y don Jerónimo, nos lleva a hablar de un tercer asunto por el que el relato sobre la venta zaragozana es interesante. Se trata de la valiosa alusión a la costumbre, en aquel tiempo, de que los viajeros de postín o con posibles llevaban consigo los víveres y un cortejo de criados, encargados de comprarlos, transportarlos o portarlos y de preparar la comida de sus señores en aquellas ventas y posadas en que escaseaban las provisiones, como es el caso de la venta zaragozana o, como ya vimos, de la manchega donde don Quijote es armado caballero. Es el propio ventero el que nos informa de que “otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería” (II, 59, 999). Y entre esos huéspedes principales están, sin duda, don Juan y don Jerónimo, que precisamente piden a don Quijote que pase a su estancia a cenar con ellos porque “bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes [apropiadas] para su persona” (II, 59, 1002), una demanda a la que condesciende y cena con ellos, mientras Sancho disfruta a sus anchas de la olla, acompañado por el ventero.
El tratamiento de los hosteleros y el mundo hostelero en el Quijote se cierra con el mesón, en el que don Quijote y Sancho se apean, no por la tarde antes de la cena, como en los casos precedentes, sino por la mañana, y se hospedan a la vuelta de Barcelona a su aldea, en un pueblo cercano a ésta (II, 71, 1087, 1089). El mesón, que don Quijote, como al narrador le gusta recalcar, reconoce por tal y no por castillo, es, en el plano literario, el lugar del casual encuentro de la pareja inmortal con el caballero granadino don Álvaro Tarfe, un personaje del Quijote de Avellaneda, con el que tendrán una conversación que servirá para desautorizarlo de nuevo como un libro falsario. La escena culminante de todo este episodio lo propicia la también azarosa entrada del alcalde del lugar en el mesón, con un escribano, lo que don Quijote aprovecha para pedirle hacer una declaración, con todos los requisitos legales, en la que don Álvaro declare ante el alcalde que el verdadero don Quijote de la Mancha, allí presente, no era el mismo que el que figura como protagonista de la historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal Avellaneda (II, 72, 1092). Es muy parco, sin embargo, por lo que respecta a las cualidades del mesón. Uno de los tres o cuatro criados de don Álvaro comenta, nadas más llegar a las puertas del establecimiento y antes de entrar, que “la posada parece limpia y fresca” (II,72, 1089).
Pero nada se dice de la comida, salvo una escueta referencia al hecho de que, a la hora de comer, comieron juntos don Quijote y don Álvaro, ni del estado de los aposentos, aunque curiosamente, y por vez única, el narrador describe la decoración interior de la sala en que son alojados don Quijote y Sancho, y también de la sala dada a don Álvaro, eso sí, sin mentar para nada el mobiliario. Ambas estancias están decoradas del mismo modo con telas de sarga, en las que se hallan pintadas con muy mala mano las historias del rapto de Elena por Paris y de Dido y Eneas. La descripción de estas pinturas obedece menos, no obstante, al interés del narrador en dar a conocer al lector el interior de las habitaciones que a preparar el terreno, amén de a la posterior reflexión de don Quijote sobre la mala pintura sacada a la luz por el pintor o escritor de la historia del Quijote apócrifo, para así desautorizarlo una vez más, a la predicción de Sancho sobre la futura pintura en todo género de posadas de la historia de su señor y de él mismo, de lo que está tan seguro que osa apostar
“que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón [figón], venta ni mesón o tienda de barbero, donde no se ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a éstas” (II, 71, 1087).
Es evidente la mala opinión de Cervantes sobre el estado de las posadas españolas, cuyas condiciones de alojamiento dejaban mucho que desear, como se refleja especialmente en las ventas de la primera parte y en la alusión a la costumbre de los viajeros que podían permitírselo de llevar consigo los pertrechos para dormir, y cuya comida era poco abundante y variada. Esta opinión se halla corroborada por la de viajeros extranjeros, que se quejaban de las deficiencias de los establecimientos hosteleros españoles. Guicciardini, por ejemplo, en su viaje a la España de los Reyes Católicos en 1512, durante el cual tuvo ocasión de conocerlos a su paso por Cataluña y Aragón hasta Logroño, donde en ese momento estaba la Corte, se pronuncia muy desfavorablemente sobre los de Cataluña y Aragón{xix}.
Un siglo después, las manifestaciones de Cervantes en otros escritos suyos no son muy distintas, aunque sin cargar tanto las tintas. La alabanza “de las espléndidas comidas de las hosterías” italianas, por boca del capitán de los tercios don Diego de Valdivia en El licenciado Vidriera[xx] es difícil pensar que no está pensada en contraste con lo sucedido en las españolas; y lo mismo cabe decir de la posterior loa a una hostería de Génova{xxi} , la cual, si bien se centra exclusivamente en los vinos italianos, cuesta pensar que no se puedan incluir en ella la comida, habida cuenta de las varias alusiones en su obra a la abundancia de Italia y a la anterior sobre las espléndidas comidas de sus hosterías. Por si esto fuera poco, en otra de sus novelas, La fuerza de la sangre, se comenta que entre los soldados españoles circulaba la idea de “la abundancia de las hosterías de Italia y Francia”{xxii} y, como remate, añade que se acuerdan de la comida italiana “cuando de aquellas partes [de Italia] vienen a éstas y pasan por la estrechez e incomodidades de las ventas y mesones de España”{xxiii} .
Los arrieros y los carreteros
Otros trabajadores de oficios no artesanales que merecen mención especial son los arrieros y carreteros, personajes habituales en el Quijote, practicantes de un oficio hoy desaparecido, pero en aquel entonces muy necesario e importante por ser los encargados de una actividad tan vital en una sociedad, lo mismo en aquel tiempo que ahora, como el transporte por tierra de mercancías y otras cosas, bien mediante recuas de animales de carga, como asnos, mulas o mulos, que es lo que hacían los arrieros propiamente dichos, o bien mediante carros o carretas, en el caso de los carreteros. Eran los transportistas de entonces.
Los arrieros tienen particular significación literaria en la primera parte del Quijote, donde Cervantes los utiliza normalmente para que con ellos el hidalgo manchego, metido a caballero andante, tenga graves encontronazos. Se prestaban fácilmente para tal menester, pues era muy normal que en su deambular por los caminos y estancias en las ventas de la Mancha don Quijote y Sancho se topasen con arrieros, que, como transportistas siempre en movimiento, se pasaban la vida en los caminos y en las ventas para reposar a la esperar de continuar su viaje. La Mancha era un nudo de comunicaciones entre el norte y el centro de España, y el sur, de modo que encierra mucho realismo el encuentro casual con los arrieros que viajaban en una u otro sentido. Los arrieros entran en escena en un momento tan temprano como la primera aventura de don Quijote, nada más salir de su casa, la de armarse caballero, y con ellos tiene su primera refriega mientras velaba armas, que él mismo provoca al imaginarse que tienen aviesas intenciones; de ella dos de ellos saldrán mal librados y él sufrirá su primer apedreamiento por parte de los compañeros de los dos heridos por el hidalgo. Poca es la información que se nos da sobre los arrieros de la venta en que fingidamente se arma caballero a don Quijote, salvo que están de paso en la venta con una recua de mulos; pero el narrador esquiva decirnos lo que transportan y a dónde.
La segunda vez que aparecen los arrieros tienen aún mayor protagonismo, hasta el punto de definir la naturaleza de la aventura en la que la pareja inmortal se ve envuelto: se trata de la divertida aventura de los yangüeses (I, 15), que son justamente arrieros naturales de Yanguas (nombre compartido por dos pueblos, uno en la provincia de Segovia y otro en Soria), de los que no se sabe si el autor los ha elegido porque en estos pueblos había una tradición de gentes dedicadas al transporte de mercancías o simplemente por un capricho literario suyo. El caso es que los arrieros yangüeses, que viajaban en un grupo de más de veinte con una recua de jacas galicianas, se habían parado a sestear con éstas en un prado de hierba fresca y de agua abundante, en un valle junto a un bosque, y habían descargado sus animales para dejarles pacer libremente, como era costumbre que hicieran en sus largos viajes, un paraje donde precisamente también van a parar y a sestear don Quijote y Sancho con sus caballerías, a las que también dan rienda suelta para pacer a placer. De nuevo, no sabemos ni a dónde se dirigen ni qué clase de carga portan, ni, mucho menos, al narrador se le ocurre suscitar un coloquio entre la pareja inmortal y los arrieros que nos pudiera transmitir información relevante acerca del modo de vida de éstos y sus condiciones de trabajo.
El narrador no tiene necesidad de contar tales detalles, por más interesantes que puedan resultar para el lector por lo que podrían revelar sobre la sociedad de aquel tiempo y su modo de vida. Le basta con situar a los arrieros yangüeses en ese escenario bucólico y a las jacas paciendo para que surja la aventura cuando al bueno de Rocinante le entran ganas de refocilarse con las jacas, lo que provoca la airada reacción de éstas, que lo que quieren es pastar tranquilamente. Todo esto suscita la airada intervención de los arrieros, que apalean con estacas a Rocinante, y la de don Quijote y Sancho contra los arrieros en venganza del agravio a Rocinante; todo acaba con el sedicente caballero y escudero molidos a estacazos en el suelo.
En el capítulo siguiente, se cuenta uno de los episodios más jocosos de la novela, en el que de nuevo tiene un papel relevante un arriero: se trata de la malhadada o desventurada aventura que don Quijote tiene con Maritornes y el arriero en la venta de Juan Palomeque. Nuevamente, don Quijote terminará siendo golpeado y malherido por un arriero, quien creyendo erróneamente que aquél trata de forzar a Maritornes, con la que él tenía concertado pasar la noche, le descarga un puñetazo y le patea las costillas (I, 16). Todo lo que sabemos del arriero es que ha parado a pernoctar en la venta con su recua de machos o mulos y que es natural de Arévalo, sin que podamos decir, como en el caso de Yanguas, si Cervantes eligió este pueblo de Ávila porque destacasen en el oficio los arrieros de esa procedencia o si obedece a una casual elección de carácter meramente literario.
En cuanto a los carreteros, son personajes del Quijote, pero su papel literario es mucho menor que el de los arrieros; su función literaria es totalmente secundaria, pues no hacen otra cosa que cumplir con su trabajo de guiar el carro, y con ellos don Quijote nunca tiene pendencia alguna que conduzca al enfrentamiento. Son personajes de la novela en tres episodios. Primeramente, en el traslado de don Quijote a su aldea por iniciativa del cura y el barbero tras su segunda salida en pos de aventuras. El cura y el barbero han concertado con un carretero de bueyes llevar a don Quijote en su carro, donde va enjaulado, desde la venta de Juan Palomeque hasta su aldea (I, 46, 480). En segundo lugar, en el de la carreta de representantes, en el cual su guía no es, en realidad, un carretero, sino uno de los actores o representantes, que incluso mientas guía el tiro de mulas continúa vistiendo el disfraz del papel que representa, el de demonio. La carreta conducida por el actor que oficia de carretero traslada de un lugar a otro de la Mancha a la compañía teatral de Angulo el Malo para hacer representaciones. En tercer y último lugar, en la aventura de los leones, en la que un carretero guía un carro que transporta dos leones enviados como presente por el gobernador de Orán al rey de España y con los que don Quijote pretende luchar (II, 17).
Los barberos
Un oficio socialmente relevante de gran presencia literaria en el Quijote es el de barbero, que en la novela está representado por dos profesionales de este oficio. El primero de ellos es maese Nicolás, barbero del lugar de don Quijote y amigo suyo y del cura; a pesar de su relevancia literaria, el narrador no suele referirse a él por su nombre, sino por el de su oficio, al igual que hace con un personaje tan importante como el cura, al que raramente se menciona por su nombre propio. Parece gozar de buena consideración social, pero del desempeño de su oficio nada se nos dice, salvo que es maestro en él, ya que las pocas veces que lo mienta por su nombre le da el título de “maese”. Pero, como sucede con tantos otros personajes de la novela, el narrador no tiene interés alguno en referirse a la vida profesional de maese Nicolás. Sólo le importa como peón al servicio de su narración y para el caso daría igual que su profesión fuese otra. En la primera parte de la obra, su papel es notable, pues, aparte de pertenecer al círculo íntimo de las amistades de don Quijote, intervendrá, siempre asociado con el cura (nunca aparece por sí mismo), en varios episodios, como el escrutinio de la biblioteca del hidalgo (I, 6) y en la empresa de traerlo a su casa mediante varios artificios, como el de disfrazarse, colaborar en la farsa de la princesa Micomicona y formar parte de la comitiva del carro de bueyes que transporta enjaulado a don Quijote a su pueblo (I, 27-52). En la segunda parte, su papel es mucho menor: inicialmente aparece en conversación con don Quijote y con el cura para descubrir que no se ha curado (I, 1) y luego prácticamente se diluye o desaparece, para reaparecer sólo en dos ocasiones: una para poner en duda, junto al cura y al bachiller, que Sancho sea gobernador (II,52); y la segunda en el momento de la muerte de don Quijote para ser señalado como uno de sus buenos amigos (II, 74).
No deja de ser sorprendente que Cervantes no aproveche la oportunidad que le da la presencia de un personaje tan notable como maese Nicolás y sus frecuentes apariciones para ofrecernos datos de interés sobre la profesión de los barberos y que, sin embargo, lo haga, con ocasión de la entrada en escena del segundo barbero, mucho menos importante en el contexto general de la novela, aunque sí en algunos episodios, como el de la aventura del yelmo de Mambrino, gracias a la confusión de don Quijote de la bacía del barbero con el yelmo de Mambrino (I, 21), y el del pleito del yelmo y la albarda (I, 45), en el que va a ser objeto de una burla, iniciada, por cierto, por el maese barbero, y continuada por los que, conchabados con éste, insisten en que la bacía no es tal, sino yelmo. Es en el primero de ellos, donde las necesidades narrativas fuerzan a Cervantes a introducir un barbero que lleva en la cabeza una bacía, que le protege de la lluvia, para poder dar verosimilitud al casual encuentro en un camino de la Mancha de don Quijote con un barbero, cubierto, a modo de casco, con una bacía, que el primero pueda confundir con un caballero que porta el yelmo de Mambrino.
Justo antes de convertirse este barbero, por haberse cruzado, para desgracia suya, con don Quijote, en material útil para la construcción literaria de los mentados episodios, el narrador nos regala unos datos valiosos sobre la vida profesional de los barberos en aquel tiempo. Pero, para comprenderlos mejor, digamos antes que en los siglos XVI y XVII el oficio de barbero abarcaba múltiples funciones; además de ocuparse de tareas específicas suyas, tales como afeitar la barba y cortar el pelo, realizaban funciones que hoy tenemos por propias de médicos, dentistas y boticarios. En efecto, una barbería era a la vez una botica y un lugar donde es ofrecían diversos servicios médicos y odontológicos; la gente acudía a ella lo mismo para adquirir medicamentos que para una extracción de muelas o blanqueamiento de dientes, o para practicársele operaciones simples de cirugía, tales como sangrías, sajar diviesos o forúnculos o vendar llagas o úlceras. Pues bien, en el conciso pasaje que Cervantes le dedica, amén de la referencia a la función que da nombre al oficio, se alude a las funciones médica y farmacéutica del barbero, que éste ejerce en su pueblo y en otro más pequeño, al que, a caballo de un asno, se encamina, equipado, se supone, con el instrumental necesario, del que sólo se menciona la bacía, para hacerle una sangría a un enfermo y arreglarle la barba a otro. He aquí sus palabras:
“Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y, así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesitad un enfermo de sangrarse; y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar [latón]”. I, 21, 189
Cerremos esto con una observación sobre la práctica de la sangría, de la que tiene necesidad un enfermo al que ha de atender el barbero. De acuerdo con la medicina de la época, se pensaba que las enfermedades estaban causadas por un desequilibrio de los humores corporales; así que las enfermedades se curaban cuando se restablecía el equilibrio. Pues justo ésta era la función de la sangría: restablecer el equilibrio corporal extrayendo la sangre que se suponía sobrante o excesiva en el cuerpo. Y, por cierto, la bacía, amén de usarse para la mezcla del agua y el jabón con la que remojar la barba, también servía para recoger la sangre extraída en las sangrías.
Los mercaderes y los tenderos
Otro sector importante, aunque minoritario, del tercer estado era el que componían los mercaderes, asentados, como los artesanos, principalmente en las ciudades y, por cierto, muy conectados con arrieros y carreteros, de quienes dependían para el tráfico de mercancías. Los comerciantes están bien representados en el Quijote a través de las referencias a ellos mismos como tales, pero también a través de las alusiones a ciudades comerciales, mercados y ferias. El comercio como tal es incluso defendido como una de las principales vías como en la España de entonces podía ganarse bien la vida e incluso enriquecerse, lo que hace, como ya vimos{xxiv}, por boca del hidalgo leonés padre de los hermanos Pérez de Viedma al recomendar a uno de sus hijos dedicarse al arte de la mercancía.
Los comerciantes no tienen una presencia literaria tan notable como la de los artesanos o los arrieros y carreteros. Pero a pesar de su modesta presencia, llegan a ser personajes literarios relevantes en una aventura que ha quedado inmortalizada precisamente con el nombre de su profesión, la aventura de los mercaderes (I, 4, 52-55), en la que don Quijote, tras confundirlos con caballeros andantes, los reta a combatir, a no ser que confiesen que la sin par Dulcinea del Toboso es la doncella más hermosa del mundo, lo que concluirá en una trifulca de la que, una vez más, saldrá apaleado por uno de los mozos de mulas de los mercaderes, que se libran así de don Quijote sin tener que ensuciarse las manos. Exponentes del gran comercio, estos mercaderes, como ya se dijo más arriba, son toledanos, se dedican al negocio de la seda y van a Murcia a comprarla para llevarla a su ciudad y satisfacer las demandas de esta materia prima de la boyante industria sedera toledana. Así que Toledo, además de ser un foco de industria textil sedera lo era también del comercio.
A Toledo como ciudad comercial también se alude en la referencia a la Alcaná de Toledo, una calle en la que abrían sus tiendas los mercaderes, entre los que había moros y judíos conversos; en una tienda de la Alcaná es donde, como ya vimos, Cervantes finge comprar el manuscrito original, escrito en árabe, del Quijote (I, 10). Otra alusión a Toledo como foco comercial contiene la mención de las Tendillas de Sancho Minaya, una plaza del mismo nombre en la que había una zona comercial, pero es más indirecta, pues la razón de su mención no es por su mercado, sino por ser cerca de esa plaza donde vivía el padre toledano de la Tolosa (I, 3, 47).
Dejando aparte a los mercaderes toledanos, los demás que nos encontramos en las páginas de la novela no aparecen como personajes literarios incorporados a una aventura quijotesca, sino sólo como personas de las que meramente se habla, como los corredores de lonja o agentes de comercio de la lonja o bolsa de mercaderes meramente mencionados de pasada por don Quijote (I, 22, 203); el mercader valenciano, que a la sazón se hallaba en Argel para sus negocios y al que el capitán cautivo encarga pagar al rey de Argel su rescate (I, 41, 419), lo que nos remite a Valencia como ciudad mercantil y al hecho de que algunos de sus mercaderes mantenían relaciones comerciales con Argel; el morisco Ricote, que, antes del destierro de su pueblo, estaba establecido como tendero en el pueblo de don Quijote y Sancho; y las placeras de Barataria, a las que Sancho había de someter a estrecha vigilancia.
Toledo y Valencia no son las únicas ciudades mencionadas por su comercio. También lo es Sevilla, la ciudad más poblada de España y un verdadero emporio mercantil, gracias a su monopolio del comercio con América. En la novela se alude a uno de los barrios sevillanos más activos, el de la Heria, que atraía a su feria o mercado, celebrada los jueves, a una numerosa concurrencia; dos de los manteadores de Sancho son vecinos de este barrio mercantil (I, 17). En cambio, Barcelona, otra de las más importantes ciudades españolas en el terreno mercantil en aquel entonces, nunca se nos presenta en conexión con esta actividad, a pesar de que varios de los capítulos de la novela transcurren allí.
En el viaje de don Quijote y Sancho por las tierras de Aragón no se menciona ninguna ciudad importante por su actividad mercantil. Sólo se mienta el mercado en la plaza de la villa de Barataria, como era habitual en tantas ciudades, villas y pueblos de España, y sus carnicerías; también se alude a una feria en un lugar innombrado a donde unos hombres conducen una piara de seiscientos cerdos para su venta (II, 68, 1066).
El tratamiento de los comerciantes en el Quijote se remacha en las observaciones sobre el papel del Estado o del gobierno en el comercio, las cuales conciernen a tres aspectos de la intervención de la autoridad pública en la actividad comercial: la inspección por la autoridad política de tiendas y mercados para garantizar un comercio justo, sin fraudes; la necesidad de evitar las especulaciones con alimentos de primera necesidad; y la de controlar los precios de algunos productos. El primer asunto es tratado por don Quijote en una carta a Sancho gobernador, a la sazón gobernador de Barataria, en la que le aconseja visitar las carnicerías y las plazas o mercados, donde la presencia del gobernador es muy importante: en el caso de las carnicerías, para impedir prácticas fraudulentas como la de usar balanzas trucadas: y en el de las plazas, para vigilar que tampoco se entreguen a esa misma práctica fraudulenta las placeras o vendedoras instaladas en los mercados de la plaza de la villa de Barataria (II, 51, 942), de las que, por cierto, Sancho tiene muy mala opinión, un tanto arbitraria en la medida en que se basa más en una extrapolación o generalización de su mala experiencia con ellas en otros lugares que en su propia experiencia con ellas en Barataria:
“Es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos”. II, 51, 944
También Sancho está preocupado por el fraude en la actividad mercantil, pero, quizá por su afición al vino y por ser un buen catador, su mayor desvelo está centrado en las prácticas fraudulentas vinculadas al comercio de vino, como la de adulterarlo aguándolo o alterándolo de cualquier otro modo; para obstruirlo, propone obligar a los comerciantes de vino hacer una declaración de su origen, que no se pueda vender vino de cualquier procedencia y castigar a los adulteradores nada menos que con la pena de muerte.
Del segundo asunto se ocupa Sancho por cuenta propia, sin necesidad de que se lo aconseje don Quijote, aunque podría relacionarse su modo de abordarlo con el consejo que en una carta previa su señor le había dado, y que ya hemos citado más arriba, sobre el deber de un gobernante de procurar la abundancia de mantenimientos, pues nada hace sufrir tanto a los pobres como la carestía y el hambre, un sufrimiento que se ve incrementando porque esa misma carestía hace que suban los precios de los bienes de primera necesidad y surja la plaga de los especuladores. A ello puede obedecer la ordenanza de Sancho para evitar el surgimiento de especuladores con los bastimentos en la república, esto es, con los bienes de primera necesidad (II, 51, 945).
En cuanto al tercer asunto, el del control de precios de algunos productos, el principal interés de Sancho es el de moderar el precio del calzado, particularmente el de los zapatos, una medida que él justifica con la alegación de que los precios de los calzados eran no ya caros, sino exorbitantes (ibid.).
Los criados
Un oficio sumamente importante en la España del Quijote era el de criado, al que se dedicaban muchas personas, hombres y mujeres, del tercer estado, especialmente campesinos pobres y jornaleros, que, acuciados por la necesidad, se veían forzados a emplearse como sirvientes en una casa noble o de un plebeyo, rico o medianamente rico, o en ventas, mesones y posadas. Las gentes pertenecientes a este mundo de la servidumbre eran más numerosas en las zonas urbanas que en las rurales, pero también en éstas las había. Pues bien, la figura del criado, tan ubicua en la España de entonces, lo es igualmente en las páginas del Quijote, por las que desfilan criados de todo el variado espectro de las categorías laborales que se distinguían en el seno de la servidumbre.
Su presencia es frecuente, si bien en menesteres muy secundarios en la primera parte de la novela: ahí tenemos el mozo de campo y plaza de don Quijote, que lo mismo se ocupa de las labores del campo que de las de la casa; los mozos de mulas, como los que tienen a su servicio los mercaderes (I, 4, 54) y los frailes de san Benito (I, 8, 80), que muelen a palos, los primeros a don Quijote y los segundos a Sancho; o el mozo de mulas que trabaja en la venta de Juan Palomeque, junto al cual duerme don Luis, quien simula ser uno de ellos (I, 44, 458 y 459); los mozos de a pie, que sirven al gentilhombre Vivaldo y a su acompañante, también gentilhombre, los cuales, a su vez, eran también criados, pero del más alto nivel, pues eran hombres de condición noble que servían o bien en la casa real, donde había varias clases de gentilhombres en oficios o funciones diferentes, o en las casas de los grandes o de los nobles titulados, pero en el caso presente, con arreglo a los datos disponibles, no podemos decidir a cuál de los dos géneros de gentilhombres pertenecían Vivaldo y su acompañante; los escuderos de la dama vizcaína que se encamina a Sevilla, hidalgos pobres empleados como tales, uno de los cuales, el vizcaíno, se enfrenta a don Quijote en duelo (I, 8, 79 y 81); la criada asturiana de la venta de Juan Palomeque (I,16, 138), Maritornes, tan relevante en la aciaga aventura de don Quijote, ya mentada, con el arriero y en otros episodios, como en el de la burla a don Quijote atado a una ventana; el caballerizo de un gran noble{xxv}, que Sancho vio en la Corte (I, 21, 198); los criados de don Ricardo, el duque andaluz y grande de España (I, 24, 225), que sin duda, atendiendo a su rango, debían de ser muchos; los criados de los padres de Dorotea (I, 28, 278, y 279), que también, dada su inmensa fortuna, debían de ser numerosos; los criados y criadas de la casa de Anselmo, caballero florentino (I, 33, 345); los ganapanes, mozos de cuerda, que no aparecen como personajes, sino que son nombrados tanto por don Quijote (I, 37, 392) como por Sancho (II, 13, 640) como ejemplo de gente fuerte; los criados de a caballo del oidor, que se presentan con él en la venta de Juan Palomeque y uno de los cuales es un escudero, es decir, un hidalgo pobre empleado como criado (I, 42, 440, 441); los cuatro criados de a caballo enviados por el padre de don Luis en su busca (I, 43, 455; I, 44, 458 y 459); los criados del canónigo de Toledo, cinco o seis, que le acompañan en su viaje (I, 47, 486).
Es en la segunda parte donde pulula la mayor variedad de categorías laborales dentro de la servidumbre. Curiosamente no se menciona a criado alguno, aun siendo un lugar muy oportuno para hacerlo, durante la estancia de don Quijote y Sancho en la mansión del rico caballero don Diego de Miranda. Pero será durante la estancia como huéspedes de los Duques aragoneses en su castillo cuando saldrán a relucir toda clase de criados de los que un gran noble podía disponer en la España de entonces, en mayor cantidad que nunca y en papeles destacados, bien ejecutados colectivamente o bien individualmente; después de esto, no hay más mención a ellos que los tres o cuatro criados del caballero don Álvaro Tarfe (II, 72, 1089).
A lo largo de los capítulos dedicados a la vida de don Quijote y Sancho entre los Duques vemos aparecer a toda una legión de sirvientes de diferentes clases, entre los que están, por lo que respecta a las asignadas a los varones, el mayordomo, el maestresala o camarero mayor, los escuderos, los pajes, los lacayos y los mozos o pícaros de cocina, es decir, pinches, y, por lo que concierne a las asignadas a las mujeres, las dueñas y las doncellas. Esta numerosa hueste de personal al servicio de los Duques estaba jerarquizada. En la parte superior de la escala estaban el mayordomo, que tenía la responsabilidad del conjunto de la casa y de toda la servidumbre; el maestresala o camarero mayor, que debía estar cerca de su señor, para cuando lo necesitase, y además se ocupaba de la vigilancia de los pajes y del servicio de la mesa; los escuderos, que, como ya dijimos en el estudio sobre el estamento noble, eran hidalgos venidos a menos, encargados de acompañar a las señoras de la casa en sus salidas; los pajes, muchachos de origen noble, a los que se encomendaba el servicio de la mesa y otros menesteres, como uno de los pajes de los Duques que sirve de correo de la Duquesa; cuando llegaban a la edad adecuada, si seguían al servicio del señor, éste los convertía en gentilhombres, una categoría que no tiene representante alguno entre la cohorte de servidores de los Duques, o escuderos; las dueñas, como ya se indicó también en el mentado estudio sobre el estamento noble, eran por lo regular viudas o solteronas de linaje hidalgo venidas a menos, cuyo cometido era acompañar a la señora en el interior de la casa; y las doncellas, que se ocupaban de servir cerca de la señora y de diversas tareas domésticas, excepto las de la cocina. En la parte inferior de la escala estaban los lacayos, cuya principal ocupación era acompañar al señor en sus desplazamientos, y los mozos o pinches de cocina{xxvi}.
Muchos de los sirvientes desempeñarán un sobresaliente papel literario durante todo el tiempo de permanencia de la inmortal pareja entre los Duques, bien sea participando activamente en las numerosas burlas en forma de espectáculos ordenadas por los Duques, quienes encargan a sus criados, dirigidos por el mayordomo, su organización y ejecución, mientras ellos disfrutan de todo ello; bien sea participando en otro género de burlas que no tienen el formato de espectáculo o bien en episodios que suceden al margen de los planes o del control de los Duques. En realidad, las múltiples burlas son sólo partes o episodios de una única burla general que consiste en recibir a don Quijote y tratarlo como si fuese un verdadero caballero andante, tal como eran tratados en los libros de caballerías, de tal modo que él se lo crea así y actúe como tal para disfrute y deleite de los Duques; y, en efecto, don Quijote, desde el mismo instante de su recepción en el castillo ducal, picará el anzuelo y se creerá ser un auténtico caballero andante, pues se le trata igual que a los caballeros de los libros de caballerías. Y para todo ello, los criados y criadas de los Duques son sus cómplices, a los que previamente han explicado la manera como tienen que tratar a don Quijote y a su escudero.
Y son cómplices de ellos actuando, como ya indicamos, ya sea colectivamente o individualmente. A su vez, la actuación colectiva puede darse de dos maneras: bien de todos los criados y criadas de los Duques a la vez, o bien en grupos según el tipo de servidumbre al que están adscritos.
La primera forma de acción colectiva de los criados sólo se da una vez y es en el momento de la entrada y recepción de don Quijote en el castillo ducal, en que el colectivo de los criados y criadas de los Duques, previamente avisados e instruidos por ellos para tal efecto, participan en el evento para darle la bienvenida al sedicente caballero proclamando a grandes gritos: “¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!”, al tiempo que derraman sobre él y sobre sus amos los Duques frascos de aguas olorosas; semejante recepción y tratamiento ceremonioso, similar al recibido por los caballeros andantes en los libros de caballerías, causa tal admiración a don Quijote que le reafirman en su creencia de que él es un caballero andante auténtico y no fantástico (II, 31, 784).
Pero lo más habitual son las actuaciones colectivas de los criados o criadas según su categoría laboral. Las más comunes de este género son las llevadas a cabo por grupos de doncellas, de dueñas y de pajes.
No pequeña es la función de las doncellas en la ejecución grupal de la trama de muchas burlas o en peripecias no burlescas. Son varias las actuaciones en grupo de ellas que merecen citarse: las dos hermosas doncellas que, nada más entrar don Quijote en el patio del castillo, le echan sobre los hombros un gran mantón de finísima escarlata para hacerle creer que se le está recibiendo a la manera ceremonial como en los libros de caballerías se recibía a los heroicos caballeros (II, 31, 784); las seis doncellas que, tras su triunfal entrada en el castillo ducal, desarman y sirven a don Quijote (II, 31, 786); las dos filas de doncellas preparadas para darle aguamanos, con muchas reverencias y ceremonias, en una gran sala (II, 31, 788); las cuatro doncellas que intervienen en la burla al sedicente caballero del lavado de las barbas (II, 32, 796-7); las doncellas que acompañan a la Duquesa durante la sabrosa plática que mantiene con Sancho (II, 33, 806).
No menos importante que la de las doncellas es la participación grupal de las dueñas en algunas de las principales burlas. Pero antes digamos que hay una ocasión, aunque sólo una, en que las vemos obrar ejecutando una tarea propia de su condición de dueñas: se trata de su salida en grupo a recibir a su señora, la Duquesa, cuanto ésta entra en el castillo a la par que don Quijote (II, 31, 780), quien lo hace como invitado de los Duques. Sus demás apariciones no serán, sin embargo, para realizar actos de servicio a su señor, sino para intervenir en dos episodios de burlas a don Quijote y su escudero. Primeramente, en la escenificación de la llegada de la fingida condesa Trifaldi, procedente del lejano y exótico reino de Candaya, precedida por un cortejo de doce dueñas que entran en el jardín de los Duques a paso de procesión, en embajada ante don Quijote para demandarle su socorro; fingen estar condenadas a llevar barba, como la Trifaldi, por castigo del gigante Malambruno, un castigo del que sólo se podrán liberar si don Quijote y Sancho viajan en Clavileño hasta Candaya; tras el simulado viaje, las dueñas fingen haber perdido las barbas (II, 38, 838; II, 39, 847; II, 41, 862). Una segunda y notable intervención grupal de las dueñas es la procesión de seis de ellas, en el episodio del túmulo de la fingida muerte de Altisidora, para ridiculizar a don Quijote y Sancho induciéndoles a creer que haciéndole a éste unas mamonas Altisidora recuperará la vida (II, 69, 1073).
La función de los pajes en grupo es, en cambio, menos significativa que la de las doncellas y dueñas. Hay tres momentos en que los vemos participar grupalmente. En el primero de ellos, luego de ser recibido con los honores que se solían tributar a un famoso caballero andante y cambiarse de ropa, un cortejo de doce pajes lo conduce con toda pompa y majestad al comedor (II,31 788). El segundo de ellos es en el de la solemne entrada en procesión de la condesa Trifaldi en el jardín de los Duques, en la que intervienen tres pajes sosteniendo sendas puntas de su vestido (II, 38, 839). El tercero tiene lugar a la llegada de Sancho a Barataria para ejercer de gobernador, al que, una vez hecha la entrada en el palacio desde el que va a desempeñar su cargo, reciben cuatro pajes que se acercan a él a darle aguamanos; después, cuando Sancho se sienta para comer, son los pajes los que se encargan de atender la mesa y servir los platos (II, 47, 899). Los pajes seguirán ocupándose en servir a Sancho mientras dure su efímero gobierno y uno de ellos se convertirá en su maestresala.
Otro ejemplo de actuación grupal es la de los dos lacayos, también denominados palafreneros por el narrador, que, al llegar don Quijote y la Duquesa a caballo a las puertas del castillo, salen para darle el recado al sedicente caballero, sin duda por orden del Duque que se había adelantado a ellos para dar instrucciones a todos sus criados sobre el modo de tratar a don Quijote, de que ayude a la Duquesa a apearse (II, 31, 784).
Para terminar con la actuación de criados en grupo, refirámonos brevemente a los escuderos del Duque, a los que nunca los vemos actuar como tales, ni realizando cosas propias de su empleo ni como partícipes en las burlas hechas a don Quijote y Sancho. Simplemente se les menciona de pasada en un pasaje en que la Duquesa, habiendo reparado en la soledad y melancolía de don Quijote tras la partida de Sancho a Barataria, sugiere que “los escuderos, dueñas y doncellas podrían servir muy a satisfacción del deseo de don Quijote” (II, 44, 879), pero nunca surgirá una situación en que los escuderos se relacionen con don Quijote, ni grupal ni individualmente.
De mayor enjundia literaria son las actuaciones individuales de algunos criados, en las que cabe discernir dos variedades. Las actuaciones individuales en que un criado actúa meramente como tal, sin mentar su nombre propio, y aquellas en que actúa como un personaje completamente personalizado, dotado de un nombre propio.
En el primer caso, al sirviente en cuestión se le identifica con el nombre de su empleo como criado. Tal es el caso, en primer lugar, del mayordomo, al que el narrador, a pesar de su sobresaliente papel literario, nunca se digna sacarlo del anonimato dándole un nombre. Sin embargo, el mayordomo no sólo es la mano derecha del Duque en la organización y ejecución de la mayoría de las burlas, tanto en su formato de espectáculo teatral como no teatral, sino que se reserva para sí mismo varios de los principales papeles en algunas de ellas. Él es el que se encarga de hacer de Merlín en la burla del cortejo de encantadores (II, 36, 830), de representar el personaje de la condesa Trifaldi, alias la Dolorida (II, 44, 878) y de contar la historia inventada, para engatusar a don Quijote y a Sancho, de los amores de la infanta Antonomasia y el caballero don Clavijo, así como del castigo a ella y a las dueñas que la acompañan en su embajada ante don Quijote con el crecimiento de luengas barbas, un castigo del que sólo don Quijote las podrá librar emprendiendo la aventura de Clavileño (cf. II, 36, 37-41). Asimismo, el mayordomo está detrás del montaje de la burla a Sancho como gobernador de Barataria (II, 44, 878), en lo que además intervendrá activamente, y él mismo se encargará de conducirlo hasta allí con acompañamiento de mucha gente para transmitirle la sensación de que se va a convertir realmente en un gobernador.
En cambio, el maestresala no tiene ningún papel especial en la serie de burlas en el castillo ducal y aledaños; sólo lo vemos, no más de unos instantes, entrar, con el cortejo ya citado de doce pajes para llevar a don Quijote a comer a la sala donde los Duques le están aguardando y ya está dispuesta una rica mesa (II, 31, 788). El traslado a esa sala se realiza con toda pompa y majestad, a paso de procesión con don Quijote colocado en medio de la comitiva de pajes presidida por el maestresala, sin duda para mantener viva su impresión de que se le está honrando como si fuese un famoso caballero andante.
Un tercer caso en que un sirviente actúa sin más nombre que el de su género de empleo como tal es el del paje que, en el episodio de la comitiva de encantadores, representa el papel de Dulcinea (II, 36, 830). Ese mismo paje es al que despacha la Duquesa con una carta de Sancho a su esposa Teresa (II, 46, 896 y II, 50, 929) y el que mantiene una interesante plática con ella y su hija Sanchica, y luego con el bachiller y el cura (II, 50). También cabe encuadrar aquí al paje sin nombre con que don Quijote se encuentra en los caminos de la Mancha y al que se identifica como el mozo que va a la guerra (II, 24, 737-740).
En lo que atañe a su actuación individual con un nombre propio, tenemos tres casos: uno de ellos concerniente a un sirviente y los otros dos, a sirvientas. Sólo hay un caso de un sirviente que actúa de forma totalmente personalizada, sin ser absorbido en la generalidad del nombre de su puesto, que es el del lacayo Tosilos, al cual veremos actuar de dos modos, como partícipe en las burlas hechas a don Quijote y haciendo cosas propias de su condición de criado, al margen de los planes burlescos de los Duques con respecto al sedicente caballero. En cuanto a lo primero, lo más destacable de Tosilos es su participación en el desafío que don Quijote ha lanzado contra el labrador burlador de la hija de doña Rodríguez. Pero habiendo huido éste a Flandes, el Duque, que ha aceptado el desafío en nombre de su vasallo, elige a su lacayo como sustituto de aquél en el duelo, pero con ello engaña a don Quijote y a doña Rodríguez, a quienes oculta que el contrincante del sedicente caballero es realmente no el burlador, sino su lacayo, cuya intervención en este episodio burlesco es del mayor interés porque se va a convertir en el único criado del Duque que, de forma impremeditada, va a hacer descarrilar los planes burlescos de su señor (cf. II, 56).
El verdadero deseo del Duque es que su lacayo venza a don Quijote, pues de esa manera su satisfacción será doble: primeramente, por ver ridiculizadas sus ínfulas caballerescas; en segundo lugar, porque así su vasallo queda libre de casarse con la hija de doña Rodríguez, el cual sólo queda obligado a hacerlo si la victoria se decanta del lado de don Quijote. Pero los planes del Duque fracasan y sus deseos se frustran, porque hete aquí que Tosilos, nada más mirar a la hija de doña Rodríquez, cae rendido de amor, se da por vencido sin combatir y anuncia que quiere casarse con la hija, lo que es aceptado tanto por su madre como por ella misma, quien da por zanjado el asunto, a pesar del engaño del Duque en beneficio del burlador, declarando que “más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es” (II, 56, 979).
El Duque, que hasta entonces siempre ha dado muestras de muy buen humor y talante, pierde la compostura por vez primera: la actuación de su lacayo, sin que éste lo sepa y tan inesperada para su señor, le provoca un ataque de cólera extrema, que descargará más adelante haciéndole azotar dándole cien palos por contravenir sus instrucciones para la batalla con don Quiote y prohibiendo su matrimonio con la muchacha burlada (II, 66, 1058).
En cuanto a lo segundo, a su comportamiento como mero criado al servicio de las necesidades reales de la casa del Duque, más adelante nos enteramos, en su casual encuentro con don Quijote y Sancho en el camino de Barcelona, de que Tosilos realiza tareas de correo para su señor. En el momento del encuentro se dirige a Barcelona para entregarle al virrey unos papeles que le envía su amo (ibid.).
De los dos casos relativos a sirvientas, el primero es el de una doncella que sobresale entre el grupo anónimo de doncellas con luz propia por su muy relevante papel en la burla de don Quijote: se trata de Altisidora, bella y desenvuelta, que se va a ocupar de ridiculizar los amores caballerescos tal como discurren en los libros de caballerías fingiéndose para ello estar enamorada de don Quijote, quien llegará a creérselo. Su actuación culmina en el episodio de su muerte y resurrección, uno de los mayores engaños, si no el mayor, que van a sufrir don Quijote y Sancho.
El segundo caso es el de una dueña. El único personaje que sale del anonimato del colectivo de las dueñas y se nos presenta por su nombre y con voz propia es el de doña Rodríguez, que viene a ser respecto a aquéllas lo mismo que Altisidora con respecto a las demás doncellas. Doña Rodríguez tendrá pendencias con Sancho, a quien no le caen bien las dueñas; pero lo más notable de ella es su actitud y relación con don Quijote, y su revelación ante éste de la verdadera catadura moral del Duque. Ella no va a participar en ninguna de las burlas contra el sedicente caballero, pues, en el fondo mujer crédula e ingenua, toma a don Quijote por un verdadero caballero andante; y creyéndoselo llegará a pedirle que defienda la causa de su hija (II, 52), a la que el hijo del rico labrador vasallo de los Duques ha burlado bajo promesa de matrimonio; y se lo pide a don Quijote porque el Duque no quiere hacerle justicia haciéndole cumplir su promesa de matrimonio al mancebo burlador y se niega a hacerle justicia, porque no quiere desairar al padre del burlador, el cual lo soborna prestándole dinero y cubriéndole sus deudas (II, 48, 915). Esta actuación de doña Rodríguez, al margen de los planes del Duque, cuya injusticia además denuncia ante don Quijote y sus malos apaños con el labrador rico, será tan molesta para él, que luego se vengará de ello, impidiendo el matrimonio de la hija de doña Rodríguez no ya sólo con su burlador, sino tampoco con un pretendiente imprevisto, el ya mentado lacayo Tosilos, que quería casarse con ella, y forzándola a recluirse en un convento. Caída en desgracia y su hija metida a monja, doña Rodríguez se ve forzada a abandonar el castillo ducal y termina volviéndose a Castilla.
Como bien se ha podido ver, poca es la atención que Cervantes presta a los miembros de la servidumbre de los Duques en su condición de tales. Diríase que, mientras don Quijote y Sancho permanecen como huéspedes en el castillo ducal, está firmemente decidido a correr un velo sobre sus actividades como criados y deja que se conviertan, por obra de los Duques, en actores de las diversas farsas burlescas organizadas para reírse los mismo de las ínfulas caballerescas de uno que de las escuderiles del otro. Sólo en las contadas ocasiones en que la presencia y vida de los Duques no se puede desenvolver sin los servicios de los criados se nos deja contemplar a éstos entregados a sus trajines ordinarios como servidores de sus señores.
La estructura estamental del lugar de don Quijote y Sancho
Para cerrar este estudio sobre la representación de la sociedad y de sus estamentos en el Quijote, terminemos con una observación sobre la composición social del pueblo de don Quijote y Sancho, que el autor, aunque desea mantener oculto su nombre, no tiene, en cambio, inconveniente en desvelarla. Y gracias a ello, podemos decir que, a juzgar por los datos proporcionados sobre las gentes del lugar, su condición social y oficios, podemos decir que el pueblo de don Quijote y Sancho es un reflejo en miniatura de la estructura estamental de la sociedad española de aquel entonces. Como en ésta, en el microcosmos social o sociedad a pequeña escala que es la aldea natal de la pareja inmortal encontramos los mismos tres estamentos que conformaban la sociedad española en su conjunto y gran parte de las categorías sociales y actividades.
La nobleza está representada por los hidalgos y caballeros del lugar; entre los primeros, aparte de don Quijote, tenemos a los hidalgos anónimos que reprochan a don Quijote pretender ser caballero y recibir el tratamiento de “don” siendo así que su magra hacienda no le permite alimentar semejantes pretensiones; y entre los segundos, don Pedro Gregorio, el mancebo mayorazgo rico y enamorado de la morisca Ana Félix, y los dos caballeros mencionados por Sancho en el cuento que relata ante los Duques y a los que ya nos referimos en el estudio sobre el estamento noble: el hidalgo rico vallisoletano y, por tanto, caballero instalado en el lugar por haberse casado con una noble del lugar; y don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago; a ellos conviene sumar los caballeros innombrados del lugar que también censuran a don Quijote su injustificada pretensión de ser caballero.
El clero está representado por el cura Pero Pérez; y aunque no pertenece al clero propiamente dicho, cabe mentar aquí al sacristán, que, no obstante, está, por sus menesteres y dedicación, muy próximo a él y sí es un hombre de Iglesia, si bien no clérigo.
El tercer estado, el de los pecheros, está ampliamente representado, con personajes pertenecientes a los diversos sectores económicos y oficios de los que se ocupaban los miembros del tercer estado: campesinos de diversos rangos, pobres como Sancho, quizás su compadre Tomé Cecial y el labrador pobre del cuento de Sancho, convecino de don Quijote y Sancho; no tan pobres, como Pedro Alonso, el que trae a don Quijote a su casa; más bien ricos, como Bartolomé Carrasco, que puede permitirse enviar a su hijo Sansón a estudiar a Salamanca; artesanos y otros oficiales, como Balbastro el herrero y el barbero maese Nicolás; pequeños comerciantes, como el morisco Ricote, que había sido tendero en el lugar antes de su destierro; criados, como el ama de llaves de don Quijote y el mozo de campo y plaza a su servicio.
Conclusión
Hemos visto que por las páginas del Quijote desfila un amplio y variado elenco de personajes del estamento plebeyo, muchos más que de cualquier otro estamento, de los que uno de ellos, Sancho, está en primer plano de la significación literaria junto a su señor don Quijote, y otros, como el barbero maese Nicolás y Sansón Carrasco, aunque secundarios, muy cercanos a la principalidad literaria. Ese amplio elenco de personajes del pueblo llano abarca, como se ha visto, prácticamente todos los oficios, condiciones y sectores del estamento llano y, con ello, de la economía española de aquel tiempo. El cuadro que nos ofrece al respecto, como lo es el que nos pinta de la sociedad en su conjunto, es tan extenso, diverso y ecuánime, que resulta ridículo pensar que tome partido de unos sectores respecto de otros. Lo mismo que Cervantes no se erige en paladín del pueblo llano frente a la nobleza, tampoco se erige en paladín, dentro del estamento plebeyo, de los más pobres frente a los villanos ricos; no muestra preferencia por los campesinos pobres frente a los ricos, como bien se ve en el hecho de que entre los miembros tanto del campesinado pobre como del rico se encuentran personaje de perfiles morales heterogéneos; en ambas categorías sociales hay buenos y malos{xxvii}.
Desde el punto de vista artístico, la presencia masiva de personajes del pueblo llano en la novela representa toda una revolución literaria. Nunca antes las clases populares habían tenido tanta presencia en una novela. En las novelas de caballerías todo giraba en torno a la nobleza y, raramente, aparecían plebeyos y cuando lo hacían lo era en papeles muy secundarios, como el de peones de infantería de los ejércitos caballerescos; con el Quijote los miembros del pueblo llano ingresan en masa en el escenario literario y pasan a desempeñar papeles relevantes y con el tiempo, en la posterior evolución de la novela moderna surgida del Quijote, los personajes de extracción plebeya acabarán, al compás de la evolución de la sociedad, acaparando el espacio literario y arrinconando hasta hacerlos desaparecer a los de origen aristocrático. El primero en llamar la atención sobre esta revolución literaria que la magna novela cervantina desencadenó fue Heine, con cuya sintética y certera descripción de este hecho trascendental para el nacimiento y desarrollo de la novela moderna concluimos este estudio:
“La llamada novela caballeresca… fue la novela de la nobleza, y sus personajes eran… caballeros con espuelas de oro; ni un solo átomo de vida popular… Pero, al paso que escribió una sátira que destruyó la novela antigua, dio el modelo de un nuevo género literario, que llamamos la novela moderna…Cervantes fundó la novela moderna, introduciendo en la novela caballeresca la fiel descripción de las clases bajas y entremezclando en ella la vida del pueblo{xxviii}.
Notas
{i} Datos citados en Javier Salazar Rincón, El mundo social del “Quiujote”, págs. 164, cuyas fuentes son Noel Salomón, La vida rural castellana, págs. 264-5, para las proporciones de jornaleros y labradores en la Mancha y, para las diferencias con respecto a Castilla la Vieja, Francis Brumont, Campo y campesinos de Castilla la Vieja en tiempos de Felipe II, Editorial Siglo XXI, 1984, págs. 220-1.
{ii} Cf. Javier Salazar Rincón, op. cit., pág. 168 y n. 31, donde nos enteramos de que Tembleque era entonces el segundo centro agrícola en importancia de la provincia de Toledo y el quinto de Castilla la Nueva.
{iii} Para hacer o llevar la cuenta, recuérdese que un real valía 34 maravedíes.
{iv} Cf. Novelas ejemplares, II, pág. 357.
{v} Sobre la alimentación de las gentes pobres de campo véanse los interesantes testimonios y documentos de la época ofrecidos por Javier Salazar Rincón, op. cit., págs. 171-3.
{vi} Extractado de un texto citado por Javier Salazar Rincón, op. cit., pág. 171.
{vii} Lo que sí se puede decir con seguridad es que el gazpacho de que habla Cervantes no es el actual, el conocido como gazpacho andaluz, que incluye entre sus ingredientes, además de los ya citados, el tomate y el pimiento, que no formaron parte de él hasta el siglo XIX; tampoco se puede afirmar con seguridad que se trate del que luego se llamará gazpacho manchego, que se desvía mucho del definido por Covarrubias y el Diccionario de Autoridades, pues aparte del pan, en este caso ázimo, y el aceite, tiene como ingredientes básicos piezas de carne de ave, gallina y perdiz, y de caza menor, liebre y conejo.
{viii} Sobre el pescado en la Mancha en el tiempo del Quijote, véanse, Lorenzo Díaz, La cocina del Quijote, Alianza Editorial, 2005, págs. 27-8; e Isabel Fernández Morales, “La gastronomía en el Quijote y la cocina manchega actual”, Actas del XI Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Seúl, 17-30 de noviembre de 2004, coord. por Chul Park, 2005, págs. 243-254, disponible en PDF en el Centro Virtual Cervantes.
{ix} Este dato lo tomamos del citado libro, en la nota anterior, de Lorenzo Díaz.
{x} Novelas ejemplares, II, pág. 99.
{xi} Véase Javier Salazar Rincón, op. cit., pág. 212, n. 168.
{xii} Cf. nuestro estudio “El estamento noble”, El Catoblepas, nº 186, 2019.
{xiii} Cf. Javier Salazar Rincón, op. cit., pág. 213.
{xiv} Aunque Cervantes presenta sus nombres como sinónimos, en verdad el abadejo y la truchuela no son exactamente lo mismo que el bacalao común, aunque son de la misma familia que éste y, por tanto, muy parecidos y de ahí la facilidad para confundirlos.
{xv} Incluso actualmente en el diccionario de la RAE se define la palmilla como un cierto género de paño particularmente labrado en Cuenca.
{xvi} Cf., op. cit., III, 8, pág. 506.
{xviii} Cf. también José Antonio Maravall, Utopía y Contrautopía, pág. 64.
{xviii} Aún hoy en día sigue llegando a estos lugares del interior peninsular según esa antigua usanza, pero, gracias a los métodos modernos de conservación mediante congelación, también se dispone de bacalao congelado con mucha menos sal, aunque con la suficiente como para que sea menester ponerlo en remojo durante una noche para que no sepa a salado; los demás pescados congelados no requieren, en cambio, ser puestos en remojo.
{xix} Los de Cataluña los despacha con la concisa observación negativa: “El alojamiento para los que por allí pasan es pésimo”, en su Diario del viaje a España, Tecnos, 2017, pág. 36. No mejor es la impresión que le dejaron los de Aragón: “Los alojamientos son malos y malo el servicio” (op. cit., pág. 41). Nada dice de los de las zonas de Navarra (Tudela) y Castilla en los que estuvo.
{xx} Novelas ejemplares, II, pág. 45.
{xxi} Op. cit., págs. 47-8.
{xxii} Op. cit., pág. 84.
{xxiii} Op. cit., págs. 84-5.
{xxiv} En el estudio sobre “El estamento noble”, El Catoblepas, nº 186, 2019.
{xxv} Algunos sostienen que ese gran noble, descrito por Sancho, de una forma que parece poco respetuosa, como “un señor muy pequeño, que decían que era muy grande”, no es otro que Pedro Téllez-Girón y de Velasco, el tercer duque de Osuna, que efectivamente era muy bajo de estatura, pues, amén de ser grande de España, era conocido como el Gran Duque de Osuna. Cf., por ejemplo, César Vidal, La enciclopedia del Quijote, págs. 113-4.
{xxvi} Sobre la servidumbre al servicio de la nobleza, su jerarquía y categorías laborales, véase Antonio Domínguez Ortiz, Las clases privilegiadas en el Antiguo Régimen, págs. 147-150.
{xxvii} Un tratamiento más argumentado y detallado de esto se halla en nuestro estudio “El Quijote y la defensa de las clases humildes”, El Catoblepas, nº 88, 2009, donde salimos al paso precisamente de la interpretación de la novela como una apología de las clases populares, singularmente de los más pobres, y de sus representantes.
{xxviii} Heine, “Introducción a la traducción alemana del Quijote”, 1837, en Leopoldo Rius, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, tomo III, 1904, pág. 265; disponible también en la red en www. scrib.