El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 189 · otoño 2019 · página 4
Filosofía del Quijote

La filosofía social del Quijote (V): las minorías sociales

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (63)

Quijote

Hasta aquí hemos abordado la idea de la sociedad según el linaje y el nacimiento o el tener sangre alta o baja, que da lugar a una organización social estamental y aristocrática. Pero al lado de esta concepción de la sociedad en el Quijote encontramos otra noción de sociedad distinta, basada en un criterio religioso. Se trata de la distinción que dividía a los españoles en cristianos viejos, que constituían la inmensa mayoría de la población española, descendientes de ancestros cristianos y tenidos por genuinos cristianos u ortodoxos, y cristianos nuevos, que constituían un grupo social minoritario, integrado por conversos o descendientes de conversos judíos o moros y de cuya ortodoxia cristiano-católico la opinión popular tenía sus dudas o sospechas.

Pero ni el criterio estamental ni el religioso agotan todo el heterogéneo panorama social de le época. Fuera de la sociedad estamentalmente ordenada y también de la sociedad escindida en cristianos viejos y nuevos quedaban otras minorías sociales que, por tanto, ni pertenecían a ninguno de los tres estamentos ni tampoco eran socialmente clasificados según la dualidad cristiano viejo/cristiano nuevo. Ajenos a todo esto, se hallaban dos minorías sociales: la de los gitanos y los esclavos, prácticamente ignorados o poco atendidos en la literatura social o estudios sociales sobre el Quijote y demás obra cervantina, aun cuando unos y otros también están presentes en sus páginas.

Los cristianos nuevos

En realidad, bajo el nombre de cristianos nuevos se comprendía a dos grupos de conversos muy diferentes: los judeoconversos, alrededor de 300.000, la mayor parte de los cuales procedente de las conversiones masivas habidas tras las matanzas de judíos de 1391 y una menor parte, unos 50.000, de las conversiones a raíz del decreto de expulsión de 1492 de los Reyes Católicos, constituía una minoría selecta, ilustrada, rica y activa, de carácter urbano y profesionalmente dedicada a cargos públicos, el comercio, la artesanía y las profesiones liberales, especialmente la medicina y la clerecía; y los moriscos, algo más de 300.000, descendientes de los moros conversos tras la conquista de Granada, formaban una minoría ante todo rural, poco instruida y dedicada preferentemente a la agricultura y a la artesanía.

Mientras la gran mayoría de los judeoconversos eran sinceros y muy pocos entre ellos judaizaron, entre los moriscos era más frecuente la simulación e insinceridad; de hecho, a la larga, mientras los judeoconversos se fusionaron totalmente con los cristianos viejos, ya lo estaban en el siglo XVIII, los moriscos terminaron expulsados por su resistencia a la asimilación y sobre todo por razones políticas{1}.

En cualquier caso, ya se fuese converso judío o morisco, en la España de los siglos XVI y XVII hubo una verdadera inquietud entre los españoles por tener la garantía de ser un cristiano viejo genuino y no cristiano nuevo. Nació así una aversión a ser descendiente de un converso judío o morisco, lo que dio lugar al surgimiento de los llamados estatutos de limpieza, que exigían ser cristiano viejo para desempeñar cargos públicos y tener acceso a numerosas organizaciones privadas, y las probanzas para garantizar que se era limpio de sangre judía o mora. Es en esta exigencia de limpieza de sangre donde hay quien percibe cierto componente racista en la actitud de los cristianos viejos con respecto a los judeoconversos y moriscos, aunque siempre puede argüirse que la exigencia de limpieza de sangre tenía un motivo religioso, a saber, garantizar que el converso o descendiente de converso judío o moro es un verdadero cristiano y no un simulador; se puede alegar que esa exigencia de limpieza se llevaba tan lejos que, incluso habiendo constancia de la sinceridad de muchos cristianos nuevos, especialmente los judeoconversos, muchos de los cuales incluso se hicieron clérigos para no vivir bajo la sospecha de ser sinceros cristianos, ésta persistía y también la desconfianza y aun la hostilidad hacia ellos, pero no por ello tiene que verse en ese comportamiento un tinte racista. Una buena prueba de que ese prurito obsesivo tenía más que ver con la limpieza religiosa que con la racial es que, según iba deshaciéndose ese prurito, se iban mezclando los cristianos viejos con los cristianos nuevos judeoconversos, hasta su desaparición final como tal minoría en el siglo XVIII; este hecho de la mezcla y posterior desaparición de la minoría judeoconversa como tal es difícilmente explicable, en cambio, si suponemos que la distinción entre cristianos viejos y nuevos tenía un carácter racial o racista.

Aunque los judeoconversos, a diferencia de los moriscos, terminaron fusionándose con los cristianos viejos, de modo que se olvidó y cayó en el descrédito, ya en el siglo XVIII, lo que en los dos siglos precedentes había sido un importante motivo de separación entre los españoles, la obsesión por la limpieza de sangre, en la práctica, fue mayor en relación hacia los primeros que hacia lo segundos. La razón de ello es que los judeoconversos, siendo una minoría, como ya dijimos, ilustrada, cuyos miembros aspiraban a ocupar puestos de relieve en la sociedad, ya sen cargos públicos, eclesiásticos o privados, suponían una amenaza mayor para los cristianos viejos que los moriscos, una población mayoritariamente integrada por campesinos pobres y analfabetos, que, por tanto, no solían pretender honras ni cargos. De ahí que, en el fondo, los estatutos de limpieza de sangre estuviesen casi exclusivamente dirigidos contras los conversos de ascendencia judía. Y, aun cuando todos los sectores de la sociedad española de entonces padecieron, en mayor o menor grado, la obsesión por la limpieza de sangre, fueron los miembros del estado llano, los villanos o plebeyos, los que primero y en mayor grado exhibieron su condición de cristianos viejos, esto es, de estar limpios de sangre como motivo de honra y orgullo y aun de superioridad frente a cualquiera, aunque fuese un noble, manchado por su origen hebreo o moro; y también fueron los más interesados, más que la nobleza, en el mantenimiento de la diferencia y separación entre cristianos viejos y nuevos.

Pues bien, en el Quijote encontramos un cabal reflejo de esta división de los españoles en cristianos viejos y nuevos, que envenenó la vida de la nación durante varios siglos y que precisamente alcanzó su apogeo en el tiempo en que se publicó la gran novela hasta caer en el descrédito en el siglo siguiente. En ella se recogen los aspectos esenciales del problema de los cristianos nuevos en general, sin entrar a considerar el hecho de que en la época la obsesión por ser limpio de sangre estaba más dirigida contra los judeoconversos que contra los moriscos.

Como en la realidad histórica, también en la ficción son los miembros del estamento llano, y no sólo los pobres sino también los ricos, lo que más alardean de su condición de cristianos viejos como motivo de honra y orgullo social, e incluso son los únicos en hacerlo, poniendo el énfasis en su limpieza de sangre como título de gloria, como si fuese un título de nobleza sui generis y es que, en efecto, en aquel tiempo se estimaba más a un villano limpio de sangre que a un noble que no lo fuera. La primera en hacerlo es Dorotea, hija de villanos, labradores ricos, a quienes ensalza en términos muy expresivos y vivaces como “gente llana, sin mezcla de alguna raza malsonante y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos” (I, 28, 278), para que no quepa duda de su ortodoxia cristiano-católica.

De un modo muy parecido se expresa Eugenio, cabrero y hacendado rico, quien, entre las buenas cualidades que reúne, para aspirar a la mano de la bella Leandra, hija de un rico hacendado, no omite la de ser “limpio en sangre”, lo que revela la importancia que, en la época, en efecto, tenía ser un cristiano viejo, exento de toda sospecha de heterodoxia religiosa, a la hora de establecer una alianza matrimonial. Sin duda, Eugenio es consciente de que, en la coyuntura de su tiempo, era usual que las familias tomasen toda suerte de precauciones para impedir la contaminación de heterodoxia religiosa en las alianzas matrimoniales. A Eugenio le tranquiliza el que el padre de Leandra está al corriente de sus buenas cualidades, entre ellas la de ser un cristiano viejo, nada sospechoso de judaizar o islamizar y, dada la importancia de este asunto en la España de comienzos de siglo XVII, no es de sorprender que la limpieza de sangre encabece la lista de sus mejores prendas, como la de ser de edad floreciente, rico de hacienda y de gran ingenio.

Pero quien más se pavonea de su condición de cristiano viejo y, por tanto, limpio de sangre impura es Sancho, quien, quizás, por ser un villano de la más baja condición social, un labrador pobre, se siente más impulsado a declararse cristiano viejo de muy rancio abolengo. La primera vez que alardea de tal lo hace para resaltar que le basta con ser cristiano viejo para ser conde, como si ello supusiese una habilitación especial para el cargo, en lo que le respalda don Quijote, quien considera que incluso le sobra (I, 21, 197-8). La segunda vez su intención es arrogarse la singular nobleza que proporciona el ser un cristiano viejo acrisolado. A la insinuación provocativa de Sansón Carrasco de que, una vez gobernador, podría cambiar de costumbres hasta ser irreconocible incluso para sus más allegados, Sancho se defiende alegando que eso se puede aplicar a los que tuvieron un vil nacimiento, pero no a los que, como él, muy contrariamente son auténticos cristianos viejos:

“Eso allá se ha de entender con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo”. II, 4, 579

De mayor interés, si cabe, es un tercer pasaje en el que se alude a la condición de Sancho de cristiano viejo, porque ahora no es él mismo quien se define así sino el propio narrador el que lo presenta como tal y, al hacerlo, parece asumir los prejuicios de la época relativos a la distinción entre cristianos viejos, limpios de sangre, y cristianos nuevos, sucios de sangre judía o mora. Cuando en la aventura de los batanes, don Quijote se propone emprenderla solo, sin la compañía de Sancho, al que pretende dejar atrás durante tres días con las instrucciones de lo que ha de hacer si no regresa sano y salvo, el escudero se echa a llorar y se niega a dejarlo solo en la nueva aventura que piensa acometer y es esta situación la que induce al narrador a reflexionar de esta manera:

“De estas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor de esta historia que debía de ser bien nacido y por lo menos cristiano viejo”. I, 20, 183.

Cervantes, escudado tras la figura del narrador, parece dar a entender que por el mero hecho de ser cristiano viejo se tiene una disposición moral que al parecer no tiene el cristiano nuevo por la mácula de su origen judío o moro.

En virtud de todo lo anterior, podemos decir que la percepción de la situación social de un villano cristiano viejo como Sancho no deja de ser paradójica. En cuanto miembro de una sociedad ordenada estamentalmente, se le sitúa, como plebeyo, en el lugar más bajo; pero, desde la perspectiva de la ordenación cristiano-vieja de la sociedad, Sancho parece disfrutar de una especie de nobleza o hidalguía sui generis, que lo coloca por encima de los nobles, en el sentido estamental, con mácula de cristianos nuevos.

1. Los judeoconversos

Cervantes no habla nunca en el Quijote específica y distintivamente de los judeoconversos, sino como parte de la categoría general de los cristianos nuevos, que incluye también a los conversos de origen moro. Ni siquiera emplea nunca la expresión “cristiano nuevo”; siempre emplea la expresión “cristiano viejo” y es por contraste con éstos como se evoca a los que no lo son, sin hacer distingos entre judeoconversos y moriscos, a los que en bloque se evoca tan negativamente que todos abominan de tener siquiera una gota de sangra judía o mora o por boca del narrador se da por sentada la superioridad moral de los limpios de sangre judía o mora.

Pero en otras obras de Cervantes sí se alude expresamente a los conversos judíos. El lugar más interesante donde ello sucede es en El retablo de las maravillas, donde se juega burlescamente con la manía obsesiva de los villanos de ser o tenerse por cristianos viejos y con el temor de no serlo, pero cuando se menciona expresamente a los indeseables cristianos nuevos se emplea el término a secas “converso”, sin adjetivarlo con el calificativo “judío”; ahora bien, en el tiempo del Quijote era así como se acostumbraba a nombrar a los conversos de origen judío, como bien se puede comprobar consultando El tesoro de la lengua castellana o española, de Covarrubias (publicado entre medias de la primera y segunda parte del Quijote, en 1611), donde se define “confeso” como descendiente de padres judíos o conversos; al anteponer así el ser descendiente de padres judíos al de serlo meramente de padres conversos, parece sugerir que el confeso por excelencia es el de ascendencia judeoconversa. Así que puede afirmarse que en los pasajes del entremés en que se alude a los “confesos” frente a los cristianos viejos el cristiano nuevo viene a identificarse a la postre con el judeoconverso{2}. Esta identificación de los cristianos nuevos con los conversos judíos y el que, por tanto, la obsesión de limpieza de sangre era ante todo una obsesión por no tener raza de judío es un fiel reflejo del hecho de que en la época inquietaba más a los españoles tener sangre hebrea que mora, quizás debido a que, habida cuenta de que los judeoconversos hacían un esfuerzo mucho mayor que los moriscos por integrarse y asimilarse a través de matrimonios mixtos con cristianos viejos, a pesar de la hostilidad de éstos, era más probable tener alguna gota de sangre judía que morisca y, además, su temor a los neocristianos judíos era mayor que a los moriscos, ya que, como ya se dijo, se sentían más amenazados por la competencia de los instruidos judeoconversos, profesionalmente muy cualificados, para conseguir buenos puestos que por los poco instruidos moriscos.

Curiosamente, si bien Cervantes no alude directamente a los judeoconversos en el Quijote, sí lo hace a los judíos, que en otro tiempo constituyeron una minoría social de extraordinaria relevancia en la sociedad española, bien es cierto que muy malmirada por ésta. Pero después de su expulsión en 1492, la mayoría de ellos prefirió el destierro y sólo una minoría, unos 50.000, se convirtieron al cristianismo; así que a inicios del siglo XVII ya no había ningún problema con los judíos en España y es por eso por lo que sorprende la referencia a los judíos en la gran novela, que, si bien es una sola, no puede ser más negativa y agresiva. Tanto había calado la mala imagen de los judíos entre grandes sectores de la población que alguien del pueblo llano, como Sancho, se siente obligado, sin que nadie se lo pida y sin venir a cuento, a definirse, inmediatamente después de hacer una proclama de profesión de fe cristiano-católica, por su odio a los judíos, de los que se declara nada menos que enemigo mortal (II, 8, 604). Sancho está quejoso de que, según lo que ha oído a Sansón Carrasco, se le trata mal en la historia que anda impresa de las hazañas de don Quijote y considera que, amén de ser un firme y verdadero cristiano católico, el ser enemigo mortal de los judíos es mérito suficiente para que el autor de tal historia le trate bien. Ante tamaño alarde de judeofobia exacerbada don Quijote, sin embargo, no se siente concernido; ni le replica ni le afea sus palabras.

Las manifestaciones de judeofobia se hallan en todas las obras cervantinas en que aparecen personajes judíos. En éstas, como en Los baños de Argel y La gran sultana, se los diaboliza y se los somete a vejaciones y humillaciones, sin que nadie lo impida o salga en su defensa. No entramos en más detalles porque ya hemos analizado pormenorizadamente este asunto en el artículo “Cervantes ante el judaísmo y los judíos”, al que remitimos{3}. Sólo recordaremos la conclusión a la que llegamos entonces y que mantenemos ahora: por la forma humillante de tratar a los judíos y la burla de sus costumbres y religión sin contrapeso alguno cabe inferir que Cervantes no escapa a la judeofobia de su tiempo, como tampoco escapó a ella su coetáneo y par literario Shakespeare.

2. Los moriscos

Si Cervantes no se ocupa, como hemos visto, directamente de los judeoconversos en el Quijote, sino sólo al aludir indirectamente a los cristianos nuevos, de los que son aquéllos una parte integrante, por oposición a los cristianos viejos, en cambio, trata ampliamente de la otra parte integrante de los cristianos nuevos, los moriscos, a los que dedica el episodio del morisco Ricote (cf. II, 54, 960-7), el de la historia de su hija Ana Félix, sincera cristiana (cf. II, 63, 1039-1044) y el del fin de esta historia, en que reaparece Ricote para hablar de nuevo de la expulsión de los moriscos (II, 65, 1051-1054, especialmente 1052-3). Su particular interés por este asunto es indudable a juzgar no sólo por el espacio que le consagra en el Quijote, sino también en otras obras suyas, como El coloquio de los perros y en el Persiles.

Hemos abordado extensamente la posición de Cervantes sobre los moriscos, sobre todo en “Marx, Pierre Vilar y el Quijote”, por lo que, para ahorrarnos reiteraciones, remitimos a este trabajo{4}. Sólo diremos que el problema de los moriscos era mucho más grave que el de los judeoconversos y en cierto modo diferente, pues, mientras éstos hacían todo lo posible por fusionarse con los cristianos viejos y éstos les ponían para ello toda suerte de trabas y aun así un problema más generado por los propios cristianos viejos que por los conversos hebreos acabó disolviéndose o resolviéndose con la definitiva integración de éstos, los moriscos constituyeron un grupo muy cerrado, muy endogámico, al que Cervantes no duda en calificar como nación en el sentido étnico del término, en gran medida inasimilable y que además planteaba graves problemas políticos, por su disposición a aliarse con potencias extranjeras, ya fuese Francia o los turcos y berberiscos y de hecho fue sobre todo por esto último, por razones políticas de seguridad nacional, incluso más que por su resistencia a la fusión con los cristianos viejos, por lo que se decretó su expulsión en 1609.

Por lo que respecta a ésta, hemos de decir que es innegable la inequívoca postura de Cervantes a favor de la expulsión, que tiene por una medida totalmente justa y también para él la razón fundamental que justificaba su expulsión era, como acabamos de decir, el peligro manifiesto de orden político de seguridad que representaban para la nación española, de forma tal que no duda en hablar de ellos, a través de Ricote, como enemigos interiores de España, una “sierpe” en su seno; y sin duda también pesaba mucho en su postura aprobatoria la resistencia de los moriscos a la asimilación y a la fusión, ya que la mayoría de ellos no sólo son cristianos insinceros o falsos cristianos (“Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana”, llega a decir Berganza), aunque algunos de ellos eran cristianos sinceros, como Ana Félix,, sino también endogámicos, como reconoce el propio Ricote: “Ya habrás oído decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos” (II, 54, 967), lo que podía interpretarse como una prueba más de su insinceridad religiosa, pues, si realmente eran auténticos cristianos ¿por qué ponían trabas al matrimonio con cristianos viejos? Ana Félix, que sí es una genuina cristiana, no pone traba alguna al matrimonio con alguien de éstos; de hecho, está dispuesta a mezclarse por amores con don Pedro Gregorio, un cristiano viejo.

Algunos estudiosos de Cervantes se niegan, no obstante, a admitir el hecho obvio de que, como la inmensa mayoría de su tiempo, aprobó el decreto de expulsión de los moriscos, pero eso los sitúa en una posición tan precaria y contraria a los hechos que como último refugio se agarran, como de un clavo ardiendo, al argumento de la ironía para hacerle decir a Cervantes lo que ellos desean creer, de acuerdo muchas veces con sus prejuicios, que éste defendía{5}.

Los esclavos

Otra minoría, a la que también se alude en el Quijote, aunque no de la relevancia social que la de los judeoconversos y la de los moriscos, ni tan numerosa, fue la de los esclavos, mayormente negros, presentes en España. La presencia de esclavos en España se remonta a la Edad Media; al final de ésta, había esclavos musulmanes y esclavos negros. Los primeros procedían en su mayoría de prisioneros de las guerras de Granada. En cambio, de los esclavos negros unos habían sido transferidos por los árabes como pago por el rescate de cautivos suyos entre los cristianos, a los que pagaban con esclavos negros a razón de dos de éstos por cada cautivo; y otros procedían de los mercenarios negros de las tropas del reino moro de Granada, esclavizados tras la derrota y conquista de éste.

Pero fue a partir de fines del siglo XV cuando, a través de Portugal, que tenía el derecho exclusivo de proveer de esclavos negros a España, pues, por el tratado de Tordesillas, ésta tenía prohibido acceder a África por debajo de las Canarias, se fue incrementando el número de ellos en territorio español a largo del siglo XVI, hasta llegar a su mayor auge a finales del siglo siguiente en el reinado de Carlos II. Llegó a haber varias decenas de miles, aunque los historiadores oscilan entre 25.000 y 37.430, incluyendo negros y mulatos, en la España europea en el siglo XVI, mientras en la España americana en ese mismo periodo llegó a haber unos 75.000; pero, mientras en ésta iría aumentando su número con el paso de los años, en la España europea iría disminuyendo a partir del siglo XVIII, en cuyo último tercio sólo quedaban unos pocos esclavos negros en Cádiz y su entorno.

No todos los esclavos de la España europea eran negros; en la España de inicios del siglo XVII también los había blancos, sobre todo turcos, berberiscos y moriscos, pero la gran mayoría eran negros. El propio Quijote da testimonio de todo ello, pues, como veremos, Carrizales, el protagonista de El extremeño celoso, posee esclavas blancas, incluso curiosamente superan en número a los esclavos negros que cuenta en su servidumbre.Las zonas donde hubo una mayor concentración de esclavos negros fueron Andalucía, sobre todo Sevilla, la cual era además el centro de su envío a América, y el Levante, especialmente Valencia, y Madrid{6}. Seguramente Cervantes se familiarizó con la existencia de esta minoría social en sus viajes por Andalucía y sus estancias en Sevilla, que es donde más esclavos negros había de toda España, aunque también pudo tener noticia de ellos en Madrid. En cualquier caso, los esclavos negros que aparecen en sus obras como personajes, como vamos a ver, habitan en Sevilla.

Los españoles del tiempo del Quijote sabían perfectamente de dónde procedían los negros esclavizados y cómo habían llegado a esa situación. Sabían que procedían de África, donde eran objeto de trata, un negocio iniciado por los portugueses y en este tiempo dominado por ellos, quienes los traían a Lisboa y desde aquí los enviaban a España o bien los trasladaban directamente a España, sobre todo a Sevilla. En la gran novela se hace referencia al África negra como origen de los esclavos negros, al tráfico de éstos y a los sustanciosos beneficios económicos que de éste se obtenía. Hasta un analfabeto como Sancho está al corriente de todo esto y lo saca a flote cuando acaricia la posibilidad de llegar a ser gobernador en un reino africano habitado por negros, el imaginario reino de Micomicón, del que su amo podría ser emperador. De primeras, Sancho se entristece al darse cuenta de que sus vasallos serían negros, pero, enseguida, se alegra al hacerse la cuenta del reclamo económico que en ellos se encierra y sueña en hacer una gran negocio con el tráfico de esclavos vendiendo en España diez o treinta mil de ellos y con la fortuna obtenida comprarse un título de nobleza o un cargo oficial, de los que vivir como un ocioso rentista (I, 29, 295-6).

En El coloquio de los perros se hace una referencia más precisa al lugar de origen de la trata de negros: Guinea, que era el nombre que recibía toda la costa occidental africana subsahariana, la costa atlántica desde Cabo Verde al de Buena Esperanza, aunque lo más intenso de la trata se daba en el territorio que iba de Cabo Verde a Benín; de hecho decir Guinea en el tiempo de Cervantes equivalía a decir tierra de esclavos, como así se refleja en una de las comedias de nuestro autor, en El rufián dichoso, donde uno de los cofrades rufianes de Cristóbal de Lugo, antes de arrepentirse éste de su mala vida y entregarse a una grave y virtuosa, del hampa sevillana, Ganchoso, en la primera escena del primer acto se pregunta, invitando sin duda a una respuesta negativa: “¿Pues nosotros nacimos en Guinea…?”{7}; al querer decir Ganchoso que él y sus cofrades del hampa sevillana no nacieron en Guinea lo que querían dar a entender es que ellos, a pesar de su baja condición social, no son como los eslavos negros, en los que se veía la encarnación del más bajo y pobre nacimiento, la hez de la sociedad.

Y también allí, en El coloquio de los perros, se identifica a los iniciadores y dominadores en ese momento del tráfico de esclavos negros: los portugueses. Pero el narrador, a través de Berganza, no se limita a mencionar el preciso origen africano de los negros esclavizados y a los principales agentes de esta esclavización, sino que a la vez llama la atención sobre la terrible opresión ejercida sobre ellos por éstos al proponer humorísticamente que los que presumen de helenistas o latinistas sin saber griego o latín deberían ser tan maltratados u oprimidos como los negros de Guinea lo son por los portugueses:

“Eso es lo que yo digo, y quisiera que a estos tales los pusieran en una prensa, y a fuerza de vueltas les sacasen el jugo de lo que saben…, como hacen los portugueses con los negros de Guinea”.{8}

Los negros vienen a ser para Cervantes la encarnación del sufrimiento de los peores males que le pueden suceder a alguien y es típico de su proceder describir algo malo que le sucede o le puede suceder a alguien comparándolo, con un toque humorístico, como en el caso precedente, con el mal sufrido por los negros esclavizados. Otro ejemplo de ello es el que nos encontramos en La gitanilla, donde un gitano asegura que si no deja aderezada o compuesta una mula para venderla, sin que se le note tacha alguna, bien se merece que lo “lardeen como a un negro africano”{9}, una alusión a la práctica inhumana y cruel (así lo pinta el propio Covarrubias en la entrada de esta palabra en su célebre Tesoro de la lengua castellana o española) de derretir tocino sobre las heridas causadas por los azotes con que se les castigaba por huir de sus dueños. Esta práctica de pringar con lardo o pringue hirviendo era el castigo que regularmente se daba a los esclavos negros y pasó a ser un símbolo del peor maltrato o castigo que a alguien le podían infligir. En un pasaje de La gran sultana, para encarecer el castigo que les podría aplicar el Gran Turco si cometen fallos en la danza que van a bailar ante él, Madrigal lo compara con el echar pringue hirviendo a los esclavos:

“Digo que el Gran Turco tiene sus ímpetus/…, y temo que a cualquiera zancadilla/ que demos en la danza ha de pringarnos”.{10}

Gentes de todas las capas sociales, incluso miembros del clero, se disputaban la posesión de esclavos negros, que solían destinarse a la servidumbre doméstica, aunque también muchos de ellos se dedicaban a otros oficios. A su vida como criados se alude en otro pasaje del Quijote en que don Quijote coteja el desamparo que espera a los soldados viejos e impedidos o minusválidos (“estropeados”) con el que aguarda a los criados negros cuando llegan a viejos y ya no están en condiciones de servir, a los que entonces, según don Quijote, era usual en la época liberar precisamente entonces y echarlos de casa para que se las mal arreglasen o mal viviesen por sí solos o abandonados a su propia suerte:

“Y echándolos de casa con título de libres los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte” (II, 24, 740).

Parece ser que ésa no era la única posibilidad que le quedaba a los negros viejos y ya tenidos por inservibles, pues los había que eran cuidados en las casas donde habían servido o que eran ingresados en asilos, pero otros se vendían de saldo.

En otras obras de Cervantes aparecen esclavos que ofician de criados de dueños de diversa condición social, aunque todos ellos acomodados. Así en El celoso extremeño, su protagonista, un hidalgo devenido indiano enriquecido, que se instala precisamente en Sevilla, la capital española de la esclavitud, donde le debía de ser relativamente fácil adquirir esclavos, compra seis esclavas como criadas, de las que cuatro son blancas y dos, negras bozales (recién salidas de África que no saben otra lengua que la suya nativa) y un esclavo negro, viejo y eunuco, inclinado a la música, a los que en su testamento dejó horros o dio el título de libres; se mienta también a tres regidores que tienen tres negros esclavos{11}, a los que Loaysa, el seductor de la mujer de Carrizales, enseña a tañer la guitarra.

El celoso extremeño es, además, interesante, en relación con el tema de la esclavitud, porque recoge una costumbre muy cruel usada con los esclavos, blancos o negros, la de marcarlos como si fuesen reses; el narrador nos dice que Carrizales, inmediatamente después de comprar las esclavas, ordenó herrar en el rostro a las cuatro blancas{12}. Cervantes no nos dice nada sobre el género de marca que se les estampaba en el rostro, pero lo sabemos por otras fuentes. Covarrubias, sin ir más lejos, nos informa de que la costumbre era marcar en las mejillas dos letras, que señalaban su condición de esclavo, una “S” y una “I”, las iniciales de la expresión Sine Iure, lo que significaba que el marcado carecía de derechos sobre sí mismo, los cuales retiene su dueño, “porque, como aclara Covarrubias, el esclavo no es suyo, sino de su señor”.{13} Esta práctica del herraje se mantuvo en uso hasta bien entrado el siglo XVIII, hasta que el rey Carlos III ordenó su prohibición.

En El coloquio de los perros se menciona a otro propietario de esclavos, también para uso doméstico; en este caso, se trata de un rico mercader de Sevilla, que tiene dos esclavos negros como criados, un varón y una mujer{14}.

A pesar de su infortunio, algunos negros esclavos alcanzaron un cierto renombre, como Juan Latino, cuya celebridad fue tal como latinista, que hasta el propio Cervantes lo cita elogiosamente en el Quijote como un buen conocedor del latín. En el poema cómico de versos de cabo roto (que citamos íntegros), colocado tras el prólogo de la primera parte, escribe: “Pues al cielo no le plugo / que salieses tan ladino / como el negro Juan Latino”. Su historia es extraordinaria. Esclavo desde niño para el servicio doméstico de Luis Fernández de Córdoba, conde de Cabra, duque de Sessa y yerno del Gran Capitán, éste lo educó proporcionándole la misma esmerada formación que a su propio hijo, al que acompañó como paje a la Universidad de Granada, donde cursó estudios y llegaría a licenciarse. Manumitido por sus amos, años después ganó una cátedra de Latín en esa misma Universidad; fue también poeta y se casó con una dama blanca distinguida, hija del gobernador de los dominios del conde, con la que tuvo cuatro hijos mulatos{15}.

Es muy difícil poder determinar la posición de Cervantes sobre la esclavitud de los negros o sobre ésta en general. En el Quijote no hay ningún atisbo de nota crítica sobre la institución; incluso cuando se mientan los negros viejos que ya no valen para servir, abandonados por sus amos, don Quijote, que es el que habla de ello, no muestra piedad alguna de ellos; su compasión se dirige a los soldados viejos o que sufren alguna minusvalía física y la comparación de su triste sino con el de los criados negros es para llamar la atención y quejarse del infortunio de los primeros, no de los segundos, cuya desdicha sólo indirectamente se refleja como patrón del grado al que llega el desamparo de aquéllos. En las demás obras los esclavos, negros o blancos, aparecen como algo natural, como parte de lo que en el escenario habitual de la época cabía esperar encontrar, sin que su presencia, ni la compraventa de esclavos ni las prácticas brutales, como su marcaje con un hierro, susciten reparo alguno en ningún personaje. Y si ni siquiera hay atisbo alguno de censura de las prácticas esclavistas crueles, menos aún se puede pensar que Cervantes pudiera cuestionar la institución misma de la esclavitud, en una época en que casi todo el mundo, entre la minoría ilustrada, la aprobaba. En España, los pensadores españoles del siglo XVI, teólogos, filósofos y juristas, que se habían distinguido por el rechazo de la esclavitud de los indios, no tuvieron, en cambio, dificultad alguna en aprobar la esclavización de los negros africanos.{16} En España quien más se aproximó al rechazo de la esclavitud, en el tiempo de Cervantes, fue el jurista Bartolomé Frías de Albornoz en su Arte de los contratos, de 1573, pero, aunque cuestionó la licitud de la trata de negros africanos, admite la licitud de la esclavización de los moros musulmanes (de “moros infieles”) como algo indudable; hay que esperar hasta finales de siglo XVII, por tanto, más allá del tiempo de Cervantes, para encontrar a un español que condene la esclavitud sin paliativos: el fraile capuchino Francisco José de Jaca en su Resolución sobre la libertad de los negros, de 1681. Y fuera de España, sucedía casi lo mismo; en el resto de Europa, en el tiempo del Quijote, tan sólo Bodino condenó la esclavitud, que consideraba contraria al derecho natural y perjudicial para la república.{17}

El narrador deja caer a veces una observación positiva sobre los negros, como cuando en El celoso extremeño, conforme a un estereotipo popular, les atribuye una inclinación natural a ser músicos{18}; pero cuando alguien se mete a hacer valoraciones morales sobre los negros, como Berganza en El coloquio de los perros, los descalifica como grupo tomado en bloque, sin entrar en distingos, al tildarlos indiscriminadamente de insolentes, ladrones y deshonestos. Siempre se puede argüir que la opinión de Berganza sobre los negros no tiene por qué ser la de Cervantes. Pero en este caso nos asisten buenas razones para pensar que sí puede serlo. Berganza es un perro ilustrado, un “perro sabio”, cuyas opiniones sobre muchos asuntos son precisamente las de Cervantes. ¿Por qué en este caso va a ser diferente? No obstante, creemos que la imagen negativa de los negros no debe entenderse literalmente como una descalificación general, que excluya que haya negros decentes. Debe entenderse en el mismo sentido que sus valoraciones negativas de los moriscos, que, según hemos visto, no excluyen la existencia de moriscos honrados, sinceros cristianos y leales a España; deben entenderse, unas y otras, como referidas a la gran mayoría de cada uno de sus grupos, sin que se deje de admitir una minoría de ellos a los que no son aplicables las tachas atribuidas a la mayoría.

Los gitanos

La única minoría social de la España del tiempo del Quijote, que, sin embargo, apenas tiene un eco o éste es escasamente relevante en el libro como tal minoría es la de los gitanos. Aparece varias veces la palabra “gitano” en el párrafo insertado en la segunda edición de 1605 de la primera parte del Quijote en relación con el episodio del hurto del rucio de Sancho por el maleante Ginés de Pasamonte, pero su uso es simplemente para describir la treta empleada por él de disfrazarse de gitano, vistiendo el mismo hábito que ellos, y así ocultarse de la justicia que le persigue por sus delitos; lo más relevante que ahí, en ese párrafo, encontramos es, amén de la referencia al distintivo modo de vestir de los gitanos, que tanto llamaba la atención de los españoles -a juzgar por su obsesión con prohibirles vestir según su costumbre y pedirles que vistan según la costumbre española-, una alusión a la lengua de los gitanos{19}. En la segunda parte de la novela, es Sancho quien vuelve a referirse al episodio del hurto de su asno por Ginés de Pasamonte y al hecho de ir vestido en hábito de gitano (II, 4, 575). También se alude a un engaño atribuido a los gitanos, el de poner azogue o mercurio en las orejas de asnos y otras caballerías que querían vender, para que así parecieran más vivaces (I, 31, 314, y n. 16). Pero, entre la muchedumbre de personajes que desfilan por la gran novela, nunca aparece gitano alguno. Así que el mundo gitano sólo está presente en la novela como algo de lo que se habla, pero no directamente a través de personajes gitanos.

No obstante la parquedad del Quijote al respecto, no se puede decir que el colectivo de los gitanos no interesara a Cervantes. De su interés por ellos nos ha dejado buena muestra en dos de sus novelas ejemplares. En primer lugar, en La gitanilla sobre todo, donde la vida y costumbres de los gitanos constituyen precisamente el marco de la historia de su protagonista, Preciosa, criada y educada entre gitanos, de forma que las peripecias de Preciosa y de la comunidad gitana de la que forma parte serán el vehículo del que ser servirá Cervantes para describirnos el nomadismo de los gitanos, sus formas de ganarse la vida, con su arte para el canto y el baile, diciendo la buena ventura, pidiendo y robando. En segundo lugar, en El coloquio de los perros, donde, con ocasión del encuentro de Berganza con un rancho o campamento de gitanos, se nos ofrece un breve cuadro de su vida y costumbres, que en nada discrepa del ofrecido en La gitanilla y amplía, en aspectos relevantes, la información allí suministrada. Y asimismo se ocupa de los gitanos en una de sus comedias, Pedro de Urdemalas, cuyo protagonista del mismo nombre se une a una compañía de ellos, que tienen como jefe a Maldonado, y su permanencia entre ellos da lugar a algunas observaciones sobre la vida y costumbres de los gitanos, del mismo tenor que las que encontramos en las mentadas novelas.

Los gitanos, originarios de la India, aunque durante mucho tiempo se pensó que eran de origen egipcio{20} llegaron a Europa occidental en la primera mitad del siglo XV y a lo largo de este siglo penetraron también en España en pequeños grupos{21} . Se calcula que durante ese siglo entraron en España unos tres mil gitanos, que se fueron esparciendo por todo el país organizados en pequeños grupos, compuestos por entre 50 y 150 miembros, dirigidos cada uno de ellos por un jefe, y formaban comunidades muy endogámicas. De acuerdo con el testimonio de Cervantes, a comienzos siglo XVII, seguían así: dispersos por toda la nación y organizados en grupos bajo el mando de sus correspondientes jefes o caudillos, a los que, según nos informa por boca de Berganza, llamaban “condes”; pero, a pesar de su dispersión, mantenían la comunicación entre sí:

“¿Ves la multitud que hay dellos esparcidos por España? Pues todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros… Dan la obediencia, mejor que a su rey, a uno que llaman Conde”{22}.

Curiosamente, en La gitanilla nunca se menciona a su jefe o conde del grupo del que forma parte Preciosa, que en España también a veces se llamaba duque; en cambio, en Pedro de Urdemala, sí aparece su jefe, Maldonado, al que, desde el principio, se presenta como conde de gitanos.

En tiempos del Quijote, continuaban siendo extremamente endogámicos, un aspecto de su vida en el que también reparan los personajes de Cervantes, como Andrés Caballero (en realidad el caballero don Juan de Cárcamo, que, enamorado de Preciosa, vive entre los gitanos para conseguir su mano): “Y los gitanos no nos casamos sino con gitanas”{23} y Berganza: “Cásanse siempre entre ellos”{24}.

Los grupos gitanos presentaban una unidad tan homogénea de vida y costumbres, en la que su diseminación geográfica no había hecho mella, que Cervantes no tiene inconveniente alguno en hablar de ellos, al igual que lo hizo también con los moriscos, como una nación, sin duda en el sentido étnico del término. Recurre al término “nación” para describir el género de sociedad que forman los gitanos al referirse al origen de la gitana vieja, la sedicente abuela de Preciosa: “Una, pues, desta nación, gitana vieja…”{25} Una nación que presenta algunos rasgos sorprendentes, como el de que en ella se dan muchos casos de incesto; otros autores españoles de la época iban más lejos y acusaban a los gitanos de practicar el incesto como algo aceptado entre ellos; Cervantes, por medio del gitano viejo que nos informa de las costumbres de los gitanos, se limita a constatar que entre los gitanos hay muchos incestos, pero no se dice que ellos lo aprueben; más bien, el informante parece referirse a ello como algo negativo, pues afirma literalmente que “entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio”, donde parece querer compensar una “lacra”, la del incesto, con una virtud, la casi inexistencia del adulterio.

En cualquier caso, Cervantes, al sacar a relucir la práctica del incesto entre los gitanos, se hace eco de una de las acusaciones habituales contra ellos y uno de los ejemplos más claros de la depravación de sus costumbres. Tal acusación incluso llegó a la Cortes, en las que se presentó un memorial en 1603, donde, aparte de otros cargos corrientes contra ellos, como el de la comisión de robos y el ser gentes vagamundas, se alega el de que los gitanos, que no se sujetan al cumplimiento de la ley natural y viven sin el conocimiento de la ley cristiana, cometen “feísimos incestos”{26}. En realidad, la creencia de que los gitanos aprobaban la práctica del incesto es el producto de una mezcla de ignorancia casi total de la vida y costumbres gitanas y de un fondo de verdad, desfigurado por las fantasías alimentadas por esa ignorancia. El fondo de verdad es que entre los gitanos eran relativamente frecuentes los matrimonios entre primos y de ello se pasaba alegremente a inferir que cometen “feísimos incestos”{27}.

En cuanto al adulterio, no es, en realidad, inexistente, pero entre ellos es muy raro y lo castigan los propios gitanos, sin recurrir a la justicia española, con la ejecución de la adúltera (nada se dice de los adúlteros) y, según el gitano viejo que cuenta esto a Andrés, el temor y miedo provocados en las mujeres gitanas por tan severo castigo es la causa de que entre ellos apenas haya casos de adulterio y de que procuren mantener su castidad.{28}

Pero, si bien admite la lacra del incesto, niega, en cambio, que los gitanos, aunque tienen muchas o casi todas las cosas en común, posean la mujer o la amiga en común, “que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte”{29}. Con esta declaración, el gitano viejo parece salir al paso de una de las típicas acusaciones dirigidas, en este terreno, contra los gitanos, la de que compartían sus mujeres. Una buena muestra de ello nos la proporciona el memorialista y arbitrista Sancho de Moncada, quien, en su Restauración política de España, de 1619, escribe que los gitanos “no son casados, antes se cree que tienen las mujeres comunes”{30}; y siendo así, no es de extrañar, que, desde su punto de vista moral, concluya, en su delirio, tachando a las mujeres gitanas de “publicas rameras”, por ser “comunes (a lo que se dice) a tolos los Gitanos”{31}; pero obsérvese que Moncada no parte de un conocimiento directo y desprejuiciado de la vida y costumbres de los gitanos, sino, como él mismo admite, de lo que “se cree”, de lo que “se dice”. No sabemos cuáles fueron las fuentes de información de Cervantes sobre los gitanos, aparte de la obtenida directamente en sus posibles encuentros con ellos en sus andanzas por Castilla, Andalucía y otras partes de España, pero, en este asunto, a diferencia de Moncada y otros, no se deja llevar o influir por los infundios que circulaban sobre las costumbres de los gitanos. No sólo no se traga el infundio de que los gitanos no practiquen el matrimonio monógamo y de que mantengan una supuesta comunidad sexual de mujeres, sino que además Cervantes llama la atención sobre el hecho de que en sus comunidades son grandes valores la castidad, de la que ya hemos visto cómo habla de ella el gitano viejo, y la virginidad de las mujeres, que Preciosa ensalza:

“Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad…, antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro”.{32}

Como la creencia acerca del incesto, también se puede decir que la creencia de que entre los gitanos no se estila el casarse, como dice Moncada, sino que poseen las mujeres en común es fruto igualmente, de un lado, del desconocimiento casi completo de la sociedad gitana y sus costumbres y, de otro lado, de un fondo de verdad. El fondo de verdad aquí es que los gitanos de entonces no acudían a la Iglesia para casarse, sino que lo hacían según sus propios ritos y de ahí se pasaba a deducir que no se casan, sino que comparten las mujeres y viven en un estado de promiscuidad sexual, una inferencia disparatada alimentada también, como en el caso del incesto, por las condiciones de la vida familiar. Las familias gitanas moraban en casetas, que el gitano viejo de La gitanilla denomina “barracas”,{33} verdaderos habitáculos, en los que, según se pudo comprobar, se veían forzados a dormir todos juntos y no era posible preservar la intimidad ni respetar las reglas del pudor.{34}

También sorprendía a los españoles de entonces y objeto de condena era la costumbre del repudio y divorcio, en virtud de la cual un gitano varón, cuando dejaba de estar satisfecho con su mujer, ya envejecida, tenía derecho a dejarla y buscar otra más joven. El gitano viejo encargado de informar a Andrés sobre el modo de vida gitano describe esa práctica como una forma de divorcio que describe así:

“Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte. El que quisiere, puede dejar la mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres”.{35}

Una de las acusaciones típicas a los gitanos en el tiempo de Cervantes era la de practicar el rapto de niños españoles y de quedarse con los abandonados. Según Sancho de Moncada, actúan “sin reparar en robar niños”, que llevan a vender, nos dice, a Berbería{36}; la leyenda de los niños robados reaparecerá en otros autores, como Salazar de Mendoza y Juan de Quiñones. Nunca aparece, sin embargo, en las obras de Cervantes sobre tema gitano como tal acusación. Pero Cervantes sí se aprovecha de ese infundio como elemento literario en la construcción de la trama argumental de algunas de sus obras sobre asunto de gitanos. Así, en La gitanilla se utiliza la creencia popular en el rapto de niños por éstos para crear la historia de la gitanilla Preciosa, en realidad hija de una familia noble, raptada siendo un bebé por una gitana. Y esta peripecia del rapto de Preciosa es una pieza esencial en el desarrollo de la trama argumental y de la historia de Preciosa, que acabará descubriendo, al final, su verdadero origen.

El motivo del rapto de niños por los gitanos, a pesar de ser una leyenda o quizás por serlo, cautivó durante mucho tiempo, en España y en Europa, la imaginación popular, hasta el punto de que todavía en el siglo XIX Victor Hugo lo utilizará en su gran novela Nuestra Señora de París, donde el personaje principal de la cíngara Esmeralda, coprotagonista de la novela junto con el monstruoso jorobado Quasimodo, es, en su origen, una niña raptada y morirá trágicamente sin llegar a enterarse de su verdadera ascendencia.

En cuanto a la apropiación de niños abandonados, es una pieza central en la historia de gitanos de Pedro de Urdemalas, aunque también se juega en ella con la idea del rapto. En efecto, la protagonista de esa historia, la bella gitana Belica, que tiene mucho en común con Preciosa, pues como ella es, en realidad, de noble linaje español criada entre gitanos y como gitana, resulta haber sido una niña abandonada por su madre y entregada a los gitanos, pero en su vida entre éstos ha desempeñado un papel importante la idea de haber sido una niña raptada, pues en el rancho o campamento gitano todos creen, salvo la gitana receptora de la niña que lo ha mantenido oculto, que ha sido hurtada, incluso su conde, Maldonado, que siempre habla de ella como una niña raptada: “Una gitana, hurtada,/ la trujo”.{37} Por supuesto, Belica también ignora su verdadero origen; se le ha hecho creer, como a todos los demás, durante toda su vida, que una ladrona gitana la hurtó, pero, en verdad, no fue hurtada por gitana alguna, sino que a una de ellas se la entregó su madre, la duquesa Félix Alba, por medio de un caballero, Marcelo, ahora ya anciano y criado de la reina, y su padre es un hermano de la reina. Al final, como en el caso, de Preciosa, tendrá lugar el proceso de anagnórisis y Belica descubrirá a sus verdaderos padres.

En lo atinente a la conducta de los gitanos y su perfil moral, en la literatura del tiempo de Cervantes es un lugar común referirse a la maldad de los gitanos, sus vicios, su holgazanería y el ser improductivos, tanto en las quejas de los procuradores en las Cortes como en las de los memorialistas, que reflejan una gran animadversión hacia ellos, una verdadera actitud antigitana, que incluso se ha calificado como “oleada antigitana”.{38} Pues bien, todas esas quejas y acusaciones también se recogen en las obras de Cervantes sobre ese asunto, a quien, por tanto, habría que situar también como parte de esa “oleada antigitana”, pues, en sus escritos, nadie sale en defensa de los gitanos o cuestiona ninguna de las quejas y acusaciones contra ellos. En La gitanilla se describe, como veremos más abajo, a los grupos de gitanos como asociaciones de ladrones que no viven para otra cosa más que para el latrocinio. En El coloquio de los perros, Berganza habla de “sus muchas malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan así gitanas como gitanos”{39} y más adelante descalifica a las gitanas diciendo que “dan en ser holgazanas.”{40} No llega a tanto con los varones gitanos, pero sugiere la misma idea, pues, aunque reconoce Berganza que hay gitanos que se ocupan de labrar el hierro para fabricar utensilios que llevan a vender, lo rebaja al decir, por un lado, que lo hacen “por dar color a su ociosidad”, como dando a entender que el estado fundamental de los gitanos es el de no hacer nada útil o productivo, y, por otro, que los hacen como “instrumentos con que facilitan sus hurtos”.{41} Finalmente, Berganza remata su informe sobre la vida y costumbres de los gitanos tachándolos conjuntamente de “mala gente.”{42}

En Pedro de Urdemalas se nos pinta todo un cuadro sobre las maldades y vicios de los gitanos, en perfecta congruencia con la muy negativa imagen que en la época se tenía de ellos. Primeramente, por boca del propio conde de la compañía de gitanos, Maldonado, quien admite de buena gana que los gitanos llevan una vida holgazana y moralmente relajada y licenciosa: “Mira, Pedro: nuestra vida/ ez zuelta, libre, curiosa,/ ancha, holgazana, extendida.”{43} Pero Maldonado no lo ve como algo negativo, sino como un buen motivo para atraer a gente no gitana, como Pedro de Urdemalas, que no es precisamente un ejemplo de moralidad intachable, pues ha llevado vida de pícaro, ha sido ratero y formado parte del hampa como criado de miembros o rufianes de ésta.

Con la incorporación de Pedro al campamento gitano, quien, como ya se dijo, quiere unirse a los gitanos y ser uno de ellos, Cervantes retrata otra realidad de la época, que preocupaba mucho a la opinión pública de entonces, representada por los procuradores de las Cortes y los memorialistas y otros escritores: la del atractivo que la descarriada vida de los gitanos ejercía sobre muchos españoles, especialmente entre vagabundos y gente de mala vida, como el propio Pedro de Urdemalas, que se unían a los ranchos de gitanos, para vivir como ellos. Ello era otro motivo de escándalo y de denuncia de lo dañosos que eran los gitanos para la sociedad española.

Más adelante, es un labrador el que censura agriamente las maldades y vicios de los gitanos. El que el portavoz de estas acusaciones sea un labrador es también un reflejo muy fiel de la realidad de aquel tiempo, pues precisamente los labradores y campesinos eran las principales víctimas de los robos de ganado atribuidos a los gitanos, que normalmente habitaban en ranchos fuera de las ciudades y demás poblaciones. De hecho, incluso los representantes en las Cortes recogieron las quejas de los campesinos y labradores, a quienes presentaban como las principales víctimas de los robos de ganado en el campo por parte de los gitanos. No es de extrañar, pues, la dureza de las palabras del labrador elegido por Cervantes para denunciar las maldades, daños y vicios de los gitanos, entre los que resalta su improductividad, su nula aportación al sostén de la Iglesia y al tesoro de la Corona, y el latrocinio de ganado:

“Y esta gente infructuosa,
siempre atenta a mil malicias,
doblada, astuta y mañosa,
ni a la Iglesia da primicias,
ni al rey no le sube en cosa.
A la sombra de herreros
[so capa de que practican la herrería]
usan muchos desafueros,
y…
no hay seguro asno en el prado
de los gitanos cuatreros”.{44}

La improductividad de los gitanos y su nula aportación a la sociedad española y a las arcas del Estado era una de una de las principales acusaciones contra ellos en el pensamiento de la época. Una buena muestra de ello es el caso de Sancho de Moncada, quien, en su diatriba contra los gitanos, incluida como segunda parte del discurso séptimo de su libro Restauración política, aduce como una de las principales razones del carácter perjudicial de los gitanos precisamente su infructuosidad, incluso más improductivos aún que los moriscos, lo que le lleva condenarlos, en términos implacables, como auténticos parásitos de la sociedad, especialmente de los labradores:

“Son gente ociosa, vagabunda, y inútil a los Reinos, sin comercio, ocupación ni oficio alguno; y si alguno tienen, es hacer ganzúas y garabatos para su profesión, siendo zánganos, que sólo viven de chupar y talar los reinos, sustentándose del sudor de los míseros labradores… Mucho más inútiles que los Moriscos, pues éstos servían en algo a la República, y a las rentas Reales, pero los Gitanos no son labradores, hortelanos, oficiales, ni mercaderes, y sólo sirven de lo que los lobos, de robar y huír”.{45}

Obsérvese además el asombroso paralelismo entre la observación de Cervantes a a través de Berganza de que los gitanos, si se dedican a la herrería, lo hacen para fabricar instrumentos con que facilitar sus hurtos, y la muy similar de Sancho de Moncada de que, si tienen algún oficio, es el de hacer instrumentos, como ganzúas y garabatos, útiles para su profesión, que se supone que no es otra que la de robar.

Desde el punto de vista moral, otro rasgo notable del colectivo gitano es que sus miembros, muy solidarios entre sí, no practican, en cambio, la caridad, esto es, no ayudan a los que no son de su nación, a los que no son gitanos. Cuando Andrés, conmovido de las lágrimas de las víctimas, paga de su dinero los hurtos de sus compañeros, éstos le advierten que obrar así contraviene sus estatutos y ordenanzas, pues “prohibían la entrada a la caridad en sus pechos”.{46} Puesto ya al corriente de la aversión de los gitanos a la práctica de la caridad, es el propio Andrés el que, cuando decide socorrer a un mozo al que unos perros han mordido en una pierna, reconoce que ese modo de obrar con alguien que no es gitano no se amolda a las costumbres de los gitanos: “Veníos con nosotros, que, aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad”,{47} pero él en esto, como en la práctica del hurto, no se pliega a ellas.

En cuanto a la actitud y conducta religiosas de los gitanos, Cervantes no descuida el tratamiento del asunto, también muy discutido en su tiempo, aunque de una forma tan escueta que sólo nos regala con una pincelada sobre ello, pero suficiente para sugerir la desconfianza que, en este terreno, la gente tenía hacia los gitanos. Se dudaba de la sinceridad de su conversión al cristianismo, pues, según los testimonios de la época, permanecían alejados de las iglesias, no seguían las prácticas religiosas establecidas ni recibían los sacramentos. Y a esto es a lo que se refiere Cervantes por boca de Berganza, que, en su relación sobre la vida y costumbres de los gitanos, señala:

“Pocas o ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna gitana a pie de altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las iglesias.”{48}

Lo que dice Berganza no es sino una versión comprimida y más suave de lo que otros exponían con más detalle y dureza, como el memorialista Pedro Salazar de Mendoza, quien, en su Memorial del hecho de los gitanos, de 1618, para hace notar las escasas señales de cristianos que daban los gitanos en comparación con los moriscos, escribía:

“Aquellos por miedo de la pena acudían a las iglesias, oyan misa, confessavan y trahían algunas saipensaciones (no existe esta palabra; se trata de un error inadvertido del autor o errata de imprenta; debería decir, según dicta el contexto, “dispensaciones”) para casamientos. Estos no saben qué cosa es iglesia, ni entran en ella, sino a cometer sacrilegios”.{49}

En la misma idea abunda, pero con más detalles, Sancho de Moncada:

“De pocos se sabe que bautizen sus hijos…, no usan dispensaciones ni sacramentos algunos, imágenes, rosarios…; no oyen Misa, ni oficios divinos, jamás entran en las Iglesias, no guardan ayunos, Cuaresma ni precepto alguno eclesiástico”.{50}

No es de extrañar que, a la vista del alejamiento de los gitanos de las iglesias y de las prácticas cristianas y habida cuenta de la obsesión en aquel tiempo por la ortodoxia religiosa, no sólo se pusiese en tela de juicio la sinceridad de su conversión al cristianismo, sino que incluso, por parte de muchos, llegase a acusárseles de todo, desde ser, en realidad, herejes, a la de practicar otra religión, la de ser idólatras, e incluso la de carecer de religión o ser ateos. Un ejemplo conspicuo de esto es el de Sancho de Moncada, quien se hace eco de todas esas acusaciones: empieza alegando que son “hombres ateos, y sin ley ni religión alguna”{51}, pero luego admite que, amén de ateos, bien pueden ser herejes o idólatras, que en España fingen ser cristianos católicos:

“Muy graves hombres los tienen por herejes, y muchos por Gentiles idólatras, o Ateos, sin religión alguna, aunque en la apariencia exterior se acomodan con la religión de las provincias donde andan, siendo entre los Turcos Turcos, con los Herejes Herejes, y entre Cristianos bautizando algún muchacho por cumplir”.{52}

Cervantes, muy prudentemente, no llega tan lejos como estos acusadores, contentándose con constatar el distanciamiento de los gitanos de las prácticas cristianas, sugiriendo con ello quizás y como mucho la insinceridad de su conversión al cristianismo.

La realidad histórica desmiente, sin embargo, a tales acusadores y es más congruente con la prudente observación de Cervantes, pues los gitanos no fueron objeto de una persecución religiosa específica, como lo fueron las minorías judía y morisca, ni la Inquisición nunca los consideró como una minoría disidente o contraria a la ortodoxia cristiano-católica.{53}

Un elemento significativo de la unidad y diferenciación étnica de los gitanos, que además contribuía a reforzarlas, era su lengua, la cual se menciona de pasada en el pasaje citado del Quijote al relatarnos que Ginés de Pasamonte, para ocultar su identidad y para vender el asno de Sancho, además de disfrazarse de gitano vistiendo como ellos, había aprendido a hablar con naturalidad la lengua de los gitanos, aunque no está claro si esa lengua de los gitanos de que se habla es su lengua nativa ancestral, el romaní o el caló, cuyo uso también se les reprochaba en el tiempo de Cervantes y se les pedía que la abandonaran y usasen la lengua española, o bien la peculiar variedad o jerga de español hablado que les distinguía, caracterizada principalmente por el constante ceceo.

Sorprendentemente, en La gitanilla, una novela de gitanos y de ambiente gitano, no se alude nunca al romaní. Se los presenta como un grupo que ya ha asimilado cabalmente el español; en su comunicación con los no gitanos nunca surgen problemas por razón de la lengua, sino que se comunican con éstos sin dificultad en lengua española, que, según se da a entender, al decir que Preciosa “como gitana, hablaba ceceoso”{54}, debía de esta extendido entre ellos pronunciarla con ceceo. En Pedro de Urdemalas sucede algo parecido. Los gitanos en esta obra se expresan en español, pero un español ceceoso; de hecho, cuando Maldonado, el conde de gitanos, se dispone a salir por vez primera a escena, Cervantes da la instrucción de que los actores que los representen han de hablar ceceoso{55}; en efecto, Maldonado empieza hablando con ceceo, como se puede apreciar en una cita anterior, aunque, después de unas intervenciones del mismo tenor, deja de hablar ya así, quizás porque Cervantes pensaba que eso podía resultar fatigoso o molesto para el oyente o lector. Cuando los demás personajes gitanos de la comedia salen al escenario, las gitanas Belica e Inés, la primera habla en un español normal, sin ceceo, como si Cervantes se hubiese olvidado de la instrucción previa de que hablen ceceoso, y sólo Inés, su amiga, se expresa con ceceo, aunque no siempre. Más adelante, Maldonado mienta la lengua propia de los gitanos, cuando le dice a Pedro, que, si quiere ser gitano, amén de mudar de traje, ha de aprender “nuestro lenguaje”{56}, pero no se puede inferir que ese “nuestro lenguaje” sea una referencia al romaní o al caló, la variedad de romaní hablada por los gitanos españoles, pues, en el escenario literario de Pedro de Urdemalas, la lengua propia de los gitanos no es otra, como acabamos de ver, que un español ceceoso.

En este punto de la lengua, se aprecia una diferencia entre la presentación de Cervantes del asunto de la lengua gitana y la de los contemporáneos de Cervantes. Mientras para los representantes en las Cortes y los memorialistas, se trataba de un asunto conflictivo, pues veían en el apego de los gitanos a su lengua ancestral una resistencia a la asimilación, y ellos entendían que una integración plena en la sociedad español exigía la renuncia a su lengua nativa, además de a sus costumbres, y una disposición a aprender el español. Para Cervantes, tal como él lo presenta, no parece haber conflicto alguno. Nunca se alude al problema de la exigencia de asimilación de los gitanos, tan insistentemente planteado en las Cortes y por los memorialistas. Los gitanos que aparecen en sus obras son ya, al menos en cuanto a la lengua, unos gitanos asimilados, aunque su modo de hablar el español esté marcado por el ceceo.

Los diversos grupos en que se hallaba dividida la población gitana asentada en España se mantuvieron fieles a su estilo de vida nómada, a la cual seguían aferrados casi dos siglos después de su entrada en España. Tal es la imagen de ellos que nos transmite Cervantes, especialmente en La gitanilla, donde el gitano viejo encargado de la sintética relación de las costumbres gitanas entona un canto de alabanza de la vida peregrina y vagabunda de su pueblo. La comunidad a la que pertenece la protagonista, Preciosa, es precisamente una buena muestra de ese género de vida itinerante. Se halla acampada a las afueras de Madrid, pero luego se traslada a los Montes de Toledo y a las cercanías de esta ciudad, después se encamina hasta el norte de Extremadura, para, finalmente, a través de la Mancha, desplazarse hasta el reino de Murcia y establecerse a unas pocas leguas de Murcia capital, donde se producirán los acontecimientos que provocarán el feliz desenlace de la historia de la gitanilla, criada entre los gitanos, aunque en realidad es hija de padres nobles, a quienes, siendo un bebé, fue hurtada por la mentada gitana vieja que se hace pasar por su abuela.

Los miembros de las itinerantes comunidades de gitanos vivían dedicados al oficio de la herrería, del labrado del metal, a la venta de herramientas fabricadas por ellos y útiles de cocina, a la adivinación del porvenir y al canto y al baile. Cantaban y bailaban en las calles por una limosna o en casas particulares donde eran llamados para amenizar o en fiestas de los pueblos, por lo que, en uno y otro caso, se les pagaba lo estipulado entre las partes. Todo ello se halla cabalmente reflejado en las novelas citadas de Cervantes, bien a través de lo que los personajes nos dicen del modo de vida de los gitanos, bien a través del propio desarrollo de la acción novelesca. Así de la dedicación al trabajo con metales y a la venta de herramientas nos enteramos por boca de Berganza, que vivió durante veinte días en un rancho de gitanos en un campo a las afueras de Granada y pudo observar de cerca su modo de ganarse la vida:

“Ocúpanse, por dar calor a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con los que facilitan sus hurtos; y así, los verás siempre traer a vender por las calles tenazas, barrenas, martillos, y ellas, trébedes y badiles”.{57}

En cambio, de la adivinación y del canto y el baile llegamos a saber que son ocupaciones habituales de los gitanos no sólo porque se hable de ello –ni el gitano viejo lo mienta en su descripción de la vida y costumbres de los gitanos en La gitanilla{58}, ni tampoco lo hace Berganza en la suya{59}–, sino porque forman parte integrante de la trama narrativa y de la caracterización del modo de vida de los personajes. La adivinación la vemos ejercitar a la mismísima Preciosa, que lo ha aprendido de una vieja gitana, la misma que la hurtó, a la que ella tiene por abuela y que se ha ocupado de su crianza y educación. Preciosa la practica en la forma habitual de decir la buenaventura y la vemos decírsela a doña Clara en la escena de su visita a ésta en su casa en Madrid{60}.

Pero es el canto y el baile lo que ocupa más a los gitanos y una fuente mayor de ingresos para ellos, según el cuadro que nos ofrece Cervantes en La gitanilla. Esta faceta de la vida gitana la espeja a través de su protagonista, quien, amén de ser muy hermosa, posee dotes especiales para bailar y cantar; y la vieja gitana y abuela, sabedora por ello del tesoro que en ella tenía, se hace la cuenta del gran tirón que con ello puede tener entre las gentes y hacer así un buen negocio; no ve otra cosa en los dones y gracias de la gitanilla Preciosa que “felicísimos atractivo e incentivo para acrecentar su caudal”.{61} Preciosa y la cuadrilla de gitanas y gitanos que la acompañan salen por las calles de Madrid bailando y cantando, atrayendo en torno a sí, con su arte, donaire y desenvoltura, a numerosos curiosos, que, complacidos, les entregan una limosna; también actúan ante particulares que lo solicitan, como un corro de caballeros o en la casa del padre de don Juan de Cárcamo, a cambio de unos dinerillos. Cuando salen por villas y pueblos hacen lo mismo y además en estos lugares se les solicita para actuar en fiestas populares o en festejos de particulares, por lo que también obtienen ingresos:

“No había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas, o para otros particulares regocijos”.{62}

Gracias a los ingresos así obtenidos, según el narrador, el grupo gitano de Preciosa iba rico y próspero, pero, más bien, parece que con todo lo que consiguen con esta y demás fuentes de ganancias, los gitanos meramente sobreviven, llevando una existencia pobre, así lo cree Preciosa, que habla de sí misma como una gitana pobre que se resigna a ello: “Yo me hallo bien con ser gitana y pobre”.{63}

También en Pedro de Urdemalas se da testimonio de la afición y talento para el baile y la música de los gitanos. La primera salida a escena de las gitanas Belica e Inés es cantando.{64} En una escena posterior asistimos a la danza de las gitanas Belica e Inés con sendos muchachos gitanos, vestidos al modo gitano, al son y compás de la música, que con guitarras y tamboriles interpretan unos músicos, vestidos también a la usanza gitana, ante el rey y la reina, y donde asimismo están presentes el conde de gitanos, Maldonado, y Pedro de Urdemalas, vestido de gitano, como le exigió Maldonado para ser miembro cabal de la comunidad gitana, y es precisamente Pedro el que se encarga de ejercer de maestro de ceremonias presentando ante el rey y la reina a los gitanos que van a danzar para gusto y maravilla de ellos, quienes quedan, en efecto, maravillados ante el arte, la gracia y el brío de los gitanos, entre los que sobresale la bella Belica.{65}

En el siglo XV aún no se habían formado los estereotipos populares acerca de los gitanos. Se forjaron a lo largo del siglo XVI y uno de ellos era precisamente el de que los gitanos se pasan el tiempo cantando y bailando, o le dedican demasiado tiempo. Cervantes retrata de forma amable con fines puramente literarios este aspecto de la vida de los gitanos. Pero lo cierto es que, en la sociedad española de la época, la afición y dedicación de los gitanos al canto y al baile despertaba cierto recelo, al tiempo que no dejaba de reconocerse su destreza y dotes para tales artes. Algunos autores y memorialistas de la época, como Sancho de Moncada, se esmeraban en advertir del daño que el canto y el baile, especialmente los de las gitanas, podían causar a las mujeres españolas, tanto solteras como casadas, pues constituyen una incitación a la deshonestidad y la perversión:

“Con bailes, ademanes, palabras y cantares torpes hacen gran daño a las almas de los vasallos de V. Majestad, siendo, como es, cosa notoria, los infinitos daños que han hecho en casas muy honestas, las casadas que han apartado de sus maridos; y las doncellas que han pervertido”.{66}

Y el otro estereotipo, que tenía un peso mayor en la imagen habitual circulante sobre los gitanos, es el del latrocinio. Acabamos de ver cómo Cervantes refleja el primero de ellos en su obra. El segundo de ellos se halla igualmente recogido, y aun se le da más relieve en el retrato de la forma de ser de los gitanos y en la descripción de su modo de ganarse el sustento. En su estancia en Madrid, asistimos a una escena en la que vemos a una cuadrilla de gitanas que entran en la ciudad desde su lugar de acampada con el propósito de hurtar, aunque no se habla más de ello, mientras están en Madrid, porque a Preciosa, que va en la cuadrilla, le sale al paso don Juan de Cárcamo y el relato enfila por el terreno amoroso.{67}

Más adelante se describe el modus operandi de los gitanos en relación con la práctica del hurto: primero se asientan en un lugar, normalmente a las afueras de una población, ya sea ciudad o un pueblo o aldea, entregan algún objeto de plata al alcalde en fianza de que en él ni en todo su término van a hurtar, pero luego se dispersan por todos los lugares hasta una distancia de cuatro o cinco leguas de donde habían asentado su real para hacer sus negocios, entre los que se cuenta, como dedicación principal, precisamente el hurto, el cual realizan organizados en cuadrillas, nunca en solitario, pues como le dicen los gitanos a Andrés, que pretende obrar por sí solo, sin compañía alguna, una persona sola no puede hacer grandes presas y además la compañía permite acometer y defenderse mejor.{68} Practican el hurto, no el robo, que requiere violencia. En los lugares habitados el hurto preferido es el dinero de las faltriqueras y en los campos, los animales de carga (asnos y mulas o mulos), que luego revendían. Así lo confiesa un gitano viejo a Andrés, cuando, al ingresar éste en la comunidad gitana para vivir dos años como gitano entre ellos, que es la condición que le ha impuesto Preciosa para entregársele como esposa, lo instruye enseñándole la vida y costumbres del pueblo gitano:

“Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos y se cortan las faldriqueras en las ciudades”.{69}

Según Berganza, el más común de sus hurtos en las áreas rurales es el de los animales de carga:

“Otros muchos hurtos contaron, y todos, o los más, de bestias, en quien son ellos graduados y en los que más se ejercitan”.{70}

Sin embargo, en Pedro de Urdemalas se amplía la variedad de ganado hurtado más allá de los animales de carga, pues se tacha a los gitanos de “cuatreros”, un cargo que parece aceptar su conde, Maldonado, ya que espera que Pedro, novicio de momento como gitano, acabe siendo “el mejor cuatrero”{71}; pero un cuatrero es un ladrón de reses o ganado, lo que incluye también a ovejas, cabras, vacas o terneros y caballos. Esto está más conforme con las quejas de las Cortes y de los memorialistas, donde se acusa a los gitanos de ser ladrones de todo tipo de ganado, tanto mayor como menor, aunque es probable que se cebaran más con animales de carga, especialmente mulos y mulas, pues eran muy abundantes en las zonas rurales (al ser de gran utilidad en el régimen de vida agrícola y campesino, para la labranza y otras tareas), relativamente fáciles de hurtar y, sobre todo, el beneficio obtenido con su venta era mayor que el obtenido de la venta de otras reses de ganado mayor. De hecho, los procuradores en las Cortes recogieron la queja de los labradores del enorme quebranto que en sus economías les producía el hurto de mulos y mulas, particularmente a los labradores pobres, ya que, al quedarse sin ellos, que tan indispensables eran para la labranza y demás menesteres agrícolas, no podían ocuparse de sus obligaciones.

Y siendo así que el hurto es una parte tan indispensable del modo de vivir de los gitanos, según tanto el viejo gitano y un observador externo como Berganza, no es de extrañar que los protagonistas de La gitanilla se vean envueltos en ello. Una parte de la crianza de Preciosa consiste precisamente en el aprendizaje del arte del hurto y no podía tener mejor maestra que la gitana vieja que se hace pasar por su abuela, a la que el narrador caracteriza como experta o “jubilada en la ciencia de Caco” y que, para que llegue a ser un buen miembro de la sociedad gitana, no duda en enseñarle “todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hurtar”,{72} bien es cierto que Preciosa nunca llega a hurtar, pues el ser de sangre noble se lo impide, como si por ello tuviera una especie de aversión natural a realizar obras innobles. Lo mismo le sucede a su enamorado don Juan de Cárcamo, a quien, para integrarse en la vida de los gitanos, le dan lecciones para ser ladrón, pero cuando sus maestros van a darle la primera de ellas, su buena sangre se rebela contra ello: le repugna el hurto de sus maestros con que éstos querían iniciarlo y además por su noble linaje también siente, como Preciosa, una suerte de aversión natural a hurtar y, lejos de ceder a esto, lo que hace es, aparentando, no obstante, ser un buen gitano perfectamente integrado en su modo de vida sin ir contra su conciencia, obtener el permiso para poder, contra la costumbre gitana, salir sin compañía y fingir que hurta comprando con su dinero las cosas de las que luego decía a sus cofrades que había hurtado.{73}

Está claro que, como decíamos, según la imagen popular ya consagrada de los gitanos a éstos se los veía como gente entregada a bailar y cantar, de un lado, y de otro, al latrocinio. En la novela de La gitanilla un personaje corriente, un soldado, sobrino de un alcalde, da por sabido de todos ante su auditorio que los gitanos no hacen otra cosa que bailar y hurtar y así lo dice, cuando creyendo que Andrés Caballero es autor del fingido hurto del que falsamente le acusa la Carducha, le espeta condenatoriamente:

“¡Mirad si estuviese este bellaco en ellas [en las galeras], sirviendo a su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando de venta en monte!”.{74}

Cervantes llega a poner incluso en boca de un gitano autorizado la imagen que los consagra como un pueblo de ladrones. Es más, es él mismo, quien, a diferencia de lo que hace en el asunto de los negros esclavos, donde soslaya pronunciarse, ahora, en su calidad de narrador, no tiene empacho en proclamar abiertamente que los gitanos son ladrones y que han nacido para ello. Precisamente La gitanilla arranca con estas durísimas palabras del narrador, en las que se nos pinta a los gitanos como asociaciones de ladrones:

“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”.{75}

Naturalmente, no debe entenderse literalmente esta acusación, como si afirmarse que todos los gitanos sin excepción son unos ladrones. Debe entenderse cautelosamente como una afirmación no sobre la totalidad de los gitanos sino sobre la mayoría de los gitanos, con las mismas cautelas con que advertimos que debíamos tomar sus descalificaciones generales de los moriscos o los negros, que iban referidas sólo a la mayoría de ellos. Pues, aunque en estas primeras líneas de la novelita el narrador generaliza sin exceptuar a nadie, en otros pasajes introduce restricciones. En uno de ellos es Preciosa la que dice, en referencia a las gitanas en general, que “no todas somos malas” y en ese mismo párrafo, en referencia sólo a ella y a sus compañeras, que “no somos ladronas”,{76} aunque esto último está en contradicción con el pasaje ya citado en que Preciosa y su cortejo de gitanillas entran en Madrid para “coger la garrama”, esto es, para hurtar, pero se encuentran con don Juan de Cárcamo y ya el narrador no vuelve a hablar de esta intentona, pero la intención es manifiesta. Y en otro lugar es este caballero el que, hablando de los gitanos en general, aclara que “aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno”.{77}

Pero el reconocimiento de algunos gitanos buenos no detiene a Cervantes o al menos al corregidor de Murcia, a la sazón el caballero don Fernando de Azevedo, que, pensando más en las maldades y daños causados por ellos, no se corta de decir estas brutales palabras en las que expresa su voluntad de exterminar a los gitanos de España a la manera de Nerón:

“¡Que así tuviera yo atraillados [atados o sujetos como se sujeta a un perro con una traílla o correa] cuantos gitanos hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin dar más de un golpe!”.{78}

La pregunta es si tamaña desmesura se le puede imputar también a Cervantes. Y la respuesta es que no hay ningún motivo serio por el que se le pueda exculpar. Elige como portavoz de semejante declaración, no a cualquiera, sino a una voz autorizada, tanto social como políticamente. Pues es un miembro de la nobleza, que es, como hemos dicho, caballero, y además, como corregidor es que una importante autoridad pública, entre cuyas funciones están precisamente las de la justicia y el mantenimiento del orden público. Que alguien investido de semejante autoridad sea el portavoz del anuncio de una voluntad de aniquilación de todo un pueblo deja pocas dudas sobre la identificación del autor con la voluntad expresa de su criatura. Lo dice además sin motivo alguno, gratuitamente, en el momento en que entra en el calabozo donde está encarcelado su futuro yerno (fingido gitano por amor a Preciosa, que ha resultado ser la hija raptada del corregidor, y, en realidad, es el caballero don Juan de Cárcamo), por haber matado a un soldado por una ofensa a su honra. Y aprovecha ese instante en que tiene ante sí a su futuro yerno al que viene a poner en libertad precisamente para confesar y anunciar su deseo de tener atrapados o presos, como lo está don Juan de Cárcamo, a todos los gitanos de España, para poder acabar con ellos, esto es, aniquilarlos. Nadie sale al paso de las terribles palabras del corregidor, ni el narrador ni su único interlocutor, don Juan, que tiene puesto su pensamiento en otra cosa.

Sea sólo atribuible al corregidor, don Fernando de Azevedo, o también a Cervantes, ni uno ni otro fueron los únicos en hablar, en aquella época, del exterminio de los gitanos como solución definitiva al problema gitano. Una vez más hemos de referirnos a Sancho de Moncada, quien, a penas unos años después de publicarse La gitanilla con el resto de la obra teatral cervantina, formuló la propuesta del exterminio de los gitanos como remedio a los daños causados, según él, por éstos. En realidad, su propuesta no es tan extremamente aberrante como la del corregidor cervantino, pues ofrece una alternativa menos terrible a la condena a muerte como remedio a los daños supuestamente ocasionados por los gitanos: la de la expulsión. En estricta justicia, sostiene él, los gitanos merecen la condena a muerte, pero, por razones, de piedad, está dispuesto a contentarse con que se les destierre para siempre:

“Todos los Doctores que resuelven lo dicho en el capítulo 4 [de la segunda parte del discurso séptimo de su Restauración política de España] que los Gitanos se podían condenar a muerte [por cinco razones: primera, por espías y traidores a la Corona; segunda, por ociosos y vagabundos; tercera, por ser ladrones cuatreros; cuarta, por encantadores y adivinos; y quinta y más urgente, por herejes, si es verdad que lo son], tendrían por piedad de V. Majestad que los desterrase perpetuamente de España, y por justísimo”.{79}

Y esa fue la solución más aceptada. También se especuló con otra solución, la de la separación de los sexos para impedir su reproducción, que llegó a ser discutida en las Cortes de 1594, aunque no fue aprobada, y que reaparecería aún en el siglo XVIII, en el reinado de Carlos III{80}. Pero, a la postre, se impuso la propuesta de la expulsión, que, en realidad, no era algo nuevo, ya que esta medida se remonta a los tiempos de los Reyes Católicos, en cuya pragmática de 1499 ya se prescribía la expulsión de los gitanos, a no ser que siguiesen el camino de la asimilación y de la vida sedentaria; pero, ahora, desde inicios del siglo XVII, que coincide con el tiempo en que Cervantes escribe sus obras de tema gitano, se rescata esta propuesta de solución, tanto por parte de los procuradores en las Cortes como de los memorialistas. Entre éstos últimos, el primero en pedirla al rey fue Salazar de Mendoza, en su Memorial del hecho de los gitanos, que es también el primer escrito antigitano de este género; después, todos los demás la solicitaron o abogaron por ella, como, aparte del ya mentado Sancho de Moncada, Juan de Quiñones, el fraile Pedro de Figueroa, etc., incluso escritores más bien políticos, pero que, en sus obras de este carácter, no dejan de incluir una referencia a los gitanos en la que también abogan por su expulsión, tal como Pedro Fernández de Navarrete, en su Conservación de Monarquías y discursos políticos, de 1626 , o el jurista Juan Solórzano Pereyra, en sus Emblemas regio-políticos, de 1658.{81}

También las Cortes, desde inicios del siglo XVII, venían reclamando al rey el destierro de los gitanos, aunque se ofrecía a los gitanos que quisiesen quedarse en España la alternativa de poder soslayarlo asimilándose a la sociedad española, para lo que, entre otras cosas, habían de renunciar a su idiosincrásico modo de vestir, a su lengua y al nomadismo, habiéndose de asentar en poblaciones de más de mil habitantes y no pudiéndose dedicar a la compra y venta de ganado. La presión sobre la Corona fue tal, tanto por obra de las Cortes como por la de los memorialistas y demás escritores, que el rey Felipe III, en una pragmática de 1619, apenas tres años después de la muerte de Cervantes, atendió a sus exigencias y aprobó y ordenó la expulsión de los gitanos, excepto la de aquellos que estuviesen dispuestos a integrarse mediante la asimilación y sedentarización.{82} Pero la orden no pasó del papel, pues no se cumplió. Las quejas y protestas de unos y otros no cesaron. De nuevo interviene el rey, esta vez Felipe IV, con una actitud diferente a la de su predecesor y más favorable a los gitanos. Promulga una pragmática en 1633 en que se rechaza su expulsión de España, alegando que no es conveniente para España prescindir de nuevos contingentes de población, pero al precio de integrarse en la sociedad y cultura españolas, pues se les prohíbe el uso de su peculiar vestido y su lengua y se les ordena que vistan y hablen como los demás vecinos de los reinos de España.{83} Es, a partir de entonces, cuando se intensifica el proceso de asimilación e integración de los gitanos en la sociedad española, ya sin la amenaza de la expulsión, tan reclamada durante tantos años por las Cortes y los memorialistas.

Terminemos con una última consideración cotejando la actitud de Cervantes hacia los gitanos y su cultura con la de sus contemporáneos, tal como se manifestó en las Cortes y en los memorialistas. A pesar del exabrupto atroz del corregidor, la actitud general de Cervantes hacia el mundo gitano fue más considerada, positiva y amable que la de éstos. Por ello extraña tanto que al final, en La Gitanilla, exponente precisamente de esa consideración y benevolencia, concluya con la manifestación del corregidor de su deseo de exterminar a los gitanos. En primer lugar, mientras muchos de sus contemporáneos, tanto procuradores de las Cortes como memorialistas, llegaron al extremo de negar la existencia de la etnia e identidad gitanas, Cervantes no tiene dificultad alguna en reconocerlas. En efecto, en las Cortes llegó a expresarse la opinión de que los que pasaban por gitanos en España no lo eran de verdad, sino malos españoles, canallas y maleantes, que fingían se gitanos; según este punto de vista, no eran más que asociaciones de malhechores y esa idea les conducía a reinterpretar, como bien ha escrito Leblon, el uso de la vestimenta de los gitanos como un disfraz, su lengua como un argot de malhechores y el tinte oscuro de su piel como un producto de la exposición de sus caras al sol y a la intemperie, así como del maquillaje{84}; y en las Cortes de 1610 se presentó una solicitud en que se reclamaba que los gitanos que permanecieran en España habían de renunciar a su traje, lengua y nombre de gitanos, “pues no lo son por nación”, y que, por tanto, su nombre se olvide para siempre. Fue Sancho de Moncada quien dio forma definitiva a esta idea. Según él, los gitanos que circulan por España no son genuinos gitanos, sino pseudogitanos, esto es, “Españoles que han introducido esta vida, o secta del Gitanismo, y que admiten a ella cada día la gente ociosa, y rematada de España”{85}; y en respaldo de su idea sobre los gitanos como pseudogitanos alega que las propias Cortes en 1619 (poco antes se publicarse su libro, que es también de ese mismo año), la reconocieron al admitir, como en 1610, que los gitanos “no lo son de nación”.{86} Después de Moncada, muchos otros adoptarán esta idea, entre los que sobresale Juan de Quiñones en su Discurso contra los gitanos, de 1631.

Incluso la Corona no fue inmune a esa percepción de los gitanos como pseudogitanos y, por tanto, a negar la existencia de la etnia e identidad gitanas. En la pragmática de Felipe III de 1619 en la que se orden la expulsión de los gitanos, cediendo a las presiones de las Cortes, se pliega totalmente al punto de vista negativo de ésta, usando incluso las mismas palabras que éstas. Luego de prohibir que los gitanos que se queden en España, si es que no quieren ser expulsados, usen su traje, nombre y lengua de gitanos, se añade “pues no lo son de nación” y sobre la base de que no son de nación gitanos, se decreta el olvido de su nombre. Esta misma negación de la existencia de un genuino pueblo gitano se encuentra en la pragmática de Felipe IV de 1633, en la que, como vimos, se apuesta por la integración de los gitanos a través de la asimilación y la sedentarización y se abandona definitivamente la medida de la expulsión:

“Estos que se dicen gitanos, ni lo son por origen ni por naturaleza, sino porque han tomado esta forma de vivir para tan perjudiciales efectos como se experimenta”.{87}

Muy diferente es la posición de Cervantes. Ningún atisbo en su obra de semejante negación de la existencia de la etnia gitana. Por el contrario, reconoce paladinamente, como vimos más arriba, que los gitanos constituyen una nación, en el sentido étnico del término, es decir, un pueblo diferenciado, una etnia y no le perturba lo más mínimo usar la palabra “nación” para definir con precisión el género de sociedad que conforman los gitanos y en referirse a ellos como la nación gitana al presentar, como ya vimos, a la gitana vieja que oficia de abuela de Preciosa como “una…desta nación”.

Además, a la hora de describir la vida y costumbres de los gitanos muestra menos prejuicios que otros y cierta consideración y hasta cierta simpatía. Un buen ejemplo de esa percepción menos prejuiciada del mundo gitano está en su rechazo, a través del gitano viejo de La gitanilla, de la patraña de la comunidad de mujeres y la consiguiente promiscuidad sexual de los gitanos.En cuanto a la consideración y simpatía, se perciben en la forma como retrata el arte, la gracia y desenvoltura, de los gitanos en el canto y el baile. No ve en éstos, a diferencia de otros, un peligro y un foco de perversión para los españoles que tienen ocasión de asistir a sus espectáculos. No ve tampoco nada negativo en su singular vestimenta ni en su lengua o el habla ceceosa con que él los caracteriza.

Pero quizá donde más se perciba la simpatía hacia el mundo gitano la hallemos en la descripción que hace el mentado gitano viejo de vida nómada de los gitanos. Al describirla, no puede evitar Cervantes en incurrir en cierta idealización y en dotar a sus palabras de aliento poético; ni tampoco puede evitar transmitir la sensación de que la vida vagamunda de los gitanos es, a pesar de todo, una vida alegre y esa sensación de alegría de vivir es lo que percibe Andrés Caballero-don Juan de Cárcamo, al escuchar las elocuentes palabras con que el gitano viejo le ha expuesto el modo de vida gitano, hasta el punto de llegar a pasar por su mente el pensamiento de que “sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida”.{88}

Por todo esto es por lo que el repentino e inesperado tropiezo, al final de La gitanilla, con el atroz deseo del corregidor de exterminio de los gitanos españoles constituye un sorpresivo bombazo, impensable e imprevisible a la luz de todo el desarrollo precedente de la novela y del tratamiento del tema gitano en las demás obras de Cervantes. Teniendo en cuenta el tenor de su tratamiento de este asunto como el propio talante de Cervantes, más bien cabría esperar una apuesta conciliadora por la integración a través de la asimilación y la sedentarización en la línea de la pragmática de Felipe IV de 1633.

Con este trabajo cerramos la serie de estudios sobre pensamiento social de Cervantes y, a partir de la próxima entrega, iniciamos la serie sobre su pensamiento político.

Notas

{1} Para los datos históricos sobre judeoconversos nos basamos en los libros de Antonio Domínguez Ortiz, el mayor experto sobre el tema, La clase social de los conversos en Castilla en la Edad Moderna, Universidad de Granada, 1991 (edición facsímil de la primera de 1955 por el C.S.I. C.); y Los judeoconversos en España y América, Istmo, 1971, reimpreso en 1988; y para los moriscos en Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos, Editorial Revista de Occidente, 1978.

{2} Cf. op. cit., Teatro completo, págs. 801, 800, en la que se menciona a los confesos sin usar este nombre, que se sobreentiende, y 811.

{3} Cf. El Catoblepas, nº 124, 2012.

{4} Cf. El Catoblepas, nº 86, 2009.

{5} Puede verse una crítica de este argumento de la ironía cervantina en el artículo arriba citado “Marx, Pierre Vilar y el Quijote”.

{6} Sobre los esclavos negros en la España europea véanse Antonio Domínguez Ortiz, “La esclavitud en Castilla durante la Edad Moderna”, La esclavitud en Castilla en la Edad Moderna y otros estudios de marginados, Editorial Comares, 2003, págs. 1-64; publicado originalmente en Estudios de Historia Social de España, tomo II, 1952, págs. 367-428); y José Luis Cortés López, Los orígenes de la esclavitud negra en España, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1989. En cuanto a los esclavos negros en la España americana, véanse José Andrés-Gallego, La esclavitud en la América española, Ediciones Encuentro, 2006; y José Antonio Piqueras, La esclavitud en las Españas, un lazo transatlántica o, Los Libros de la Catarata, 2012; y para una historia global de la esclavitud negra Hugh Thomas, La trata de esclavos, Editorial Planeta, 1997.

{7} Op. cit., Teatro completo, v. 22, pág. 286.

{8} Cf. op. cit., Novelas ejemplares,II, págs. 320-1.

{9} Op. cit., Novelas ejemplares, I, pág. 100.

{10} Op. cit., Teatro completo, vv. 2103-6, pág. 431.

{11} La frase es ambigua, pero así es como lo dice Cervantes: “Tres negros, de tres veinticuatros” [regidores en algunos ayuntamientos andaluces]. No está claro si quiere decir que cada regidor posee un esclavo negro o que conjuntamente poseen tres, aunque parece más probable que quiera decir lo primero.

{12} Cf. op. cit., Novelas ejemplares, II, págs. 104, 106 y 135.

{13} Cf. su Tesoro de la lengua castellana o española, s.v. “Esclavo”.

{14} Cf. op. cit., Novelas ejemplares, II,págs. 314, 317 y 320.

{15} Para un escueto resumen de su biografía, véase Domínguez Ortiz, op. cit., pág. 29; y José Antonio Piqueras, op. cit., pág. 51.

{16} Sobre la posición de los pensadores españoles del Siglo de Oro ante la esclavitud, véanse Domínguez Ortiz, op. cit., págs. 39-48; José Andrés-Gállego, op. cit., págs. 32-57; y José Antonio Piqueras, op. cit., págs. 212-218. Piqueras yerra al presentar a Bartolomé Frías de Albornoz como el primer autor español que repudió la esclavitud, pero, como hemos señalado en el texto principal, sólo cuestionó la licitud de la trata de negros, pero no la de esclavos musulmanes.

{17} Cf. Los seis libros de la república, I, 5.

{18} Cf. op. cit, Novelas ejemplares, II, pág. 108.

{19} Cf. I, 30, 309 y la Nota complementaria sobre el hurto del asno en 1107-9.

{20} De hecho, el español “gitano”, como el francés “gitan” o el inglés “gipsy”, proviene de una forma arcaica de la palabra “egipcio”: “egiptano”. Sobre esto y y la explicación de la génesis de la errónea idea de la procedencia egipcia de los gitanos, véase Bernard Leblon, Los gitanos en España, Editorial Gedisa, 2018 -fecha de su publicación original en francés, 1985-, pág. 12.

{21} Sobre el origen de los gitanos, su entrada en España y su historia desde entonces hasta el tiempo de Cervantes, véase la obra antes citada de Bernard Leblon, págs. 17-41.

{22} Novelas ejemplares, II, pág. 347.

{23} Op. cit., I, pág. 122.

{24} Op. cit., II, pág. 348.

{25} Op. cit. I, pág. 61.

{26} Cf. Bernard Leblon, op. cit., pág. 37; y María-Helena Sánchez Ortega, “La oleada anti-gitana del siglo XVII”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, Hª Moderna, t. IV, 1991, pág. 72; accesible en www.revistas.uned.es.

{27} La explicación que ofrecemos es esencialmente la de Leblon, op. cit., pág. 38.

{28} Op. cit., I, pág. 101.

{29} Ibid.

{30} Restauración política de España, edición a cargo de Jean Vilar, Instituto de Estudios Fiscales, 1974, pág. 217.

{31} Op. cit., pág. 215.

{32} Op. cit., pág. 85

{33} Op. cit., pág. 102.

{34} De nuevo le debemos lo esencial de la explicación a Leblon, op. cit., pag. 38.

{35} Novelas ejemplares, I, pág.102.

{36} Op. cit., pág. 217.

{37} Cf. op. cit., Teatro completo, vv. 580-1, pág. 649; y v.774, pág. 656.

{38} Sobre esa dominante actitud antigitana o gitanofobia véase el ya citado magnífico estudio de María-Helena Sánchez Ortega, precisamente titulado “La oleada anti-gitana del siglo XVII”, págs. 71-124.

{39} Novelas ejemplares, II, pág. 347.

{40} Op. cit., pág. 348.

{41} Ibid.

{42} Op. cit., pág. 349.

{43} Teatro completo, vv. 550-2, pág. 649. Para entender mejor lo que realmente está diciendo Maldonado, recuérdese que “libre” en este contexto no tiene nada que ver con lo que hoy entendemos por vida libre, sino que tiene un significado moral negativo, que, en referencia a la vida, indica una de carácter licencioso, desenfrenado, disoluto o deshonesto; lo mismo puede decirse de “suelto”, que precisamente significa libre, desenvuelto; y de “ancho”, cuyo significado se parece al de libre y suelto, a lo que añade el matiz de algo laxo, desembarazado.

{44} Op. cit., vv.1153-1162, págs. 665-6.

{45} Restauración política de España, págs. 214-215.

{46} Op. cit., I, pág. 107.

{47} Op. cit., I, pág. 107.

{48} Novelas ejemplares, II, pág. 348.

{49} Citado por María-Helena Sánchez Ortega, op. cit., pág. 86.

{50} Op. cit., pág. 217.

{51} Sancho de Moncada, op. cit., pág. 214.

{52} Op. cit., pág. 217.

{53} Para esto último nos basamos en María-Helena Sánchez Ortega, op. cit., págs. 98 y 99, quien en la primera de estas páginas añade que los gitanos, en los casos en los que la Inquisición los investigó, “siempre fueron procesados por el Santo Oficio por delitos similares a aquellos en que incurrieron los cristianos viejos. Es decir, los llamados ‘delitos menores’ en su mayor parte: hechicería mayoritariamente, blasfemia, alguna que otra proposición deshonesta y casos aislados de bigamia o ilusión” Añadamos que Sánchez Ortega es especialista en este tema del trato dispensado por la Inquisición a los gitanos, autora de La Inquisición y los gitanos, Taurus, 1987.

{54} Op. cit., I, pág. 72.

{55} Cf. op. cit., Teatro completo, acto 1º, pág. 648.

{56} Op. cit., v. 1119, pág. 664.

{57} Op. cit., II, pág. 348.

{58} Op. cit., I, págs. 100-103.

{59} Op. cit., II, 347-9.

{60} Op. cit., I, págs. 77-81.

{61} Op. cit., I, pág. 62.

{62} Op. cit., I, pág. 108.

{63} Op. cit., I, pág. 82.

{64} Véase op. cit., Teatro completo, acto 1º, pág. 663.

{65} Véase op. cit, Teatro completo, acto 2º, págs. 688-9.

{66} Op. cit., pág. 215

{67} Op. cit., pág. 83.

{68} Op. cit., I, págs. 106-7.

{69} Op. cit., I, pág. 102.

{70} Op. cit., II, pág. 349.

{71} Op. cit., Teatro completo, v. 1540, pág. 676.

{72} Op. cit., I, pág. 61.

{73} Op. cit., I, pág. 107.

{74} Op. cit., I, pág. 124.

{75} Op. cit., I, pág. 61

{76} Op. cit., pág. 95.

{77} Op. cit., I, 109.

{78} Op. cit., I, pág. 130.

{79} Op. cit., pág. 223

{80} Sobre esta propuesta de solución del problema gitano véase Leblon, op. cit., págs. 28-30.

{81} Sobre este asunto véase un amplio tratamiento en la segunda parte, titulada “La queja de los memorialistas”, de María-Helena Sánchez Ortega, op. cit., págs.77-109.

{82} Sobre las presiones de las Cortes al rey y la pragmática de Felipe III de 1619 sobre la expulsión de los gitanos, véase María-Helena Sánchez Ortega, op. cit., págs. 76-77.

{83} Sobre la pragmática de Felipe IV de 1633, véase María-Helena Sánchez Ortega, op. cit., págs. 109, 111-113.

{84} Cf. op. cit., pág. 33

{85} Op. cit., pág. 214

{86} Ibid.

{87} Citado por Bernard Leblon, op. cit., pág. 34.

{88} Op. cit., I, pág. 103.

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