El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 4
Filosofía del Quijote

Las enfermedades infecciosas y epidemias en el tiempo del Quijote, I

José Antonio López Calle

Ambientación quijotesca para nuestra epidemia coronavírica 2020

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Siempre es oportuno echar una mirada a las enfermedades infecciosas o contagiosas en el pasado y especialmente lo es cuando una sociedad se ve sacudida con fuerza por alguna de ellas. Por ello, en las actuales circunstancias en que todo el mundo en todas partes se halla conmocionado por la pandemia del coronavirus o, para ser más exactos, del sars-cov-2, no puede ser mayor el estímulo para emprender un estudio sobre el papel de las enfermedades infecciosas en la España del Quijote, que es la España de los siglos XVI y primeras décadas del XVII.

Y para hacerlo, vamos a utilizar como guía a Cervantes, singularmente el Quijote. Es aquí, en la gran novela, donde se nos ofrece la mayor cantidad y variedad de referencias a enfermedades contagiosas. Utilizaremos el mismo método, en lo atinente al manejo de los textos, que ya hemos empleados en otros estudios. Partiremos de la cita pertinente del Quijote y completaremos la información con las referencias sobre el mismo caso en otras obras de Cervantes. Y como hay casos en que la mención de enfermedades infecciosas sólo aparece en otras obras de Cervantes, nos atendremos a ellas.

Es menester advertir que Cervantes no se acerca a las mentadas dolencias como lo haría un cronista o un historiador y mucho menos un médico; ni siquiera a la manera como acostumbra a hacerlo sobre muchas otras cosas, sobre las que sí se prodiga. Por tanto, no esperemos encontrar en los escritos de Cervantes un cuadro, histórica o socialmente relevantes, de las enfermedades infecciosas que imperaban en su tiempo o de algunas de ellas y menos aún de las epidemias, que jamás menciona. A diferencia de otros asuntos, sobre los que Cervantes nos suministra un reflejo, más o menos fiel desde el punto de vista social o histórico, no es éste el caso de las enfermedades infecciosas, de las que son escasos los datos que nos suministra. De todas las materias científicas de su tiempo los asuntos concernientes a la medicina son los más tratados o mentados en su obra; sin embargo, es muy parco en sus referencias a las enfermedades contagiosas. En general, su interés por ellas es únicamente literario, preferentemente, según veremos, como herramienta retórica o como un material susceptible de prestarse a un uso figurado del lenguaje.

Sin embargo, a pesar de su uso retórico en función de su interés exclusivamente literario, no deja de ser, si bien de forma indirecta e impremeditada, un espejo de la significación social de las enfermedades infecciosas mentadas en su obra. A la elección cervantina de las enfermedades infecciosas por él mencionadas con un fin literario parece subyacer un criterio de relevancia médica y social, lo que convierte a la lista de ellas que encontramos en su obra en una selección muy representativa de los principales azotes de su época, aunque en él no haya un propósito explícito de presentarlas como tales.

Investigaremos, por supuesto, el uso literario que hace Cervantes de las enfermedades infecciosas, pero nuestro objetivo principal no es ése, sino investigar, utilizando como guía las referencias a ellas de Cervantes en toda su obra, con atención especial al Quijote, las enfermedades infecciosas más características de la época de Cervantes y de las epidemias que fueron el azote de aquel entonces, desde el punto de vista de su trascendencia social e histórica.

No las vamos a abordar una por una, sino que las vamos a ordenar previamente partiendo de la clasificación general de las enfermedades, según su curso o evolución y duración, en agudas y crónicas, una forma de clasificarlas que trasladamos a las enfermedades contagiosas, que dividimos, pues, en contagiosas agudas y contagiosas crónicas. Y a estas dos clases generales agregamos una tercera, la de las enfermedades contagiosas nuevas o la reaparición de antiguas conocidas, como así se las llamaba en la época y que hoy en día se suelen llamar también emergentes. No es un criterio clasificatorio insólito, sino ya usado por un historiador de la medicina tan ilustre como José María López Piñero{1}, de quien lo adoptamos. 

Así, pues, para acometer la tarea propuesta, partiremos, como hilo conductor de la exposición, de la clasificación de las enfermedades infecciosas en las tres clases generales señaladas: las enfermedades infecciosas agudas, las crónicas y las nuevas o emergentes. Pues bien, a pesar de su interés predominantemente literario por las enfermedades contagiosas, en su obra no faltan menciones a los principales males pertenecientes a cada una de estas tres clases generales, que, sin más dilación, pasamos a examinar.

Las enfermedades infecciosas agudas en el tiempo del Quijote

A esta clase pertenecen varias de las enfermedades infecciosas más explosivamente contagiosas y letales de la historia. Y de ellas las que ocupan el lugar más alto como agentes causales de morbilidad y mortandad son, sin duda, la peste y la viruela, las cuales, como se verá, están presentes en la obra de Cervantes, más la primera que la segunda. La primera ha dominado la historia desde el siglo XIV hasta el siglo XVII; y cuando empezó a batirse en retirada de Europa occidental, en las primeras décadas del siglo XVIII, la viruela, que ya había adquirido mucha fuerza en el siglo XVII, hasta el punto de igualar a la peste como causa de mortandad, toma definitivamente el relevo en el siglo XVIII para convertirse en la más mortífera de las enfermedades infecciosas agudas hasta el siglo XX.

1. La peste

La enfermedad infecciosa más veces citada por Cervantes es la peste o pestilencia, una de las más letales de todas las enfermedades contagiosas padecidas por los seres humanos en toda su historia. Nos referimos obviamente a la peste bubónica o peste negra. En el tiempo de Cervantes la peste eran una enfermedad endémica en Europa y en España, que recurrentemente venían siendo azotadas por tan terrible plaga desde el siglo XIV, desde la pavorosa pandemia de peste negra de 1347-1353, que alcanzó a España en la primavera de 1348. Aunque en realidad la primera oleada de peste que atacó Europa se remonta al reinado de Justiniano, que por ello se llama “la peste de Justiniano”, hacia mediados del siglo VI (llegó a Constantinopla en el 542), con varios brotes hasta el siglo VIII, para desaparecer después, hasta su reaparición, unos quinientos años después, como segunda oleada en la forma de la peste negra de 1348, fecha de su llegada, como hemos dicho, a España, pues a Italia, desde donde se difundió al resto de Europa, había llegado en 1347, traída por mercaderes y barcos genoveses. Y ahí no acabó todo. En la segunda mitad de ese mismo siglo XIV hubo tres periodos de peste en España: el de 1361-1381, en el que tuvo lugar la llamada “segunda mortandad” por comparación con la primera; el de 1383-1384, el de la denominada “tercera mortandad”; y un último periodo en 1395-1396. El resultado de todo ello fue una grave disminución de la población en España: la peste negra de 1348 y sus tres sucesiva epidemias mortíferas mataron uno de cada cinco españoles. Pero la peste continuó su trabajo mortífero en el siglo siguiente, convirtiendo al siglo XV en un siglo especialmente marcado por las pestes, ya que a lo largo de esta centuria los españoles padecieron al menos once periodos de peste, de forma que en cada década hubo al menos uno y a veces dos, siendo las dos décadas centrales las peores y el litoral mediterráneo el más afectado.

Los tiempos modernos, que desde el punto de vista de la historia epidemiológica de la peste no constituyen una fase distinta, sino que forman parte de la segunda gran oleada iniciada en el Medievo, no estuvieron menos sometidos al imperio de la peste. Una epidemia de ésta se inicia en el siglo XVI, que, con sucesivos brotes epidémicos, perdurará en Europa hasta las primeras décadas del siglo XVIII, hasta la mortífera epidemia de peste de Marsella de 1720; a partir de entonces la peste desaparece del escenario europeo occidental, aunque no de Europa oriental, donde varios países aún sufren brotes y epidemias de peste, como la de Moscú en 1771, e incluso aún se producirían en las primeras décadas del siglo XIX; ni tampoco del resto del mundo.

En Asia central surgirá una tercera oleada de peste a mediados del siglo XIX, que, con sucesivos brotes, duraría hasta las primeras décadas del siglo XX. El primero de ellos se extendió por China, la India y otros países vecinos; alcanzó al Mediterráneo oriental y afectó especialmente a Egipto hasta 1845. Rebrotó a fines del siglo XIX en China, donde hubo epidemias en diversos lugares del inmenso país, una de ellas en Hong Kong en 1894, a donde había viajado el microbiólogo suizo Alexandre Yersin, discípulo de Pasteur, para investigar el germen infeccioso de la enfermedad, lo que logró resolver adelantándose al japones Kitasato con la exitosa identificación del agente patógeno de la peste con la bacteria Yersinia pestis, transmitida a los humanos por la picadura de una pulga (la Xenopsylla cheopis), distinta de la pulga común o específica del hombre (la Pulex irritans), portada por la rata negra y otros roedores. De China pasó a la India y desde la India por vía marítima llegó a Portugal, al puerto de Oporto en 1899; durante las primeras décadas del siglo XX habría pequeños brotes en ciudades portuarias de Europa; y en el periodo de entreguerras del siglo XX murieron dos millones de personas en la India. Esta tercera oleada amplió su radio de acción de la peste por vez primera a África oriental, Australia y América. Desde las décadas centrales del siglo XX puede parecer la peste un problema ya superado; pero no lo es. Aunque, sin duda, se ha reducido enormemente su impacto, no ha sido erradicado; aún persiste en algunos países de Asia, África y América; y todavía, de vez en cuando, da nuevas sorpresas, como el grave brote en la India en 1995.{2}

Como bien se ve, la peste ha sido durante muchos siglos la principal fuente de catástrofes humanas, el más furibundo agente de mortandad. Y así lo era en el tiempo de Cervantes. En el siglo XVI hubo seis ciclos de epidemias de peste en España, tres en la primera mitad de la centuria, a saber: los de los años 1506-1508 1518-1523 y 1527-1530, aunque en este último caso hay dudas acerca de si realmente fue una epidemia de peste o más bien de viruelas. En la segunda mitad del siglo hubo otros tres, acontecidos durante la vida de Cervantes. El primero en 1558-1559, cuando él tenía diez años; el de 1563-1568, que empezó cuando Cervantes tenía 15 años; y el tercero, que vino precedido por un brote regional en Cataluña en los años 1588-1590, a caballo entre dos siglos, 1596-1602, remató con la puntilla el siglo XVI y se internó en el XVII, durante el cual tendrían lugar otras dos epidemias generales en España: las de 1647-1654 y 1676-1585, todo lo cual contribuiría a convertir el siglo XVII, que también en el resto de Europa fue un tiempo de pestes devastadoras, en un siglo terrible, en  “el siglo maldito”.{3} En España son menos que en el siglo anterior, pero más duraderas.

Centrémonos en la peste de 1596-1602, habitualmente llamada “peste atlántica”, por haber entrado en España por el Atlántico Norte, que nos sitúa ya en plena madurez de Cervantes, entre sus 48 y 54 años de edad, y cuando estaba ya trabajando en su magna obra. También se la conoce como “peste castellana”, por haberse ensañado particularmente con las regiones y provincias de la antigua corona de Castilla. Su estallido y decurso nos sitúan ya en el periodo de plena madurez creativa de Cervantes. Entre 1596 y 1602 estaba entre los 48 y 54 años de edad, y ya se hallaba trabajando en su magna obra. Cuando comienza la epidemia a finales de 1596 Cervantes se encontraba en Sevilla, donde tenía fijada su residencia y allí seguía residiendo cuando la peste llegó a la gran ciudad en 1599, donde todavía estaba presente en 1601. Cervantes fue testigo de los estragos de la temible afección en la capital andaluza, por los menos hasta el verano de 1600, fecha en la que se marcha a Madrid. Pero desgraciadamente no nos ha legado testimonio ni relación alguna sobre un hecho tan trascendental en la historia de España.

Sin embargo, hay un pasaje del Quijote que parece estar conectado con esta epidemia finisecular y a la vez puerta de entrada del siglo siguiente. Se trata del único pasaje del Quijote en que se alude además a la peste como una enfermedad real y no como una figura literaria que sirve de herramienta meramente retórica para hablar de otras cosas. Nos referimos al lance de la aventura de los encamisados o enlutados en la que nos presenta a un personaje que ha muerto de peste: se trata de la persona muerta trasladada en litera desde Baeza a Segovia, de donde es natural y va a ser enterrado. Don Quijote cree que algún caballero malvado le ha quitado la vida, pero cuando le pregunta a uno de los enlutados, al que dice ser bachiller, quién le ha matado, obtiene esta respuesta:

“Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron.” I, 19, 170.

Cabe preguntarse si esta alusión a “unas calenturas pestilentes” es base suficiente para sostener que Cervantes se está refiriendo a la peste negra y que lo que realmente está afirmando es que el muerto lo fue por esta enfermedad. Hay quien no ve en ello problema alguno y, sin mediar análisis alguno, da por hecho que se trata de una alusión a la peste negra.{4} Pero, a nuestro juicio, la duda es razonable y no se puede dar, por tanto, por obvia la referencia a la peste por excelencia, la peste negra, sin un análisis del asunto. En primer lugar, conviene señalar que, en el tiempo de Cervantes, y así venía siendo desde muy antiguo, se usaban las palabras “peste” y también “pestilencia” (siendo muy frecuentes ambos nombres, como así lo acredita la propia obra de Cervantes) en español, y asimismo en latín (pestis) y en los principales idiomas europeos, como designaciones de cualquier epidemia grave y explosiva, como la viruela o el tifus exantemático. Y, en segundo lugar, tampoco sirve de ayuda el sintagma completo “unas calenturas pestilentes”, pues, en general, las calenturas no son un síntoma específico de la peste negra, sino que también lo es de las demás enfermedades infectocontagiosas graves y explosivas y, en general, de cualquier enfermedad infectocontagiosa.

Sin embargo, hay dos razones que nos mueven a pensar que el bachiller, al hablar de “calenturas pestilentes”, seguramente se estaba refiriendo a la peste negra. La primera de ellas es que, cuando Cervantes mienta otros males epidémicos graves y explosivos, los llama por su nombre específico. Así es el caso en sus menciones de la viruela y del tifus exantemático, entonces llamado habitualmente “tabardillo”, que es como lo nombra Cervantes. Además, si a esto se añade el hecho de que, aunque el término “peste” o “pestilencia” se podía aplicar a otras enfermedades graves y explosivas, la peste por excelencia era la peste negra, el más perfecto prototipo de enfermedad grave y explosiva, parece bastante razonable pensar que el bachiller nos está diciendo que el caballero de la litera había muerto de peste negra.

Una última razón se funda en el contexto histórico, que aquí resulta de gran ayuda. Recuérdese que la primera parte del Quijote, a la que pertenece la aventura de los encamisados y el pasaje sobre las fiebres pestilentes, se escribió a fines del siglo XVI y primeros años del siguiente, estando terminado de escribir en 1604, cuando todavía estaba muy fresco el recuerdo de la tragedia que había sido la calamitosa epidemia, y que la historia de don Quijote y sus aventuras de la primera parte de la novela se sitúan en ese periodo. Pues bien, en tales años no hubo en España ninguna epidemia de viruela o de tabardillo, pero sí una epidemia general de peste negra, la más mortífera de todo el siglo XVI y también del siglo XVII, que dejó a su paso una mortandad de varios cientos de miles de muertos y que afectó sobre todo a toda Castilla, por donde se difundió de norte a sur, desde Santander, donde empezó y a cuyo puerto había llegado traída por un barco  procedente de Dunkerque, en Flandes, la mitad occidental de Navarra y toda la cornisa cantábrica, desde las Vascongadas a Galicia, hasta Portugal y Andalucía, que también se vio gravemente afectada y a donde también pudo llegar por el tráfico marítimo, no sin antes haber dejado devastadas ambas Castillas, la Vieja y la Nueva.

Y por lo que respecta a Andalucía, sabemos que la epidemia alcanzó también a la provincia de Jaén, a cuya capital llegó, procedente de Sevilla, a través de Córdoba, en marzo de 1602, pero, según Joaquín de Villalta{5}, quien menciona al respecto el testimonio del jiennense Alonso de Freylas, a la sazón médico en la ciudad de Jaén durante la epidemia, fue común su presencia en toda la provincia. Por tanto, nada más verosímil, desde el punto de vista histórico, que el hecho de que, en la ficción novelesca, el caballero de la litera muriese de peste en Andalucía, en la ciudad jiennense de Baeza, que dista menos de 50 Km de Jaén capital.

Esta catastrófica epidemia de peste, a la que sin duda parece referirse Cervantes, si nuestro análisis es correcto, provocó una avalancha de publicaciones muy diversas de literatura médica sobre la maligna enfermedad, ya en forma de opúsculos o folletos ya en la de libros. Fue objeto preferente de estudio por parte de los médicos más notables de la época que escribieron estudios monográficos sobre la peste castellana. Merece destacarse la aportación de Luis Mercado, una de las figuras más conspicuas de la medicina española del Renacimiento y médico de cámara de Felipe II, quien, a instancias del rey, escribió un tratado sobre la epidemia de peste que entonces devastaba España, publicado en latín primero, en 1598, y un año después en español, con el largo título de Libro, en que se trata con claridad la naturaleza, causas, providencia, y verdadera orden y modo de curar la enfermedad vulgar, y peste que en estos años se ha divulgado por toda España, a petición ya de Felipe III, de quien también fue médico de cámara, para así llegar a un sector de población más amplio al que poder suministrar conocimiento e información para saber afrontar la enfermedad y orientarse mejor antes de la epidemia y durante ella. Fue uno de los primeros defensores en España de la teoría de los seminaria del médico italiano Fracastoro, según la cual unos gérmenes vivos son los agentes causales de las enfermedades infecciosas, teoría que incorporó dentro del galenismo más ortodoxo intentando conciliarlos: los seminaria son la causa del contagio, pero se mantiene fiel a la idea de que el aire es su principal medio de difusión y contagio de la enfermedad. De su obra sobre la peste lo más sobresaliente, no obstante, es su tratamiento de la prevención colectiva de la temible plaga que entonces estaba difundiéndose por España, cuestión a la que él mismo concede el mayor relieve.

Propone dos paquetes de medidas, que merecen ser consignadas porque se mantendrían casi inalteradas durante las epidemias acontecidas en los siglos siguientes. Una primera serie iba destinada a impedir la entrada de la peste en una ciudad o lugar, entre las cuales están su aislamiento total, la limpieza y regado de las calles, la lucha contra la fetidez del aire quemando plantas olorosas (como romero, ciprés, enebro, etc.) y esparciéndolas por la localidad (como hierbas fragantes, romero, tomillo, cantueso y retama), la higiene de la ropa, eliminación de las aguas encharcadas, control de los oficios contaminantes (como los de curtidores y curadores), el abastecimiento de los alimentos, y la asistencia a los pobres y enfermos, medidas que las autoridades municipales, con el asesoramiento de los médicos, eran las encargadas de aplicar. La segunda serie de medidas está orientada a impedir, en caso de llegar la epidemia a la ciudad o lugar, a cortar su propagación, que se basa primordialmente también en el aislamiento, pero en este caso aplicado a los apestados, para lo cual el recurso fundamental es un hospital instalado en casas extramuros de la ciudad o del lugar, donde se deben confinar los apestados y quemarse sus ropas y pertenencias, si son pobres, y si son suficientemente ricos o hacendados, se les puede permitir quedarse en sus casas, pero absolutamente incomunicadas.{6}

También se ocupó de ella Cristóbal Pérez de Herrera, protomédico de las galeras y luego médico de la Casa Real, a la que consagró un libro escrito en latín y publicado en 1599, Dubitationes ad maligni popularisque morbi qui nunc in tota fere Hispania grassatur exactum medellam…, en el que empieza señalando en las primeras páginas el devastador efecto destructivo que tuvo en casi toda España, principalmente en la España interior, y llama la atención sobre el hecho de que la “enfermedad popular”, una manera habitual de referirse a la epidemia en aquel entonces, se cebó especialmente con los pobres desprovistos de los medios de vida, lo que no es sorpresa en alguien como Pérez de Herrera que se distinguió por su inquietud por el socorro a los pobres y por la búsqueda de soluciones al problema de la mendicidad, a lo que dedicó una de sus obras más importantes. Pero el tema central de su libro sobre la maligna epidemia es, como indica su propio título, el planteamiento de una serie de dudas sobre cuál es la cura más idónea y eficaz de los apestados, lo que suscitó una polémica.{7}

Fue asimismo meritoria la contribución de Alonso de Freylas, cuyo tratado sobre el tema, Conocimiento, curación y preservación de la peste (1606), lo compuso aprovechando la experiencia adquirida en la epidemia que asoló Jaén en 1602, donde ejercía de médico. Como Luis Mercado, se adhiere a la teoría de los seminaria de Fracastoro, sin renunciar tampoco al galenismo más ortodoxo. El aspecto de mayor interés de su contribución concierne, como en el caso de Mercado, a la prevención colectiva. En este terreno se opone, a diferencia de éste y de la práctica común en la época, a la instalación de hospitales especiales para los apestados, pues creía que ello favorecería la propagación de la epidemia, y a la quema de las ropas y pertenencias de los infectados, proponiendo en su lugar enviarlas a un edificio al efecto para desinfectarlas.{8}

La epidemia atlántica tuvo obviamente calamitosas repercusiones de toda índole, demográficas, económicas, sociales y políticas, que agravaron la grave crisis que España sufría en la última década del siglo XVI. El impacto de la epidemia de peste de 1596-1602 despertó la atención en su tiempo entre los escritores políticos, especialmente arbitristas y autores de memoriales, que vieron en ella una de las causas de la despoblación de España, aunque discrepaban en el grado en que afectaba a esa despoblación y acerca de su papel en el declive finisecular de España y a inicios del nuevo siglo.

Entre los que consideraron la epidemia de peste como una causa principal del descenso demográfico de España y un agravante de la crisis global que padecía sobresale el jurista riojano Martín González de Cellorigo, quien, en su memorial dirigido al rey Felipe III en 1600, dedica la primera parte a estudiar las causas de la declinación de España y, tras identificar “la disminución y falta de gente” como una causa principal de su declinación, la cual, según él, hace muchos años que se viene produciendo, el autor consagra varios capítulos específicamente al tema de la epidemia de la peste, que a él le sorprendió mientras residía en Valladolid y de la que nos ofrece, pues, un testimonio directo. En esos capítulos, amén de proporcionarnos una valiosa información de primera mano sobre el impacto de la epidemia en esa ciudad y de dar unas directrices sobre el comportamiento adecuado en tiempos de peste para atenuar sus estragos, primordialmente la despoblación que genera, el autor expresa su convicción sobre “el daño general que esta enfermedad a nuestra España ha  causado” al haber agravado notablemente la despoblación de España, la cual trajo consigo una secuela de nefastos efectos sobre la economía, principalmente el empobrecimiento del reino.{9}

Por su parte, Sancho de Moncada, teólogo y político, vuelve sobre el tema de las repercusiones demográficas de la epidemia de peste de 1596-1602 diecisiete años después de ésta, en 1519, en su Restauración política de España, dirigido también al rey Felipe III. No niega la mortandad causada por aquélla, pero disiente de la tesis de González de Cellorigo, a quien cita expresamente, de que la peste haya sido una causa tan determinante de la despoblación. Llega tan lejos en su menosprecio de los efectos demográficos de la peste que llega a cuestionar no ya sólo el papel de la peste al respecto, sino el de ésta, las guerras y la reciente expulsión de los moriscos, alegando que en los últimos años no ha habido nada de esto y, sin embargo, durante éstos es cuando ha habido más “falta de gente”. Y por lo que respecta, a la peste en concreto, argumenta que faltó más gente en los últimos tres años (es decir, entre 1616 y 1619) que la que faltó desde el año de 1598 al de 1602, con lo que parece ignorar que la epidemia de peste empezó dos años antes{10}, quizá porque él, nacido y avecindado en Toledo, toma como referencia la fecha de llegada de la peste a la capital del Tajo, a la que invadió en 1598. Pero este argumento no puede ser más sofístico, pues el hecho de que España, en caso de ser cierto lo que dice Moncada, se hubiese despoblado más entre 1616 y 1619, no invalida la despoblación habida en los años de la peste; su argumento sólo prueba, en el caso de ser correcto, que la despoblación fue mayor en los años antes señalados.

Visto el asunto desde hoy, el análisis de González de Cellorigo sobre el impacto demográfico de la epidemia de peste finisecular y sus repercusiones en la economía española de su tiempo resulta más certero que el intento de Sancho de Moncada de minusvalorarlo. Los historiadores actuales de este periodo histórico coinciden en reconocer que la peste de 1596-1602 fue una catástrofe demográfica con graves consecuencias para la economía nacional{11}, particularmente para el reino de Castilla, pues el reino de Aragón quedó a salvo de la epidemia, a excepción de Zaragoza y algunos núcleos de población en el reino de Valencia, en las actuales provincias de Valencia y Alicante.

En lo que concierne a su impacto meramente demográfico, I.A.A. Thompson la considera “con gran diferencia la crisis de mortalidad más intensa de la que se tiene constancia en la historia de la España moderna”{12}, aunque no aporta datos cuantitativos que permitan calibrar la magnitud de la catástrofe demográfica, y otros han cuantificado las pérdidas de población a causa de esta peste atlántica cargando sobre ella la pérdida de aproximadamente el 10% de los habitantes de toda Castilla, lo que equivale a la muerte de alrededor de medio millón de personas por su causa.{13}

En cuanto a la trascendencia económica de la peste atlántica, hemos de empezar diciendo que su relación con la economía fue compleja: la peste influyó en ésta, y obviamente muy negativamente, pero también hubo influencia en sentido contrario, es decir, la propia economía, que ya estaba en graves crisis cuando la peste llegó, también influyó a su vez sobre ésta incrementando tanto su poder mortífero como su poder destructivo de la economía, contribuyendo a desorganizarla y generar caos en ella, lo que a su vez generaba más mortandad. La relación entre peste y economía se desarrolló y funcionó como un proceso de catálisis que se retroalimentaba haciendo de la peste una fuerza cada vez más mortífera y destructiva de la economía. Examinémoslo.

Años antes de la llegada de la peste atlántica del 96 la economía española padecía una grave crisis, que cabe sintetizar en los siguientes puntos: el desmesurado gasto y endeudamiento de la Corona como consecuencia de las demandas de la guerra y del gran esfuerzo bélico desplegado en los años ochenta y gran parte de la de los 90, lo que condujo en 1596 a la tercera bancarrota o suspensión de pagos en el reinado de Felipe II, con su cortejo de malos efectos económicos, como la emisión de títulos de deuda pública, los llamados juros, para sufragar la deuda de la Corona, lo que tuvo efectos desastrosos para Castilla, pues desviaba un dinero que se podría haber dirigido a la inversión productiva hacia los juros, contribuyendo así a crear una sociedad rentista, un mal de que se quejaría González de Cellorigo, más interesada en vivir del cobro de los intereses devengados anualmente que en la inversión en la economía productiva; y  el incremento de los impuestos (incluso se introdujo un nuevo impuesto, el de los millones, aprobado por las Cortes en 1590, duplicado seis años después), unos impuestos que recaían sobre los reinos de la corona de Castilla contribuyendo a su empobrecimiento, especialmente el impuesto de los millones, que, al gravar, los artículos de consumo (carne, vino, aceite y vinagre) suponía una carga mayor para los sectores más pobres de la sociedad.

La caída de la actividad artesanal o manufacturera y la grave crisis en el comercio internacional agravaron la mala situación de la economía española. Pero todo esto, con ser malo, pues contribuyó a empobrecer la sociedad y a debilitarla ante el reto de afrontar la peste devastadora que estaba a punto de llegar, no fue lo peor. Lo peor, en relación con la peste y su propagación, fue el incremento general de los precios, mientras que el nivel de los salarios reales descendió apreciablemente (un 18 % por debajo del que tenían en 1588), un incremento que se dejó notar especialmente en el sector agrícola y alimenticio, cuyos precios sufrieron una inflación galopante en los años noventa previos a la peste y durante ésta a causa de una sucesión de malas cosechas, que trajeron consigo la carestía y el hambre subsiguiente, particularmente entre los sectores más pobres de las sociedad, cuya dieta se basaba en el pan.

El propio Cervantes, que entre 1587 y 1593 fue comisario de abastos encargado de requisar cereales y aceite y en 1595 recaudador de impuestos, tuvo que ser testigo, en el ejercicio de su cargo, de la serie de malas cosechas en Andalucía durante esos años, con su secuela de carestía, elevación de precios y hambre. El precio del trigo en Andalucía creció desorbitadamente entre 1595 y 1598, en vísperas de la llegada de la peste a Sevilla y toda la parte sur de la región, a donde llegó en 1599, pasando la fanega de trigo de costar 430 maravedíes en el primero de esos años a 1401 en el segundo. En Castilla la situación no era tan extremamente mala como en Andalucía, pero también las malas cosechas y la carestía determinaron un elevado incremento del precio del trigo, aunque no tanto como en Andalucía; el trigo castellano, en los mismos años antes citados, pasó de costar 408 maravedíes en 1595 a 908 en 1598.{14}

De este modo el alza exorbitante de los precios de los cereales, la carestía y la hambruna consiguientes, con sus secuelas de malnutrición y debilidad física de la población, especialmente de los más pobres, que ya sufrían malnutrición crónica, dejó el campo abonado para que la peste prosperase y se propagase diezmando la población en todos los reinos y señoríos de la corona de Castilla y gran parte de Portugal. Esta alianza entre el hambre y la enfermedad epidémica no era algo nuevo. En realidad, era la última manifestación de un hecho históricamente bien establecido: a lo largo de la historia recurrentemente se producían periodos de malas cosechas y de hambrunas, ya fuesen debidas a causas meteorológicas o trastornos del tiempo o del clima, plagas de langostas o guerras, que frecuentemente precedían a las epidemias y las acompañaban durante una parte de su desarrollo. La gran peste negra de mediados del siglo XIV, tanto en España como en el resto de Europa, estuvo antecedida por un periodo de malas cosechas y de hambre. Y lo que sucedió en España en la última década del siglo XVI fue un ejemplo más de ese fenómeno recurrente de alianza o interdependencia entre el hambre y la peste, en que el primero actúa como un agente catalizador que multiplica la fuerza mortífera de la enfermedad, una alianza, que, en general y, en particular, para el caso español de la epidemia de 1596-1602, se ha denominado “crisis mixta.”{15}

Pero se trata de un hecho bien conocido para los españoles que vivieron y padecieron la mentada epidemia, al menos entre los más reflexivos, como bien se ve en las palabras que Mateo Alemán pone en boca de Guzmán de Alfarache en su célebre novela homónima, publicada, por cierto, en pleno periodo de epidemia: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”.{16} Aunque Mateo Alemán no tiene en cuenta que el hambre también sacudió a Castilla, no tanto, no obstante, como a Andalucía, captó perfectamente que la unión entre hambre y enfermedad, esto es, entre “la enfermedad que baja de Castilla” y “el hambre que sube de Andalucía” conformaron un dúo potentemente mortífero. Pero el común de la gente, propensa a las visiones apocalípticas, podía echar mano de la imagen de los jinetes del Apocalipsis; prescindiendo del jinete de la Guerra, que no pocas veces sumaba sus fuerzas a las de los otros jinetes con ocasión de una peste o epidemia{17}, el español común de la época podía ver la terrible epidemia atlántica, que, para más señas, llegó a fin de siglo y extendió su poder mortífero hasta inicios del siguiente, como un episodio apocalíptico en que el trío de los jinetes del Apocalipsis constituido por el Hambre, la Peste y la Muerte sembraban la devastación a su paso en aquellos años en los que parecía anunciarse el fin del mundo.

La mortífera maquinaria apocalíptica funcionaba de este modo: la carestía y el hambre consiguiente precedían a la peste y cuando ésta llegaba la unión con el hambre aumentaba la mortandad. Pero ahí no acababa todo. Las medidas sanitarias adoptadas entonces para contener la peste solían fortalecer, cuando la peste no venía sola sino acompañada del hambre, como sucedió en la epidemia de 1596-1602, la unión entre ambas incrementando su potencia letal. Las principales medidas consistían en la cuarentena de los enfermos y sospechosos de contagio, la huida de las ciudades y localidades afectadas y el cordón sanitario en torno a ellas por las ciudades y localidades circundantes para cortar las vías de propagación y contagio. Pero lo que venía a suceder, en tiempos de carestía y hambre, es que éstas se agudizaban como consecuencia del cordón sanitario, lo que suponía el corte de las comunicaciones con las poblaciones vecinas y su total aislamiento. De este modo el aislamiento de las poblaciones afectadas y su incomunicación con las poblaciones circundantes intensificaban la potencia letal de la peste causando una mayor mortandad al impedir el aprovisionamiento exterior de las que estaban afectadas y aisladas.

Además, la desorganización y caos sociales que generaba la peste contribuía también a intensificar sus efectos letales. Un ejemplo de ello es la huida de la gente y no pocas veces de algunos miembros de los consejos municipales y funcionarios municipales, provocada por el pavor que suscitaba la sola noticia de la llegada del terrible mal. La huida de las ciudades y lugares afectados era recomendada por las autoridades municipales y los propios médicos. Pero frecuentemente estas huidas se producían sin orden ni concierto y, en vez de frenar, la enfermedad, se convertían en agentes de su propagación. De ello se queja amargamente González de Cellorigo, quien fue testigo de todo ello en Valladolid, donde residía cuando llegó la epidemia. Él, como los médicos y autoridades municipales de su tiempo, admitía que la huida de la gente ante la peste era una buena medida contra ella, pero sólo si se hacía respetando “las reglas de la medicina y las ordenanzas de la política”, pero si no se hacía así, sino que se huía en desbandada y sin previsión, el resultado era, según él, “hacer daños a los que quedan y aumentar la ruina y perdición de sus pueblos.”{18} Y tal es lo que sucedió, según su testimonio, en Valladolid, donde “muchos de los que de nuestra ciudad salieron cayeron en falta a toda buena política.”{19} La salida fue tan desordenada que causó situaciones verdaderamente trágicas, en las que la descomposición social que la peste generaba llegó hasta el extremo de destruir los más sagrados lazos familiares:

“Muchos desampararon a sus mujeres y otros a sus deudos necesitados, y padres a hijos, huyendo dellos, excediendo los límites de la caridad natural los unos para con los otros. También faltaron en la forma porque, precipitados del repentino temor, sin dar lugar a la prudencia y sin atender a cosa, se salieron fuera [de la ciudad] tocados ellos o algunos de su familia del mismo mal, o poniéndose a mucho mayor riesgo y peligro que el que pudieran tener guardando la vivienda de sus casas y el regado de su ciudad adonde, si se hubieran sabido conservar, evitaran infinitos trabajos, muertes y enfermedades.”{20}

Para mayor infortunio, el desorden y caos que desataba el solo nombre de peste y que eran mayores cuando ésta tenía como aliados la escasez de víveres y el hambre, también afectaban a las autoridades municipales y sanitarias, con lo que se convertían en cómplices de la propagación de la “enfermedad pestilencial” y del aumento de su capacidad de matar. En aquella época el que a una ciudad o localidad cualquiera se le colgase el cartel de ciudad o lugar apestado era, como hemos visto, una condena, por las consecuencias terribles que traía consigo, amén de la huida de la gente aterrorizada, la cuarentena y cordón sanitarios a que se los sometía, lo que en tiempos de carestía era aún mucho peor. Ante esta situación la reacción de muchos médicos y munícipes consistía no pocas veces en ocultar la llegada de la epidemia a su ciudad o lugar, y tampoco era infrecuente levantar la cuarentena antes de haber desaparecido la enfermedad y de disponer del permiso del Consejo Real para hacerlo, todo lo cual era lógicamente motivo de conflicto con las poblaciones circundantes temerosas de un posible contagio. Obviamente, estas irresponsables conductas de médicos y autoridades municipales favorecían la mortífera difusión del contagiosos mal, que proseguía su camino imparable, mientras las autoridades municipales hacían la vista gorda.{21}

Hemos visto cómo las calenturas pestilenciales de las que murió el caballero llevado en litera nos han conducido a la peste de 1596-1602, la más mortífera de todas las que ha sufrido España en toda la Edad Moderna y también hasta el momento presente. Piénsese que, en la última gran epidemia habida en España, la de la gripe de 1918, murieron 200.000 personas aproximadamente, tres veces menos de las que perecieron durante la pestilencia de fines del XVI en toda España. Sin embargo, no fue un hecho insólito en la Europa de aquel tiempo. También otros países europeos padecieron graves epidemias de peste por esas mismas fechas, como Inglaterra en 1590-1592 y Francia en 1595-1597, aunque la sufrida por España fue más grave, pero, como ha escrito Pérez Moreda, no fue especialmente catastrófica si se la compara con otras epidemias de peste en Italia, Inglaterra y Francia a lo largo del siglo XVII.{22}

En la obra de Cervantes hay más menciones a la maligna enfermedad, pero ninguna de ellas guarda relación alguna con la realidad de ésta ni menos aún con epidemia alguna, pues en esas menciones las palabras “peste” y “pestilencia” se usan como recurso literario. En la novela El amante liberal echa mano del poder mortífero de la peste para designar el doble mal análogamente mortal que padece el protagonista en el interior de su alma, agitada por la doble peste de, por un lado, los desdenes y desagradecimiento de su amada, y, por otro, los celos, dejando su alma, como efecto del combate mantenido con ellos, hundida en la angustia:

“¡Mira, pues, si llegándose a la angustia del desdén y aborrecimiento la mayor y más cruel rabia de los celos, cuál estaría mi alma de dos tan mortales pestes combatida!”{23}

En la trágica Numancia la peste ya no es un mal que actúa en el interior del alma, sino en el mundo exterior: ahora el poder mortal de la peste es el del hambre de que morían los numantinos durante el sitio de Numancia por los romanos, como el joven muerto de inanición de que se habla en este pasaje:

“Murió de mal gobierno [sustento, mantenimiento]:
la flaca hambre le acabó la vida,
peste cruel, salida del infierno.”{24}

Cervantes muestra preferencia por el vocablo más largo “pestilencia”, que emplea el doble de veces que el más corto de “peste”, lo que viene a coincidir con el uso de la época, en la que era muy usual el empleo de la denominación más larga. Dos de ellas corresponden a pasajes del Quijote y ambas tienen que ver con el amor y la atracción entre los sexos. En la primera de ellas, Cervantes nos presenta el amor como una enfermedad, un tópico característico del Renacimiento, recuperado de la Antigüedad clásica, al que dota de una gran fuerza expresiva, un tanto hiperbólica, al describirlo nada menos que como una pestilencia. Tal es lo que hace el propio don Quijote, en su discurso sobre la Edad de Oro, al contrastar los dorados tiempos en los que las doncellas estaban a salvo de la desenvoltura y lascivia ajenas, y si alguna se echaba a perder era por su propio gusto y voluntad, con los detestables siglos de su presente histórico, en los que no están seguras, ni aunque estén recluidas, sino que son víctimas de “la amorosa pestilencia” de caballeros malvados, de los que don Quijote piensa defenderlas:

“Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna [doncella], aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta, porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste”. I, 11, 98

En la segunda las mujeres ya no son víctimas de la amorosa pestilencia de los hombres, sino que ellas mismas son las agentes de la pestilencia, en virtud de la cual la mujer con su poder de atracción y el desdén a sus pretendientes puede ser más letal, declara Pedro hiperbólicamente, que una verdadera pestilencia y ése es el caso de la bella y libre Marcela, quien, por medio de esa combinación pestilencial de su fuerza atractiva y su desdén, les causa un daño tal a sus rendidos pretendientes, que los conduce a la desesperación o al suicidio:

“Y con esta manera de condición [trata a sus pretendientes cortés y amigablemente, pero rechaza sus pretensiones amorosas] hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia, porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse”. I, 12, 108

La idea del amor como pestilencia se repite en otras obras cervantinas, como en la novela La ilustre fregona, donde la mera fuerza de atracción ejercida por la hermosura de la protagonista sobre Avendaño lo deja atónito, suspenso y embelesado, lo que induce a su amigo Carriazo a pensar que aquél ha sido herido por la amorosa pestilencia:

“El cual [Carriazo] por mil señales conoció como su amigo venía herido de la amorosa pestilencia.”{25}

Considerar el amor como una enfermedad ya es en sí mismo una hipérbole; no digamos su tratamiento como una peste o pestilencia. En cambio, los celos se prestaban mejor a ser tratados como una enfermedad, y así se hacía en la época. No es, pues, de extrañar que Cervantes, que normalmente se refiere a los celos como algo patológico, ya desde su primera obra, La Galatea, donde nada menos que por tres veces el pastor Damón los describe como tales: “Esta maldita dolencia de los rabiosos celos”, “La enfermedad de los celos”, “Esta enfermedad sin remedio”{26}, eche mano, en esta misma obra, también del símil de la fatal enfermedad contagiosa para presentarnos los celos como una forma de pestilencia, igualmente utilizando como portavoz al mentado pastor Damón:

“Entre todos los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos.”{27}

Asimismo, Cervantes emplea varias veces el término “pestífero”, dos de ellas en el Quijote y en relación con Dulcinea. En un primer pasaje, el hedor exhalado por los enfermos de peste, que era uno de los síntomas característicos de la enfermedad y en la época se tenía por el prototipo del mal olor, del más repugnante{28}, le sirve a don Quijote para describir hiperbólicamente el mal olor de la labradora del Toboso, que don Quijote cree ser Dulcinea encantada:

“Hallela encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera”. II, 32, 799.

En un segundo pasaje, se recurre a la peste como fuerza maligna, una idea muy común entonces, como bien se puede apreciar en el título del libro sobre la peste de 1596 de Cristóbal Pérez de Herrera, en el que se designa la peste como un “morbo maligno”, para caracterizar el género de maldad de los enemigos o perseguidores de Dulcinea:

“Y cuando se cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos gerifaltes que la persiguen”. II, 41, 862

De modo similar en la novela El celoso extremeño el mal por antonomasia, como así era vista la peste, se utiliza para resaltar, de nuevo hiperbólicamente, la maldad de un personaje, en este caso de la dueña encargada del cuidado y vigilancia de Leonora, la esposa del muy celoso Carrizales, pero que descuida su tarea y deja pasar a un seductor al interior de la casa y se vea con la mentada esposa. Es el propio afectado, Carrizales, el que, herido en lo más hondo por la supuesta infidelidad de Leonora, que en realidad no se ha producido y de la que culpa también a la dueña por su complicidad con el seductor, se refiere a ella en términos tan duros:

“Esta madrugada hallé a ésta, nacida en el mundo para la perdición de mi sosiego y fin de mi vida -y esto, señalando a su esposa-, en los brazos de un gallardo mancebo, que en la estancia desta pestífera dueña ahora está encerrado.”{29}

Un cuarto y último uso de “pestífero” se encuentra en el Persiles, donde la peste como prototipo de enfermedad maligna sirve ahora para calibrar la malignidad de la enfermedad llamada manía lupina, como según el anciano astrólogo Mauricio la llaman los médicos, o licantropía, la cual incita a los que la padecen a creer haberse convertido en lobos y aúllan y se comportan como si lo fueran:

“Los cuales, antes que le dé tan pestífera enfermedad, lo sienten y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren, porque si no se guardan, los hacen pedazos a bocados.”{30}

“Peste”, “pestilencia” y “pestífero” son palabras usadas por Cervantes numerosas veces, como acabamos de ver, como recurso meramente literario, aparentemente inocente y desligado de la realidad de su tiempo. Sin embargo, un uso tan llamativo y frecuente y precisamente de palabras designativas de la enfermedad más terrible de la época y no de otras no tan graves no es fácil verlo como una casualidad o algo desconectado de la sociedad en la que esa enfermedad era el mayor azote y más cruel conocido. El que Cervantes se deje inspirar con fines literarios por los diferentes aspectos de la fatal enfermedad, como particularmente su letalidad y malignidad, no deja de ser un eco, si bien de modo indirecto, de la percepción que entonces se tenía de la peste como una enfermedad poderosamente mortífera, como el mal por excelencia, cuyo sólo nombre despertaba en las gentes pavor y terror.

2. La viruela

La viruela, una enfermedad también aguda, muy contagiosa y altamente mortífera, especialmente entre los niños, y que, con el tiempo, como ya adelantamos, se convertiría, cuando la peste remitiese en Europa occidental en las primeras décadas del siglo XVIII, en el relevo de ésta como el peor flagelo tanto en Europa como en el resto del mundo, aparece en la obra cervantina una única vez y no como figura literaria, sino como una enfermedad real que deja horribles huellas en quienes sobreviven a ella. Esa única aparición se halla en el Quijote y lo hace como enfermedad a la que ha sobrevivido un personaje muy secundario, la joven doncella Clara Perlerina, a la que sólo conocemos por la mención que de ella hace otro personaje, el labrador de Miguel Turra, igualmente muy secundario y de la que éste nos pinta los estragos que en el cuerpo de la doncella ha causado la viruela:

“La doncella es como una perla oriental, y mirada por el lado derecho parece una flor del campo: por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquellos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes”. II, 47, 906

La viruela se extendía velozmente entre los humanos por contacto directo con el infectado o con objetos contaminados y se la temía no sólo por el alto riesgo de muerte que el contraerla suponía, sino también por las secuelas que dejaba más o menos graves en los supervivientes, como la desfiguración en el cuerpo en forma de cicatrices o pozos en el rostro, como le sucede a Clara Perlerina (a quien esto le sucedía se decía que tenía la cara picada de viruelas), o la esterilidad para la procreación o daños peores, como quedarse ciego o semiciego, como le sucede también a la desafortunada doncella. No obstante, tenía un aspecto positivo y es que los que sobrevivían a ella quedaban inmunizados de por vida.

La viruela tiene un origen muy antiguo. Ya era conocida en el antiguo Egipto y en el Asia oriental antigua, pero en Europa no hay pruebas de su presencia hasta la Edad Media, si bien durante ésta parece que no llegó a revestir mucha gravedad{31} o, al menos, no tanta como tuvo en los tiempos modernos. Es, en efecto, ya en el siglo XVI cuando adquiere mayor gravedad en Europa y sobre todo en el Nuevo Mundo; y en el siglo XVII llegaría ser mucho más letal en todas partes, no sólo en Europa, tanto o más mortal que la peste: mataba alrededor de un tercio de las personas infectadas, a la mitad de los niños y de las mujeres embarazadas.{32}

Por lo que respecta a España, en el tiempo de Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y XVII, hubo varias epidemias de viruelas importantes: en 1578 en Castilla, mientras Cervantes estaba cautivo en Argel; en 1585 y 1587 en Madrid, años en los que residía en Madrid y pudo ver de cerca los estragos de la enfermedad; en 1600 en Galicia, de la que sólo pudo tener noticias; y en  1622, seis años después de la muerte de Cervantes, tendría lugar en Sevilla la primera epidemia importante del siglo XVII en la España europea.{33} Porque en la España americana la cosa fue muchísimo peor. Mientras en la España europea se había convertido en endémica, en los dominios españoles del Nuevo Mundo el avance de la viruela, tras su llegada a finales de 1518 o inicios de 1519, fue explosivo y veloz, causando a lo largo del siglo XVI, en sucesivas oleadas, un colosal descalabro demográfico entre la población nativa, que, a diferencia de los españoles, era más propensa a contraer la enfermedad. También los españoles enfermaban y morían de viruelas en América, pero ésta era muchísimo más letal entre los aborígenes, para quienes la enfermedad era totalmente nueva y desconocida y carecían, por tanto, al no haber estado jamás expuestos a ella, de resistencia genética e inmunitaria de la que disponían, en cambio, los españoles y demás europeos trasplantados a América, gracias a la inmunización adquirida por contacto secular en Europa con los gérmenes portadores.

Fue introducida en América por los conquistadores y pobladores españoles y se convirtió en causa principalísima del despoblamiento de la América española, diezmando la población nativa y causando la desaparición de numerosos pueblos amerindios. Con aquéllos llegaron más enfermedades infecciosas, pero la viruela fue la más mortífera de las importadas por los españoles y luego por los portugueses a América, mucho más de lo que lo fueron el sarampión, la influenza o gripe y el tifus, que conjuntamente, con la viruela, componen el grupo de enfermedades que más contribuyeron al hundimiento demográfico de los pueblos amerindios y sin duda desempeñaron un papel crucial en el avance de la conquista y población españolas de América.{34} Todo esto significa que, en comparación con la mortandad causada por los gérmenes patógenos, la generada por la guerra y las armas fue un factor muy secundario: murieron muchísimos más nativos en sus camas víctimas de esos gérmenes que por la guerra en el campo de batalla o por las armas.

No fue, sin embargo, el virus de la viruela el primero en llegar a América. Lo habían hecho antes que él, el de la gripe (en 1493), que produjo el primer contagio y epidemia de relevancia habidos en la isla de La Española, el primer territorio americano tomado, poblado y colonizado por los españoles bajo el mando de Colón; y el del sarampión (en 1502). Mientras que la viruela no lo hizo hasta diciembre de 1518 o enero de 1519, también en La Española; pero no tardó en superar a sus competidores en parasitar y contagiar a los aborígenes. A partir de entonces, la viruela inició una carrera imparable, primero en las islas del Caribe, luego se trasplantó a México y desde ahí inició un recorrido devastador desde el Norte, por Centroamérica, hasta América del Sur.

La primera fase de su trayecto tuvo lugar en La Española, siendo su capital, Santo Domingo, el epicentro de su mortífero despliegue, primero por toda la isla y luego por las demás islas caribeñas. Tan sólo en Santo Domingo exterminó en poco tiempo a un tercio o la mitad de los nativos, los taínos, que, según cálculos actuales, eran unos 100.000 en el momento de la llegada de Colón en 1492,{35} de los que treinta años más tarde sólo quedaba un 10 %, es decir, unos 10.000; y en 1535 ya no quedaba taíno alguno en la isla. La viruela saltó a las demás grandes islas antillanas, donde produjo matanzas similares de nativos. Esta fase concluye con el salto de la viruela desde Cuba al continente, a las costas del golfo de México, lo que señala el arranque de una nueva fase en el viaje de la fatídica enfermedad por América.

La segunda fase tiene como principal escenario el territorio del Imperio azteca, donde la viruela desempeñó un papel decisivo en su caída. Traída desde Cuba en 1520 por un esclavo negro infectado, miembro de la expedición de Pánfilo de Narváez, la enfermedad se difundió por el centro de México, llegó a la capital Tenochtitlán, a la que asoló durante dos meses. El resultado fue la mortandad de una alta proporción de población nativa, incluido el emperador Cuitláhuac, casi la mitad de ésta. Esta hecatombe demográfica de las poblaciones del centro de México dio a los españoles, comandados por Hernán Cortés, una ventaja decisiva que supieron aprovechar para vencer a los aztecas en 1521, una victoria de la que surgió la fundación del virreinato de Nueva España. Pero el desastre demográfico no terminó ahí, pues la epidemia prosiguió su camino hacia el sur; se extendió entre los pueblos del altiplano de Guatemala, exterminando un tercio de sus habitantes; luego les tocó el turno a los nativos de Honduras y Panamá en 1527, desde donde se expandió hacia el sur hasta alcanzar los confines septentrionales del Imperio inca, con lo que se inicia la tercera fase de la expansión de la epidemia.

Esta tercera fase tiene como escenario principal el territorio del Imperio inca, por donde la viruela se propagó tan rápidamente como lo había hecho en México y causando igualmente una gran mortandad entre los incas, incluido a su emperador Huayca Cápac y su sucesor designado, lo que desencadenó un periodo de inestabilidad política al enzarzarse los otros dos hijos del fallecido emperador, Atahualpa y Huáscar, que se disputaban el trono vacante, en una guerra civil. De este modo, la viruela se convirtió en una aliada decisiva de Pizarro en la conquista del Imperio azteca, como antes lo había sido de Cortés en la conquista de México.

Tras esa primera gran epidemia general de viruela en América, ya no hubo ninguna de ese calado, pero sí epidemias que se propagaron por territorios muy amplios. Así en 1538 surgió una segunda epidemia en México, donde no reaparecería hasta el siglo siguiente, en 1617. Independientemente de la de México, entre 1561 y 1563 hubo otra en Brasil, donde la introdujo un barco de esclavos procedentes de África, atracado en el puerto de Bahía. Y también Sudamérica se vio golpeada por la viruela hacia 1555, cuando unos esclavos infectados de La Española la portaron a Bogotá, importados por el obispo de la ciudad. Y ya a finales del siglo XVI, las epidemias de viruelas de 1585-1591 embistieron con saña al Perú y a Colombia. La primera oleada se cebó con el Perú en 1585, sin que la antigua capital imperial del Cuzco pudiera librarse, a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron para impedirlo, incluida la nueva capital, Lima. También atacó a Quito en 1585, donde rebrotó en 1587 durante nueve meses, se propagó a la sierra ecuatoriana, donde se mantuvo hasta 1590. En 1588 se expandió por Colombia. A pesar de los esfuerzos de la comisión encargada por el virrey de impedir el avance de la enfermedad hacia el sur y asistir a los enfermos, ésta llegó a la capital Lima en 1589 y a finales de año se ensañó por segunda vez con Cuzco. Enfermaron y murieron también europeos, pero muchos menos que los nativos. Se calcula que pudo haber muerto un tercio de la población, de la cual alrededor de la mitad de las víctimas eran niños.{36}

Terminemos este asunto de lo que supuso la viruela en la América española con dos consideraciones finales. La primera concierne a la forma como los españoles abordaron esta enfermedad y demás infecciones en el Nuevo Mundo y les hicieron frente. Es incuestionable la catástrofe demográfica causada entre los indígenas en el Nuevo Mundo, que algunos cifran en un 90% de mortandad de éstos, por las enfermedades infecciosas, transportadas involuntariamente por los españoles. Pero también es igualmente incuestionable que estos mismos españoles que, sin saberlo, portaban, con ellos, los gérmenes que iban a ser letales para los nativos americanos hicieron todo lo humanamente posible, con los medios a su alcance en su tiempo, para atenderlos y salvarlos de la enfermedad y de la muerte. Y como no se disponía de remedios para curar, centraron todos sus esfuerzos en las medidas preventivas para impedir la expansión de las infecciones y epidemias; y en cuidar a los enfermos y en evitar que quedasen abandonados, cuando no tenían familiares que los cuidasen o los habían perdido por causa de la epidemia, y si algunos lograban superar la enfermedad, tanto mejor.

Pusieron en marcha, para combatir la viruela y demás epidemias, y frenar su propagación, los mismos procedimientos que se empleaban en España durante las epidemias de peste del siglo XVI: la cuarentena, el cordón sanitario, los hospitales, los enterramientos en fosas comunes fuera de las ciudades, la limpieza de las calles, quema de las ropas de los infectados o los difuntos y de la de sus camas, etc. Y más allá del tiempo del Quijote, cuando los españoles dispusieron de un medio más eficaz de salvar vidas humanas, como la vacuna de Jenner contra la viruela, la Corona española, que pretendía “ocurrir a [prevenir o anticiparse] los estragos que causan en sus dominios de Indias las epidemias frecuentes de Indias”, patrocinó una gigantesca operación de vacunación antivariólica, la célebre expedición con destino a las Indias occidentales y orientales españolas, dirigida por Balmis y por Salvany, que zarpó de España a finales de 1803 y que entre 1804 y 1806 realizó cientos de miles de vacunaciones en todos los territorios de la América española y de Filipinas. Una gesta que no tiene paralelo en ninguna otra potencia imperial europea de la época.

La segunda consideración atañe precisamente a la muy diferente repercusión en la población nativa de la América española y de Filipinas de los gérmenes patógenos exportados desde la metrópoli. Los enormes descensos de la población amerindia no se produjeron en la población nativa filipina, la cual inversamente a lo sucedido en los dominios españoles americanos fue creciendo paulatinamente. No hubo epidemia alguna entre los indígenas tras el primer contacto entre filipinos y españoles a la llegada de la expedición de Magallanes en 1521; tampoco hubo epidemia alguna demográficamente catastrófica a partir de la conquista española de las islas Filipinas en 1565. De hecho, entre 1565 y 1898, fin del dominio español en las Filipinas, se produjo un crecimiento demográfico constante, a una tasa media anual de casi un uno por ciento. Según el médico e historiador de la medicina Francisco Guerra, la explicación más plausible de este hecho es que los indígenas filipinos, a diferencia de los amerindios, habían estado expuestos a los gérmenes procedentes del Asia continental, cercana a ellos, lo que les había permitido desarrollar cierta inmunidad.{37}

En el momento de cerrar esta sección se impone hacer una observación comparativa entre las grandes protagonistas de ella: la peste y la viruela, que tienen en común el ser altamente contagiosas y dotadas de un enorme poder de enfermar y de matar. Pero de las dos, la viruela ha resultado ser históricamente mucho más mortífera, aunque comúnmente se tienda pensar que ha sido la peste. Esta ha sido más explosivamente mortífera en alguna de sus fases que cualquier otra. La pandemia de peste negra de 1346-1352 mató más gente y en menos tiempo que ninguna otra antes y después. Pero en periodos de tiempo más largos la supera con creces la viruela, a la que se le atribuyen más de 300 millones de muertos, que casi triplica el número de muertos causados conjuntamente por las tres grandes oleadas de peste, que suman un total de unos 112 millones de muertos.

En el tiempo de Cervantes había otras importantes enfermedades infecciosas de evolución aguda, a saber, el sarampión, la gripe y el tifus, que ya hemos mencionado de pasada. Del último no diremos nada ahora, porque lo abordaremos en la sección sobre las enfermedades nuevas, pues así lo era en el siglo XVI o, al menos, así se conceptuaba. A las otras dos no les damos un tratamiento especial o similar al de la peste o la viruela, porque sencillamente Cervantes no las menciona jamás en su obra. Pero, puesto que formaron parte importante de su época, no podemos cerrar esta sección sin dar por los menos unas breves pinceladas sobre ellas.

Por lo que respecta al sarampión, de origen vírico, sus principales características son su extrema contagiosidad y el atacar primordialmente a los niños. En la España del siglo XVI el sarampión era una enfermedad endémica y las epidemias de sarampión eran habituales, pero benignas; quizás ésa sea la razón por la que Joaquín de Villalba en su clásico libro sobre la historia de las epidemias en España{38}  lo ignora y omite tratarlo. En cambio, en la España americana, por las razones explicadas a propósito de la viruela, fue muy maligno, siendo su poder mortífero entre los pueblos nativos casi igual a la de la viruela. Introducido allí posiblemente en 1502, rápidamente se esparció por los dominios españoles americanos: a inicios de la década de 1530 ya había alcanzado al Perú y a la Nueva España, diezmando la población a su paso.

La gripe, también llamada influenza, palabra italiana, apareció periódicamente en Europa a partir de 1510, al parecer procedente de Italia, a donde a su vez había llegado desde Oriente. Desde el siglo XIV se venían produciendo en Italia epidemias de gripe, a la que llamaron del modo indicado porque se creía que su causa era la influencia de las estrellas. Desde esa fecha se produjeron en Europa treinta y una pandemias, algunas muy mortales. A España llegó también desde Italia y hubo epidemias de gripe en Barcelona en 1562 y 1580, que afectaron muy gravemente a los ancianos.

Pero, como en los casos del sarampión y la viruela, su mayor potencia mortífera la desplegó en la España americana, donde se introdujo en 1493, con ocasión del segundo viaje de Colón a América. En esta fecha se declararon los primeros casos en La Isabela, ciudad costera fundada en el norte de La Española, y la enfermedad se propagó rápidamente por la isla y de esto modo la gripe fue la causante de la primera mortandad importante de indígenas. En el siguiente cuarto de siglo de exploración española del Caribe se difundió por todas sus islas y por el istmo de Panamá, y además reapareció en 1514-1517 en el Caribe. Una vez dado el salto al continente hacia 513, no tardó en llegar a México, donde ya estaba presente en 1519, ni al Perú, donde ya en 1524 produjo una epidemia que abrió el camino a los españoles para emprender la conquista del Imperio inca. A partir de entonces las epidemias de gripe fueron recurrentes en todo el virreinato del Perú en los siglos XVI y XVII.{39}

Cervantes no alude, como dijimos, al sarampión ni a la gripe, pero sí, en cambio, al inofensivo catarro o resfriado común, al que entonces también se llamaba “romadizo” y al acatarrarse, “romadizarse”, vocablos asimismo empleados por él. En el Quijote es mencionado dos veces: la primera vez en un pasaje en el que a don Quijote se le ocurre como posible explicación de que Sancho no haya olido la fragancia aromática de Dulcinea, en su supuesto encuentro con ella en el Toboso, el que estuviera “romadizado” (I, 31, 312). La segunda en el pasaje en que el personaje estrafalario del primo humanista, en el libro que dice tener escrito o estar escribiendo, como suplemento al del humanista italiano Polidoro Virgilio sobre la invención de las cosas, declara haberse ocupado de investigar “quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo” (II, 22, 718), una cuestión olvidada, nos dice, por el humanista italiano, y que  él piensa haber subsanado con su provechosa aportación. Fuera del Quijote, contamos con una ocurrencia del catarro, con el nombre ahora de “romadizo”, en la comedia La casa de los celos, en la que el pastor Corinto asegura que nunca lo ha tenido: “Porque en mi vida sentí/ romadizo en mis narices”{40}

Notas

{1} Véanse sus excelentes libros Breve historia de la medicina, Alianza Editorial, 2000, págs. 19, 30 y 42; y La medicina en la historia, La Esfera de los Libros, 2002, págs. 647, 652 y 656.

{2} Para la idea de la historia epidemiológica de la peste como una secuencia de tres grandes oleadas, ciclos o pandemias y una presentación escueta de cada una de estas pandemias de peste puede véase López Piñero, La medicina en la historia, págs. 163-4 y 647-8; una exposición más amplia y detallada, aunque centrada en el impacto en España de la segunda gran pandemia, en José Luis Betrán Moya, Historia de las epidemias en España y sus colonias (1348-1919), La Esfera de los Libros, 2006, cap. 1; y una exposición extensísima, enormemente detallada y eruditamente documentada en Xavier Sistach, Insectos y hecatombes I. Historia natural de la peste y el tifus, RBA, 2012, págs. 227-363.

{3} Véase Geofrey Parker, El siglo maldito, Planeta, 2013, especialmente págs. 166-174.

{4} Tal es el caso, por ejemplo, del médico e historiador de la medicina Pedro García Barreno, “La medicina en El Quijote y en su entorno”, La ciencia y El Quijote, dir. José Manuel Sánchez Ron, Crítica, 2005, págs. 155-179, especialmente pág. 171.

{5} Cf. su Epidemiología histórica, II, Imprenta de don Mateo Repullés, 1802, pág. 23.

{6} Sobre Luis Mercado, véase López Piñero, La medicina en la historia, págs. 280-1; Antonio Carreras Panchón, La peste y los médicos españoles del Renacimiento, Universidad de Salamanca, 1976, págs. 46-7; y Xavier Sistach, op. cit., págs. 416-420.

{7} Sobre Pérez de Herrera, véase su interesante mención en Pierre Vilar, “El tiempo del ‘Quijote’”, Crecimiento y desarrollo, Crítica, 2001 (1ª ed. en francés, 1964), pág. 281; y Carreras Antón, op. cit., págs. 47 y 48.

{8} Sobre Alonso de Freylas, véase Joaquín de Villalba, op. cit., págs. 22-25; López Piñero, op. cit., pág. 281; y María Dolores Rincón González, “Alonso de Freylas”, Diccionario Biográfico-español, Real Academia de la Historia, www.dbe.rah.es.

{9} Véase su Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, Instituto de Estudios Fiscales, 1991, págs. 19-42.

{10} Cf. Restauración política de España, Instituto de Estudios Fiscales, 1974, discurso segundo, especialmente págs. 133 y 135.

{11} Véanse, por ejemplo, John Elliot, La España imperial 1469-1716, Vicens Vives, 1965, págs. 323-4; “Máquina insigne’: La Monarquía Hispana en el reinado de Felipe II,”, en Antonio Feros y Juan Gelabert (Dirs.) España en tiempos del Quijote, Taurus, 2004, págs. 57-8; I.A.A. Thompson, “La guerra y el soldado”, op. cit., pág.165-6; y Juan E. Gelabert, “La restauración de la república”, op. cit., págs. 200-1 y 210-3.

{12} Cf. op. cit., pág. 166.

{13} Tomamos los datos de Juan E. Gelabert, op. cit, pág. 210, cuyas estimaciones, de las que omite su fuente, están hechas sobre la base de una población castellana a principios del siglo XVII de 4’8 millones, lo que exactamente supone una pérdida de 480.000 habitantes y, dado que, según la estimación que ofrece, la población española en esas mismas fechas era de unos 6 millones de habitantes, el número de muertos por la peste en toda España fue de unos 600.000. Vicente Pérez Moreda, un gran especialista en la historia epidemiológica de España, presenta unas estimaciones similares en su libro Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI-XIX, Siglo XXI de España Editores, 1980, pág. 280) da una cifra total de mortalidad de unas 600.000 víctimas del total de la población española; y en “La población de España y las Indias en los siglos XVI y XVII”, Boletín de la Real Academia de la Historia, Tomo 107, Cuaderno 3, 2010, págs. 513-533, calcula el número de muertos de peste, en toda Castilla, en unos 500.000, equivalente al 9’43 % del total de su población, lo que ya había anticipado en su libró citado, aunque allí se limitaba a hablar de un porcentaje inferior al 10 por 100 de fallecidos del total de la población de los reinos de Casilla, pero sin dar el dato del número aproximado de muertos que ahora sí da.

{14} Para los datos sobre los precios del trigo andaluz y castellano, véase Jean Vilar, op. cit., pág. 281.

{15} Así Pérez Moreda, op. cit. págs. 82 y 266.

{16} Guzmán de Alfarache (1599), I, Cátedra, 2006, libro II, cap. 2, págs. 274-5.

{17} Recordemos que la mismísima gran peste negra de 1346 llegó a Europa durante el asedio y conquista por los mongoles de Caffa, en Crimea, una colonia genovesa, donde los sitiadores mongoles contagiaron a los sitiados genoveses y de este modo la guerra se convirtió en un vehículo difusor de la peste, como también lo había sido, a inicios del siglo VIII, cuando los árabes asediaron Constantinopla en el 708 y durante el cerco la peste se pasó de los cercadores a los cercados.

{18} Op. cit., pág. 25.

{19} Op. cit., pág. 27.

{20} Ibid.

{21} Un buen ejemplo de todo esto, de la acción del tándem carestía, en un año de malas cosechas, y peste, con todos sus efectos, así como de los intentos de ocultar su llegada y de fingir su final meses antes de contar con la autorización real para levantar la cuarentena, lo que condujo a la propagación del mal en varias poblaciones de las provincias de Valencia y Alicante, puede ilustrarse con lo acontecido en Almansa, en la provincia de Albacete, un caso muy bien estudiado por Alfonso Arráez Tolosa, “El paso de la epidemia de la peste atlántica de 1596-1602 por Almansa”, Al Basit, nº 63, Instituto de Estudios Albacentenses “Don Juan Manuel”, 2018, págs. 175-214. Accesible en la red.

{22} Cf. La crisis de la mortalidad en la España interior, pág. 279.

{23} Novelas ejemplares, I, Cátedra, 1982, pág. 142.

{24} Numancia, acto II, vv. 945-947, en Teatro completo, pág. 949.

{25} Novelas ejemplares, II, pág. 150.

{26} Op. cit., III, págs. 371 y 372; también en otras obras vuelve sobre el tema de los celos como enfermedad reiteradas veces, como en Persiles, I, 23, pág. 272; II,6, págs. 320 y 321.

{27} La Galatea, III, pág. 369.

{28} Juan Luis Vives, por ejemplo, pinta el olor despedido por los cuerpos de los apestados como “un hedor fétido” en El socorro de los pobres (1526), Tecnos, 2007, I, 5, pág. 26; y el médico barcelonés Bernat Mas se refiere en 1625 al aliento de los apestados exactamente en los mismos términos: “olor fétido, malo y pudente”, citado por Betrán Moya, op, cit., pág. 31, a quien en la traducción del original en catalán se le cuela un catalanismo, “pudente” (del catalán “pudent”), que no existe en el léxico español y que en catalán significa “maloliente”, “hediondo”.

{29} Novelas ejemplares, II, pág. 133

{30} Persiles, I, 18, págs. 244-5.

{31} Véase López Piñero, La medicina en la historia, pág. 648.

{32} Así lo afirma Parker, op. cit., págs. 166 y 167.

{33} Véase Betrán Moya, op. cit., pág. 87.

{34} Sobre este asunto de la importancia decisiva de los gérmenes letales en la conquista y población españolas del Nuevo Mundo véase Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero, Debate, 1998 (1º ed. inglesa, 1997), págs. 241-243; y Betrán Moya, op. cit. págs. 71-72.

{35} Entre los diversos tratadistas del asunto hay disparidad de criterio al respecto: Diamond, op. cit., pág. 245, da la cifra muy exagerada de nada menos que unos ocho millones de habitantes de La Española; Betrán Moya, op. cit., pág. 74, da la cifra incomparablemente más modesta de 200.000; y en el documental histórico estadounidense, El último viaje de Cristóbal Colón (título original: Columbus: The lost voyage), de 2007, realizado con la intervención de historiadores, arqueólogos y otros especialistas en el tema, emitido numerosas veces por el canal de Historia, se rebaja la cantidad a 100.000, que es a la que nos atenemos.

{36} Para una buena síntesis de la letalidad de la viruela y otras infecciones en la América española, véase Betrán Moya, “Las epidemias y el Nuevo Mundo”, op. cit., págs. 67-102, especialmente, para el caso de la viruela, págs. 86-94. Sólo una pega tenemos que ponerle al autor en el tratamiento del asunto y es el que utilice, por dos veces, la palabra “holocausto” (págs. 73 y 90) para referirse a la catástrofe demográfica de la población del Nuevo Mundo, lo que a nuestro juicio es muy desafortunado, pues esa palabra está muy marcada por haberse acuñado especialmente para designar el exterminio sistemático por el régimen de la Alemania nazi de los judíos y otros grupos humanos; también puede usarse, según la primera acepción del Diccionario de la Lengua Española de la RAE, para designar una gran matanza de seres humanos. Ninguna de estas acepciones ampara el uso que hace Betrán, puesto que en América no fueron seres humanos, en este caso los españoles, los que mataron a los indígenas en masa, sino gérmenes infecciosos mortíferos. Nada que ver. ¿Llamaría el autor, de acuerdo con su propia lógica, holocausto a las matanzas en masa causadas en Europa por los gérmenes patógenos llegados de Asia, de los que fueron víctimas las poblaciones europeas durante muchos siglos, empezando por la gran peste negra de 1346? En ningún momento, al autor se le ocurre semejante proceder. ¿Por qué en el otro caso sí?

{37} Véase su Epidemiología americana y filipina, 1492-1898, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1999, págs. 16-19.

{38} Cf. Epidemiología española, o historia cronológica de las pestes, contagios, epidemias y epizootias que han acaecido en España desde la venida de los cartagineses hasta el año de 1801, 2 tomos, 1802, disponible en www.books.google.es.

{39} Sobre el sarampión y la gripe en la España europea y en la América española, véase Betrán Moya, op.cit., págs. 85-86 y 75-77 respectivamente.

{40} Teatro completo, acto III, vv. 2012-3, pág. 166.

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