El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 194 · enero-marzo 2021 · página 4
Filosofía del Quijote

La filosofía política del Quijote (II): la monarquía y el gobierno

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (65)

lerma

Hay diversas formas de entender el orden y concierto del Estado y de cómo mantenerlos, pero para Cervantes, como para la inmensa mayoría de las gentes de su tiempo, la más perfecta encarnación del orden y el concierto armónico entre las partes de la república y su mejor garante es la monarquía. Cervantes, en efecto, participa de la creencia generalizada de que la monarquía es la mejor forma de organizar el Estado, en definitiva, el mejor sistema político, el más eficaz garante de la estabilidad y continuidad del Estado como sociedad ordenada y concertada. En fin, usando el propio lenguaje del ilustre escritor puede afirmarse que, para él, la monarquía es el paradigma de una república bien ordenada y concertada.

Y, desde luego, en el caso de España en particular, a Cervantes no le cabía duda del papel crucial de la monarquía hereditaria como pilar fundamental de la vida política y clave de la estabilidad y continuidad del reino. Y, por tanto, un factor determinante de la constitución de España como una república bien ordenada y concertada.

Ya vimos la idea cervantina de la sociedad como un orden estamental jerárquico. Pues bien, la realeza viene a culminar y rematar esta concepción jerárquica de la sociedad. De hecho, en la época, y seguramente Cervantes debía de participar de tal forma de pensar, era común, entre los apologetas de la monarquía, fundamentar el orden social jerárquico encabezado por el monarca en el orden natural, igualmente jerárquico. Desde los tiempos medievales, por ejemplo, santo Tomás en su opúsculo De regno, hasta los siglos XVI y XVII, las grandes figuras del pensamiento político monárquico aducían precisamente este argumento basado en la analogía entre el orden jerárquico de la naturaleza y el de la sociedad como prueba de la superioridad de la monarquía como régimen político. En el macrocosmos, uno solo, Dios, se decía, rige a todo el universo y en el mundo creado el hombre se alza como rey de la creación; y dentro del microcosmos humano, se decía, en el hombre, como un todo, el alma dirige al cuerpo; y a su vez, en el alma la razón gobierna sobre sus partes irascible y concupiscible, sobre los afectos y deseos; y en el seno del cuerpo, la cabeza mueve los demás miembros de éste.

Así que, si tanto en el universo como en el hombre uno solo gobierna sobre el resto, lo más razonable es pensar que también en la sociedad humana lo mejor será que sea uno solo quien la dirija. Y si tanto en el macrocosmos como en el microcosmos humano vemos que el orden o armonía es un producto de la dirección unitaria de un solo principio, cabe pensar razonablemente que el gobierno de uno solo, el monarca, en quien se concentra el poder político, es el agente principal del orden y armonía políticos y que si el poder fuese compartido por varios o por muchos ello sería una fuente de conflictos y disensiones, que la realeza nos ahorra.

En la obra de Cervantes no hay alusión alguna directa al argumento precedente como prueba de la superioridad de la monarquía como sistema político. Pero, de algún modo, en la referencia de don Quijote al rey como “señor natural” en su plática con el mozo que va a la guerra (I, 24, 739) o en la del cura cuando le reprocha a don Quijote “ir contra su rey y señor natural” (I, 30, 300), por haber libertado a los galeotes, se vislumbra un cierto, aunque vago, eco del trasfondo filosófico de la analogía o correspondencia entre el orden de la naturaleza y el de la sociedad. Se puede interpretar que, si el rey es señor natural de sus súbditos, como don Quijote, será porque así es el orden natural de las cosas y resulta que precisamente el orden jerárquico de la sociedad cuyo pináculo es el rey es una imitación del orden jerárquico también monárquico de la naturaleza.

Pero si dejamos aparte el que el rey sea señor por naturaleza y nos centramos en el hecho en sí de que sea señor, término que nos remite al dominio que ejerce el rey sobre el territorio del reino, notaremos otro rasgo esencial de la concepción de la monarquía en el tiempo del Quijote: su carácter patrimonialista, sobre el que Tomás Carreras Artau fue el primero en llamar la atención{1}. El rey es el dueño o propietario del reino y el titular del poder político soberano sobre éste. En el Quijote hay varias alusiones explícitas, en las que el citado Carraras Artau fue también el primero en reparar{2} , a esta concepción del rey como dueño del reino sobre el que ejerce su poder como si fuese patrimonio suyo; y no sólo en lo que respecta al reino en cuanto referido a España propiamente dicha, sino también en lo que respecta a sus dominios o posesiones exteriores.

Así, por lo que respecta a éstos últimos, no se los califica como dominios de España o del reino o de la nación, sino como de los “estados” del rey, esto es, como “sus estados” en referencia al rey; tal es lo que sucede en una pasaje en que, tras informarnos el narrador de la necesidad en que se había visto el rey, a la sazón Felipe III, de proveer las costas de Nápoles, Sicilia y la isla de Malta, ante la amenaza que suponía la bajada de una poderosa armada del enemigo turco, don Quijote, amén de elogiar la prudente actuación del rey, presenta a esas provincias españolas como estados del rey:

“Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercibido el enemigo” (II, 1, 550).

Pero sucede exactamente lo mismo cuando se habla de partes internas del reino mismo de España, que se nos presentan como si fuesen de la propiedad del rey. Una buena muestra de ello es el pasaje de la aventura de la cueva de Montesinos en que, por boca de don Quijote, se nos dice de las lagunas de Ruidera que “las siete son de los reyes de España” (II, 23, 726). Más adelante, es el propio narrador, aunque contándonos lo dicho por el bachiller Sansón Carrasco, el que se refiere conjuntamente a casi todas las islas del Mediterráneo, tanto las estrictamente pertenecientes al reino de España como a las que constituían posesiones exteriores suyas, en términos inequívocamente patrimonialistas: “…siendo todas [las ínsulas] o las más que hay en el mar Mediterráneo de su Majestad” (II, 50, 934).

La concepción patrimonialista del Estado o del reino, tal y como ilustran los casos enumerados, revela la ausencia en la época de una distinción clara entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del soberano o titular del poder político. Hay una confusión entre ambos, de modo tal que el patrimonio estatal viene a ser una extensión o parte del patrimonio privado del rey.

Ahora bien, el rey como soberano, aunque en un sentido patrimonialista, está obligado, en cuanto tal, a velar por sus súbditos dándoles seguridad, paz y justicia. El desvelo del rey por la paz y seguridad de su pueblo se puede ver representado, a una escala reducida, en el gobierno de Sancho en Barataria. Pero, más interesante, a este propósito, es el hecho de que disponemos de una referencia directa al deber del monarca de proteger a sus súbditos y mantenerlos seguros y en paz en el pasaje antes citado, en que le rey Felipe III se encarga de proveer los dominios españoles en Italia y en el Mediterráneo central, para que su paz y seguridad no se vean alteradas por los movimientos de la enemiga armada turca.

En cuanto a la justicia, era una atribución fundamental del rey, a quien se consideraba como la encarnación de ella, como veremos más adelante, y, por tanto, misión suya capital llevarla a sus súbditos. De dos maneras operaba la justicia del rey según se refleja en el Quijote: de forma negativa, como justicia penal, como bien se ve en la aventura de los galeotes, donde se nos muestra a la justicia real condenando a los delincuentes; y de forma positiva, como recompensa o premio de buenos servicios, méritos o concesión de honores y cargos. Don Diego de Miranda elogia esta faceta del comportamiento de los reyes españoles, de la que nos ofrece como muestra su justa distribución de premios a los más renombrados hombres de letras:

“Pues vivimos en un siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras”. II, 16, 665

También don Quijote se pronuncia favorablemente sobre este género de justicia administrada por los reyes:

“Y cuando los reyes y príncipes ven la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes”. II, 16, 668

En el tratamiento de este asunto de la justa distribución de premios, honores, dignidades, oficios y mercedes por parte del rey Cervantes se halla en perfecta sintonía con la literatura política de la época, en la que este era un tema muy común.{3} Además, dado que se pensaba que el Estado tenía la función moral de alentar no sólo que los miembros del reino fuesen buenos súbditos, sino también virtuosos, se pensaba que el monarca debía recompensar a los virtuosos. Esto ayuda a entender la propuesta de Sancho como gobernador de premiar a los virtuosos.

Entre sus deberes está también el de ser cercanos al pueblo, por lo que no ha de ocultarse, sino manifestarse a él y la mayor manifestación de cercanía es la de concederles audiencia para atender a sus preocupaciones, una obligación real que don Quijote considera inexcusable:

“Uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos”. II, 6, 588

Recíprocamente, los súbditos están obligados, siendo como es su señor natural, a obedecer y respetar al rey, al que además deben lealtad y ante el que han de mostrarse dispuestos a servir. Don Quijote, como sedicente caballero andante, no sólo se muestra dispuesto a servirle, sino que, dejando aparte el servicio a Dios, pone por encima de cualquier otra cosa el servicio a la Corona (II, 24). Entre los deberes de los vasallos está también el de ser veraces y de ahí la condena por parte de don Quijote de la adulación, un tópico manido en los libros sobre la educación de los príncipes y espejos de príncipes, como algo contrario a la lealtad debida al rey:

“De los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente u otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra”. II, 2, 563

 Por su lado, Sancho Panza revela ser un servidor fiel del rey cuando declina la invitación del morisco Ricote a ayudarle a sacar y a encubrir el tesoro que dejó enterrado a cambio de doscientos escudos, pues, dado que los moriscos han sido expulsados de España por decreto real, ayudarle en tal menester, aunque son del mismo lugar y amigos, lo considera Sancho una traición al rey, pues ahora, aunque amigos, son enemigos políticos: “Haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos” (II, 54, 965).

Y es que, en definitiva, la noción del rey como señor natural tiene un sentido fuerte, casi feudal, que recuerda la relación medieval de vasallaje entre el señor y el vasallo. De hecho, en el tiempo del Quijote era costumbre, como así lo atestigua la literatura de la época de todo género, en justa correlación con la designación del rey como señor natural o simplemente señor, referirse a sus súbditos como vasallos. No hace falta salir de la propia obra de Cervantes, para obtener la prueba. En la Canción segunda de la armada contra Inglaterra es el propio poeta el que se refiere a los españoles como “vasallos” dispuestos a ofrecer liberal y valerosamente al rey Felipe II cuanto poseen para contribuir a la victoria sobre Inglaterra en la contienda que se avecina (vv. 69-71). En El coloquio de los perros un arbitrista, cuyas palabras recoge Berganza, habla de los súbditos españoles como “los vasallos de Su Majestad”{4} ; y en El trato de Argel esa relación de vasallaje entre el rey y sus súbditos se aplica igualmente a los amerindios de los reinos españoles de la España americana: así allí se designa explícitamente por boca de Saavedra al hablar de Felipe II como aquel “a quien los negros indios con sus dones/ reconocen honesto vasallaje”.{5}  

Una monarquía así, en que el rey rige como señor natural del reino y en que los súbditos son vasallos, no deja de tener también un tinte paternalista{6} Recordemos la declaración de don Quijote de que a los amos o señores se ha de respetar como si fuesen padres (I, 20, 187), una idea, que sin duda es aplicable, a los reyes con mayor motivo por ser señores por excelencia, concebidos así, conforme a esta analogía, como padres del reino o de sus súbditos, a los que éstos debían respetar como a sus padres. De hecho, esta analogía entre el rey y el padre de familia, que se remonta a la Antigüedad{7} , era muy habitual en la época de Cervantes. En muchos de los escritores políticos más representativos de entonces encontramos referencias a la idea del rey como padre de sus súbditos e incluso como padre de la patria, ya se trate de tratadistas políticos, autores de espejos de príncipes, destinados a la educación de los príncipes en los principios de buen gobierno, o de memorialistas o arbitristas.{8}

La concepción del rey como un padre prestaba además apoyo a la idea de que a él le corresponde mandar y velar por su pueblo, mientras que a éste no le cabía sino obedecer, como se obedece a un padre. A su vez, toda esta concepción paternalista del gobierno del rey y de su relación con sus súbditos se hallaba reforzada por la idea organicista o corporativa de la relación del señor con aquellos sobre los que ejerce su señorío. Recuérdese el dicho de don Quijote: “Siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado” (II, 2, 565). Esta idea de que el señor y el criado componen un cuerpo del que el primero es la cabeza y el segundo un miembro del cuerpo, en la época se aplicaba igualmente al rey como señor de sus vasallos o súbditos, que asimismo constituyen conjuntamente un cuerpo, cuya cabeza es el rey y las diversas partes o miembros de su cuerpo, los vasallos, lo que obviamente permite justificar las respectivas atribuciones y funciones, las del poder de mando del rey, como cabeza de su pueblo, y la de obediencia de éste, como parte subordinada.

La monarquía patrimonialista y paternalista que Cervantes retrata es también una monarquía absoluta: el monarca es el titular del poder político y en él se concentra de forma indivisible. Se puede ver esta doctrina de la indivisión o unidad del poder en el gobierno de Sancho, como ya señalara Carreras Artau.{9} Sancho, en efecto, aunque su poder es delegado y dependiente de su señor jerárquico, el Duque, se puede ver como una ilustración de la doctrina de la indivisión del poder real, porque dentro de su pequeño dominio de Barataria gobierna, a la manera de un señor feudal, como un monarca absoluto, pues, aunque delegado, el poder recibido es total y uno, no desmembrado. Durante su gobierno, lo vemos ejercer la potestad ejecutiva, con sus correspondientes atribuciones policiales y militares; la legislativa, que se materializa en todo un corpus legislativo que acaba formando lo que el narrador denomina “las constituciones del gran gobernador Sancho Panza”; y la judicial, ya que también desempeña las funciones de un juez, que, como tal, interroga, juzga, sentencia y ejecuta la sentencia contra los culpables. No creemos que se pueda despachar el gobierno del escudero como ilustración de las ideas políticas de la época por el hecho de su tratamiento burlesco. En primer lugar, porque Sancho, como don Quijote, a pesar de las burlas a que lo somete el narrador, no es un hombre de paja: se le dota de suficiente dignidad como para que, a pesar del tinte cómico, salga airoso del trance; y en segundo lugar, cabe recordar que los consejos morales y políticos de don Quijote a Sancho están inspirados en los manuales de consejos o espejos de príncipes de aquel tiempo, por lo que parece desprenderse que la burla cervantina de las ilusiones escuderiles de Sancho discurre dentro del cauce de las ideas políticas sobre el gobierno dominantes en la época tratando al escudero como una especie de rey en miniatura, a la escala de un diminuto dominio.

Pero no es sólo el gobierno de Sancho, que puede verse como una imagen a pequeña escala del poder ilimitado del rey; es que el absolutismo monárquico se deja adivinar también en varios pasajes en que se alude a los poderes del rey, en quien se concentran como titular único. Se alude a dos potestades principalísimas del luego llamado poder ejecutivo. En primer lugar, se alude expresamente al monarca, en la figura de Felipe III, como jefe supremo de las fuerzas militares, como en el pasaje ya citado (II, 1, 550), en que lo vemos ejercer el mando supremo ordenando proveer, como ya se ha dicho, sus estados en Italia y el Mediterráneo para protegerlos de un posible ataque de la armada turca (II, 1, 550).

En segundo lugar, se alude también al rey como depositario único de un poder tan importante como el poder fiscal. En las alusiones a este poder del rey se percibe, desde luego, el carácter absoluto de la monarquía, pues el monarca se nos presenta como árbitro único y absoluto en materia de tributos, sin que se deje margen alguno a que alguien más, el pueblo o las Cortes, pueda tener nada que decir al respecto. En el prólogo de la primera parte del Quijote, Cervantes habla, dirigiéndose al lector, de los impuestos como cosa del rey de una forma que deja pocas dudas al respecto:

“Y estás en tu casa, donde eres señor de ella, como el rey de sus alcabalas [impuestos]”.

De modo muy parecido se pronuncia don Quijote, cuando encarece la aptitud de Sancho para gobernar sugiriendo que con sólo arreglarle un poquito el entendimiento

“Se saldría con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas”. II, 32, 803

Por cierto, la referencia a los tributos o alcabalas como algo del rey, nos remite de nuevo a la idea patrimonialista del Estado y a la indistinción entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del rey. Pero esta forma de referirse a los impuestos y a la hacienda pública como si fuera una propiedad privada del rey es frecuente en la literatura política de la época. Un ejemplo ilustrativo es el de Sancho de Moncada, quien, en sus frecuentes alusiones a las rentas del reino, procedentes de los tributos recaudados, y a la hacienda pública se expresa como si fuesen posesiones del rey. En su Restauración política de España aparecen expresiones como “Sus rentas Reales” [las de Felipe III], “La hacienda de V. M.”, “La hacienda que su Majestad tiene”, “Su Real hacienda”, “La hacienda de su Majestad”; “La Real hacienda de su Majestad{10} . Así que cuando más neutramente, es decir, en términos menos posesivos, habla de la “La hacienda Real” o “La Real hacienda”{11} no se puede abandonar la duda de si realmente se está hablando de la hacienda como un patrimonio público o como un patrimonio particular del rey.

No obstante, hay autores en los que se percibe un atisbo de distinción entre el patrimonio público del Estado y el patrimonio privado del rey en relación con los tributos y la hacienda real. Tal es el caso de Suárez, quien se plantea en qué sentido el rey es dueño de los tributos y resuelve el asunto estableciendo que el rey es verdadero dueño en lo que atañe a los tributos que se pagan al rey mismo por razón de su cargo y de su trabajo; pero el rey no es dueño, sino administrador de los tributos impuestos para obras comunes o públicas, útiles para el reino o el pueblo.{12} Una distinción más clara aún entre el patrimonio del Estado y el particular del rey se percibe en Juan de Mariana, quien distingue en las rentas reales las que proceden de los bienes patrimoniales del rey, destinadas al sustento de la familia real y a la conservación y servicio de palacio, y las demás rentas procedentes del cobro de los tributos (entre las que a su vez discierne entre las que provienen de los tributos ordinarios y las que provienen de los impuestos extraordinarios, pero, a efectos de nuestro argumento, esto es irrelevante), que deben destinarse a financiar la administración del Estado, el pago de los funcionarios y toda suerte de obras públicas{13} . Sin duda nadie llegó tan lejos, entre los teóricos políticos españoles de los siglos XVI y XVII, como Mariana, quien por lo que acabamos de ver y por su declaración “Un príncipe no debe creerse nunca dueño del Estado”{14} parece llegar a una clara distinción entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del Rey, con lo cual, si ello es así, se convierte en pionero en la ruptura con la concepción patrimonialista del Estado{15} .

Asimismo, se alude, de un modo lapidario, al poder legislativo del rey, dándose a entender que la atribución de dictar leyes corresponde únicamente a él. No otra cosa sugiere el famoso refrán, que se cita dos veces:

“Allá van leyes do quieren reyes”. I, 45, 468; II, 37, 837

La intención primera de esta sentencia es señalar la arbitrariedad de los reyes, que las leyes se orientan según su voluntad o son la expresión de una imposición real: de hecho, parece ser que el origen del refrán se remonta a la imposición por Alfonso VI del rito romano frente al mozárabe por influjo de su esposa Constanza.{16} Pero la frase misma presupone que, para que todo eso sea posible, la facultad de legislar es una atribución de la corona y de nadie más.

En cuanto al llamado poder judicial, está claro que, al menos de una forma indirecta, se alude a él como una atribución del rey. Es más, el rey mismo se considera en la época como protector de la justicia{17} , incluso la encarnación misma de ésta y se administra en su nombre. Y así es como se nos presenta en el Quijote. Por boca de Sancho, se habla, en relación con la justicia penal, del rey como encarnación de la justicia, de lo que se infiere que se administra en su nombre por los jueces y demás ministros o funcionarios de la justicia; incluso los delincuentes eran vistos como servidores del rey y el cumplimiento de sus condenas, impuestas por jueces del rey, como servicios a él. Todo esto se halla expresa o tácitamente en las sucesivas manifestaciones de Sancho al divisar a los galeotes, que entresacamos de su coloquio con don Quijote:

“Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. […]
Es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. […]
Advierta vuestra merced que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos”. I, 22, 199-200

Obsérvese la declaración final de Sancho: en ella afirma con nitidez, a pesar de que los galeotes han sido condenados por los jueces correspondientes, que ha sido el mismo rey, como encarnación de la justicia o su genuino titular, quien los ha condenado, como si los jueces fuesen meramente instrumentos a su servicio, lo que es harto indicativo del grado en que el poder judicial se veía como un poder del rey, un poder que los jueces y demás ministros de la justicia, simplemente ejercen en nombre del rey, el verdadero titular de la justicia, en este caso en su vertiente penal.

Ahora bien, cuando se habla aquí de monarquía absoluta, esta expresión se ha de entender en el contexto de la tradición del pensamiento monárquico español, que es muy distinta de la tradición monárquica inglesa del derecho divino de los reyes previo a la revolución de 1689 o de la tradición del absolutismo monárquico francés. Las principales figuras del pensamiento político español clásico, con el que, como veremos, Cervantes está conforme, aceptaban que el poder del rey es absoluto en el sentido de que no hay otro poder o autoridad por encima del suyo en el orden temporal y de que en él se concentra todo el poder político, del que es propietario único y que no comparte con nadie; y se distinguía el poder absoluto así entendido del poder tiránico, que no se atiene a la ley y la justicia y procede arbitrariamente. Nada más alejado de los pensadores monárquicos españoles de toda laya que la concepción de Bodino y otros teóricos del absolutismo monárquico según la cual el rey soberano, puesto que es el hacedor o creador de la ley, está por encima de la ley, como ley positiva, la cual sólo se aplica a sus súbditos y no a él mismo.

Esa distinción entre la autoridad absoluta, pero sometida al imperio de la ley, y la autoridad tiránica se encuentra no sólo en los tratadistas de teoría política, sino también en los grandes escritores literarios del Siglo de Oro, lo que viene a reflejar lo extendida que debía de estar esta corriente de pensamiento no sólo entre el sector culto de la población sino también en la opinión popular. Los grandes dramaturgos de entonces, como Lope de Vega, en varias de sus comedias más notables, como El comendador de Ocaña, Fuenteovejuna y El mejor alcalde, el rey, o Calderón, en El alcalde de Zalamea, exaltaron la figura del rey justiciero comprometido con el cumplimiento de la ley y la defensa de la justicia, y que incluso perdona a los autores de un delito cuando éste se ha cometido a causa de una gran injusticia ajena.

Cervantes se halla en esta misma onda de pensamiento, pero lo desarrolla de un modo distinto al de sus coetáneos dramaturgos. Son las opiniones de don Quijote sobre la realeza principalmente las que reflejan cabalmente la idea de que el poder del rey, por más que sea su dueño y en él se concentre unitariamente, está limitado. Está limitado, en primer lugar, por Dios o la religión y, por tanto, por la ley divina. Recuérdese que el primer consejo político de buen gobierno de don Quijote a Sancho es el de que ha de ejercerlo por temor de Dios. La apelación al temor de Dios como principio de significación política pertenece a una larga tradición que se remonta a la Antigüedad. Aristóteles se refiere a él{18}   e Isócrates lo incluyó entre sus consejos morales recogidos en su Parénesis o exhortación a la virtud, un breve escrito que bien pudo haber leído Cervantes, pues había una traducción al español disponible, realizada por Pedro Mejía e incluida en su libro Coloquios o Diálogos (1547). Aparte de la fuente helénica, también hay una fuente bíblica veterotestamentaria de la idea del temor de Dios,{19} aunque sólo en dos de los pasajes bíblicos se le da un significado político: aquel en que el sacerdote Jetró aconseja a Moisés elegir jueces temerosos de Dios{20} y aquel en que el salmista ordena a los reyes y jueces de la tierra servir a Yahveh con temor, no sea que, irritado y encolerizado, los vaya a castigar{21} .

Curiosamente, aunque la fuente de Cervantes parece, por la forma en que lo presenta, ser más bien bíblica que profana, su versión de la idea del temor de Dios está relacionada con pasajes bíblicos desconectados de la política, aquellos en que se presenta el temor de Dios como principio de la sabiduría.{22}   Sin embargo, como era costumbre en la época, Cervantes, a través de don Quijote, inserta el temor de Dios en un contexto político al recomendarlo como un principio de sabiduría política que debe adornar al buen gobernante. Y al obrar así, Cervantes seguía el uso común en la literatura política de su tiempo, donde no sólo en los espejos de príncipes sino también en los tratados políticos era un tópico la exigencia del temor de Dios como rasgo del buen gobernante, independientemente de la inspiración bíblica o profana o del planteamiento abstracto del asunto por parte de los autores que se ocupaban de ello.{23} La idea común subyacente, seguramente compartida por Cervantes, era que el temor de Dios sería un freno a la mala conducta del gobernante, al disuadirle de infringir la ley y cometer injusticias por temor al juicio y castigo divinos.

En segundo lugar, hay un freno moral al ejercicio del poder, cualquiera que éste sea, real o de un orden subalterno, como el de Sancho en Barataria. Nuevamente, es don Quijote el encargado de exponerlo en sus consejos a Sancho, en los que se destaca especialmente que el gobernante, amén de ser virtuoso, ha de gobernar virtuosamente y conforme a la ley y la justicia. La restricción moral del poder halla su mayor fundamento en la doctrina de la ley natural, que, como ya vimos en la exposición del pensamiento moral cervantino, Cervantes defendía. La existencia de una ley natural implica la admisión de un criterio racional, objetico y universal, independientemente de la religión, de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, que obliga, pues, a todo el mundo, sea rey o cualquier otro gobernante.

Por último, el poder real está restringido por la ley positiva, encarnada en la legislación vigente. Tan es así que para Cervantes es inconcebible la idea de que el rey esté por encima de las leyes, como lo era igualmente para los grandes filósofos españoles del Siglo de Oro, especialmente los escolásticos, como Vitoria, Soto, Molina y Suárez, con los cuales se halla, en este asunto, en el más completo acuerdo. Los cuatro teóricos políticos sostenían que el rey o soberano no estaba dispensado o exento de cumplir las leyes humanas (princeps non est solutus legibus).{24} Fue Vitoria{25} el primero en enunciar y fundamentar esta doctrina que iba a ser comúnmente aceptada por sus sucesores. Cervantes alude a ella en un pasaje del Quijote, sobre cuya importancia a este respecto el primero en llamar la atención fue Carreras Artau,{26} en el cual se da por descontado que el rey está sometido al cumplimiento de las leyes y tiene el interés adicional de que no es don Quijote, ni alguien muy instruido, sino un personaje del pueblo llano, el comisario encargado de conducir y vigilar a los galeotes, quien, en su negativa a obedecer la orden de don Quijote de soltar a éstos, declara que ni el mismo rey tiene autoridad para saltarse las leyes o mandar algo contrario a la ley, como lo sería soltar a los galeotes: “¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él [el rey] la tuviera para mandárnoslo!” (I, 22, 207-8).

Lo que no está claro es hasta dónde llega, según Cervantes, la sujeción del rey a la ley positiva. Pero esta relevante cuestión, que los más conspicuos filósofos españoles de la época sí se plantearon, está ausente de la obra de Cervantes. La opinión dominante, que es posible que él aprobara, era la de que el rey sólo tiene el deber moral de obedecer las leyes, pero no está sujeto a la fuerza coactiva de éstas, lo que significa que no puede ser obligado coactivamente a cumplirlas o castigado por incumplirlas; pero si el rey no está sometido al poder coactivo de la ley, en este sentido no está obligado a cumplirla, sino exento de guardarla (legibus solutus).{27} La única voz discrepante entre los pensadores políticos españoles más importantes del tiempo de Cervantes fue la de Mariana, quien sostenía que los príncipes no sólo están obligados moralmente a cumplir las leyes, sino que también están sujetos al poder coactivo de éstas, por lo que pueden ser sancionados si no las cumplen. Llega a afirmar Mariana que si el príncipe transgrede leyes fundamentales, que han sido sancionadas por el reino, no sólo puede ser castigado, sino hasta destronado e incluso condenado a muerte si lo exigieran las circunstancias.{28}  

Pero aun dentro de los límites trazados por la ley positiva en vigor, la ley natural y la religión, el poder del rey sigue siendo demasiado grande, si él es el propietario exclusivo de todo el poder, un poder soberano e indivisible, y si a él están tan obligados los súbditos, que, como declara don Quijote, en caso de necesidad por el rey, además de por otras causas, éstos han de “poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas” (II, 27, 764), lo que recuerda la declaración del mismo tenor de Calderón a través de Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea de que “al Rey la hacienda y la vida se ha de dar”.{29}   Y además esa puesta a disposición del rey de la persona, vida y hacienda de los súbditos se nos presenta como un deber de éstos estipulado en las repúblicas bien concertadas y admitido como tal no por fanáticos del poder real, sino por los varones prudentes, y naturalmente, si se trata de un deber del súbdito, ello quiere decir que se le reconoce al monarca la potestad de exigir su cumplimiento; en resumidas cuentas, que el rey, se supone que en caso de necesidad, puede disponer de la vida y hacienda de sus súbditos, lo que sin duda fácilmente se prestaba a abusos.

En Cervantes no hay nada más que esto, la religión, el derecho natural y la ley vigente, como freno al poder regio, que, de todos modos, sigue siendo enorme. Se puede decir que, si no hay más límites que ésos y no hay instituciones, tal como las Cortes, dotadas de funciones que lo limiten, en la práctica no suponen mucho freno. Y lo cierto es que así es y en Cervantes no se halla mención alguna a las Cortes en su pleno sentido institucional y menos aún una vindicación de ellas como un poder dotado de cierta autonomía que limite al del rey. En realidad hay una única mención al final de El coloquio de los perros, pero en un contexto meramente humorístico de crítica de los memoriales de los arbitristas en la figura de un arbitrista que sugiere el desatino de que se pida en Cortes, que sin duda deben de ser las de Castilla porque el arbitrista que propone esto se halla en un hospital de Valladolid, que todos los vasallos de Su Majestad entre los catorce y los sesenta años sean obligados a ayunar una vez al mes y lo ahorrado de esta forma se entregue al rey para sanear las arcas públicas, que verían incrementados sus caudales en una cantidad que no sería moco de pavo, pues, habida cuenta de que hay en España más de tres millones de personas en ese tramo de edades podría recaudarse, a razón de real por cabeza, cada mes tres millones de reales limpios de polvo y paja.{30}  

Pero Cervantes en esto es un hombre de su tiempo, un tiempo en el cual ya prácticamente nadie reivindicaba el papel de las Cortes. De hecho, hacía tiempo que habían entrado en decadencia y en el reinado de Felipe III ya eran bastante irrelevantes; un claro indicio de todo ello es que desde el reinado de Carlos I hasta el final del de Felipe IV las Cortes de Castilla se convocaron sólo 44 veces y las de Aragón en los casi dos siglos de la dinastía austríaca se reunieron mucho menos, 17 veces.{31} De un lado, el avance del absolutismo monárquico y, de otro, la indiferencia creciente de los nobles y burgueses, en los que prevaleció la actitud de sumisión al rey, socavaron el valor de las Cortes, que entraron en un declive que ya no tuvo vuelta atrás.

El ideal de Estado bien organizado o, para decirlo al estilo de Cervantes, de una república bien ordenada y concertada, es un Estado fuertemente intervencionista. En esta misma dirección intervencionista apuntan las ideas precedentes sobre el rey como padre y señor de sus súbditos y cabeza del reino sobre el que ejerce un poder absoluto. Ese intervencionismo se proyecta sobre tres sectores de la vida social: la economía, las letras y las artes (o, como se dice hoy, la cultura), y la religión.

En el terreno económico, se aboga por una política económica destinada a promover la riqueza y prosperidad y a tal efecto se considera al gobernante facultado para reglamentar el mercado y el trabajo. Todo esto es lo que se deduce del gobierno paternalista e intervencionista de Sancho, quien no duda en imponer tasas a la venta de los artículos de consumo y a los salarios, controla los abastos y propone medidas contra la mendicidad. En este punto Cervantes no hace sino reflejar la realidad política de su tiempo y la opinión común dominante entre los círculos próximos al poder político. Es cierto que en el ámbito del pensamiento económico de los siglos XVI y XVII había más discrepancia, pues frente a los apologetas del intervencionismo estatal, como Domingo de Soto y Melchor de Soria, estaban los partidarios del mercado libre, como Martín de Azpilcueta, conocido como el doctor Navarro, Luis de Molina y Juan de Mariana.  Cervantes, a juzgar por la política reglamentista de precios y salarios de Sancho, debía de estar más cerca de los primeros que de los segundos.

En el terreno cultural o de las letras y las artes, al Estado se le asignaba una doble función, y ambas se hallan consignadas en el Quijote. En primer lugar, una función moral y estética de carácter negativo. Su muestra más visible nos la proporciona la apología de la censura literaria previa, fundada tanto en consideraciones literarias como morales. Por boca de la condesa Trifaldi, se presenta, invocando a Platón, la censura literaria como una tarea inexcusable de un Estado bien concertado: “Viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habrían de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos de los lascivos” (II, 38, 843). También el cura, en el coloquio con el canónigo acerca de los defectos del teatro español de la época, propone como remedio la censura de las comedias, es decir, de la prohibición de la representación de las piezas teatrales literaria y/o moralmente defectuosas, una medida que también considera recomendable para subsanar los defectos de los libros de caballerías (I, 48, 497-89).

En segundo lugar, una función moral y estética positiva, de promoción de la producción de buenas obras de arte, que además sean moralmente sanas. La misma censura literaria de la que acabamos de hablar lleva aparejada una faceta positiva, la de seleccionar las obras literarias que contribuyen al sano entretenimiento y útil enseñanza de los súbditos y de ese modo promover la producción de mejores obras o más perfectas; además, se ve con buenos ojos el que el monarca proteja y aliente las artes, como se aprecia en el encomio, ya mentado, de don Diego de Miranda a los reyes españoles por su labor de protectores de las virtuosas y buenas letras, “porque letras sin virtud son perlas en el muladar” (II, 16, 665).

Por último, y esto es capital, el Estado y, con él, el monarca como cabeza del Estado se halla investido de una función religiosa. Cervantes da por sentado que una república bien ordenada y concertada es una república vertebrada por una religión, en que el Estado es, por supuesto, un Estado religioso y en el caso de España un Estado cristiano católico; la religión cristiano-católica se considera como un baluarte del Estado que está por encima del rey y de los súbditos y a la que, según don Quijote, tanto el uno como los otros han de defender, si ello fuera menester, con las armas y poniendo en riesgo sus personas, vidas y haciendas (II, 27, 764). La fe católica, la fe a secas o Dios forma parte siempre en Cervantes de una díada, junto con la monarquía, como en la plática de don Quijote con el mozo que va a la guerra (II, 24, 739), o a veces de una tríada, en que entre la religión y el rey se interpone unas veces la patria, así en el discurso de don Quijote sobre las causas por las que es legítimo tomar las armas, y otras la emergente noción de nación, como en el parlamento de Lotario, cuya ordenación es fe, nación, rey, las cuales tres ideas conjuntamente constituyen los fundamentos de la vida política española, pero repárese en que siempre la religión o Dios preceden a las otras dos ideas, sugiriendo así una jerarquía entre ellas, en que la primera se erige como base sustentante de las otras.

En la época, y tal es el caso de Cervantes, se suponía que entre Dios y monarquía hay una interrelación. De un lado, la precedencia de la idea de Dios era un recordatorio de que el poder político venía, en último término, de Dios, lo que no quiere decir que proviniese directamente de él, como enseñaba la doctrina del derecho divino de los reyes. En la gran tradición del pensamiento político y jurídico español, se tendía a sostener que Dios entrega directamente el poder político a la comunidad y ésta se lo transfería al rey. Un ejemplo señero de esto es el caso de Suárez, quien dedicó un libro, Defensio fidei catholicae, expresamente a impugnar la doctrina de Jacobo I de Inglaterra sobre el derecho divino de los reyes, o el de Mariana. Era también un recordatorio el ya comentado temor de Dios con que el rey debía ejercer su gobierno, dentro de los estrictos límites de la religión y la ley divina. Y esto no es todo. En la época se tenía al rey por imagen de Dios y vicario o representante suyo en la tierra, un ser dado o enviados por Dios, lo cual, al tiempo que revestía a la figura del rey de un aura sagrada, era una forma de advertirle a éste su deber de, aparte de reverenciar a Dios, gobernar a sus súbditos a semejanza del modelo del gobierno divino del mundo, sabio y bondadoso, para bien y beneficio del reino.{32} Ahora bien, estas ideas, imagen de Dios, vicario y/o enviado suyo, lo mismo servían para limitar el poder del rey recordándole que debía gobernar a semejanza del sabio y bondadoso gobierno divino del mundo, que para reforzar los lazos de sus súbditos con él.

De otro lado, el monarca quedaba obligado a guardar y proteger la religión tradicional y hegemónica en el reino, sus ceremonias y a sus ministros, lo que entrañaba también velar por la unidad religiosa de éste.{33}  Recordemos que estamos en una época en que las principales monarquías europeas se consideraban a sí mismas como defensoras de la fe religiosa. El rey de Francia tenía el título de rey cristianísimo; el de Inglaterra, de defensor de la fe, otorgado a Enrique VIII por el papa y, cuando Inglaterra dejó de ser católica para ser anglicana, los reyes ingleses mantuvieron el título de defensores de la fe, si bien ahora de la fe anglicana; y en España, huelga decirlo, desde los reyes Isabel y Fernando, el monarca portaba el título de católico, algo que el propio Cervantes se encarga de recordar en la profecía del Duero sobre el futuro de España en la tragedia Numancia: “Aquel que ha de quedar istituido/ por visorrey de Dios en todo el suelo,/a tus reyes dará tal apellido/cual viere que más cuadra con su celo;/ católicos serán llamados todos”.{34}

En el Quijote encontramos el reflejo de ambos aspectos señalados, es decir, del papel del soberano como guardián y mantenedor de la religión y de sus ministros, por un lado, y de su papel como preservador de la unidad religiosa del reino. En cuanto a lo primero, las medidas que Sancho adopta como gobernador de Barataria constituyen una buena ilustración, pues entre ellas están las de respetar la religión, honrar a los religiosos, con su cortejo de honores y preeminencias, y establecer un control de la autenticidad de los milagros; en cuanto a lo segundo, la unidad religiosa de la nación, el mejor ejemplo lo tenemos en la expulsión de los moriscos por decreto real, en quienes se veía, como ya vimos, una amenaza, por su tendencia a islamizar, para la unidad cristiana de la nación, amén de un peligro político y tal es lo que pensaba el propio Cervantes, por lo que no dudó en aprobar la medida real. Es más, en el contexto de la justificación del destierro de los moriscos, Cervantes, a través de un morisco sinceramente cristiano, hace una encendida apología, en el Persiles, de la unidad cristiana de España, que sólo será posible cuando ésta esté libre de los moriscos islamizantes y sólo entonces será “España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana”.{35}

Las ideas de Cervantes sobre la religión como fundamento principal del Estado y sobre la necesidad de la unidad religiosa del reino son las dominantes en su tiempo, tanto en el ámbito de la política práctica como en el del pensamiento político de toda laya. El ideal de Cervantes se resume en el señalado por el antiquísimo lema que reza “una fe, una ley, un rey”. Se pensaba que en el reino no debía haber más que una religión, que la unidad y uniformidad religiosa eran esenciales para la estabilidad del Estado y la paz civil; y que, por el contrario, la tolerancia de más de una religión conducía a la desunión, a la guerra y a la ruina del Estado.{36}

Pero la idea del rey como defensor de la religión no queda relegada, en la obra de Cervantes, al interior de España. En el Quijote sólo se habla, como hemos indicado, del deber de defender la fe católica con las armas, sin indicar el ámbito territorial en el que ha de ejercerse, es decir si este deber se restringe al interior del reino o si éste incluye también la defensa del catolicismo en el exterior. En otros escritos de Cervantes, queda claro que la monarquía española también ha de erigirse en abogada de la fe católica más allá de sus fronteras territoriales peninsulares e insulares, si ello es menester. En el Persiles, se ensalza a Carlos V como defensor del catolicismo que suscita terror entre los enemigos de la Iglesia, lo que parece ser una alusión a las empresas del emperador en Alemania contra el luteranismo, y espanto entre los mahometanos: “Carlos V, rey de España y emperador romano, terror de los enemigos de la Iglesia y asombro [susto, espanto] de los secuaces de Mahoma”{37} . En este mismo libro, se alude a España como defensora de la fe católica en Flandes frente al protestantismo, por boca de un estudiante de Salamanca, que declara que él y su amigo

“Íbamos […] a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos”.{38}

Y en las dos canciones sobre la Armada española contra Inglaterra se presenta la empresa contra ésta como una campaña en defensa del catolicismo frente al protestantismo de los ingleses.    

Terminemos este apartado con una observación sobre la perspectiva moralista con que Cervantes se acerca a la política, en lo cual su pensamiento se halla en completa armonía con el pensamiento político español de su tiempo, en el que la política es indisociable de la moral y de ahí el repudio de las doctrinas, como la de Maquiavelo, que colocaban la política por encima o al margen de las prescripciones morales. Nada más alejado de la idea de una razón de Estado autónoma, no sometida a consideraciones morales, que los consejos político-morales con que don Quijote instruye a Sancho ofreciéndole un modelo de gobernante cristiano, que ha de ser temeroso de Dios, virtuoso y gobernar con justicia y misericordia. En el Quijote hay una referencia a la doctrina de la razón de Estado, pero desgraciadamente no se entra en el asunto. Se trata del pasaje del inicio de la segunda parte en que se nos cuenta que el cura y el barbero mantuvieron una plática con don Quijote en la que trataron de eso que llaman “razón de Estado” y modos de gobierno (II, 1, 549), pero el narrador rehúsa entrar en ello. La expresión “razón de Estado” se popularizó a través del libro Della ragione di Stato (1589) del exjesuita Botero, cuya traducción al español en 1593 ejerció un gran influjo en España y bien pudo ser conocido por Cervantes, quien, desde luego, sí que parece estar al corriente del debate que suscitó la interpretación maquiavélica de la razón de Estado.

No sabemos lo que Cervantes pensaba al respecto, pero teniendo en cuenta que su modelo de gobernante es la de un gobernante cristiano y moldeado según la moral cristiana, bien se puede suponer que su postura no fuera muy diferente de la de los antimaquiavelistas españoles, como el jesuita Ribadeneyra, quienes no desdeñan la noción de razón de Estado, pero la cristianizan, de modo que frente a la razón de Estado concebida al modo de Maquiavelo y sus seguidores como mera técnica amoral de conservación y ampliación del poder del Estado, considerada una falsa razón de Estado, se aboga por una recta razón de Estado, sometida a los preceptos de la moral cristiana.

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{1} Cf. su Filosofía del derecho en el Quijote, págs. 109-111.

{2} Ibid.

{3} Cf. Juan Ginés de Sepúlveda, Del reino y los deberes del rey (1571), en Tratados políticos de Juan Ginés de Sepúlveda, Instituto de Estudios Políticos, 1963, III, 5, págs. 95-6; Pedro de Ribadeneyra, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano (1595), II, 6, 7 y 8, disponible en www.books.google.es; Mariana, La dignidad real y la educación del rey (De rege et regis institutione), III, 4; Quevedo, Política de Dios, gobierno de Cristo, II, 9, págs. 148-9, disponible en www.cervantesvirtual.com. Entre los no españoles, merece destacarse a Bodino, Los seis libros de la república, IV, 6, pág. 201; y V, 4.

{4} Novelas ejemplares, II, pág. 357.

{5} Teatro completo, vv. 423-5, pág. 856.

{6} Algo ya advertido también por Carreras Artau, cf. op. cit., págs. 109 y 110, pero sin desarrollarlo.

{7} Recuérdese, por ejemplo, a Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 10, 1160 b: “Así la comunidad del padre con relación a sus hijos tiene forma de realeza, puesto que el padre se cuida de los hijos […], y, en efecto, la realeza quiere ser un gobierno parental” (Traducción de María Araujo y Julián Marías en la edición bilingüe del Instituto de Estudios Políticos); y a Cicerón, De re publica, I, 35, 54: “El nombre de rey se nos presenta como el de un padre, pues igual que por sus hijos vela por sus conciudadanos y los protege con más dedicación”. (Traducción de Julio Pimentel para la edición bilingüe de la UNAM).

{8} Entre ellos cabe mencionar a Sepúlveda, op. cit., I, 11, pág. 44; I, 15, pág. 50; y Mariana, op. cit., I, 5, págs. 62, 63; entre los autores extranjeros, por su insistencia en la idea paternalista de la monarquía, a Erasmo, Educación del príncipe cristiano (1516), en Obras escogidas, Aguilar, 1956, págs. 284, col. dcha, 285, col. dcha, 290, col. dcha, 291, col. izda, 295,, col. dcha, 296, col. izda, 296, col. dcha, y 299, col. izda); y, de los escritores memorialistas, a Martín González de Cellorigo, Memoria de la política necesaria y útil restauración a la república de España (1600), Instituto de Estudios Fiscales, 1991, II, págs. 104, 109, 110 y 112; y Sancho de Moncada, Restauración política de España (1619), Instituto de Estudios Fiscales, I, 3, pág. 97. Vale la pena citar también a Diego Enríquez de Villegas, quien en la dedicatoria a Felipe IV de su libro El príncipe en la idea (1656), la inicia caracterizando al rey, lo que sin duda sería extensible a los demás monarcas españoles, como “Padre de la Patria…” (fol. X, accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes www.cervantesvirtual.com.).

{9} Cf. Op. cit., págs. 145-9, especialmente la 147.

{10} Veáse op. cit., IV, 1, pág. 157, para la dos primeras expresiones; IV, 6, pág. 171, para las tres expresiones siguientes; VI, 3, pág. 189, para la última.

{11} Cf. op. cit., IV, 3, 161; IV, 5, 166; IV, 5, 168; IV, 6, 171.

{12} Veáse De legibus (1612), V, 15, 5.

{13} Mariana, op. cit., III, 7, págs. 332-3.

{14} Op. cit., I, 5, 64.

{15} Antonio Truyol y Serra, con quien discrepamos, sostiene que el primero en romper con la idea patrimonialista del Estado por haber distinguido entre el patrimonio estatal y el patrimonio propio del rey o del soberano fue Pufendorf. Véase su Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, 2. Del Renacimiento a Kant, 1995 (3ªed.), pág. 265.

{16} Véase Carreras Artau, op. cit., pág. 118, n. 2; y César Vidal, Enciclopedia del Quijote, pág. 499. 

{17} En la citada dedicatoria a Felipe IV de Diego Enríquez de Villegas, op. cit., luego de enaltecer al rey como padre de la patria, se lo retrata como “defensor de la justicia”.

{18} Política, VII (V), 11, 1315 a.

{19} Véase Ex, 18, 19-21; Sal, 1, 10-11, 111(110), 10; 112 (111), 1; Pr, 1, 7 y Si, 1, 11-20, 27-30, y 2.

{20} Ex, 18, 19-21.

{21} Sal, 1, 10-11

{22} Así en Sal, 111 (110), 10 y Prov, 1, 7.

{23} Entre ellos merecen mencionarse, en España, Ribadeneyra, op. cit., I, 17, pág.106; II, 12, pág. 339; II, 13, págs. 346-7, accesible en www.books.google.es; Jerónimo Castillo de Bobadilla, Política para corregidores (1597), I, 3, págs. 31-2, disponible en www. books.google.es; y Mariana, op. cit., pág. 9, quienes abordan el temor de Dios como cualidad exigible a los gobernantes desde una perspectiva bíblica, y, entre los no españoles a Erasmo, op. cit., pág. 294, col. izda) y Bodino Los seis libros de la República,  pág., I, 8, 53; II, 3,97), quienes lo abordan abstractamente, sin conexión con fuentes bíblicas o profanas.

{24} Sobre la doctrina de la sujeción del rey a la ley positiva en los autores escolásticos citados, veáse Bernice Hamilton, Political thought in sixteenth-century Spain. A stuy of the political ideas of Vitoria, De Soto, Suárez, and Molina, Oxford University Preess, 1963, págs. 64-66.

{25} Sobre el poder civil, 2ª parte, 21.

{26} Op. cit., pág. 185.

{27} Ésa es la doctrina de Suárez, que puede verse en su De legibus, III, 34. Véase también sobre esta doctrina de Suárez Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II. La reforma, FCE, 1986 (1ª ed. en inglés, 1978), págs. 190-1.

{28} Véase Mariana, op. cit., I, 9, pág. 113.

{29} I, esc. 18, vv. 874-5.

{30} Cf. Novelas ejemplares, II, pág. 357.

{31} Sobre la decadencia de las Cortes castellanas y la de las Cortes de las demás regiones españolas, véase la excelente síntesis de Rafael Altamira, Manual de Historia de España, Editorial Sudamericana, 1946, págs. 408-10, de donde hemos tomado los datos sobre el número de convocatoria de Cortes y se pueden consultar los de otros reinos españoles.

{32} Sobre la idea del rey como imagen de Dios y vicario temporal en la tierra, véase Erasmo, op. cit., pág. 288, col. izda, y pág. 308, col. izda; Bodino, op. cit., IV, 3, pág. 187-188; IV, 5, pág. 196; IV, 6, pág. 199-200; VI, 6, pág. 307; González de Cellorigo, op. cit., II, págs. 105, 128; Suárez, Defensio fidei catholicae (1613), IV, 34, 8; VI, 4, 5; Sancho de Moncada, op. cit., IV, 6, pág. 170. De estos autores, unos se refieren al rey sólo como imagen de Dios, como Bodino y Sancho de Moncada, aunque éste último de forma tácita, otros, sólo como vicario de Dios, como Suárez, y unos terceros, así Erasmo y González de Cellorigo, unas veces unen la consideración del rey como imagen y vicario, y otras veces se refieren a él sólo como imagen de Dios. Además, hay quienes, como González de Cellorigo (op. cit., II, pág. 120) y Mariana (op. cit. I, 10, pág. 130), lo califican como enviado o dado por Dios. Pero, en cualquier caso, tales géneros de ideas sobre la realeza desempeñan una función política muy similar, por lo que no es extraño que algunos yuxtapongan algunas de ellas.

{33} En la ya mentada dedicatoria a Felipe IV, Diego Enríquez de Villegas consagra al enaltecimiento de su significación religiosa más palabras que a cualquier otro aspecto de la figura real, ensalzándolo triplemente como “protector de la piedad, mano derecha de la religión católica, ortodoxo de la fe”, lo que es hartamente revelador de la extraordinaria importancia asignada en la época a la función religiosa del rey como defensor de la fe.

{34} I, vv. 501-503.

{35} Persiles, III, 11, pág. 547.

{36} Sobre la defensa de la unidad y uniformidad religiosas dentro de un reino en el tiempo de Cervantes y los peligros si no se mantienen veánse Bodino, op. cit., IV, 7, págs. 207-9; Montaigne (1580), Ensayos, II, 19, especialmente el inicio y el final de este ensayo; Lipsio, Políticas, 1589, IV, caps. 2-4; Ribadeneyra, op. cit., I, 17-18 y 26; y Juan de Mariana, op. cit., III, 17 Todos estos autores estaban de acuerdo en la defensa de la unidad religiosa del reino, pero discrepaban en la forma de conseguirla. Mientras la mayoría de ellos eran partidarios del uso de la fuerza para reprimir la aparición de nuevas religiones o herejías que dividiesen al pueblo, ahogándolas en su cuna antes de que creciesen, en cambio, Bodino, que recomendaba la persecución de las brujas, sorprendentemente era partidario de procurar la unidad por medios suaves y no por el castigo. Su ideal era la unidad religiosa del reino, pero en caso de que esta unidad se hubiese quebrado y hubiese prosperado otra religión, como sucedía en la Francia de su tiempo, dividida entre una mayoría católica y una minoría calvinista, pero poderosa, y ensangrentada por causa de las guerras civiles entre ambos bandos, era partidario de la tolerancia de la nueva religión, razón por la cual fue censurado por Ribadeneyra (cf. op. cit., I, 26, 166), quien, como Mariana (que también rebate los argumentos de Bodino sin citarlo), abogaba por la intolerancia de otras sectas religiosas y el castigo de la herejía.

{37} Persiles, II, 21, págs. 422-3.

{38} Op. cit., III, 10, pág. 534.

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