El Catoblepas · número 200 · julio-septiembre 2022 · página 4
España como Imperio (3): el Imperio español contra el Imperio otomano y sus satélites norteafricanos
José Antonio López Calle
La filosofía política del Quijote (VIII). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (71)
Pero el tema más tratado por Cervantes, tanto o más que el de Italia y de sus posesiones allí, es el del enfrentamiento del Imperio español con el Imperio otomano y sus aliados norteafricanos, los reyezuelos berberiscos, cuyo escenario fue todo el Mediterráneo, especialmente el central y occidental, y sus riberas. La guerra de España contra los turcos, o contra el turco, para decirlo con las palabras del tiempo de Cervantes, la más duradera, casi trescientos años, y sangrienta que España ha mantenido en toda su historia después de la guerra de reconquista contra los moros, fue una guerra por la supremacía en el Mediterráneo, en la que además cada uno de los dos contendientes, Turquía en el extremo oriental del Mediterráneo y España en su extremo occidental, combatía como principales paladines de las dos religiones secularmente hostiles: el islam y el cristianismo.
La guerra de los españoles contra los turcos se remonta a los orígenes de España y de Turquía como imperios emergentes. La primera pugna entre el Imperio español y el otomano tuvo lugar en el reinando de los Reyes Católicos, cuando éstos se vieron obligados a enviar una expedición naval para recuperar Otranto, ciudad de la ribera adriática en el extremo sur del reino de Nápoles, que había sido tomada por los turcos en 1480; y ya, en las postrimerías del siglo XV y a inicios del siglo XVI, las tropas españolas, comandadas por el Gran Capitán, combatieron, en alianza con los venecianos, contra los turcos en la costa dálmata y les ayudaron a recuperar Cefalonia, una de las más importantes islas Jónicas, que estaban bajo dominio veneciano; y esa guerra continuó desde entonces durante casi trecientos años hasta que se firmó la paz definitiva (antes sólo había habido treguas) en 1782.
El tratamiento de Cervantes de la guerra del turco como terma literario se centra principalmente en una sección de esta larga historia de enfrentamiento entre las dos grandes potencias imperiales, el reinado de Felipe II, aunque hay referencias a algunos episodios de esta secular contienda tanto en el reinado anterior de su padre, el emperador Carlos V como en el de su sucesor, su hijo Felipe III; y, a la hora de abordarlo, no deja de recalcar su dimensión religiosa cuando pinta al Imperio otomano como el enemigo de la cristiandad.
En el Quijote se recrean, a partir sobre todo de su propia experiencia biográfica como soldado, las principales manifestaciones de la contienda entre las dos grandes potencias en el escenario mediterráneo y norteafricano. Esta contienda adoptó, como bien señaló Braudel{1}, dos formas principales en su despliegue efectivo: la forma de guerra canónica como guerra oficial entre Estados, en la que se enfrentan tropas y flotas, o de gran guerra, y la forma complementaria, pero secundaria, de la pequeña guerra, cuya principal muestra fue la piratería. Pues bien, en el Quijote están cabalmente reflejadas las dos formas de guerra entre España y Turquía.
La gran guerra contra el Imperio otomano y sus vasallos norteafricanos
En la historia del cautivo Ruy Pérez de Viedma se recogen los principales episodios de la primera forma de guerra, la gran guerra, en la fase culminante y decisiva del enfrentamiento entre el Imperio español y el otomano, en los años que van de 1570 a 1574 (cf. I, 39). El relato del cautivo de lo sucedido en estos años cruciales de la guerra contra el turco arranca con la mención de la conquista otomana de Chipre (iniciada en Julio de 1570 y concluida en Agosto de 1571), hasta entonces, como dice el narrador, bajo el dominio de los venecianos, a quienes de este modo los turcos arrebataban la hegemonía, que desde el siglo XV, habían mantenido en el Mediterráneo oriental, aunque todavía conservaban allí el importante enclave de la isla de Creta.
La conquista turca de Chipre se interpretó, y así lo hace Cervantes por boca del capitán Pérez de Viedma (cuya historia sin duda es un eco de la propia experiencia biográfica de Cervantes como soldado en activo en esos años cruciales), como el hecho decisivo determinante de la formación de una alianza entre los principales países de la cristiandad afectados por la expansión creciente de los otomanos por el Mediterráneo con el fin de frenarla. Como relata el cautivo, el papa Pío V tomó la iniciativa para formar la Santa Liga, que pasó a estar integrada principalmente por Venecia, los Estados pontificios y España, aunque también participaron Génova, la orden de los caballeros de Malta (a los que Carlos V había entregado Malta tras la pérdida de ellos de Rodas, conquistada también por los turcos) y algunos ducados italianos, pero en la que no quisieron entrar Portugal, Austria y Francia, que mantenía, como se decía entonces, una “alianza impía” con los otomanos, verdaderamente escandalosa no sólo por tratarse de una alianza entre un país cristiano y los enemigos de la cristiandad, sino por el hecho de que el monarca francés tenía el título de rey cristianísimo.
Los tres grandes miembros de la Santa Liga pusieron en marcha una gran armada cuyo mando correspondió a don Juan de Austria, debido a que España fue la contribuyente principal, y finalmente se encontró con los turcos en Lepanto, donde la cristiandad obtuvo una resonante victoria, que Cervantes no duda en calificar como “felicísima jornada” y en el prólogo de la segunda parte del Quijote, como es bien sabido, como “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Sin duda se trata de una de las mayores batallas de la historia; innegablemente, la mayor batalla naval de galeras de la historia, en la que combatieron más de cuatrocientas, algo más de doscientas por cada bando. ¿Por qué Cervantes consideraba la victoria cristiana en la batalla de Lepanto tan importante para la cristiandad?
A través de su portavoz, Pérez de Viedma, que, como el propio Cervantes, combatió en Lepanto, nos da una respuesta, según la cual su inmenso valor radica ante todo en que la victoria en Lepanto derribó el mito de la invencibilidad naval de la armada turca, que hasta entonces nunca había sufrido una gran derrota ante una flota cristiana. En palabras de Cervantes:
“Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada”. I, 39, 402
En otro lugar, Cervantes da una segunda razón para ponderar tan altamente la significación histórica del triunfo en la batalla de Lepanto. Ahora se pone el foco de la atención en las consecuencias beneficiosas que ésta tuvo para la cristiandad y que cifra en que por fin se acabó con la expansión imperial otomana en el Mediterráneo o se la frenó. Así en Los baños de Argel personaliza la consecución de ese objetivo en la figura de don Juan, a quien encomia porque con su valor en Lepanto “tuvo a raya y puso freno” a los otomanos{2}. En efecto, después de Lepanto, al menos los turcos dejaron de ser un peligro grave para el Occidente mediterráneo, pues quedó conjurada la posibilidad de una invasión otomana a gran escala.
El cautivo nos relata su participación en Lepanto. Su papel es muy parecido al del propio Cervantes, salvo que el primero combatió siendo ya capitán y el segundo como soldado y que el primero al final de la batalla terminó cautivo de los turcos, mientras que Cervantes lo sería años después cuando la nave en que se dirigía a España fue capturada por unos moros argelinos. Pero en la batalla ambos combatieron en una compañía embarcada en galeras (Marquesa se llamaba la de Cervantes) de la escuadra genovesa, cuyo general era Juan Andrea Doria; en la fase final de la gran contienda la lucha fue encarnizada entre las galeras del general genovés y las de Uchalí (Euch Alí o Uluch Alí), almirante de una escuadra turca y rey corsario de Argel, quien sobresalió en Lepanto, pues estuvo a punto de cambiar el curso del combate si no lo hubieran impedido la rápida intervención de Álvaro de Bazán, que mandaba las galeras de reserva en la retaguardia, y Juan de Cardona, al mando de las de vanguardia, frenando el contraataque de Uchalí, quien, como dice Pérez de Viedma en su relato, embistió y rindió la nave capitana de la escuadra de los Caballeros de Malta.
Pero, viendo perdida la batalla, en la que perecieron los otros grandes generales de la armada turca, consiguió escapar de los genoveses y salió huyendo con unas cuantas galeras, en una de las cuales iba Pérez de Viedma como prisionero, siendo, pues, el único almirante otomano que pudo escapar del desastre. En su huida se le unieron algo más de treinta galeras otomanas, que también se habían salvado. Se equivoca, en cambio, el capitán cautivo cuando afirma que “Uchalí se salvó con toda su escuadra” (I, 39, 403), pues de las noventa y tres galeras bajo su mando en la batalla de Lepanto sólo quedaron trece y con ellas logró escapar. Con la pequeña flota de algo más de cuarenta galeras, entre éstas y las otras que se le unieron en la huida, se presentó, según nos sigue relatando, en Constantinopla, donde el Gran Turco, Selim II, luego de recibirlo como un héroe, lo nombró, como nos cuenta Pérez de Viedma, general en jefe de la marina otomana recompensando así su actuación en Lepanto y le encargó la importante misión, aunque esto no nos lo cuenta, pero debió de ser testigo de ello, pues seguía como cautivo suyo, de reconstruir inmediatamente la flota, lo que hizo en muy poco tiempo. Tan en poco tiempo, que al cabo de algo más de cuatro meses contaba ya con una flota de unos doscientos barcos, pero no pudo dotarla de la calidad técnica del personal de la armada enviada a Lepanto, gran parte del cual, esto es, de sus expertos marinos, capitanes, pilotos y navegantes, habían caído y ese capital humano, a diferencia de las galeras, no era reemplazable a corto plazo.
Aun con todas esas limitaciones, Uchalí zarpó de Constantinopla con su nueva flota y, como nos dice Pérez de Viedma, se dirigió a Navarino (en la bahía del mismo nombre en la costa sudoeste del Peloponeso o Morea), donde se encontraba ya a mediados de 1572. Allí, en Navarino (la antigua Pilos en los tiempos de la Greica clásica y también hoy denominada así) estuvieron el capitán español, preso de Uchalí, y Cervantes, si bien por razones muy distintas y en bandos opuestos: Pérez de Viedma como cautivo en una de las galeras de la flota de Uchalí y Cervantes en la flota de la Liga, que seguía bajo el mando supremo de Juan de Austria. Pérez de Viedma, que presencia impotente lo allí sucedido, se lamenta de la ocasión perdida de haber apresado en el puerto de Navarino a toda la armada turca, pues, según él, tanto era el miedo que los soldados turcos habían cobrado a la armada cristiana, que, en caso de haber sido embestidos por ésta dentro del puerto, tenían a punto su ropa y calzado para salir huyendo por tierra, sin esperar a combatir. Pero lo sucedido fue bien distinto. Y es que Uchalí, enterado de que la flota de la Liga cristiana avanzaba hacia Navarino, salió de aquí y buscó mejor refugio en Modón, que Cervantes describe como una isla, aunque más bien se trata de una plaza costera cercana a Navarino; quizá un fallo en su recuerdo muchos años después, pues, habida cuenta de que había navegado por las costas griegas del Peloponeso en su juventud de soldado, debía de conocerla bastante bien. En cualquier caso, el almirante corsario otomano ordenó fortificar la boca del puerto de Modón y lo hizo con artillería pesada hasta hacer de Modón una plaza inexpugnable. Después de haber renunciado a tomar Navarino, a la vuelta, como bien relata el cautivo, las naves de la Liga tuvieron una escaramuza con los turcos en la boca del puerto de Modón, bien defendido por Uchalí y es que en esta refriega la capitana de Álvaro de Bazán capturó la galera del nieto del famoso corsario Barbarroja, Mohamed Bey (no el hijo, como erróneamente dice el cautivo), al que por su crueldad, nos cuenta el cautivo, mataron los remeros cautivos de su galera, después de rebelarse contra él al ver que ésta iba a ser embestida por la galera de Álvaro de Bazán.
Como era muy común en la época, el que sucediera lo que realmente sucedió cuando estuvo tan alcance de la mano la oportunidad a la postre perdida de haber capturado toda la armada turca en Navarino no tiene una explicación natural en términos de responsabilidades humanas, sino una explicación teológica, según la cual no se trata de un error o culpa imputable a los humanos, en este caso al general de la armada cristiana, don Juan, sino de una intervención de la providencia divina, que ordenó las cosas de otra manera “por los pecados de la cristiandad y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen” (I, 39, 403). Es la misma explicación última a la que se acogió Felipe II ante el fracaso de la armada española contra Inglaterra, también adoptada por Cervantes en la segunda canción que le dedicó, sin más cambio que los pecados de la cristiandad por los de los españoles.
Pero por más que el cautivo y con él Cervantes se refugien, quizá como consuelo, en esa visión teológica del fracaso de la campaña de Navarino, los agentes humanos en la historia sólo pueden permitírsela como mera elucubración, pues han de actuar y para actuar exitosamente es menester evaluar las cosas en términos naturales y humanos, pues a nada conducen las evaluaciones teológicas que excusan a lo humanos cargando la cuenta de parte de Dios. Y tal es lo que les sucedió a los miembros de la Liga, aunque de esto no nos cuenta nada el cautivo, sino que salta directamente a las empresas españolas tras quedar disuelta la Liga Santa. Y lo que les sucedió es que, lejos de dejarse seducir por explicaciones providencialistas, valoraron la campaña de Navarino como un fracaso, algo en que los actores principales implicados coincidieron, buscaron culpables humanos y, finalmente, la mutuas acusaciones entre los miembros principales de la liga, venecianos y españoles, unidas a los intereses divergentes entre unos y otros -Venecia, más volcada hacia el Mediterráneo oriental, donde tenía un pequeño imperio, quería proseguir el cerco a Medón, y España, más interesada por el Mediterráneo occidental y central, no veía provecho alguno en el cerco a Modón- provocaron la decisión de disolver la Liga.
Disuelta la alianza y roto el compromiso con ésta, la flota española, todavía bajo el mando de Juan de Austria, sigue su propia estrategia centrada en el Mediterráneo central y occidental, donde se juegan sus principales intereses, mientras la escuadra otomana, según el cautivo, regresa a Constantinopla. En esta nueva fase, posterior a Navarino y Modón, aún se dieron dos importantes enfrentamientos entre las tropas del Imperio español y las del otomano, de los que nos informa el relato del cautivo: la conquista de Túnez por la escuadra de Juan de Austria en 1573, en la que participó Cervantes, y la reconquista turca de esta plaza al año siguiente. De la primera se ocupa escuetamente: se limita simplemente a contarnos que, estando en Constantinopla la armada turca comandada por Uchalí y el cautivo como remero suyo, se enteraron de la toma de Túnez por Juan de Austria, que puso como nuevo rey a Muley Hamet (cuyo trono había sido usurpado por Uchalí luego de deponer al hermano de Hamet), y que el Gran Turco, entonces Selim II, sintió mucho esta pérdida. En efecto, debió de sentirlo mucho, pues su reacción fue inmediata y decidida para recuperar la plaza: hicieron las paces con Venecia, como nos dice el cautivo, y, desembarazados de los venecianos, se aprestaron a enviar, a medidos de 1574, una gran expedición naval, mandada por Uchalí, en la que iban embarcados, según datos del relato del capitán español cautivo, 75.000 soldados turcos bajo el mando de Sinán Pachá.
A diferencia de la escueta información que se nos da de la toma de Túnez por don Juan de Austria, quizá porque fue un objetivo fácil, pues se ocupó Túnez sin resistencia, Cervantes, a través de su portavoz cautivo, nos suministra una información detallada del asalto turco y de la heroica y fuerte resistencia de las escasas fuerzas españolas. No entramos en los detalles de esta historia, pues no es necesario desde nuestra perspectiva, centrada en el estudio de la manera como se refleja España como potencia imperial en el Quijote y demás obra cervantina. Tan sólo diremos que el narrador nos cuenta el curso del combate hasta la derrota española y que reflexiona sobre el hecho de que la guarnición española de Túnez y la Goleta, una fortaleza en la bahía de Túnez, tan poco numerosa, apenas siete mil soldados según el cautivo, no podía hacer frente, por más esforzada que fuera, a unas fuerzas, por el contrario, tan numerosas, si no les llega auxilio. Con razón se pregunta el cautivo: “¿Cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su misma tierra?” (I, 39, 405), una pregunta que contiene en sí misma la respuesta. En la falta de socorro a las tropas españolas estuvo la clave de la victoria otomana, pues sin ella no podían resistir durante mucho tiempo. De hecho, los mandos de la armadaespañola lo sabían. Juan de Austria, que tenía noticias alarmantes de los planes otomanos de recobrar Túnez, había enviado cartas a los jefes de la guarnición española en Túnez y la Goleta instándoles a defenderse hasta que les llegase el auxilio, pues necesitaba tiempo para ultimar los preparativos de una flota de socorro; la causa era que la flota turca se había anticipado y se había plantado ante Túnez cuando la armada española andaba todavía en preparativos. Pero la guarnición española no logró aguantar lo suficiente y la Goleta se rindió antes de que el auxilio de la armada española les llegase desde Nápoles y Sicilia, donde estaba Juan de Austria al mando de la armada, y allí, por cierto, también estaba Cervantes.
El resultado fue que Túnez y la Goleta cayeron y se perdieron definitivamente. Una pérdida que fue muy sentida en España, pues tenía una gran importancia estratégica en la defensa del Mediterráneo central y las costas de Nápoles, Sicilia y Malta, y además no olvidemos que el reino moro de Túnez había estado muy ligado durante muchos años a España desde que en 1510, en tiempos de la segunda regencia de Castilla de Fernando el Católico, se convirtió en vasallo de ésta, que se había perdido y vuelto a recuperar por Carlos V en 1535, hecho éste último al que hace referencia el relato del cautivo, para volver a ser una posesión de los turcos y ser efímeramente de nuevo vasallo de España con Juan de Austria y pasar finalmente a manos de los turcos. Sin embargo, a pesar de su importancia estratégica y del valor histórico que para España representaba, algunos pensaban que no valía la pena lamentarse de la caída de Túnez y que más bien ésta era un alivio, porque era demasiado costoso para las arcas españolas mantener la plaza, especialmente la fortaleza de la Goleta. Eran muchos los que opinaban así y entre ellos estaba el propio Cervantes, quien expone esta opinión a través de Pérez de Viedma, que, a diferencia de Cervantes, si bien en la ficción literaria, estuvo como remero cautivo en la reconquista turca de Túnez y nos da esta valoración de su caída y pérdida para España:
“Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomía [monstruo de insaciable apetito] o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos Quinto, como si fuera menester para hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran. Perdiose también el fuerte, pero fuéronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinte y cino mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron”. I, 39, 405
Tras la victoria, los turcos, nos relata el cautivo, demolieron con minas las fortificaciones de la Goleta, aunque, para asombro suyo, no pudieron derribar las murallas viejas, que parecían más débiles, mientras que las fortificaciones nuevas, que había construido Giacomo Paleazzo (llamado ilFratino, que el cautivo españoliza como el Fratín{3}) estando al servicio de Carlos V y que parecían más fuertes, se derrumbaron con mucha facilidad; al parecer, los españoles también habían pensado en demolerlas, pero no lo hicieron. Luego, el victorioso Uchalí regresó con su triunfante armada a Constantinopla. Fue un gran triunfo de la armada turca en el Mediterráneo, aunque no el último absolutamente, como dicen algunos erróneamente{4}, pues en el siglo siguiente habría de cosechar un triunfo mucho mayor con la conquista a los venecianos de la isla de Creta en 1669; sólo fue el último en su choque contra España y aun esto ha de ser relativizado, pues no fue el resultado de una batalla contra la armada española, como lo fue Lepanto, sino de un combate muy desigual de una gran y poderosa armada y un ejército muy numeroso contra una guarnición comparativamente exigua y aun así, con estas desventajas favorables a los turcos, la victoria les costó muy cara a éstos, ya que tuvieron unas bajas enormes: sólo en la toma del fuerte perdieron, según el informe del propio Cervantes ya citado más arriba, 25.000 turcos; y si a estas bajas sumamos las que hubo en la toma de la Goleta, que el relato del cautino no menciona, la cifra total asciende, según datos actuales, a 45. 000.
El éxito turco en Túnez no fue, pues, fatídico para España. De hecho, el Imperio otomano no volvería a enfrentarse con el Imperio español en guerra abierta de grandes expediciones. Es más, después del episodio de Túnez, turcos y españoles buscan la paz, que llegó en forma de tregua en 1581, después de la cual las dos potencias imperiales se concentraron en sus respectivas zonas de influencia, el Imperio otomano en el Mediterráneo oriental, donde asestarían un duro golpe a Venecia con la toma de Creta, y el Imperio español en el Mediterráneo occidental. La tregua en la práctica se convirtió en una paz de hecho, bien es cierto que la guerra continuó de otra forma, no como guerra entre armadas, expediciones militares o asedios con fuerzas importantes, sino en la forma de la guerra menor de la piratería o del corso. Fue el fin de la gran guerra en el Mediterráneo entre España y Turquía, pero no de la guerra pequeña, pues la piratería, lejos de declinar, se mantuvo muy activa entorpeciendo el comercio y la comunicación y sembrando la alarma y el terror en las poblaciones ribereñas del Mediterráneo. Y de esto habremos de ocuparnos, pero antes de hacerlo, hemos de abordar el tratamiento de la gran guerra entre otomanos y españoles en el resto de la producción literaria cervantina.
Fuera del Quijote la pugna entre el Imperio español y el otomano en términos de gran guerra o guerra convencional entre Estados se refleja de varias maneras. En primer lugar, como una alarma o amenaza de la que se habla en tertulias. Ya en el Quijote se alude a la bajada del turco y a provisión de las costas de Nápoles, Sicilia y Malta por orden de Felipe III en la conversación del cura y el barbero con don Quijote en el primer capítulo de la segunda parte. La bajada del turco, seguramente también en el reinado de Felipe III, asimismo se menciona en un coloquio de mesón en la novela Las dos doncellas{5}, el que mantienen don Rafael y un alguacil. No está claro si esta bajada es la misma que la evocada en la gran novela u otra distinta. En cualquier caso, no pasaron de una simple alarma, sin que llegaran a representar un peligro real para España. Pero también por el lado español hubo en el reinado de Felipe III movimientos de escuadras cerca de las costas norteafricanas, como las tres intentonas fallidas de conquistar Argel en los primeros años de su reinado, dos en 1601 y una tercera y última en 1603, que pudieron igualmente sembrar la zozobra entre los turcoberberiscos, pero que tampoco condujeron a nada{6}.
En segundo lugar, la contienda entre las dos grandes potencias aparece en alusiones a episodios bélicos en un tiempo ya pasado, no del presente histórico inmediato. Tal es el caso de la referencia a la fracasada conquista de Argel por Carlos V en 1541. En El trato de Argel es precisamente Saavedra, un soldado cautivo, también mentado como compañero de cautiverio en el relato de Pérez de Viedma y sin duda un trasunto literario del propio Cervantes, quien, cuando por vez primera pudo ver la tierra de Argel, se acordó de la expedición de Carlos V contra Argel y de la desastrosa tormenta que hundió en el mar gran parte de la flota con hombres, caballos y abastos, que nos recrea así de forma literaria:
“Ofrecióse a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlo tuvo
levantada en el aire su bandera,
y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,
pues, movido de envidia de su gloria,
airado entonces más que nunca estuvo”.{7}
Tan airado, que se perdieron 150 naos y 20 galeras con todo lo que portaban a bordo, que se hicieron pedazos al golpearlas el mar contra la costa o chocando entre sí.
En El baño de Argel es un guardián moro el que se refiere al naufragio de una parte importante de la flota española al ponernos al corriente de que los moros argelinos pensaban no sin temor que don Juan de Austria, habiendo sido el primero en tener a raya y poner freno al poderío otomano, sea precisamente por ello el que venga a enmendarlo, el que “venía a dar fin honroso/ al desdichado comienzo/ que su valeroso padre/ comenzó en hado siniestro”{8}.Indudablemente, el “hado siniestro” en forma de una terrible tempestad fue la clave del fracaso de la expedición de Carlos V para conquistar Argel y, por cierto, la culpa del desastre cabe imputársela al propio emperador, pues, contra el criterio de sus consejeros (entre los cuales estaban el gobernador de Milán, Andrea Doria y el papa), que trataron de disuadirlo, se empeñó obcecadamente en acometer la empresa en una fecha mal elegida, ya bien entrado el otoño (a finales de octubre), una estación en la que son frecuentes las borrascas y temporales en esa región del Mediterráneo.
Pero la recreación literaria de grandes episodios bélicos en el curso de la contienda histórica entre el Imperio otomano y el español en la restante obra literaria cervantina no se reduce a la mención circunstancial de alarmas de ataques otomanos o a concisas referencias a expediciones militares de conquista, sino que también contamos con alguna obra cuyo fondo histórico es la guerra. Tal es el caso muy notable de El gallardo español, una comedia cuya compleja trama amorosa se desenvuelve en un ambiente bélico e incluso la guerra misma pasa al primer plano en el último acto, de forma que su desenlace se entrelaza con el fin de la guerra. En efecto, la compleja trama amorosa, que se compone del trenzado entre dos historias de amor, la de su protagonista, el gallardo español, que da título a la comedia, don Fernando de Saavedra, y Margarita, enamorada de él de oídas, y la simultánea historia de amor, entrelazada con la primera, entre el antagonista, un moro igualmente gallardo, Alimuzel, y la también mora Alaxa, quien, para enrevesar la trama, está también enamorada de oídas del gallardo español, se desarrolla en el marco histórico del cerco a Orán, principal plaza fuerte española en África, en 1563, por el rey de Argel con tropas turcoberberiscas y de la heroica resistencia española, encabezada por el gobernador y general de Orán, el segundo conde de Alcaudete.
Tanto don Fernando como Alimuzel son valientes soldados en bandos opuestos y enemigos, lo que determinará el curso de sus relaciones amorosas y el que los objetivos amorosos de uno y otro se alcancen a través de su actuación en una guerra inminente entre moros, con apoyo turco, y españoles. Por un lado, si nos situamos en la perspectiva de las damas enamoradas, tenemos que el amor mismo que inspira don Fernando a Arlaxa y Margarita tiene su raíz en las hazañas militares de tan valeroso caballero, cuya fama ha llegado hasta sus oídos provocando su amor, aun sin haberlo visto; por otro lado, si nos colocamos en la perspectiva de los dos caballeros, nos encontramos con que Alimuzel sólo puede conseguir a Arlaxa, según la condición que ésta le ha impuesto, llevándole a su presencia vivo al caballero cristiano don Fernando, a quien precisamente desea tener ante sí a causa del renombre de su valentía y sus hazañas guerreras, para lo cual se ve obligado a desafiar a un duelo a don Fernando y éste, al que el gobernador de Orán, le ha prohibido aceptar el desafío de Alimuzel, porque no quiere perder un hombre valioso en vista de la inminente guerra de asedio que se avecina (“Y yo no aventuro un hombre/ que es de la guerra maestro/ por la simple niñería/ de una amorosa porfía”{9}), decide aceptar, no obstante la prohibición, el desafío del moro, pero para llevarlo a cabo en secreto, sin que sus mandos militares se enteren, salvo el capitán Guzmán, traza la treta de dejarse cautivar y fingir hacerse moro y con esta ficción, cuando por fin llega la guerra, conseguirá a la vez desafiar por fin, en medio de la guerra, a Alimuzel, al que vencerá y apresará, y ayudará, desde dentro del campo moro, a los suyos a vencer a los enemigos y de esta forma su fama de valiente caballero se mantendrá incólume y aun acrecentada, y podrá así casarse con Margarita, previa reconciliación con su hermano, que hasta entonces se oponía a entregarle su hermana como esposa. Y, por si esto fuera poco, gracias a don Fernando, Alimuzel conseguirá que su amada Arlaxa se le entregue como esposa, al presentarse ambos ante ella, tal como le había exigido a Alimuzel para ser suya.
Ahora bien, sin dejar de reconocer y destacar la estrecha imbricación entre el decurso de las relaciones amorosas y el de la guerra, habremos de concentrarnos en el tratamiento cervantino de ésta en sí misma considerada, esto es, en el sitio de la ciudad de Orán y villa de Mazalquivir, un episodio importante en la historia de la hostilidad entre el Imperio español y el otomano. Conviene recordar, para darse cuenta de la importancia de la batalla recreada por Cervantes en El gallardo español, un verdadero drama histórico, de un pasado todavía cercano, dos cosas. La primera es que las ciudades de Orán y Mazalquivir eran, en ese momento histórico, las únicas plazas fuertes de España, dejando aparte a Melilla, en el norte de África, cuyo valor se realzó tras la pérdida reciente de las demás plazas que España poseía desde los tiempos de la regencia de Fernando el Católico, como Trípoli, Túnez y Bugía, perdidas en 1551, en 1543 y 1555 respectivamente; y que además se trataba de plazas fuertes de gran relevancia estratégica en la defensa del levante español de la piratería otomana y berberisca; de hecho, el móvil originario de la conquista española de Orán a iniciativa del cardenal Cisneros, a cuya conquista, por cierto, se hace referencia en El gallardo español, fue precisamente acabar con el nido de corsarios, que no cesaban de asaltar el levante español, en que se había convertido Orán.
La segunda concierne a los antecedentes del sitio de Orán y Mazalquivir, a los que, como veremos, se alude en el drama cervantino, unos antecedentes que también revelan la enorme trascendencia de esas plazas fuertes, no sólo en la defensa del sureste peninsular sino también en la contención del expansionismo otomano hacia el Mediterráneo occidental. En efecto, en la década de los cincuenta y principios de la siguiente del Seiscientos, en vísperas ya de la guerra de Orán, los otomanos y sus protegidos los moros berberiscos habían cosechado una serie de éxitos en su contienda con el Imperio español. Amén de la recuperación de Trípoli y Bugía, habían derrotado, bajo el mando del rey de Argel, Hasán Bajá (o Pachá), hijo de Jeiriddin Barbarroja, a los españoles en Mostaganem (o Mostagán, ciudad costera argelina al oeste de Orán) en 1558 y, bajo el mando ahora del corsario Dragut y de Piali Pachá, jefe de la flota otomana, en la batalla de los Gelves (o Dyerba, una isla cercana a la costa tunecina) en 1560, dos desastres sin paliativos para los españoles, comparados con los cuales el revés de los turcoberberiscos, mandados por Hasán Corso, en su intento fracasado de conquistar Orán en 1556, fue poca cosa, ya que sólo tuvieron una pocas bajas, mientras España había tenido unas 20.000 y miles de prisioneros entre las dos catástrofes.
En esta tesitura Felipe II sabía perfectamente que el siguiente paso de los turcoberberiscos sería intentar adueñarse de Orán y Mazalquivir y por ello ordenó enviar en 1562 una flota de refuerzos y con provisiones, con 4.000 soldados, pero con la mala fortuna de que un fortísimo temporal destruyó casi toda ella, el 19 de octubre, en la bahía de La Herradura (en Almuñécar, provincia de Granada) y perecieron miles de soldados y marineros, incluido el jefe de la flota, Juan de Mendoza, un hecho, al que, como veremos, también alude Cervantes en El gallardo español. Todo esto incitó, sin duda, a los turoberberiscos a tomar Orán. De hecho, ya en ese año, y desde antes del naufragio de La Herradura, Hasán Bajá, el vencedor en la batalla de Mostaganem, estaba preparando, con la aprobación y respaldo de Solimán, una campaña para la toma de Orán y Mazalquivir, y, tras el desastre naval de La Herradura, aceleró los preparativos y, en apenas unos meses, logró reunir un ejército de 100. 000 hombres, compuesto de turcos, moros argelinos y otros aliados moros, y un flota de treinta galeras y otras veinte naves, con los que a primeros de abril de 1563 se presentó a las puertas de Mazalquivir y Orán, para sitiarlas.
Todo esto, aunque sin algunos detalles que damos aquí, pero con otros que él nos da, Cervantes lo relata al revés. Como veremos, se centra en el cerco de Orán y en su desarrollo, pero cuando las exigencias literarias lo requieren, en la escenificación dramática inserta información sobre los antecedentes del cerco. Sin duda para todo esto, Cervantes debió de documentarse con las obras disponibles en su tiempo sobre el tema, como La descripción general de África(1573), de Luis de Mármol y Diálogo de las guerras de Orán(1593), de Baltasar de Morales; también debió de serle de gran ayuda la información recabada durante su propia estancia en Orán en 1581, en calidad de espía de Felipe II, dieciocho años después de sucedidos los hechos reales elevados a la categoría de drama histórico.
La dramatización literaria del sitio provoca una tensión que va in crescendo. En el primer acto se nos presentan los principales responsables de la defensa de las dos plazas españolas, Alonso (o Alfonso) Fernández de Córdoba, segundo conde de Alcaudete, gobernador y general de Orán, y su hermano Martín Alonso, a quien ya, a mitad del primer acto, le encarga su hermano la defensa de Mazalquivir; todos saben desde el primer momento que habrá cerco (“El cerco es cierto”,{10} declara el conde de Alcaudete) y están a la espera de que suceda lo que tienen por inevitable; mientras tanto los mandos militares han ordenado extremar la vigilancia de la llegada del enemigo (“Los argos, centinelas veladoras,/ miren al mar y miren a la tierra”{11}) y con su principal ingeniero, el ya mentado Fratín, se ocupan de revisar el estado de las fortificaciones de los presidios y de su reforzamiento.
En el segundo acto, los personajes continúan expectantes de la guerra inminente (“el cerco que se espera”{12}, dice el conde de Alcaudete) y, hacia el final del acto, se nos presenta, por boca de un renegado, el plan del rey de Argel (al que Cervantes llama unas veces Azán Bajá y, normalmente, en forma más abreviada Azán) de enviar una flota con un ejército numerosísimo, del que no se dan datos exactos, salvo del número de turcos, seis mil, y de leventes, siete mil, cuyo origen nacional no se mienta, pero de un forma indeterminada se habla de la ingente cantidad de soldados moros que lo forman, que son la inmensa mayoría: “Que en su favor [el del rey de Argel] más moros dan y ofrecen/ que en clara noche estrellas se parecen”.{13} El renegado, que revela este plan al conde de Alcaudete, nos informa también de que la movilización de los moros es el resultado de un acuerdo entre el rey de Argel y sus aliados berberiscos, los reyes de Alavez y del Cuco, reinos situados en la Argelia occidental entre Orán y Argel, (el primero también llamado reino de Lábez es el más próximo a Orán y el otro está al oeste y sur de Argel). Más adelante, ya en el tercer acto se mencionará a los reyes de Fez y Marruecos como aliados del rey de Argel en la operación del cerco de Orán y Mazalquivir. Finalmente, el renegado le anuncia al conde de Alcaudete que el asedio empezará en el fuerte de San Miguel, cosa que no ignora el conde, quien, en previsión de ello, ya había ordenado reforzar la guarnición de ese presidio, que estaba situado en una colina que separa las dos ciudades y que precisamente había mandado construir el conde de Alcaudete para mantenerlas unidas y que, en caso de necesidad, pudieran socorrerse entre sí. En realidad, el sitio no empezó en el fuerte de San Miguel, sino en la torre de los Santos, una atalaya frente a Mazalquivir, aunque quizá por la mayor relevancia defensiva del primero, Cervantes se limita a mencionar de pasada en el tercer acto la toma por los enemigos de la Torre de los Santos para centrarse en el cerco de San Miguel.
En el momento en el que el renegado revela todo esto al gobernador español, la armada turca ya está, según él, a punto en Argel para zarpar al instante hacia Orán.
En el tercer acto estalla la guerra, en cuyo decurso cabe discernir cinco fases o momentos. La primera de ellas es la de una llamada a las armas en ambos bandos contendientes. En el lado cristiano o español, el soldado Buitrago, apostado en la muralla de Orán, columbra la venida de la armada turcoberberisca y llama a las armas, y el conde de Alcaudete, asomado a la muralla y viendo con sus propios ojos la masiva llegada de turcos y moros (“Turcos cubren el mar, moros la tierra”{14}), encarga a Fernando de Cárcamo la defensa del fuerte de San Miguel y manda dar principio a la guerra. Además, se muestra confiado en que su hermano Martin de Córdoba defienda bravamente Almarza, otra forma de llamar a Mazalquivir y su puerto. Al mismo tiempo, para dar ánimos a los suyos y a sí mismo, recuerda la victoria de Azán Bajá (Hasán Bajá) sobre su padre, el primer conde de Alcaudete, en Mostagán en 1558, y formula su deseo de que ahora se vuelvan las tornas, de forma que su hermano consiga derrotarlo: “Que este perro, que nunca otra vez ladre,/ es el que en Mostagán mordió a su padre”.{15}
Por su lado, en el bando de los moros y turcos el renegado Bairán, que parece jugar a dos bandas, informa a Azán y sus aliados, los reyes del Cuco y de Alabez, de que Francisco de Mendoza, hermano del ya citado Juan de Mendoza, el que naufragó con su flota en La Herradura, vendrá a socorrer Orán-Mazalquivir y que en esta tarea cuenta con la inestimable ayuda de las galeras a cargo de Álvaro de Bazán. Azán se muestra tan confiado en que no habrá quien le resista y en alzarse con la victoria, que sus aliados se apresuran a augurársela: el rey de Alabez le halaga asegurándole salir victorioso de la campaña de Orán, pues si ya una vez venció al primer conde de Alcaudete, padre del actual gobernador de esta plaza, igualmente vencerá a éste: “Quien al padre venció vencerá al hijo”{16} y termina pidiéndole que embista ya para que no se retrase o se pueda saborear antes su victoria; y el rey del Cuco la cree segura porque sus tropas no podrían ser mejores: “La gloria de la África y la flor de la Berbería”.{17}
El segundo momento nos coloca ya en una fase de plena guerra, la del sitio y asalto al fuerte San Miguel. Como ya dijimos, en realidad el asedio empezó con el asalto a la torre de los Santos, defendida por una guarnición de veintidós soldados, que, si bien resistió con bravura, finalmente fue tomada por las masivas tropas enemigas. Cervantes prefiere empezar, a efectos dramáticos, en el sitio de San Miguel por la mayor importancia estratégica de esta fortaleza, de cuya defensa estaba encargado Fernando de Cárcamo, y porque aquí la guerra fue más feroz y encarnizada. Según la información que nos da el propio Cervantes, fue objeto de veinte asaltos hasta que, a la postre, acabó cayendo en manos enemigas, no sin cobrarse cuantiosas bajas entre los turcoberberiscos. Tras la caída del fuerte de san Miguel, el rey del Cuco ve tan segura la victoria de los suyos que se atreve a burlarse de la memoria del cardenal Cisneros, quien financió la conquista de Orán y estuvo presente durante ella en 1509, una memoria que, según él, el superior poderío militar de Hasán Azá conseguirá enterrar: “Hoy de aquel gran capilludo/ las memorias quedarán/ enterradas con Orán,/ pues tú puedes más que él pudo”.{18}
La tercera escena nos ofrece el momento culminante de la guerra, que, inopinada o impensadamente, sin que nadie lo previera, terminó siendo su final: el sitio de Mazalquivir. Para realzar el dramatismo de esta fase, Cervantes nos presenta, de un lado, al rey de Argel,Azán, tan eufórico tras la toma de sus tropas de San Miguel que ya ve derrotado a Martín de Córdoba y Mazalquivir tomada: “¡Valeroso don Martín, que te precias de otro Marte,/ espera, que voy a darte,/ a tu usanza, un San Martín!”;{19} y, de otro lado, a don Martín, quien, confiado en las impresionantes fortificaciones de la ciudadela de Mazalquivir y la elevada moral de sus soldados, aunque escasos (tan sólo disponía de 500 hombres), está dispuesto a resistir todos los ataques: “¡Gente soberbia y cruel,/ a quien ayuda la suerte,/ no penséis que es éste el fuerte/ tan flaco de San Miguel!”.{20} Y así fue; aguantaron, según datos de Cervantes, veinte asaltos, que dejaron una enorme cantidad de bajas enemigas. Tantas que el propio rey de Argel, que inicialmente, cuando empezó la batalla de Mazalquivir, pensó “que hoy será Mazalquivir/sepultura de enemigos”{21}, después de los veinte asaltos fracasados, fue testigo de la transformación de Mazalquivir en una sepultura de los suyos, incluso la de su aliado el rey del Cuco: “Ya no es la empresa tan barata,/ pues me cuesta un rey y tantos/ que en veinte asaltos han muerto”.{22}
En esta fase del cerco en que la guerra alcanza su clímax los atacantes se dispusieron a escalar las murallas y lograron alzar la bandera otomana en las almenas, una fase que Cervantes convierte en su drama en el escenario en el que se desenvuelve el postergado desafío entre don Fernando de Saavedra y su antagonista moro, Alimuzel. Es ahora el momento de la verdad para don Fernando que se ha granjeado la fama de valiente y gallardo español por el historial de sus proezas en el combate contra los galanes (alárabes) de Meliona (ciudad y provincia cercana a Argel), los elches (renegados escopeteros) de Tremecén y los leventes (corsarios) de Bona (ciudad argelina en la provincia de Constantina) y aprovecha su oportunidad para mostrar que el que parece un renegado (recordemos que va disfrazado de moro) está a la altura de lo que se espera de su acreditada reputación. Es precisamente cuando su antagonista y ahora enemigo, Alimuzel, como otros moros, está ya escalando la muralla con una escala cuando le reta a combatir: “Ya no es tiempo de aguardar/ a designios prevenidos,/ viendo que están oprimidos/ los que yo debo ayudar./ ¡Baja, Muzel!”{23}, pero ante la sorpresa de Alimuzel, que no sabe que, bajo atuendo moro, a quien tiene delante no es el fingido renegado Lozano, sino don Fernando, le revela su identidad cristiana: “Porque soy cristiano, y quiero/ mostrarte que soy cristiano”,{24} y se lanzan al combate, en el que vence el cristiano dejando herido al moro y luego se pone a derribar otros moros que intentan subir la muralla y contra los que los defensores se protegen, entre otras maneras, causándoles daño con el lanzamiento de artificios de fuego, como ollas de alquitrán y otros materiales de fuego. La valerosa acción de don Fernando llama la atención de los atacantes, entre los cuales le sale a hacerle frente el rey del Cuco, al que hiere mortalmente, y de los defensores y entre éstos últimos es el capitán Guzmán, que está al corriente del secreto de don Fernando de haber fingido pasarse al campo moro, el primero en darse cuenta de que quien tan bravamente los defiende del ataque enemigo al pie de la muralla es don Fernando y así se lo revela al soldado Buitrago.
La cuarta fase es la de la derrota de Azán y el fin del cerco. A pesar de las cuantiosas pérdidas sufridas, las tropas del rey de Argel no habían cejado de lanzar un ataque tras otro, siempre repelidos por los defensores; según las cuentas de Cervantes tras el fin del cerco, de las que es portavoz el segundo conde de Alcaudete, desde el inicio del sitio hasta el final los turcomoros dieron cincuenta y siete asaltos.{25} A la postre todo fue en vano, pues cuando se aprestaban, después de dos meses de asedio (había empezado a primeros de abril), a acometer el asalto final ordenado por Azán para tomar Mazalquivir, muy oportunamente apareció en el horizonte la flota de socorro enviada por Felipe II, mandada por Francisco de Mendoza (hermano de Juan de Mendoza, el que naufragó en el puerto de la Herradura), y con el apoyo de Álvaro de Bazán, que a punto estuvo de coger por sorpresa y por la espalda al ejército turcoberberisco. Nada más otear la llegada de la flota española de auxilio se produjo una desbandada general de las tropas turcas y moras, un hecho muy bien reflejado en el drama cervantino en las palabras que un moro le dirige al rey Azán exhortándole a salir huyendo si no quiere caer presa de los españoles: “¿Cómo estás tan sosegado,/ valeroso y fuerte Azán?/ Si tardas un momento, no habrá fusta, galera ni bajel de cuantos tienes/ en este mar que no sea miserable/ presa del español, que a remo y vela/ viene a embestirte. Rey Azán, ¿qué aguardas?/ Todo moro se salve, que los turcos solos se han de embarcar”.{26} Y en las dobles palabras de Martín de Córdoba, el jefe de la defensa de Mazalquivir, quien se complace en anunciar, aun antes de entrar en el puerto las naves de Francisco de Mendoza, la huida acelerada de los enemigos: “¡Oh, que se embarca el perro y que se escapa!”; “Los perros de la tierra, en remolinos/ confusos, con el miedo a las espaldas, huyen y dejan la campaña libre./ Toda la artillería se han dejado”.{27}
La quinta fase o escena relevante es la de las celebraciones del triunfo. Obviamente éstas se hallan precedidas, en el terreno de la ficción literaria, primeramente por el arrepentimiento de don Fernando por el mal hecho al pasarse fingidamente al enemigo con la intención de atender al desafío de Alimuzel y el perdón concedido por el conde de Alcaudete; y luego por el desenlace de la doble historia de amor, a la que ya nos referimos al comienzo, la de don Fernando con Margarita y la de Almuzel con Arlaxa, quien una vez más brilla como gallardo español, pues su comportamiento caballeresco con el hasta hace poco enemigo, con el cual se presenta ante Arlaxa para que ésta lo acepte como esposo, le erige en el artífice del afortunado final del amor por Arlaxa de su antagonista. Después, los personajes entran en la ciudad de Orán y se anuncia, por boca del soldado Buitrago, la celebración de fiestas por la victoria: “Tóquense las chirimías,/ y serán, si bien comemos, dulces y alegres las fiestas”.{28}
En España también se celebró. Felipe II se sintió tan animado por esta victoria, que llegó a plantearse el envío de una expedición para la conquista de Argel, donde residía la amenaza principal para España en el norte de África. Pero la negativa de las Cortes castellanas a financiar tal empresa, obligó al rey a renunciar a su proyecto. La tremenda resonancia que la victoria de Orán y Mazalquivir produjo en la sociedad española también se percibe en su conversión en materia literaria en manos de grandes escritores, y no sólo en las de Cervantes, cuya obra al respecto analizamos, sino también en las de Lope de Vega, quien también le dedicó una pieza teatral, titulada El cerco de Orán,desgraciadamente perdida.
Las claves de la victoria de las tropas españolas están bien claras: el excelente liderazgo militar del conde de Alcaudete y su hermano Martín de Córdoba, la elevada moral de los soldados, el magnífico sistema de fortificaciones y el oportuno auxilio de la flota de socorro. Sin éste último Orán y Mazalquivir habrían caído en manos de los turcos y berberiscos. Todo ello se halla perfectamente reflejado en El gallardo español.
Para terminar con esto, hagamos una última observación. Si hay una obra en que se refleje que la contienda entre el Imperio español y el turco no es meramente política, sino de civilización, de religión o de ley (cristiana o islámica) se diría en aquella época, ésa es precisamente El gallardo español. Ya en el Quijote se alude a ello cuando el cautivo en su relato habla del turco como “enemigo común”, evidentemente común de las naciones cristianas o de la cristiandad, una parte de la cual se une en la Liga santa en la guerra contra el turco, que representa una amenaza no meramente política sino contra la civilización cristiana; y una cristiandad que, después de la batalla de Lepanto, percibe que los otomanos no son invencibles en el mar. En la pieza teatral cervantina hay muchas referencias al hecho de que la guerra entre turcomoros y españoles no es una mera contienda política, sino un episodio del secular enfrentamiento y guerra entre el islam y la cristiandad. El signo más manifiesto de ello es que frecuentemente los defensores de las dos plazas norteafricanas no se presentan a sí mismos como españoles ante los moros, sino como cristianos y que los propios moros los llaman cristianos en vez de españoles. Hasta tal punto ha calado ese secular enfrentamiento entre el islam y la cristiandad, especialmente en España, más que en cualquier otro país de Europa, que los personajes de una forma natural, espontánea y hasta inconsciente se expresan en esos términos, que aluden a sus diferencias religiosas o civilizatorias en medio de una contienda militar por la posesión de unos territorios.
Así ya en la primera escena del drama los principales personajes de lado moro, en lo que concierne a la trama literaria, se refieren a don Fernando como cristiano. Arlaxa le dice a su enamorado Alimuzel “que, a no traerme el cristiano,/ te será el amor tirano,/ y yo te seré cruel” y Alimuzel, dispuesto a hacer lo que sea con tal de que acepte ser su esposa, le contesta: “Partiréme a Orán al punto, y desafiaré al cristiano, y haré por traerle sano”.{29} Y cuando Alimuzel se presenta ante las murallas de Orán para retar a don Fernando formula el desafío haciendo uso de la tradicional oposición moros/cristianos: “Y así, a ti te desafío,/ don Fernando el fuerte, el bravo,/ tan infamia de los moros, cuando prez de los cristianos”.{30} Y cuando muchos dudan de don Fernando, entre ellos don Martín de Córdoba, creyendo que se ha vuelto moro y, por tanto, mudado de religión, el capitán Guzmán sale en su defensa y de su fidelidad cristiana ante don Martín: “Que él es cristiano, sé, señor, decirte”{31} y también Oropesa aludiendo de paso a que la contienda con los moros también concierne a la religión o civilización: “Él dará presto de su intento muestra,/ sacando, en gloria de la ley cristiana,/ a luz la fuerza de su honrada diestra”.{32} Cuando don Juan de Valderrama, el hermano de Margarita, cae preso de los moros, durante el cerco, el propio Cervantes, en la presentación de la escena en el tercer acto en que le da entrada, lo identifica como cristiano y el rey Azán lo presenta como tal ante Arlaxa. Y para terminar, recordemos que cuando finalmente tiene lugar el combate entre don Fernando y Alimuzel ante las murallas de Mazalquivir,éste último, ante un enemigo, que parecía ser moro ydel que no sabe, por tanto, por qué esgrime contra él su espada, le pregunta por qué lo hace, el español se justifica alegando que le combate porque es cristiano y quiere mostrarle que lo es y como tal se presenta también ante Arlaxa cuando al final de la obra le revela su verdadera identidad, que ella ignoraba: “Yo soy, Arlaxa, el cristiano,/ y entiende que ya no miento, don Fernando, el de la fama,/ que te enamoró el deseo”.{33}
La guerra de piratería turcoberberisca contra el Imperio español
Hasta aquí hemos examinado la atención prestada por Cervantes tanto en el Quijote como en el resto de su obra a la guerra en sentido canónico, la que pone en movimiento ejércitos o armadas o se presenta en forma de asedios, como en el caso precedente del sitio de Orán y Mazalquivir, la que llamábamos gran guerra, adoptando esta denominación propuesta por Braudel, que enfrentó a las dos grandes potencias imperiales del Mediterráneo. Pero no menos atención prestó Cervantes en su obra literaria a lo que Braudel llamaba, en el lugar ya citado, la guerra pequeña, cuya principal muestra fue la piratería. Hay que decir que ambas formas de guerra no eran excluyentes; de hecho, durante todo el tiempo en que las dos grandes potencias imperiales enviaban flotas o sitiaban ciudades la una contra la otra y viceversa existió también la otra forma alternativa de colisión entre ambas; y después del tiempo de la gran guerra entre ambas, a partir de 1574, persistió la guerra de piratería. De ello es testimonio la obra de Cervantes, en la cual hay referencias a las más variadas operaciones corsarias anteriores a esa fecha y a otras posteriores.
Ahora bien, hay una diferencia importante en la forma cervantina de abordar ambas variedades de guerra: mientras en el caso de la primera atiende tanto a los choques en que la iniciativa bélica parte del Imperio turco o de sus satélites berberiscos como a aquellos en que esa iniciativa parte del Imperio español, en el caso de la guerra pequeña de piratería Cervantes se centra exclusivamente en la piratería practicada por los turcos y moros norteafricanos, pero ni siquiera menciona la practicada por españoles, aunque la hubo, o por miembros del Imperio español, como sicilianos y napolitanos, que también la practicaron, o aliados de España, como los caballeros de Malta (isla que el emperador Carlos V les entregó tras su expulsión de Rodas al ser conquistada por los turcos), que se distinguieron especialmente por su entrega a la piratería.
Suele distinguirse entre piratería y corso, y correspondientemente entre piratas y corsarios: mientras el corso y los corsarios cuentan con la licencia de un Estado, la llamada patente de corso, los que se dedican a la piratería, no. Lo habitual en el Mediterráneo era la práctica del corso, así que Cervantes, como era costumbre en su tiempo, trata siempre a los berberiscos dedicados a esta forma de guerra como corsarios y raramente se refiere a ellos como piratas{34}, una denominación que no comenzó a aplicarse a los corsarios berberiscos o turcos por los españoles hasta ya entrado el siglo XVII.Según Braudel, los españoles empezaron a tratar como piratería las depredaciones de los corsarios berberiscos a partir de la toma de Marmora, base de operaciones corsarias, lo que obligó a los corsarios de esta ciudad a refugiarse en Argel.{35} Pero advertida esta distinción y el uso cervantino al respecto, emplearemos indistintamente las palabras corso y piratería, ya que en la práctica no había diferencia alguna, venían a ser la misma cosa. Ya se contase con licencia de un Estado o no, su patrón de operaciones características era la misma: saqueo, cautiverio de personas y su venta como esclavos, y rapiña de un botín, luego repartido entre ellos o vendido en el mercado.
La piratería turcoberberisca (y lo mismo podría decirse de la practicada por los cristianos) adoptó dos formas principales de guerra en pequeño, según sus operaciones tuvieran lugar en tierra, en zonas litorales, o en el mar, en cualquier lugar del Mediterráneo, desde su región oriental hasta el Estrecho de Gibraltar: la terrestre y la marítima, ambas perfectamente reflejadas en la obra cervantina, una distinción que vamos a tomar como guía para el estudio del tratamiento cervantino de la guerra pequeña en la forma de piratería en toda su obra, empezando por el Quijote.
1. La piratería turcoberberisca en tierra
Esta forma de guerra en pequeño practicada por turcos y moros contra España o sus posesiones en su Imperio mediterráneo se halla ampliamente documentada en los escritos cervantinos. Se trataba de ataques dirigidos contra zonas costeras, urbanas o rurales, de todo el litoral mediterráneo peninsular, desde Gerona hasta Huelva, e isleño, el de las islas Baleares, o contra las del reino de Nápoles y de Sicilia, con el objetivo de saquear las poblaciones, frecuentemente incendiadas y sometidas a toda suerte de tropelías, y llevarse gentes cautivas. El Quijote nos aporta precisamente un buen documento sobre este género de piratería ribereña tal como se practicaba en el tiempo inmediato de la gran novela, el de los primeros catorce años del siglo XVII, aunque sin su cortejo de atrocidades porque el intento de incursión pirata de un bajel argelino lo impiden las galeras españolas antes de que suceda. En efecto, el episodio de las galeras de la segunda parte de la novela (II, 73) se sitúa, de acuerdo con la cronología de esta segunda parte, en el verano de 1614 (recuérdese que Sancho fecha sus cartas a su mujer en agosto de este año) en Barcelona y en esa época todavía eran habituales las incursiones de naves berberiscas o turcas en todo el litoral mediterráneo español y desde luego en el catalán.
Aunque el episodio de las galeras narra un intento frustrado de asalto costero, es suficiente para reflejar cabalmente una realidad trágica de aquella época. Y si bien se frustra, gracias al buen servicio de vigilancia y la rápida intervención de las galeras radicadas en Barcelona para su defensa, el asunto se salda con muertos, dos del lado español y otros dos del lado turco, como castigo por haber matado a los españoles. Una vez terminado el episodio, nos enteramos, por boca de Ana Félix, de que el bajel de turcos y moros argelinos que a la morisca traen a España, antes de dejarla a ella en tierra, tenía la intención de saquear algún lugar de la costa catalana, pero antes de que ello sucediese el vigía de la torre de Montjüich los divisa a lo lejos, da la alarma de que se trata de un bergantín de corsarios de Argel y rápidamente las galeras salen para capturarlo, lo que consiguen, no sin que antes, al verse descubiertos, se haya dado a la fuga.
En los demás escritos cervantinos en los que se insertan episodios de piratería turcoberberisca, no se trata ya de casos frustrados, sino totalmente consumados. Uno de ellos es el incluido en La Galatea, donde se nos presenta un terrible asalto, perpetrado desde poco más de media noche hasta antes del alba por turcos llegados en una flota de bajeles, a un pueblo de la costa gerundense, cercano a Rosas, con toda su secuela de atrocidades: saqueos de casas e iglesias, incendios, asesinatos, violaciones, botín y captura como cautivos de hombres, mujeres y niños. He aquí la descripción que nos ofrece el caballero jerezano Silerio, un testigo de lo sucedido:
“No sé qué os diga, señores, sino que en un punto la miserable tierra comenzó a arder con tanta gana que no parecía sino que las mesmas piedras con que las casas fabricadas estaban, ofrecían acomodada materia al encendido fuego que todo lo consumía. A la luz de las furiosas llamas se vieron relucir los bárbaros alfanjes y parecerse las blancas tocas de la turca gente, que, encendida, con sigures o hachas de duro acero las puertas de las casas derribaban y, entrando en ellas, de cristianos despojos salían cargados. Cuál llevaba la fatigada madre y cuál el pequeñuelo hijo que, con cansados y débiles gemidos, la madre por el hijo y el hijo por la madre preguntaba… La fiera y endiablada canalla, viendo cuán poca resistencia se les hacía, se atrevieron a entrar en los sagrados templos y poner las descomulgadas manos en las santas reliquias, poniendo en el seno el oro con que guarnecidas estaban, y arrojándolas en el suelo con asqueroso menosprecio. Poco le valía al sacerdote su santimonia [santidad], y al fraile su retraimiento, y al viejo sus nevadas canas, y al mozo su juventud gallarda, y al pequeño niño su inocencia simple, que de todos llevaban el saco aquellos descreídos perros, los cuales, después de abrasadas las casas, robado los templos, desflorado las vírgenes, muertos los defensores,… se volvieron a sus bajeles, habiéndolos ya cargado de todo lo mejor que en el pueblo había, dejándole desolado y sin gente, porque toda la más gente se llevaban, y la otra a la montaña se había recogido”.{36}
El relator no exagera nada; nos ofrece un cuadro realista de las tropelías que generalmente cometían turcos y moros en sus razias en la costa mediterránea peninsular e insular o en la de los dominios españoles en Italia. De todo ello se halla un registro, total o parcial, en la obra de Cervantes.
Descendemos del litoral catalán al valenciano, el cual fue también frecuentemente objeto de asaltos turcomoros. En el Persiles se nos narra uno de ellos, cuando el cortejo de peregrinos, capitaneado por Periandro y Auristela, se acerca a un lugar innombrado del reino de Valencia, a cinco leguas de la marina, cuya población es en su inmensa mayoría morisca. Ahora es toda una flotilla de dieciséis bajeles de corsarios berberiscos el que asalta el pueblo valenciano con la complicidad de los moriscos. El asalto berberisco sigue en gran parte, si no del todo, el mismo patrón de actuación que en el caso precedente del pueblo próximo a Rosas: asalto nocturno, entre la medianoche y poco antes del alba, incendio de casas y de la iglesia, aunque ésta no arde porque sus puertas son de hierro, y saqueo, aunque limitado dado que apenas hay cristinos viejos, e intentos de asesinatos, si bien frustrados, pero, y ésta es la diferencia principal con lo acostumbrado en las incursiones berberiscas, no hacen cautivos. Esta diferencia se debe a que, como se ha indicado, casi toda la gente del lugar, salvo el cura, el escribano y el cortejo de peregrinos al que sorprende la llegada de los corsarios berberiscos estando allí, es morisca y a que el propósito de los invasores es principalmente el de llevarse a los moriscos para trasladarlos a Berbería, donde confían vanamente en que les va a ir mejor, según lo concertado entre ellos. Es más, son los propios moriscos, los que antes de embarcarse rumbo a Berbería, ponen más empeño en la comisión de tropelías, como el robo de las pocas casas de cristianos viejos, así la del escribano, y sobre todo el incendio de todas las casas y de la iglesia, en cuya torre se han refugiado el cura, el jadraque, un morisco sinceramente cristiano, y los peregrinos y su criado Bartolomé, que se salvan de morir quemados porque tienen la suerte de que el fuego no prende porque, como relata el narrador, las puertas son de hierro y además fue poco el fuego que se les aplicó. El último acto, antes de entregarse a los turcos, de los moriscos, dispuestos a ser fervientes musulmanes sin tapujo alguno, es a la vez de rechazo violento de la religión que habían tenido que abrazar hasta ahora por coerción y de afirmación religiosa en su islamismo que ya no tendrán que ocultar: derriban la cruz de piedra colocada a la salida del pueblo, como era costumbre levantar en tantos pueblos de España, y gritan el nombre de Mahoma.{37}
Lo más interesante que nos ofrece este relato cervantino no es lo relativo al asalto con su secuela de tropelías, sino, sin duda, y ello es también lo más novedoso, el pacto habido entre los moriscos y los turcoberberiscos para que éstos envíen flotas a la costa española con la intención de llevarse a los primeros a África. Tampoco en este caso Cervantes se inventa nada, pues el envío de naves de turcos o moros a la costa mediterránea española, especialmente a la costa oriental y del sur, que es donde más población morisca había, se halla abundantemente documentado en la historiografía. Uno de los documentos más relevantes al respecto es el que nos ofrece Diego de Haedo en un pasaje de su Topografía: aquí nos cuenta el caso del desembarco de una flota argelina de veintidós galeras y dos mil turcos escopeteros, comandada por Hasán Bajá, cerca de Alicante para embarcar y llevarse a Argel a dos mil moriscos, que previamente habían convenido con ellos que viniesen a recogerlos con sus haciendas.{38}
Otro aspecto interesante del relato cervantino es la referencia al sistema español de vigilancia y prevención de incursiones de corsarios turcoberberiscos. Ya hemos visto la mención en la aventura barcelonesa de las galeras a las torres de vigía o atalayas, como la de Montjüich, las cuales se hallaban instaladas por toda la costa española expuesta a los ataques de la piratería turcomora. Pero además había unos vigilantes, llamados atajadores{39}, también denominados corredores o jinetes de la costa, que eran soldados encargados de vigilar las costas, recorriéndolas a caballo de día y de noche, y de prevenir desembarcos de corsarios turcos o moros.
En el caso del episodio del Persiles que comentamos, el sistema de vigilancia basado en los atajadores falló, no porque no cumpliesen con su función los jinetes de la costa valenciana, que la cumplieron recorriendo las riberas aledañas al pueblo finalmente asaltado, sino porque los moriscos del lugar estaban conchabados con los corsarios berberiscos, a los que, sin duda, tenían cabalmente informados sobre cómo desembarcar hurtando la vigilancia de los atajadores, a pesar de su diligencia. No son los atajadores los que dan la alarma, sino el cura, que, desde la torre de la iglesia, divisa los bajeles turquescos, repica las campanas, cuyo son oyen los atajadores, que recorren las marinas sin poder evitar ya el desembarco de los corsarios y su asalto.
También en la ribera levantina o quizás sureña de España tiene lugar la razia turcoberberisca con la que arranca la trama argumental de Los baños de Argel y de la que depende su acción principal, pues los protagonistas del drama, don Fernando y Costanza, son cautivos procedentes de esa incursión corsaria en un lugar cuyo nombre el autor no nos desvela. La razia se halla dirigida desde Argel, el principal centro corsario de todo el norte de África, y su mayor interés, desde el punto de vista histórico, es que constituye una variante distinta de las hasta ahora descritas: se trata de una planeada con la ayuda de un renegado español, buen conocedor del lugar que se proyecta asaltar, y que además sirve de guía experto de la zona para el éxito de la expedición corsaria. En lo demás, no se desvía ni un ápice del modelo habitual de actuación de la piratería turca y mora: ejecución nocturna del plan, incendio y quema del lugar, acopio de botín y cautiverio de gente. En la historia que nos cuenta la comedia cervantina citada ese renegado es Yzuf, a quien no hay escrúpulo que le impida guiar a los moros argelinos, comandados por el capitán Cauralí, hasta su propio pueblo natal, que es incendiado, saqueado y ciento veinte convecinos, entre ellos unos sobrinos suyos, llevados como cautivos a Argel para ser allí vendidos como esclavos. El buen conocimiento del lugar por el renegado les permite burlar la vigilancia de las atalayas y los atajadores y salirse con la suya.
Del litoral mediterráneo español saltamos al de los dominios españoles en Italia, de lo que también nos ofrece una muestra Cervantes. Las costas de Nápoles y Sicilia no escapaban tampoco a la acción de la piratería turca y berberisca. La trama argumental de El amante liberal tiene origen precisamente en una acción de ese género, pues los protagonistas de la novela, Ricardo y Leonisa, sicilianos de la ciudad de Trápana, un puerto importante de la costa occidental de la isla, son hechos cautivos, junto con otros tres, para venderlos como esclavos, en una razia de turcos corsarios, cuya base de operaciones se halla en Biserta, ciudad portuaria en la costa norte de Túnez, mientras estaban en el jardín de la casa, cercana a la marina, del padre del prometido de Leonisa, que en este momento no es Ricardo. El repentino y rápido asalto debió de acontecer en 1570, pues poco después fueron a parar, tras un sinfín de peripecias, a Nicosia, la capital de Chipre, recién conquistada por los turcos en septiembre de 1570, donde vivirán como esclavos, él del bajá de Chipre y ella, de la esposa del cadí, una historia que, sin embargo, tendrá un final feliz con la vuelta de ambos a Trápana.
Finalmente, para acabar con la piratería turcoberberisca en tierra, Cervantes nos relata un caso que sitúa fuera del marco mediterráneo, en los confines del Imperio otomano europeo, limítrofe de la cristiandad. Se trata del rapto de un personaje importante de La gran sultana, la transilvana Clara, que es secuestrada por los turcos de Rocaferro que la llevan como cautiva a Constantinopla (Cervantes, como si se resistiese a la pérdida de la que fue gran urbe de la cristiandad, siempre la llama así y nunca con el nombre, Estambul, con que la rebautizaron los turcos), donde ingresa en el serrallo del Gran Turco. No se nos dan detalles sobre el asunto, pero todo sugiere que los turcos debieron de penetrar en algún lugar, que no se nombra, de Transilvania para capturar a Clara. No se indica nada sobre otras personas hechas cautivas en esa operación, lo que resulta un tanto raro teniendo en cuenta el patrón habitual de la actuación de los corsarios turcos y moros, que procuraban hacer cuantos cautivos podían en cada expedición y sólo explicable por la voluntad del autor, por motivos literarios, de poner el foco de atención exclusivamente en el rapto de Clara y omitir todo lo demás.
2. La piratería turcoberberisca en la mar
Los corsarios turcos y moros convirtieron todo el Mediterráneo occidental y central en escenario de sus depredaciones, poniendo así en peligro la navegación y con ella, el comercio y la comunicaciones entre las ciudades y naciones ribereñas; en lo que concierne a España, la piratería turcoberberisca suponía una amenaza no sólo para su comercio y comunicación con Italia, tanto con sus dominios como con las potencias italianas aliadas de España, como Génova y Saboya, sino también para el mantenimiento de su Imperio en Europa, que dependía en buena medida de la seguridad de la comunicación con Italia; igualmente era una amenaza para el mantenimiento de la comunicación con las plazas españolas en África y de su poder allí. Todo esto también se halla fielmente reflejado en la obra cervantina.
De la inseguridad de la navegación entre España e Italia, en ambos sentidos del trayecto, a causa de la endémica actividad corsaria de turcos y moros nos da cumplida relación Cervantes en varias de sus obras. Un buen ejemplo de esa inseguridad en los viajes de España a Italia por causa del abordaje corsario de naves es el que se nos presenta en El trato de Argel, donde el barco en que viajan los protagonistas de la comedia, Aurelio y su amada Silvia, una galera de la orden de los caballeros de Malta con destino a Italia, seguramente a Génova -esto no se dice, pero es fácil inferirlo del hecho de que sí se dice que Aurelio iba a Milán y el viaje a Milán de los que desde España se dirigían a esta ciudad por vía marítima se hacía en barcos con rumbo a Génova, desde donde, por vía terrestre, se encaminaban a la capital lombarda-, cargada de riqueza y de pasajeros, es abordada por unos bajeles de corsarios argelinos, que la saquean y sus pasajeros capturados y llevados como cautivos para venderlos como esclavos en Argel.
El pasaje en que todo esto se cuenta es relevante además porque se da cuenta del procedimiento habitual de los moros corsarios de Argel para interceptar naves cristianas en el Mediterráneo central y capturarlas: una flota de doce bajeles argelinos se apostaban y escondían en las calas, vueltas y revueltas de la isla de Cerdeña y allí, agazapados o emboscados, estaban alerta esperando la ocasión propicia para dar el zarpazo en el momento oportuno a cualquier bajel de Génova o de España o de cualquier otra nación, excepto Francia{40}, que por el mar se descubría. Una flota de esa clase es la que precisamente sorprendió y asaltó la galera de los caballeros de Malta, entre cuyos pasajeros iban Aurelio y Silvia, que terminaron como esclavos en Argel.{41} Y si eso le sucedía a una galera, que era una nave de guerra, ¿no se iban a atrever los corsarios con un barco de pasajeros o de mercancías? En la práctica, las naves comerciales, que solían estar artilladas, navegaban agrupadas y protegidas por escuadras de galeras para protegerse de la crónica guerra corsaria turcoberberisca.
Pero la interceptación y abordaje por los corsarios berberiscos de naves cristianas también sucedían cuando hacían el viaje en sentido contrario, de Italia a España. De hecho de esta situación tenemos más casos en la obra cervantina que de la contraria, aunque esto puede ser algo meramente aleatorio y no previsto por el escritor. Una buena muestra de ello es la que nos proporciona en La Galatea, donde, en el trayecto de Nápoles a Barcelona, el barco en que Timbrio, Nísida y Blanca regresan a España es asaltado por el corsario ArnautMamí, al mando de una flota armada turca compuesta de quince bajeles, con la intención de hacer cautivos para llevarlos a Berbería. Tienen la suerte de que una terrible borrasca hace que los turcos pierdan el control de sus embarcaciones y que vaya a parar a un lugar de la costa catalana, donde las cosas se tornan del revés para unos y otros: los cristianos quedan libres y los turcos a merced de una multitud de gente armada, que, deseosa de vengarse de anteriores expediciones corsarias de saqueo y cautiverio de españoles, hacen una escabechina entre los turcos.{42}
Por cierto, en esa misma ruta, cuando volvía de Nápoles a España, el propio Cervantes fue víctima de la actividad corsaria y cayó preso del mismo capitán corsario que acabamos de ver dirigirla en la ficción literaria: fue, en efecto, una escuadra de galeotas de ArnautMamí la que capturó la galera en que iba a bordo el escritor, y también su hermano. El que fuera una galera, como hemos dicho una nave de guerra, entre cuyos pasajeros iban además el exgobernador de la Goleta, caballeros y soldados, no fue óbice para que los corsarios argelinos la atacasen; una sola galera difícilmente podía defenderse contra una escuadra corsaria.
Otra muestra de la guerra corsaria que afectaba al tráfico marítimo de Italia a España es la que se nos pinta en La española inglesa. Ricaredo, tras pasar un año de peregrinación a Roma para fortalecer su fe católica y asegurar su conciencia antes de casarse, regresa a España para casarse con Isabela, la protagonista de la novela, pero, en el viaje de vuelta, el barco en que iba a bordo es apresado por los turcos y a él se lo llevan cautivo a Argel, donde pasará un año hasta ser redimido por unos frailes trinitarios.
Pero la actividad corsaria de turcos y moros afectaba no sólo al tráfico marítimo entre España e Italia y viceversa, sino a todo el tráfico en el Mediterráneo. Otra de las vías marítimas en que se producían acciones de piratería era la que unía a los puertos del litoral español con las plazas africanas españolas. Una muestra de ello la tenemos en La gran sultana, en la que asistimos al apresamiento del bajel en que iba a bordo Catalina de Ovando, la futura gran sultana, con sus padres, a Orán, donde seguramente su padre estaba destinado para ocupar algún puesto en el gobierno o administración de la plaza africana. Se habían embarcado en Málaga, pero los corsarios argelinos, capitaneados por Morato Arráez, capturaron el bajel y sus pasajeros hechos cautivos. Su madre murió de pena y a su padre lo trajeron a Argel como cautivo y sólo sus muchos años lo libraron de ir al remo. Y Catalina, una niña entonces de apenas seis años, fue vendida en Tetuán al morisco Alí Izquierdo, quien la retuvo durante cuatro años, al cabo de los cuales regresó Morato Arráez a Tetuán y, vista su belleza, decidió comprarla a su patrón, se fue a Constantinopla y se la entregó al Gran Turco, mozo entonces, quien la puso en manos de los eunucos del serrallo. Es Madrigal quien, en forma de romance cantado, nos cuenta esta desdichada historia de Catalina y sus padres, asturianos de Oviedo, víctimas del corso turcoberberisco; la acción corsaria aconteció en 1596 y Catalina fue conducida a Constantinopla en 1600.{43}
Otro lugar donde frecuentemente actuaba la piratería turcoberberisca era en el Estrecho de Gibraltar o en sus cercanías, zona evidentemente de intenso tráfico marítimo. Y ahí es precisamente donde Cervantes sitúa otra muestra de depredación corsaria que su pluma nos relata, esta vez en la ya citada novela La española inglesa. En realidad, se trata de tres acciones corsarias casi concatenadas en un lapso de tiempo de seis días, separadas cronológicamente por cinco días de diferencia la primera y la segunda y por un solo día la segunda y la tercera, que, como novedad, comparadas con las hasta ahora comentadas, nos ofrecen la de acabar en estrepitoso fracaso. A diferencia de Cervantes, que, por necesidades literarias, altera el orden cronológico contando en primer lugar lo que sucede en último lugar y en último lugar la que sucede primeramente, dado que nuestro principal interés es examinar la manera como la obra cervantina refleja la guerra corsaria turcoberberisca, restauramos el orden cronológico.
La primera expedición corsaria tiene lugar cerca de Cádiz, en aguas no lejanas a la boca occidental del Estrecho de Gibraltar, donde dos bajeles corsarios turcos asaltaron un navío de aviso (un buque de guerra) español con derrota a las Indias, en el que iban embarcados los padres de Isabela. Sumidos en la desgracia y en la pobreza desde hace quince años, después de haber perdido a su hija y su hacienda en el saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596, según nos cuenta el padre de Isabela, que había sido un rico mercader en la ciudad, acuciados por la necesidad determinaron cambiar de vida yéndose a las Indias en busca de nuevas y mejores oportunidades en una tierra que ellos tienen por refugio de los pobres.{44} Pero la desgracia se ceba de nuevo con ellos y, junto con muchos otros españoles, son cautivados por los turcos.
El segundo acto corsario, según se desprende de la narración, tiene lugar igualmente no muy lejos de la boca occidental del Estrecho de Gibraltar (ya que un día después de sucedido este segundo acto los navíos de los corsarios se hallan en la boca misma del Estrecho). Dos galeras turcas, del corsario ArnauteMamí (pero no es él el que las capitanea), que llevan a bordo a los cautivos españoles, entre ellos los padres de Isabela, asaltan un gran navío portugués que venía de la India, cargado de especería, perlas y diamantes, cuyo valor ascendía a más de un millón de oro, muy vulnerable, porque una tormenta lo había destruido y además había perdido la artillería, de la que la gente de a bordo, enferma y casi muerta de sed y de hambre, se había deshecho arrojándola a la mar; así que, sin resistencia o defensa alguna de la nave portuguesa, las dos galeras turcas la rindieron sin dificultad y a remolque pretendían llevarla hasta el cercano río de Larache y meterla en él, porque no podían pasar tanta riqueza a sus dos navíos.{45} Este hecho corsario, como el anterior, no tiene como narrador a Cervantes, sino al padre de Isabela, que se lo contará a Ricardo, su futuro yerno, tras ser liberado por él.
El tercer acto corsario tiene lugar en la boca misma del Estrecho de Gibraltar y cerca de la costa española, donde las naves turcas, custodias del rico botín portugués, pero codiciosas de uno mayor, avistan unos navíos que los turcos toman por naves derrotadas de las Indias e imaginan que son fáciles de rendir. Pero esta vez la codicia rompe el saco. Inician el ataque aproximándose a los navíos, que, en realidad son ingleses, aunque llevan insignias de España para que nadie los tome por navíos de corsarios, que es lo que en realidad son; los turcos pierden la batalla, mueren casi todos, y los ingleses, capitaneados por Ricardo, el amado de Isabela, alzados con la victoria, liberan a los cautivos cristianos, casi trescientos, todos ellos españoles, y se apropian del rico botín portugués, que se lo llevan a Inglaterra.{46}
Este último relato es de singular interés porque es una de las raras veces en que Cervantes nos presenta una historia de actividad corsaria no musulmana, sino cristiana, aunque realizada por ingleses y no por españoles.{47} El narrador nos da más detalles sobre el corso practicado por los ingleses. Nos muestra a la mismísima reina de Inglaterra, Isabel I, encargando una misión de corso a dos navíos, de cuyo mando, inicialmente encomendado al barón de Lansac en calidad de general, a la muerte de éste pasa a desempeñarlo Ricardo, hasta entonces capitán de uno de los navíos, que será, como acabamos de ver, el que dirige las operaciones exitosas contra los corsarios turcos.{48} La primera misión de los corsarios ingleses, entonces todavía bajo el mando del mentado general, iba a consistir en una expedición de pillaje contra naves portuguesas de las Indias Orientales o contra alguna procedente de las Indias Occidentales y a tal efecto los dos navíos navegaron durante seis días siguiendo la derrota de las islas Terceras (las Azores), donde, al parecer, esperaban poder atacar a alguna de ellas, pero un muy recio y duradero viento que les soplaba de costado, antes de llegar a las islas, les forzó a navegar velozmente hacia España y llegaron a la boca del Estrecho de Gibraltar, donde, como hemos dicho, tuvo lugar la contienda entre los corsarios turcos y los ingleses.
El cuadro que ofrecemos de la piratería turcoberberisca según nos lo pinta Cervantes, estaría incompleto sin una referencia especial a la capital de ella, Argel. No fue la única ciudad norteafricana consagrada a ello, pero sí la más importante. Argel fue, sin duda, el principal centro de operaciones corsarias del norte de África y sede del más importante mercado de esclavos cristianos, todo lo cual repercutió en su auge económico. Amén de las numerosas alusiones a esta ciudad en la obra cervantina, dos de sus obras, como es bien sabido, se ambientan precisamente en Argel, de la que Cervantes, por su experiencia autobiográfica como cautivo allí, sin duda, tenía un buen conocimiento de primera mano. Cervantes denuncia la crueldad de los turcos y moros de Argel así como las inhumanas y degradantes condiciones de vida de los esclavos cristianos, cuyo número cifra en quince mil, que allí, según su expresión, mueren.
No es de extrañar que, siendo así, en El trato de Argel se ponga en boca de Saavedra, un personaje que es un trasunto del propio Cervantes, una petición y llamamiento a Felipe II para que movilice sus tropas contra Argel, una tierra cuya fama se cifra en ser una guarida y refugio de piratas: “Esta tierra/ tan nombrada en el mundo/ que en su seno tantos piratas cubre, acoge y cierra”{49}, la conquiste y libere a los miles de cautivos cristianos.{50} En cuanto a la propia Argel, las palabras de los cautivos españoles allí reflejan el común sentir sobre el destino que le desean y que sin duda compartía el propio Cervantes: la destrucción. Uno de ellos, Pier Álvarez (en la ficción Esclavo 1º) habla de la destrucción de la “infame tierra”, en referencia a Argel, lo que estima como una obra propia de justicia y piedad divinas{51} y más adelante aboga por abrasar “este nido y cueva de ladrones” en que se ha convertido Argel, como pena merecida por “sus continos y nefandos vicios”{52}; y otro cautivo (el Esclavo 2º), al igual que Saavedra, expresa su esperanza de que el ínclito Felipe II venga a destruir Argel, algo que, según él, ya hubiera hecho si no lo hubiera impedido la guerra en Flandes.{53} Lo cierto es que, como hemos visto, en alguna ocasión Felipe II tuvo intención de atender tal esperanza de conquistar Argel, finalmente renunció a ello y las varias intentonas en tiempos de su sucesor fracasaron, de modo que durante mucho tiempo, contra los deseos de los personajes cervantinos, Argel siguió siendo un nido de corsarios y gran mercado de esclavos y, en definitiva, una pesadilla para las poblaciones de la costa mediterránea de España y sus territorios en Italia.
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{1} Véase su Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, T. II, FCE, 1987, págs. 284-5 y 317-9.
{2} Op. cit., Teatro completo, v. 2332, pág. 261.
{3} También aparece como personaje el ingeniero italiano en El gallardo español, donde lo vemos, en la segunda escena de la primera jornada o acto, conversando con el gobernador de Orán sobre la mejora de las fortificaciones de esta plaza fuerte.Trabajó al servicio de Carlos V y Felipe II en la fortificación de los presidios en las plazas españolas de África.
{4} Por ejemplo, Fernando Martínez Laínez en su, no obstante, magnífico libro La guerra del turco, Edad, 2010, pág. 176.
{5} Novelas ejemplares II, pág. 203.
{6} Sobre esos intentos fracasados véase el ya citado Fernando Martínez Laínez, La guerra del turco, págs. 185-6.
{7} Teatro completo, vv. 402-7, pág. 856.
{8} Op. cit., vv. 2333-6, pág. 261.
{9} El gallardo español, en Teatro completo, vv. 260-3, pág. 24.
{10} Op. cit., v. 107, pág. 19.
{11} Op. cit., vv. 116-7, pág. 19.
{12} Op. cit., v. 1401, p. 56.
{13} Op. cit., vv. 1880-1, pág. 70.
{14} Op. cit., v. 2399, pág. 83.
{15} Op. cit., vv. 2404-5, pág. 85.
{16} Op. cit., v. 2442, pág. 86.
{17} Op. cit., v. 2446, pág. 87.
{18} Op. cit., vv. 2632-5, pág. 92.
{19} Op. cit., vv. 2632-4, pág. 92.
{20} Op. cit., vv. 2636-9, pág. 92.
{21} Op. cit., vv. 2762-3, pág. 96.
{22} Op. cit., vv. 2831-3, pág. 98.
{23} Op. cit., vv. 2764-7, pág. 96.
{24} Op. cit., vv. 2780-, pág. 96.
{25} Op. cit., v. 2981-2, pág. 102.
{26} Op. cit., vv. 2918-2926, pág. 100.
{27} Op. cit., v. 2938 yvv. 2944-7, pág. 101 respectivamente.
{28} Op. cit., vv. 3119-3121, pág. 106.
{29} Op. cit., vv. 2-4 y 13-5 respectivamente, pág. 16.
{30} Op. cit., vv. 183-6, pág. 27.
{31} Op. cit., v. 1936, pág. 72.
{32} Op. cit., vv. 1954-6, pág. 72.
{33} Op. cit., vv. 3043-6, pág. 94.
{34} Emplea esta palabra en su acepción original en el Persiles para calificar operaciones no de corsarios sino de quienes operan sin patente de corso, como los piratas que comercian con la isla de los bárbaros o las actividades de Periandro-Persiles, cuando, por un tiempo, decide dedicarse a la piratería.
{35} Véase El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, II, pág. 286.
{36} La Galatea, II, págs. 280-1.
{37} Cf. Persiles, III, 11, págs. 544-533.
{38} Cf. Op. cit., XXIII, sección 2, fol. 89r y v.
{39} Cf. Persiles, III, 11, pág. 549; también se mencionan en el Quijote, I, 41 y en el primer acto de Los baños de Argel, en Teatro completo,págs. 190 y 194.
{40} Esto lo dice Cervantes expresamente, pues sabía muy bien que Francia tenía muy buenas relaciones con el Imperio otomano y con los moros argelinos; y era de sobra conocido por los autores de la época, como Haedo, quien se refiere a ello en su Topografía, fol. 37.
{41} Cf. El trato de Argel, en Teatro completo,págs. 878-9, 880, 899 y 912.
{42} Cf. La Galatea, V, págs. 491-7.
{43} Cf. Op. cit., en Teatro completo, págs. 437-8.
{44} Cf. Novelas ejemplares, I, pág.257.
{45} Cf. Op. cit., págs. 254-5.
{46} Cf. Op. cit., págs. 252-4.
{47} Otra referencia a la práctica del corso por parte de una nación europea se halla en el Quijote, donde, como se verá en su momento, en la historia del cautivo Pérez de Viedma se alude a unos corsarios franceses.
{48} Cf. Op. cit., pág. 251.
{49} Op. cit., en Teatro completo, vv. 396-8, pág. 856; por cierto, esta referencia a los “piratas” en vez de a los “corsarios” es una de las pocas veces en que Cervantes emplea esa palabra en un sentido que la convierte en intercambiable con la segunda.También aparece en un pasaje repetido literalmente en la Epístola a Mateo Vázquez, vv. 178-180; Cervantes la redactó en 1577 desde su cautiverio en Argel y su repetición, con pocas variantes, en El trato de Argel es tan sólo seis años posterior, pues la comedia de cautivos es de 1583.
{50} Op. cit., págs. 855-7. Todo este episodio sobre la petición y llamamiento a Felipe II para que conquiste Argel y acabe con el reino corsario, esta vez por parte del mismísimo Cervantes, se halla casi literalmente reiterado en la citada Epístola a Mateo Vázquez, vv. 178-244.
{51} Op. cit., pág. 886.
{52} Op. cit., vv. 1536-9, pág. 887.
{53} Op. cit., vv. 1527-1531, pág. 887.