El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 206 · enero-marzo 2024 · página 9
Artículos

¿Hay razón para las misiones extranjeras? {1}

Pearl S. Buck

Traducción al español de Atilana Guerrero Sánchez del artículo publicado en enero de 1933 en la revista Harper's Monthly Magazine por la literata estadounidense

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La misionera Pearl S. Buck con jóvenes crías sinoyanquis cristianizadas por familias presbiterianas a través de su Welcome House

I

Estoy interesada en responder, tanto como a una persona le sea posible hacerlo, a cierta cuestión fundamental sobre las misiones extranjeras en China, que se me ha presentado frecuentemente, y de muchas formas, en los años recientes por parte de hombres y mujeres tanto de Oriente como de Occidente. Es también una pregunta que yo misma me he hecho durante los últimos diez años de mi vida en este mundo cambiante. Esta pregunta se presenta de diversas maneras. Alguien pregunta: “¿Usted cree que merece la pena dar dinero a las misiones extranjeras?” O preguntan: “¿No cree que es realmente un insulto enviar a predicar a nuestros misioneros a países extranjeros cuando ni nosotros mismos vivimos según lo que predicamos?” O preguntan: “¿No cree que sería mejor quedarse en casa y atender a nuestros propios asuntos y a nuestra gente hambrienta antes que a otras personas?” O dicen: “He oído que los misioneros son los que han provocado todos los problemas en Oriente. ¿Es eso verdad?”. O dicen: “Francamente, no voy a dar mi dinero a un grupo de gente para que propaguen ideas religiosas y confesionales que yo ya no sostengo”. O dicen: “Estoy perdido respecto a mis propias creencias sobre el cristianismo, y prefiero no propagar aquello de lo que no estoy seguro. El cristianismo no ha funcionado muy bien en nuestro propio país”. El otro día un hombre famoso me dijo: “Admiro a Jesucristo, pero ya no veo nada del idealismo del cristianismo en mi propio país, América. No puedo, por tanto, creer en las misiones.” Lo cierto es que vive en Nueva York y pasa sus veranos en Europa. Pero es un hombre idealista y está encontrando en Rusia algo del idealismo que ha dejado de encontrar en su propio país.

En Oriente uno se encuentra con la misma pregunta respecto a las misiones, presentada bajo el ángulo de la gente que está recibiendo el mensaje. Yo no soy una de esas occidentales que viven en China y que sienten que los chinos son xenófobos. Hay determinados grupos chovinistas o comunistas que son muy nacionalistas por ahora, como Rusia lo fue en la época de su revolución, o de la misma manera en que los americanos lo fueron por un tiempo tras la Guerra de la Independencia, y a veces aún hoy lo son ciertos grupos. Del mismo modo, podemos hablar de cierta xenofobia china. Pero, como pueblo, los chinos no son xenófobos. Al mismo tiempo, entre los hombres y mujeres más jóvenes de China ha surgido un profundo sentimiento contra las misiones. Este sentimiento no es siempre un prejuicio, aunque por supuesto a veces lo sea, dependiendo del individuo. Es más bien cierta apreciación de la incuestionable sinceridad del propósito de los misioneros, como se demuestra particularmente en la forma en que algunos misioneros han aceptado las dificultades de los últimos años.  Pero es al mismo tiempo un sentimiento de que lo que los misioneros hacen, en el mejor de los casos, no tiene importancia para el país, y, en el peor, no es un bien para la nación, porque demasiado a menudo está relacionado con una forma de religión estrecha y supersticiosa, y el chino inteligente se resiste a ver atado a su pueblo, aunque ello vaya acompañado de unos cuantos hospitales y escuelas, ayuda para las inundaciones o algunas buenas obras.

Cuando he preguntado más detenidamente a estos hombres y mujeres prudentes, por ver si era la religión lo que ellos rechazaban per se, me he encontrado con que a veces era así, pero la mayoría de las veces no. En ellos he encontrado idealismo, incluso un sentimiento religioso distinguido, pero que se rebela contra la superstición en cualquier religión, ya sea en la propia o en una extranjera. Debemos recordar que hace pocos años las persecuciones religiosas locales en China no han sido sólo contra el cristianismo, sino contra todas las religiones. Templos budistas y taoístas, incluso centros confucianos, han sufrido amargamente tanto, o incluso en muchos casos, más que los centros cristianos. Preguntando algo más a estos pensadores orientales, cuyas opiniones respeto profundamente, me han explicado que ellos no desean necesariamente que todos los misioneros se retiren. Tampoco desean el abandono de la empresa misionera, ya que China puede ser ayudada por ella, siempre que el tipo de misionero sea tal que pueda satisfacer una necesidad concreta. Pero consideran que el misionero es demasiado limitado para la situación actual.

Mi propio parecer es que la llamada falta de interés de las iglesias por las misiones extranjeras no ha sido únicamente ni en la mayoría de los casos a causa de la depresión, ni tampoco por la falta de interés en los pueblos extranjeros. Se debe a esta fundamental pregunta: ¿Merecen la pena las misiones en el extranjero? ¿Son lo que queremos apoyar de todos modos, al margen de si tenemos dinero o no?

Para algunos de nosotros que estamos dedicando años de nuestra vida a este trabajo se convierte en una cuestión completamente vital y de suprema importancia saber si tienen objeto las misiones extranjeras, y no sólo objeto, sino uno abrumadoramente fuerte, lo suficientemente fuerte como para responder toda pregunta, lo suficientemente fuerte como para hacer que uno rechace todas las ofertas de un trabajo mejor, lo suficientemente fuerte como para hacer que uno esté dispuesto a dedicar su cuerpo, cerebro y corazón a la causa. Hoy en día no puede haber ningún misionero reflexivo en el extranjero que no se haya cuestionado seriamente su misión, aunque sé que hay muchos que no la han cuestionado.

Supongo, junto con los chinos entre los que he vivido, que no hay un grupo de gente a quien yo conozca mejor que a los misioneros. Los he observado con curiosidad y afecto, con alegría, orgullo y disgusto. Les he oído criticarse en los peores términos, y a veces estaba de acuerdo con esa crítica. He visto al misionero estrecho, poco caritativo, desagradecido, ignorante. Le he visto tan lleno de arrogancia por sus propias creencias, tan seguro de que toda la verdad estaba con él y sólo con él, que mi corazón se ha arrodillado con el humilde ante el santuario de Buda, mejor que ante el Dios de ese misionero, si es que ese Dios podía ser verdadero. He visto misioneros, misioneros ortodoxos de buena reputación en la iglesia -¡abominable frase!- tan carentes de simpatía por la gente que se suponía iban a salvar, tan despreciativos de cualquier civilización excepto de la suya, tan severos en sus juicios sobre los demás, tan toscos e insensibles entre un pueblo sensible y cultivado, que mi corazón ha sangrado de vergüenza. No puedo dejar de pedir disculpas al pueblo chino por el hecho de que, en nombre de un Cristo bondadoso, le hayamos enviado gente así. Es demasiado cierto. Hemos enviado como misioneros a gente ignorante, hemos enviado a gente mediocre, hemos enviado a gente arrogante, hemos enviado a gente supersticiosa que enseñó creencias y teorías supersticiosas y han hecho la vida de gente de corazón hambriento más miserable y triste. Yo he oído decir a un misionero: "Por supuesto que les digo a estas personas que sus antepasados están en el infierno. Si no creyera que todo pagano que no confiesa a Cristo como su Salvador arde en el infierno, no estaría aquí". Todavía existen estos misioneros. He oído a un chino curioso, un hombre culto y refinado, escuchar con entusiasmo y volverse diciendo: "No puedo, si esto es verdad, creer en esta nueva religión. Prefiero ir con mis padres donde estén cuando yo muera". Mi corazón dijo: "¡Yo también, amigo mío!".

Hoy veo en China a un grupo de chinos reunidos en torno a estos misioneros, hombres y mujeres a quienes se ha formado para ser como ellos. Les escucho salir a predicar. Les oigo repetir una jerga memorizada a un grupo de hombres y mujeres ansiosos, sufrientes, que no comprenden nada. El predicador dice: “Debes rezar esta oración cada mañana y cada noche y si crees, conseguirás lo que quieras. Debes creer en nuestro Señor Jesús y tus pecados serán lavados. Ven a la iglesia el domingo. No mientas, ni robes, ni cometas asesinato o adulterio. Debes creer en el nacimiento virginal de Cristo y en sus milagros. Algún día él bajará del cielo en persona. Debes unirte a la Iglesia y serás cristiano. Los cristianos no deben tener miedo.”

Les he escuchado con enfado e indignación, he observado a estos hombres y mujeres aprendiendo penosamente las oraciones, los textos, siendo recibidos en las iglesias, he entrado en sus casas y les he conocido, he sabido de sus dificultades y sus problemas. ¡Los mismos problemas de siempre, los viejos e inalterables sufrimientos! Y yo pregunto: “¿No te ayuda tu nueva religión?”. Al principio contestan: “Rezo para que lo haga”. Y al cabo de un tiempo me dicen: “Ya no rezo más. Es lo mismo de antes. He intentado creer, pero no funciona la magia”.

¿Hay razón para las misiones?

Después de unos cuantos años de hospitales y médicos cristianos, demasiado pocos, es cierto, para las necesidades del vasto país de China, todavía no se ha iniciado un verdadero movimiento para la medicina preventiva y la salud pública. Soy muy consciente de que este movimiento es nuevo también en nuestro país. Pero en los últimos años en las misiones extranjeras todavía no se ha iniciado ningún movimiento efectivo para el saneamiento y la salud pública. En una región que conozco bien tenemos un hospital. Resulta que es muy bueno, por encima de la media de los hospitales de misión, y los dos médicos americanos están por encima de la media, diría yo. Todos los años se tratan en esta región muchos casos de cistosoma procedentes de un distrito al otro lado del río. Son tratados, curados y enviados de vuelta. Al cabo de un tiempo vuelven al hospital muy enfermos, se les trata de nuevo, se les cura si es posible, y se les envía de vuelta. La tercera o cuarta vez suelen morir. Hubo otro misionero que se cansó de esto y llevó a uno de los médicos a ver el origen del cistosoma. Se puede prevenir, pero hay que educar a esa gente. Habría que establecer una clínica en ese distrito para enseñar a la gente a protegerse contra este germen presente en el agua. Pero el médico respondió: "Ya tenemos todo lo que podemos hacer para atender a los enfermos. No podemos emprender un programa así". Por lo tanto, siguen tratando estos casos año tras año, y año tras año mueren de reinfección. Cuando el otro misionero se quejó, se encontró con el comentario común, "después de todo, nuestro principal objetivo es predicar el evangelio. Nos importan sus almas más que sus cuerpos. En el hospital tienen la oportunidad de evangelizarse.” ¿Distingue Dios mismo tan finamente entre el cuerpo y el alma, ambos creados por Él? ¿Es honesto abrir un hospital con el pretexto de curar para inducir a la gente a escuchar un evangelio? ¿Puede ser que la curación en sí misma no forme parte del evangelio cristiano?

Un misionero agricultor fue una vez a China. Era joven y entusiasta y estaba lleno del deseo de servir a su tiempo. Pero también estaba lleno de una rara cualidad. Estaba lleno de humildad. Quería saber de aquella gente. Quería estudiarlos y ver qué necesitaban, y qué podían enseñarle a él también. Pero se sintió presionado por el mal. Después de todo, ¿para qué servía el trabajo agrícola? La cosa era predicar el evangelio. Predicar era lo importante. El trabajo agrícola sólo podía ser útil a las misiones como una especie de cebo para atraer a la gente a que se les predicara y se unieran a la iglesia. El joven misionero respondió: "No lo creo. Para mí es cristiano si entablo tales relaciones con estos campesinos y si me permiten comprender sus necesidades y aprender de ellos si puedo ayudarlos honestamente. Para mí esto también es predicar a Cristo".

Pero ellos gritaron: "Eso es herejía. ¡Fuera con él! No hay lugar para él en el campo, no es evangelista". Y así fue expulsado de ese lugar.

II

Cuando llegué a esta etapa en mi propio pensamiento, cuando miré alrededor del grupo de hombres y mujeres misioneros, de los cuales formo parte, y vi todas estas cosas y muchas más de las cuales estaba avergonzada, me encontraba preparada, como vosotros debéis haberlo estado algunas veces cuando nos habéis visto y oído, para preguntar, ¿cómo nos atrevemos a salir en representación de una personalidad tan elevada como Jesucristo? Somos hombres y mujeres mediocres, nosotros los misioneros. Es verdad. Demasiado a menudo somos mediocres, y es ocioso consolarse diciendo que Dios puede usar un vaso de barro. Tal vez Dios pueda hacer cualquier cosa, pero ni siquiera Dios puede hacer una vasija de barro tan útil o tan hermosa o tan buena como la vasija del alfarero finamente torneada. No nos engañemos.

¿Y entonces? La primera vez que regresé a América con esta gran pregunta en mi mente, llegué a ver algo. Llegué a ver qué erais vosotros, los cristianos americanos. Quería saber si los misioneros eran como vosotros, quería saber si nos habíais enviado lo mejor o lo peor. Descubrí que nos habíais enviado algunos de los mejores y algunos de los peores, pero que la mayoría de los misioneros eran como vosotros. Nos habíais enviado un promedio justo. Sin embargo, en general pensabais que los mejores debían quedarse en casa. Era una lástima, decíais muchos de vosotros, desperdiciar la belleza y el talento en tierras extranjeras; y cuando había alguien a quien más bien cuestionabais, si al mismo tiempo parecía serio y sincero, y consagrado (esa miserable palabra que se ha usado para cubrir tantas deficiencias y tanto pensamiento descuidado) más bien pensabais que serviría. Predicadores que os habrían aburrido más allá de lo soportable los enviasteis alegremente al extranjero; hombres y mujeres jóvenes recién salidos de la universidad que no sabían nada y que ni siquiera sabían que no sabían nada, los enviasteis a un pueblo con siglos de antigüedad. Francamente, queríais lo mejor para vosotros mismos.

Me doy perfectamente cuenta de que para vosotros no se trataba de un proceso consciente. Muchos de vosotros ni lo pensabais, todos estabais absortos en vuestras propias vidas; tal vez para ninguno de vosotros, o casi ninguno, el cristianismo era un asunto de importancia primordial, y la difusión de la comprensión de sus enseñanzas no era más que una actividad entre otras mucho más inmediatas en vuestras vidas. Lo dejasteis en manos de vuestra Junta. Pero las Juntas son, como todos esos organismos, meros servidores públicos, y no son mejores que sus amos. Preguntaos cuántos de vosotros se alegrarían si vuestro hijo o hija talentosos o amigo decidiera ser misionero. He visto a padres cristianos lamentarse en esos momentos, sintiendo en secreto o abiertamente que era un desperdicio y una catástrofe.

Dejé, pues, de culpar tan amargamente al misionero por ser con demasiada frecuencia un hombre mediocre. En nuestro país no habría sido tan mediocre. De hecho, al haber sido siempre un universitario y haber cumplido ciertos requisitos educativos, probablemente habría estado algo por encima de la media. Aquí habría trabajado fielmente en un pequeño lugar entre su propia gente, bueno, sincero, moral y a veces inspirado; no un hombre al que se pudiera despreciar. ¿Por qué, entonces, parecía tan pequeño en aquel entorno extranjero? Porque el entorno lo replegaba sobre sí mismo y lo empequeñecía. En su propio país tenía mil ayudas para su espíritu. Tenía comunión con los de su propia clase, de un tipo mejor y más grande, tenía contacto con una vida que comprendía y apreciaba, tenía acceso a bibliotecas y libros.

Pero en aquella tierra extranjera no había tales fuentes de alimento intelectual y espiritual del tipo al que estaba acostumbrado, y sus propios manantiales eran demasiado escasos. Sus recursos se agotaron pronto, y él no era lo bastante hábil en la lengua extranjera ni lo bastante perspicaz de espíritu para encontrar esos otros manantiales en otra civilización. Se fue vaciando, por lo tanto, se hizo más estrecho, menos comprensivo, más impaciente a medida que sus recursos interiores morían. Vivía más de la fórmula. Su determinación permaneció, pero su escaso poder desapareció. El vasto pueblo, la historia milenaria, las insondables diferencias de raza, incluso la enorme oportunidad combinada con su propia aparente falta de éxito, le empequeñecían. Presentaba y presenta en muchos casos el espectáculo de una diminuta figura humana de pie entre tremendos acantilados y valles sin fondo extraños para él. Está perdido. No es de extrañar que se aferre celosamente a su pequeña idea de Dios, temiendo perderla, temiendo ver si es o no verdadero conocimiento. Grita el nombre de Dios en voz alta una y otra vez, no sea que pierda realidad para él. Se ocupa a veces con nostalgia en los pequeños acontecimientos de su día, para no darse cuenta de lo pequeño que es, de lo poco que cuenta en la vida que le rodea. A veces cree que tiene éxito. Para mí es una verdadera acusación que, como cuerpo, los misioneros no hayan sido lo suficientemente grandes para su tiempo. Antes los culpaba; ahora ya no. ¿Cómo os atrevisteis a enviarnos tantos de estos pequeños hombres y mujeres? ¿Cómo os atrevisteis a ponerlos a defender a vuestro Dios, a Jesucristo, ante el mundo?

Cuando llegué a este punto me di cuenta de que apenas estaba comenzando mi búsqueda. Si debía juzgar la causa por algunos de sus representantes, entonces francamente no había lugar para las misiones, y yo no estaba dispuesta a entregar mi vida por más tiempo a esa obra. Pero debo examinar esa causa. ¿Por qué no se sienten atraídos hacia ella más espíritus grandes? ¿Es que la causa misma es la que falla o es el método de presentarla? Debo preguntar a los pocos grandes que he conocido que han sido misioneros. Entre ellos hay algunos hombres y mujeres cuyos nombres probablemente no sabríais si los dijera. Pero para mí son las personas más grandes que he conocido. Sencillos, sinceros, humildes, que aprenden antes de enseñar, sensibles ante cualquier alma, que aprecian cada vida humana, de mente aguda y profundo aprendizaje, han vivido sus vidas fuera de este mundo en el que vives, pero poderosos en el mundo que no conoces. Es revelador que estos grandes hombres hayan vivido mucho tiempo solos en su trabajo, apartados de los suyos, que a menudo los llamaban poco ortodoxos o no cooperativos, o cantidad de otros nombres con los que los hombres mezquinos llaman a los que son más grandes que ellos. No han sido pocos los grandes hombres que han ido, vivido y trabajado en misiones en el extranjero, y han encontrado tan desagradable el compañerismo forzado del grupo cristiano allí y aquí, que han tenido que abandonar. Es una observación bastante significativa que muchos de los misioneros de capacidad y personalidad superiores al promedio, tarde o temprano han sido expulsados de la obra. Cuando se les pregunta, suelen responder: "Me era imposible hacer mi trabajo en ese ambiente"". Esta respuesta abarca una multitud de persecuciones, sinceramente dadas, es cierto; aunque las persecuciones más crueles son las más sinceras. Pero no debo divagar. El hecho de que algunas mentes y espíritus extraordinarios pudieran ser ganados para la causa misionera dio un punto a favor de la causa.

Entonces mi siguiente pregunta fue: "¿Cómo se presentaba la causa para que estos grandes se sintieran atraídos por ella?". Comencé a observar, escuchar y oír cómo se presentaba la causa de las misiones a los hombres y mujeres que estaban preparados para elegir una carrera. Pero ahora veía razones suficientes por las que los hombres y mujeres que yo quería que fueran misioneros no querían serlo. Los predicadores gritaban "El desafío-El desafío". Pero no superaban ningún desafío. Demasiado a menudo ni siquiera las personalidades de los que gritaban la palabra se comprometían; la imagen que daban de un pueblo extranjero no desafiaba; la misma imagen de Cristo que ofrecían no atraía.

Por último, pero quizás, sobre todo, ¿dónde se encuentra Cristo aquí en América para que podamos mostrarlo a los demás? No existe un desafío para la vida cristiana internacional tal como se plantea a los cristianos en las iglesias de aquí. Demasiado a menudo no forma parte de la vida de la iglesia, excepto en ocasiones en las que hay que recaudar dinero para cumplir con las obligaciones para las misiones.

Entonces dejé de lado todas estas cosas, los demasiados hombres y mujeres mediocres, la iglesia cristiana preocupada por otras cosas que no eran la forma cristiana de vivir, el llamamiento poco entusiasta. Concedido todo esto, ¿qué hay de la causa? ¿Hay algo en el cristianismo que valga la pena llevar a las naciones antiguas y honorables versadas en el arte de la vida como nosotros no lo estamos, o a los pueblos jóvenes y salvajes que apenas comienzan el largo camino hacia la civilización? ¿Qué hay de la causa misma? ¿Es la causa la culpable? Al principio más bien pensé que podría ser así.

No soy muy inclinada a culpar a los seres humanos. No creo en el pecado original. Creo que la mayoría de nosotros empezamos queriendo hacer lo correcto y ser buenos. Creo que la mayoría de nosotros mantenemos ese deseo mientras vivimos y hagamos lo que hagamos. Podemos equivocarnos en lo que son nuestras ideas de lo correcto y lo bueno, podemos hundirnos en la desesperación, de modo que seamos más perjudiciales para la sociedad que útiles; pero no solemos ser intencionadamente malos. ¿Es la causa, por tanto, lo que no es suficientemente grande?

¿Cuál es nuestra causa? ¿Cuál es la causa de las misiones extranjeras, de las que habéis oído hablar toda vuestra vida y a las que habéis contribuido más o menos voluntariamente durante tanto tiempo?

Es una causa oscurecida por muchas cosas. Quizá la frase más oscura sea la que más se repite en respuesta a esa pregunta. "Es predicar el evangelio de Jesucristo". Si se presiona más, llega la respuesta: "Bueno, es persuadir a la gente para que se haga cristiana, para que acepte a Jesús como su Salvador". Pero ¿qué significa eso realmente? Supongamos que tuvieras que explicárselo a alguien que nunca ha oído una palabra de fraseología religiosa, ¿qué palabras utilizarías? "Bueno, pues significa ser bueno y actuar en la medida de lo posible de forma cristiana y creer en un solo Dios y en Jesucristo como su Hijo". Más palabras. Estas palabras se derriten al calor de la vida como la nieve bajo el sol. Lo sé, porque las he pronunciado e intentado hacerlas realidad y he visto cómo se deshacían. ¿Quién quiere dar su vida por meras palabras?

Entonces intenté averiguarlo desde otro aspecto. Me dirigí a algunos de vosotros que estáis pagando para apoyar las misiones extranjeras. ¿Cuál es la causa a la que contribuís? Algunos de vosotros dijisteis: "Creemos en nuestra religión y que es la mejor y la única religión verdadera y queremos ver iglesias autosuficientes en todo el mundo."

Bueno, ya os conocía. Entre vosotros hay quienes mantienen a los misioneros bajo el terror de sus estadísticas de miembros de la iglesia, de modo que los números llegan a significar para ellos el único criterio por el que juzgan su éxito. Pero las iglesias no son una causa adecuada para mí. No daré mi vida por fundar iglesias autosuficientes. Si la gente quiere tener organizaciones, que las tenga, pero no seré culpable de decirle a nadie que busque a Cristo de verdad: "Pero tienes que unirte a la iglesia, ¿sabes?". ¿Cómo sé que Cristo sólo está en la iglesia? Puede estar allí o puede no estar. Depende totalmente de si en esa iglesia esos grupos de personas viven a su manera y tienen su espíritu o no. Si no viven y se comportan como él, no está allí. Ni persuadiré a la gente para que se una a las iglesias ni trataré de impedírselo. Es una cuestión personal, no una causa.

Antiguamente era bastante sencillo. Nuestros antepasados creían sinceramente en una religión mágica. Creían simple y llanamente que todos los que no oían el evangelio, como ellos lo llamaban, estaban condenados, y que cada alma a la que predicaban recibía en ese momento la oportunidad de salvarse de ese infierno. Aunque sólo escuchara por un momento, el predicador le daba al alma la oportunidad de optar a la eternidad. Si el alma no prestaba atención o no creía, el predicador no podía asumir la responsabilidad. Estaba absuelto. Hay quienes todavía creen esto, y si creen sinceramente, honro esa sinceridad, aunque no puedo compartir la creencia. Estoy de acuerdo con los chinos que creen que su pueblo debe ser protegido de tal superstición. Para mí sería una causa superior abstenerme de presentar tal elección a cualquier alma, con la esperanza de que pueda salvarse por su ignorancia, aunque yo me condenara por haberla mantenido ignorante.

Pero creo que es indiscutible que para la mayoría de nosotros este tipo de credo ha sido descartado. Ya no creemos que un alma pueda elegir en un momento su eternidad o que Dios, si es un Dios bueno, pueda dejar que semejante peso de responsabilidad recaiga sobre la limitada e incomprensiva voluntad humana. Sin embargo, ese credo va con gran parte de la motivación del movimiento misionero en el pasado y en una forma modificada incluso en el presente. ¿Dónde está, pues, nuestra causa? Si no nos interesa salvar a la gente del infierno, si no nos interesa el número de conversos a una religión, ¿queda alguna causa? ¿Puede haber alguna apelación para aquellos de nosotros que hemos llegado a un punto en nuestro pensamiento y vida espiritual en el que estas cosas ya no son una causa?

Cuando llegué a este punto de mi propia vida, acepté francamente el hecho de que, en lo que respectaba al pasado, no había motivo para que yo fuera misionera. En cuanto al presente, tampoco lo había. Podría haberme detenido aquí, como muchos se han detenido, y haberme dedicado a otra vida y a otro trabajo. Pero los pocos grandes misioneros me retuvieron un tiempo más. Recordé a un misionero que había conocido, un hombre acosado y perseguido por muchos, que se adentraba continuamente en campos cada vez más nuevos, en ciudades y pueblos del interior, en zonas rurales donde no había otros de su clase, haciéndose cada vez más amable, más sencillo, más comprensivo con la gente, más semejante a Cristo en su propia vida. Murió no hace mucho, perfectamente contento con la felicidad de su vida, perfectamente convencido de que, si hubiera podido elegir de nuevo, habría elegido la misma vida, a pesar de las increíbles penurias físicas y los frecuentes peligros. Era un hombre de mente brillante y gran erudición. No sabréis su nombre, pero hay muchos pueblos y aldeas en China donde podría pronunciarlo y me serviría de pasaporte. No necesitaría otro. Si pudiera preguntarle hoy qué le satisfacía tanto en aquella vida tan dura, qué le hacía envejecer tan apacible, tan contento, tan dulce en su edad, respondería, sencillamente: "Ha sido una gran felicidad mostrar a Cristo de cualquier humilde manera que uno pudiera".

Le observé durante muchos años superando sus creencias y desechándolas, sin apenas saber que lo hacía, soportando sin murmurar la acusación de que era poco ortodoxo, sin importarle nada, sólo con tal de poder ver más de lo que Cristo era, obedeciendo cada precepto que Cristo enseñó. Hasta el día de su muerte leyó el Nuevo Testamento en griego, tratando de acercarse lo más posible a esa figura que sobresale del pasado, tan velada por las palabras rotas de los hombres, pero tan convincente en su poder.

Cristo, entonces. Para este hombre, Cristo era la causa. Y hay otros como él. Pero ¿es Cristo una causa suficientemente grande? Es perfectamente cierto que para muchos de los que se llaman cristianos, Cristo no ha sido causa suficiente ni siquiera para intentar ser cristiano aquí en casa. Me refiero a ser cristiano de verdad, no sólo ir a la iglesia y dar un poco aquí y allá. Entonces, ¿es Cristo causa suficiente para dejar el hogar, con todo lo que ello significa? Enfrentémonos a nosotros mismos con claridad. Algunos de nosotros creemos en Cristo como lo hicieron nuestros padres. Para algunos de nosotros sigue siendo el hijo divino de Dios, nacido de la Virgen María, concebido por el Espíritu Santo. Pero para muchos de nosotros ha dejado de serlo. Algunos no sabemos lo que es, a otros nos da igual. En el mundo de nuestra vida quizá no importe lo que es. Si se nos pregunta, diremos: "Por supuesto que le admiro”. Fue quizás el mejor hombre que jamás haya existido. Pero eso es todo lo que es. Para vosotros que sois jóvenes, los hijos e hijas de esta generación que debéis llevar a cabo misiones en el extranjero cuando los mayores ya no estén, es probable que Cristo ya no sea una causa. No creéis en su divinidad física. Suponéis que Cristo fue un buen hombre, pero poco os importa ahora una cosa u otra. La vida está llena de muchas cosas, o si está vacía, está vacía. Las viejas creencias no la llenan. Afrontemos el hecho de que las viejas razones para las misiones extranjeras han desaparecido de las mentes y los corazones de muchos de nosotros, ciertamente de aquellos de nosotros que somos jóvenes. Puede ser difícil de aceptar para las personas mayores, y podemos desear que no sea cierto. Pero es mejor conocer la verdad y no tenerle miedo.

III

Así que llegué a este punto. Si en la civilización de mi propia raza no veo frutos que pueda atribuir al Cristianismo con suficiente verdad como para decir que si no hubiéramos tenido el Cristianismo no habríamos tenido esos frutos, si los cristianos no son lo bastante mejores que otras personas como para que merezca la pena el coste de mi vida, si la vieja magia de la creencia religiosa ha muerto, si Cristo sigue siendo sólo una figura de bello misterio, entonces ¿por qué debería pedirle a alguien que dé algo por una causa así? Sobre todo, ¿por qué debería entregarme yo?

De nuevo no podía olvidar a aquellos pocos grandes. Empecé a ver que no debía juzgar en general por los frutos más obvios o incluso más numerosos. Debo juzgar por todos los frutos. Había aquellos a quienes yo admiraba y amaba, que estaban perfectamente satisfechos con Cristo, aunque le hubieran quitado la magia de la superstición. Había una cualidad en ellos que yo deseaba para mí, un contenido que yo necesitaba para mi propio corazón. Sí, permítanme ser justa, incluso en aquellos a quienes no admiraba había una cualidad de sinceridad en la medida en que podían comprender, y había moralidad y honradez, virtudes sencillas pero que no tienen precio. Llegué a la conclusión de que había más gente realmente buena en el grupo cristiano que en ningún otro, cualesquiera que fuesen sus otros defectos. Dondequiera que hubiera un cristiano sincero podía encontrar, es cierto, a un estúpido o a un insensible o a un ignorante o incluso a un arrogante, pero encontré a un hombre bueno en el sentido común de la palabra. Aquí había algo. Es mucho que un hombre sea honesto, sincero en lo que cree, moralmente decente. Debe de haber alguna razón para ello, pero aún no es suficiente, pues hay otros grupos de los que puede decirse lo mismo. Planteé la cuestión, por tanto, negativamente. ¿Estaría yo dispuesta, aunque fuera budista, a que Cristo desapareciera por completo del corazón de los hombres? ¿Estaría dispuesta a que los hombres olvidaran que alguna vez vivió, a que olvidaran sus palabras, por imperfectas que se nos hayan transmitido? Aunque en el futuro se demuestre que nunca existió un Cristo real y que lo que nosotros pensamos de Cristo sea considerado algún día la esencia de los sueños de los hombres, de la bondad más sencilla y hermosa, ¿estaría dispuesta a que esa personificación de los sueños desapareciera de la mente de los hombres?

¿Qué significaría que aquel a quien llamamos Cristo se alejara de nuestro país, de nosotros mismos? Sé que para cada uno de nosotros Cristo significa algo, alguien diferente. Pero eso no importa. Todos pensamos cuando pronunciamos ese nombre en una cualidad de la humanidad que está teñida de divinidad, para algunos de nosotros real y física, para algunos de nosotros con la divinidad de todo el vasto y desconocido universo que no podemos comprender y tal vez nunca comprenderemos. Esa cualidad de humanidad se compone de sencillez y sinceridad en todo comportamiento, de una perfecta simpatía con los demás incluso cuando no hay acuerdo y comprensión completos, de odio e intolerancia hacia la hipocresía, sí y, sobre todo, de un soportar las cargas de los débiles, un amor incluso hacia los enemigos. Estos ideales, los más nobles en los que somos capaces incluso de pensar, están inseparablemente unidos a la figura de Cristo, velada en cierta medida como debe estarlo siempre para todos nosotros. En Él pensamos cuando alguien dice: "Amad a vuestros enemigos"

¿Estamos dispuestos a que estos ideales se desvanezcan de nuestra memoria, de nuestra vida? Es cierto que han dado muy pocos frutos, tanto en nosotros como individuos como en nuestra nación. En el mejor de los casos, han dado un pobre fruto enfermo. Pero incluso a veces, contra mi voluntad, me he visto obligada a reconocer que han dado fruto. En las naciones donde se ha percibido la figura de Cristo, aunque sea tenuemente, encuentro algo que no encuentro en otros lugares. Hasta cierto punto se cuida a los enfermos, se aloja y cuida con ternura a los débiles y defectuosos, se honra más a las mujeres, se lucha algo por la bondad; de alguna manera se ayuda un poco a los pobres. Todo es muy poco, demasiado mal hecho, y hay muchos fracasos y mucho sufrimiento, pero -he aquí la cuestión- es mejor que donde nunca se ha conocido la figura de Cristo. De alguna manera, allí donde Cristo ha sido realmente visto alguna vez, ya sea por un individuo o por un pueblo, queda un espíritu de algún tipo, un recuerdo. El recuerdo puede debilitarse, el espíritu puede fallar. Pero hay una diferencia.

Esta diferencia es a la vez tangible e intangible. Es tangible en casos como las catástrofes de inundaciones o accidentes, donde la ayuda se presta generosa y rápidamente incluso a desconocidos. He vivido mucho tiempo en una civilización grande y elevada, pero en la que no existe esta actitud universal hacia los pobres y los que sufren. El resultado tangible es que, aunque la corrupción y la delincuencia perduren durante un tiempo, se hacen esfuerzos para atajarlas. Hay cosas que se hacen por los niños, por los ancianos, por los dementes. Todas estas son diferencias, me parece, de una civilización que ha tenido la figura de Cristo como parte de su pensamiento espiritual. El resultado intangible se comprende principalmente en los ideales individuales y nacionales, y mi convicción de que la creencia en lo que Jesucristo personifica tiene una relación directa con la alta calidad del carácter social e individual es aún mayor cuando veo que en mi propia raza comienzan a aparecer ciertas debilidades que son defectos de otras razas que no han tenido a Cristo como parte de su herencia. Veo que estas fallas aparecen en individuos que están dispuestos a excluir a Cristo por completo de sus vidas, y a medida que estos individuos aumentan en número, veo que estas fallas se vuelven nacionales.

Me veo obligada, por tanto, a preguntarme: ¿Estoy dispuesta a que esto suceda? ¿Estoy dispuesta a que la figura de Cristo, por velada que sea, desaparezca de la tierra?

Sé que no estoy dispuesta. Sé que la bondad activa es para mí la cosa más hermosa del universo. Las estrellas y los soles y el misterio de la creación no son tan maravillosos para mí como este misterio, que las criaturas humanas conozcamos el bien y el mal y podamos elegir entre ellos. Para mí, la vida más apasionante del mundo es la que lucha hacia la bondad personal, que es la belleza. El espectáculo más maravilloso es ver a alguien esforzándose en esa lucha. El momento más triunfal de la vida es el instante en que me doy cuenta, ya sea por mí misma o por otro, de que se ha hecho una elección, se ha ganado fuerza, se ha alcanzado un contenido más profundo al dar un paso más en esa dura y conmovedora aventura, la vida de un hombre o una mujer que está decidido a encontrar lo mejor que sabe y a hacerlo. Esta lucha se manifiesta en la vida cristiana. Otros la viven también, muchos que nunca han oído el nombre de Cristo; pero conocer el sentido de la vida de Cristo, saber cómo vivió y murió, es un apoyo y una ayuda inestimables. Así lo han demostrado los pueblos que lo han tenido, aunque lo hayan comprendido muy poco.

Esto no significa que considere que todas las demás religiones, aparte del cristianismo, carezcan de valor. No creo que ninguna religión sea tan completa como para excluir a todas las demás. Me repugnaría ver cómo lo mejor de cualquiera de ellas desaparece del conocimiento de los hombres. No creo que podamos prescindir de nada que sea bueno. Entonces, ¡cuánto menos podemos prescindir de esa unión del espíritu místico interior combinado con la dinámica social que reconocemos como la forma más elevada del cristianismo! No es necesario descubrir o afirmar la superioridad del cristianismo sobre otras religiones. Sólo es necesario reconocer que no podemos prescindir de Cristo, y decidirnos a vivir de acuerdo con lo que creemos.

Entonces el caso se vuelve muy sencillo. Si no estoy dispuesta a que Cristo muera, ¡qué hipocresía la mía si no hago nada para mantenerlo vivo en los corazones y entendimientos de los hombres, qué egoísmo si lo guardo sólo para mí, o para mi raza! Si pudiera conservarlo así, en verdad lo perdería. Todo su espíritu se me escaparía. Mi pequeñez no podría retenerlo, como ninguna pequeñez lo ha retenido jamás. Debo ser lo suficientemente grande para compartir a Cristo, si quiero que Cristo sea mío.

IV

Para mí, entonces, sí hay razón para las misiones extranjeras.

Así que he desandado mi propio camino de razonamiento. Quizá no sea satisfactorio para los demás. Lo que satisface a una persona puede no satisfacer a otra. He comprimido en este breve espacio una experiencia espiritual que se ha extendido durante muchos años. Por supuesto, tuvo muchas ramificaciones intelectuales e investigaciones sobre otras religiones que no ha lugar contar ahora. Pero el final fue simplemente lo que he expuesto en términos sencillos.

Mis sentimientos con respecto al cuerpo misionero siguen siendo a día de hoy los mismos. Debemos enviar al extranjero un tipo de persona más elevado que el americano medio, aunque esté por encima del cristiano medio; significará menos, pero valdrá la pena si esos pocos están mejor preparados para su oportunidad. Creo que toda la organización de las misiones extranjeras necesita un estudio inteligente, y es probable que a la luz de tal estudio haya que cambiar la base de la organización. Debemos conocer mejor las necesidades de la gente a la que acudimos, y debemos ver cómo, o si podemos, suplir esas necesidades cualesquiera que sean. Esto significa inevitablemente un misionero de formación y experiencia más elevada y específica, adaptado a algún lugar o necesidad particular. Tampoco es imposible. Me ha impresionado el número de hombres de gran formación y reputación que estarían dispuestos a dedicar su tiempo, durante varios años o tal vez el resto de su vida, a un país distinto del suyo.

El quid de la cuestión está aquí. Los cristianos debemos darnos cuenta de que apenas hemos comenzado nuestra labor en tierras extranjeras. Muchos cristianos me han preguntado por qué en La buena tierra no hice que Wang Lung se convirtiera al cristianismo. Mi respuesta es: "Si quieres escribir sobre un caso aislado, como hice en El joven revolucionario, puedes hacerlo. Pero en La buena tierra escribía sobre la gente corriente de China. No creo que el cristianismo haya tocado al hombre y la mujer corrientes más de lo que yo lo hice aparecer en ese libro -como palabras vistas u oídas, pero no entendidas”.

Cristo no ha llegado a formar parte de la vida china. No lo hemos injertado en la raíz de esa vieja civilización. No nos engañemos. No podemos estar seguros de que si hoy nos retiráramos de China quedaría un registro más permanente de nuestra presencia religiosa en ese país durante estos ciento cincuenta años que el que queda de la antigua iglesia nestoriana, una lápida borrada y arrastrada por el viento sobre una tierra desierta.

Hay muchas razones para ello, pero la verdadera razón ha sido que nosotros, los cristianos de Occidente, no nos hemos convertido en parte del país al que hemos ido. Hemos ido como un grupo de cristianos profesionales, pagados por una organización ajena al país. Nuestra profesionalidad nos ha perjudicado irremediablemente, al igual que al ministro medio de cualquier país. Hemos perjudicado aún más a los cristianos y a las iglesias chinas al pagarles con dinero extranjero. Nos hemos aferrado al estigma de "cristianos del arroz", aunque hay muchos a los que se les aplica injustamente. Pero hay tanta verdad en él que debe tenerse en cuenta en cualquier evaluación de los grupos cristianos.

Una vez más, me niego a echar toda la culpa al misionero. A menudo se ve forzado a ello por su grupo de apoyo. Recuerdo un ejemplo, fácilmente multiplicable, de cierta pequeña estación interior en China, en un distrito asolado por el hambre y la pobreza. Allí la gente vive en casas de tierra, e incluso las casas de las familias más ricas son humildes. No hay ningún edificio grande en la ciudad. Pero la obra misionera en este lugar fue apoyada por una iglesia americana rica, que quería esos resultados visibles que han sido una maldición para las misiones. No tuvieron en cuenta las muchas necesidades de esa pequeña ciudad asolada por el hambre. Decidieron regalar una iglesia y dieron el dinero con entusiasmo para un edificio caro, que se construiría en un estilo híbrido de templo, en este sencillo pueblo de campo. La iglesia es hoy un monumento al absurdo. Es tan cara que el puñado de miembros de la iglesia ni siquiera puede pagar sus reparaciones. Los misioneros se opusieron casi unánimemente a la construcción de la iglesia. Algunos incluso se opusieron violentamente. Pero se construyó y ahí sigue. No satisface ninguna necesidad. Además, los habitantes de esa ciudad se han visto privados del inestimable privilegio de construir su propio templo para el Dios vivo. Habría sido de tierra, tal vez, o una simple estructura de ladrillo como el templo confuciano que hay allí, y no habría tenido esquinas volteadas ni tallas y colores. Pero habría sido suyo y ellos habrían podido practicar el culto en él.

¿Qué hacer ahora? No sugiero que abandonemos instantáneamente todas las instituciones e individuos existentes. He visto suficientes revoluciones como para saber que no logran nada. Una vez que el ruido y el tumulto han terminado, la construcción debe comenzar como si el tumulto y el ruido nunca hubieran existido. La revolución, hasta donde yo la he visto, ha sido un desperdicio, y simplemente una liberación emocional.

No, la razón fundamental de la falta de éxito en la difusión del espíritu del cristianismo ha sido que ni el mensajero ni el mensaje se han adaptado a las necesidades de la gente. La verdad es que nunca hemos tenido en cuenta a la gente. Es un descuido imperdonable si tenemos en cuenta que lo primero que hizo Cristo fue comprender al hombre que tenía delante y realizar ese acto y pronunciar esas palabras que se adaptaban a cada caso particular.

Me gustaría ver a cada misionero enviado a satisfacer una necesidad específica de una comunidad, no la necesidad artificial de una estación misionera de un clérigo o una mujer evangelista o lo que sea, sino una necesidad real de la gente. Me gustaría que él sintiera que al satisfacer esta necesidad estaba cumpliendo con el propósito primordial de su religión, y no que debía usarla como carnada para atraer a alguien a creer en un credo o a pertenecer a una organización. Esto, por supuesto, cambia de inmediato toda la base de las misiones. Cambia el énfasis de predicar a un pueblo a compartir una vida con ellos, la mejor vida que conocemos. Me parece que esta es la única base posible para las misiones. Nos quita el insufrible estigma de la arrogancia moral, y nos da además una prueba de nuestra propia valía. Antes de poder compartir algo con beneficio debemos haberlo probado nosotros mismos.

La situación actual de poder ir a predicar a otros pueblos lo que nosotros no practicamos es intolerable para personas de una mínima sensibilidad.

Al mismo tiempo, no creo en esa réplica común que escucho, en respuesta a la pregunta sobre las misiones extranjeras: "Cuando todo en mi propio país sea como debería ser, haré algo con respecto a otros países". Mi experiencia del tipo de persona que dice esto es que normalmente tampoco hace nada por su propio país. Es una mera excusa. No creo que en ningún momento tengamos un país que sea totalmente cristiano. El grupo cristiano debe fortalecerse en todos los países al mismo tiempo si queremos que continúe. Pero es esencial que nos esforcemos por aplicarnos a nosotros mismos los principios que pedimos a los demás que apliquen. Una de las grandes indignaciones de mi vida fue encontrar ciertas mujeres en las iglesias cristianas de América que darían dinero y tiempo a una sociedad misionera extranjera para trabajar entre pueblos a diez mil millas de distancia, pero que no abrirían las puertas de sus casas a estudiantes y personas de otras razas en sus propias ciudades, a extranjeros y forasteros en América. ¿De qué sirve predicar a Cristo en el extranjero si lo negamos con actos como éstos en casa?

Sobre todo, entonces, que el espíritu de Cristo se manifieste por el modo de vida más que por la predicación. Estoy cansada hasta la muerte de esta predicación. Silencia todo pensamiento, confunde todas las cuestiones, está produciendo, al menos en China, una horda de hipócritas, y en los seminarios teológicos un cuerpo de ministros chinos que hace que uno se desespere por el futuro, porque están aprendiendo cómo predicar sobre el cristianismo en lugar de cómo vivir la vida cristiana. Dejemos de hablar por un tiempo y cortemos con nuestros charlatanes, y tratemos de expresar nuestra religión en términos de vida. La palabra hablada debe ser sólo un poco de combustible añadido a una llama ya encendida. Soy perfectamente consciente de que algunos de vosotros os estáis diciendo: "Ah, pero no debéis olvidar que la Biblia dice que la semilla es la palabra". Y yo respondo: ¿quién dirá que por la palabra no debemos entender más que palabrería? ¿Qué pueblo comprendió jamás lo que significaba esa palabra hasta que se hizo carne y habitó entre nosotros? Sólo entonces podemos contemplar su gloria como la gloria de Dios, llena de gracia y de verdad.

Hablo como alguien de vuestra raza y de vuestro país, identificándome también con el grupo que habéis enviado como representantes de vuestra religión a otra tierra. Pero hay una parte de mí que no es ni lo uno ni lo otro. Por nacimiento y ascendencia soy americana; por elección y creencia soy cristiana; pero por los años de mi vida, por simpatía y sentimiento, soy china. Como china os digo lo que muchos chinos me han dicho a mí:

«No vengáis más a nosotros con arrogancia de espíritu. Venid a nosotros como hermanos y semejantes. Dejadnos ver en vosotros cómo funciona vuestra religión. No nos prediquéis más, sino compartid con nosotros esa vida mejor y más abundante que vivió vuestro Cristo. Dadnos lo mejor de vosotros, o nada.»

——

{1} Queremos agradecer públicamente la gentileza y generosidad de Juan Antonio López Esteve, profesor honorífico del departamento de Estudios Ingleses de la Universidad Complutense de Madrid, quien, tras escuchar nuestra conferencia en los I Encuentros Forjados, titulada “España: ser o estar”, se tomó la molestia de buscar la referencia y enviarnos el archivo digital de la publicación (Pearl S. Buck, “Is There a Case for Foreign Missions?”, Harper's Monthly Magazine, January 1933, volume 166, issue 991, pp. 143-155).


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