El Catoblepas · número 209 · octubre-diciembre 2024 · página 4

Ideas sobre las armas, la guerra y la paz: La guerra justa (3)
José Antonio López Calle
La filosofía política del Quijote (XVII). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (80)
La doctrina de don Quijote sobre la guerra justa
Pero que la guerra tiene como fin la paz no es todo lo que don Quijote tiene que decirnos sobre la guerra; además, expone las líneas fundamentales de la doctrina sobre las justas causas de la guerra, la otra pieza central de la filosofía de la guerra y de la paz aristotélico-escolástica, tan ubicua en el pensamiento de la época como la doctrina de la paz como fin de la guerra. En efecto, en el propio discurso de las armas y las letras se puede ver una alusión a la doctrina de la guerra justa o del derecho a la guerra justa. Hay dos pasajes del discurso de las armas y las letras que se pueden entender como formulaciones de ella, quizás implícitas en el primero, pero explícitas en el segundo de ellos.
En primer lugar, la frase “porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas” (I, 38, 396) parece una clara referencia a la idea de guerra justa, pues sugiere la necesidad de que la guerra que se va a emprender sea conforme a la ley o al derecho, una idea, por cierto, muy arraigada en la tradición del pensamiento español, cuando menos, desde los tiempos de Alfonso X el Sabio, en cuyo libro Las siete partidas se distingue entre guerra justa e injusta y lo que distingue precisamente a la una de la otra es que la primera se hace según derecho y la segunda, sin derecho{1}. Ahora bien, al afirmar en términos tan genéricos que la guerra tiene leyes, a las que está sujeta, parece referirse no sólo a que la guerra por emprender sea conforme a la ley o al derecho para que sea lícita (lo que los escolásticos llamaban ius ad bellum), sino también a que sea igualmente conforme a la ley lo que se hace durante la guerra ya en marcha, esto es, hay un derecho en la guerra (ius in bello) que la rige o regula mientras está en curso y un derecho para ponerle fin (ius post bellum). De hecho, la doctrina de la guerra justa, aunque tiene como componente principal las cuestiones relativas al derecho a la guerra o de las justas causas de ésta, también incluye como componentes importantes el derecho en la guerra, lo que es lícito o no hacer en el curso de la guerra, y el derecho que regula su capitulación. Pero a estos componentes apenas se les presta atención en el Quijote, que, en cambio, sí se la presta a la doctrina de la guerra justa como doctrina sobre las justas causas de la guerra.
El segundo pasaje en el discurso de las armas y las letras que alberga una clara justificación de la legitimidad de la guerra se encuadra en la segunda parte de la argumentación de don Quijote en pro de la primacía de las armas sobre las letras o leyes. Precisamente una de las razones que muestran que las primeras tienen primacía es que de ellas dependen no sólo las leyes, el mantenimiento de la legalidad, sino la existencia misma del Estado, pues, como dice don Quijote, sin las armas las repúblicas y reinos sucumbirían ante el caos y la confusión de la guerra, lo que entraña admitir la necesidad y la legitimidad de las armas y de la guerra defensiva, en defensa de las repúblicas y reinos frente a los ataques y atentados a su estabilidad y conservación, promovidos ya sea desde el interior o desde el exterior, asunto en el que don Quijote no entra, pues su interés se dirige a establecer sólo la necesidad y licitud de las armas en defensa del Estado, independientemente del origen, interno o externo, de los ataques a la república o al reino, pero, sea cual sea la fuente de los ataques, a las repúblicas y reinos les asiste el derecho a usar las armas o recurrir a la guerra en su defensa. He aquí el texto al que nos referimos:
“A esto [que sin las letras o leyes no se pueden sustentar las armas] responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios, y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo quedura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas”. I, 38, 396
Por si estos textos no fueran suficientes para evidenciar la presencia en el Quijote de la doctrina de la legitimidad de la guerra como guerra justa, disponemos de otro texto donde se expone de una forma clara e inequívoca la doctrina de la guerra justa como doctrina sobre las justas causas de la guerra e incluso en él se utiliza la expresión, como veremos, “guerra justa”. Se trata del discurso, sucinto pero intenso, que don Quijote pronuncia, en el episodio de la aventura del rebuzno, ante el auditorio de dos pueblos enfrentados y armados que están a punto de lanzarse a la guerra entre sí por un motivo nimio. En estas circunstancias, don Quijote proclama solemnemente la doctrina de las cinco causas justas, capitales, de tomar las armas y, en su caso, de hacer la guerra, de las cuales se excluye la venganza, motivo no legítimo de guerra que es el que mueve al pueblo que se considera agraviado, en estos términos:
“Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina, la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéramos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas, pero tomarlas por niñerías y cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más que el tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen”. II, 27, 764
Obsérvese que don Quijote aborda la cuestión de las causas justas de la guerra desde una doble perspectiva, que yuxtapone, la de los súbditos o los varones prudentes de la república, y la de la república bien concertada. Las cinco causas de la guerra son, pues, a la vez las razones legítimas por las que, por un lado, un súbdito prudente debe tomar las armas y por las que, por otro lado, una república bien concertada debe recurrir a éstas para su propia defensa y la de sus súbditos. La segunda y tercera causa pueden ser sólo causas justas de tomar las armas en el orden privado de las relaciones entre personas, cuando una de ellas ataca la vida o la familia y hacienda de otra, y no en el orden público o político; por esa razón don Quijote habla genéricamente de las causas justas de tomar las armas y no de hacer la guerra, aunque en la época se distinguía entre guerra privada y guerra pública o política; pero las cinco causas enumeradas pueden ser razones legítimas para ir a la guerra, como guerra pública, cuando las causas segunda y tercera, esto es, la vida, familia y hacienda de los súbditos se convierten en materia política, como sucede en el caso en que los enemigos emprenden una guerra en que las vidas, familias y haciendas de los súbditos de la república agredida se ven atacadas. De las cinco causas legítimas enumeradas de tomar las armas sólo tres son, pues, estrictamente políticas: desde luego, la cuarta, en defensa del rey, y la quinta, que se puede contar como segunda, la defensa de la patria, que también se puede denominar defensa de la nación, como hace el propio Cervantes por boca de Lotario, quien declara que las tres razones capitales por las que los soldados valerosos hacen la guerra es “por su fe, por su nación y por su rey” (I, 33, 335), pero también la primera, la defensa de la religión o la fe católica, que, si bien no es un asunto estrictamente político tenía grandes implicaciones de esta índole, por lo que, en el contexto de la época, era una razón que justificaba la guerra, como bien se ve en el propio caso de Cervantes en su posición ante la empresa de Inglaterra, que él consideraba justa por realizarse, amén de en defensa del rey y de la patria o nación, por hacerlo también en defensa de la religión católica y la recatolización de Inglaterra{2}. Por tanto, teniendo en cuenta a la vez el discurso de don Quijote sobre las causas legítimas de tomar las armas y la declaración de Lotario, coincidentes en el orden o secuencia de las tres primeras causas justificadas de guerra enumeradas, se puede concluir que, según Cervantes, la tríada de causas fundamentales para ir a una guerra justa es que ésta se haga por la fe o la religión, por la patria o la nación y por el rey, de las que normalmente las dos últimas suelen ir unidas y, a veces, a estas se suma la primera, como en el caso ya señalado de la guerra contra Inglaterra.
En cambio, la segunda causa, la defensa de la propia vida, y la tercera, la defensa de la honra, la familia y la hacienda, no son causas políticas, sino que pertenecen al orden privado, pero pueden, como decíamos, convertirse en causas políticas cuando tales bienes se hallan amenazados por los enemigos que atacan o emprenden la guerra contra la república o reino. Tal es lo que sucede en el caso precedente de la empresa contra Inglaterra, donde, según Cervantes, además de las causas citadas concurrentes, de la defensa de la patria o nación, del rey y de la religión, también concurría la defensa de la vida y hacienda de los españoles, a lo que se refiere tácitamente cuando exhorta al rey a emprender la guerra a causa de las incursiones, asaltos y saqueos de los ingleses a las costas y poblaciones de España, incluida Portugal, y de las posesiones españolas en América, atentando así contra las vidas, honra y hacienda de sus moradores.{3} Pero lo esencial del discurso de don Quijote sobre las justas causas de la guerra es que viene a dar a entender que el fundamento último de una guerra justa es, como ya señalara Tomás Carreras Artau{4}, la legítima defensa o la autodefensa. Y, aunque la fórmula “guerra justa” aparece sólo en referencia a la puntualización de que la toma de las armas en servicio del rey sólo es legítima si se trata de una guerra justa, está claro que no hay en ello una intención restrictiva, sino que esa fórmula podría usarse en relación con otras causas, como la primera, la defensa de la fe católica, y la quinta (que puede ser segunda), la defensa de la patria, cada una de las cuales por separado es base suficiente para emprender una guerra, que, sin duda, sería justa, y también en relación con la segunda, la defensa de la propia vida, y de la tercera, la defensa de la honra, la familia y la hacienda, cuando, como decíamos, éstas se pueden hallar en peligro de perderse ante el ataque de los enemigos de la república o del reino.
La sintonía de la doctrina de la guerra justa de don Quijote con el pensamiento de la época
Es evidente la conexión de las ideas sobre la guerra justa expuestas aquí por don Quijote con las de los teóricos españoles de la guerra justa de aquel tiempo, sobre todo los teólogos y filósofos de la escuela de Salamanca. De hecho, el propio Cervantes parece aludir a ellos cuando por boca de Sancho, tras terminar su amo este discurso, lo elogia calificándolo de teólogo; y teólogos eran, en efecto, gran parte de las principales figuras de la teoría de la guerra justa. Pero, aunque el pensamiento de Cervantes en este asunto hay que ponerlo en relación con el de los escolásticos españoles del siglo XVI y del XVII, conviene no olvidar que las raíces últimas de la idea de una guerra justa se hallan en Platón, el primero en distinguir entre guerras justas e injustas,{5} y, sobre todo, en Aristóteles, quien no sólo distinguía entre guerras justas e injustas{6}: “Pues la causa de las guerras puede no ser justa”, sino que además fue el primero en elaborar expresamente una doctrina de la guerra justa, según la cual hay tres causas que justifican la guerra: la legítima defensa o autodefensa para no ser sometido o esclavizado por los enemigos; la guerra hegemónica por el bien de lo sometidos; y la guerra ofensiva de esclavización de los que merecen ser esclavos{7} y califica expresamente de justa la guerra de esclavización de los que lo merecen, pero no quieren ser regidos.{8} Todo eso, sin embargo, parecen ignorarlo los comentaristas de las ideas cervantinas sobre la guerra y la paz (y no sólo ellos, pues está bastante extendido este desconocimiento), al, de un lado, pasar por alto la herencia platónica y aristotélica, incluso toda la herencia grecorromana, y, de otro lado, al insistir en el carácter cristiano de la idea de guerra justa.{9} Pero tampoco se debe menospreciar el legado romano al respecto: Cicerón alude a las reglas de la guerra justa, que él aprueba, en el derecho fecial romano,{10} bien es cierto que estas normas (notificación de la guerra, declaración y demanda previa de satisfacción de agravios) tienen esencialmente un carácter formal; pero el propio Cicerón se encarga de ofrecernos su propia doctrina sobre la guerra justa, según la cual lo son las que se emprenden por razón de defensa o por razón de venganza (en el sentido de castigo de los enemigos por su grave ofensa): “Injustas son las guerras que han sido emprendidas sin causa; pues, fuera de la causa de vengarse o de rechazar a los enemigos, ninguna guerra puede hacerse como justa”.{11} Especialmente destacable es la contribución del Derecho romano, que autoriza a defenderse de las armas con lasarmas: “Es lícito repeler la fuerza con la fuerza” (“Vim vi repellerelicet”){12} y permite la guerra con tal de que sea justa, un legado jurídico del que se servirían los teóricos españoles de la guerra justa, que frecuentemente citan pasajes como ése del Digesto, aun cuando otros, como Erasmo,{13} lo condenarían como un contagio de la genuina doctrina de Cristo como doctrina de paz.
San Agustín, por tanto, no partió ex novo, sino de un cuerpo doctrinal preexistente grecorromano, al que imprimió un sello cristiano y así estableció las bases de la teoría sobre la guerra justa, tan influyente durante toda la Edad Media y más allá de ésta, pues autores tan diversos, como Vitoria o Lutero, están muy influidos por las ideas de san Agustín sobre la guerra y la paz. Ya vimos que hasta el propio don Quijote está influido por ellas, pues alude a uno de los aspectos de la concepción agustiniana de la paz, la de ésta como bien supremo. Sobre la base de san Agustín, a quien cita constantemente, santo Tomás expone su versión de la teoría de la guerra justa, centrada en la consideración de las condiciones necesarias y conjuntamente suficientes para que una guerra se pueda calificar como justa: que sea declarada por la autoridad legítima, que haya una causa justa y que la guerra se emprenda con recta intención, esto es, no por codicia, venganza o ansia de dominio, sino por el deseo de paz.{14} Pero de todas ellas es la segunda, la necesidad de una causa justa, la que constituye el núcleo esencial de la teoría de la guerra justa y es también sobre ella sobre la que giran las reflexiones de don Quijote, especialmente las manifestadas en el discurso arriba citado sobre las justas causas de la guerra.
Si es lícita la guerra ofensiva
Hemos visto que en ese discurso todas las razones que justifican la guerra tienen que ver con la defensa, siendo, pues, la legítima defensa de la república el fundamento último de la guerra. E incluso en el discurso de las armas y las letras, siempre que don Quijote habla de la guerra, ilustra sus razonamientos con ejemplos de guerras defensivas: así el argumento sobre la racionalidad de las armas y la guerra lo ilustra con el caso de un guerrero que tiene a su cargo una ciudad sitiada, para poner de manifiesto el trabajo tanto del espíritu como del cuerpo que el desempeño de este cargo requiere; y ya hemos visto cómo también más adelante, para respaldar su tesis de la preeminencia de las armas sobre las letras o leyes, alega que las armas defienden las repúblicas.
La cuestión que se plantea es si don Quijote o Cervantes está sugiriendo con todo esto que sólo las guerras defensivas pueden ser guerras justas y que no pueden serlo las ofensivas o, en todo caso, las de conquista. En esta línea se sitúa Carreras Artau, quien, ateniéndose exclusivamente al discurso sobre las justas causas de la guerra, le atribuye a Cervantes el rechazo de la guerra de conquista: “No hay aquí el menor atisbo sobre la guerra de conquista. Marquémoslo con tinta fuerte”.{15} E inmediatamente se apresura a señalar la coincidencia de la teoría de Cervantes, en el fondo, con la expuesta por Vitoria en su Relección segunda sobre los indios, aunque no llega a hablar de influencia del gran teólogo burgalés o de sus sucesores sobre el ilustre escritor. Se congratula de que Cervantes vaya del brazo de Vitoria y de las demás primeras figuras de la teología española, entre las que cita expresamente a Soto y Suárez, en este punto gravísimo de la condena de la guerra de conquista, lo que considera meritorio por parte de Cervantes y aun extraño habida cuenta de que los poetas suelen hacer la apoteosis de la época, a lo que no sucumbe Cervantes, y además en la España de entonces la guerra de conquista tuvo sus defensores entre los contemporáneos de Cervantes, entre los que no duda en citar como figura más descollante a Sepúlveda, cuya principal obra al respecto, el diálogo Demócrates segundo, o sobre las justas causas de la guerra, descalifica como “una defensa descarada de la conducta de los españoles en América, por medio de las doctrinas aristotélicas”.{16} La interpretación de Carreras Artau falla por todos sus flancos, por el lado de la asociación con Vitoria y sencillamente por el lado del propio Cervantes, independientemente de su coincidencia o no con Vitoria. No se puede decir sin más que Vitoria rechaza la guerra de conquista. Es cierto que él, en su Relección segunda sobre los indios, condena como injusta la guerra emprendida por el afán de extender los dominios; pero el mismo Vitoria que hace esto, en la Relección primera sobre los indios admite que una guerra de conquista puede ser justa, como en el caso de la conquista española de América, cuya justificación fundamenta con nada menos que ocho títulos de legitimidad. Por tanto, Vitoria no rechaza toda guerra de conquista, sino sólo la emprendida sin más base que el afán de un soberano de extender su territorio y su poder, pero no las guerras de conquista, como la española de América, emprendida no por la pretensión de extensión territorial, sino por las razones legítimas que él mismo enumera y explica. Así que lo que distingue a Vitoria de Sepúlveda no es que el primero esté en contra de las guerras de conquista y el otro, no, pues ambos estaban de acuerdo en la legitimidad de la conquista española de América, sino en uno de los títulos de legitimidad alegados, sobre el que uno y otro discrepaban: mientras Sepúlveda consideraba, siguiendo a Aristóteles, a los bárbaros indios como esclavos naturales, lo que justificaría la guerra contra ellos si se opusiesen al dominio de los españoles, Vitoria rechazaba esta alegación.
Pero centrémonos ahora en los escritos de Cervantes. Si Carreras Artau, en vez de centrarse exclusivamente en el discurso de don Quijote sobre las justas causas de tomar las armas, hubiese prestando atención a otros pasajes del Quijote y también a las demás obras de Cervantes, es poco probable que se hubiera atrevido a endosarle el rechazo de toda guerra de conquista. Seguramente Cervantes coincidiría con Vitoria en la consideración como injusto hacer la guerra por engrandecimiento territorial; pero, asimismo como Vitoria, tampoco rechazaba toda guerra de conquista, pues contamos con pruebas suficientes de que aprobaba la conquista del Nuevo Mundo. Sería incomprensible el encomio por don Quijote del “cortesísimo” Hernán Cortés y de los “valerosos españoles” guiados por éste (II, 8, 605), si no aprobase el hecho de la conquista de México. Igualmente, incomprensible sería la loa por parte del cura de La Araucana de Ercilla, el primer ejemplo de poema épico americano, como uno de los mejores libros escritos en “verso heroico” en lengua castellana (I, 6, 68), si se repudiasen las guerras de conquista de Arauco contra los araucanos o mapuches cantadas en ese poema; una loa que es abiertamente explícita en el Canto de Calíope, donde se ensalza a Ercilla como vate o bardo “[…] que de Arauco /cantó las guerras y el valor de España”.{17} Pero se puede ser aún más radical que Carreras Artau y sostener que Cervantes se oponía a toda forma de guerra no defensiva. Tal es el caso de Endress, quien, basándose tanto en el discurso sobre las justas causas de tomar las armas como en los pasajes relevantes mentados del discurso de las armas y las letras, sostiene que don Quijote, cuando habla de la guerra, sólo piensa en la defensa, a la que otorga, pues, un peso exclusivo, y nunca piensa en el ataque o conquista.{18} En suma, de acuerdo con la idea de don Quijote sobre la guerra, la guerra defensiva es el único tipo de guerra que se puede considerar justo; queda proscrita, pues, toda guerra ofensiva como injusta.
Pero ni don Quijote ni Cervantes suscriben semejante doctrina, a juzgar por lo que ya hemos visto sobre la tácita aprobación por el primero de la conquista de México, revelada por su encomio a Hernán Cortés y a los suyos, o en la exaltación de Cervantes a través del cura del poema heroico de Ercilla o, por boca de Calíope, del valor de España en las guerras contra los araucanos. Cuando menos, esto debería bastar para desmentir la idea de que se oponían a toda guerra de conquista.
Pero tampoco, como vamos a ver, se oponen a todo ataque u ofensiva, aunque no sea guerra de conquista. Hemos visto que don Quijote habla expresamente de la guerra justa en el discurso sobre las justas causas del recurso a las armas o a la guerra y en el discurso de las armas y las letras al declarar que la guerra tiene unas leyes a las que está sujeta. Todo ello conforme a la doctrina sobre la guerra justa dominante en aquel tiempo y hemos de suponer que don Quijote y Cervantes se atienen a ésta. Pues bien, esto supuesto, admitir esa doctrina no equivale a admitir que toda guerra haya de ser, para ser justa, defensiva y nunca ofensiva. Obviamente, hay un sentido en el cual toda guerra justa es defensiva: en el sentido de que la guerra justa es una defensa del ofendido frente a una ofensa, injuria o agresión grave, que viola un derecho. Esta forma de proceder extiende tanto el sentido de guerra defensiva, que incluso lo que estrictamente se entiende por ofensiva en el arte de la guerra pasaría a ser algo defensivo en la medida que se justifica por ser respuesta a una ofensa grave o violación de un derecho. Pero la realidad es que las guerras suelen tener aspectos omomentos defensivos y ofensivos y que algunas son básicamente ofensivas. Y Los teóricos de la guerra justa de la época no tenían dificultad alguna en admitirlo.
Un buen ejemplo de ello es el de Vitoria, quien considera tan lícita la guerra defensiva como la guerra ofensiva, por la cual entiende “la guerra en la que no sólo se defienden o se reclaman las cosas, sino también aquella en la que se pide satisfacción por una injuria recibida”{19} y por pedir satisfacción entiende las acciones bélicas orientadas al castigo de la ofensa hecha por el enemigo y su escarmiento.{20} La cuestión decisiva no reside, pues, desde los supuestos teóricos de la guerra justa, en si estamos ante una guerra defensiva u ofensiva, sino en la causa y fin por los que ésta se hace, ya sea esencialmente defensiva u ofensiva o ambas cosas. Si la causa es justa (una ofensa o injuria grave) y el fin pedir satisfacción -lo que entraña reparar el daño causado o recobrar lo quitado, castigar la injuria recibida y procurar la paz y la seguridad-, la guerra, aunque sea ofensiva, es justa.{21} En realidad, de acuerdo con la teoría de la guerra justa, las guerras no son ni puramente defensivas ni puramente ofensivas, sino que, como sucede en la práctica, en su curso se alternan ambas fases o se dan ambos aspectos; es más, según la teoría de la guerra justa, una guerra puramente defensiva no sería totalmente justa, pues sólo cumpliría a medias su misión, la defensa del ofendido y de su derecho violado, pero no cumpliría con los fines de recobrar lo quitado y castigar al culpable, con lo que el fin último de la guerra, procurar la paz y la seguridad, quedaría en entredicho, pues el enemigo podría volver a reincidir, al no haber sido obligado a reparar el daño ni haber sido castigado. Por tanto, los fines de una guerra justa no se pueden conseguir si ésta, además de una fase defensiva, no tiene una fase ofensiva, en la que culmina el proceso de guerra justa. Pues bien, hemos de suponer que don Quijote y Cervantes, en la medida en que suscriben la doctrina de la guerra justa, debían de estar de acuerdo con todo esto y, si es así, no tenían por qué tener dificultad alguna en aceptar la licitud de una guerra ofensiva, al igual que Vitoria y demás teóricos de la guerra justa tampoco la tenían.
Pero no es sólo que, en el plano teórico, es razonable suponer la sintonía de la idea de guerra justa de don Quijote y Cervantes con la de los grandes teóricos de la época, como Vitoria o Suárez, que admiten la licitud de la guerra ofensiva. En el orden práctico el propio Quijote nos ofrece un testimonio relevante de la aprobación de ciertas guerras ofensivas. Cervantes, a través de la relación del capitán cautivo, combatiente como él en la guerra contra el turco, nos relata la formación de la Santa Liga, promovida por el papa Pío V, y la entrada de España en ella contra el turco, la cual tenía como principal objetivo atacar a Turquía y las plazas corsarias del norte de África. Este contraataque de los países cristianos integrados en la Liga Santa estaba motivado por el creciente expansionismo turco en el Mediterráneo y en particular, como señala el cautivo, por la caída en manos turcas de Chipre en 1570, que fue ya lo que alarmó a los países cristianos mediterráneos, los Estados italianos y España, y los incitó a unirse para lanzar una ofensiva contra los turcos. Está claro que Cervantes ve con buenos ojos esta iniciativa del lado cristiano y la participación de España en este contraataque contra las fuerzas otomanas, de la que el propio Cervantes formó parte. Todo esto culminará en la batalla de Lepanto y en la resonante victoria cristiana, de todo lo cual Cervantes, pace CarrrerasArtau, no duda en hacer la apoteosis al ensalzarlo, en el prólogo a la segunda parte de la novela, como “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Y desecha la Santa Liga por desavenencias internas, España continúa, por su cuenta, la ofensiva contra los turcos en el norte de África, cuyo principal resultado fue la toma de Túnez en 1573, en la que participó Cervantes, aunque se perdió al año siguiente.
Pero eso, con ser mucho, no es todo. Además, contamos en la obra de Cervantes con casos prácticos en que no solo se aprueba la guerra ofensiva, sino que además se exhorta a emprenderla. Hay dos casos particularmente relevantes, que responden cabalmente al canon de lo que se entiende por guerra ofensiva, tanto en el sentido estrictamente militar, en cuyo caso no es otra cosa que el lanzamiento de un ataque en el campo enemigo o en sus dominios, como en el sentido de Vitoria de reparación de la injusticia y castigo y escarmiento del enemigo culpable.
El primero de ellos lo tenemos en la esperanza de unos cautivos españoles, al comienzo de la tercera jornada de El trato de Argel,{22} en que se lance una ofensiva contra Argel y que sea destruida como justo castigo y así se libere a los miles de cautivos cristianos que padecían servidumbre bajo los moros argelinos. Uno de ellos no duda de que don Juan de Austria, si aún viviera, emprendería esa guerra; otro de ellos, muerto don Juan, confía en que su hermano, el rey Felipe II, se encargue de esa misión y, si hasta el momento no se ha presentado con las tropas o no las ha enviado para atacar a Argel, es porque la guerra de Flandes se lo ha impedido. Lo importante del asunto es que ambos esclavos españoles en Argel, y no cabe duda de que esa es la opinión también de Cervantes, dan por sentado que el ataque a Argel, en caso de producirse, aunque nunca llegó a producirse, sería una guerra justa y el castigo, por vía bélica, de la ciudad mora sería un acto de “el justo y piadoso Cielo”.
Mayor interés, si cabe, tiene el segundo caso, tanto por su relevancia histórica como por el hecho de que ahora es el propio Cervantes el que directamente, sin personajes interpuestos, aboga por una guerra ofensiva y además exhorta a ella. Se trata de su ardiente llamamiento a la guerra contra Inglaterra en las dos canciones sobre la armada contra ésta. En ambas canciones la ofensiva contra Inglaterra, que tenía como objetivo invadirla, destronar a Isabel I y poner en su lugar un rey católico para restaurar el catolicismo y acabar con la opresión a los católicos ingleses, es declarada justa insistentemente.{23} Es más, la empresa contra Inglaterra es doblemente ofensiva: lo es, en primer lugar, en el sentido de Vitoria de guerra ofensiva, es decir, como reparación de una injusticia y castigo y escarmiento del culpable enemigo, en este caso Inglaterra, y, en segundo lugar, lo es en el sentido estrictamente militar de atacar al enemigo en su propio territorio, pues la ofensiva consistía en llevar la guerra a Inglaterra, que se pretendía invadir y conquistar, aunque no para incorporarla al Imperio español, sino para, una vez reparada la injusticia y castigados los culpables, empezando por su reina, a la sazón Isabel II, poner, como se acaba de decir, en el trono a un rey católico, acabar con la opresión sufrida por los católicos y restituir el catolicismo en el país. Pero aunque esta guerra era esencialmente ofensiva, ello no obsta para que Cervantes, de acuerdo con la doctrina reinante sobre la guerra justa ya vista, considerase, en sus dos canciones sobre la empresa contra Inglaterra, la guerra contra ésta a la vez una guerra defensiva, pues, como ya dijimos,en aquéllas exhorta a ella en defensa de la religión católica (contra el protestantismo), de la patria o la nación española y del rey (de Felipe II contra Isabel II), pero también de la vida y hacienda de los españoles, previamente atacados por los ingleses.{24} En suma, hemos de concluir que la noción de guerra justa de Cervantes no se reduce a las guerras defensivas, salvo que, como se dijo, se incluya bajo esta categoría una guerra simplemente por acometerse por el mero hecho de defenderse frente a una ofensa previa grave, sino que también, como acabamos de comprobar, incluye las guerras ofensivas.
Si hacer la guerra, aunque sea tenida por justa, es lícito para un cristiano
Ahora hemos de referirnos a un hecho llamativo en el discurso de don Quijote sobre las justas causas de tomar las armas. Se trata de que en el mismo discurso en que se justifica el uso de las armas en cinco supuestos, a la vez, de forma aparentemente contradictoria, se predica la enseñanza evangélica de hacer el bien a nuestros enemigos y de amar a los que nos aborrecen, lo que es una paráfrasis del pasaje de Mt, 5, 44, y más aún, en la segunda parte delaprédica de don Quijote, de Lc, 6, 27, en los que Cristo ordena amar a los enemigos, lo cual viene a equivaler, según el evangelio de san Lucas, a hacer el bien a los que nos aborrecen, pues inmediatamente después de prescribir el amor a los enemigos, se prescribe el hacer bien a los que nos aborrecen.
Pues bien, don Quijote no tiene dificultad alguna en empezar su arenga a los vecinos de los pueblos enfrentados con una apología de las armas y de la guerra justa, y terminarlo invocando el mandato evangélico del amor a los enemigos, un mandato que, al menos prima facie, parece condenar toda guerra como algo injusto, de modo que, según la doctrina cristiana, no habría guerras justas, sino sólo guerras injustas. Y si no tiene dificultad alguna en ello, es porque obviamente supone que es lícito para un cristiano, por ser conforme con la doctrina evangélica, el hacer la guerra. Ahora bien, en la época sí era un tema controvertido si pasajes evangélicos, como el citado por don Quijote, negaban o no la licitud de hacer la guerra para un cristiano. De hecho, el pasaje citado por don Quijote sobre el amor a los enemigos era, junto al pasaje en que se ordena la no resistencia al mal (mandato singularmente ejemplificado en las prescripciones de rogar por los que nos maltratan y de,al que te hiera en la mejilla, presentarle también la otra, recogido en Lc, 6, 28-29), el favorito de los que invocaban la enseñanza evangélica de Cristo para condenar toda guerra como algo injusto e incompatible con la religión cristiana. Tal es el caso, por ejemplo, de Erasmo,{25} aunque pasa por alto, en cambio, los pasajes incómodos para su posición.
Los partidarios de la teoría de la guerra justa sabían perfectamente que el pasaje citado por don Quijote que prescribe el amor al enemigo planteaba un grave desafío a su posición que habían de resolver; lo sabían desde mucho antes de que Erasmo volviese hacer uso de él en pro de su pacifismo evangélico integral, desde los primeros siglos del cristianismo. Algunos, como Vitoria, tratan de neutralizar los pasajes evangélicos que parecen prohibir la guerra oponiéndoles otros pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, especialmente textos evangélicos y paulinos, favorables a la tesis de la licitud para un cristiano de hacer la guerra; y además se refuerza todo esto argumentando, sobre la base de la apelación a la ley natural y a la tesis tomista de que la ley evangélica no prohíbe nada que sea lícito en la ley natural, del modo siguiente: dado que es lícito por ley natural defenderse con las armas contra los enemigos y la ley evangélica no contradice la ley natural, también lo será según la ley evangélica, luego los pasajes que parecen decir lo contrario habrán de ser interpretados de otro modo, que Vitoria no aborda, que sea compatible con lo que dicta la ley natural.{26} Pero otros, como Sepúlveda, que profundiza en el asunto mucho más que Vitoria y lo trata extensamente en el libro primero del Demócrates, aunque también se ampara en la doctrina de la licitud de la guerra según la ley natural y de que la ley evangélica converge con ésta, presta mucha atención a la exégesis bíblica para la solución de los pasajes evangélicos aparentemente condenatorios de la guerra, como el citado por don Quijote sobre el amor al enemigo, y para darles solución adopta la estrategia exegética propuesta en el siglo XIV por Nicolás de Lira, teólogo y exegeta bíblico muy influyente, según la cual hay que distinguir entre mandatos o preceptos ineludibles, como los del decálogo, cuyo complimiento basta para salvarse, y consejos, que carecen de fuerza obligatoria y son sólo una exhortación a una vida activa y más perfecta, una distinción basada en el pasaje evangélico del joven rico (Mt, 19, 16-21) en que Cristo le dice que basta con guardar los mandamientos del decálogo para conseguir la vida eterna, pero, en cambio, para ser perfecto, no basta con cumplir los preceptos del decálogo, sino hacer cosas tales como vender sus bienes y dárselos a los pobres.{27} Pues bien, los defensores de esta estrategia hermenéutica sostenían que la orden de Cristo de amar al enemigo y de no resistir al mal serían, como la exhortación de Cristo a dar los bienes propios a los pobres, estrictamente consejos para llevar una vida más perfecta y tal es lo que sostiene Sepúlveda también, quien previamente se había referido a las órdenes de Cristo del amor al enemigo y a la no resistencia al mal como obstáculos a la licitud de hacer la guerra para un cristiano por boca de Leopoldo, un personaje precisamente de corte erasmista{28} Suárez, por su parte, sigue también la doble estrategia argumentativa, de la apelación al argumento de razón fundado en la convergencia entre la ley natural y la ley evangélica en cuanto a la licitud de la guerra; y a razones de fe espigadas de textos bíblicos para refutar la tesis de la presunta incompatibilidad de la doctrina cristiana y el ejercicio de la guerra.{29} Despachado el argumento racional escuetamente: el derecho natural permite la guerra y, en consecuencia, también la ley evangélica, que en nada contradice o deroga el derecho natural,{30} centra su defensa de la licitud cristiana de la guerra en el acopio de una retahíla de citas bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que son las mismas alegadas por Vitoria y Sepúlveda, pues, en realidad, todos los disputantes sobre la licitud cristiana de la guerra echaban mano del mismo repertorio de referencias bíblicas, tradicionales y comunes en los escritos sobre la guerra.Cuando entran en escena los protestantes, tampoco escapan a esta ley, como puede verse en el caso de Lutero, quien, en su opúsculo sobre la guerra, Si los hombres de armas también pueden estar en gracia (1526), recurre al mismo repertorio de citas bíblicas que los tratadistas españoles citados o que Erasmo, aunque éste, muy parcial en ello, cita, como ya se ha indicado, los pasajes bíblicos favorables a su tesis del pacifismo integral e ignora los pasajes desfavorables.
Aunque no se extiende tanto como Sepúlveda en la consideración de los textos bíblicos pertinentes, Suárez tampoco rehúye abordar los pasajes incómodos, ya mentados, para los defensores de la licitud de la guerra para un cristiano; pero, a diferencia de Sepúlveda, no sigue una estrategia unificada, la de la doctrina de la distinción entre preceptos y consejos, sino que aborda de forma distinta cada uno de los dos casos conflictivos. El caso de la presunta oposición de la doctrina cristiana del amor al enemigo a la guerra lo resuelve argumentando que no hay tal oposición, porque el que lícitamente hace la guerra no odia a las personas, sino las acciones de éstas que justamente castiga por medio de las armas.{31} En cuanto al dictumde Cristo sobre la no resistencia al mal, que Suárez aborda a través del ejemplo ilustrativo puesto por Cristo de no devolver la bofetada en la mejilla, su solución atiende tanto a si se interpreta como precepto o a como consejo. Si se entiende que es un precepto, no hay que entenderlo como una prohibición de la guerra, sino de la venganza; y si se interpreta como consejo, a la manera de Sepúlveda, tampoco es una prohibición de la guerra, sino un consejo de perfección de la vida cristiana.{32} Don Quijote no dice nada al respecto, pero el hecho mismo de que no vea problema alguno en el hecho de recurrir a la doctrina del amor al enemigo en medio de una apología de la guerra, es harto indicativo de que, por las razones que fueren, tal doctrina no constituye una prohibición de la guerra ni el ejercicio y arte de las armas y que, por tanto, no hay oposición alguna entre la una y la otra. Cabe conjeturar que un hombre ilustrado como él habría argumentado, si se hubiera visto forzado a tener que dar razones de ello, a la manera de Sepúlveda y se habría apoyado en su estrategia exegética o quizá habría seguido la línea defensiva de Vitoria, más centrada en la convergencia entre la ley natural, que permite la guerra en defensa de los atacados y como castigo de los ofensores, y la ley evangélica, o habría empleado ambas formas de abordar el problema, como de hecho hacen Sepúlveda y Suárez.
Recordemos que don Quijote, como ya establecimos en otro lugar,{33} es un defensor de la ley natural, a la cual se refiere precisamente en el discurso sobre las justas causas de tomar las armas al afirmar que la defensa con armas de la propia vida es de ley natural y seguramente lo mismo cabe decir, según él, de los demás casos de justas causas de la guerra, ya que se justifican como defensa legítima o autodefensa; de hecho en Los baños de Argel se habla expresamente de la traición a la patria como algo contrario a la ley de la naturaleza,{34} de lo que se deduce que la ley natural prescribe la defensa de la patria; y dado todo esto, es bastante lógico que don Quijote pensase, al igual que Vitoria, Sepúlveda y Suárez, que la ley evangélica es conforme con la ley natural y de ahí su despreocupación ante el hecho de que en una arenga sobre las justas causas de la guerra se termine invocando el amor al enemigo, un mandamiento que, según don Quijote, condena la venganza, pero ni por un momento pasa por su cabeza que la guerra justa sea contraria a ese mandato. En cualquier caso, lo que está claro, sea por la razón que sea, es que él no ve en la orden de Cristo de amar a los enemigos una prohibición absoluta para el cristiano de hacer la guerra.
No deja de ser curioso que ese pasaje evangélico tenía una solución más sencilla que en aquel entonces y durante mucho después a nadie se le ocurrió: se trata de que su exégesis como un pasaje contrario a la guerra obedece a un error, pues Cristo, en el texto original, habla del amor no a los enemigos públicos o en sentido político (polémios en griego, hostis en latín), sino a los enemigos privados o personales, surgidos en el trato diario con el prójimo, que en griego se decía echthrós y tal es la palabra usada en el texto evangélico original, en los pasajes ya citados de los evangelios de Mateo y Lucas (“Agapate toùsech thpoùshymon”), que en la Biblia Vulgata san Jerónimo tradujo correctamente por su equivalente latino, que es inimicus (“Diligite inimicos vestros”). Pero entonces, ni siquiera a expertos biblistas, como Erasmo o Lutero o Sepúlveda, se les ocurrió esta exégesis, que no surgiría hasta bien entrado el siglo XIX.{35} En resumidas cuentas, el precepto del amor al enemigo tal y como lo enuncia Jesús no tiene nada que ver con el amor al enemigo público o político y por tanto no ordena que se ame a los enemigos del propio pueblo y que se les apoye frente a éste; y, siendo así, no contiene prohibición alguna de la guerra entre pueblos hostilmente enfrentados, sino la prohibición de la enemistad personal entre particulares en la esfera privada, la única en la cual tiene sentido amar a su enemigo, esto es, al adversario personal.
El belicismo o pacifismo moderados de Cervantes
Para concluir la exposición, la cerramos con una consideración sobre la definición y clasificación de la actitudde Cervantes sobre la guerra atendiendo al contexto histórico de su tiempo. Por su defensa de la doctrina de la guerra justa, respaldada por la inmensa mayoría de los teóricos políticos de su tiempo, su actitud se puede definir y clasificar indistintamente como una forma de belicismo o pacifismo moderados, según se ponga el énfasis en la posición ante la guerra o ante la paz. Si atendemos a la primera, cabe definir la actitud de Cervantes como belicismo moderado, porque se admite la guerra, pero (y de ahí el calificativo de moderado) únicamente sobre la base de razones morales de justicia y dela búsqueda de la paz como fin; si atendemos a la segunda, es decir, a la paz, cabe definirla como un pacifismo moderado, porque se aboga por la paz, pero no de forma incondicionada, opuesta a toda clase de guerra (pacifismo absoluto o extremo), sino sólo a las guerras contrarias a las consideraciones morales de justicia. Bien se defina de un modo o de otro, la posición de Cervantes, en el tablero de su tiempo, es intermedia entre dos posiciones extremas, el belicismo sin más o belicismo extremo y el pacifismo absoluto.
El puro belicismo rechaza la distinción entre guerras justas e injustas y no pone límites morales a la guerra, que se considera un asunto que se ha de someter a la razón de Estado y, por tano, a la voluntad del soberano, que decide en función de consideraciones exclusivamente políticas, ajenas a la moral, sobre el mantenimiento, conservación y expansión del Estado. El ejemplo paradigmático del belicismo así entendido era en el siglo XVI Maquiavelo y sus seguidores, para quienes el derecho a la guerra no depende de consideraciones morales sobre la justicia o injusticia de la causa, sino de la conveniencia y necesidad del Estado en función de su conservación y crecimiento.
El pacifismo absoluto o extremo, representado en la época de Cervantes por Erasmo en las secciones más antibelicistas de sus escritos sobre la guerra (pues otra cosa es, como veremos en su momento, el Erasmo de las secciones de esos mismos escritos en los que aboga por la licitud de la guerra), rechaza toda guerra y no admite su legitimidad en ningún caso, basándose para ello en su singular interpretación de la doctrina cristiana evangélica.
Cervantes se opone, pues, por su defensa de la idea de guerra justa, a unos y otros, pues esta doctrina entraña un belicismo o pacifismo moderados y, por tanto, es intermedia entre los dos extremos del puro belicismo y del pacifismo absoluto. Y, al hacerlo, se hallaba en comunión con el pensamiento casi unánime de su tiempo. Ya se ha señalado que en España todos los grandes autores que se ocuparon del tema abogaron por la guerra justa y lo mismo sucedió en el resto Europa, donde, aparte del ya mentado Lutero, fue defendida, en el tiempo de Cervantes, por teóricos tan dispares y diversos, pero representativos,, como Bodino,{36}, Hugo Grocio{37} y Bacon{38}. Tan sólo Maquiavelo disintió de ella y la rechazó, al sostener que el recurso a la guerra no se rige por consideraciones sobre la justicia o injusticia, sino por razones de simple conveniencia o no en función de la conservación y expansión del Estado,{39} lo que significa, pues, que, según él, no hay guerras justas o injustas, sino guerras convenientes o inconvenientes en función de la razón de Estado, desatenta por completo a consideraciones morales.
——
{1} Cf. op. cit., II, título 23, ley 1.
{2} Véase la sección séptima, precisamente titulada “La defensa de la religión católica” de nuestro estudio “España como Imperio (6): el Imperio español frente a Inglaterra: La armada contra Inglaterra”,El Catoblepas,nº 203, 2023, donde se puede ver que escritores como Góngora y Lope o autores, como el padre Ribadeneira, pensaban lo mismo, es decir, veían la empresa contra Inglaterra como una guerra en defensa de la religión católica contra el protestantismo.
{3} Véase la nota anterior, donde puede verse además que también el padre Ribadeneira sostenía de forma expresa lo mismo que Cervantes, al exhortar a la guerra contra Inglaterra como una defensa de la hacienda y de más bienes de los españoles, en los cuales se deben sin duda incluir sus propias vidas y su honra.
{4} Cf. Filosofía del derecho en el Quijote, pág. 88.
{5} Cf. República, 469b-c, donde considera las guerras entre las polis griegas como injustas, por lo que exhorta a los griegos a abstenerse de combatirse y esclavizarse entre sí, y a volverse, en cambio, contra los bárbaros, en cuyo caso la guerra sí sería justa, tanto si es defensiva, para prevenirse de ser esclavizados o sometidos por ellos, como si es ofensiva para someterlos o esclavizarlos; en todo esto subyace tácitamente una incipiente doctrina de la guerra justa.
{6} Política, I, 6, 1255 a24-25.
{7} Política, IV, 14, 1333 b38-1334 a2.
{8} Política, I 8, 1256 b23-26; cf. I, 6, 1255 a24-25.
{9} Así, por ejemplo, Carraras Artau, op. cit, pág. 99, habla de ella como obra del pensamiento cristiano, iniciada por san Agustín y desarrollada por los teólogos de la Edad Media y juristas, como el decreto de Graciano, para ser rematada en la escolástica española del siglo XVI; y Endress, Los ideales de Don Quijote en el cambio de valores desde la Edad Media hasta el Barroco, pág. 78, quien, de modo similar, habla de su carácter básicamente cristiano y traza igualmente una breve historia de la teoría de la guerra justa que comienza una vez más en san Agustín, pasa por santo Tomás y llega hasta los teólogos españoles del siglo XVI.
{10} Cf. Sobre los deberes, I, 11, 36.
{11} De re publica, III, 23, 35.
{12} Digesto, I, i, 10.
{13} Cf. La guerra es dulce para quienes no la han vivido, en Erasmo, op. cit., págs. 164-5.
{14} Cf. Suma teológica, II-II (a), q. 40, a. 1.
{15} Véase la nota 4.
{16} Ibid., n. 1.
{17} Galatea, VI, estrofa 4, vv. 25-26, pág. 564.
{18} Cf. op. cit., pág. 76.
{19} Relección segunda sobre los indios, en Vitoria, Sobre el poder civil, sobre los indios, sobre el derecho de la guerra, Tecnos, 1998, pág. 164.
{20} Ibid.; cf. también págs. 165 y175.
{21} Cf. op. cit., pág. 200-1.
{22} Cf. op. cit., en Cervantes, Teatro completo, vv. 1509-1536, págs., 886-7.
{23} Un análisis detallado de la posición de Cervantes sobre la guerra contra Inglaterra y particularmente de la visión de ésta como una guerra justa, se puede ver en nuestro estudio ya citado en la nota 2.
{24} Recomendamos de nuevo la lectura de nuestro escrito ya citado en la nota 2, especialmente las secciones sexta y séptima.
{25} Cf. Dulce es la guerra para los que no la han vivido,op. cit., pág. 158.
{26} Véase la primera parte de la Relección segunda sobre los indios, que precisamente se titula: “Si es lícito a los cristianos hacer la guerra”.
{27} Op. cit., I, 17, págs. 99-100 de Obras completas, XV.
{28} Cf. op. cit., I, 7, 5-6, pág. 91.
{29} A todo esto le dedica el primer capítulo de su tratado de la guerra de 1584, integrado en su obra sobre la fe, la esperanza y la caridad de 1621 como parte de la sección consagrada a la caridad y disponible en español como primera parte de Guerra, intervención, paz internacional, Espasa-Calpe, 1956, edición a cargo de Luciano Pereña Vicente.
{30} Cf. op. cit., pág. 56.
{31} Cf. op. cit., pág. 54.
{32} Cf. op. cit., pág. 55.
{33} Véase nuestro trabajo “La filosofía moral del Quijote”, El Catoblepas, nº 183, 2018.
{34} Cf. op. cit., en Cervantes, Teatro completo, vv.782-804, pág. 215.
{35} El primero, que sepamos, en advertir el verdadero significado de la palabra “enemigo” en el sentido de enemigo personal y no de enemigo público o político, en la frase “amad a vuestros enemigos” (Mt, 5, 44 y Lc, 6, 27), fue Feuerbach en 1841 en La esencia del cristianismo, Editorial Trotta, 1995, pág. 296; ya en el siglo XX, quien más se distinguió en esta línea exegética fue Carl Schmitt en su comentario a los mentados pasajes en su libro de 1932 El concepto de lo político, Alianza Editorial, 2014, pág. 62; véase también Gonzalo Puente Ojea, Fe cristiana, Iglesia, poder, Siglo XXI de España Editores, 1992, págs. 92-3, por quien tuvimos noticia, por vez primera, de este dato, para el caso de Schmitt, y también para el caso de Feuerbach, pero en otro de sus libros, en Elogio del ateísmo, Siglo XXI de España Editores, 1995, pág. 140.
{36} Cf. Los seis libros de la República, II, 2, pág. 95; II, 5, 102; II, 5, pág. 104; IV, 7, 205; V, 5, pág. 243.
{37} Cf. Del derecho de presa (1605, aunque inédito hasta 1868), en Hugo Grocio, Del derecho de presa. Del derecho de la guerra y de la paz, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, cap. 1, págs. 1 y 7; cap. 2, págs. 29 y 30; Del derecho de la guerra y de la paz(1625), Editorial Maxtor, 2020, Prolegómenos, 25-27 y I, cap. 2.
{38} Cf. “De la soberanía y del arte de mandar” y “De la verdadera grandeza de las naciones”, en Ensayos sobre moral ypolítica (traducción del original inglés Essays), Editorial Lautaro, 1946, especialmente págs. 96 y 147-8.
{39} Cf. Discursos sobre la primera década de Tito Livio, III, 41.