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El Catoblepas, número 23, enero 2004
  El Catoblepasnúmero 23 • enero 2004 • página 7
La Buhardilla

Odo Marquard:
escepticismo, conservadurismo y modernidad

Fernando Rodríguez Genovés

Breve aproximación al pensamiento filosófico de Odo Marquard, uno de los autores alemanes contemporáneos de mayor calidad e interés, junto a una noticia de su bibliografía y de la correspondiente traducción española

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Odo Marquard No juzgo desacertado el diagnóstico que suele hacerse de la filosofía española contemporánea según el cual nuestra tradición de pensamiento revela, entre otras, dos serias debilidades: su contumaz «escolasticismo» y academicismo (la inquebrantable atadura al aula y al currículo), y su sucursalismo (la dependencia y vocación de delegación con respecto a otras filosofías foráneas). Ser filósofo en España representa casi sin excepción la condición de profesor de Filosofía (es más: de funcionario) y, además, el estar adscrito a una corriente filosófica establecida académicamente, según predilecciones, modas o corrientes en boga, en especial de procedencia francesa, anglosajona y, muy en particular, alemana. Esta mirada al exterior no supone una anomalía en sí misma, aunque produzca algún que otro bizqueo, cree adicción y minusvalore, en fin, la producción propia –haciendo que crezca menos y mucho más acomplejada de lo normal– y no siempre esté bien enfocada, es decir, que apunte hacia lo más interesante. De la generación de filósofos alemanes de la posguerra se conoce entre nosotros casi todo, si los autores responden a los nombres de H. Jonas, H.-G. Gadamer, J. Habermas, K.-O. Apel o E. Tugendhat, entre otros. Y aunque cada día se lea más y con menos prejuicio a P. Sloterdijk, poco o muy poco (o no todo lo que se debiera y merece) se publicita y se difunde todavía en el mercado español la obra de autores como R. Koselleck, H. Blumenberg u O. Marquard. Deseo ahora centrar la atención en este último autor.

Odo Marquard (1928), catedrático emérito de Filosofía de la Universidad de Giessen y presidente de la Sociedad General Alemana de Filosofía, tiene en su haber una producción intelectual rica y variada, distinguida y premiada con galardones muy prestigiosos (por ejemplo, el «Sigmund Freud» de prosa científica de 1984, el cual fue concedido justamente cuatro años antes a su amigo y colega Hans Blumenberg). Su (re)conocimiento en nuestro país es, sin embargo, muy insuficiente, a pesar de disponerse de la versión española de tres de sus trabajos, hasta la fecha.{1}

La selección de autores coetáneos de Marquard que hemos convocado a su alrededor para hacer las presentaciones de rigor podrá ser tachada de escueta, pero deberá reconocerse, asimismo, que no por ello es poco representativa, y, desde luego, nada casual. Porque, de un modo u otro, todos ellos componen una parte apreciable (aunque no el todo) de su circunstancia intelectual. Es el caso que Marquard lleva a cabo importantes investigaciones sobre historia conceptual (interés que comparte con Koselleck), la cual contrapone a la filosofía de la historia; atiende a la enseñanza de la hermenéutica, no siempre a la manera oficial de Gadamer; sus preocupaciones y sensibilidades, y, en especial, el estilo heterodoxo, creativo e irónico de sus textos, lo aproxima a Blumenberg, casi tanto como lo separa, por citar sólo algunos ejemplos, del sistematismo y el universalismo de la ética del discurso, en la estela de la Teoría Crítica, y del programa de fundamentación ética de Tugendhat, quien toma nada menos que al resentimiento, la irritación y la indignación moral como puntales de su filosofía moral.{2}

A diferencia de semejantes disposiciones, tan severas y adustas que casi asustan, el discurso amable y bienhumorado de Marquard se distancia de las rígidas fundamentaciones y dice «adiós a los principios», porque no cree en el Absoluto ni en sus parentelas; porque rechaza la idea de una historia única, incompatible con la pluralidad que contiene de hecho la humanidad; y porque está persuadido de que ni la historia ni la humanidad caminan tras un ideal emancipatorio y salvífico, utópico y revolucionario, que nunca aprende del pasado, o incluso que pretende pasar por encima de él sin remisión. Marquard es, entonces, a fuer de hermeneuta y «tradicionalista», un filósofo escéptico y moderno, pero, sobre todo, un humanista; un pensador sensible a la condición humana que no puede ser sino que inmanente y finita; un sabio, en fin, templado por el idea de la contingencia y por la «filosofía de la compensación».

¿Qué significa para Marquard ser un filósofo escéptico? En primer lugar, el reconocimiento de una condición que se impone a los humanos: los hombres de hecho no pueden conocerlo todo, y siempre actúan en la medida de sus posibilidades. En segundo lugar, los hombres están impelidos a la elección a vivir de una determinada manera, pero sin hacerse ilusiones ni perderse en vanas esperanzas; o sea, no se trata de que los hombres nada sepan, sino más bien que «no saben nada que pueda elevarse a principio: el escepticismo no es la apoteosis de la perplejidad, sino tan sólo un saber que dice adiós a los principios.» (AP, pág. 26).

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Odo Marquard Reunir, entonces, tradición y modernidad no conduce a una contradicción que exija ser superada por estadios de ser y conocer posteriores, sino a una situación factible en la que se completan y complementan oportunamente por la vía de la compensación. El hombre es radicalmente homo compensator, lo cual significa que, más que hacer lo que debe de hacer en absoluto, se limita a hacer lo que puede hacer en cada momento, según sus reales potencialidades: el individuo actúa, declara Marquard, en vez de... (FC, pág. 49), es decir, desde la contingencia, liberado de los dictados de la Necesidad, la Ideología, el Progreso, el Deber, la Historia, de los grandes conceptos, en suma, que tal vez hablen con voz poderosa, aunque en verdad sólo impresionan y gobiernan a los muy necesitados de una guía en el vivir o a los ya previamente convencidos.

«Las compensaciones son equiparaciones de estados carenciales mediante prestaciones y contraprestaciones complementarias.» (FC, pág. 38).

Precisamente por esa fuerza vital de la compensación, los hombres modernos son los que están más necesitados de la acción, o mejor, la práctica, de conservar. De hecho, cuanto más moderno es el mundo moderno, cuanto más se encuentra su conciencia marcada por el impulso (casi diría, la pulsión) hacia la innovación, hostigada por la aceleración y la prisa, más requiere de la preservación, de la contención y de la lentitud.{3} Los principios de la modernidad entran en colisión con el proyecto humano, entre otros supuestos, cuando pretenden exigirle al sujeto demasiado, por el hecho de querer llegar demasiado lejos, o cuando empujan sin conmiseración ni respeto, o se alzan sobre sus hombros, adoptando la forma de doctrinas espirituales y de programas ideológicos de superación (el «hombre nuevo») o de escapismo (las utopías). Los seres humanos somos seres contingentes por destino, y además no somos absolutos, sino finitos. Quiere decirse: nuestra vida tiene un plazo. Y es que, en efecto, si largo es el brazo (o la tenaza) del progreso e inmenso el horizonte que ofrece la perspectiva de lo moderno, una principal circunstancia humana contiene al hombre y le impone el más estricto «principio de realidad», ya visto y muy meditado por los pensadores antiguos: la brevedad de la vida.

No faltará quien diga que la vida humana es cosa muy compleja (característicamente, los adictos a la complejidad, los que gustan de enredar los problemas para impresionar y acaso para acomplejar a los espectadores, observadores y público en general), pero Marquard no pretende hacérnosla más difícil de lo que es, ni más pesada ni más latosa. Sencillamente se limita a constatar un hecho indisputable de amplísimas derivaciones: la vida humana no abarca todo el tiempo, sencillamente porque a la vida humana «le falta tiempo». Es por esta razón vital que el hombre debe siempre conservar el pasado, debe sustentar una vida de experiencia, sucesora, y debe de saber «enlazar»:

«Necesitamos costumbres –incluida la tradición filosófica– porque morimos demasiado pronto para emprender transformaciones totales o fundamentaciones absolutas.» (AP, pág. 26).

Aun amenazados por la carga peyorativa y maldita que acarrea el término y por la coacción de estos tiempos sellados por la servil «corrección política» y el pensamiento único progresista, no habría que vacilar a la hora de calificar el pensamiento de Marquard de «conservador». Y, desde luego, disponerse a esta caracterización con abierta naturalidad, al menos si entendemos por tal condición intelectual lo que a continuación ha sido determinado por Michael Oakeshott:

«Entonces, ser conservador es preferir lo familiar a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica.»{4}

De hecho, el mismo Marquard no rehuye la caracterización del asunto («el escepticismo se inclina hacia lo conservador», AP, pág. 25), aunque, como expresamente puntualiza, la noción de conservación no hay que interpretarla, en su caso, en un sentido enfático sino pragmático, y, sobre todo, consecuente con la perspectiva practicada por su filosofía, la cual sencilla y legítimamente desemboca en una luminosa ética y política del presente.

Nuestro presente, nuestro mundo contemporáneo, nuestro tiempo, es, para disgusto de los vocacionalmente descontentos e indignados, el «mundo civil-burgués», el ámbito socio-histórico en el que destacan, como sus elementos valedores y dinamizadores, la democracia liberal y la fuerza reparadora de la civilidad. Se puede negar el presente, en nombre del pasado o del futuro, o ser-realistas-y-pedir-lo-imposible, o exclamar la obviedad de que «otro mundo es posible» con aires de insurrección. Pero, como advierte Marquard, la recusación y la potencial sublevación contra lo actual presentan a menudo la característica de una «desobediencia retrospectiva», de una compensación desorientada y desafortunada que aspira a sublimar en unas esferas lo que no fue posible establecer en otras (vale decir: aquello que la misma realidad puso en evidencia y desactivó), o, verbigracia, quiere ofrecer «a cambio del levantamiento nunca realizado contra la dictadura, una rebeldía crónica contra la no dictadura del mundo liberal civil-burgués.» (FC, pág. 106).

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Como Ortega y Gasset, Marquard define al hombre como un ser esencialmente heredero, de forma que el afán por innovar y actualizar lo impele también a preservar: tiende al porvenir por el hecho de provenir («Zukunft braucht Herkunft», como reza justamente el título de uno de los escritos contenidos en Filosofía de la compensación (págs. 69-81). A esta ineluctabilidad, establecida por la finitud, la denomina Marquard «herencia de la tradición». Marquard no cita a Ortega en su obra, pero, en verdad, que el talante y el modo de filosofar de uno y otro, el temple filosófico que los anima, se conservan y sienten muy próximos. La indicada persistencia de la noción de la herencia como dimensión propiamente humana; el implícito reconocimiento del papel de las generaciones en el desarrollo de la cultura; la consideración de la existencia del hombre definida por las instancias de la misión y el destino; la defensa de una mirada de la historia más vitalista y humanista que totalizadora y mecanicista; la distinción entre ideas y creencias (Marquard se refiere más explícitamente a «elecciones» y «hábitos» para señalar la esencial contrariedad del transitar humano: el conflicto entre lo que nos proponemos y lo que nos encontramos), el ejercicio de un pensar jovial junto a una escritura elegante, son sólo algunos ejemplos, pero notorios y notables, de parentescos que hermanan a ambos filósofos. Una razón más para no perder de vista a ninguno de los dos.

Bibliografía selecta de Odo Marquard

Notas

{1} Odo Marquard, Apología de lo contingente. Estudios filosóficos (AC), traducción de Jorge Navarro Pérez, Institució Alfons el Magnànim, Valencia 2000; Adiós a los principios. Estudios filosóficos (AP), traducción de Enrique Ocaña, Institució Alfons el Magnànim, Valencia 2000; Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología filosófica (FC), traducción de Marta Tafalla, Paidós, Barcelona 2001.

{2} Para tener una sucinta noticia de las lecciones éticas que desarrolla Tugendhat, en especial, para aquellos que no estén muy al corriente de sus cogitaciones, puede leerse la siguiente obrita, en la que el propio filósofo divulga las claves de su pensamiento: Diálogo en Leticia, Gedisa, Barcelona 1999.

{3} Un bello ensayo consagrado al estudio del provechoso hábito de la lentitud ha sido escrito por Pierre Sansot, bajo el título de Del buen uso de la lentitud, Tusquets, Barcelona 1999.

{4} M. Oakeshott, «Qué es ser conservador», en El racionalismo en política y otros ensayos, Fondo de Cultura Económica, México 2000, pág. 377.

 

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