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El Catoblepas, número 34, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 34 • diciembre 2004 • página 7
La Buhardilla

La indignación:
la contrariedad de una emoción

Fernando Rodríguez Genovés

Intervención del autor en el XIV Congreso de la Asociación Española de Ética y Filosofía Política (AEEFP), organizado bajo el título de «La violencia: un análisis ético-político» y celebrado los días 17, 18 y 19 de noviembre de 2004 en Sevilla

Y mientras vomitan ira, quieren aparecer como sabios.
B. Spinoza, Ética, V, 19, esc. [c]

1
Introducción

Desde antiguo, la indignación moral ha sido interpretada como una emoción o pasión que, revestida de un hálito de restitución y de justicia distributiva, suele tenerse entre las principales emociones humanas, tomándose incluso como una de las más característicamente morales. Su constelación conceptual –su espacio práctico– lo comparte con emociones-estrella como la ira, la irritación, la cólera y el enojo, que expresan de manera vehemente la desaprobación moral de una acción ajena. Pero, como también sabemos, muchas de estas emociones combinan mal con la acción y con la razón. Previamente a otras consideraciones, es imperioso precisar, entonces, su verdadera naturaleza y propósito. Por ejemplo, si para emitir una declaración de indignación hay que estar verdaderamente disgustados o si la indignación moral actúa como una simple representación virtual. Si se trata, en fin, de un sentimiento realmente sentido o de un estado meramente declarativo. Hay dudas razonables acerca de sus manifestaciones, y sospechas de que traten de escenificar la crítica, la protesta o la reclamación con el fin de reforzarlas cargándolas artificialmente de razón. Aceptar que la indignación necesita de razones para lograr su credibilidad puede conducir a una situación paradójica, pues desde el mismo momento en que el ánimo se aviene a razones, la indignación se torna superflua, dejando paso franco al sosiego y a la emocionalidad controlada y medida en el tratamiento de la deliberación, el juicio y la acción. Con la reducción de indignación, la experiencia moral se libra de un gravamen innecesario de violencia. Esta apreciación resulta relevante en el espacio de los modales y de la moral, pero muy en especial en el ámbito de la política, ya de por sí cargado de alteración.

2
Cuando las emociones se cargan de odio

¿Es la indignación verdaderamente una emoción moral reconocible por su valor moral? Habría no pocas ni desdeñables razones para aceptar esta creencia, pero presumo que no todas sean lo suficientemente consistentes ni aceptables como para asegurarle un convencimiento unánime. Sin embargo, suele darse por hecho que ése es el caso, quiere decirse, que el estatuto moral de la indignación está fuera de duda y que, en consecuencia, no puede hablarse con propiedad de una ética cabal y responsable sin plegarse a sus dictados y exigencias. De hecho, como ocurre con otras pasiones de similar fuste, cuanto más margen de influencia se le conceda, mayor será su apreciación. Esta relevancia, por ejemplo, es la que le confieren algunos autores especialistas en materia de emociones, como Olbeth Hansberg, quien ha recapitulado su examen con esta rotunda sentencia:

Del conjunto de las emociones podemos destacar un pequeño grupo: el de las emociones morales. Se trata de algunas emociones que pueden considerarse como morales porque requieren de un conjunto complejo de conceptos, creencias y deseos relacionados con la moralidad. Entre ellas se encuentran la indignación, la culpa, el remordimiento y, tal vez, la vergüenza.{1}

Antes de proseguir, debemos mostrar prontamente dos objeciones o reservas a la declaración. En primer lugar, la consistencia argumentativa y lógica de por qué hay que considerar morales a determinadas emociones se revela débil al sostenerse sobre una perogrullesca y circular prueba: una emoción se dice moral por el hecho de que su concepto nuclear y periférico se encuentra vinculado con la moralidad. Es ésta una verdad formal innegable, pero poco añade a nuestra investigación, dejándola, por lo demás, postergada a la justificación sobre lo que concierne, o debe concernir, al ámbito de la moral. Tampoco vendría en su ayuda el alegar como prueba de la moralidad de la actitud indignada que en ella las «creencias morales» cumplen un papel en su conformación, porque ello significaría asimismo posponer la discusión sobre en qué momento y lugar está justificada la presencia de las creencias morales y cuándo no. Empero, no sólo es tendencia ordinaria considerar a la indignación como una emoción cualitativamente moral, sino incluso como una de las emociones típicamente morales{2}, sin llegar con ello, por otra parte, a esclarecer plenamente el sentido de lo que debemos comprender por «típicamente moral», a saber: lo que ha llegado a instituirse por práctica consuetudinaria, por consentimiento unánime, por costumbre ancestral que no puede dejar de seguirse, o bien por concierto taxonómico.

Con todo, y aun aceptando su estatus moral, se nos antoja poco alentador e ilusionante el panorama efectivo de una indignación que por ser moral –o, mejor, para ser moral, esto es, merecedora del atributo de moralidad– comparte –o debe compartir– dominio y perspectiva con pasiones representativas del sentimiento amargo de la existencia y del sentido patético de la ética, como son «la culpa, el remordimiento y, tal vez, la vergüenza». ¿No supone este arrimo a los afectos tristes un indicio inequívoco de su propia restricción en la ética, una prueba de su gravoso pasado y una amarga promesa de futuro?

Habrá, entonces, que precisar la significación de la cuestión inicial –y no sé si en grande o pequeña medida la cuestión de principios– que ya hemos presentado, asegurándonos al mismo tiempo de que el emparejamiento de la emoción con la moral no lleve implícito su vínculo con toda opción ética plausible y razonable, ni tampoco su necesario refrendo, sino, más bien, con una idea moral definida, y no una cualquiera, sino con una particular clase de moral: aquella resolutivamente reactiva, abatida y excitable; que mira más hacia el valor de lo comunitario que a lo individual; más guiada, a la hora de tomar posiciones y fijar perspectivas, por la disposición del otro que por la de uno mismo; más orientada, en fin, a la imposición y al castigo ejemplar que a la ponderación y la mesura. Dicho lo cual, nadie le negará legitimidad a la susodicha moral arrebatada, pero tampoco debería aspirar a elevar al rango de universalidad y preeminencia, de hegemonía y exclusividad, pues a ella puede oponérsele, como a continuación quedará de manifiesto, una perspectiva ética activa y vitalista, racional en vez de apasionada y aun exaltada, por no decir inflamada.

La indignación moral pertenece a una constelación de categorías caracterizadas por su aire grave y solemne, que compone un singular capítulo de lo que se ha dado en llamar «historias de la ira»{3}. Junto a ella bullen sentimientos como la ira, la irritación, la cólera, el disgusto, el enojo, el despecho, la rabia, etcétera, esto es, emociones enérgicas y efervescentes destinadas a expresar algo más que una simple desaprobación moral frente a una acción, o conjunto de razones, que nos importunan o desagradan hasta el punto de promover una reacción vengativa contra su causante{4}. No convocan su manifestación cualquier infortunio o perjuicio, sino aquel género de daño o mal que se juzga como inmerecido, esto es, injusto. Nos interesa especialmente atender en esta secuencia evolutiva al momento en que las emociones reactivas se conmueven hasta el punto de constituir el precipitado alentador que, por decirlo así, pierde la compostura, se excita y «se redobla»{5}, adoptando de esta manera un empuje adicional que alimenta un deseo de venganza y desquite, que le brinda una capacidad de violencia suplementaria, demasiado humana, y que, en cualquier caso, remite, tal como apunta su genealogía, a la venganza divina. Esta progresión hacia la vehemencia en las respuestas reactivas no sería posible sin la intervención del odio. He aquí un principal responsable del impacto de violencia en unas emociones (y a las acciones que provocan) que, conteniendo inicialmente una precisa expresión de censura o crítica a la acción realizada por otros, adquieren de pronto un patrón de conducta cargado de hostilidad y exasperación.

En una de sus más conocidas exposiciones sobre el tema, Peter F. Strawson admite implícitamente el encuentro de la pasión y el factor de la potencia cuando, después de llamar a la emoción por su nombre –indignación moral–, añade que se trata, dicho «en términos más débiles, de la desaprobación moral»{6}. La indignación moral, es, en efecto, una actitud reactiva análoga al resentimiento. Una como otra muestran una reacción emocional reprobatoria contra aquella «cualidad de la voluntad» de unos que comporta ofensa o indiferencia hacia nosotros mismos o hacia otros: en el primer caso, aparece el resentimiento; en el segundo, despunta la indignación moral. La semejanza entre ambos sentimientos es tan notoria que Strawson no duda en afirmar que la indignación «es resentimiento en nombre de otro, uno en el que ni el propio interés ni la propia dignidad están implicados; y es este carácter impersonal o vicario de la actitud, añadido a los demás, lo que le otorga la cualificación de 'moral'»{7}. En conclusión, estar «moralmente indignado» ilustra la exhibición de una «actitud moralmente desaprobadora». Sea; pero, ¿por qué razón no se juzga suficiente la sola expresión de la desaprobación moral para censurar determinada conducta y se hace necesario revestirla del «valor añadido», del agregado de violencia, propios de la indignación? ¿Por qué esta necesidad de «ostentación de la desaprobación moral»?

Reparemos en el proceso emocional de este crecimiento en vehemencia. Lo que inicialmente pasaría por significar un estricto desagrado o desacuerdo ante una acción (o conjunto de acciones) efectuada por un agente (o conjunto de agentes) se torna de pronto, por mediación de la indignación moral, en una actitud de enfado y enojo, tras una fase de disgusto, hacia la acción, y contra su agente, que puede incluso culminar en una explosión de cólera e ira. ¿Qué aporta, en rigor, la indignación a la neta desaprobación a los efectos de hacer públicas la protesta y la desafección? Respuesta: aporta el volumen de violencia suficiente, e imprescindible, con el que armar una respuesta reactiva contra el causante de la inmoralidad (o presunta inmoralidad). El agente señalado por la condena airada mueve a la acción reactiva porque se entiende que no sólo ha dañado o perjudicado en algo, a nosotros o a otros, sino, sobre todo, porque con su obrar ha conmovido el orden moral y ofendido gravemente las conciencias. La respuesta, por ende, no puede reducirse al estricto señalamiento de la falta o a la exigencia de reparación. Tiene que disponer necesariamente una contestación en toda regla, superior al insulto percibido; una réplica, en suma, desaforada, que aspire a dar satisfacción, apaciguar y aquietar a la indignación en vilo. Ha llegado a pensarse que semejante desorden constituye sólo un exceso extraordinario (superable con ciertos remedios) que desnaturaliza su verdadero recto sentido. Sin embargo, el origen y fundamento de la emoción en cuestión parece no abonar este escrúpulo.

Fue Aristóteles uno de los máximos prestigiadores y avaladores clásicos de la indignación. Su influencia en el destino del concepto ha sido enorme, interviniendo grandemente en tal reputación el hecho de haberlo vinculado con el talante benigno y honesto y de haberlo atado a un fundamento sagrado, divino, como es el de la némesis, esto es: la capacidad de los dioses para impartir justicia, la venganza divina que castiga los pecados de los hombres, sobre cuyas espaldas descarga toda su furia. Esta atadura no resultará fácil de liberar{8}. La indignación emana de la demasía y ello marca un porvenir excedente, porque aquello que deriva de los dioses no puede contenerse dentro de los límites de lo humano. Al indignarse, el sujeto moral aspira a recomponer un orden moral presuntamente perturbado. Este pecado, sobredimensionado por la indignación, se contempla como hybris, como desmesura que no merece una sanción reparadora sino un castigo enorme y ejemplar. Némesis (νεμεσιφ) es en griego el sustantivo del verbo νεμω que significa «distribuir». De modo que la némesis apunta a la justicia, pero no a cualquier clase de justicia (verbigracia, la conmutativa), sino a la justicia distributiva. Ésta no contempla la reciprocidad ni la equivalencia; el enfado sí puede darse con reciprocidad, mas la cólera, la ira o la indignación no la aceptan{9}. Es más: el que se muestra indignado ante los demás por el obrar de otro no acepta de ningún modo que su actitud sea, a su vez, acusada con indignación; ello no seria justo, puesto que al elevar el grado de su contrariedad hasta ese grado, su protesta se haya inmediatamente protegida –o sea, justificada– por su propia naturaleza y condición{10}. Tanto el ultraje como la ira, a juicio de Aristóteles están vinculados con la superioridad: «es en razón de su superioridad por lo que se enfurecen los hombres.»{11}. Pero, asimismo, podría ocurrir que fuese la mera indignación el inmediato garante y patrocinio de superioridad.

En este punto podemos ya compendiar las presumidas razones fundamentales de la indignación: 1) anhela la justicia (distributiva); y 2) aleja al indignado de cualquier sospecha de indiferencia hacia el mal, haciéndole partícipe, por tanto, de la causa del bien. El indignado se convierte así en un ser justo y «sensible», moral, y –según calificación del lenguaje propiamente contemporáneo– «comprometido».

Al hecho de sentir compasión se opone principalmente lo que se llama sentir indignación (némesis). En efecto: al pesar que se experimenta por las desgracias inmerecidas [compasión] se opone –de algún modo y procediendo del mismo talante– el que se produce por los éxitos inmerecidos. Y ambas pasiones son propias de un talante honesto. (Retórica, II, 1379a 5-10).{12}

Pero, todavía habría más beneficios asociados a la demostración de indignación. Ernst Tugendhat, sin ir más lejos, se congratula de su derecho a la ostentación que le posibilita actuar como vacuna contra el menosprecio: «la indignación de los otros [...] afecta a una persona en la medida en que cobra importancia frente a los demás intereses el no ser menospreciada y además: el de no sentirse menospreciada.»{13}

Este entusiasmo acerca de la importancia de llamarse indignación no es, con todo, universal. Y presenta objeciones. Para Epicuro, la cólera es fruto de la debilidad y «no se compadece con la felicidad» (Carta a Herodoto, 77). Nietzsche, por su parte, apunta que semejante preponderancia o prepotencia tendría su espacio en los cálculos de la moral establecida, para la cual las actuaciones son previsibles y verosímiles, mas no necesaria ni noblemente veraces:

el amante del conocimiento debe escuchar sutil y diligentemente, debe tener sus oídos en todos aquellos lugares en que se hable sin indignación. Pues el hombre indignado, y sobre todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y desgarra a sí mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, o a Dios, a la sociedad), ése quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso habitual, más indiferente, menos instructivo. Y nadie miente tanto como el indignado. (Más allá del bien y del mal, 26).{14}

Notable perspicacia nietzscheana: nadie miente tanto como el indignado. La pista se aclara en este punto y las sospechas van confirmándose poco a poco. Pues, ¿no ocurrirá, después de todo, que las exhibiciones de la indignación no pasen de ser ruidosas representaciones montadas con vistas a asegurarse una sencilla credencial de moralidad? ¿Qué forma más palmaria podría haber de precaverse ante la potencial objeción sobre la razón de la desaprobación o protesta sino que subrayándola, acentuándola, con la fuerza de un coro airado que hace tronar la escena? ¿Qué manera habría más llana y cómoda de ganarse el favor del público que cubriéndose con el manto protector de la indignación y disimularse tras la máscara de la pena arrebatada y la rabia? Probablemente ninguna, ni menos ruidosa tampoco. Pues, como afirmó Alain, los bebés no son los únicos que se irritan a fuerza de gritar{15}. Saldemos esta primera sección con un dato nada baladí: Aristóteles concede espacio y pormenor a este examen nada menos que en su texto consagrado a la retórica, ese arte que, como la dialéctica, y según propia confesión, no se refiere a ciencia alguna, verbigracia, a la ética (Retórica, I, 1354a){16}. No sorprende, en consecuencia, que algunos estudiosos como Martha C. Nussbaum, propongan no tomarlo directamente como manual a fin de reconstruir las opiniones éticas de Aristóteles y mucho menos como vehículo de promoción de una ética contemporánea que tenga a la indignación como uno de sus principales fundamentos{17}.

3
Sentimiento y representación

La contrariedad que soporta la indignación moral no sólo afecta a la precisión de la definición y a las distintas probabilidades de su significación. También afecta al grado de veracidad y sinceridad que soporta su manifestación. En el resultado de tal pesquisa se juega su lugar en el vocabulario ético y gran parte de su legitimidad, aunque no toda. Pues el problema de la emoción que examinamos no acaba con el análisis de la motivación que la activa ni con la virtual certificación del grado de naturalidad y verdad que adquiere. Y decimos esto porque las posibles alternativas a la vista –que la indignación moral actúe como una simple representación emocional virtual o, por el contrario, que se revele como un sentimiento realmente sentido– acaban mostrándose igualmente decepcionantes.

De confirmarse el primer supuesto, el asunto pasaría del terreno de la estricta moralidad al de la psicología social o las teorías y las estrategias de la racionalidad, haciéndose merecedor, de momento, del célebre dictamen que Marshall MacLuhan le dedicó en su día: «La indignación moral es la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad.» La prevención que aquí se presume no es capciosa. Una pista nos la ofrece la costumbre ordinaria y veterana de referirse a ella bajo la fórmula de «justa indignación», que, en su pomposidad, promete lecturas poco prometedoras. Una: en el supuesto más benigno, enunciaría una proposición redundante, lo que la haría innecesaria y/o banal. Dos: en el menos propicio, sugiere la posibilidad de que pueda darse una clase de indignación que no sea justa, lo cual obligaría a reconsiderar la significación originaria de la propia emoción, así como la de justicia. Sea como fuere, su versatilidad favorece el establecimiento de situaciones engañosas y aun engañadoras. Jon Elster ha calificado, por ejemplo, a la «justa indignación» de estrategia cognitiva especialmente agresiva, como típico «sentimiento intoxicador» que anima a la persona envidiosa a «reescribir el guión para persuadirse de que la persona envidiada obtuvo lo que posee de manera ilegítima y quizás a expensas de la persona envidiosa»{18}. He aquí una prueba severa de falsedad de sentimiento, de razón de una pasión que se descubre hipócrita y simuladora, que pone en evidencia la presunta honestidad y virtuosidad de la emoción («propias de un talante honesto», según apreciación de Aristóteles). La otra opción posible –que uno se indigne de veras, es decir, que la declaración de indignación conlleve un serio disgusto en el agente, esto es, una afectación rigurosa del ánimo que conmueva su ser y altere su conducta– depara nuevas objeciones, en este caso, acerca de la efectividad de la acción y del propio bienestar personal del individuo. Este nivel de crítica posee un mayor calado filosófico, y está representada muy dignamente por el estoicismo y el vitalismo, en sus distintas versiones y generaciones.

Podríamos resumir estas argumentaciones, de manera sucinta y sin ánimo de agotar el tema, en dos grandes clases: la que recusa la indignación moral por descubrirse en la práctica contraria e inconveniente para la acción; y la que la destituye por ser opuesta a los principios ordenadores de la realidad y la vida. Séneca, por ejemplo, consagró un magno tratado expresamente destinado a revelar las contrariedades y miserias de la ira, las cuales, en mi opinión, interesan directamente a nuestro asunto, sin apartarse de él. Se opone allí sin reservas a la sostenida previamente por Aristóteles. Una consideración esencial les separa: mientras que para el Estagirita, la pasión (verbigracia, la ira) puede ser racional o razonable, para el estoico razón y pasión son incompatibles: «la razón desea que la decisión que toma sea justa; la ira desea que parezca justa la decisión que se toma» (De ira, I, 18,1). Para el filósofo cordobés, la cólera y la ira, más que «acicates de la virtud» y estímulos de la justicia, constituyen serios obstáculos para su cumplimiento, y redundan en una tendencia perturbadora de la conducta. El hombre justo y bondadoso no se aira en el momento de defenderse y de imponer justicia. No son rectos los que actúan con agitación sino los que actuando, se contienen y limitan a lo necesario: en este atributo descubrimos sencillamente lo que es justo. El hombre de bien cumple con sus obligaciones, pero sin aspavientos ni excesos. No tiene más razón quien más grita, sino quien modula y modera su discurso y su acción. No hallamos aquí una ética de plañideras ni de agitadores y agitados, sino una ética propia de personas discretas y eficientes: en tal propiedad reside su potencia y autoridad: «Mi padre va a ser golpeado: lo defenderé; ha sido golpeado: perseguiré el hecho ante la justicia, porque es lo justo, no porque duele.» (De ira, I, 12, 1-2).

Michel de Montaigne entiende asimismo que los estados de cólera, enojo e ira están reñidos sin más con la acción. En el castigo de las ofensas es preciso esforzarse por mantener el sentido de la medida, no por consideraciones de compasión o magnanimidad que rebajen el grado de la sanción, sino para que el arrebato no lo obstaculice ni tuerza su sentido y aplicación: «La cólera turba y cansa los brazos de quienes castigan.» (Ensayos, III, X){19}. Comoquiera que el hombre se encuentra atacado por la presión de las pasiones, y puestos a procurar disimularlas, mejor será contenerlas y disimular que no instigarlas y ofuscarse.

Mis humores son contrarios a los humores turbulentos. Resolveré una perturbación sin perturbarme y castigaré un desorden sin alterarme. ¿Y si la cólera y la inflamación me dominan? Me contengo y finjo. (Ensayos, ídem).{20}

El punto de vista de Baruch Spinoza sobre el tema establece un modelo perfecto de cómo incorporar y sintetizar en un mismo cuerpo de doctrina filosófica los dos modelos de recusación de la indignación que estamos considerando. Para Spinoza (Ética, III, Definiciones de los afectos, XX) la indignación expresa el odio a alguien que hizo mal a otro{21} y es, por propia definición, necesariamente mala, en razón de que el odio nunca puede ser bueno (Ética, IV, prop. XLV){22}. El individuo fuerte y libre procura, siempre que puede, obrar bien y estar alegre, no odiar, ni irritarse, ni envidiar, ni indignarse con nadie (Ética, IV, prop. LXXXIII, escolio){23}. Los hombres salen del estado natural y se insertan en sociedad, ordenando así sus vidas de acuerdo con la ley, con el fin precisamente de que no castigarse ni coaccionarse entre sí hasta el punto de poner su existencia en serio peligro. En el marco social ventilan sus diferencias y castigan, no por su propia mano, previamente soliviantada por la indignación, sino por mediación de las autoridades competentes, de los poderes públicos.

Ciertamente, es la indignación una emoción engañosa (también, según hemos visto, engañadora) que adopta cómodamente la apariencia de equidad, aunque «lo cierto es que se vive sin ley allí donde a cada cual le es lícito enjuiciar los actos de otro y tomarse la justicia por su mano.» (Ética, IV, capítulo XXIV){24}. A diferencia de Aristóteles, Spinoza advierte tras la actitud de la indignación la presencia de un hombre injusto, pues injusto es apropiarse ilegítimamente del superior poder de castigar a un ciudadano, atributo sólo reconocido en el «poder soberano». La razón de la prevención es sencilla: la autoridad soberana, sancionada por la ley, no castiga al ciudadano infractor incitada por el odio, con el fin de causarle la ruina, «sino movido por la moralidad.» (Ética, IV, prop. LI){25}. Es decir, no se indigna al actuar, cosa que sí haría el sujeto que impone la justicia por propia iniciativa, movido por personal desquite o impersonal solidaridad. Si como estima el Estagirita, es cualidad de los dioses el exhibir su fuerza a través de la indignación justiciera, parece prudente dejar fuera del alcance de los hombres comunes el empleo de arma tan destructiva, y reconocérsela tan sólo al brazo de la ley civil. Con este presupuesto, Spinoza pasa de la consideración teológico-aristotélica del tema a una interpretación estrictamente política, jurídica y civil:

La justicia es la permanente disposición de ánimo a atribuir a cada uno lo que le pertenece por el derecho civil. La injusticia, en cambio, es sustraer a alguien, bajo la apariencia de derecho, lo que le pertenece según la verdadera interpretación de las leyes. (Tratado teológico-político, XVI).{26}

Más contemporáneamente, el filósofo Clément Rosset, siguiendo los anteriores razonamientos a través del tamiz de Nietzsche, no concede mejor valoración a la indignación. La moral se caracteriza, con su doctrinario de reglas y obligaciones, por la desaprobación de la realidad y del presente, por la rebelión contra el ser de las cosas, al que opone la instancia teórica del deber ser. La indignación moral, por tanto, implica el rechazo de las leyes vitales, puesto que, como ya vio Marco Aurelio, aquel que se disgusta, quiebra, en su medida, la trabazón del individuo con el orden del Universo. Actúa como un acto de fe contra la fuerza de lo real y su crueldad inherente (¡qué injustas son la vida y la naturaleza!: he aquí su principal argumento), un movimiento reactivo contra los destinos del merecimiento y la fortuna, más que nada cuando contrarían al hombre y sus previsiones. La indignación moral sustituye así en la práctica a la crueldad originaria –y su inevitabilidad– por otros medios que permiten ocultarla, es decir, doblarla, merced a un proceso ilusorio de sustitución y repetición{27}.

No se trata, entonces, de negar la acción sino de ubicarla en el lugar que le corresponde. Para Rosset, el bien y el mal no tienen sentido moral, mas sí jurídico. Aquéllos merecen, ciertamente, ser juzgados, pero no por su intención ni por particular apreciación, sino de acuerdo con las reglas de la ciudad. Comoquiera que toda indignación es efectivamente moral, en el sentido en que representa una expresión de rechazo a lo que hay y acontece, Rosset considera más provechoso y funcional concentrar la acción desaprobatoria de los individuos dentro de los márgenes de las leyes civiles, sacándola así de la esfera de la conciencia. En vez de empeñarse en hacer justicia, acaso sea más útil para la comunidad limitarse a cumplir y hacer cumplir la ley.

Es por eso correcto corregir y mejorar sin cesar el código civil y el código penal. Es más bien en ese sentido que yo dirigiría la atención, contrariamente a otros que la orientan hacia la indignación moral.{28}

4
Libertad sin ira

Se ha dicho también de la indignación que es una emoción contagiosa{29} y que busca ser compartida{30}. Por lo demás, es sabido que Jean-Paul Sartre definía al fanático como un ser serial. Pues bien, comprobemos finalmente cómo se eleva la indignación a las alturas emocionales del fanatismo moral y cómo sin adhesión del grupo se queda en nada. Una manera rápida de impregnarse de entusiasmo emocional consiste en aprender en pocas lecciones la dogmática dictada por los maestros de la indignación, es decir, por quienes apuestan ciegamente por el valor de la indignación y animan a experimentarla con ardor y orgullo. Este sería el caso modélico de Ernst Tugendhat, autor ya citado aquí, prototipo de la fe de filósofo indignador que no se oculta tras la máscara de la hipocresía o del emocionalismo meramente declarativo:

De mansedumbre, ni hablar. Una moral deja de serlo si olvida que consiste en exigencias, y más precisamente en exigencias comunes, sostenidas por los sentimientos de indignación mancomunados.{31}

He aquí una versión dura de moral tremebunda y doliente, y, nos atreveríamos a decir, casi integrista, entendida más como arma cargada de coacción, personal y mancomunada, que como instrumento de búsqueda de la felicidad y de mejoramiento humano, según dicta gran parte de la tradición filosófica clásica y alguna de la moderna. En el humus férvido de esta moral, el tema de la indignación no sólo impregna de descontento la ética, sino también la política, con resultados muy comprometidos{32}.

Suele tener la indignación moral, por lo general, buena aceptación en el seno de la comunidad del pensamiento político y, por descontado, entre los intelectuales. A éstos, sin ir más lejos, los califica genéricamente Peter Sloterdijk como «portavoces de la indignación informada»,{33} y en esta labor se creen plasmar su destino. No importa demasiado que desde finales del siglo XVII el estatuto público de intelectual comience a ser reconocido y amparado por los soberanos y los poderes públicos, y que gane asimismo aceptación en la incipiente opinión pública: su discurso esencial adquiere un signo jeremiaco y descontento, de protesta y denuncia sistemática, que le provee de un peculiar rasgo idiosincrásico y aun de autoridad moral. Algunos autores que comparten ambas categorías, como Norberto Bobbio, porfían por prestigiar las actitudes emotivistas y moralistas en los usos de la ciudadanía, que forman así respectivamente su causa y su evasiva: «Si queréis hacer callar al ciudadano que protesta, que todavía posee la capacidad de indignarse, decidle que es un moralista.»{34}

En la perspectiva política del asunto, reconocemos unos rasgos de la indignación ya anotados, a saber: su empeño (o, más bien, deuda) con la causa de la justicia y su prevención a toda sospecha de conducta indiferente ante la injusticia. En el marco del ágora, el elogio y el estímulo de la indignación alcanzan unos efectos aún más acusados que en el de la ética, debido su mayor repercusión social y al espacio agonal en el que se desenvuelve, notablemente propicio para toda clase de encuentros, encontronazos y alteraciones. Llegados a este punto, se trata de elucidar si se juzga más útil para la sociedad el remover y precipitar los impulsos y las emociones de los ciudadanos o bien el procurar su serenamiento y control. El modelo de conducta indignada no es ajeno a la suerte de esta disyuntiva. Pues, como señaló el filósofo-emperador Marco Aurelio, ya implica actuar como adversario el hecho de manifestar indignación (Meditaciones, I, 1). De ser cierto esto (y seremos nosotros quienes lo desmintamos), el tránsito desde la neta animadversión y repulsa públicas al establecimiento declarado de la dialéctica amigo/enemigo se allana amenazadoramente.

El arsenal de los odios y las indignaciones no es sencillo de contener en las disputas de naturaleza política. En materia tan maleable, cada partido o grupo lo emplea según sus conveniencias, hasta el punto de instituirse tipos de sujetos y objetos merecedores de practicar y/o admitir indignación, y otros negados intrínsecamente para ello. Repárese si no en la singular distinción propuesta por Ernst Bloch entre odio de clases y odio de razas, entre los cuales, nos dice, «existen ciertas diferencias, tanto de contenido como de forma».{35} Por ejemplo: el odio de razas pertenece a la clase de los odios infames, «reprimidos», y tiene «su fundamentación únicamente en Hitler»,{36} mientras que «el odio de clases tiene una fundamentación desde Espartaco a Marx y sus motivos son en parte elevados.»{37} Tras completar un recorrido por las características y virtualidades de las pasiones, Bloch concluye que sólo el odio «cuando viene de abajo tiene razones de ser superiores»{38}. El odio ha bendecido así la movilización popular que condujo al asalto de la Bastilla, y ha sido el acicate de hitos y hazañas históricas que siguieron el flamear de una enseña soberana: «a la indignación por la dignidad humana». Todavía hay más: «la ira», afirma Bloch, «es probablemente el ingrediente sin el que jamás se hubiera conseguido cambiar nada en el mundo.»{39} Tal vez no falten pruebas empíricas que hablen en favor de esta beligerante lectura de la Historia, aunque para que ésta no resulte incompleta y parcial, acaso convenga no olvidar otros testimonios más serenos, como éste de Ortega y Gasset: «pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.»{40}

5
Conclusión

Concluyamos, pues. Es la indignación una emoción verdaderamente notable: fronteriza, desconcertante y que contraría. Como vio Descartes, no aparece sola en escena, sino mezclada con la envidia o la piedad{41}, aunque rehuya ser confundida con éstas, aspirando a ser otra cosa, y tal vez a algo más. Dijo Aristóteles que es término medio entre la envidia y la malignidad, y, a nuestro parecer, esta circunstancia no mejora su situación, pues gestándose entre semejantes emociones negativas y destructivas, nada bueno puede aportar para beneficio de la ética. Estos inconvenientes no siempre han detenido su avance y estimación. Según observó el filósofo del método, «Aristóteles y sus seguidores» –sorteando la mala consideración de la envidia y procurándose buena sombra en la que cobijarse– «han denominado indignación a la que no es viciosa». Pero, ¿puede una emoción, entre resentimientos, iras, furias y envidias, ser garantía en algún momento de acción positiva, aconsejable y virtuosa? El poeta galés Herbert George Wells, lejos de moverse con tantos miramientos filosóficos y componendas, entre las medias verdades que encubren los términos medios, declara llanamente que la indignación moral no es más que envidia con aureola.

Sea como fuere, henos ante una emoción notoriamente excesiva y sobrada, por lo que tiene de suplemento innecesario, de valor añadido oneroso, cuando no de obrar imprudente. Una pasión, en fin, inútil, que incluso funciona como fuente de violencia moral y política para beneficio exclusivo de quienes buscan razones que hagan pasar sus impulsos por justas emociones en vez de seguir simplemente la guía de la razón justa y templada. Una emoción, en suma, rebosante de contrariedad, tanto por lo que contiene de disgusto, despecho y antagonismo, como de amargura, engaño y decepción.

Notas

{1} Olbeth Hansberg, «Emociones morales», en O. Guariglia (ed.), Cuestiones morales. Vol. 12 de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Trotta-CSIC, Madrid 1996, pág. 113.

{2} Antonio Valdecantos, «Emociones responsables», Isegoría, nº 25, diciembre 2001, págs. 63-90.

{3} José Antonio Marina y Marisa López Penas, Diccionario de los sentimientos, Anagrama, Barcelona 1999, (capítulo VIII).

{4} Para el propósito de este trabajo, entenderemos esta constelación de emociones como equivalentes, sin por ello reconocer su identidad de significado.

{5} Cf. Aurelio Arteta, La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, Paidós, Barcelona 1996: «Si ya la benevolencia que en ella asoma [la compasión] indicaba una cierta voluntad de lucha contra la desgracia del otro, tal deseo activo se redobla cuando va a una con la indignación.», p. 52 (cursiva nuestra).

{6} Peter F. Strawson, Libertad y resentimiento. Y otros ensayos, Introducción y traducción de Juan José Acero, Paidós, Barcelona 1995, pág. 53 (la cursiva es nuestra).

{7} Ídem.

{8} Véase Retórica, II, 1386b-1387a y Ética Eudemia, 1233b, 20-30. En el primer texto afirma Aristóteles que en el hecho de emparentarse el mandato de la justicia con el atributo del merecimiento se halla «la causa por la que incluso a los dioses atribuimos indignación.» (1386b, 15), y, en el segundo, asevera que por ello mismo «es por lo que se cree que la indignación es una divinidad.» (1233b, 25-30). La divinidad a la que se refiere es justamente Némesis o la justa indignación divina, diosa de la Noche y de Océano, según el relato de Hesiodo (Teogonía, 223). Entre las hazañas más célebres de la intervención justiciera de la divinidad se cita la muerte de Narciso que ella particularmente urdió por una mezcla de despecho y envidia.

{9} Aun reconociendo las diferencias existentes entre conceptos de cólera, ira e indignación, para los efectos del presente trabajo los tomaremos como sinónimos o, cuando menos, como equivalentes.

{10} Aristóteles vincula abiertamente la reacción y la indignación a la esfera del merecimiento, lo que hace que el asunto interese tanto al tema de la justicia como al de la fortuna. Sólo rozamos ahora el primero de ellos; el segundo, no podemos más que nombrarlo aquí, reconociendo la inmensa relevancia de su consideración. Cf., verbigracia, los estudios sobre el particular de Bernard Williams y de Thomas Nagel, quienes han mantenido sobre el particular una sustanciosa polémica.

{11} Aristóteles, Retórica, Introducción, traducción y notas de Quintín Racionero, Gredos, Madrid 1999, pág. 317

{12} Aristóteles, Retórica., ibíd., pág. 360.

{13} Ernst Tugendhat, Diálogo en Leticia, Gedisa, Barcelona 1999, pág. 125.

{14} Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid 1982 (séptima edición), págs. 51-52.

{15} Alain (Emile Chartier), Propos sur le bonheur («Argan», § X). Gallimard, Paris 2003: «Il n'y a pas que les nourrisons qui s'irritent de crier» (pág. 32).

{16} Cf. Aristóteles, Retórica., ibíd. 161,

{17} Martha C. Nussbaum, La terapia del deseo. Teoría y práctica en la ética helenística, Paidós, Barcelona 2003, pág. 116. El hecho de que Aristóteles haya demostrado en la Retórica un profundo conocimiento psicológico de las emociones humanas, y las haya descrito y analizado con primor, no confiere a ese texto la especial relevancia ética que algunos parecen concederle.

{18} Jon Elster, Sobre las pasiones. Emoción, adicción y conducta humana, Paidós, Barcelona, pág. 107.

{19} Michel de Montaigne, Oevres Complètes, Textes établis par Albert Thibaudet et Maurice Rat, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, Paris 1962, pág. 985

{20} Ídem., pág. 999.

{21} Baruch de Espinosa, Ética, Introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Editora Nacional, Madrid 1980, pág. 250.

{22} Ídem., pág. 311.

{23} Ídem., pág. 38.

{24} Ídem., pág. 345.

{25} Ídem., págs. 316 y 317.

{26} Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, Introducción, traducción, notas e índices de Atilano Domínguez, Altaya, Madrid 1994, pág. 342.

{27} Cf. Freddy Téllez, «Clément Rosset, entre lucidez y desilusión», La Ortiga (número monográfico dedicado a Clément Rosset), nº 38/41, Santander, primavera 2003.

{28} Clément Rosset, «Puritain, mais dans le bons sens», en Questions de Le Mal, 105, París 1996, pág. 46. Citado por Téllez, ver nota anterior.

{29} Cf. Freddy Téllez, «Clément Rosset, entre lucidez y desilusión», ibíd., pág. 41.

{30} Antonio Valdecantos, «Emociones responsables», ibíd, pág. 80. Y en el mismo lugar: «Quien se indigna tiende a hacer propaganda de su indignación, y el mejor medio de propaganda es aportar las razones de la indignación.» Lamentablemente para la validez de esta declaración, debe recordarse que la propaganda suele practicarse sobre todo por instrumentos de manipulación y persuasión emocional más que por razones. Algo similar ocurre con la transmisión contagiosa de la indignación: si hubiese alguna razón para justificar la indignación el empleo de aquélla haría innecesaria a ésta.

{31} Ernst Tugendhat, ibíd., pág. 57. La obra de Tugendhat es tan grave como profusa, y el talante severo que propone para la moral es fácil de encontrar en ella. Si concentramos nuestras citas en este librito, ello es debido a que allí el autor aspira a compendiar y poner al día su propio pensamiento, de manera que tomándole la palabra, nos precavemos de la acusación de que alteramos o exageramos sus puntos de vista al referirlo nosotros.

{32} Comúnmente, es el discurso de izquierdas el que gusta de acogerse al valor de la indignación para justificar su acción política, a veces de modo implícito, otras de manera explícita. Véase, por ejemplo, el libro del dirigente socialista alemán Oskar Lafontaine, elocuentemente titulado Crece la rabia: la política necesita principios, Fundación Sistema, Madrid 2003.

{33} Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, Pre-Textos, Valencia 2002, pág. 51.

{34} Norberto Bobbio, Elogio de la templanza y otros escritos morales, Temas de Hoy, Madrid 1997, pág. 49.

{35} Alfred A. Häsler, «Indignación nacida de la dignidad humana. Conversación con Ernst Bloch», El odio en el mundo actual, Alianza, Madrid 1973, pág. 14. Es interesante llamar la atención de que la primera edición de este libro de entrevistas fue publicado en 1969 y, según hace constar en la ficha de autor dedicada a Bloch, el filósofo de Ludwigshafen del Rhin recibió en 1967 el Premio de la Paz, patrocinado por la Asociación de Libreros Alemanes.

{36} Ídem.

{37} Ídem.

{38} Ibíd., pág. 15.

{39} Ídem. Ignoro si Antonio Valdecantos aceptaría equiparar el sentido y el alcance de esta conclusión con la suya: «Quizá no sea obligatorio indignarse, pero un mundo sin indignación resultaría extravagante, y no muy habitable.», ibíd., pág. 83.

{40} José Ortega y Gasset, España invertebrada, Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid 2001 (decimotercera edición), pág. 77.

{41} René Descartes, Las pasiones del alma, Traducción de José Antonio Martínez Martínez y Pilar Andrade Boué, Tecnos, Madrid 1997, pág. 262.

 

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