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El Catoblepas, número 36, febrero 2005
  El Catoblepasnúmero 36 • febrero 2005 • página 10
Artículos
Educación para la ciudadanía

Educación para la ciudadanía:
Protágoras y Gorgias

Joaquín Robles López

Se analiza esta nueva asignatura, de próxima implantación,
como un episodio más del desenvolvimiento histórico de las artes sofísticas

El gobierno de Zapatero ha debido encontrar una nueva excusa para descargar en la enseñanza secundaria la responsabilidad de «formar» a los futuros ciudadanos en eso mismo que deberán ser, (es decir: en ciudadanos), mediante una educación en «valores» para la convivencia pacífica, en valores democráticos, &c. Otra vez el eticismo pseudopedagógico que, hasta ahora, se vertía «transversalmente» en el currículum, amenaza con ocupar unas horas de docencia que bien podrían dedicarse a cualquier otra cosa. Porque, según nuestro criterio y al margen del carácter intencional y propagandístico de asignatura semejante, tal educación no puede reglarse, institucionalizarse, ni canalizarse en un temario. Y no porque nos situemos, al negar tal posibilidad, en la perspectiva de un escéptico o de un nihilista «hastiado» del mundanal espanto, ni tampoco porque nos haya inundado la desesperanza. Las razones son internas a la estructura misma que quepa asignarle a esta «educación del ciudadano» y están básicamente contenidas en el combate entre Sócrates y Protágoras que, de forma admirable, explicó Gustavo Bueno en el prólogo al diálogo, disponible en el Proyecto Filosofía en español (www.filosofia.org/cla/pla/1980gbpr.htm). No está de más reparar, una vez más, en ellas para justificar este artículo.

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Finis operantis. Finis operis

Al igual que Sócrates no le discute a Protágoras «la sinceridad de las intenciones... (finis operantis) porque lo que se discute es la posibilidad de sus propósitos (la posibilidad del finis operis), y ello en función de las implicaciones que estos propósitos arrastran» (Gustavo Bueno, op. cit.); nosotros no discutimos que, en principio, pueda tener buenos motivos el legislador para incluir esta asignatura, aún del modo más ingenuo. Lo que decimos es que esos motivos, en la medida en que no pueden ser psicológicos, se insertan en unas coordenadas políticas (y no únicamente sociológicas, aunque nos consta que es en este tipo de cuestiones en donde el legislador pone la necesidad): que la justificación es, si no filosófica, sí, al menos, ideológica.

Ejemplar fue la reacción de Federico Jiménez Losantos, preguntando si aquellos bárbaros pacifistas que arrojaban pacíficas pedradas a las «belicosas» sedes del PP constituyen un buen ejemplo de la ciudadanía que quiere ZP. «¿Es esto lo que se va a enseñar?» venía a preguntar con su sorna característica. Pero las piedras que, el pasado 13-M, volaban en las sedes del PP, eran (emic) piedras «contra la guerra», contra «el fascismo», «por la paz». (y esta asignatura ¿no será una pedrada (emic y etic) en la frente de la oposición?). Se comprenderá que si este comportamiento del 13-M es propio de buenos ciudadanos (o al menos, justificable, según los socialistas, por la sed de «verdad» de los manifestantes), entonces, al menos 9 millones y pico de votantes del PP, sencillamente son «malos ciudadanos» por defender aquellas ideas que provocaron la «santa indignación» de las hordas pacifistas.

Pero, aunque quepa sospechar que los finis operantis están también conectados a esta ideología pacifista, políticamente correcta (dando así el paso que, más o menos, Sócrates da en el Gorgias), no nos compete situarnos tampoco en la perspectiva de Losantos. Entre otras cosas porque la acusación es efectista pero débil. Con «razón» o sin ella, se le podrá objetar que los que lanzaron piedras fueron una minoría, que el que robó el jamón en los famosos almacenes era un aprovechado que pasaba por allí y que la inmensa mayoría eran «buenos ciudadanos responsables justamente indignados por las atrocidades del gobierno de Aznar». Y, sobre todo, que bien podría ser uno de los objetivos de esta asignatura la «concientización de los ciudadanos sobre sus obligaciones políticas» que incluyen el ejercicio del «derecho a manifestarse y protestar contra los abusos de quienes les gobiernan». La ironía, al modo de Losantos, centrada en el finis operantis del legislador, nos obliga a saltar por encima de ella, hasta llegar al núcleo de Ideas fundamentales que constituyen el contexto de justificación de la asignatura (lo que nos lleva rectamente al Protágoras), pasando por el conjunto de datos sociológicos, políticos, que constituyen su «contexto de descubrimiento».

Decimos «nos obliga» so pena de quedarse cojeando: es obvio que a Losantos le parecen mejores ciudadanos quienes se mantuvieron, en clausura pre-electoral, reflexionando consigo mismos acerca del sentido final de su voto, en lugar de obedecer los mensajes SMS que pasaron, entre otros, el señor Llamazares. Pero la demostración de que, efectivamente, lo eran, con independencia de lo absurdo de esta meditación metafísica pre-electoral, pasa por la defensa de la política del gobierno de José María Aznar en el conflicto de Irak (que, desde las «coordenadas» de los manifestantes, era la responsable de la masacre) y esta defensa se conecta con la Idea que se tenga de España y del papel que se le asigne en el concierto internacional. Esto prueba, de momento, una cosa: que el reconocimiento del «buen ciudadano» por parte de unos y otros está íntimamente ligado a la ideología de los que reconocen. Y que cuando se ponen entre paréntesis estas ideologías no queda más que un residuo asimilable a las «recetas de urbanismo y buenas maneras».

En otras palabras: si nos situamos en una perspectiva como la que Sócrates mantuvo en el Protágoras, estaremos concediendo la bondad de los finis operantis y, al tiempo, que la asignatura es un imposible «neutro», que su propia estructura interna es la causa de su imposibilidad material. Pero si adoptamos el punto de vista del Gorgias y reconocemos su posibilidad, entonces, no estamos sino afirmando su «malignidad», su carácter dañino en cuanto va vinculado a una ideología (parcial). Por tanto: desde esta perspectiva de los finis operantis conectamos con la naturaleza de los finis operis. Pues no hay sino dos alternativas que volvemos a señalar: la posibilidad misma de los segundos está conectada a los propósitos ideológicos del gobernante de turno, a sus finis operantis. O bien: la imposibilidad misma del proyecto va ligada a la buena e ingenua intención del gobierno.

¿Y no cabría una tercera? ¿no se nos podría objetar que esta ideología defendida por el PSOE y proyectada en esta asignatura es la conveniente? Desde luego que no: si se asume su carácter parcial, ideológico, no puede proponerse como asignatura de un plan de estudios sin que tal cosa pueda considerarse dañina. Al identificar los valores de una parte de la sociedad política (representados por los afiliados, y no tanto los votantes, de este partido) como «valores fundamentales del ciudadano», se está pervirtiendo al Estado poniéndolo al servicio de quien defiende, partidistamente, los valores mismos.

Quien conteste afirmativamente a esta pregunta estará reconociendo, de facto, la instrumentalización de la enseñanza pública en beneficio de una parte: la misma que promueve la asignatura. Al menos mientras no demuestre la necesidad de eliminar a las ideologías alternativas en lugar de tener que contar con ellas. Se estará reconociendo, por tanto, que el gobierno pretende adoctrinar a los estudiantes para asegurarse la continuidad. Nos quedamos, por tanto, como primera conclusión con que: si tal asignatura es efectiva lo será por su carácter sectario, propagandístico. Y si este «carácter» se pone entre paréntesis declarando como finis operantis la lealtad a unos principios universales constituyentes del buen ciudadano, entonces, se deriva en la imposibilidad misma. O Gorgias o Protágoras. O propaganda más o menos efectiva o ejercicio vacuo.

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La cuestión fundamental es la de determinar «a priori» los contenidos de la asignatura. No en el sentido kantiano, sino en aquél que se sustenta sobre el hecho innegable de que quien educa a otro para ser buen ciudadano (y, fundamentalmente, quien determina los contenidos de la materia en la que se debe desarrollar el aprendizaje de quienes la cursan) maneja,«a priori», una concepción, ideológica, acerca de qué cosas le convierten a uno en buen o mal ciudadano. Ahora bien «ciudadano» es el que vive en ciudades; una ciudad se define por su conexión con otras ciudades: la Idea de «ciudad» presupone una red de ciudades sin que quepa aquí utilizar criterios cuantitativos como número de habitantes o de industrias y servicios.

Es decir, la ciudad presupone una sociedad política. Por tanto, la ciudad es un concepto funcional, antes político que sociológico o económico. ¿Y el ciudadano? lo es quien vive en ciudades, y dado que sólo «los animales y los dioses viven fuera de ellas» como decía Aristóteles, exige también un parámetro para fijar la escala. Puesto que la cosa es muy diferente si hablamos en la escala distributiva de los 6000 y pico millones de individuos (Humanidad) o bien, nos movemos a escala menor: la civilización occidental, Europa, España, las comunidades autónomas o la militancia de un partido. El primer compromiso que nos obliga a adoptar el título «educación del ciudadano» es el de fijar el parámetro para saber, entre otras cosas, si:

  1. Nos movemos en el ámbito de la ética.
  2. O en el de la Moral.
  3. O en el de la Política.

a) ¿Podría una educación del ciudadano que tomara como parámetro a la «Humanidad» ser algo más que un proyecto intencional? Desde las coordenadas que manejamos no podemos interpretar que «individuo» sea sinónimo de «ciudadano». La perspectiva que el parámetro nos obliga a asumir es una perspectiva abstracta, ética. Pero la educación ética está conectada antes a los impulsos etológicos («adiestramiento») que a los políticos. Es una educación en la que no caben especialistas ni tampoco asignaturas regladas. Esta es la lección que da Sócrates a Protágoras y que recuperamos aquí: suponiendo que en los finis operantis del legislador estén actuando ideas como la del famoso «pacto de civilizaciones» henchida de armonismo y de eticismo «fundante» (¿de qué otra manera y en nombre de qué «terreno común» –al margen de la ética– podría sustentarse un pacto tal?) debemos condenar dicha asignatura por impotente y estéril. En primer lugar, por tratarse de una perspectiva abstracta materialmente entretejida con la moral y con la política (al modo como el individuo no es un ente aislado sino que vive en grupos de individuos que, a su vez, conviven polémicamente en el seno de un Estado). De modo que las operaciones –actos– de los individuos orientadas a la «acción ética» no son nunca exentas, sino que cabría entenderlas conjugadas dialécticamente con la Moral y la Política. En segundo lugar porque, aun en el caso de aislar, del modo más aséptico posible, los contenidos éticos de sus implicaciones morales y políticas, habría que probar que esa instrucción «ética» puede hacerse a través del «diálogo institucionalizado» entre profesores y alumnos, o a través de la lectura de algún libro (como la ética de Aranguren o la de Savater). Como si la lectura de un libro pudiera obrar, por sí misma, el milagro de la transformación del educando en persona.

b) Si lo que se presupone es que «ciudadano» es un concepto moral, sin perjuicio de que muchos componentes éticos estén siendo integrados en esta perspectiva, es decir: en tanto se supone la existencia de grupos sociales que sostienen unas normas de conducta (morales) uniformes, entonces, una educación tal ha de considerarse inútil. En principio por la dificultad extrínseca de reducir todas las normas morales de los diferentes grupos sociales en conflicto a una sola estirpe de normas morales (que es tanto como «hablar en nombre del pueblo», presuponiendo que «pueblo» es una totalidad sustancial con unas normas morales comunes y no una mera abstracción, un artefacto ideológico que permite –a Ibarreche, por ejemplo– dignificar a quien se atribuye su representación en una especie de comunión mística). Pero, sobre todo, y en perspectiva «interna», porque esas normas morales han de considerarse ya operativas en el momento de enseñarlas e infundidas en el educando mediante la coacción del grupo mismo: nadie puede cobrar por algo que todos los miembros del grupo hacen. Nadie puede institucionalizar una asignatura semejante ni proponer programa alguno distinto al realmente existente. Porque en caso de que los supuestos resultados de la educación moral del ciudadano fueran efectivos sólo lo serían dando por supuesto que existen previamente ciudadanos que objetivamente los cumplen y hacen que se cumplan mediante la coacción institucionalizada. ¿O es que, acaso, se está suponiendo que, de facto, estos grupos sociales no tienen potencia coercitiva y que, por tanto, el Estado debe suplirlos mediante la constitución de un cuerpo de profesores «profesionales» de ética o de pedagogos?

c) En tal caso, la perspectiva es política. Y en cualquier caso lo es. Tanto si se supone que sus contenidos son éticos o morales. El contexto «administrativo» de esta asignatura ya es político. Pero queremos hacer notar que al darle al concepto «educación del ciudadano» un sentido político conviene señalar a qué ideología o filosofía política va conectado. Y es aquí en donde ya no cabe sospechar la benevolencia de los finis operantis. Si se trata de una ideología (no filosófica), de un sistema doctrinal, se debe empezar presuponiendo que el cuerpo de profesores encargados del adoctrinamiento pertenece a la misma corriente. Si se trata de una filosofía política ¿no se deberán hacer explícitos sus fundamentos? ¿Cómo desconectar esta educación del ciudadano de la Idea de Estado que se sostenga? Y en tal caso, y dado que, la Idea de Estado, parece uno de los puntos de fricción más claros entre los dos principales partidos políticos de España, ¿no deberíamos concluir en que esta asignatura es una nueva «formación del espíritu nacional» administrada por una parte que, eventualmente, nos gobierna? Y dado que, al menos en este asunto central del Estado, las posiciones de los grupos políticos son distintas ¿no habría de señalarse esta asignatura como una suerte de catequesis laica, como un burdo adoctrinamiento del que, incluso, se habría suprimido la capacidad de elección de los padres? Si se puede elegir religión «a la carta» ¿por qué no dejar elegir la ideología entre el amplio surtido de nuestra democracia?

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Mucho nos tememos que tal asignatura, al igual que la prometida «Ética para la igualdad de los sexos» de la que no sabemos todavía nada, no da para mucho, aparte de la enunciación misma y de los posibles efectos que pueda tener, de tipo propagandístico. Unas horas más de basura fabricada ad hoc a modo de anestésico no van a cambiar sustancialmente lo que no está conectado a la escuela más que parcialmente. El profesor de educación secundaria no puede enseñar, en uso de su función, a ser buen ciudadano a nadie, sino que debe presuponer que para enseñar algo a sus alumnos éstos deben respetar las mínimas normas de convivencia. Pero que los alumnos «aprendan» a cumplir estas normas tiene que ver con el adiestramiento (más propio de la enseñanza primaria que de la secundaria): la verdad de estas normas está en su fuerza para obligar. ¿Y cómo puede el profesor de enseñanza secundaria tener esa potencia o fuerza para obligar? Y más, precisamente, ahora, cuando los profesores estamos continuamente «bajo sospecha», fiscalizados por las programaciones, por las directrices pedagógicas, por las asociaciones de padres, por los sindicatos de alumnos y, finalmente, por los mismos «valores» morales y políticos impuestos en estas asignaturas.

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Final: «El disfrute de la enseñanza en los valores de la democracia de mercado pletórico». Un apunte final

La ideología del mercado pletórico (del que genéticamente, pletórico o no, proceden los mismos «valores» –ver el artículo de Gustavo Bueno en esta misma revista sobre la imparcialidad del historiador, nº 35, página 2–) se fundamenta sobre el derecho individual a disfrutar de los bienes por él ofrecidos. Entre estos bienes se encuentran los hospitales, la policía e incluso el ejército (cuya justificación se pone ahora en el eticismo de las «misiones de paz», por ejemplo, como si la función del ejército fuera saciar el ansia de justicia ética de los ciudadanos que lo financian con sus impuestos) y, naturalmente, la enseñanza: se nos habla del derecho de los padres y de los alumnos a elegir (entre colegio público, privado o concertado, entre ciencias, letras y artes, entre religión y alternativas, entre horario partido o jornada continua, entre ir de viaje de estudios a Italia o ir a Bélgica).

Esta elección, a su vez, viene a ser la garantía de que padres y alumnos van a consumir satisfactoriamente la oferta educativa. Esta oferta (como si se tratase de cualquier otro bien de consumo) ha de guiarse por la demanda (los propios padres y alumnos, quienes, a través del resultado de sus libres decisiones, se constituyen como «dátor formarum» de la propia esencia de la enseñanza). Los conceptos mercantiles de los que se ha apropiado la moderna pseudopedagogía y la misma burocracia se ven por docenas y son un buen síntoma de cuanto sospechamos: calidad de enseñanza, currículum, porcentajes (de aprobados y suspensos), evaluación, plan de acción, recursos humanos y materiales, optimización... Una especie de lógica empresarial termina también de explotar en los propios centros que muchas veces tienen que recurrir al manejo de estos datos para poder reconocerse en sus «señas de identidad» (el «Proyecto educativo de centro» comenzaba con este título: «señas de identidad del centro».

Cruel paradoja, cuando era la LOGSE –que exigía este proyecto y estas «señas»– la que iba a terminar siendo el mayor factor de alteración de esa identidad: unas reformas de la estructura de los centros que, según me espetaron «modernizarán la enseñanza adaptándola al mundo cambiante y complejo del presente» (saco esta cita de una, ya vieja, discusión que mantuve con un defensor de la LOGSE). En este panorama –del que no vamos a decir nada más, presumiendo en el lector la complicidad–, la educación para la ciudadanía ¿es la nueva etiqueta, la nueva campaña de publicidad para un producto tan viejo como la antigua sofística?: el disfrute individual, el éxito o el triunfo del individuo como fin último y fundamento del proceso educativo. El consumidor satisfecho de esta oferta educativa habrá obtenido un título que le permitirá el acceso a otros estudios o al mercado laboral. Si suspende (consumidor insatisfecho) se hablará de «anomalía en el proceso de aprendizaje». Si suspenden muchos el asunto se disparará (en algunas ocasiones la inspección aprueba por decreto. También, como es sabido, la LOGSE restringe el número de suspensos aprobando, prácticamente, a todo al mundo que así lo quiera). No será tolerable el suspenso porque no conlleva disfrute (no tanto porque no se pueda disfrutar de un suspenso cuanto porque el suspenso mismo sería el indicador de que el alumno «no disfrutaba» con la asignatura y por eso suspendió).

El interés de una asignatura como esta anunciada de la Educación de la ciudadanía ha de proyectarse en este contexto determinante de la ideología del mercado pletórico. Por ejemplo: la educación para la paz –a la que, con alta probabilidad, le debe el PP algún cristal roto de sus sedes– que machaconamente se incluye como el más alto valor de este sistema doctrinal, comienza a adquirir un sentido análogo a la «paz del mercado» de las sociedades de la Alta Edad Media. Un mercado que no era pletórico pero que no por ello podía sustraerse a la norma que, a su vez, iba conectada a la estructura política. Una norma de convivencia interna a las murallas que protegen el mercado que no puede sacarse de quicio al saltar las murallas mismas. Pero que, ideológicamente se ha sacado de quicio, en las manifestaciones famosas por la paz cuyo efecto –bien que tardío y magnificado– no fue la suspensión ni la resolución del conflicto, sino la derrota electoral del adversario político de quienes convocaban las manifestaciones.

Tras el armonismo (tan kantiano) de las justificaciones aducidas por los pacifistas, sigue habitando una norma interna a la sociedad política que se ve desbordada en la misma medida en la que la estabilidad interna (la que permite la paz del mercado) se ve peligrar, no por el enemigo exterior, sino por el político de turno al que se considera responsable («Aznar asesino»), con sus decisiones, de que exista tal enemigo (como si la elección de enemigos fuese poco más que una decisión personal del «gran líder»). De esta forma, se relativiza la importancia de un ataque terrorista al poner la causa primera del ataque, no en la ideología del terrorista, sino en la voluntad egoísta de los gobernantes que «provocan» al terrorista, incluso, al parecer, le «impelen». La educación para la paz habría de impedir, entre otras virtudes salvíficas, que, en lo sucesivo, aparezcan estas voluntades bárbaras. Y todo esto, al tiempo, es perfectamente compatible con la enseñanza del pacífico Islam en los mismos centros en los que se estudia educación para la paz, para la igualdad de los sexos, para la ciudadanía: como es compatible elegir entre consumir cordero sacrificado por el rito «halal» o chorizo de Pamplona.

Y en este contexto ¿cómo adiestrar a los alumnos de forma placentera y relajada?, ¿cómo hacerles estudiar plácidamente?, ¿cómo enseñarles hábitos de lectura sin que se enteren?, ¿cómo convertirles en buenos ciudadanos sin que medie coacción?, (Un profesor de ética ahorra cien policías). Esto es lo que demanda la sociedad (en cursiva, como el resto de cursivas: para «pintar» la ironía, dado que no puede uno, en este medio, entonarla). Para contestar a estas preguntas necesita el Estado un ejército de profesionales en las más variadas artes sofísticas. Un ejército de psicólogos, pedagogos y psicopedagogos, encargados de informar sobre cómo se puede «enseñar y aprender disfrutando» o peor: «enseñar a aprender», «aprender a enseñar», «enseñar a enseñar», y «aprender a aprender», todo ello de manera relajada, claro, y, cómo no, disfrutando a espuertas.

Estamos todos tan relajados que el siguiente paso será dormirnos. ¿O será cambiar la Historia de España por el Tai-Chi?

 

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