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El Catoblepas, número 56, octubre 2006
  El Catoblepasnúmero 56 • octubre 2006 • página 13
Artículos

¿Republicanizar?
Pues republicanicemos

Pedro Insua Rodríguez

La Constitución de la República de 1931 no es una constitución federalista,
ni cuestiona en ningún momento la soberanía nacional de España

«Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más de los que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser ‘esta’ República. ¡Que si lo hubiesen sabido...!»
(Unamuno, «Justicia y bienestar», Ahora, 3 de julio de 1936.)

A nadie se le ocultan, dado la insistencia con la que se manifiestan (por ejemplo hace poco en las Cortes en un homenaje a los veteranos de los Brigadas Internacionales), los planes de republicanización de España proyectados desde determinados partidos políticos «de izquierda» que, dada su gran presencia parlamentaria (reflejo en las Cortes del tripartito catalán, ahora por lo visto en crisis en Cataluña), han llegado a aprobar en esta línea «republicana», y entre otras medidas (retirada de diversos monumentos construidos durante el franquismo...), la Ley para la «Memoria Histórica».

Unos planes que, según se formulan, tienen por objetivo el resolver determinados problemas, reconocidos bien como «territoriales» bien como «sociales», y que, según los diagnósticos manifestados reiteradamente por los dirigentes de tales partidos, afectan al cuerpo político español.

Unos planes de republicanización que se presentan en lo político, curiosamente, no tanto como antimonarquismo, siendo la figura del Rey (puesto por el franquismo), en general, más bien respetada, sino como planes federalistas: muchos españoles, y no sólo los líderes de tales partidos, ven en efecto en el federalismo la solución para los problemas surgidos en torno al «encaje» de determinadas «comunidades autónomas» en el «marco estatal».

Sobre todo en relación a aquellas comunidades en cuyo seno, según se dice, existe un «fuerte sentimiento identitario», el federalismo aparece en los programas de los partidos «de izquierda» como solución adecuada, casi a modo de deus ex machina, para que tales «sentimientos» sean acogidos y acomodados, «respetados», en el Estado español. Así las relaciones entre las partes del Estado, definidas en sus propios estatutos –en ciernes o ya aprobados– bien como «naciones», bien como «comunidades nacionales» o bien como dotadas de «identidad nacional», son concebidas, desde estos partidos, como partes cuyas relaciones óptimas serían las de la federación: es decir, la forma federal del Estado (¿los «Estados Unidos de Iberia»?) sería, según estos planes, la forma ideal para resolver los problemas llamados «territoriales» que afectan al cuerpo político español{1} y que además, con la misma fórmula, y como de suyo (cosa que no se dignan en probar en absoluto), sobrevendrían también las soluciones a los problemas llamados «sociales» (y es que se supone que, como resultado del federalismo, se produciría un «acercamiento» de los centros de «toma de decisiones» al ciudadano que, de modo automático (?), vendrían a resolver tales problemas al hacerse cargo de las demandas de «la ciudadanía» que, de otra manera, se supone serían desatendidas).

A esto se le ha llamado en España «descentralización». Un programa del que, según se dice, aún quedan algunas «asignaturas pendientes» como son la propia reforma (en curso) de los Estatutos de las Comunidades Autónomas, así como la reforma del Senado de la que se quiere hacer una «Cámara Territorial» en la que se vean representadas las 17 Comunidades Autónomas (es decir, en la que los senadores figuren directamente como representantes de las comunidades autónomas). La iniciativa de estas reformas se suele justificar con el hecho de que España, cuando tuvo lugar la aprobación de la Constitución de 1978, ni pertenecía a la OTAN (a partir de 1982) ni a la Unión Europea (a partir de 1986), de modo que, dado que «muchas de las decisiones que afectan a la legislación se toman en Bruselas», es necesario, por lo visto, «actualizar» el marco jurídico para (re)distribuir las competencias jurídicas y administrativas de un modo que evite las confusiones, suplantaciones o superposiciones a que tal situación pudiera dar lugar.

Pues bien, concediendo –y ya es mucho– que el proceso de lo que se ha dado en llamar descentralización haya servido en España para «acercar la administración al ciudadano» (y no más bien para obstaculizar la comunicación entre sus partes y, en definitiva, romper el tejido social español), la cuestión que aquí queremos tratar, o más bien probar, es la de que ni la «descentralización», ni la «federación» son planes que conduzcan de suyo a la República, o tengan que ver con ella: ni con un sistema republicano en abstracto, ni tampoco con un sistema republicano tal como el que se constituye en España tras la Monarquía de Alfonso XIII. Dicho de otro modo, ¿qué tiene que ver el federalismo propugnado por esos partidos «de izquierda» con la República, en general, y con la II República española en particular?.

Allons enfant...

En primer lugar hay que decir que si tomamos como «República en general» a la República francesa de 1793, la de la Constitución del 93 elaborada tras la abolición de la monarquía en septiembre del 92 y la ejecución del Rey en el enero siguiente; es decir, si tomamos como arquetipo republicano a la Francia que surge con la Gran Revolución, poco tiene que ver desde luego la República con la descentralización. Al contrario, la labor de centralización y homogeneización administrativa y lingüística llevada a cabo, en especial durante la Convención jacobina –más a la izquierda que la girondina pero también más centralista–, contra la situación «descentralizada» del Antiguo Régimen (contra su fiscalidad, contra los patois o lenguas regionales, contra su administración de justicia,... que representaban en efecto la «diferencia» del privilegio) permite que podamos decir que la centralización es una idea, en su origen, completamente de izquierdas, esto es, necesaria en la consumación del proceso de holización política que pone en marcha la Gran Revolución (ver Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda).

No digamos nada en relación al reordenamiento territorial mediante el que Francia se ve dividida «hipodámicamente» en los 83 departamentos (según una extensión del área calculada en función del alcance de la comunicación del correo) establecidos a partir de los decretos dados ya (no hubo que esperar a la Convención jacobina) durante la Asamblea Constituyente en diciembre del 89 y enero del 90, y que borran completamente todo «hecho diferencial» que pudiese derivar de las distintas regiones francesas (empezando por la lengua) sobre las cuales se superpone el nuevo mapa departamental. Si además sabemos que esa izquierda jacobina se autodenominaba como «patriota», siguiendo seguramente a uno de sus inspiradores ilustrados, Montesquieu, parecería, y es que así es, que la República, además de centralista, es patriótica en origen y en esencia («lo que llamo virtud en la república –dice Montesquieu en los primeros compases de Del Espíritu de las Leyes (pág. 5, ed. Tecnos)– es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad [frente al «hecho diferencial», insistimos, que representa el privilegio estamental]. No se trata de una virtud moral ni tampoco de una virtud cristiana, sino de la virtud política. En este sentido se define como el resorte –atención porque esto sería como para darle con ello en la cabeza a Llamazares, Zapatero y compañía– que pone en movimiento al Gobierno republicano, del mismo modo que el honor es el resorte que mueve a la monarquía»).

Parece que en efecto la izquierda divina española vive en el mundo al revés, en el País de las Maravillas (ver Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia), y que nada quiere saber de la República jacobina y, menos aún, del instrumento que permitió tales transformaciones, la madame guillotina (y es que la «violencia», ya se sabe, parece ser que no tiene nada que ver con «la izquierda»).

Estado integral en la República de papel

En segundo lugar, si hablamos de la II República española, y si partimos, para analizar este asunto, del texto constitucional del 31, de la «República jurídica» (y es que como observa Bueno la II República, dada su fugacidad, fue más bien una república «de papel»), observamos cómo en absoluto se concibe el Estado republicano como federal. Es más, en el Discurso del Presidente de la Comisión Parlamentaria constituyente, leído en 1931 por el socialista (y penalista de profesión) Jiménez de Asúa, se dice explícitamente «No hablemos de un Estado federal, porque federar es reunir. Se han federado aquellos Estados que vivieron dispersos y quisieron reunirse en colectividad.» (Jiménez de Asúa, Discurso del Presidente de la Comisión redactora del Proyecto de la Constitución de 1931).

Asúa, socialista, insistimos, explicará en seguida en ese mismo discurso, al descartar el estado federal, cuál es el modelo de Estado acuñado en el Proyecto de la Comisión: «Esto es lo que viene haciéndose y esto es lo que ha querido hacer la Comisión: un Estado integral. Después del férreo, del inútil Estado unitarista español, queremos establecer un gran Estado integral en el que son compatibles, junto a la gran España, las regiones, y haciendo posible, en ese sistema integral, que cada una de las regiones reciba la autonomía que merece por su grado de cultura y de progreso» (ibidem). Vemos pues que, al margen de la declaración autonomista, se niega ex profeso la federación en favor de la constitución de España como «Estado integral» (frente al, diríamos, «Estado diferencial» al que tendería Constitución del 78).

En efecto, en el Artículo 1º de la Constitución de 1931 aparece la República así definida («La República constituye un Estado integral,{2} compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones»), y en la que para nada aparece el término de «nacionalidad» ni mucho menos el de «nación» asociado a esas «regiones» (región, precisamente, en tanto que se reconoce como parte, supone estar integrada en el todo nacional, que es España), quedando reconocida como nación solamente España, según se ve en el articulado («Organización nacional», a la que se dedica el Título Primero; se habla en numerosas ocasiones de «defensa nacional», «economía nacional», refiriéndose siempre a España, &c.).

Es más, la propia Constitución de 1931, igual que lo hace la de 1978, prohíbe explícitamente cualquier tipo de «federación» entre esas «regiones autónomas» que pudiesen llegar a constituirse (Artículo 13: En ningún caso se admite la Federación de regiones autónomas). Precisamente se dedican los artículos 14-17 a la «distribución de competencias» entre el Estado y las Regiones autónomas, según las materias de que se trate y en función de los poderes ejecutivo y legislativo (ver en el Apéndice al final). Allí se dice, entre otras cosas, que toda materia relativa a las relaciones internacionales depende exclusivamente del Estado, así como las leyes de extranjería, régimen general de comunicaciones, &c.

Pero especialmente pertinente nos parece subrayar ahora, dada la situación experimentada en muchas «comunidades Autónomas» de la España actual (la de 1978), el Artículo 17 (que también es para darle con él en la cabeza a Llamazares, Zapatero y toda la banda). Y dice así, «Artículo 17: En las regiones autónomas no se podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles.» Esto dice el artículo 17 de la Constitución republicana de 1931 (bien podríamos castigar al «republicano» Llamazares a que lo copiase mil veces).

Al margen pues de lo oscura y polémica que pueda resultar la expresión «Estado integral» (calculado para distanciarse del «uniformismo» que representaba para muchos la España de Primo de Rivera), el caso es que se evita deliberadamente el concepto federal de Estado (reconociendo, además, la federación entre regiones como anticonstitucional), precisamente porque para federar es preciso reunir (foedere) lo que está separado, siendo así que es absurdo reunir lo que ya está unido (ver en este mismo sentido las críticas de Manuel de la Revilla, lo mismo dirá después Unamuno, al libro Las Nacionalidades de Pi y Margall). Sólo se podría reunir si, previamente, se separa lo que ya estaba unido, pero, ¿quién garantiza que tras la separación se produzca de nuevo la reunión?. Esta implicación de la lógica federalista, sin embargo, la conocían muy bien los catalanistas separatistas, siendo muy conveniente para ellos que en determinados partidos cuajase, como en efecto cuajó, semejante aborto conceptual federalista: «Si hoy llegase a España una federación, por fuerza tendría que ser regional, y Cataluña, con plena personalidad, debería unirse federativamente, no con naciones, sino con fantasmas de regiones y con fantasmas de naciones, y yo no creo que a nosotros nos convenga la compañía de fantasmas (Muy bien, Aplausos). Me permito, pues, alterar aquel programa predicado por hombre respetabilísimos, de plena sinceridad radical en Cataluña, que dicen: conseguiremos la independencia de Cataluña, y conseguida la independencia, pactaremos la federación, es decir: formación del Estado catalán y federación con los otros pueblos ibéricos. Estos dos tiempos, yo no los veo consecutivos. Veo otra fórmula. Es la siguiente: primer tiempo, la plena soberanía; segundo tiempo –un tiempo largo–, nos lo pensaremos... (risas); tercer tiempo, aquello que convenga, a la hora debida lo dirán los catalanes que deban resolver el problema (grandes y ruidosos aplausos)» (dice Rovira Virgili, en Els camins de la llibertat de Cataluña, Publicacions de Acció Catalana, Barcelona, 1922)

En definitiva, no es la Constitución republicana de 1931 una Constitución federalista (concepto este también problemático si es que no absurdo), así como tampoco se pone en ella en ningún momento en cuestión la soberanía nacional.

Ahora bien, si bien no se pone en cuestión la soberanía nacional española, tampoco se afirma, como se hizo en las constituciones progresistas del XIX, y no se afirma por la supresión deliberada en el Preámbulo de la frase «nación española» –según voto particular del diputado catalanista Xiráu Alomar–. Mejor dicho, si bien, insistimos, se habla implícitamente a lo largo del articulado de España como nación (art. 53 «los diputados, una vez elegidos, representan a la Nación», art. 67 «El Presidente de la República es el Jefe del Estado y personifica a la Nación», en los que siempre se da por supuesto que la Nación es España), sin embargo el término «Nación española» desaparece en la redacción definitiva del Preámbulo para ser sustituido por «España», sin más: «España en uso de su soberanía, y representada por las Cortes Constituyentes, decreta y sanciona esta Constitución». Esta supresión, que representa una novedad frente a lo que venía siendo habitual en las constituciones progresistas en las que figuraba la «nación española» como titular de la soberanía, es consecuencia, por supuesto, de las concesiones hechas al catalanismo, y no se pudo evitar{3} a pesar de recibir enmiendas en contra por parte de algunos diputados. Y no se pudo evitar porque sencillamente no se quiso poner freno al catalanismo, estando los diputados más preocupados por la República que por España, olvidando las advertencias de Unamuno al respeto: «Cuando aquí [en las Cortes] se habla de la República recién nacida y de los cuidados que necesita, yo digo que más cuidados necesita la madre, que es España; que, si al fin muere la República, España puede parir otra, y si muere España no hay República posible».

El catalanismo y la República de Babel

Porque en efecto, otra cosa es lo que ocurría, no en el papel, sino en la «realidad» republicana: las concesiones y transigencias a las que se prestaron los sucesivos gobiernos republicanos, sobre todo hacia el catalanismo, se ponen muy bien de manifiesto en los debates en Cortes acerca del proyecto de Estatuto de Cataluña en 1932. Ya Azaña, antes de ser presidente –antes incluso del ser de la República–, en un contubernio organizado en un restaurante barcelonés, había enseñado sus cartas en favor del catalanismo secesionista: «Yo concibo, pues, a España con una Cataluña gobernada por las instituciones que quiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad. Unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común y que no es menospreciable. Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizara la herida y pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos. No se dirá que no soy liberal. Pero si esto ocurriera, y en el momento que se presentase, el problema sería otro. No se trataría de liberación común [respecto a la «tiranía» de la dictadura monárquica], sino de separación. No es lo mismo vivir independiente de otro que vivir libre. Nuestro país español es una prueba de lo que digo» (Azaña, Discurso de Barcelona del 27 de Marzo de 1930, sobremesa en el restaurante Patria de Barcelona). Vemos que Azaña, a diferencia del Presidente del gobierno actual, sabe muy bien lo que se dice, según esta matización final, pero aún así transigirá.

Así, ya en el contexto de las discusiones en las Cortes republicanas acerca del Proyecto de Estatuto de Cataluña, resulta muy interesante leer ahora, tal como está la situación política en Cataluña (en España) en el 2006, los discursos de Azaña, a la sazón ya Presidente del gobierno, y observar la ingenuidad, una ingenuidad culpable, a la que queda reducida su posición (ingenuidad que ya se va a poner de manifiesto enseguida en Octubre del 34, con el golpe de Estado llevado a cabo por el recién homenajeado Companys).

Leamos tan solo un fragmento del discurso de Azaña en el que, replicado al instante por Royo Villanueva{4}, ambos se enzarzan. Dice Azaña «Nosotros estimamos que la universidad única y bilingüe es el foco donde pueden concurrir unos y otros; en vez de separarlos hay que asimilarlos, juntarlos y hacerlos aprender a estudiar y a estimarse en común; ése es el carácter que tiene la cultura española en Cataluña: doble, pero común. Y la segunda enseñanza... (El señor Royo Villanova: ¿Pero de quién va a depender la universidad?) Pues de la Generalidad. (El señor Royo Villanova: ¿Quién la va a pagar?) Cataluña, ¡quién la va a pagar! (El señor Royo Villanova: Entonces le digo a Su Señoría que la universidad no será bilingüe, sino catalanista y antiespañola). Pues le nombraremos a S.S. inspector y tendrá muy buen cuidado de que sea bilingüe. (El señor Royo Villanova: Llevaos todo, menos el espíritu español) Señor Royo Villanova, uno de los mayores errores que se pueden cometer en nuestro país –y permitidme que haga esta digresión para contestar a una expresión del señor Royo– es contraponer a las cosas y los sentimientos de Cataluña el espíritu español. (El señor Royo Villanova: Son ellos los que lo contraponen. Protestas y contra protestas)» (Azaña, Discurso como Presidente del gobierno de 27 de Mayo de 1932, en el debate parlamentario sobre el Proyecto de Estatuto de Cataluña). La negrita es nuestra porque, en efecto, queremos subrayar cómo, si bien desde un punto de vista constitucional, en el papel, la II República era menos transigente con el secesionismo de lo que lo es la Constitución del 78 (admitiendo esta en su seno, a pesar del art 2°, el concepto de «nacionalidad» para referirse a algunas «regiones» que además, ya ni siquiera se conciben así, sino que se conciben como «comunidades autónomas», es decir, sin implicar la referencia al todo implícita en el concepto de «región»), la discusión en las Cortes se movía por los mismos derroteros que las discusiones actuales, siendo así que en sede parlamentaria las concesiones hacia el catalanismo van a ser las mismas: la postura del Presidente del gobierno –Azaña entonces, Zapatero en la actualidad– es la de minimizar la amenaza separatista (en efecto «son ellos» los que contraponen España y Cataluña), incluso ocultarla, creyendo poder satisfacer sus aspiraciones con algunas concesiones, no importando incluso si tales concesiones son anticonstitucionales.

Así, en este caso, en relación al conocimiento y uso de las lenguas regionales, la Constitución del 31 dice, en el art 4, que «Salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional». Si la Universidad en Cataluña se hace «bilingüe» como anuncia el Proyecto de Estatuto sobre el que discute Azaña, según «el carácter que tiene la cultura española en Cataluña: doble, pero común», esto viene a significar, como ahora ya sabemos con toda evidencia, que se terminará por exigir el conocimiento de la lengua catalana para acceder a la Universidad. De manera que la «salvedad» manifestada en el artículo 4 pasa a ser la regla, exigiéndose el conocimiento y uso de la lengua regional, y la regla (no ser exigible su uso y conocimiento) pasa a ser la salvedad. Es más, ahora lo que ya sabemos es que ya no hay ni salvedad, es decir, que ya no es que solamente se exija el conocimiento y uso de la lengua regional, sino que incluso se prohíbe el uso de la lengua común. Es decir, no es que no se exija el conocimiento y uso del español –la lengua común– en Cataluña (ya no solo en las universidades catalanas), como debiera exigirse por ley (según ese «bilingüismo» que se dice que la Constitución promueve), sino que se prohíbe el uso del español en Cataluña. Y esta inversión anticonstitucional ya ocurría de hecho durante la República, antes de que se consumase la aprobación del Estatuto del 32, como pudo comprobar Menéndez Pidal según expone en el artículo que precisamente mencionamos en la nota 3.

Republicanicemos

En resolución, lo que queremos decir es que una «republicanización» de España, si con ello nos estamos refiriendo a la II República, y más aún si nos referimos a la República jacobina, no iría precisamente en la dirección del federalismo (concepto absurdo, sobre todo dirigido a España) y la descentralización, según esos planes tan cacareados por los partidos «de izquierda».

Republicanicemos pues, pero más bien, por lo menos como mal menor, en la dirección de la Constitución de la II República, la «de papel»: volvamos a llamar «regiones» y no «comunidades autónomas» a las partes en las que está dividida España administrativamente; que las competencias se «repartan» según el articulado aprobado en 1931; que se cumpla el art. 17, a saber, «En las regiones autónomas no se podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles»;( y, ya puestos, que el Príncipe salga de «El País»)...

¿Por qué esos partidos que se dicen «de izquierdas» no incorporan en sus programas esta parte del articulado de la Constitución republicana? (aquí nosotros se lo dejamos en el Apéndice Final, con algunos subrayados). ¿Por qué hablan de federalismo en nombre de la II República si esta era completamente extraña a semejante proyecto, por lo menos en el papel?.

Si republicanizan, pues que republicanicen, pero por lo menos que lo hagan bien; y, si es posible, mejor aún en la dirección de la Convención jacobina. De este modo sugerimos a estos partidos un primer paso en la dirección de la implantación de una República española: el suicidio. Porque, en efecto, son los programas de tales partidos «de izquierda» los que, a través de sus planes federalistas, siguen los pasos del secesionismo (separar lo que estáunido), gobernando España, no según el interés común, sino en función de los intereses de una parte (esto es lo que llamaba Aristóteles Estado corrupto o degenerado), siendo así que tales planes bloquean toda posibilidad de implantación de una República en España.

Podrán lograr una República catalana, o una República gallega...., pero nunca una República española.

Republicanicemos pues y resistamos a esos planes de degeneración en un montón de republiquitas a costa de España, resistamos a tales privilegios y a semejante miseria política: esto es, ¡¡Defendamos Madrid!! ¡¡Defendamos España!! Y es que en efecto... «si muere España no hay República posible».

Apéndice

Constitución de la República Española · 1931

Constitución de la República Española 1931

España, en uso de su soberanía, y representada por las Cortes Constituyentes, decreta y sanciona esta Constitución.

Título Preliminar. Disposiciones generales

Artículo 1º: [...] La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones.

Artículo 4º: El castellano es el idioma oficial de la República.

Todo español tiene obligación de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias y regiones.

Salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional.

Título Primero. Organización nacional

Artículo 11. Si una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas, comunes, acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo políticoadministrativo, dentro del Estado español, presentarán su Estatuto con arreglo a lo establecido en el artículo 12.

En este Estatuto podrán recabar para sí, las atribuciones que se determinen en los artículos 15, 16 y 18 de esta Constitución, sin perjuicio, en el segundo caso, de que puedan recabar todas o parte de las restantes por el mismo procedimiento establecido en este Código fundamental. [...]

Una vez aprobado el Estatuto, será la ley básica de la organización políticoadministrativa de la región autónoma, y el Estado español la reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico.

Artículo 12. Para la aprobación del Estatuto de la región autónoma se requieren las siguientes condiciones:

  1. Que lo proponga la mayoría de sus Ayuntamientos o, cuando menos, aquellos cuyos Municipios comprendan las dos terceras partes de los electores inscritos en el Censo de la región.
  2. Que lo acepten, por el procedimiento que señale la ley Electoral, por lo menos las dos terceras partes de los electores inscritos en el Censo de la región. Si el plebiscito fuere negativo, no podrá renovarse la propuesta de autonomía hasta transcurridos cinco años.
  3. Que lo aprueben las Cortes.

Los Estatutos regionales serán aprobados por las Cortes siempre que se ajusten al presente Título y no contengan, en caso alguno, preceptos contrarios a la Constitución, y tampoco a las leyes orgánicas del Estado en las materias no transmisibles al poder regional, sin perjuicio de la facultad que a las Cortes reconocen los artículos 15 y 16.

Artículo 13. En ningún caso se admite la Federación de regiones autónomas.

Artículo 14. Son de la exclusiva competencia del Estado español la legislación y la ejecución directa en las materias siguientes.

  1. Adquisición y pérdida de la nacionalidad y regulación de los derechos y deberes constitucionales.
  2. Relación entre las Iglesias y el Estado y régimen de cultos.
  3. Representación diplomática y consular y, en general, la del Estado en el exterior; declaración de guerra; Tratados de paz; régimen de Colonias y Protectorado, y toda clase de relaciones internacionales.
  4. Defensa de la seguridad pública en los conflictos de carácter suprarregional o extrarregional.
  5. Pesca marítima.
  6. Deuda del Estado.
  7. Ejército, Marina de guerra y Defensa nacional.
  8. Régimen arancelario, Tratados de Comercio, Aduanas y libre circulación de las mercancías.
  9. Abanderamiento de buques mercantes, sus derechos y beneficios e iluminación de costas.
  10. Régimen de extradición.
  11. Jurisdicción del Tribunal Supremo, salvo las atribuciones que se reconozcan a los Poderes regionales.
  12. Sistema monetario, emisión fiduciaria y ordenación general bancaria.
  13. Régimen general de comunicaciones, líneas aéreas, correos, telégrafos, cables submarinos y radiocomunicación.
  14. Aprovechamientos hidráulicos e instalaciones eléctricas, cuando las aguas discurran fuera de la región autónoma o el transporte de energía salga de su término.
  15. Defensa sanitaria en cuanto afecte a intereses extraregionales.
  16. Policía de fronteras, inmigración y extranjería.
  17. Hacienda general del Estado.
  18. Fiscalización de la producción y el comercio de armas.

Artículo 15. Corresponde al Estado español la legislación, y podrá corresponder a las regiones autónomas la ejecución, en la medida de su capacidad política, a juicio de las Cortes, sobre las siguientes materias:

  1. Legislación penal, social, mercantil y procesal, y en cuanto a la legislación civil, la forma del matrimonio, la ordenación de los registros e hipotecas, las bases de las obligaciones contractuales y la regulación de los Estatutos, personal, real y formal, para coordinar la aplicación y resolver los conflictos entre las distintas legislaciones civiles de España. La ejecución de las leyes sociales será inspeccionada por el Gobierno de la República, para garantizar su estricto cumplimiento y el de los Tratados internacionales que afecten a la materia.
  2. Legislación sobre la propiedad intelectual e industrial.
  3. Eficacia de los comunicados oficiales y documentos públicos.
  4. Pesas y medidas.
  5. Régimen minero y bases mínimas sobre montes, agricultura y ganadería, en cuanto afecte a la defensa de la riqueza y a la coordinación de la economía nacional.
  6. Ferrocarriles, carreteras, canales, teléfonos y puertos de interés general, quedando a salvo para el Estado la reversión y policía de los primeros y la ejecución directa que pueda reservarse.
  7. Bases mínimas de la legislación sanitaria interior.
  8. Régimen de seguros generales y sociales.
  9. Legislación de aguas, caza y pesca fluvial.
  10. Régimen de Prensa, Asociaciones, reuniones y espectáculos públicos.
  11. Derecho de expropiación, salvo siempre la facultad del Estado para ejecutar por sí sus obras peculiares.
  12. Socialización de riquezas naturales y empresas económicas, delimitándose por la legislación la propiedad y las facultades del Estado y de las regiones.
  13. Servicios de aviación civil y radiodifusión.

Artículo 16. En las materias no comprendidas en los dos artículos anteriores, podrán corresponder a la competencia de las regiones autónomas la legislación exclusiva y la ejecución directa, conforme a lo que dispongan los respectivos Estatutos aprobados por las Cortes.

Artículo 17. En las regiones autónomas no se podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles

Título Tercero. Derechos y deberes de los españoles

Artículo 50. Las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en los Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. El Estado podrá mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República.

El Estado ejercerá la suprema inspección en todo el territorio nacional para asegurar el cumplimiento de las disposiciones contenidas en este artículo y en los dos anteriores.

El Estado atenderá a la expansión cultural de España estableciendo delegaciones y centros de estudio y enseñanza en el extranjero y preferentemente en los países hispanoamericanos

Notas

{1} Cabe observar aquí la paradoja en la que se mueven muchos de estos líderes, y es que, si bien entienden que el mejor modo de resolver los problemas «territoriales» de España es por medio de la federación entre sus partes, también entienden, a su vez, que los «problemas territoriales» son un invento electoralista de «la derecha» porque, en realidad, dicen, no existe tal problemática (el fantasma de la «ruptura de España»): ¿es el federalismo entonces la solución ideal de una problemática ficticia?, ¿en qué quedamos?

{2} Este concepto está tomado de la Constitución de Weimar de 1919, redactada por Hugo Preuss, y en la que se inspiraron, como declara Asúa explícitamente en su discurso, al redactar la Constitución del 31.

{3} Precisamente con este motivo Menéndez Pidal publica un artículo titulado Sobre la supresión de la frase «nación española» (El Sol, 27 de agosto de 1931), en el que lamenta esta «lastimosa» supresión, diciendo, entre otras muchas cosas, «Todo lo que el voto particular –del diputado Xirau– reconoce a España es mirándola como Estado, no como una Nación». Diez días después, el 6 de septiembre, Menéndez Pidal publica otro artículo que es réplica a las críticas que le dirige Rovira y Virgili en La Publicitat, con un artículo titulado Las confusiones del sr. Menéndez Pidal que es respuesta desabrida al artículo anterior de Pidal. En la réplica Pidal se refiere a Rovira y Virgili como un señor que, con «extremosos ademanes», «rebosa el infantil descomedimiento de quien no le cabe en la cabeza que las cosas catalanas puedan ser atendidas bien más que por los catalanes. Yo, como creo que para entenderlas no todo consiste en ser catalán, me voy a permitir responder». Y en efecto responde, una respuesta en la que termina diciendo: «¡Despierta, Rey Don Jaime; habla otra vez de España a los que no piensan sino en su propio Estatuto!» (Menéndez Pidal, El Sol, 6 de Septiembre de 1931)

{4} Uno de los que, por cierto, presentó enmienda a la supresión de la palabra «nación española» del Preámbulo de la Constitución.

 

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