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El Catoblepas, número 86, abril 2009
  El Catoblepasnúmero 86 • abril 2009 • página 7
La Buhardilla

Humor y horror (1)

Fernando Rodríguez Genovés

Humor zafio, vulgar, con poco sentido de la oportunidad y la mesura,
sin agudeza ni ingenio. Situación cómica, absurda, enloquecida,
que pasa a ser circunstancia real. He aquí algunos casos graves
en los que el humor se trueca en horror

Humor y horror

1

¿Por qué los grandes humoristas suelen ser personas de naturaleza poco jacarandosa, de semblante más bien serio, gesto adusto, y por qué es tan difícil verles sonreír? ¿Por qué razón son incluso a menudo tipos con muy malas pulgas? Cualquiera de sus espectadores, y más de uno de sus adeptos, podría esperar de ellos todo lo contrario: comportamiento incansablemente gracioso, inagotable afición chistosa y vis cómica, acompañada por una satisfecha mueca de felicidad, indicadora de poseer oficio tan agradecido y placentero{1}.

Llama la atención, verdaderamente, contemplar la máscara imperturbable de Buster Keaton, mientras sufre las más disparatadas situaciones, que hacen las delicias del público. Pero, mientras tanto, el cómico muy serio, como si la cosa no fuera con él, deambula ajeno en sus correrías con gestos congelados. En España fue etiquetado popularmente con el sobrenombre de «Cara de palo», con ese ingenio que tiene el pueblo para simplificar las cosas, y evitando al mismo tiempo la anglófona pronunciación, que si se realizaba correctamente no era reconocido por casi nadie, y si se rumiaba a la española es decir, «hablando como se escribe», entonces sonaba más a marca de neumáticos o de anticongelantes que a un actor cómico americano.

Búster KeatonLaurel & Hardy

¿Y qué me dicen de Stan Laurel y Oliver Hardy, conocidos asimismo en nuestro país por el seudónimo de «El Gordo y el Flaco», por sus apreciables estampas aunque sin ánimo de ofender, por parecidos motivos que en el caso anterior, o sea, para no confundir sus nombres con hojas de condimentar escabeches, el primero, o con cualquier americano de Alabama, el segundo? El pobre Stan no hacía más que llorar en sus películas, con ese gimoteo infantil del que desespera de su mala suerte, y el sufrido Oli ofrecía una perpetua cara de irritación resignada o de perplejidad inabarcable, según las circunstancias, mientras contenía la ira con nerviosismo mofletudo y manoseo de corbata, como si tocara un clarinete, para no estrangular, del todo, a su patoso compañero de faenas. Pero pocas veces los vimos reír, ciertamente.

Charles Chaplin

Charles Chaplin –más conocido en nuestro país por el diminutivo afrancesado de Charlot, probablemente porque resultaba más estrafalario, y, por tanto, más gracioso asociado a un cómico– sí sonreía en sus filmes, las más de las veces con una sonrisa tímida, de cariz más melancólico que jovial, porque su personaje, profundamente melodramático, está más definido por el encogimiento inocente o el abandono ensimismado que por la alegría alocada. La penuria y la sordidez de la infancia londinense solidificaron un basamento para sus futuras gracias que lograron marcarlas con parda desesperanza, imprimiendo ese tono tan típico en sus interpretaciones de tragicomedia de la vida, aunque para mi gusto con más sensiblería que sencilla sensibilidad.

El único humorista capaz de reír sus bufonadas y lograr en esta impostura un máximo de comicidad fue Groucho Marx. Ciertamente, todo en Groucho es diversión, disparate y delirio, pero tan desbocado e hilarante que no puede tomarse en serio ni a sí mismo ni a su propio humor. Quizá por esta razón, ese humor resultante represente la quintaesencia del arte de la risa, de la ocurrencia gozosa: el humor en estado puro.

La maestría de su comicidad, inseparablemente unida a la de sus hermanos, que le servían de habilísimo contrapunto escénico, pero siempre tan suya y tan personal, se conseguía en el ritmo y la distribución de la situación cómica. Ésta, construida básicamente en forma de diálogos chispeantes, dosificaba el humor de tal manera que era difícil saber en qué momento de los mismos se había completado la secuencia, porque siempre se amenazaba con un comentario último inesperado, un contrasentido desconcertante o una imprevista sorpresa –lo que también se conoce con la expresión otra vuelta de tuerca–, que convertía la actuación en un éxtasis incontenible de felicidad.

Groucho Marx

Pero ¿cuándo hablaba en serio? No lo sabemos. ¿Cuándo podías relajarte y reposar el alterado ánimo para estar preparado en el nuevo asalto cómico? Sólo con los números musicales de sus películas y obras teatrales, interpretadas por los hermanos –coral o individualmente– o por otros actores secundarios y figurantes, tan necesarios en las mismas por este motivo, aunque tantas veces se soporten con tedio (como si se hubiera colado otro filme fraudulento en el de los Hermanos Marx) o trasladen mientras tanto al espectador al vestíbulo del local a fumarse un cigarrillo (como el mismo Groucho invitó a hacer en un aparte, en su película Plumas de caballo [Horse Feathers, 1932], durante una de las inefables serenatas de Chico al piano).

¿Es posible tomarse todo esto en serio? No, esto es humor. ¿Su frenética vitalidad y joie de vivre eran reflejo de pleno acomodo a lo real o de satisfecha visión del mundo? No, todo esto es humor del absurdo, el absurdo de la vida llevado al absurdo, una aflicción que les acechaba continuamente y de la que parecían protegerse, o exorcizar, con su chanza delirante.

Groucho Marx / Woody Allen

Finalmente, la persona y el personaje de Woody Allen también parecen estar en la línea de actuación de los ya señalados. El humor de Woody va dirigido directamente al intelecto, no tanto porque haga pensar (semejante idea se le antojaría, seguramente, petulante y es extraña a su estilo directo), sino porque está, por lo común, bien pensado. Y bien escrito, el guión, digo. Woody es un gran burlón, que encara con bufonadas todo aquello que le afecta y le trastorna: la religión, la psiquiatría, el sexo, la filosofía, la muerte...

Tal vez, en la primera etapa de su carrera como cómico pueda encontrarse el recurso a la parodia y al enredo, instrumentos típicos y muy usados en la comedia, pero desde Annie Hall, el humor ya tiene menos gracia, y no porque fracase en la función de divertir (que lo consigue con creces), sino porque las historias que narra están repletas de argumentos, situaciones y descripciones humanas tan dramáticas, que si no fueran expresadas por medio de su divertido vehículo de comedia, pertenecerían al género trágico más sombrío, aún más que el de su venerado Ingmar Bergman.

2

La aproximación personal que aquí presento al humor y a su sentido, se va mostrando en algunos de sus perfiles que convendrá ya comentar un poco más. Porque lo que dijo Rainer María Rilke referido a la belleza, podríamos trasladarlo al humor (tal vez resulte que no estemos hablando de cosas tan distintas), sin que se nos pueda acusar de ultraje: el humor es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar. Según esta interpretación, el humor sería la manera más inteligente, más humana y más divertida de sobrellevar el devenir de la vida, o lo que es lo mismo, el horror de la existencia, que sólo el alma más sensible pueden advertir: el alma del artista.

El auténtico humorista logra su objetivo (que es el de entretener y divertir sin hacernos perder la cabeza) cuando capta la fuerza del sufrimiento y sabe transformarla en energía gozosa, a modo de élan vital creador y creativo. Transmite felicidad, pero no muestra la felicidad, sino la distorsión del orden cotidiano, que en su originaria y factual forma no resulta a menudo tan grato. La felicidad fluirá como resultado de esa labor de alteración del mundo, cuando satisfechos contemplamos que, por la fuerza del humor, podemos burlarnos de las leyes de la vida y de su peso inescrutable, con belleza e inteligencia. Entonces, nos sentimos verdaderos creadores de realidad, renovada por la creatividad humana. Entonces, ya no tememos la ira de los dioses, porque le oponemos la risa de los humanos.

Este sentido de infracción, trasgresión y rebelión, que contiene el humor, es esencial para entender su naturaleza, y conviene insistir sobre él para no confundirlos con otros productos sucedáneos que inundan la escena. La verdad de las cosas es difícil de percibir y más complejo todavía de expresar. Cuando alguna mente sublime lo logra y llega a comunicarlo, no deberá hacerse muchas esperanzas de ser entendido, más que por un puñado de desesperados tan trastornados como él.

El misterio de la vida, como la tumba sellada de los faraones egipcios, sólo puede ser descifrado a riesgo de asumir los efectos futuros como una condenación, no divina ni mágica, como ha querido ver la superstición calculada de los sacerdotes oficiantes y mercaderes del miedo, sino como una vocación toda ella muy vital y muy humana. Los grandes filósofos y los sabios han hablado de ella, pero casi nadie les toma en serio, acaso porque casi siempre hablan demasiado en serio.

DemócritoHeráclito

La seriedad y el rigor son formas imprescindibles para llevar a cabo una profunda indagación heurística sobre el devenir de la vida y sus meandros, aunque desgraciadamente sus resultados serán muy costosos de reconocer y asumir, sin herir la sensibilidad del espectador que lo teme como un discurso chalado. Muchas tribus primitivas ya trataban a los locos con una mezcla de temor, miedo y rechifla, pues sus desvaríos y excentricidades eran percibidos como actuaciones que no podían ser de este mundo, sino, acaso, mensajes enviados por los dioses, que la lejanía y la sabiduría de su procedencia hacían inaprensibles para los humanos.

El humor cumple la función de ofrecernos la verdad de las cosas bajo la deformación y en ocasiones el histrionismo de lo cómico, para hacer el trance más llevadero, pero no de cualquier manera. El humor trata sobre cosas serias, pero sin seriedad; con broma, pero sin tomarse a broma.

La demanda de diversión es, sin embargo, tan acuciante y la voracidad de las ofertas tan poco escrupulosas, que muchas energías y talentos se muestran dispuestos a ofrecer a las masas lo que reclaman sin concesiones y sin reservas: un producto sencillo, las más de las veces grosero y grotesco en un conjunto envuelto con celofán que pretende ser divertido. Estas masas conforman ya la fibra de la modélica sociedad moderna de masas, que no está dispuesta a vivir más que en el estado de bienestar (a menudo concebido tan imaginario y complaciente como un estado de gracia) y que sólo concede la presencia sinuosa del sufrimiento, del dolor y del horror en los programas televisivos de realidad mediático-virtual.

Lamentablemente, el inquietante diagnóstico que hacía J. Stuart Mill de los comportamientos colectivos parece confirmarse con el tiempo, como en esta descripción del público:

«Si los hombres más sabios, los más capacitados para confiar en su propio juicio, encuentran necesario justificar su confianza, no es mucho pedir que se exija la misma justificación a esa colección mixta de algunos pocos discretos y muchos tontos que se llama el público.»

Este público, que se transforma soberanamente en influyente opinión pública, exige programas educativos y de entretenimiento que sean indistintamente recreativos como objetivo primordial. ¡Muerte al discurso grave! ¡Alegría, alegría!

¿Habrá pues que aceptar sin remedio esta proliferación, hasta lo impensable, de tanto espacio en los mass media dedicados al «humor» y al «espectáculo», como la evolución necesaria de la producción intelectual y el triunfo total de lo alegre frente a lo triste, de lo gozoso frente a lo sombrío de la existencia? No, sino como todo lo contrario. Este panorama, presuntamente renovador, ha atraído las brumas del horror hacia la luminosidad del humor, cuando su función es más purgarlo y retorcerlo, que invocarlo y homenajearlo.

En la mayoría de las manifestaciones «humorísticas» que se contemplan en este momento en cadenas de televisión, programas radiofónicos, cabarets y salas de fiesta, el alcance de trasgresión de la comicidad protagonizada no supera la sonoridad del pedo escatológico, la teta de corista al descubierto – siempre tan vista pero siempre tan gratamente imprevista – , palabras mal sonantes como único y repetitivo recurso de gracia, es decir, zafiedad, estulticia, vulgaridad y ordinariez, en un llamado «humor» que por dirigirse al estómago y a los intestinos, en vez de al corazón y a la cabeza, impropiamente puede ser entendido como tal.

¿Quién no ha visto y oído a esos «cómicos», a esos bufones, tipos desinhibidos que parecen tan felices y desencajados, tan satisfechos y sonrientes en plena labor, transmitiendo jolgorio y ruido a un público entregado, para mayor gloria de la audiencia y la estolidez? En esos espectáculos disparatados, como urgiendo hacer gracia a cualquier precio, degeneran sin remedio en la desfachatez y la bobada, tomándose por comicidad una patética pasión por provocar la risa, a cualquier precio. A eso algunos le llaman humor. Pero eso no es humor. Eso es el horror.

Nota

{1} El presente artículo fue publicado en primera versión en papel, con el título de «Del humor y su sentido (Por los caminos de la risa y del horror)», como capítulo VI del libro del autor Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia 1996, págs. 157-170. Para esta versión electrónica del texto hemos realizado algunas pequeñas podas y contados añadidos, además de aconsejables saneamientos ortográficos, gramaticales y de estilo.

 

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