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El Catoblepas, número 87, mayo 2009
  El Catoblepasnúmero 87 • mayo 2009 • página 1
Artículos

¿Autobuses ateos o autobuses insensatos?
Estudio de un caso ejemplar de
problema filosófico-crítico del presente

Iñigo Ongay

Comunicación defendida ante los
XIV Encuentros de filosofía, Oviedo 13-14 de abril de 2009

Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida

Prolegómenos: el papel de la filosofía en el conjunto del saber democrático y científico.

Damos por sobreentendido que el enunciado titular de estos encuentros («el porvenir de la filosofía en las democracias homologadas del siglo XXI») estaría suscitando inmediatamente el problema del papel que a la sabiduría filosófica –entiéndase, por el momento, esta como se entienda– le estaría dado ejercer en el siglo que comienza habida cuenta, justamente, de que a la luz de las nebulosas ideológicas segregadas por las «democracias homologadas» del presente (sobre todo en Europa, también en EUA), tal «papel» aparecería en el mejor de los casos como superfluo por redundante, en el peor como directamente inconsistente dada la pujanza de las ciencias positivas, &c. Y la cuestión en este sentido no reside tanto en que las democracias de mercado del presente (algunos dirían: las democracias avanzadas) asentadas ideológicamente en el humanismo y el fundamentalismo científico, hayan logrado suprimir la filosofía por vía de su negación –aunque algunas veces, desde luego, este parece ser el caso en lo concerniente tantos filósofos «galeatos»{1} que escriben en la prensa o trabajan en los aceleradores de partículas, &c.– cuanto en que la habrían superado por vía de su realización tanto humanista como científica. Simplemente sucederá que en las democracias de mercado de nuestros días la filosofía misma habría «muerto de éxito» y ello tanto en lo referente a la Razón Pura (pues la investigación científica más vanguardista habría podido sustituirla por completo) cuanto en lo atinente a la Razón Práctica (que habría, según estas premisas, quedado reabsorbida institucionalmente en las premisas humanistas de la ciudadanía democrática del Estado de Derecho) sin que quede tampoco claro en estas condiciones cuáles puedan ser las funciones de la sabiduría filosófica tradicional en tales sociedades políticas democráticas. Mejor aún: tales funciones habrían sido de hecho «superadas por los acontecimientos» si es verdad que cada ciudadano es, por el hecho de serlo, ya de suyo filósofo sin necesidad alguna de haber saludado a Platón, a Aristóteles, a Santo Tomás, a Espinosa, a Kant o a Hegel (y verdaderamente, ¿para qué iba a tener que estudiar tales antiguallas el ciudadano de una democracia avanzada?); de donde, se entenderá, podrá desde luego aconsejarse la supresión de los estudios reglados de filosofía en bachillerato, pero también en la universidad, &c., o al menos su reemplazamiento por los estudios reglados de Educación para la Ciudadanía y de Ciencias para el mundo contemporáneo{2}, &c.

Y lo que resulta verdaderamente significativo en este sentido es advertir que tal eliminación de la filosofía de los planes de estudio de enseñanzas medias, su sustitución por sucedáneos varios, &c., habría venido ajustándose escrupulosamente a los planes y programas educativos llevados a cabo en España por la socialdemocracia homologada (LOGSE, LOE, &c.), con lo que, parecería como si esta misma estuviese incorporando en un grado muy alto los fundamentos doctrinales de semejante «realización democrática de la filosofía», y ello, seguramente, en virtud de las premisas del pensamiento Alicia tal y como Gustavo Bueno las ha diagnosticado en muchas ocasiones. (Véase por ejemplo su libro Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas, Temas de Hoy, Madrid 2006).

Ahora bien, no resulta en efecto demasiado descabellado engranar tal reivindicación de la supresión –por difusión diríamos, o si se quiere, por disolución ubicua– de la filosofía en las sociedades de mercado pletórico con el tópico marxista de la «muerte de la filosofía» es decir de la «realización» o si se quiere, «consumación» de la filosofía (Verwirklichung der Philosophie) en el seno de las sociedades comunistas en las que la lucha de clases hubiese quedado superada tras la cancelación revolucionaria del «reino de la necesidad»{3}. Y, recuérdese, en España, por ejemplo, contamos con el precedente, sin duda que importantísimo, de Manuel Sacristán quien en su trabajo de 1967 El lugar de la filosofía en los estudios superiores habría llevado a término, según el certero diagnóstico de Gustavo Bueno{4}, un verdadero «hara-kiri» filosófico desde una concepción de la filosofía muy particular que, a la postre, incidiría en su identificación con la falsa conciencia de la que hablaba Marx{5}. Se recordará sin duda que la réplica a un tal «hara-kiri» vino dada de la mano de Gustavo Bueno en 1970 con una obra como El papel de la filosofía en el conjunto del saber en la que Bueno acertaba a reivindicar para la filosofía académica la condición de saber sustantivo que Sacristán le estaría negando, y ello sin perjuicio de que tal sustantividad fuese el resultado de una reflexión objetiva –«de segunda potencia»– sobre un entramado de Ideas (el taller filosófico es, en este sentido, el taller de las ideas) cuya symploké mutua se tratará de componer y recomponer incesantemente desde el presente. Esta «geometría de ideas» representaría, justamente, el alcance principal y acaso único de la «crítica filosófica» en su sentido académico sin que quepa tampoco desconocer la circunstancia de que, así entendida, la filosofía no puede sin duda aspirar a ninguna sustantividad «exenta», de primer grado comparable a la que es atribuible a las ciencias categoriales o los saberes tecnológicos o políticos o religiosos de la que proceden las ideas que a ella misma le es dado entretejer.

Y si es verdad que, desde esta perspectiva «actualista», por ejemplo, cabrá denunciar como espurias las pretensiones de alguien que pretenda sentir «vocación por la filosofía» (puesto que decir eso es sencillamente tanto como no decir nada si es verdad que la filosofía por sí misma no dispone de ninguna sustancialidad exenta), también se desprenderá que aconsejar la eliminación de la filosofía (incluso en la educación) es algo sencillamente absurdo fuera del sustancialismo. Se podrá sin duda acabar con la enseñanza de Filosofía I o Filosofía II en el Bachillerato LOGSE, pero no por ello Ideas filosóficas de las más diversas clases, dejarán de abrirse camino inevitablemente a través de las categorías científicas, tecnológicas o políticas de nuestro presente en marcha sin que sea tampoco posible evitar el trato con ellas. En el presente trabajo pretendemos analizar brevemente un ejemplo de lo que decimos. Veamos:

Los autobuses ateos y las ideas de existencia, necesidad y posibilidad.

El «estudio de caso» al que nos referimos queremos circunscribirlo a la campaña que la «Unión de Ateos y Librepensadores» (ULA) ha sacado adelante recientemente en España mediante el expediente de insertar en varios autobuses urbanos la consigna «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida». Este asunto así como la polémica que habría desatado semejante iniciativa (con autobuses evangelistas incluidos, &c.) ha recibido análisis realmente muy vigorosos desde las coordenadas del materialismo filosófico, por ejemplo, por parte de Tomás García López & David Alvargonzález (véase el programa «Autobuses teopublicitarios» emitido por Teatro Crítico en febrero de 2009) así como por Atilana Guerrero en su trabajo «Un “bus ateo”, sí, pero ateo protestante», publicado en el número 85 de El Catoblepas, correspondiente a febrero de 2009.

Por nuestra parte, sin duda, comenzamos por acogernos a la conclusión principal del certero trabajo de Atilana Guerrero según la cual, si no interpretamos mal, tal campaña, empezando precisamente por la apelación al «disfrute de la vida» contenido en su eslogan, sólo podrá cobrar algún sentido preciso desde el mito de la felicidad canalla al que se refiere Gustavo Bueno en su libro El mito de la felicidad (Ediciones B, Barcelona 2005). Un razonamiento canalla que, naturalmente, y sin perjuicio de su «ateísmo existencial privativo» o más bien precisamente por él (por ser tal ateísmo un ateísmo meramente privativo) conservaría, a la manera de un poso degradado pero todavía actuante, el marchamo de la doctrina teológica de la felicidad de la que habría podido desprenderse de suerte que, difuminado hasta el límite de su desaparición el Dios Voluntarista que según Lutero ocultaba a las desdichadas criaturas sus designios soteriológicos, ya no quedará sin duda, razón alguna para «preocuparse» por la certitudo salutis («puesto que Dios probablemente no existe») pudiendo en este sentido, el creyente reformado, tras el trámite de la negación existencial del Dios de Lutero o de Calvino, dedicarse «alegremente» a «disfrutar de la vida», es decir, precisamente, actuar como aquellos «hedonistas sin corazón» de los que nos habla Maximiliano Weber al final de su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sólo que, claro está, únicamente un «cínico» podrá razonar de esta manera, alimentándose a la manera canina de los «restos» que hayan podido quedar de la felicidad ultraterrena una vez el Dios protestante se ha desvanecido en el aire.

Bien, pero sea de esto lo que sea, nos gustaría por nuestra parte analizar la primera parte del eslogan de referencia (es decir: ese «Dios probablemente no existe» que hace, diríamos las veces de premisa necesaria de la que el «disfruta de la vida» parecería dimanarse por vía canalla) por cuanto no parece ni mucho menos demasiado claro qué sea lo que los ateos y librepensandores que han puesto en marcha la campaña habrían pretendido dar a entender mediante ese «probablemente» que cualifica la consigna. Como es sabido la frase de referencia traduce el «There is probably no God» que una asociación análoga de «ateos británicos» habría utilizado bajo los auspicios del sociobiólogo y adalid del innatismo biológico Richard Dawkins en una campaña «motorizada» muy semejante. De hecho, razonando desde un monismo materialista coordinable con el fundamentalismo científico, el propio Dawkins, como decimos impulsor principal de la campaña británica, sostiene en su obra El Espejismo de Dios, que «es muy probable que Dios no exista» (a la manera, como lo señala el propio autor de El Gen Egoísta, que es «muy probable» que los unicornios o el monstruo del Lago Ness no existan, &c.) o incluso que es «casi seguro que Dios no exista»{6}, &c y ciertamente, consideraciones muy parecidas pueden asimismo leerse en otros best-sellers ateos tan recientes como puedan serlo Romper el hechizo. La religión como un fenómeno natural de Richard Dennett o incluso el Tratado de Ateología de Michel Onfray, &c.

Y es que, como señala expresamente Richard Dawkins razonando, por así decir, probabilísticamente desde su ateísmo existencial:

«Que no se pueda probar la inexistencia de Dios es normal e insignificante, aunque sólo sea en el sentido de que nunca podremos probar absolutamente la inexistencia de nada. Lo que en realidad importa no es si Dios es irrefutable (no lo es), sino si su existencia es probable. Esto es otros tema. Se estima que algunas cosas irrefutables son mucho menos probables que otras cosas también irrefutables. No hay razón alguna para considerar que Dios es inmune a la consideración en el espectro de probabilidades. Y ciertamente no hay razón para suponer que tan sólo porque Dios no puede ser probado ni refutado, su probabilidad de existencia es del 50 por 100. Muy al contrario, como luego veremos.»{7}

No obstante a juzgar por el contexto de la polémica, y sin perjuicio insistimos de la apelación más o menos retórica a la «probabilidad», no parece que tales ateos hayan llevado adelante un cálculo de probabilidades preciso tendente a computar matemáticamente la probabilidad de la existencia de Dios (lo que a su vez forzaría a distinguir con escrupulosidad bayesiana las probabilidades anteriores y posteriores asignables a tal existencia{8}, algo que desde luego los ateos no han hecho...entre otras cosas porque sería simplemente ridículo pretender hacerlo) de donde, concluiríamos, tal apelación aparece simplemente como vacía, retórica, como una manera de suavizar la campaña alejándola del dogmatismo que, según razonarán sin duda tales ateos, cuadra más con las posiciones teístas, &c. Pero aunque ello fuese así, y supuesto que la noción de probabilidad en cuanto tal presupone la idea de posibilidad, habrá que concluir, razonando ad hominem, que quienes atribuyen a la inexistencia de Dios un alto grado de probabilidad (signifique esto lo que signifique) estarán, al mismo tiempo, dando a entender que su existencia es asimismo posible –aunque sea muy «improbable» dada la evidencia disponible{9}– y en estas condiciones, será desde luego tarea del teísta «probar» tal existencia según el conocido argumento de abogado de Hanson: simplemente sucede que el onus probandi recae popperianamente en la espaldas del que afirma y no, en modo alguno, del que niega pues, se dirá, ¿cómo puede nadie pretender demostrar la inexistencia de un ser que es desde luego posible pero que nadie, hasta la fecha, ha conseguido probar?

De cualquier modo, estas consideraciones, como se ve, nos ponen delante sin duda de tres ideas filosófica que estimamos verdaderamente clave en el contexto de la presente discusión. Se trata precisamente de aquellas tres ideas que tras haber jugado un papel decisivo en la ontoteología escolástica serían reformuladas por Manuel Kant, no por nada el último escolástico, a título de categorías o conceptos puros deducidos trascendentalmente de la forma general del juicio según la modalidad. Y lo verdaderamente central al menos en lo que se refiere a nuestros intereses en el presente contexto es advertir que tales ideas filosóficas representan la auténtica clave de bóveda de lo que desde Kant conocemos como argumento ontológico tanto en sus versiones explícitamente modales (por ejemplo la versión leibniziana) como en sus versiones anselmianas. Véamos.

Si Dios es posible entonces los ateos de los autobuses son unos insensatos

Efectivamente lo que San Anselmo estará señalando en su Proslogio no es otra cosa que el nexo él mismo necesario (y no ya por razones lógicas sino también ontológicas naturalmente) entre la afirmación posible de una existencia necesaria y la existencia real del ser necesario; y ello puesto que lo que sin duda no cabrá decir es que aquello más grande de lo cual nada puede ser pensado es, sin embargo, sólo posible pero no existente (algo que, si bien se mira, equivaldría a suponer, valga la contradicción que lo más grande es al cabo menos grande que lo menos grande) de donde, se podrá acaso retirar la posibilidad de la existencia de un tal ser (aunque hay que decir en este punto que San Anselmo no contempla expresamente esta posibilidad) pero no en manera alguna comenzar por reconocerla sin concluir al mismo tiempo su existencia real, extra causas. Con ello, parecería como si San Anselmo, sobre todo en vista de la negación existencial pronunciada por el insensato (quien, como es sabido, ha dicho en su corazón: no hay Dios), estuviera procediendo ad hominem frente a un tal insipiens según la ilación lógica que los escolásticos consignaron bajo el rótulo de consequentia mirabilis de tal suerte que, a la postre, de la propia negación de la existencia, pero supuesta su posibilidad, cabe inferir necesariamente la misma existencia que aparentemente se negaba al principio.

Como lo sostiene también Malebranche en su Entretiens métaphysiques:

«Ariste: —Me parece que veo bien vuestro pensamiento. Definís a Dios como se definió él mismo al hablar a Moisés: Dios es aquel que es... el ser sin restricción en una palabra. El Ser es la idea de Dios, es lo que lo representa a nuestro espíritu tal cual lo vemos en esta vida. Teodoro: —Muy bien... Pero el infinito no puede verse sino en sí mismo ; pues nada de lo finito puede representar lo infinito. Si se piensa en Dios, menester es que sea. Tal ser, aunque conocido, puede no existir. Se puede ver su esencia sin su existencia, su idea, sin él. Pero no se puede ver la esencia del infinito sin su existencia, la idea del Ser sin el ser.»{10}

Y de hecho, no solamente Kant en la Dialéctica Trascendental de su Crítica de la Razón Pura sino también Santo Tomás de Aquino o el propio Gaunilón en su Liber pro-insipiente entre otros muchos, habrían concedido a San Anselmo algo muy preciso: que Dios, esto es la idea de Dios, es ciertamente pensable por mucho que efectivamente el argumento anselmiano sólo concluya la necesidad de Dios si se reconoce previamente su existencia. Es decir, el argumento ontológico, según Gaunilón o según Santo Tomás, lograría probar que Dios es necesario si existe, pero no que exista necesariamente, algo que por sí mismo sólo podrá demostrarse por medio de las vías a-posteriori (per ea quae facta sunt, ducto argumento ab effectibus ad causam) que el propio Doctor Angélico recorre en la Summa Theologiae.

Sin embargo, no se trata evidentemente de que Santo Tomás desconozca la necesidad de la existencia de Dios, esto es, la circunstancia de que precisamente en Dios, pero no en manera alguna en las «islas maravillosas» de las que hablaba Gaunilón o en los «cien taleros» que Kant esgrime contra la prueba ontológica, la existencia se identifica con la esencia (dado ante todo que el Acto Puro es Esse tantum) puesto que lo que Santo Tomás niega es más bien que esta identidad de esencia y existencia para el caso del Acto puro pueda ser evidente para nosotros (quoad nos) sin perjuicio de que resulte absolutamente evidente por sí mismo (secundum se){11}. Ahora bien, si esto es así, lo que a nuestro juicio Santo Tomás no estaría advirtiendo es que al razonar de este modo no conseguiría tanto «escapar» del argumento anselmiano cuanto, por decir así, zambullirse de plano en él bajo la forma del insensato que habría puesto en marcha la prueba misma . Y ello puesto que si la existencia de Dios no resulta evidente para nosotros, como lo sostiene el autor de las Summas, ello, sólo podrá deberse a que a su vez nosotros estaremos desconectando contradictoriamente dicha existencia respecto de la idea de Dios que sin embargo concedemos como pensable. Pero es justamente esta desconexión la que resulta espuria, gratuita, si es verdad que Dios, en su condición de ser perfectísimo es aquello más grande de lo cual nada puede ser pensado, es decir, si es verdad que Dios es Dios. Creemos que de este modo, quedaría plenamente justificado el acertado juicio de Gustavo Bueno según el cual «San Anselmo tenía razón en este punto: el insipiens no podría admitir la Idea de Dios y negar su existencia; Santo Tomás al distinguir el orden ideal y el real en la Idea de Dios, se comporta como el verdadero insipiens de San Anselmo, a la vez que testimonio, como ya lo vio Comte, el principio de la destrucción de la Idea de Dios como apariencia.»{12}

Y otro tanto sucede desde luego con los ateos de los autobuses. Si es verdad que al decir que Dios «probablemente» no existe se reconoce con ello que tal existencia, aunque improbable, es con todo posible, entonces, será forzoso concluir en rigor, que tal posibilidad implica necesariamente la existencia real puesto que, para decirlo con la enérgica formulación modal introducida por Leibniz, si el ser necesario es posible, entonces el ser necesario es necesario. Lo que en todo caso no podrá decirse, puesto que ello constituiría una insensatez (es decir, ante todo una contradicción) es que la existencia del ser necesario, a la que se comienza por reconocer como posible, es sin embargo problemática (no apodíctica) dado que entonces, el ser necesario sería sólo contingente. Sólo un insensato, es decir un agnóstico al que valdrá por lo mismo calificar de «creyente vergonzante» puede decir en su corazón: «Dios probablemente no existe». Y por lo demás es lo cierto que siempre podrá señalarse, argumentando ad hominem, que tales insensatos en realidad no saben ni pueden saber lo que están diciendo puesto que lo que ellos dicen es, en rigor, algo imposible.

El lema del autobús y el ateísmo esencial total

Sin embargo, no por ello resulta enteramente forzoso desde nuestra perspectiva concluir dando la razón a San Anselmo. Y ello, porque sin perjuicio de que podamos y debamos reconocer al argumento del Proslogio una extraordinaria virtualidad filosófica en términos dialécticos, &c., esta misma virtualidad no empece la consideración, fundada en la doctrina materialista de la modalidad que expone el Profesor Gustavo Bueno en El Animal Divino{13}, de que ni la idea de posibilidad ni tampoco las de existencia o necesidad pueden ser planteadas en términos absolutos (i.e.: como existencia, necesidad o posibilidad absolutas) sin con ello hipostasiarlas metafísicamente.

Lo que con esto queremos decir es ante todo lo siguiente: que ni la necesidad puede prescindir de un contexto determinante cualquiera (pues necesidad dice siempre necesidad de algo dado un contexto determinante u otro) ni tampoco la posibilidad o la existencia pueden interpretarse, al menos originariamente, como posibilidad o existencia absolutas sino positivas. De hecho tanto la posibilidad como la existencia son nociones sincategoremáticas (existencia o posibilidad de A) que piden estructural e inexcusablemente ser referidas, como coexistencia y composibilidad positivas, a una pluralidad compleja de términos (b, c, d..., n) al margen de la cual tales ideas sólo representarían el resultado asintótico de un paso al límite. ¿Cómo entender, por ejemplo, la com-posibilidad absoluta de un término A al que presuponemos como ab-suelto, desligado de todo contexto exterior? Pues, responderíamos, sencillamente como el resultado de la operación retirar la existencia de A para, tras haber clausurado una tal existencia en su misma reflexividad, volverla a poner de nuevo{14}. De este modo, si tiene algún sentido interpretar a A como posible en sentido absoluto, ello, sólo será porque a su vez se estará entendiendo dicha posibilidad como el límite asintótico, reflexivo, de la composibilidad positiva, de modo que pueda ciertamente decirse que A, al ser componible consigo mismo, no es contradictorio. Ahora bien, dado que presuponemos naturalmente que A tendrá que ser complejo si es que es pensable, esta «ausencia de contradicción» residirá precisamente en que unas partes de A resultan componibles, diaméricamente, con otras . Y es solamente en la medida misma en que no lo sean a la manera de las caras y las aristas de un decaedro regular, que podrá decirse que A es imposible, esto es, incomponible.

Igualmente la existencia sólo podrá entenderse sincategoremáticamente como existencia positiva de A respecto a un conjunto plural, n-ádico, de términos con los que A pudiera co-existir, esto es, una pluralidad de términos enclasados con respecto a los cuales A pudiera, para empezar, componerse (por eso la existencia pide la posibilidad) pero sin quedar tampoco absorbido por ellos. La existencia absoluta de A, desligada de todo contexto envolvente, sólo podrá entenderse como el resultado derivado, no en modo alguno originario, del paso al límite de dicha coexistencia que ahora resultará reflexivizada hasta desaparecer puesto que si A coexiste consigo mismo entonces, sin duda, ello equivale a reconocer que de hecho no coexiste con nada.

Pues bien, precisamente si comenzamos por reconocer con Leibniz que la posibilidad de Dios implica su existencia (esto es: si Dios es posible entonces Dios es necesario), y supuesto que consideramos que existir es coexistir, habrá que reconocer también que Dios existe (co-existe con terceros términos... por ejemplo con el «mundo» que tampoco es nada simple) si es que es posible. Pero en rigor lo que sucede es que desde el momento en que hacemos notar que Dios no existe ni puede existir puesto que en efecto no podría coexistir con las criaturas sin anegarlas por entero en su seno al ser no solamente simple sino también infinito en su condición de causa primera de la creación, habrá que concluir, por modus tollens, que Dios sencillamente no es posible al no ser compatible con la existencia «extra-causas» del mundo, esto es, para decirlo en términos más anselmianos que leibnizianos, que Dios no es pensable desde el mundo. De esta guisa, no se trata tanto de que «nada pueda existir si el Máximo no existiera»{15} como, según parece, habría defendido Nicolás de Cusa en su momento, toda vez que, precisamente, la situación es la inversa: si el Máximo existiera –al menos en su condición cusana de quo maius nihil esse potest{16}– nada podría coexistir con él, siendo en este sentido, necesariamente, no sólo el Máximo, sino al mismo tiempo el único. Cosa evidentemente absurda si es verdad que existir es coexistir.

En este sentido, la cuestión, si no marramos el tiro en nuestra interpretación, se plantea en los términos siguientes: aunque hayamos podido regresar a la existencia Dios desde la existencia de las criaturas, sucede que al límite de semejante regressus, es el progressus mismo de Dios al mundo lo que se ha hecho terminantemente impracticable en la sabiduría de que Dios es tan infinito como simple.

Pero entonces, si Dios no puede coexistir con el mundo (esto es con el mundus adspectabilis), y dado que empezamos por reconocer a Leibniz la fuerza de su consecuencia (i.e.: si Dios es posible –esto es: pensable– entonces Dios es necesario, es decir, existente), la conclusión que terminaremos por poder recobrar en virtud del argumento ontológico teísta, sólo que ahora, claro está, leído al contrario, por modus tollens en lugar de modus ponens,, es ella misma muy nítida, a saber: nadie puede pretender pensar a Dios puesto que, en rigor, Dios es imposible.

Lo que con esta lectura a sensu contrario del argumento del Proslogio (una lectura por cierto, cuya posibilidad, por así decir, combinatoria pudieron reconocer en su momento filósofos como Leibniz pero también Descartes, Fenelón{17}, incluso Duns Escoto{18}, &c) se estaría negando no es tanto la «existencia» del ser necesario cuanto la existencia de su idea, o lo que es lo mismo, se estaría –para utilizar una fórmula empleada por Bueno en algunas ocasiones{19}– «abriendo el proceso» a la posibilidad de su esencia. Una esencia que quedaría ahora destruida, enérgicamente triturada{20} en razón de la presencia de atributos directamente incompatibles unos con otros.

De este modo: ¿cabrá por ejemplo pensar inteligiblemente a un ser omnisciente cuya ciencia sea compatible con la existencia sistemas de caos deterministas directamente impredecibles?, o también ¿cómo coordinar la tal omnisciencia o también la infalibilidad de su decreto omnipotente con la libertad de indiferencia de las criaturas si es que, con el Concilio de Trento, consideramos anatema decir que Dios quiere el pecado «hasta el punto que la traición de Judas no es menos obra suya que la conversión de San Pablo»?{21}, pero todavía más, si es que Dios es omnipotente, ¿cómo conciliar este atributo con el hecho de que Dios no pueda, ni aun de potentia absoluta, crear sustancias sin accidentes (pues si lo hiciera ya no las estaría creando al faltarles el accidente de la «relación» que es trascendental a toda criatura en cuanto tal según lo analiza Santo Tomás) pero tampoco crear sustancias verdaderamente eternas (dado que aunque las creara desde la eternidad ellas mismas seguirían dependiendo ontológicamente del Creador de quien recibirían el esse participado al margen del cual volverían a la nada sobre la que permanecen incesantemente suspendidas), comunicarles la virtud creadora o «sencillamente» hacer que dos cuerpos ocupen el mismo lugar, según el accidente de la cantidad, de modo circunscriptivo, &c.?

Sin duda se responderá, al menos en la tradición intelectualista de Santo Tomás, que la omnipotencia de Dios consiste sólo –y ya sería bastante– en poder hacer todo lo que no es imposible, pero ello mismo, ¿no es tanto como limitar la omnipotencia en virtud del principio de no contradicción? Y a su vez, ¿no es absurda esta limitación si se reconoce, por vía voluntarista en el sentido de Occam, que «para la omnipotencia divina» no hay nada imposible? Desde luego nosotros no sabemos qué alcance pueda tener la omnipotencia fuera de tal reconocimiento.

Y si Dios no puede querer el mal (puesto que si pudiera, o todavía más si el bien fuese aquello que Dios quiere y no a la inversa habría que dar la razón entonces no sólo a Occam sino también, y acaso muy decisivamente al Lutero de De Servo Arbitrio), ¿en qué sentido cabrá decir que es sin embargo omnipotente? Tampoco puede un ser simple y por ende inmutable, en la medida en que tal simplicidad tenga algún sentido, causar nada en el tiempo y menos aun identificarse con voluntad alguna (pues la idea de una voluntad que estuviera constantemente en acto es un contrasentido) a la manera como, por lo demás, tampoco la noción de causa sui –la noción de un efecto que sea su propia causa– puede tener sentido alguno inteligible fuera de la metafísica más descontrolada.

Inconsistencias todas ellas que provienen sin duda de la soldadura ad hoc entre el Dios de las religiones terciarias (el Dios de Isaac, de Abraham y de Jacob) y el Motor inmóvil de Aristóteles que, como es sabido, ni había creado el mundo ni tampoco podía conocerlo ni, de hecho, darse a conocer por él si es verdad que «sólo Dios es teólogo». Y es que la situación es grosso modo la siguiente: si como Gustavo Bueno lo ha consignado algunas veces, el Dios de Aristóteles «rompe a hablar» en Santo Tomás, ello, sólo será a precio de que ese Acto Puro al que tan inopinadamente le hubiese crecido un aparato fonatorio comience a decir incongruencias

Ahora bien, estas consideraciones han llevado a Gustavo Bueno a proponer un ateísmo esencial total que muy lejos de limitarse a la negación de la existencia de Dios (algo que, en efecto, sería bien insuficiente de suyo e incluso contradictorio), negaría en realidad su misma esencia, reduciéndola a la condición de una paraidea o una pseudoidea, quedando en consecuencia, y a fortiori, igualmente negada su existencia en virtud del circuito argumental anselmiano:

«Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: “¿Existe Dios o no existe?”, o bien: “¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?”, quedarían dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia (“ ¿existe Dios?”) se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatical y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: “Dios es existente”) y esto supuesto es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia ; y dicho esto sin detenernos en sus consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está también negando la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.»{22}

Pero entonces, sigue argumentando Bueno:

«El ateísmo esencial sostiene que la idea de Dios es una pseudoidea, o una paraidea, una idea compleja inconsistente, del estilo del concepto de decaedro regular, y por ello se resiste a aceptar las preguntas antedichas. Porque lo que el ateo esencial está negando no es la existencia de Dios sino la idea de Dios de la Teología Natural (que por supuesto no puede confundirse con la esencia o la existencia de una divinidad óntica finita, como pueda serlo Zeus, Odín, Apolo o acaso el monstruo del Lago Ness).»{23}

A la luz de tal ateísmo esencial total, el ateísmo existencial de la Unión de Ateos y Librepensadores queda, simplemente, en ridículo como un ateísmo indocto y afilosófico. Un ateísmo por lo demás que, cuando se coordina –como es el caso de Ricardo Dawkins sin ir más lejos– con el gnosticismo racional{24} propio de ideologías como la del fundamentalismo científico o el humanismo gradualista socialdemócrata habrá removido el sujeto divino sólo para conservar, mediante el expediente de la negación del ignorabimus, algunos de sus atributos (por ejemplo su ciencia perfectísima) lo que vuelve a ser tanto como mantener la esencia del Ens necessarium ac perfectissimum aunque se haya negado gratuitamente su existencia.

Final: el caso de los autobuses y el papel de la filosofía en el bachillerato

Pero esto no es todo. Porque sin duda tanto o más significativo que este ateísmo existencial ejercitado por los «librepensadores» es advertir hasta qué punto este mismo acaba por concatenarse en el lema de referencia, en virtud del mito de la felicidad canalla, con una apelación al «disfrute de la vida» que sólo podrá entenderse desde un ateísmo privativo que se mantenga prisionero del Dios Pantocrátor cuya existencia sin embargo se estaría negando puesto que en efecto de cualquier otro modo la consecuencia es simplemente arbitraria (¿qué tendrá que ver que «Dios no exista» con el «disfrute de la vida»?). Y este mismo «disfrute», cuando se ha desconectado{25} de todo referente objetivo asociado a las doctrinas ontoteológicas de la felicidad, podrá coordinarse con mucha facilidad con la inmersión recurrente del ciudadano-consumidor en la plétora de bienes que la democracia de mercado ofrece a su libertad objetiva. De este modo, diríamos, los postulados de la campaña atea y «librepensadora» entroncan de manera verdaderamente muy nítida con las premisas sobre las que se asienta la democracia de mercado en su recurrencia inagotable de bienes de consumo.

Concluimos. Como puede comprobar el lector con facilidad sencillamente juzgando por casos como el analizado, no es que la filosofía académica haya quedado enteramente aniquilada tras su realización administrada por el estado de derecho, pues aunque se elimine de los planes de estudios de secundaria y bachillerato lo que con ello se habrá suprimido es todo lo más la filosofía exenta dado que el trato con ideas filosóficas en cuanto tal seguirá refluyendo una y otra vez al hilo mismo del incesante hacerse y deshacerse de nuestro mundo en marcha (incluyendo en este punto los autobuses urbanos que surcan las calles de nuestras ciudades) . Por ello, no corremos a nuestro juicio demasiado riesgo si nos arriesgamos a aventurar que en el porvenir seguirá siendo tan necesario filosofar como en el pretérito. Sin embargo, y puesto que el trato crítico con ideas de nuestra tradición como puedan serlo, entre muchas otras, las de Existencia, Necesidad, Posibilidad, Dios, Felicidad o Ateísmo, exige un rigor geométrico mínimo que tampoco habría , mal que les pese a los ideólogos del Estado de derecho, por qué presuponer espontánea, armónicamente distribuido entre los ciudadanos de la nación, se seguirá que la institución enseñanza de la filosofía en bachillerato cobra un sentido muy preciso en cuanto que disciplina crítico-lógica{26}, o lo que es lo mismo, a la manera de una paideia mínima capaz de dotar a los ciudadanos del Estado de Derecho, pero independientemente de las nematologías administradas por sus ideólogos, de las herramientas necesarias y suficientes para que no les engañen en el autobús.

Notas

{1} Hacemos uso de este término en el sentido en que lo utiliza Gustavo Bueno en su obra El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid 1970, pág. 54: «Tipo “Galeato”.– Con este nombre, un poco arcaico, designo la actitud antifilosófica mantenida por escritores de temas realmente filosóficos, pero que, por causas diversas, desean segregarse de la filosofía. Se diría que su deseo está destinado a defenderse de la probable clasificación que sus escritos merecerán, como escritos filosóficos. Acaso se dirigen veladamente a otros científicos para hacerles llegar la impresión de que pertenecen a su misma raza –hypotheses non fingo–. Es una actitud característica de quien cultiva nuevas disciplinas, tradicionalmente reservadas a la Filosofía –la Psicología, la Antropología–. Como ejemplo “galeato” podrían tomarse algunas manifestaciones de Lévi-Strauss, frente a Sartre. También hay tecnócratas cristianos que abominan de las ideologías, para presentar sus posiciones políticas como puramente científicas y racionales, y reservándose el derecho “intimista” de su fe, una vez que se ha negado a la Filosofía sus pretensiones “ilustradas”.»

{2} Remitimos en este punto al lector al estudio magnífico de Joaquín Robles, «El consejo de Europa y la educación del ciudadano», aparecido en El Basilisco, nº 36 (2005), págs. 19-26. En lo atinente a las «Ciencias para el mundo contemporáneo» resulta altamente recomendable la lectura de un análisis igualmente interesante: Marcelino Suárez Ardura, «Ciencias para el mundo contemporáneo», en El Catoblepas, nº 77, Julio 2008, pág. 12.

{3} Tal y como Gustavo Bueno nos lo recuerda en su reciente artículo «Educación para la ciudadanía, una crítica desde la izquierda», El Catoblepas, nº 85, marzo de 2009, pág. 2.

{4} Vid. El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 21.

{5} Sobre este asunto, véase Pablo Huerga Melcón, «Notas para un análisis materialista de la noción de filosofía de Manuel Sacristán», El Catoblepas, nº 48, febrero de 2006, pág. 13.

{6} Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Espasa, Madrid 2007, pág. 174.

{7} Cfr. Richard Dawkins, op. cit., pág. 64.

{8} Véase por ejemplo, Elliott Sober, «Intelligent design and Probability Reasoning», International Journal for the Philosophy of Religion, 2002, 52, págs. 56-80.

{9} Así por ejemplo razona Russell en su controversia con Frederick Copleston; vid. al respecto, Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano y otros ensayos, Edhasa, Barcelona 2006, págs. 253-293.

{10} Cit. por Étienne Gilson, El Espíritu de la Filosofía Medieval, Rialp, Madrid 2004, págs. 68-69.

{11} Como sostiene Santo Tomás en De Veritate: «Sed in Deo esse suum includitur in eius quidditatis ratione, quia in Deo idem est quid est et esse, ut dicit Boetius et Dyonnisius; et idem est an est et quid est ut dicit Avicenna; et ideo per se et secudum se est notum.»

{12} Cfr. Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 424.

{13} Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión, Pentalfa, Oviedo 1996, 2ª ed., págs. 365 y ss.

{14} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 373.

{15} De Docta Ignorantia, I, 6-H1-212.

{16} De Docta Ignorantia, I, 2 H1-198-BVIII.

{17} «Es menester pues, o negar absolutamente que tengamos alguna idea de un ser necesario e infinitamente perfecto, o reconocer que nunca sabríamos concebirlo sino en la existencia actual que hace su esencia.», Traité de l´existence de Dieu, cit. por Étiene Gilson, op. cit., pág. 69.

{18} En efecto, el doctor sutil argumenta en su tratado De Primo Principio que antes de probar, anselmianamente, que la infinitud de Dios involucra su existencia real resultaría imprescindible «colorear» dicho argumento mostrando que el entendimiento no encuentra repugnancia mutua entre las razones de ser e infinitud puesto que si tal repugnancia (incompatibilidad) pudiera ser reconocida, el argumento obviamente no probaría nada... o probaría lo opuesto, a saber: que Dios es imposible.

{19} Nos referimos a Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, ed. cit., págs. 76-77: «Podríamos expresar esto en la forma de un argumento “doblado” del argumento ontológico: “Sólo podemos tener la idea de Dios si afirmamos que Dios existe”. El argumento ontológico doblado es el mismo argumento de San Anselmo (“si tenemos la idea de Dios, entonces tenemos que afirmar que Dios existe”), aunque verbalmente disfrazado. Esto equivaldría a aceptar el planteamiento del argumento ontológico, pero no la conclusión que se quiere sacar de él, el “modus ponens”, a partir de la hipótesis, que San Anselmo da por evidente: “tenemos la idea de Dios” (D). Pero esto es lo que se trata de demostrar, y aquí se apoyaría la inversión que, en realidad, recibe el argumento en la filosofía moderna, incluso por quienes lo admiten. Quienes lo admiten, sin embargo, entre los filósofos modernos, diríamos que han abierto “el proceso”, no ya a la existencia de Dios, sino a la misma idea de Dios: aparece este “proceso” en el Descartes de la “Tercera Meditación”, en la misma “prueba de la posibilidad de Dios”, de Leibniz, y, sobre todo, en Hume (por ejemplo, en la parte IV de los “Diálogos sobre religión natural”).»

{20} Sobre esto también puede (debe) consultarse el siguiente trabajo de Javier Pérez Jara, del máximo interés para el tema que nos ocupa: «Materia y racionalidad. Sobre la inexistencia de la idea de Dios», El Basilisco, nº 36 (2005), págs. 27-65.

{21} Cfr., por ejemplo, Eduardo Hugón, Las veinticuatro tesis tomistas, Porrúa, México DF 2006, pág. 218.

{22} Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.

{23} Op. cit., pág. 21.

{24} Véase Gustavo Bueno, «Ignoramus, ignorabimus», El Basilisco, nº 4, 2ª época, 1990, págs. 69-88.

{25} Consúltese la delimitación por parte de Gustavo Bueno del concepto de felicidad canalla. Cfr., Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 277.

{26} Así lo dice Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 217.

 

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