Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 12 • febrero 2003 • página 9
Bienvenida a la sección Arco de medio punto,
que Fernando Pérez Herranz mantiene en El Catoblepas
I
Sucede con el tiempo. Se mueve y todo cambia. Los caminos derivan. Nunca, al volver, son los mismos. Pero el espacio dura, es terco, aunque su consistencia sea engañosa. El tiempo, sin embargo, restaura las frágiles figuras. No es cierto que las deteriore, que socave cuanto hay, las montañas, los paisajes, los rostros. El tiempo las restaura, las transforma, las cambia. Sucede que nosotros somos lentos, renuentes, animales adaptados, investidos por el hábito. Confundimos lo habitual con lo conocido, con la seguridad, con la reiteración de lo mismo. Confundimos la apariencia de lo mismo con la necesaria identidad. Sucede que lo mismo es una apariencia que cambia con la alteridad que el tiempo necesariamente mueve, entonces experimentamos la inseguridad, la inconsistencia de nuestra supuesta identidad. Identificados con las cambiantes apariencias, ¿dónde encontraríamos la mismidad que ningún cambio, ninguna deriva, ninguna alteración alterase?
Quien busca en la memoria, encontrará las líneas pérdidas de su identidad. Pero esta no puede construirse si no es a costa de las trazas que la memoria oculta en su transfiguración permanente. Proust tuvo que escribir sobre los siete pilares del olvido mientras el tiempo horadaba el tejido de su espíritu asmático. Los que en un tiempo eran gráciles damas, sombras luminosas recorriendo las playas de Deauville, son luego altaneros amantes aristócratas. Tendido sobre la cama, espera el enfermizo autor el beso de la madre fallecida. Línea tras línea intenta recuperar las trazas que la luz traza sobre los trazos del mosaico. Los siete volúmenes están ahí, concretos, positivos. Marcel Proust, en este su futuro imposible hubiera encontrado el reverso de su tiempo perdido aquí, en el nuestro, el del presente que acaece envuelto por la matriz de aquel que el francés buscara con ansias y reflejos, el de la Historia que se distribuye desde entonces por los libros, las leyes, las noticias, los signos de este mundo. Otro Proust, sin duda, nada que ver incluso con lo que aquí se dice, ni con sus siete libros, pues no pertenece a ellos, sino al tiempo. Al tiempo del lector que escribe para ver ahí las líneas perdidas de su propia memoria inaudita.
Mismidad, alteridad. El tiempo parece ese «sí mismo» inescrutable que deja ver su «rostro» sobreimpreso en el espacio de la cara. De ahí el gesto, la mirada, esa invisible visibilidad que somos. Otro modo de ser, el tiempo abriendo las articulaciones del espacio corpóreo. Desmembrándolo. Alma del Mundo, se diría provocando a quienes en polémicas sin tino no atinan con el humor adecuado que guardan las añejas tinajas. Uvas agraces parecen ser el caldo de sus brindis.
No hay tiempo que perder, pero podemos perdemos por entre las apariencias que el tiempo traza, creyendo que todos los caminos van a Roma y dejando pasar la hora del amigo, del otro, de salir del claustro y pasear realmente por Deauville, de hablar con el más próximo, siempre ahí, a lo lejos. Y escuchar, recorrer de nuevo las líneas perdidas de los libros imposibles. Estabilidad imposible que busca en las derivas del tiempo la mínima figura sostenible de un milano. Nuestro cerebro, distribución sintáctica de esa inteligencia que extiende la mano, que mira a lo lejos, que habla y siente la melancolía que el tiempo triza. Y eso pese al optimismo alegre de algunos amigos que se orientan por el sol Mediterráneo.
Aquí, sucede que el tiempo pasa y confunde lo habitual, los rostros, las ausencias, los recuerdos, con un guiño burlón que sólo las mareas y Nietzsche presagiaron. Los ociosos se ven obligados a hacer algo con su tiempo, destruir las memorias, sin saber que son parte de esa totalidad que el tiempo cambia, articula, eleva y, ahí en la cúspide del arco de medio punto, cimbreante, sostiene las pilastras que engañosas se creerían fundamento del cielo mismo. Las líneas se pierden en la embocadura que la piedra esculpe. Pero están ahí, en las palmas de las manos, las mismas que sujetan el cincel, el lápiz, la escuadra. Las líneas de las manos que se pierden extendiéndose en la miseria y se esconden en el interior del puño embravecido. Las líneas del dolor y de la ira, las líneas del temblor, las de la vida.
Parece que ayer fue cuando vinimos a creer en los caminos, los bosques y las sendas, como si ahí, cruzándose las rayas de los globos terráqueos infantiles, el centro del Mundo convergiera y la Naturaleza apareciese esculpida por el Tiempo, faz del Universo que nuestros ojos miran con una naturalidad pasmosa, habitual. Y qué extrañeza de súbito, la de las cosas enfrentadas a los ojos, la de los ojos que miran como si fuera la primera vez las manos mismas, su forma, su osadía, las líneas que esconden la sucesión del tiempo en su presencia. Ayer parece que fue nunca si no fueran las cosas insistentes, las memorias tangibles, lo distante a la mano, los calendarios que mienten para allegar la verdad entre las cifras, como una cábala de periódico, como quien oye llover.
¿Qué hacer con este tiempo que nos falta en cada instante en que sucede todo cuanto sucede? Perdemos la ocasión, y fútiles gastamos lastimeros los momentos, los respiros, el albur que se abre entre las líneas que delimitan el cuerpo. No hay tiempo, hay cosas. El tiempo es, y deja su presencia en la ausencia misma que ocupa el espacio de las figuras, de los rostros, de los ecos. Somos esa misma ausencia que se busca y se confunde, se identifica con las cosas, los bultos, y sus sombras, veneros de la muerte.
II
Alcanzar la pureza del presente. Al tiempo mismo. Pero el tiempo es impuro, porque es la acción de lo mismo sobre lo otro. La impureza de lo temporal se manifiesta en el espacio que las figuras extienden en su hacerse y deshacerse. Todo el presente es incapaz de concretar un gesto, una palabra, un objeto. Se necesitan los espacios infinitos, los plurales momentos, la discontinuidad de los cuerpos, de las partículas, de los finitos y contingentes bucles donde el tiempo trace el movimiento circular de las palabras. Hay estancias sin voz que nos esperan, y soles que giran en el mismo sol que alumbra la negrura del océano. Oscuridad y luz, ciclos nocturnos, potencias que esplenden en la impureza de su acción, del suceso diurno. Y ese gasto, ese consumo, esa extenuación de las redes sintácticas que recogen las acciones, las sensaciones, las mezclas, las confusiones, las relaciones que las conductas entablan. Redes sinápticas, sensoriales, redes internas que pululan por los poros atravesando la topología tubular de nuestros cuerpos adentrados en la espaciosidad de la luz misma que sucede al tiempo necesario, el que somos, el que nos atraviesa, el que nos envuelve desde la diacronía de su disyunción: tú, yo, aquellos...
Redes sinápticas que soportan sentido, sentido que dirigen las manos y los ojos, los oídos, las piernas, la musculatura, la piel externa que las recubre. Matriz gramatical de los cerebros múltiples, de los rostros que empero se suceden como apariencias habituales, cómodas, resultantes. Solapamiento difuso que reniega de toda la mística que surte como un borbotón del bisturí que corta más allá del tejido que el cirujano toca, ve, delimita con su tomografia axial computerizada. Incrédulo, asevera el uno que ahí no hay nada, como un Gagarin de la neurología y otro, terco, asegura en cambio que de ahí emerge todo: el mundo, la palabra, el bisturí, Gagarin y el santo Grial, pues que vasos y sangre faltar no faltan. Redes, módulos, lóbulos, hemisferios... todo un mundo ante los ojos y las manos cercenado del resto del mundo, incluso de las manos, del bisturí, del quirófano, donde el cirujano busca lo que no hay y nada sabe ni quiere saber del principio de incertidumbre, de las singularidades, del todo y las partes, de esa red en la que sin embargo inevitablemente él se encuentra y que ya no es la de su paciente, ni siquiera la que se atribuye a sí mismo, prodigiosa como no iba a ser menos, red sucinta, finita, recortada, encerrada en el túbulo corpóreo, operativa por tanto, pero por ello mismo extensa, conexa con otras, urdimbre mundana donde el durmiente yace a expensas del juicio técnico, clasificatorio de las ciencias que describen las cosas que en el espacio aparecen a través del tiempo.
Impuro tiempo inmiscuido entre los fenómenos del mundo, siempre cambiante, siempre en destrucción y construcción , en la transformación misma que lo hace real, estar ahí, de resultas de nuestra incierta actividad tan singular, pragmática.
III
...el año quedó atrás, y el siglo y el milenio; el arco se comba recortando un nuevo escenario donde esperamos encontramos con los amigos de ayer y los de siempre. Saludemos entonces la curva de la línea, la geometría y sus figuras.
Sobre las jambas de piedra, sosteniendo el espacio combado, se traza el semicírculo cuyas líneas ignoro. Es necesario detenerse bajo su bóveda. Alguien lo construyó para retener el tiempo dentro del espacio antes de que las líneas del pasado se desdibujaran, pues las líneas del futuro designan la menesterosidad de nuestros deseos, su imposible exceso. Ahí lo mismo parece sonreír, reflejándose en la ironía de la piedra. Alguien lo construyó y, al hacerlo, acaso el movimiento se detuvo en la piedra que conjuró la inerte tendencia que al suelo la convoca. Bajo el círculo que insinúa el pórtico de piedra, obedeciendo a su mandato, entramos allí donde el arco dispone de un espacio que no había. Las líneas más allá se pierden. Si extendemos los brazos y abrimos las piernas quedamos, bajo la arcada sustentada por las jambas de piedra, situados en medio de una geometría cuya arquitectura nos permite percibir la abstracción misma de nuestro dinamismo y su topología, que se organiza en la equidistancia de los extremos y la atracción a la que su centro somete las líneas que centrífugas divergen, perdiéndose tras la convergencia que de los otros cuerpos el nuestro recaba. Ahí, entre las piedras sustentadas por las fuerzas invisibles de la cosmología, la «tierra no se mueve», ni el cuerpo, ni el instante que por ser tal espera. Cardinales, los extremos concitan a los elementos mismos: el aire, el agua, el fuego y la tierra.. Así, este nuevo espacio de la geometría mediterránea abre para nosotros la posibilidad de reencontrar las líneas que otras manos, otros ámbitos nos muestran, extendidas. Y vuelve el movimiento a recorrer el curso mismo de su signo. Aparecen por entre las líneas, y por entre los espacios blancos, los signos de este mundo, que ahí cobran sentido, en la tensión del arco, en la figura que las manos dejaron erguida ante nosotros. Perdidas, las líneas y las manos aquellas, las recuperamos nosotros cada vez que traspasamos el umbral de los días, las puertas del espacio...
Si usted lleva en su automóvil a un filósofo de una ciudad a otra a través de una autopista atestada de vehículos es posible se arriesgue demasiado y las manos y los pies queden en desatenta y peligrosa deriva. Si atiende las sugerencias, los retos, el derrotero de la palabra del amigo que filosofa al mismo tiempo que usted conduce y no se estrellan es posible que, entre otras cosas, olvide lo oído, lo hablado, pero entonces será mejor se dedique al oficio de taxista. Pero si atiende a la autopista, al amigo y a su discurso, acaso algunas líneas tracen trazos insospechados, inquietudes y estímulos que no será fácil arrumbar, que nos trabajan durante días, semanas, meses.
Al leer en El Catoblepas el texto con el que este amigo mentado, Fernando M. Pérez Herranz, inicia una nueva sección –«Arco de medio punto»–, no pude sino intentar recoger las líneas perdidas entre Oviedo y Gijón. De donde este texto que se busca y que, por otro lado, no intenta sino dar la bienvenida a ese amigo que en Levante mira el Sol antes que nosotros por si puede bajo su arco orientarnos y hacer que nuestras líneas se reencuentren mejor, tiendan al centro, al núcleo necesario donde ese «sí mismo» quiere nombrarse. Al fin, un saludo en el nuevo año que comienza para éste y cuantos amigos nos encontramos en estas páginas. Salud, pues.