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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 17
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«El pueblo, unido, jamás será vencido»

Sigfrido Samet Letichevsky

Una gran verdad, siempre que tengamos en cuenta
que «pueblo» es la suma «izquierda+derecha»

«Ya va estando uno un poco hastiado de estos intrépidos progresistas que combaten el franquismo con treinta años y pico de retraso.» Gabriel Tortella

«Mi objetivo no es defender a la ciencia de las hordas bárbaras de la crítica del libro (...) sino defender a la izquierda de un segmento papanatas de sí misma.» Alan Sokal

Casi nunca se discute acerca de política por pereza mental; solemos limitarnos a adjudicar membretes sin analizar su contenido. La política ideológica es una religión atea. La autoadoración de los ciudadanos favorece los intereses personales de los políticos. Pero hay en Europa indicios de que es posible una política constructiva.

¿Qué es la «identidad»?

Hacia 1980, estaba de moda una pegatina según la cual «Ser español es un orgullo. Ser madrileño, un título». Seguramente el autor no era vasco ni catalán. Pero ¿qué es lo que realmente decía?

Dos puntos –Madrid y España– determinan una recta. Puesto que los españoles son más numerosos y no tan valiosos como los madrileños, debemos inferir que hacia la derecha de la recta encontraremos zonas cada vez más pobladas y menos valiosas: europeos, blancos, hombres, animales, vegetales (que al menos tienen vida), minerales. Hacia la izquierda, encontraremos lo más selecto: mi barrio, mi calle, mi casa... y lo insuperable: ¡YO mismo! La aceptación de la pegatina (en Madrid) estaba garantizada porque llevaba implícito que «YO soy la joya de la creación».

Hay muchas manifestaciones de la tendencia humana a la autoadoración (que es la base del nacionalismo). En muchos países, la mayor parte de los ciudadanos son aficionados al fútbol. Se lo suele llamar deporte. Pero el fútbol es un deporte cuando 22 personas lo juegan como aficionados. El fútbol profesional es una profesión para los jugadores y un espectáculo para el público. Este público está formado por «forofos» o «hinchas», porque cada uno está intensa y emocionalmente interesado en que gane «su» equipo. No porque sea mejor ni defienda principio alguno; solamente porque han adherido a esa designación, representada por una bandera o escudo. La elección de equipo es vacía de contenido. Su objetivo es exclusivamente demarcatorio: diferenciar «nosotros» de «los otros». Nosotros somos los mejores, los capaces, la buena gente. Los otros son enemigos, a quienes hay que derrotar y humillar (y entre hinchas de diferentes equipos no es rara la violencia física, incluso con muertos).

Los hinchas suelen decir cosas como: «les metimos 3 goles». Los goles los metieron unos jugadores. Pero el hincha se identifica con su equipo, hasta el extremo de sentir como si él mismo hubiera metido goles. De modo que la adscripción, vacía de contenido, tiene como único objeto dejar establecido que «somos» los mejores, lo mismo que sucedía con la pegatina. Pero si cada persona se cree superior a los demás, ¿por qué subsumirse en un grupo numeroso (hinchas de un equipo, población de una ciudad o región)? A mi parecer, hay dos razones:

1) Quien declarase literalmente ser superior a los demás, será declarado loco, al discrepar radicalmente su autoevaluación del juicio (intersubjetivo) de los demás.

2) La subsunción en un grupo tiene la ventaja («darwinista») de su funcionalidad. Si todos nosotros somos superiores a los otros, esta noción nos cohesiona y fortalece, cosa muy importante desde la más remota antigüedad, cuando las manadas humanas chocaban frecuentemente –compitiendo por tierras y alimentos– con otras similares.

Los nazis, que se creían integrantes de una raza superior, envidiaban profundamente a los judíos, que no necesitaban proclamar su superioridad, ya que Dios mismo los designó «el pueblo elegido».

La identidad es la faceta subjetiva de las pertenencias (pues cada cual tiene muchas pertenencias, v. gr.: hombre, blanco, ingeniero, español, de izquierda, forofo del Real Madrid, &c.). La identidad integra las pertenencias, no objetiva y completamente, sino con el peso específico subjetivo con el que son percibidas. Y es muy importante para los grupos humanos. Los alemanes, después de haber perdido la 1º Guerra Mundial, sufrieron la crisis de 1930, agravada por las leoninas condiciones del Tratado de Versalles. Pero, más aún que lo material, los movió su orgullo herido. Les resultó más tolerable creer el argumento hitleriano de que perdieron la guerra por la «puñalada en la espalda» (¡de los judíos!).

El país Vasco es la parte más rica de este país rico que es hoy España. Si la mitad de los vascos no se sienten españoles, no es porque estén «oprimidos» sino porque se consideran superiores Un experto «invitado por Elkarri y que tras una gira por Euskadi en la que no encontró rasgo alguno de tales opresiones concluyó que el vasco es «el conflicto más difícil de resolver, porque no hay conflicto».» (ref. 1.)

Etiquetas y adormecimiento intelectual

Como la realidad es compleja y el análisis de los sucesos requiere un considerable esfuerzo intelectual, tendemos a eludirlo, clasificando toda idea, creencia o propuesta, de una manera binaria, extremadamente simple y hueca (como si asignar membretes fuera analizar, o ayudara en lo más mínimo a la comprensión). Esas etiquetas suelen ser: «de derecha» o «de izquierda. Según nuestra adscripción a priori, nos parecerá bueno o malo, sin ningún análisis de su contenido ni de sus consecuencias. Tampoco solemos preguntarnos si esta clasificación bipolar tiene algún significado real, o, siquiera, si se trata de categorías políticas, o, más bien, metapolíticas. ¿Nos preguntamos por qué la «izquierda abertzale» no se llama en realidad «derecha abertzale»? ¿O por qué Stalin era de izquierda y Hitler de derecha, y no ambos de izquierda o ambos de derecha? (ref. 2A y 2B).

Tal vez por eso es tan extremadamente raro que se discuta de política. Hacia 1945, era frecuente ver en Buenos Aires pintadas en las paredes que decía: VIVA PERÓN.. Alguien tachaba el «viva» y escribía MUERA. Otro volvía a tachar el MUERA y lo reemplazaba por VIVA Pero después otro tachaba el nuevo «viva» y volvía a escribir MUERA. De modo que en cada pintada se formaba un columna de «vivas» y «mueras», tal vez con la creencia de que el último era el definitivo. Lamentablemente, lo que se llama «discusión» en política, no difiere mucho de esas pintadas; no se usan argumentos racionales ni hay intención de buscar verdad alguna, sino solamente de aplastar al contrario. Discutir es argumentar en busca de la verdad, para decidir lo mejor o lo menos malo. Pero lo que se hace casi siempre es insultar y descalificar al adversario, buscando destruirlo, no entenderlo. Por ejemplo (ref. 3) Cebrián menciona al «periódico de la derechota» (su competidor) y le achaca atribuir los atentados del 11M a un supuesto complot (que forma parte de lo que el académico llama «pendejadas altisonantes»), mezclando simultáneamente a la COPE y al principal partido de la oposición. No escucho la COPE; pero tanto «El Mundo» como la oposición han reclamado la investigación de hechos dudosos, sin adelantar –que yo sepa– teoría alguna. Y llama al PP «partido de la ultraderecha», lo que no es más que un disparate. No hay en el artículo un solo argumento, y sus ataques se dirigen a suposiciones, no a hechos verdaderos.

Parecería que, puesto que se apoya a un partido en oposición al otro (y el criterio a priori es abstracto e indefinido: «derecha» o «izquierda») no hay el menor interés en análisis y argumentaciones, que siempre se refieren a propuestas concretas. Optamos por partidos políticos de la misma manera que lo hacemos con equipos de fútbol. Y cualquier suceso o propuesta lo juzgamos según a qué partido beneficia y a qué partido perjudica. Esta actitud, naturalmente, la fomentan los partidos, ya que su objetivo es desprestigiar a su competidor y adueñarse del Gobierno o mantenerse en él. Pero para el ciudadano corriente, que no aspira a participar del poder, la adscripción a un partido es sólo un acto de autoafirmación, tal como lo es su apoyo a un equipo de fútbol.

Podemos ilustrar esta falta de análisis, que se limita a las clasificaciones bipolares, con una carta de un lector (ref. 4). Critica un artículo («Contra la corriente») de Gabriel Tortella, que a su vez continúa uno anterior (ref. 5 y 6). Tortella toca el importante tema del populismo, que trataremos al final como Apéndice; en este apartado nos limitaremos al punto concreto que critica el lector.

Gabriel Tortella había dicho que «en el Chile de Allende (...) los excesos democráticos crearon un ambiente enrarecido que favoreció el golpe». Y el lector comenta:

«O sea, que este «ambiente enrarecido» no se debió a las maniobras desestabilizadoras de la oposición financiadas por la CIA, (...) ni a las huelgas de autobuses, de transportistas y de profesionales (...)».

«Pues no. La culpa del «ambiente enrarecido que favoreció» el golpe de Pinochet la tenían los partidarios de Allende y su resistencia –lo que el señor Tortella llama «excesos democráticos»– a los intentos de socavar la convivencia democrática».

Las huelgas de autobuses, transportistas y otras, así como las «caceroladas» de las amas de casa, tuvieron eficacia desestabilizadora porque participaban en ellas muchas personas (indignadas por la escasez, los altos precios, &c.). El golpe militar era esperado y se confiaba en que sería neutralizado por los militares leales y milicias armadas. No fue así. Había muchos y entusiastas opositores a Allende, y sus simpatizantes eran cada vez más tibios. Allende fue reelegido, pero por escaso margen: no tenía mandato para hacer cambios profundos, para los que lo presionaba la extrema izquierda. Sus errores en la esfera económica produjeron desabastecimiento, como comprendió su viuda (ver ref. 7). Y esto es lo que Tortella llama (con expresión tal vez no muy feliz) «excesos democráticos). Ahora sabemos que Allende se suicidó en La Moneda, para no ser apresado por los golpistas, pero, probablemente también por ser consciente de la gravedad de sus errores. Es frecuente que golpes militares derriben gobiernos democráticos aprovechando la acción de la ultraizquierda, como sucedió en España en 1936 con la complicidad de facto de Largo Caballero y sus seguidores (ref. 8).

Ahora se ha puesto de moda la «memoria histórica». Si nos limitáramos a recordar de manera rutinaria acontecimientos antiguos, sería un rito inútil. Sin embargo, puede resultar un ejercicio muy saludable si, aprovechando que el paso del tiempo puede evitar que los árboles oculten el bosque, nos esforzáramos en reinterpretar los hechos de una manera más comprehensiva y profunda.

Que yo sepa, nunca se ha definido bien «izquierda» y «derecha». Además de no tener nada que ver –a mi juicio– con la política (ref. 2), creo que no son opuestas, sino diferentes e inconmensurables, por ubicarse en planos diferentes. La izquierda proclama una ideología, generalmente vaga y fragmentaria, a veces estructurada, como el marxismo (eficaz en su tiempo como crítica del capitalismo, pero sin el más mínimo análisis de la sociedad socialista). La derecha, en cambio, no parece ser ideológica sino pragmática y defendería los intereses egoístas de los empresarios. Aunque los problemas abundan, puede invocar éxitos a lo largo de la historia (por ejemplo, el nivel de vida actual en gran parte del mundo, que supera lo que Marx imaginaba como «socialismo»). La izquierda sólo puede invocar el «Estado de bienestar» (sin mencionar que fue iniciado por Rothschild en Inglaterra y luego implantado vigorosamente en Alemania por Bismarck, el «canciller de hierro»; por supuesto, fue posible gracias al crecimiento económico que estaba teniendo lugar).

Las funciones de la política son:

1) Buscar soluciones negociadas a los conflictos que surgen entre grupos y entre individuos, debido a que sus objetivos e intereses no son coincidentes (salvo, por imposición, en tiempo de guerra).

2) Facilitar el desenvolvimiento de las actividades públicas y privadas mediante adecuadas medidas legislativas y gubernamentales. No es función de la política «cambiar la sociedad», aunque las decisiones gubernamentales pueden estimular o sofocar actividades cuyas consecuencias pueden llegar a transformarla profundamente, como sucedió, por ejemplo, cuando James Watt (1765) inventó la máquina de vapor, o cuando hace pocos años, se creó Internet.

En Alemania, como en Francia, España, y en casi todos los países, hay dos grandes partidos. Uno es considerado «de izquierda» y el otro «de derecha». Desde hace años, la economía alemana languidece. Como ambos partidos reciben apoyos similares, llegaron a la conclusión de que los ciudadanos quieren que gobiernen en coalición. Así lo vienen haciendo. Sin restar méritos a Ángela Merkel –que no tiene talante verbal ni actitudes teatrales, pero es una eficaz gestora– han logrado bajar la tasa de paro, aumentar las exportaciones, el PIB y el consumo privado (ref. 9).

También Francia languidece. Sarkozy, considerado «de derecha». «busca la inspiración de Blair» (ref. 10), «de izquierda». Y logra el apoyo de André Glucksmann, Max Gallo y otros. Sarkozy alaba el pragmatismo de Blair, es decir, que se ocupa de solucionar problemas y no de aplicar ideologías. (Que Blair y Aznar hayan apoyado el ataque a Irak, puede deberse a estupidez o error, pro no a que sean respectivamente de izquierda y de derecha).

¿No debería también en España, gobernar una coalición de los dos grandes partidos? Son absolutamente similares; exageran sus pequeñas diferencias por razones de marketing, ya que compiten por los mismos puestos. Denigran al competidor y ponen por las nubes su propia oferta. En cambio, no tiene sentido hablar de la «unión de la izquierda». Lo que los partidos «de izquierda» tienen en común, es el decir que son de izquierda. El nacionalismo y el terrorismo son opuestos a las tradiciones de izquierda. IU dice que su objetivo es «cambiar el sistema». ¿Qué tiene que ver con el PSOE, que, al igual que el PP, respeta la Constitución y las leyes, actuando dentro del sistema?

El estribillo que dice «El pueblo, unido, jamás será vencido», se ha ido desprestigiando por haber sido esgrimido por movimientos que fueron derrotados. Sin embargo contiene una gran verdad, siempre que tengamos en cuenta que «pueblo» es la suma «izquierda+derecha».

Apéndice: populismo

En los artículos mencionados (ref. 5 y 6), Tortella señala que el hecho de que recién a finales del siglo XIX se haya vuelto a instaurar la democracia, se debe a que inspiraba desconfianza, entre otras razones porque:

1) «(...) el pueblo era demasiado ignorante para entender en cuestiones de gobierno».

2) «(...) muchos dictadores del siglo XX fueron elegidos democráticamente, como Hitler, Mussolini, Dollfuss, Perón, Getulio Vargas, Fujimori, Milosevic, Hugo Banzer y tantos otros (...)».

Y «Por último los electores norteamericanos reeligieron decisivamente a George W. Bush en 2004 tras haberle dado en 2002 un claro mandato para invadir Irak, mandato que esos mismos electores acaban de revocar el pasado día 7. Los electores norte-americanos están ahora indignados de que Bush haya llevado a cabo la política que ellos votaron repetidamente». Y nos recuerda a los «grandes estadistas que se mantienen firmes ante viento y marea, como Churchill ante el efímero apoyo popular al pacifismo de Chamberlain en Munich».Termina diciendo que «Es urgente buscar modos de fortalecer las instituciones ante los embates de la opinión y el oportunismo de los políticos. No es añoranza del autoritarismo: es rechazo a la demagogia» (ref. 6).

Que la democracia es un pésimo sistema –y por lo tanto tiene graves defectos que hay que intentar corregir– ya lo dijo Churchill, agregando que todos los demás sistemas son peores. Uno de los defectos es el que Tortella llama «democratismo asambleario», al que toda democracia pone límites exigiendo el respeto a las minorías: la periódica compulsa electoral es condición necesaria, pero no suficiente.

Tortella rechaza la demagogia. Según el diccionario, demagogia es hacer promesas sabiendo que no será posible cumplirlas. Pero, a mi parecer, se caracteriza por su apelación a los bajos instintos, y no deja de ser demagogia por cumplir lo prometido, como sucedió con el «pan y circo» de los romanos. ¿Son sinónimos demagogia y populismo?

A mi entender, tienen en común el cortejar al «pueblo» para conquistar el poder o mantenerse en él. Pero esto es juzgar intenciones, cosa que corresponde a la psicología, pero que debe evitarse en política.

Ernesto Laclau ha escrito (ref. 11, pág. 197): «La emergencia del pueblo depende de las tres variables que hemos aislado: relaciones equivalenciales representadas hegemónicamente a través de significantes vacíos; desplazamiento de las fronteras internas a través de la producción de significantes flotantes; y una heterogeneidad constitutiva que hace imposible las recuperaciones dialécticas y otorgue su verdadera centralidad a la articulación política. Con esto hemos alcanzado una noción plenamente desarrollada de populismo». El «pueblo» no es un ente objetivo, y Laclau, en una secuencia abstracta y con precisión lógica, describe muy bien su creación lingüística. Populismo es hacer lo que quiere el «pueblo». Pero cuando roza la política real, Laclau parece tomar algunas teorías como hechos; v. gr. en pág. 188: «el capitalista extrae plusvalía del trabajador» (lo cual sólo es verdad en el marco de la teoría marxista del valor) y parece considerar a Perón como ejemplo de «buen» populismo.

Pero, si populismo es hacer lo que el «pueblo» quiere ¿no es esto la democracia?. No: como dijo Tortella, el «pueblo» no tiene los conocimientos necesarios para saber si sus deseos son viables y para evaluar sus consecuencias. Por eso, Churchill hizo muy bien en oponerse a lo que el «pueblo» deseaba en ese momento. Y, como Tortella nos recuerda, el apoyo del «pueblo» norteamericano al ataque A Irak, no lo justificó éticamente, ni lo volvió un objetivo posible ni conveniente para nadie (salvo para los terroristas).

Perón fue un excelente discípulo de Mussolini. Tuvo la ventaja de disponer, al comienzo, de mucho oro acumulado durante la guerra, y de no verse involucrado en guerras, gracias a la situación geopolítica de Argentina. Perón repartió entre los trabajadores un porcentaje del PIB mayor que el que recibían antes y después de él. Los populistas reparten lo que «hay», pero no crean las condiciones de crecimiento de la economía para que cada vez «haya» más. Y, dicho sea de paso: parece ser más importante la simbología que los hechos (y esto es la parte positiva de la concepción del populismo de Laclau). Ninguna persona honesta y equilibrada apoyaría hoy a un partido cuyo símbolo fuera una svástica o saludara con el brazo en alto. Pero se apoya con entusiasmo al fascismo si prescinde de estos símbolos.

Actualmente la informática haría posible la democracia directa. Sin embargo, no se puede prescindir de los políticos. Son los intermediarios entre el «pueblo» y el poder ejecutivo. Su función es moderar impulsos desbordantes y amorfos, estudiar las necesidades y deseos de los ciudadanos, su viabilidad económica y política, y sus consecuencias a corto y mediano plazo. La cuestión no es «que se vayan todos» sino elegir los más capaces y controlar su desempeño para mejorar el plantel en las próximas elecciones.

Referencias

1. Patxo Unzueta, «Arnoldo y Pernando», El País, 18 enero 2007.

2A. Sigfrido Samet, «Izquierda/derecha no son categorías políticas», El Catoblepas, nº 24.

2B. Sigfrido Samet, «Unicornios», El Catoblepas, nº 9.

3. Juan Luis Cebrián, «Sobre la mierda (de toro)», El País, 12 octubre 2006.

4. Roger Mortimore Coode, «¿Excesos democráticos?», El País, 1 febrero 2007.

5. Gabriel Tortella, «Contra la corriente», El País, 29 enero 2007.

6. Gabriel Tortella, «¿Demasiada democracia?», El País, 20 noviembre 2006.

7. Sigfrido Samet, «A 30 años del golpe que depuso a Allende», El Catoblepas, nº 21.

8. Sigfrido Samet, «Historia virtual de España», El Catoblepas, nº 31.

9. José Comas, «Ángela I de Europa y II de Alemania», El País-Domingo, 21 enero 2007.

10. José Martí Font, «Sarkozy seduce a los intelectuales», El País, 31 enero 2007,

11. Ernesto Laclau, «La razón populista», Fondo de Cultura Económica, 2005.

 

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