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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 13
Libros

Memoria histórica sobre Al Ándalus

José Manuel Rodríguez Pardo

Comentario al último libro de Emilio González Ferrín, Historia General de Al Ándalus. Europa entre Oriente y Occidente. Almuzara, Sevilla 2006, 604 páginas, a propósito de un debate que tuvo lugar en Madrid en el contexto de los V Encuentros de Nódulo Madrid

Emilio González Ferrín, Historia General de Al Ándalus. Europa entre Oriente y Occidente, Almuzara, Sevilla 2006, 604 páginasEl pasado lunes 16 de Abril tuvo lugar un debate con Emilio González Ferrín en el contexto de los V Encuentros de Nódulo Madrid, «Reconquista e Islam», celebrados el 16 de abril de 2007. A causa del interés del tema y el tiempo empleado en prepararlo, he considerado necesario reseñar el libro fundamental acerca del que se debatió, la Historia General de Al Ándalus.

En primer lugar, es necesario señalar que Emilio González Ferrín (Ciudad Real, 1965) es teísta, o al menos eso se desprende de la lectura de su libro La palabra descendida. Un acercamiento al Corán, publicado en Oviedo por Ediciones Nóbel el año 2002 y Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en ese mismo año. De hecho, su teísmo está inspirado por posiciones que se acercan mucho, velis nolis, a la famosa parábola de los tres anillos de Natán el Sabio, la obra de Lessing donde las tres religiones de libro quedan reducidas a sus componentes de teología natural (creación del mundo, omnipotencia de Dios, gradación de las criaturas, &c), apareciendo como un limpio monoteísmo en el que es indiferente hablar de arrianismo, trinitarismo, islamismo o cualquier otra variante de las que denominamos como religiones terciarias.

Esta identificación con el teísmo empieza a mostrarse al comienzo del libro de Ferrín en su apartado titulado «Discurso del Método». En él señala que su método es EMIC –como él mismo lo escribe, con mayúsculas, indicando que lo privilegia frente al punto de vista etic, del observador–, pero entendiéndolo en el sentido de los antropólogos, como una realidad que sólo los actores de una cultura pueden entender: La Antropología cultural arroja luz interna sobre temas como familia, parentesco o religión difícilmente extrapolables. Es algo sofisticado intelectualmente pero, abundando en el símil transicional español, ¿cómo hacer trasladable a un noruego que quiera comprender aquellos años, cierta tristeza musical de una época –Cecilia, Nino Bravo, Jeanette, Mocedades, etcétera? ¿Cómo traducir usted no sabe con quién está hablando? Es, concretamente, cuanto los especialistas denominan el punto de vista EMIC. Lo que se comprende desde dentro y sólo desde dentro. El resto es pura pretensión, antropología visual, como la que practican interpretadores de sociedades ajenas sin siquiera conocer los mecanismos de su lengua o los fundamentos de su religión» (pág. 24).

Así, señala que existen varios sinónimos para hablar de tiempo e historia en árabe: dahr (tiempo lineal), waqt (tiempo parcial) y ayal (tiempo perecedero, personal). (págs. 35-36). Sin embargo, el propio Ferrín reconoce que en el Islam sólo hay un autor: Dios. Esto en consecuencia desmiente su posterior consideración de Ibn Jaldún, autor del siglo XIV, como padre de la Filosofía de la Historia (pág. 74), puesto que sólo tras la inversión teológica, en la que Dios deja de ser aquello «de lo que se habla» para pasar a ser aquello «desde lo que se habla», puede existir esa disciplina filosófica, inaugurada en su rótulo por la famosa obra de Juan Bautista Vico, Ciencia Nueva (1725), como contrapuesta a la Teología de la Historia que presenta San Agustín en La Ciudad de Dios. No dudamos que haya historiografía en tiempos medievales, o que se habla de Historia, pero tales consideraciones están mezcladas con elementos teológicos y sólo muy tangencialmente se tratan, al igual que la Antropología Filosófica sólo puede comenzar con la citada inversión teológica, cuando el hombre es el centro de la actividad filosófica, por más que otros autores helénicos y medievales hayan hablado del hombre de forma tangencial en sus especulaciones físicas o teológicas.

Con estos antecedentes, podemos enunciar que la tesis fundamental del libro de Emilio González Ferrín, que expuso en los V Encuentros de Nódulo Madrid en su conferencia inicial «El origen del Islam», es la siguiente: el año 711 no se produjo una invasión islámica en Hispania. En primer lugar, porque era imposible la «gran cabalgada» de un siglo desde Arabia a la Península Ibérica; incluso si es tomado Túnez en el 698 por la caballería árabe, en una década es imposible tomar el norte de África y arribar a la Península Ibérica (pág. 36).

Es más, según Ferrín ni siquiera había interpretación canónica del Corán, que data del siglo IX. Su tesis tiene relación con Ignacio Olagüe Videla (1903-1974) y su libro La revolución islámica de Occidente (1974), a quien considera «inclasificable» (pág. 81, Nota 47). Este paleontólogo y miembro fundador de las JONS defendió en su libro La decadencia española (cuatro volúmenes entre 1950-1951, que incluyen al libro anteriormente citado en forma de capítulo en el Tomo II), siguiendo La decadencia de Occidente de Spengler –de hecho, considera las culturas como organismos que sufren caídas y recaídas que explican a su juicio la decadencia de España en el siglo XVII, debido al enorme esfuerzo realizado en la Contrarreforma. Olagüe defiende que en realidad en España se produjo un flujo de ideas comunes («ideas-fuerza») en toda la cuenca mediterránea: en el 711 Hispania sufre una guerra civil entre partidarios de Rodrigo, trinitarios, y de Witiza, de carácter arriano, que niegan la divinidad de Cristo y por lo tanto la Trinidad. Conflicto que dura medio siglo, hasta el año 760 (págs. 70-71). A su vez se produce un «flujo migratorio» (pág. 69) desde África de personas que compartían similares credos arrianos a los de los seguidores de Witiza.

Defiende por lo tanto que el arrianismo era el credo entre muchos visigodos –lo que desmentiría la conversión al cristianismo del Rey Recaredo en el 587 confirmada en el III Concilio de Toledo en el 589–. Así, la famosa Mezquita de Córdoba, «pudo ser en su origen un centro arriano –herejía del cristianismo fuertemente enraizada en la Hispania visigoda–; y que del post-arrianismo perseguido pudo ir surgiendo un pre-islam revolucionario.» Así, el Islam sería una «profesión de fe nacida en el ambiente de sincera oposición al dogmatismo trinitario cristiano» (pág. 82).

Por lo tanto, el Islam sería para Ferrín el producto de la lucha entre unitarios y trinitarios dentro de la tradición cristiana:

«Se trataría de una religión iluminada por una revelación concreta –la coránica–pero surgida del enfrentamiento entre unitarios –los inefables hanifes del Corán–, más una amalgama de judíos, neo-musulmanes, cristianos no dogmáticos como nestorianismo, arrianismo, donatismo, priscilianismo contra trinitarios, Concilio de Nicea; dogmatismo cristiano impuesto por la fuerza de las armas contra las herejías citadas. Pensará el lector que dónde queda Al Ándalus, y por ahí encadenaremos precisamente: porque Hispania era un palenque de enfrentamiento entre unitarios –una sola persona divina– y trinitarios –la elucubración simbólica de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dicho sea de paso: ¿alguien se ha parado a hacer esta lectura del Corán? Porque toda la narración coránica es una inteligente respuesta militante a esta diatriba. El Corán es una iluminada disertación arriana. Es una poética proclamación de la soledad de Dios». (pág. 82)

Sin embargo, las referencias arrianas son desde luego dudosas y muy extemporáneas en la formación del Islam. El propio Olagüe reconoce el nestorianismo –que afirma que Cristo es un ser humano normal que adopta posteriormente la forma divina– de las doctrinas del Islam, al igual que Juan Guillermo Draper en su Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1875), quien en su Capítulo III señala el nestorianismo como la fuente de la que Mahoma bebe para la formación del Islam.

Además, afirmar que el cristianismo trinitario fue impuesto «por la fuerza de las armas» se acerca mucho a lo que defendía el musulmán Blas Infante, «Padre de la Patria Andaluza», acerca de la naturalidad con la que el futuro Islam fue aceptado por la población peninsular –olvidando que quienes se convirtieron lo hicieron a causa de no quedar reducidos a ciudadanos de segunda categoría, que era el destino de los mozárabes y los judíos en Al Ándalus–, mientras que en el Norte quedaban unos grupos de visigodos aislados por completo del flujo peninsular. Ferrín contrapone, identificándose con el Islam (con su punto de vista emic), el trinitarismo, considerado como algo forzado, a la naturalidad del «diálogo directo con Dios» de los unitaristas. Pero tal diálogo con Dios, al margen de cualquier institución eclesial y de cualquier sistema de dogmas, sólo puede aparecer claro y diáfano para quien realmente es creyente teísta. ¿Qué dirían quienes participan de las procesiones de Semana Santa acerca de ese «diálogo directo con Dios», sin vírgenes ni calendario litúrgico que lo mediaticen?

El relato de Ferrín prosigue afirmando que Al Ándalus comienza cuando ya se estabiliza el dominio musulmán como emirato hacia el año 850 y tendrá un inicio oficial en el siglo X con el Califato de Córdoba, producto de la invasión Omeya, el primer Califato genuinamente andalusí (págs. 331 y ss.). Pero lo curioso es que, en lugar de ver decadencia en los Reinos de Taifas posteriores, debido a las luchas de sucesión tras la muerte sin descendencia de Hixem III, Ferrín considera las taifas como la apoteosis andalusí, «dado que Al Ándalus floreció en las actuales España y Portugal, propiciando el acceso a la modernidad de cuanto hoy conocemos como tales» (pág. 43), constituyendo, a su juicio, un verdadero renacimiento europeo, anterior al Renacimiento italiano que también se desarrolló en pequeñas ciudades-estado o «taifas».

A Ferrín no parece importarle que ese presunto esplendor se realizara mientras los taifas, dada su debilidad y conflictos internos, tenían que pagar parias o tributos a Alfonso VII el Emperador (págs. 389 y ss.). La explicación para esta tesis es sencilla: es en la época de los Reinos de Taifas en la que se desarrolla la denominada filosofía islámica de Al Ándalus: Abentofail, Avempace y Averroes cultivan sus obras entre los siglos XI y XII. Incluso incluye a Maimónides, producto de esa identificación de fes monoteístas (págs. 431 y ss.) Sólo con las invasiones almohades y almorávides de los siglos XI y XII se impondría un islamismo dogmático que acabaría con el esplendor cultural de Al Ándalus, según Ferrín.

De hecho, para sostener la naturalidad del proceso de conversión al Islam de los visigodos peninsulares, añade el autor que el Islam y Bizancio evolucionan «en una interesante unidad histórica mediterránea» (pág. 61) producto del «flujo migratorio» ya señalado. Por lo tanto, no pudo haber una Reconquista de algo que no fue previamente conquistado por el Islam, pues fue todo un proceso «natural» de transmisión de ideas. Sólo en el siglo XI con la conquista de Toledo a cargo de Alfonso VI y en el siglo XIII con la victoria de Alfonso IX en las Navas de Tolosa frente a los almohades se empieza a hablar de Reconquista, que para Ferrín es un «implante de memoria colectiva» de una España que sólo puede existir tras el matrimonio de los Reyes Católicos:

«La noticia de una victoria en Al Ándalus se enviaría como crédito suficiente almohade en su propia zona de influencia primigenia –Magreb–, y sin embargo se produjo exactamente lo contrario. Si –en materia geométrica–, dos puntos marcan una línea recta, el fracaso almohade en Las Navas de Tolosa de 1212 señaló un sentido del tiempo que confería un especial significado a un punto anterior: la entrada de Alfonso VI en Toledo (1085). Ambos –Toledo, 1085 y Las Navas de Tolosa, 1212– no harán más que ubicar como ideología de Estado un mito previo –incluso– al sueño de tal Estado. Ese mito es la Reconquista, y el tercer punto, ya definitorio; ya siguiendo la trayectoria trazada por los dos anteriores, será la toma de Sevilla por Fernando III en 1248» (pág. 451).

A partir de entonces, «será ya imposible refutar el destino imperativo de un proceso de conquista sentido como recuperador; de un tiempo convulso marcado –a posteriori– como religioso». Así, «Al Ándalus iba transmutándose: de haber sido territorio, pasaba a filtrarse como componente. De Europa, evidentemente; por geografía, por secuencia cualitativa, y por la irrefutable inclusión de los logros civilizadores andalusíes en el bagaje cultural renacentista europeo; inclusión que no se produjo en el Oriente árabe en los mismos términos» (pág. 451).

Al Ándalus sería por lo tanto la Tercera España, que incluye a los moriscos expulsados, la caballería de origen árabe del Gran Capitán o los emigrantes a América (pág. 77), la Escuela de Traductores de Toledo y el averroísmo latino de Santo Tomás, como señalaban ya a comienzos del siglo pasado Asín Palacios y González Palencia. Así, «Averroes entraba de lleno en la actualización teológica de la metafísica aristotélica. Y destaquemos una idea de saque aristotélica. Por ejemplo: hay una Inteligencia separada del físico humano. Al separar lo físico y lo metafísico, Aristóteles era combustible generoso para las disquisiciones teológicas en las que había entrado Alejandro de Afrodisias; en las que entraría Averroes, y de las que bebería todo el Medievo escolástico europeo», por lo que «los pensadores europeos –escolásticos y antiescolásticos– se dividieron entre averroístas y alejandrinistas. El primero, a fin de cuentas aristotélico, era paradójicamente encasillado como platónico en su visión metafísica cristianizable, y defendido por un academicismo religioso europeo–franciscanos. Entretanto, el segundo –Alejandro de Afrodisias–, era encasillado como incrédulo, y defendido por los pre-renacentistas. ¿Qué estaba ocurriendo?: Europa no sólo había adoptado a Averroes, sino que éste pasaba a representar al academicismo» (pág. 537).

El libro añade cuestiones de por sí extravagantes, como afirmar que ya había universidad en Bagdad en el año 813 (pág. 52), algo que nos hace dudar que Ferrín entienda lo que significa la universitas parisiense fundada por órdenes religiosas y por lo tanto ligadas a una dogmática y un sistema determinados –Iglesia que siempre ha brillado por su ausencia en el Islam– o que Platón está mucho más cerca de los ayatolás iraníes que del Congreso de Estados Unidos. Algo que desde luego hubiera escandalizado a Platón, quien fundó la Filosofía para combatir la revelación. ¿Qué hubiera dicho el padre de la Filosofía si lo relacionasen con unos clérigos que dicen estar iluminados por un imam que permanece oculto?

El autor también reniega expresamente, como hizo en su intervención en los V Encuentros de Nódulo Materialista, de quienes abanderan Al Ándalus como algo propiamente andaluz y no como Tercera España que añadir a las dos del tópico de Antonio Machado. Y también reniega de los radicales islámicos que reivindican Al Ándalus como parte del actual Islam. Para ello aplica una sutil distinción entre coranismo e islamismo, situándose Ferrín en el primer bloque y encasillando en el segundo al radicalismo islámico como opuesto a la tradición coránica y producto de un choque generacional de gentes que no habían sido capaces de asimilar los cambios producidos con los regímenes laicos del mundo árabe (Nasser, Sadam Husein, &c.). Por lo que, para Ferrín, el yihadismo es un invento para mantener la ceguera sobre el Islam (pág. 40).

Pero el libro de Ferrín tiene numerosas lagunas que no pueden darse de paso sin la correspondiente crítica. La crítica principal reside en que, como ya señalé en la mesa redonda de los V Encuentros de Nódulo Materialista, carece de sentido sentenciar, con extraño afán notarial, que el Islam no empieza hasta el siglo IX, que la Reconquista se «inventa» en el siglo XII con Alfonso VII, o que el cristianismo no comience hasta el Concilio de Nicea (325) que define de modo definitivo el dogma trinitario. Eso sería segregar los procesos dialécticos de constitución de las religiones u ortogramas resultantes, y suponerlos descendidos, revelados, sin proceso histórico alguno de formación. Por centrarse en el caso que nos ocupa: ¿por qué distinguir entre protoislam e Islam? Si el nestorianismo que influye a Mahoma conduce al Islam, junto a otros elementos que podrían caracterizarse según la figura dialéctica de la catábasis, carece de sentido segregarlo del islamismo, esperando un momento propicio para que se manifieste con toda claridad.

Podemos también renegar de la Reconquista en la Edad Media, pese a que se sigue hablando incluso en el siglo XVII sobre la pérdida de España, pero no podemos negar que hay conquista y expulsión de un Islam invasor. No deja de ser curioso que Ferrín, para fundamentar sus tesis, pida en su relato «desconfiar de las crónicas», porque no son previas al 850 (pág. 73). ¿Pero entonces desde dónde podemos argumentar? Además, no es cierto que las crónicas sean posteriores al año 850: ahí tenemos la Crónica bizantina-árabe o Continuatio hispana (año 741) y la Crónica mozárabe (año 754), que afirman que Pelayo, tantas veces negado por cierta historiografía hipercrítica, reinaba sobre «un reino nuevo». ¿Acaso no es ejercer una memoria histórica parcial destacar determinados datos y en cambio olvidarse de las crónicas contemporáneas de la invasión islámica de la Península Ibérica? Afirmar que la Península Ibérica cambia en siglo y medio de fe y población y que en ese proceso no hay Islam (pág. 79) es confundir génesis y estructura, segregar el Islam de su proceso efectivo de constitución. Además, ¿por qué pensar que el pueblo visidogo no podía ser, como de hecho lo es en la actualidad el pueblo español a la luz de los pasos de Semana Santa, idólatra y pagano? La Cruz de los Ángeles, cuya forma fue realizada en Oviedo el año 808, pertenece a una época en la que no sólo se reacciona contra el iconoclasmo islamita que está teniendo lugar en Bizancio, sino contra las creencias populares paganas; en la Iglesia ovetense de Santullano, lugar donde fue ungido monarca Alfonso II el Casto, el único símbolo cristológico existente es el de la cruz con el alfa y omega, símbolos del Apocalipsis; y ya qué decir de cualquier referencia a la Virgen María, que en su origen es una diosa que bien podría ser la Isis egipcia o la Atenea griega. Se trata, por lo tanto, de una reacción contra la religiosidad popular, en tanto que es entendida como pagana.

Y es que el argumentario de Ferrín lo que intenta es seguir coherentemente las habituales explicaciones sobre la Reconquista: si seguimos la teoría de los Cinco Reinos y la habitual España eterna, entonces el Islam es tan español como Viriato o los visigodos, y tiene su papel dentro de la famoso Reconquista. Pero si renegamos de este esquema mítico de la pérdida de España y apelamos a una explicación alternativa podremos hallar más luz en nuestras pesquisas.

Por ejemplo, en las reliquias que nos lega Alfonso II el Casto, Rey que sitúa la capital del denominado «minúsculo reino asturiano» en Oviedo, reconocido en las crónicas posteriores como un jalón más de la Ordo gothorum ovetensium regum (Relación de los Reyes Godos ovetenses) que se inicia en Pelayo (718-737) y termina en Alfonso III el Magno (866-910). En la Cruz de los Ángeles aparece el sello del Emperador Octavio César Augusto, e incluso la fecha de su forja es el año 846 de la Era Hispana, iniciada por Octavio Augusto en el año 38 antes de Cristo (así, 846 – 38 = 808), fecha en la que fue pacificada definitivamente la Península Ibérica. Por lo tanto, el título imperial de los reyes posteriores a Alfonso II (Alfonso III el Magno, Sancho III el Mayor, Fernando I el Magno, o Alfonso VII el Emperador) es el de «Emperadores de toda España» (Imperator totius Hispaniae), en un proyecto imperial continuador del Imperio Romano cuya verdadera plenitud se produce en 1492, al sobrepasar España los límites peninsulares y llegar a América.

Denominar a esto «implante de memoria colectiva», como lo considera Ferrín, y equipararlo a la apoteosis imperial de Carlomagno de 25 de diciembre del 800, es tanto como suponer que el ficticio Sacro Imperio Romano Germánico, que no tuvo continuidad más allá de lo puramente formal, es equiparable a la realidad histórica y continuada de España, como en el fondo considera Henry Kamen en su libro Imperio (2003) y ha defendido sin recato alguno en su continuación, Del imperio a la decadencia (2006). Es más, si procedemos en función de este sistema notarial que decreta que el cristianismo o el islamismo nacen en una fecha X, ¿por qué no tratar por igual las declaraciones de Carlomagno o de Alfonso II el Casto en pie de igualdad como inicio de sus respectivos imperios? ¿Qué criterios hay para aceptar unas y desechar otras bajo el epíteto de «implantes de memoria colectiva»? Sólo ejerciendo una determinada memoria histórica parcial podría aceptarse esta doble vara de medir.

El Islam [sumisión] es, por lo tanto, una realidad iniciada desde el año 622 de nuestra era con la héjira de Mahoma, discípulo de herejes nestorianos que sostienen que la naturaleza divina de Cristo es adoptada –como literalmente defendía la iglesia mozárabe de Toledo en el siglo VIII con sus tesis sobre el adopcionismo de los obispos Elipando y Félix, a un paso de convertirse en islamitas–, como ya señalamos arriba. Al contrario que el cristianismo, que considera que Dios se hizo hombre [Cristo], el Islam desdeña el cuerpo como base de la racionalidad. Lo considera, siguiendo el neoplatonismo, una degradación de la máxima racionalidad que es Dios (Alá). La filosofía islámica de Al Ándalus –Abenmasarra, Abenhazam, Avempace o Abentofail– es preferentemente neoplatónica y sus autores, como en su día dijo Plotino, «se avergüenzan de tener cuerpo». Si para un cristiano la racionalidad está ligada al cuerpo y necesita de una Iglesia que interprete y establezca la doctrina, en el Islam el desprecio del cuerpo produce fenómenos como el de los terroristas suicidas, cuyo comportamiento es el propio de instrumentos guiados por Alá y no de personas responsables y libres.

La interpretación del Corán, al menos según los sunnitas, al carecer de iglesia, está a cargo del califa, líder político y religioso –papel que asumieron políticos contemporáneos como Nasser o Sadam Husein, pese a su supuesto laicismo–, quien como sucesor de Mahoma debe expandir el Islam por medio de la guerra santa (yihad), como sucedió en el 711 a cargo de un grupo de islamitas comandados por Tariq que aprovecharon la situación convulsa del reino visigodo. Y el Islam, al unir religión y política indisolublemente, junto a ese desprecio del cuerpo, es incapaz de desarrollar la ciencia y sigue en plena Edad Media.

No es de extrañar que el descubrimiento de América y la mejora de las condiciones de navegación fueran restringiendo la importancia del Imperio Otomano, el último califato, convirtiéndolo en mera anécdota a finales del siglo XIX. Sin embargo, una vez derribado en 1924, la Hermandad Musulmana fundada en 1929 intenta recuperar el califato, defendiendo que la única verdad es el Corán y que la religión y la política son inseparables. Los grupos armados palestinos y casi todo el islam sunní se inspira en el ideario de la Hermandad. Paralelamente, el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo en Oriente Medio pone en manos del Islam la economía mundial y da alas a los radicales islámicos como Bin Laden, quien reivindicó Al Ándalus en el 2001 para demostrar la actualidad de la amenaza islamista.

Como es natural, Ferrín niega que los islamitas más radicales sean capaces de tales abstracciones filosóficas, pero esto se compadece mal con la distinción entre filosofía académica y filosofía mundana: todos tenemos una filosofía, y los círculos académicos no permanecen estancos y aislados respecto al resto de la sociedad. Todos somos filósofos, por lo que estamos constantemente interpretando, y las ideas filosóficas están inmersas en nuestra realidad. Una persona que maltrata a los animales está ejerciendo la filosofía cartesiana del automatismo de las bestias. De hecho, en su propio libro Ferrín señala que Averroes considera que la razón está separada del cuerpo y preexiste a los seres individuales:

«Averroes defendía una inteligencia ajena a lo físico y pre-existente. En tanto Alejandro de Afrodisias defendía la inteligencia ajena, sí; pero sólo existente en tanto estamos vivos. Es decir –y resumiendo con fe de carbonero–: basándonos en Aristóteles, podemos creer en que Dios concede inteligencia al hombre –Averroes– o el hombre lleva un pequeño Dios dentro que muere con él –Alejandro de Afrodisias. Lo que nos interesa, en estos extremos, no es tanto la disquisición filosófica en sí –aquí, demasiado podada y hasta caricaturizada–, cuanto la presencia real y activa de Averroes en las corrientes de pensamiento europeas. No en tanto que musulmán, árabe o como concesión al Otro, sino como combustible de ideas» (pág. 537)

Si el hombre lleva en sí una inteligencia ajena a lo físico y preexistente, entonces, ¿cómo rechazar la influencia que esa doctrina tiene en la concepción del hombre como algo degradado y uniforme, cuya individualidad es sacrificable en nombre de una inteligencia superior, de Alá? Si el cuerpo en el Islam es insignificante y todos llevamos la verdad dentro, será porque la racionalidad en el Islam se considera ajena a los seres individuales. Por cierto, ¿cabe metáfora más hermosa que la del «combustible de ideas» para ilustrar la inmolación islámica?

No podemos dejar de reseñar que uno de los puntos más interesantes del debate fue la reiteración de Ferrín acerca de una posible aceptación de la democracia en el mundo islámico, algo que es sin embargo imposible. Ya no sólo porque el jefe de estado es el califa entre los sunnitas, sino porque en el caso de los chiítas, como en Irán, quien gobierna no es el jefe de estado (en este caso, Mahmud Admadineyah) sino una congregación de sabios iluminadas por un imam del linaje del nieto de Mahoma, Hussein, martirizado en el año 680 de nuestra era, efeméride celebrada por los chiítas en la festividad de la Ashura. Como además el último representante conocido, Madih (literalmente, «oculto») desapareció en el año 873 de nuestra era, los chiítas consideran que su descendencia, pese a ser desconocida, guía desde su situación «oculta» a la comunidad de fieles. Esta posición sobrenatural y gnóstica es incompatible por completo con una elección de representantes independientemente de su origen o extracción social.

En definitiva, Ferrín es incapaz de explicar la liturgia, que es eminentemente social, de las religiones terciarias desde su perspectiva de la religión como algo privado. El catolicismo y el islamismo imponen toda una serie de normas que cohesionan socialmente a los individuos y orientan cada aspecto de su vida, desde el nacimiento al fallecimiento; en el catolicismo la vida humana comienza con el bautizo y pasa por la primera comunión, la confirmación, el matrimonio –de finalidades muy distintas a los matrimonios poligámicos musulmanes– y la muerte final. Ambas son, por lo tanto, religiones «totalitarias».

Poco pudo sacarse del debate a nivel de asunción de las posiciones del materialismo filosófico por parte de Emilio González Ferrín. Pero esta impermeabilidad era algo ya previsible en quien adopta de partida una posición teísta, considerando las tres religiones de libro como equivalentes y negando su proceso histórico de desarrollo y conflicto. Para una conciencia gnóstica, que piensa que el conocimiento se nutre de sí mismo y es una cuestión puramente académica sin consecuencias para el resto de los mortales, da lo mismo cualquier tipo de dogmática. Sólo queda la «poética proclamación de la soledad de Dios» y la indiferencia ante las guerras y matanzas que suceden en el mundo, aislado el sabio en su Platonópolis particular.

 

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