Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 64 • junio 2007 • página 9
El pasado día 11, del mes y el año en curso, tuve ocasión de asistir, como miembro del Tribunal, a la lectura y defensa de la Tesis Doctoral de Iñigo Ongay. Finalizado el acto y finalizada la comida posterior al mismo, cuando ya algunos de los comensales, por razones diversas, habían abandonado el simposio, David Alvargonzález, en la sobremesa habitual en estos casos, aventuró una interesante sugerencia que, sin embargo, no había hecho pública durante la ceremonia misma de la presentación de la Tesis de la que hablamos. Yo no voy a hacer especulaciones sobre el por qué de tal reserva (él nos lo explicará si lo estima oportuno), aunque supongo que lo más lógico es pensar que si no lo hizo es debido seguramente a que no considera que tal idea esté lo bastante madura como para ser expuesta en un acto académico oficial y de carácter público, o quizás a que él mismo no se halla muy convencido (al menos por ahora) de la solidez y fundamento de su ocurrencia (dicho sea lo de «ocurrencia» en el sentido más noble y literal del término).
Yo espero, desde luego, que David Alvargonzález, haga las matizaciones oportunas y que desarrolle su idea de un modo más amplio y acabado de lo que permite una simple charla informal, pero, en cualquier caso, su propuesta (si yo no la entiendo mal) dice más o menos así: no tiene ningún sentido vincular el Proyecto Gran Simio, y, en general, la problemática suscitada por la «ética animal», a la religión primaria ni, en consecuencia, buscarle ninguna explicación en clave religiosa, sencillamente porque resulta absurdo pensar que lo que pudo haber sucedido hace miles de años en las relaciones entre el ser humano y otros animales tenga ninguna repercusión en el presente: el PGS y las cuestiones éticas a él asociadas pueden ser explicadas perfectamente desde ese presente; y explicadas en términos estrictamente éticos, porque por supuesto que es posible hablar de una «ética animal» (y de hecho, tal ética y los problemas que plantea existen, ciertamente, en el momento actual). ¿Dónde se habría generado tal ética? Según Alvargonzález, en la relación misma de los primatólogos con los simios objeto de estudio. Y, ¿por qué motivo? Sencillamente, al constatar en ellos capacidades y disposiciones muy próximas y similares a las humanas. Esto, al parecer, habría bastado para convertir a los grandes simios en sujetos morales y, en último término, en personas.
De inmediato, Javier Delgado Palomar, allí presente, llamó la atención sobre el hecho de que, en el caso de resultar aceptable o plausible tal sugerencia, eso comprometería automáticamente la tesis defendida en Los dioses olvidados, donde yo sostengo que el toreo es una ceremonia esencialmente religiosa (por más que, finalmente, haya acabado por establecerse en un ámbito puramente lúdico y profano), cuyos orígenes hay que buscarlos en la larga tradición (que se inicia ya en el Paleolítico) del toro como animal numinoso (con funciones muy específicamente asociadas a la fecundidad), y que, por tanto, la confrontación ética que enfrenta a taurinos y antitaurinos ha de ser entendida y reinterpretada, en realidad, en términos religiosos, y ello, entre otras cosas, porque no hay ni puede haber algo así como una «ética animal», por lo que cabe concluir que el debate llevado a tal terreno es un debate imposible, o, si se quiere decir de otro modo, establecido sobre meras apariencias.
He de aclarar que Alvargonzález se desvinculó de inmediato de la observación hecha por Javier Delgado, y que sostuvo de forma rotunda que su propuesta en modo alguno afectaba a la tesis esencial de mi libro, porque el problema del toreo es, en su opinión (algo que yo tampoco creo) un asunto completamente distinto al del PGS. Ignoro si lo dijo porque realmente lo cree así (tiempo tendrá él de aclararlo, si ese es su deseo) o porque a las cinco de la tarde y tras una larga mañana de trabajo y una copiosa comida no tenía ganas de entrar en lo que podía preverse una larga discusión conmigo. (Tampoco yo las tenía, dicho sea entre paréntesis.) Y he de aclarar también que Javier Delgado, al llamar la atención sobre el hecho de que la propuesta de Alvargonzález podría hacerse extensiva a Los dioses olvidados, lo hizo no por mostrarse de acuerdo con tal propuesta, sino al contrario: para tratar de rebatirla desde sus adhesión a mí teoría del toreo.
Pues bien, haré sólo dos breves comentarios, que entonces no fueron sino dos mínimas observaciones. El primero se halla referido a la idea propuesta por David Alvargonzález; y el segundo, a la relación que dicha idea pudiera llegar a tener con Los dioses olvidados.
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Yo creo que lo que dice Alvargonzález explica muy bien algo que, por lo demás, resulta obvio y no necesita de mayores explicaciones. Me refiero el hecho de que sean justamente los grandes simios los que estén en el centro (o en la primera línea, tanto da) de estas cuestiones: sin duda esto es debido a que no hay ningún otro animal que tenga un mayor parecido ni una mayor proximidad con el ser humano. Y esto aclara de una manera suficiente por qué ha surgido un Proyecto Gran Simio en el terreno de los estudios sobre primates, y no un proyecto similar promovido por los adiestradores de perros o caballos, o por los dueños de mascotas o animales de compañía. Es evidente que los grandes monos tienen un parecido más que inquietante con nosotros y no es muy difícil imaginarse cómo de esa constatación ha podido pasarse a verlos iguales (o casi iguales), sin más, al ser humano, procediendo, en consecuencia, a su conversión en personas y sujetos morales. Ahora bien, ¿bastaría con esto para no darle más vueltas al asunto y no buscarle al PGS y a la «ética animal» otros orígenes que los inmediatos, y, desde luego, sin que resulte en absoluto necesario establecer ninguna vinculación entre ambos y la religiosidad primaria? Yo creo que no.
En primer lugar, David Alvargonzález olvida que los orígenes de la «ética animal» son muy anteriores a los estudios sobre primates y al propio PGS, que no es sino el punto límite al que ha llegado (al menos hasta el momento) el desarrollo de tal ética (o, mejor, de tal concepción de la ética). Y esto significa que ni las raíces ni las causas de tal movimiento ético pueden ser buscadas en los primatólogos y en sus relaciones con los primates. Y significa, también, que el PGS no es sino un eslabón más (hasta ahora el ultimo) de esa larga cadena conformada por la «ética animal»; y si es un eslabón (un desarrollo o una consecuencia, si así quiere decirse) de tal cadena, sus orígenes, en buena lógica, han de ser por fuerza los mismos que los de ésta. Por consiguiente, no tiene ningún sentido buscarle al PGS unas raíces o unas causas distintas y diferentes de las de la propia «ética animal». La vinculación entre tal ética y el PGS es tan estrecha que probablemente éste sea su último desarrollo posible, debido a las profundas contradicciones que el proyecto encierra si quiere ser llevado hasta sus últimas consecuencias. O si se quiere podemos decirlo de otro modo: el desarrollo teórico de la «ética animal» ha llegado a un límite tal que conlleva la negación de sí misma y, probablemente, su disolución, a menos que vuelva atrás y deje las cosas en un justo término medio que nadie en su sano juicio discutirá: los animales (muchos animales y no sólo los grandes simios), no son ni máquinas ni personas, sino seres sensibles a los que no debemos exterminar, torturar, usar a nuestro antojo, matar innecesariamente, &c.
Ahora bien, ¿cuáles son esos orígenes de la «ética animal», de la que el PGS (repitámoslo) no es sino un momento? Yo creo que únicamente pueden ser buscados en esas sucesivas reubicaciones que a lo largo de la historia hemos ido haciendo de los animales en el espacio antropológico, y que, sin duda, no han tenido otro objeto que el de contribuir, al tiempo, a definirnos a nosotros mismos. Así, los hemos visto como dioses y después como cosas; finalmente, hemos hecho de ellos personas (no nos queda ya ningún otro lugar en el que colocarlos). Pero es justamente esta última conversión en personas (no en dioses, por supuesto) la que puede ser equiparada a formas primarias de religiosidad, o, mejor, ser vista como una refluencia (o vestigio, como prefiere decir Alvargonzález) de éstas. Hemos vuelto a reencontrarnos con nuestros antiguos dioses olvidados, pero ahora no desde una posición de dependencia o inferioridad, que suscitaban en nosotros temor, sino desde una posición de absoluta superioridad, que despierta en nosotros la compasión y la piedad hacia ellos. Los animales no son personas ni sujetos morales, y no hay ni puede haber, por tanto, una ética animal (enseguida diré por qué), y si esto es así, el que los cojamos de la mano e intentemos introducirlos en nuestro propio mundo moral, no es algo que puede ser explicado en términos éticos; sencillamente porque no se trata ni podría tratarse de una relación ética; y aunque tampoco se trata, por supuesto, de una relación religiosa en sentido estricto (nadie ve hoy a los animales como dioses), ese proceso de su conversión en personas no puede ser explicado más que como una modulación (residuo, vestigio o refluencia) de lo que en otro tiempo fue una religación religiosa, por más que en la actualidad hayan cambiado los términos del contrato: ya no buscamos su amparo (porque no lo necesitamos), sino que los amparamos. No se trata, pues, de que lo sucedido hace miles de años tenga que ver con lo que sucede el presente, si por tal entendemos una relación de causa / efecto, es decir, una causa cuyo efecto ha tardado en manifestarse miles de años. Así entendido, resultaría completamente absurdo, desde luego. Pero la cuestión es mucho más compleja y sutil: ocurre que en las sucesivas redefiniciones que hemos ido haciendo del animal, la última (persona) tiene mucho que ver con la primera (dioses), y sólo puede ser entendida como una modulación obligada (quiero decir que seguramente tendría que darse por fuerza, tarde o temprano) de ésta, y, desde luego, no puede entenderse en absoluto si se pretende explicar en términos estricta y escuetamente éticos.
Pero supongamos que Alvargonzález tuviera razón; y supongamos que no hay un antes del PGS, sino que la problemática en torno a la ética animal se inicia con dicho proyecto y se engendra en la relación que establece el estudioso con el primate con el que trabaja. ¿Daría esto pie, como quiere Alvargonzález, para hablar de una «ética animal» en sentido estricto, y sin que sea necesario buscarle otros orígenes a esa nueva forma de religación? Yo creo que en absoluto: el individuo humano que a fuerza de estudiar a un animal termina por identificarse hasta tal punto con él (o por identificar al animal consigo mismo) que acaba por considerarlo (por sus semejanzas, por sus logros de aprendizaje sorprendentes, por el reconocimiento de las emociones y sentimientos del animal, &c.), acaba (digo) por concebirlo como persona y sujeto moral, lo único que está poniendo de relieve es su propia estupidez o su propia locura, pero de ningún modo que el animal sea una persona o un sujeto moral, porque para que ello fuese así, sería preciso poder mantener con él una interrelación de carácter ético o moral; una interrelación en la que yo reconozco sus derechos, pero él los míos, en la que yo reconozco mis deberes, pero él los suyos. Pero tal juego moral es sencillamente imposible, y no sólo por lo anterior, sino porque ¿cuáles son mis derechos al margen de los que me reconoce la sociedad en la que vivo, y cuáles son los derechos del animal, al margen de los que yo pueda reconocerle, y eso sin poder esperar correspondencia alguna por su parte? Si a eso vamos, también el estudioso, en una suerte de arrebato místico (en los escritos del PGS abundan arrebatos de este tipo), podría convertir al animal en un dios, y eso únicamente demostraría la locura o la imbecilidad del tal estudioso, mas no la divinidad del animal.
Sin duda, esto supondría ya una crítica rotunda del PGS, puesto que pondría de relieve que se establece sobre fundamentos falsos, sobre la mera apariencia. Pero pone de relieve también (frente a lo que sugiere Alvargonzález) que toda esa problemática no es, no puede ser esencialmente ética. Y cabría concluir que quienes la suscitan y ven al animal como persona, viven inmersos en un error radical, esclavos de la mera apariencia, y podría, acaso, esperarse razonablemente que no fuesen seguidos por el resto de la sociedad, sino que ésta los viese como una suerte de individuos que, a fuerza de estudiar primates, han terminado por volverse locos; y, sin embargo, esto no es así, al contrario: ideas como las que sostienen el PGS son vistas con simpatía por amplios sectores de la población, y a mí me parece que esto hace sospechar que o bien estamos hablando realmente de ética, y todo el mundo lo entiende así, o bien que están actuando ahí otros resortes distintos a los meramente éticos. Pero si lo primero es imposible, porque no estamos hablando de ética, entonces tiene que ser lo segundo; y al buscar cuáles puedan ser esos posibles resortes, yo no encuentro otros que aquéllos que nacen la disposición del ser humano a ser proclive a nuevas formas de piedad en su relación con los animales. Y esto, entiendo yo, tiene más que ver con la religión que con cualquier otra cosa, y desde luego más que con la ética en sentido estricto. Yo estoy seguro de que si fuese tan obvio que los animales son personas y sujetos morales, habríamos caído en la cuenta de ello hace ya mucho tiempo, sin necesidad de esperar a que algunos genios de la etología hicieran el gran descubrimiento. Es obvio que no lo son, y que ésta no es sino la última perspectiva desde la que hemos acabado viéndolos y concibiendo el mundo animal; y esa perspectiva tiene mucho que ver con la religiosa, aunque no sea más que ambas tienen en común, precisamente, la concepción del animal como persona: sea persona divina, en un momento, persona humana, en otro.
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Respecto a cuáles podrían ser las repercusiones que la idea de Alvargonzález (de ser acertada y, como acabo de señalar, creo que no lo es) tendría en el caso particular de la tesis defendida en Los dioses olvidados, yo pienso, francamente, que ninguna. Y no me mueve a hacer tal afirmación la defensa a ultranza de mi engendro. Después de todo, si Alvargonzález tuviera razón y eso arruinara la argumentación llevada a cabo en Los dioses olvidados, peor para Los dioses olvidados. Y felices todos de haber podido conocer una nueva verdad, porque, como decía Platón:
«ahora no luchamos por la victoria, para que lo que yo sostengo sea lo que gane, o lo que tú, sino que, ambos aliados, debemos luchar por la absoluta verdad».
Y la verdad es que el caso de los toros no es, ni mucho menos, no ya idéntico, sino ni siquiera similar al del PGS. En primer lugar, porque la numinosidad del toro es un hecho constatable, ya desde las pinturas del Paleolítico, y que permanece imperturbable a lo largo de la historia en las más diversas culturas, especialmente, del área mediterránea. Y la moderna corrida de toros, por todas las razones que se esgrimen en Los dioses olvidados, y que no viene al caso repetir, no puede explicarse más que como el resultado de esa larga tradición de relaciones religiosas con el toro. Sencillamente sucede que los orígenes del toreo son religiosos. Así de contundente. Y por ello, la corrida de toros es esencialmente una ceremonia religiosa, por más, desde luego, que hoy no sea vista ni vivida como tal, sino como un arte o un juego. De manera, que sea lo que fuere de la sugerencia de Alvargonzález, el toreo (lo mismo a caballo que a pie) sólo puede explicarse en términos de relaciones numinosas que pueden rastrearse, sin un solo momento de ruptura, hasta las formas primarias de religiosidad. Así pues, podrá discutir Alvargonzález que el PGS sea explicable en clave religiosa, pero de ninguna manera (y repito que no lo ha hecho) que no pueda explicarse en tales términos el toreo o que no sea, esencialmente, un ceremonial religioso.
Pero sucede además, en segundo lugar, que la controversia, pretendidamente ética, que enfrenta a taurinos y antitaurinos posee también peculiaridades propias que la hacen muy distinta a la suscitada por el PGS. Por lo pronto, si éste es muy reciente, de hace unos quince años aproximadamente (aunque sus antecedentes son, ciertamente, muy anteriores, siendo ésta una de las razones por las que estimamos desacertada la propuesta de Alvargonzález que estamos comentando), el antitaurinismo posee, en cambio, una notabilísima antigüedad, hasta el extremo de que puede decirse, sin exageración, que existe desde siempre, quiero decir que desde el momento en que se comenzaron a correr toros (a caballo antes que a pie), ha habido detractores del toreo, esto es, antitaurinos. Y estamos hablando ya de finales del siglo XI, aunque también es verdad que la polémica (que aún no ha cesado) se intensifica muy especialmente a partir del XVI. Por tanto, si el PGS tiene quince años, el antitaurinismo ha cumplido ya los novecientos. Y esto demuestra con toda evidencia (es casi insultar al lector subrayarlo, y pido disculpas por ello) que no puede haber ninguna influencia del primero sobre el segundo; cuestión distintas es si la hay de éste sobre aquél (esto es, del antitaurinismo sobre el PGS); y yo sospecho que probablemente sí. Pero entonces el PGS podría ser visto como una cristalización en un momento dado (finales del siglo XX) de una serie de posiciones e ideas (y entre ellas las que conforman el antitaurinismo) que vienen de muy atrás, y esto haría muy difícil que pudiera sostenerse la afirmación de que tal proyecto nace directamente de la labor de los primatólogos (los argumentos de los antitaurinos, incluidas aquéllas recusaciones de carácter moral que se hacen del toreo son anteriores a la proliferación de estudios sobre los grandes simios, aunque no, es cierto, al propio darwinismo, sino, al contrario, muy próximos a él en el tiempo, y probablemente nacidos directamente de él, y esto por más que se hayan beneficiado posteriormente del desarrollo de la Etología y hayan caminado de la mano de las Sociedad Protectoras de Animales desde el momento en que éstas comenzaron a surgir).
El primer antitaurinismo (especialmente, los siglos XVI y XVII) es pretendidamente religioso: se rechaza el toreo porque se considera un pecado y grave ofensa a Dios el que un hombre se arriesgue a morir delante de un toro. Mas se decía también que podía ser fuente de tentaciones la mezcla de ambos sexos en el espectáculo, o que pecaminoso era ese deleitarse en la sangre y el peligro; o, finalmente, que el toreo podía contribuir a la formación de temperamentos particularmente violentos y dados a todo tipo de desmanes. Es decir, que, como puede observarse, pretendiendo ser un antitaurinismo religioso, era, en el fondo, estrictamente moral; presentándose –decía yo en mi libro— como antitaurinismo angular, era, en realidad un antitaurinismo circular.
En el siglo XVIII, muy principalmente, pero también hasta finales del siglo XIX e incluso los primeros años del XX, el toreo es recusado por razones puramente económicas (jornadas de trabajo que se pierden con las fiestas de toros, campos que quedan inutilizados para la agricultura al dedicarse para la cría del toro bravo, &c.). Se trata ahora de un antitaurinismo puramente radial.
Y es, como decía, a finales del siglo XIX y comienzos del XX cuando despunta el antitaurinismo que recusa el toreo por el sufrimiento que se produce al toro (también, aunque ocasionalmente, al caballo; daño que antes de hacerse obligatorio el uso del peto que le protege no era ocasional, sino del todo certísimo). Nos hallamos ahora ante una argumentación antitaurina que quiere constituirse en términos formalmente éticos y morales, en la que, si no tanto como hacer del toro un sujeto moral, y menos una persona, sí se le hace sujeto de derechos. Mas si la ética –argumentaba yo entonces, y continúo argumentando ahora— es un asunto puramente circular, el antitaurinismo ético, al que habría que calificar de antitaurinismo circular, es imposible, una mera apariencia, y este antitaurinismo pretendidamente circular no es, ni puede ser otra cosa, que antiraurinismo angular. Exactamente lo mismo, y por las mismas razones, que sostengo a propósito del PGS.
Ahora bien, toda esa génesis y desarrollo de este antitaurinismo pretendidamente ético o moral, no sólo no tiene nada que ver (como ya he señalado) con los estudios sobre primates, sino que, además, y examinando ahora el asunto a la luz de la propuesta hecha por Alvargonzález, tampoco presenta la menor similitud con el PGS. Porque es evidente que, para buscar el paralelismo, los defensores del PGS, y los primatólogos, al ser éstos (según la postura de Alvargonzález) los que alumbran esa concepción del simio como persona a partir de su relación con él, habrían de ser puestos en correspondencia con los antitaurinos. Pero es obvio que las razones morales de éstos en absoluto se gestan en su relación con el toro (es más: muchos de ellos probablemente no han visto uno en su vida); y al contrario: quienes sí están en estrecha relación con él (ganaderos, toreros y cuadrillas, y también aficionados al toreo) son, justamente, aquéllos a los que menos se les ocurre concebir al toro como un sujeto moral, o, siquiera, poseedor de determinados derechos (como no sean los que tienen que ver con su cuidado y alimentación hasta el día mismo en que es conducido a la plaza). Así que, aun en el caso de que la suposición de Alvargonzález fuese acertado (y repito que yo creo que no lo es), no tendría la menor aplicación ni la más mínima capacidad explicativa del caso del toreo, ni supondría, desde luego, ninguna amenaza para la tesis defendida en Los dioses olvidados.
Pero aún hay más: porque si esa consideración del toro como sujeto de derechos no nace de la relación del antitaurino con él, sino de otras fuentes (y repito que, a mi modo de ver, hay que buscarlas en las formas primarias de religiosidad y en las modulaciones que ha ido experimentando esta primera forma de religación), resultaría bien extraño que las del PGS fuesen otras distintas, y que constituyese un movimiento que se hubiese ido conformando de forma completamente independiente y autónoma, y por completo desligado de este panorama más general que estamos señalando, y del todo ajeno a él; que discurriese por su propio camino sin ninguna relación con esta vía general por las que discurren nuestras relaciones con los animales ya desde el Paleolítico, y que, en consecuencia, no fuese sino el resultado de la alucinación de algunos primatólogos o de la falsedad radical en la que viven inmersos (y esto por más que haya que reconocer que esas innegables semejanzas entre el ser humano y los grandes simios contribuyan a reforzar y consolidar el Proyecto mismo).
Me parece, pues, no sólo que la sugerencia de Alvargonzález en nada afecta a Los dioses olvidados, y que de ninguna manera clausura o desmonta sus argumentos, sino que la relación entre su propuesta y mi libro es justamente la contraria: es en Los dioses olvidados donde existen pruebas suficientes para sostener que su suposición es errónea.