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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 1
Artículos

El dos de mayo de 2008 y la Nación española

Antonio Sánchez Martínez

Un ejemplo más de las oscuridades conceptuales en las que andan perdidos muchos de los historiadores gremiales españoles

Mahometanos mamelucos al servicio del Imperio de Francia reprimen a los españoles en la madrileña Puerta del Sol el 2 de mayo de 1808, según Goya
Mahometanos mamelucos al servicio del Imperio de Francia reprimen a los españoles en la madrileña Puerta del Sol el 2 de mayo de 1808, según Goya

En este mes de mayo de 2008, en que se cumplen doscientos años del inicio de la Guerra de la Independencia, se está poniendo de manifiesto el poco interés que la mayoría de las administraciones autonómicas tienen en recordar las gestas que los españoles realizaron en el mismo mes de 1808. A pesar de que hay motivos de sobra para ver que España vuelve a estar en peligro de sucumbir ante sus enemigos –interiores, sobre todo, en esta ocasión–, sin embargo la mayor parte de la clase política de la partitocracia coronada niega las evidencias, repitiendo machaconamente que «España no se rompe», o mira para otro lado tratando de evitar que crezca la tensión que cuestiona el actual régimen político surgido de la oscura Constitución de 1978, y que podría enfangar en su caída las poltronas desde las que tan cómodamente observan los acontecimientos.

Para la mayoría de los historiadores la Guerra de la Independencia facilitó el nacimiento de una nueva conciencia nacional, de un nuevo tipo de «nación». Pero dicha idea no es tratada con claridad y precisión por muchos de estos profesionales del relato, aunque intuyen su importancia.

En El Cultural del periódico El Mundo publicado para la ocasión como especial «Dos de Mayo» (24-30 de abril de 2008) se ofrece el reportaje «¿Nace una nación?» donde se plantean cinco cuestiones a otros tantos historiadores españoles:

1. ¿Nace con la Guerra de la Independencia la conciencia nacional española?
2. La invasión francesa, ¿fue una oportunidad para modernizar España?
3. ¿De qué manera influye la guerra en el impulso al movimiento liberal que se encarna en Cádiz?
4. ¿Cuál es la mayor leyenda en torno a 1808 y el conflicto bélico posterior que hay que desmontar?
5. ¿Puede decirse que la invasión de España fue un grave error militar de Napoleón que señala el principio de su declive?

Para afrontar dichas preguntas, especialmente la primera, no cabe partir de la nada, de un conjunto cero de premisas (y quien lo pretenda se está engañando a sí mismo y a quien se lo crea), sino que es preciso tener un marco interpretativo desde el que afrontarlas. En este sentido es fundamental, desde nuestro punto de vista, poder ofrecer una idea de nación que vaya más allá de la simple colecta enciclopédica y que evite confusiones, malentendidos y ambigüedades. Y es que el término nación, tal como recoge el DRAE, no es un término unívoco, sino polisémico –un universal que contiene varios géneros y especies–, en contra de lo que sugiere el título del reportaje mencionado, donde no se explicita a qué tipo de «nación» nos estamos refiriendo. Nosotros remitimos a la idea de nación expuesta por Gustavo Bueno en su obra España no es un Mito, a partir de la cual se han confeccionado las respectivas entradas que pueden consultarse en la Enciclopedia de la Nación española (http://www.nacionespanola.net), y que a continuación exponemos sintéticamente.

En primer lugar cabe hablar de la nación «biológica», que es la que recoge el significado del verbo latino nascor (nacer); «nación» es, etimológicamente, el «acto y efecto de nacer» (ver la primera acepción del DRAE). Dentro de este género cabe distinguir tres especies (nacimiento de una parte de un organismo, de un organismo o de un grupo de organismos con nexos biológicos), pero dicha acepción apenas tiene significación histórico-política, aunque en las monarquías hereditarias (como la española) se sigue atendiendo a criterios de la tercera especie de este género de nación para fijar la sucesión en la jefatura del estado.

En segundo lugar está la nación en sentido «étnico» o cultural (la nación étnica). Este género tiene una significación eminentemente antropológica, pero su sentido va unido a un estado (político) desde el que se define. Así cabe hablar de la especie de nación étnica periférica para referirnos a aquellos grupos étnicos que están en la periferia de algún estado o imperio sin formar parte de él. En La Guerra de las Galias Julio César habla de los belgas, aquitanos o helvecios como pueblos que rodean al imperio y poseen leguas, leyes o costumbres diferenciados. Los pueblos ibéricos (celtas, íberos, &c.), antes de su asimilación por parte del Imperio romano como parte de Hispania, serían naciones de este tipo. Una segunda especie de este género sería la nación étnica integrada que se refiere a aquellos grupos humanos que ya forman parte de la sociedad política, significando, entonces, el «origen» (denominación de origen) del que proceden los individuos, grupos, instituciones (o mercancías) que han alcanzado el nivel histórico de la sociedad en la que ingresan. Por ejemplo, en la obra de César, excluye de su comentario, por haber pasado a formar parte ya de una provincia romana, al país de los alóbroges y la Galia Narbonense, prueba de que el autor estaba ejercitando el concepto de «nación integrada». En las Universidades y mercados medievales también se distinguía entre naciones apelando al origen de los grupos humanos que la integraban. Esta es la acepción que, junto a la biológica, aparece como segunda y última acepción en el Diccionario de la RAE en la primera edición de 1734 («la colección de los habitadores en alguna Provincia, País o Reino. Latín. Natio. Gens»), cuando la acepción política aún estaba por llegar (alrededor de 1789), permaneciendo intactas dichas acepciones hasta 1869 en que se incorpora esta última.

La tercera especie de nación étnica es la nación histórica, que se caracteriza porque es percibida (a pesar de las diferencias culturales) como única sobre un determinado territorio, simbolizando dicha unidad a través del monarca, en el que reside la soberanía. Para ello será necesario contar con un proceso de homogeneización cultural que, sobre todo desde naciones históricas exteriores, permita identificar por su lengua, costumbres, religión, &c., a los individuos que a ella pertenecen. Así en España se fraguó dicha unidad entre los diversos pueblos a lo largo de siglos, en las guerras frente a enemigos exteriores particularmente y, en general, en la comunidad de intereses frente a terceros, como ocurre señaladamente frente al Islam en la Reconquista («Así este reino de Navarra, como el más antiguo de vuestra España», dicen las Cortes Navarras en 1530, reconociendo que distintos reinos y naciones étnicas confluyen en una sola nación histórica, que con los Reyes Católicos se constituye, además, como un estado unitario.

El último género es el de la nación política, que contiene dos especies: la canónica (surgida en tiempos de la Revolución Francesa) y la fraccionaria. La nación política (canónica, en la que el estado se identifica con la nación: nación-estado) no surge de la nada, sino a partir de la plataforma política de la nación histórica, aunque revolucionando su estructura. A partir de ahora la soberanía residirá en la Nación, no en el rey, estableciéndose la igualdad política (por holización) de todos los ciudadanos, que dejan de ser súbditos sometidos a las clases privilegiadas que conllevaba el sistema estamental del Antiguo Régimen, aunque a partir de entonces se establezca un nuevo tipo de desigualdades. Por eso en la batalla de Valmy se gritará «¡Viva la nación!» y no «¡Viva el rey!». Y en la Constitución española de 1812 se dice expresamente en su Capítulo I:

«1. La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. 2. La nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente establecer sus leyes fundamentales.»

La segunda especie de este género es la nación fraccionaria, que amparándose en imaginarios derechos políticos, confeccionados por grupos sociales en busca de privilegios propios del Antiguo Régimen, intentan romper la herencia recibida y la igualdad política posteriormente alcanzada. Y, lo paradójico, es que hay ciertos partidos que se hacen llamar de «izquierdas» que están contribuyendo al fraccionamiento de dicha nación en porciones que sólo benefician a los más poderosos económicamente o a naciones extranjeras que, con la división de sus competidores, se ven claramente favorecidas y fortalecidas. Quienes defienden la «España plurinacional» se mueven en la perspectiva de quienes buscan su fraccionamiento bajo el engañoso mensaje de la «autodeterminación democrática», que el mismo Marx o Lenin se encargaron de criticar. Así actúan quienes consideran que el País Vasco o Cataluña son «naciones» (tal como se hace en los nuevos Estatutos de Autonomía), confundiendo –a conciencia o ingenuamente– la nación étnica integrada con la nación política para, de este modo, conseguir constituirse como estados independientes, a pesar de que ni Cataluña ni el País Vasco han sido nunca naciones políticas, sino –en su día– distintas naciones étnicas que acabaron integrándose en reinos que terminarían formando parte de España. Y, a pesar de los apoyos que tales proyectos reciben de parte de políticos que se hacen llamar «de izquierdas», hay que recordar que el mismo Lenin dijo: «los marxistas, como es natural, están en contra de la federación y la descentralización por el simple motivo de que el capitalismo exige para su desarrollo Estados que sean lo más extensos y centralizados posible» (Lenin, Notas críticas sobre el problema nacional, página 33, Editorial Progreso). El comunismo no supone la disolución o fraccionamiento del «estado burgués», sino su transformación revolucionaria conservando su unidad{1}.

Queremos resaltar que la perspectiva desde la que está presentado el reportaje que nos ocupa se nos antoja muy similar a la que en su día promovió el periódico El Mundo acerca de la Guerra Civil, que pretende dividir a España en tres grupos: dos españas violentas enfrentadas (una reaccionaria y cavernícola frente a otra utópica y futurista) que no permitieron el desarrollo de una tercera España pacífica (la tercera España moderada y reformista) que vería las cosas desde lo alto y en que es la que mantienen diversos historiadores (García Cárcel lo menciona explícitamente en su respuesta a la cuarta pregunta). Pero pensamos que ninguno de los dos acontecimientos, transcendentales para la historia de España, permite ver las posturas tan simplificadamente, como Atilana Guerrero puso de manifiesto en estas mismas páginas de El Catoblepas acerca de otro reportaje de entrevistas preparado por dicho periódico para lanzar una Historia de España, o como, más recientemente, ha señalado José Manuel Rodríguez Pardo al afrontar el desarrollo de la España foral hasta, precisamente, la Constitución de Cádiz («De los fueros a la Constitución de 1812»).

Los historiadores consultados acerca de la Guerra de la Independencia son Fernando García de Cortázar, José Álvarez Junco, Ricardo García Cárcel, Manuel Moreno Alonso y Emilio La Parra. Por su especial relevancia, como hemos dicho, nos centraremos en la respuesta de los entrevistados a la primera pregunta («¿Nace con la Guerra de la Independencia la conciencia nacional española?»), entre las que intercalaremos algunas apreciaciones.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de mayo, nación y libertad, contestó lo siguiente:

«La guerra contra los franceses fue la que a un pueblo aparentemente disperso lo trasformó en comunidad nacional por el calor y la exaltación de su respuesta unánime al extranjero. Fue un seísmo patriótico, nacional, que diluyó las viejas barreras históricas y culturales y fusionó todas las regiones españolas en una respuesta común contra el ejército imperial. Lo supo ver a tiempo Jovellanos, que se resistió a seguir las ofertas de sus amigos afrancesados para unirse a la corte de José Bonaparte y comprendió un porvenir donde el pueblo español exigirá ya el nombre de nación. Como la nación en armas francesa en el año 1792, los españoles, en masa, en 1808. Porque es, en mayo de 1808, cuando el pueblo real, el pueblo llano, se adelanta al primer plano de la historia y se empeña en actuar de altavoz y protagonista. Es ahora, frente a unas instituciones sumisas a los dictados del invasor, cuando pasa por la Península Ibérica entera, estremeciéndola, el grito colectivo izado por el pueblo madrileño, en su inmenso clamor de dies irae contra los franceses.»

En esta primera respuesta, crucial por sus implicaciones, cabe apreciar la confusión de don Fernando, lo mismo que del resto de entrevistados, al afrontar el término «nación», pues lo hace sin establecer una clasificación mínima de la misma, aunque parece presuponer que dicho concepto se refiere, ante todo, a lo que nosotros llamamos «nación política» y comúnmente se conoce como «estado-nación», pero sin percatarse de los peligros que encierra dicha falta de claridad, que sistemáticamente es aprovechada por los nacionalistas separatistas actuales. Del resto de su intervención creemos que cabe resaltar la ideología de la «no violencia» desde la que don Fernando parece criticar los acontecimientos pasados, como si el mundo actual pudiera prescindir de métodos considerados propios de pueblos bárbaros. Por eso, para intentar equiparar la violencia de nuestros compatriotas de 1808 con los invasores, nos dice: «¿Fue más civilizada la Francia de Robespierre y Napoleón que la España de la guerra de la Independencia cuando el primero cortaba las cabezas de sus compatriotas y el segundo hacía cargar sobre media Europa la tiranía de su imperialismo?». No es de extrañar que, partiendo de formalismos tan ridículos como éste –que no distingue los tipos de violencia en función de sus contenidos y su fines–, la mayoría de la población grite «¡No a la guerra!» con tanta facilidad.

José Álvarez Junco (Catedrático de Historia de la Universidad Complutense y Director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales –olim Instituto de Estudios Políticos–) respondió a la primera pregunta:

«Sí, creo que es adecuado decir que la conciencia nacional española nace con la llamada Guerra de la Independencia. Pero éste es un terreno lleno de sobreentendidos: ¿quiere decir que antes no había conciencia nacional alguna? ¿quiere incluso decir que no existía una identidad española de ningún tipo? Habría que matizar: conciencia de identidad española existía, sobre todo en élites intelectuales y políticas cercanas al poder, desde hacía siglos. Pero antes de las revoluciones liberales en ningún caso era «nacional», en el sentido de que creyeran que existía un grupo humano con derechos soberanos sobre este territorio. El soberano era el rey.» [las cursivas son nuestras]

Como podemos ver, don José parece intuir que no cabe confundir la identidad de España como estado (otra cosa es que admita que fue un Imperio más allá de los reinos medievales unificados en los Reyes Católicos) y su identidad como nación-estado, como «nación política», pues antes de la Guerra de la Independencia la soberanía residía en el rey (aunque habría que discutir el distinto papel que las monarquías jugaron respecto a los privilegios y el poder de la nobleza o el clero en los diversos estados del Antiguo Régimen). Pero no estamos tan seguros de que Álvarez Junco asumiese que España, antes de 1812, fuese lo suficientemente homogénea en multitud de componentes culturales de todo orden como para que se pudiese hablar de su identidad como «nación histórica» que englobase a toda la población, no sólo a las «élites intelectuales y políticas cercanas al poder» que, tal como interpretan los secesionistas actuales, mantuvieran encerradas a los pueblos o «naciones» de España (como si el estado fuese una mera superestructrura inventada por los explotadores para mantener sumisos a los explotados). ¿Cómo se explicaría, por ejemplo, que los habitantes de la península ibérica no escapasen a la más mínima oportunidad de tales rejas? ¿Cómo se explicaría su obstinada lucha contra los sarracenos durante tanto tiempo, muchas veces actuando sin el mandato expreso de un monarca o un señor –aunque bajo un mismo ortograma suprasubjetivo–, en vez de su adhesión a la «nación» del enemigo musulmán? ¿Cómo se explicaría la defensa de los españoles de América de su identidad (como nación histórica que integraba a distintas naciones étnicas) frente a los enemigos del Imperio, tal como se aprecia hasta en la misma Guerra de la Independencia? Mucho nos tememos que don José es víctima de la Leyenda Negra en más de un aspecto, así como de una concepción marxista vulgar de la dialéctica histórica{2}.

Ricardo García Cárcel (Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Barcelona) dijo en primer lugar:

«La conciencia nacional española no nace, a mi juicio, con la Guerra de la Independencia. Ciertamente, 1808 es uno de los grandes «mitos fundacionales» de nuestra historia nacional. Su papel como incentivador de un nuevo nacionalismo que convierte a los españoles en ciudadanos y no en súbditos de la monarquía es evidente. Pero no creo en el «creacionismo nacional». La conciencia nacional española estaba ya presente, aunque evolucionara con el paso del tiempo. En las apologías que escriben Juan Pablo Forner o José Cadalso frente a las críticas foráneas de la cultura española del Siglo de Oro hay afirmaciones identitarias de conciencia nacional española muy anteriores al año 1808.»

Como podemos ver García Cárcel también es víctima de su propia confusión acerca del término «nación». Mientras en un primer momento afirma que la «La conciencia nacional española no nace con la Guerra de la Independencia» –que dicha conciencia existía desde mucho antes–, acto seguido reconoce «su papel como incentivador de un nuevo nacionalismo que convierte a los españoles en ciudadanos y no en súbditos». Y, contestando a la cuarta pregunta, también nos dice que la sociedad española de entonces, al margen de sus reyes, fue capaz de «resistir las agresiones despóticas externas». Por lo que nos preguntamos, de nuevo, ¿en qué factores se basó dicha resistencia? De nuevo se echa en falta una clasificación adecuada que distinga entre «nación histórica» y «nación política», y que permita entender cómo surgió la segunda a partir de la constitución real (systasis) de la primera, aunque revolucionándola.

Para la crítica detallada de la concepción de García Cárcel sobre la Guerra de la Independencia puede verse el artículo de José Manuel Rodríguez Pardo (en El Catoblepas, 64:14), donde se analizan los «mitos» de los que habla el historiador de la universidad de Barcelona, aunque éste no aclara si se trata de mitos oscurantistas o esclarecedores, ni resalta que la importancia de los acontecimientos históricos hay que medirla por sus consecuencias, como nos ha vuelto a recordar hace poco Gustavo Bueno. Según el filósofo español los hechos sucedidos del 9 de mayo de 1808 en Oviedo se entienden gracias a lo ocurrido durante la tarde cuando se quemó el bando de Murat y se creó la Junta general. En este sentido don Gustavo resalta, en la misma línea que don Manuel Moreno –tal como veremos más abajo–, que los acontecimientos del 25 de mayo en Oviedo fueron hechos «más importantes todavía que el 2 de mayo en Madrid», pues éste no dejó de ser un «acontecimiento local», frente a la relevancia que para el país tuvo la declaración de soberanía. El pronunciamiento del 25 de mayo no habría sido una declaración local, sino que tuvo «carácter nacional», ya que la Junta General asumió la soberanía de toda España y la declaración de la guerra a Napoleón en sustitución del rey. Así se explicaría la alta participación asturiana en la Constitución de 1812, que transformó el antiguo régimen en un régimen moderno. Lo ocurrido en mayo de 1808, especialmente en Oviedo, no fue una simple sublevación. Las consecuencias para el futuro de España fueron similares a las de la batalla de Covadonga{3}: «no fue sólo una refriega».

Manuel Moreno Alonso (Universidad de Sevilla) señaló en su primera respuesta:

«En cierto modo, sí. No todos los españoles se rebelaron contra la dominación napoleónica, pero los que lo hicieron se sintieron unidos en el rechazo de una autoridad exterior y en nombre de un mismo rey: Fernando VII.»

Sin duda don Manuel toma las debidas precauciones al contestar, pero tampoco ofrece un marco interpretativo adecuado para distinguir los tipos de nación, de «conciencias nacionales», ni el mecanismo por el que se transforma el súbdito en ciudadano copartícipe de soberanía política.

Emilio la Parra (Universidad de Alicante) contestó lo siguiente a la primera pregunta:

«En mi libro reciente La batalla de Bailén he tratado de fechar un acontecimiento tan importante. La más brillante página de la «nación indomable» la escribió Bailén. Naturalmente, tiene sus antecedentes y consecuencias que hay que matizar. Pero, con toda seguridad, la clave de su conformación estuvo en los años de la Guerra.»

Como en los anteriores casos, tampoco hay mayor explicación de por qué la nación se mostró indomable y unida (a pesar de los afrancesados) frente a Napoleón. Sobre la «clave de la conformación» de la nación política española creemos que es más certero don Manuel Moreno, que en su contestación a la cuarta pregunta nos dice que, sin menoscabar su importancia, uno de los posibles mitos fue: «la creencia de que la Guerra comenzó el 2 de mayo. Fue un acto heroico y muy importante, pero no constituyó el principio de la guerra. Ésta se inició a partir del 23, cuando se conoció que Napoleón había destronado a la Casa de Borbón. Entonces reaccionan los españoles, constituyen una nueva autoridad (las Juntas) y declaran la guerra a Napoleón».

El hecho de que los españoles en su conjunto se sintieran autorizados para sustituir la soberanía real y declarar la guerra al invasor tuvo que ser determinante en la revolución que acompañó a la guerra, aunque con el regreso de Fernando VII se eclipsasen temporalmente sus consecuencias. Los principios cristalizados en la Revolución Francesa, frente al Antiguo Régimen, fueron recogidos con mayor claridad en la Constitución de Cádiz, protagonizada por liberales españoles, que en el Estatuto de Bayona, y sin renunciar a la tradición española con cuya plataforma se identificaban, aunque fuera para transformarla. En contra de lo que dice José Álvarez Junco (en respuesta a la tercera pregunta), no creemos que dicha identificación sea un simple disfraz de los liberales para hacer frente a las críticas de los «conservadores». La defensa de Jovellanos de la independencia y continuidad de España no es inteligible desde dicha perspectiva. Lo que sí puede ser anacrónica es la reinterpretación que algunos hicieron de las instituciones medievales españolas como si fueran propias del siglo XIX (las cortes como instituciones «liberales», «parlamentarias», precedentes de la Pepa sin más), como suele ocurrir cuando se habla de los comuneros en clave «anticentralista».

Y es que Álvarez Junco, sumido en una confusión considerable, piensa que la Guerra de la Independencia no fue una guerra «nacional» (en su respuesta a la cuarta pregunta), aunque no nos aclare el significado que da a ese término. Así, en la línea de Henry Kamen cuando habla del Imperio español como una especie de conglomerado de pueblos de distintas nacionalidades sin dirección política, el catedrático de historia de la UCM nos dice que « Los ejércitos de Napoleón tenían generales franceses, sí, pero eran imperiales, con mamelucos egipcios, polacos, italianos; los ejércitos considerados «españoles» por esta leyenda tenían como general en jefe a un inglés, Wellington, y se componían de ingleses, portugueses y españoles. Fue una guerra internacional, pues, entre las dos grandes potencias del momento, Francia e Inglaterra, aunque librada en la Península Ibérica (ni siquiera en España sólo)».

Del texto se desprende que, para Álvarez Junco, Francia y (especialmente) Inglaterra eran simples estados imperialistas con súbditos de distintas naciones en sus filas. España, al parecer, no era un estado (mucho menos una nación política) con una trayectoria histórica ni unos proyectos propios, por lo que no tendría nada que decir (simplemente puso parte del campo de batalla). Pero, paradójicamente, a continuación nos dice que dicho conflicto fue «además, y sobre todo, una guerra civil». ¿Entre qué tipo de actores se desarrolló dicha guerra civil? Si España no era una nación (política) los españoles enfrentados serían, al parecer, simples seres humanos, genéricos, partidarios (sin ningún tipo de conciencia soberana) de uno de los dos bandos enfrentados. ¿Cómo explicar entonces que los supuestos vencedores (los ingleses) no se apropiaran de España y Portugal sin más? ¿Qué sentido hay que dar entonces a la Constitución de Cádiz y su reconocimiento de la soberanía nacional española y las limitaciones a las prerrogativas del rey?, &c.

Si no nos equivocamos, para Álvarez Junco se enfrentaron dos «clases humanas» con ideologías contrapuestas, una «conservadora» y otra «progresista», una especie de «dialéctica de clases» al estilo del marxismo más vulgar, sin tener en cuenta su canalización a través de la «dialéctica de estados» y la conformación de dichos hombres como ciudadanos de un estado determinado. Sus simpatías por la causa de los progresistas (afrancesados), entendiendo que Francia napoleónica fue una simple superestructura portadora puntual de la antorcha de los mejores ideales «humanos», se podrían desprender de su contestación a la quinta pregunta: «No soy historiador militar y no me atrevo a opinar con contundencia. Me da la impresión de que si Napoleón hubiera podido venir a España a dirigir sus tropas, como a finales de 1808, no había fuerzas, ni españolas ni inglesas, capaces de enfrentarse con él». Se diría que a don José le pesa mucho que el lado bueno de la Humanidad (desde lo que consideramos un maniqueísmo simplón), representado por Napoleón, no hubiese logrado sus objetivos, a pesar de la «violencia» de la que entonces se hacía gala (hoy, seguramente, esté más cerca del pacifismo que respira buena parte de la población de las democracias capitalistas).

El resto de historiadores, al respecto, se limita a recordar lo que el mismo Napoleón dijo en la isla de Santa Elena, y cómo Bailén, por ejemplo, fue determinante por sus consecuencias en la pérdida de prestigio del ejército francés como invencible. «Los españoles, en masa, se portaron como un hombre de honor», llegó a decir el emperador francés. Algún tipo de conciencia nacional, al menos «histórica», debió ponerse de manifiesto en dicha guerra, como para que prevaleciera la unidad frente a terceras potencias, a pesar de las posibles divergencias ideológicas que afectasen a la identidad de España.

Sobre la segunda pregunta y el papel «modernizador» que pudo conllevar la invasión francesa ya hemos visto que está presente, aunque de manera implícita, en la concepción general del conflicto. En todo caso consideramos que habría que especificar respecto de qué, dado el carácter metafísico de la idea de «Progreso» entendida de manera genérica. En todo caso la mayoría de los historiadores reconocen su papel revulsivo para la transformación de España en «nación» (política), pero mientras unos asumen que dicha «modernidad» ya se estaba produciendo con Carlos III y Carlos IV (como don Manuel Moreno), otros, sin embargo, ponen un énfasis especial en el valor de los afrancesados como únicos exponentes claros del «progreso» frente a una, supuesta, España negra y atrasada. En este sentido destaca, como ya hemos indicado, José Álvarez Junco, que se queja de que fue imposible llevar a la práctica dicha modernización.

La actual Vicepresidenta del Gobierno de España parece moverse en la misma línea. En el acto de constitución de la Comisión Nacional para la celebración del Bicentenario de la Guerra de la Independencia (celebrado en Madrid el miércoles 26 de diciembre de 2007) dijo, en principio, cosas como éstas:

«España supo ponerse entonces en la vanguardia de la reivindicación de las libertades públicas, de los derechos de ciudadanía, de la reforma política. En aquel período dramático en que un país luchaba por su libertad, legamos al mundo un ejemplo: el de un pueblo en pie por la defensa de sus derechos; un modelo avanzado de organización política: la que contemplaba la constitución de Cádiz de 1812, que a pesar de su breve vigencia se convirtió en un referente para muchos Estados; y un concepto y unas ideas destinadas a recorrer un fructífero camino a lo largo y ancho de todo el planeta.»

Pero más adelante, seguramente intentando congraciarse con nuestros vecinos galos, con los que Zapatero se puso de acuerdo para enfrentarse a los presidentes de la «cumbre de las Azores», cambió su discurso para decir:

«La España que hoy conocemos, la España plural y abierta, tolerante y solidaria, comprometida con la paz y con los derechos humanos, se alimenta del espíritu de aquella época en la que, entre otras, se aprobaron leyes como la de libertad de imprenta y la de abolición de la tortura, en la que se acabó con la inquisición y se aprobó una Constitución que, además de establecer la soberanía nacional, reconocía por primera vez la división de poderes como garantía de la libertad y consagraba derechos de ciudadanía que hoy son parte de nuestro mejor bagaje democrático.
Han pasado doscientos años desde entonces y han cambiado muchas cosas. Las dos naciones a las que unos tiempos turbulentos enfrentaron entonces, están hoy más cerca que nunca y nuestros pueblos se atraen de un modo natural, con respeto, con sinceridad, con simpatía. En buena parte de estos doscientos años Francia ha estado al lado de nuestro país, alentando y apoyando todas las iniciativas que en España se han orientado a una mayor apertura y libertad.
El pueblo francés ha acogido, en los momentos más oscuros de nuestro país, a quienes escapaban de la persecución y la opresión. Ha manifestado, en muchas ocasiones, y desde la prensa hasta las manifestaciones por la libertad del final del franquismo, su cercanía y su proximidad con todos los españoles que trabajamos por la libertad y la democracia.
Por eso, esta conmemoración debe ser también la ocasión para celebrar los vínculos que unen estrechamente a nuestros dos países. Unos vínculos construidos con el calor de nuestros pueblos y un afecto sincero que va mucho más allá de las relaciones de buena vecindad.
España y Francia unen hoy sus fuerzas para luchar de manera conjunta contra quienes siguen manteniendo el recurso a la violencia para imponer la opresión. Los dos países, con los poderosos lazos de la libertad y el respeto que nos unen, vamos a atar de pies y manos al terrorismo hasta que desparezca de nuestras vidas de una vez y para siempre. Juntos `podemos y juntos lo conseguiremos.
El pueblo español, hoy como entonces, jamás se va a doblegar ante la violencia y la sinrazón, porque el árbol de la libertad cuya semilla plantaron aquellos españoles es hoy hermoso y robusto, y desde sus raíces sigue corriendo la savia de un pueblo orgulloso que ama la libertad y la justicia. Ésa es la tradición que queremos celebrar desde hoy mismo, la de los valores e ideales de libertad, igualdad y justicia que enraizaron entonces en España y que, a pesar de los intentos por acallarlos, ocultarlos y desarraigarlos, han llegado hasta nosotros y nos han convertido en la democracia avanzada que hoy somos» (las cursivas son nuestras).

¿Se pueden utilizar más tópicos en tan poco espacio?

Observemos cómo su discurso va cambiando de plataforma. Empieza identificándose con la nación española que luchaba por su independencia (libertad) para acabar hablando desde una plataforma abstracta (la de la Humanidad) en la que «la libertad» y «la justicia» es la de los «no violentos», de los «demócratas», de los que buscan la paz, en consonancia completa con el Pensamiento Alicia que dirige los pasos del actual gobierno de España.

Dicho discurso, sin guiones previos, se desató de una manera más explícita en mayo de 2008, dejando al descubierto su evidente simpatía por la causa de los afrancesados. Con ocasión de las celebraciones promovidas por la Comunidad de Madrid, y rodeaba de un centenar de ejemplares del libro de Miguel Artola sobre «Los afrancesados», doña María Teresa Fernández de la Vega declaró: «Las ideas reformistas y avanzadas que muchos de esos afrancesados compartieron han seguido impulsando a generaciones de españoles que han luchado, que hemos luchado por la libertad y el progreso de nuestro país». Más adelante añadió lo siguiente: «Ellos fueron los que por primera vez defendieron un concepto de Gobierno responsable que debía ocuparse de que los ciudadanos accedieran al bienestar e incluso a la felicidad

No deja de sorprender el talante de estos pacifistas que, mientras rechazan la intervención de Estados Unidos y sus aliados en Iraq (interpretando que la ONU no la recomendó, y dando por supuesto que dicha organización es una especie de Gobierno o Tribunal Supremo de «La Humanidad»), asumen con admiración la invasión de España por parte de la Francia napoleónica con apoyo de los afrancesados. Pero ya sabemos que, al menos de boquilla, nuestro gobierno piensa cambiar el mundo, y la misma España, sin mancharse las manos con maniobras violentas, aunque no estaría mal que nos explicasen cómo.

Esperemos que la Nación española –los españoles que aún estamos orgullosos de serlo– sepa defender la herencia recibida de los héroes de la Guerra de la Independencia para poder hacer frente a quienes buscan, a través de las leyes y las letras emanadas de la partitocracia actual, el fraccionamiento y disolución de nuestra patria{4}. ¡Que don Quijote nos pille confesados!{5}

Notas

{1} Tomado de El Revolucionario del día 23 de abril de 2008: «El materialismo histórico y la cuestión nacional».

{2} Sobre el papel de la Leyenda Negra en la interpretación de la independencia y constitución de los países americanos es muy recomendable la lectura del artículo de Ismael Carvallo Robledo, en El Catoblepas, 72:4. En este trabajo se ponen sobre el tapete los «olvidos necesarios» que los revolucionarios americanos promovieron para sostener su independencia respecto a su común «madre patria» y entre ellos mismos, en la medida en que se reniega también de su condición de «hermanos» hispanos, favoreciendo una ideología indigenista incapaz de mantener la unidad debido a su pluralidad heterogénea. Precisamente porque el Imperio español no lo hizo tan mal sus enemigos ven la necesidad de desprestigiarlo en mayor medida, renegando de su herencia y dividiéndola hasta borrarla completamente, si es posible.

Pensamos que son muchos los olvidos, u ocultaciones, que se promueven y que suelen beneficiar a unos estados más que a otros. En la concepción social que se manifiesta en la Ilustración y la Revolución Francesa sobre el pueblo democrático se promueve con entusiasmo esa visión ingenua que pretende romper con el pasado (el Antiguo Régimen en sentido histórico) de una manera radical, pero imposible en la práctica (la holización no puede olvidar sus orígenes antes de comenzar el regressus si es que quiere hacer viable el progressus). Esa, quizá, es la gran mentira Ontológica sobre la que se basa toda la "modernidad", disfrazada como parte del «Progreso», y que permite el desarrollo del capitalismo individualista haciendo creer a los nuevos ciudadanos que son como dioses, que en la Producción/consumo están separados unos de otros, perdiendo de vista los lazos atributivos que ligan a los individuos entre sí según distintos tipos de instituciones, costumbres, &c. Dicho principio disolvente también se pretende extender de manera indiscriminada a cualquier tipo de sociedad en sus relaciones con las demás, como se pone de manifiesto en el fomento de los nacionalismos fraccionarios. Dicha «igualdad», genérica, no sólo se pretende desarrollar para separar lo previamente unido, sino también para unir lo que estaba separado, como si cualquier sociedad pudiese relacionarse con cualquier otra por arte de magia (en una absurda Alianza de Civilizaciones), cuando de hecho la igualdad implica procesos dialécticos, conflictivos, violentos, nada armónicos. De ahí que en el presente se ataque con especial virulencia a la familia «occidental» en el último núcleo que quedaba por minar: la misma idea de matrimonio monogámico entre un hombre y una mujer, enlazados a través de relaciones atributivas de todo orden (que hacen que uno dependa del otro para conformar el todo familiar), dificultando la misma reproducción social, el tener hijos y poder formarlos dentro de unos cánones determinados ligados a dicha institución. Se pretende que los individuos se desliguen lo más posible de dichas estructuras, para que se crean aún más endiosados y "autónomos", sin que exista ningún límite que se interponga en su, supuesto, poder. La cuestión es que de dicho desarrollo no son conscientes muchos de los que lo favorecen, y el resultado puede llegar a desestabilizar las propias plataformas que aún les sustentan, con consecuencias imprevisibles...

Sobre la visión de José Álvarez Junco de ciertos aspectos ligados a la Guerra Civil, en los que se vuelve a poner de manifiesto esta división metafísica entre el «pueblo» español y sus «dirigentes» propia del marxismo más vulgar, puede consultarse El Catoblepas, 35:1.

{3} Salvando las distancias, el desarrollo estratégico de la Guerra de la Independencia tiene más de una similitud con la Reconquista, como se desprende de los múltiples frentes que impedían decapitar definitivamente a los resistentes hispanos, o el papel jugado por los «particulares» (guerrillas populares) en apoyo a las tropas «oficiales».

{4} Ya veremos si el papel del actual rey de España supera al de sus antecesores. Mientras Fernando VII y Carlos IV entregaron el reino a Napoleón, el primero parece adaptarse a cualquier tipo de proyecto, aunque esté comandado por quienes tan bien se llevan con los nacionalistas fraccionarios. La crisis actual del PP parece indicar que en éste partido buena parte de sus dirigentes asumen complacientemente tal proyecto.

{5} Ver el análisis que Gustavo Bueno hace del «discurso de las armas y las letras» del Quijote (El Catoblepas, 70:12). Ver también el interesantísimo artículo de Pedro Insua Rodríguez sobre la importancia de las armas, frente a las letras, en El Quijote (en El Catoblepas, 68:10).

 

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