Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 101 • julio 2010 • página 6
La presencia de lo religioso en el Quijote es constante y abrumadora. Y no podía ser de otra manera, dada la pretensión de la obra de ser también un espejo de la vida. En la España cervantina la religión católica desempeñaba una función de absoluta hegemonía ideológica e institucional y a través de la Iglesia su influencia se canalizaba para llegar a todos los ámbitos de la vida española y hasta los más recónditos espacios de la vida de las personas.
A lo largo de la novela van desfilando todos los elementos componentes del cuerpo de la religión católica: dogmas y creencias, la Biblia y libros de devoción, ceremonias y prácticas religiosas (rezos diversos, sacramentos, procesiones, la abstinencia de los viernes de Cuaresma), clérigos, templos (la iglesia del Toboso, la iglesia mayor de Toledo, ermitas, aquella a la que se conduce la Virgen en rogativa y la habitada por un ermitaño) y la Inquisición. Pero de todos ellos los más representados en la obra son los dogmas y creencias, la Biblia y los clérigos. La presencia, unas veces expresa, otras tácita, de creencias cristianas es determinante y constante. Así repetida e insistentemente se mienta el principio del teísmo cristiano: la palabra «Dios» aparece 510 veces y «cielo», en su sentido religioso, 242 (según Carlos Fernández Gómez, Vocabulario de Cervantes, 1962) . Dios o el cielo la mayor parte de las veces se invoca o comparece como Providencia.
En cuanto a la Biblia, es, después de los libros de caballerías, el texto más citado en el Quijote. El Nuevo Testamento es el más mencionado con 43 citas, la mayoría de ellas a los Evangelios (28). También hay numerosas referencias al Antiguo Testamento (30), predominando las alusivas a textos sapienciales (Libro de Job, Eclesiastés, Proverbios, Salmos, Cantar de los Cantares) o a algunos de los proféticos (Jeremías, Isaías) en pasajes de contenido afín a los sapienciales.
El clero, estamento privilegiado junto con el de la nobleza y auténtica aristocracia intelectual, que controlaba gran parte de la cultura de la época, también goza de amplia y notoria presencia en el Quijote. Salvo los dos frailes de la orden de san Benito y quizás el eclesiástico de los Duques, el clero regular sólo aparece por referencias, cuando los personajes mientan en sus conversaciones a los frailes. En cambio, el clero secular está notablemente representado en la novela, bien a través de personajes importantes, como el cura de la aldea de don Quijote, pieza fundamental en la trama de la novela y portavoz muchas veces de ideas del autor, o del canónigo, bien a través de los numerosos curas que como figuras meramente auxiliares y transitorias se nos presentan en algunas aventuras, como la del cuerpo muerto (doce de los veinte encamisados lo son) o en la procesión de la Virgen en la aventura de los disciplinantes.
En fin, es tan superabundante y significativo el material religioso, del que de momento sólo damos esta escueta cuenta con el fin de hacerse cargo de la magnitud del mismo, en la magna novela que no es de extrañar que también haya animado a unos cuantos estudiosos a proponer toda suerte de variopintas interpretaciones de ésta en clave religiosa. Éstas se pueden dividir en dos clases: las interpretaciones parciales y las totales. Por las primeras entendemos aquellas que esbozan una exégesis únicamente de una parte del material religioso del Quijote o de una parte de la novela y no de ella como un todo; en cambio, las segundas buscan ofrecernos una imagen globalmente religiosa de la novela. Como veremos, las más frecuentes han sido éstas últimas y las primeras se pueden considerar excepcionales.
Además, las interpretaciones en clave religiosa pueden ser prorreligiosas o religiosas en sentido estricto, o antirreligiosas, según que nos presenten la novela como un libro dotado de un simbolismo religioso o bien de un simbolismo antirreligioso, esto es, como un rechazo de la religión, singularmente del cristianismo; en otras palabras, en las primeras se atribuye a Cervantes la visión de la religión como un valor positivo, como una bien importante que debe mantenerse y en las otras, se le atribuye la visión de la religión, en particular del cristianismo, como algo negativo, como un mal que hay que combatir. Naturalmente, el que una interpretación sea prorrelegiosa en el sentido especificado no quiere decir que por ello no contenga una actitud crítica ante la práctica religiosa establecida. Entre los intérpretes prorreligiosos hay quienes ven el gran libro cervantino básicamente como una apología del catolicismo y del orden religioso establecido, sin notas críticas de relieve, tal sería el caso de Cortacero y Velasco, y quienes lo ven ante todo como una obra rabiosamente crítica del catolicismo, como Américo Castro.
Las interpretaciones religiosas en sentido estricto han sido sin duda las dominantes y más influyentes, aunque no han escaseado las de signo antirreligioso, que además curiosamente han sido las primeras históricamente. Y decimos curiosamente, porque siendo tan obvio el carácter abiertamente católico del trasfondo religioso de la obra, no deja de sorprender que, como veremos, los primeros intérpretes de la novela en clave simbólica se inclinasen por una exégesis antirreligiosa. Así la interpretación antirreligiosa de Díaz de Benjumea y algunos de sus discípulos precedió a la de Unamuno, Cortacero y Américo Castro. Y no deja de ser igualmente sorprendente que las interpretaciones religiosas de carácter parcial se hayan adelantado a las de carácter total, habida cuenta de que la impregnación religiosa del Quijote concierne al libro en su conjunto. Y así, el pionero en la atribución de un alegorismo religioso a éste, Antonio Puigblanch, lo que nos ofrece es sólo un alegorismo parcialmente religioso, que es el que pasamos a comentar a continuación.
2. El Quijote, sátira de la Inquisición
Antonio Puigblanch –cuyo nombre, ahora reescrito por los catalanistas como Antoni, él ponía en español– es no sólo el primero en ofrecer una interpretación religiosa del Quijote, sino también el primero en términos absolutos en practicar una exégesis alegórica del mismo en España. Es cierto que se habían adelantado otros en la declaración de que el gran libro contenía un mensaje alegórico. A fines del siglo XVIII, Cadalso había señalado en sus Cartas marruecas (1789) que debajo de la apariencia de un libro satírico de las extravagancias caballerescas y de la mera crítica de costumbres, lo que hay es «un conjunto de materias profundas e importantes», lo que le lleva a distinguir en el Quijote un doble sentido, el literal y el verdadero o sentido oculto (Carta LXI), pero desgraciadamente no hizo intento alguno de revelar este sentido verdadero u oculto y, con ello, descubrirnos esas «materias profundas e importantes» que, a su juicio, nos encubre. No obstante, esta declaración lo convertía en el precursor de la crítica alegórica del Quijote, tanto dentro como fuera de España, anterior incluso a la hermenéutica del mismo signo apadrinada por los románticos alemanes. Casi cincuenta años después, de forma similar Bartolomé José Gallardo escribió en su opúsculo El criticón (1835) que «el Quijote encierra en sí un gran misterio» y que, aunque se le tiene comúnmente por un libro de entretenimiento, «no es sino un libro de profunda sabiduría», que nadie había descifrado aún y comparaba la obra con una fruta en cuyo interior se ocultaba una profunda sabiduría al alcance de quien lograse romper su cáscara constituida por la ridiculización de los devaneos de la caballería andante. Pero no fue más allá de esta declaración: no se puso a descifrar el misterio, que dejó para otros, ni, menos aún, nos obsequió con alguna muestra de la práctica de la exégesis alegórica consiguiente.
Por ello, aunque Puigblanch no fue el primero en sospechar que el Quijote alberga un sentido profundo de carácter simbólico, sí fue el primero, en España y fuera de ella, en ir más allá de la declaración general de que aquél contiene un sentido verdadero oculto, al emprender un trabajo de interpretación alegórica del magno libro en el que se nos revela tal sentido profundo y en ponerla a prueba con la exégesis de sus episodios. Tal es la labor que realiza el escritor catalán en su célebre La Inquisición sin máscara (1811-1813), donde se nos ofrece un ensayo de interpretación del Quijote como sátira alegórica de la Inquisición.
Puede causar sorpresa que se nos ofrezca un comentario de la novela cervantina en el marco de un libro escrito como alegato contra la Inquisición, por lo que es menester dar unas pinceladas sobre las circunstancias en que se compuso. En realidad, el libro de Puigblanch está compuesto de una serie de catorce folletos o cuadernos escritos entre 1811 y 1813 en el ambiente revolucionario y de encendidas polémicas que se vivía en el Cádiz de las célebres Cortes. Inauguradas éstas en 1810, allí se presentó al año siguiente el autor catalán, un liberal doceañista del sector más radical, el del liberalismo exaltado, más tarde autodefinido como progresista, con el objetivo de contribuir a la abolición de la Inquisición, tarea a la que se dedicó, nada más llegar, en cuerpo y alma. Gestado en apenas tres meses de frenética investigación, empezó a publicar, ya desde el mismo 1811, una serie de folletos en los que, basándose en la documentación a su alcance en el Cádiz revolucionario, arremetía vigorosamente contra el Santo Oficio y abogaba por su disolución. La obra fue un éxito de público, por lo que muy pronto, ya en 1816, se traduciría al inglés, y sobre todo tuvo una buena acogida entre los constituyentes de las Cortes de Cádiz, quienes de ella sacaron toda una batería de argumentos que, en medio de un caldeado clima político y social, utilizaron en los acalorados debates sobre la supresión de la Inquisición, que fue, en efecto, finalmente abolida en la parte de España levantada contra los invasores napoleónicos el 22 de Febrero de 1813 (Napoleón la había abolido a primeros de Diciembre de 1808). La Inquisición sin máscara fue, pues, el alegato antiinquisitorial que más influyó en la supresión del Tribunal del Santo Oficio por las Cortes constituyentes de 1812.
Y bien, ¿qué tiene que ver el Quijote con todo este asunto? ¿Qué papel desempeñó en él? Pues bien, lo que hizo Puigblanch es integrar a Cervantes y su magna novela, que él ponderaba como la mayor gloria de la literatura española, en su campaña contra la Inquisición. Utilizó el prestigio de Cervantes y de su obra como un arma contra la que tenía por siniestra institución. Para ello era menester retratar a Cervantes como enemigo de ésta y el Quijote como una sátira velada del Santo Oficio, pues, habiendo sido éste un tribunal «tan monstruoso» como ha sido, ¿a quién se le podría ocurrir que al inmortal autor del Quijote se le escapase este hecho y que no se trazase como tarea impugnarlo? La tesis del escritor catalán es que lo impugnó y no como un mero trámite o de pasada, sino muy consciente y detenidamente; es más, pretende que la descripción que él mismo nos presenta del tribunal inquisitorial en su libro contra éste se halla anticipada en la supuesta pintura que Cervantes nos ofrece, lo que se puede comprobar, nos dice, simplemente cotejando la una con la otra (véase La Inquisición sin máscara, Alta Fulla, 1988, pág. 215, n. 1). Una posible objeción, a la que se anticipa el propio Puigblanch, es el que, si el Quijote es una censura velada de la Inquisición, no se entiende muy bien por qué los episodios que, prima facie, cabría entender como una crítica de tal institución, no están repartidos por toda la novela, sino sólo al final. Su respuesta es que justamente por tratarse a la vez de un asunto importante y muy arriesgado, el más arriesgado de cuantos forman el objeto de su crítica (no se molesta en indicarnos cuáles son éstos), lo habría reservado para el final de aquélla como coronación de la misma, después de que la primera parte hubiese gozado de muy amplia aceptación, pues, de lo contrario, el riesgo habría sido mayor y quizás menor el éxito de público de la novela.
Puigblanch construye su ensayo de interpretación del Quijote como crítica del Santo Oficio sobre la base, pues, de la exégesis de tres episodios de la segunda parte: el de la cabeza encantada, el de la fingida resurrección de Altisidora y el del recubrimiento por Sancho de su borrico con un sambenito y una coroza, que él lee como una parodia inequívoca de la Inquisición.
En el episodio de la cabeza encantada ve una censura de la falta de ilustración de los inquisidores, a quienes Cervantes trataría como gente crédula como el mismo vulgo, ya que don Antonio tuvo que explicarles el artificio de aquella máquina para prevenir los efectos de una posible delación:
«Divulgándose por la ciudad que don Antonio tenía en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntaban respondía, temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de nuestra fe, habiendo declarado el caso a los señores inquisidores, le mandaron que la deshiciese y no pasase más adelante, porque el vulgo ignorante no se escandalizase». II, 62,1030
Pero esta lectura del episodio no es sino una grosera tergiversación de su sentido. Ciertamente, don Antonio pone al corriente a los inquisidores del artilugio de la cabeza encantada, pero esto no quiere decir que al declarar el caso a los señores inquisidores, los esté tratando como si fuesen tan crédulos como el vulgo ignorante. Don Antonio se vio obligado a informar a los inquisidores, porque él mismo estaba haciendo un mal uso de la cabeza encantada, ya que inducía a los ignorantes o crédulos, como el propio don Quijote y Sancho, que pican el anzuelo, a creer que se trata de un prodigio maravilloso, de un encantamiento, producto de la magia o hechicería, para reírse a costa de ellos, y al hacer esto se exponía a que se le tomase por un hechicero y la práctica de la hechicería era un delito perseguido por la Inquisición. De ahí su declaración a los inquisidores, pero del mero hecho de que les informe no se sigue que carecieran de ilustración o que fueran crédulos. La declaración anticipada y preventiva de don Antonio es más reveladora de su propia inquietud porque se le tomase por un hechicero y de su deseo de tranquilidad y no crearse problemas que de la supuesta ignorancia de los inquisidores, de los que no se nos dice que no conociesen el funcionamiento de ese tipo de artilugios. Lo que cuenta Cervantes es manifestativo del hecho de que una persona cuando hace algo que puede malentenderse por terceros, como le sucede a don Antonio, se anticipa a dar explicaciones que no se han solicitado, aun cuando los terceros estén al corriente del asunto. Pero por si acaso, no digamos en este caso, en que está en juego la propia seguridad personal, damos explicaciones preventivas que todavía no se nos han pedido, pero que eventualmente podrían pedirse.
Además, la lectura del episodio nos lleva a pensar que el conocimiento del artilugio de la cabeza parlante no estaba muy difundido. No parece que fuese fácil encontrar el artefacto en la industriosa Barcelona de la época, pues se nos informa que don Antonio había visto una cabeza en uno de sus viajes a Madrid fabricada por un estampero o grabador de estampas y, a imitación de ésta, mandó fabricar la que exhibía en su casa para entretenerse y suspender a los ignorantes o crédulos, y la presencia de don Quijote y Sancho entre los invitados era una buena ocasión para este entretenimiento y la risa. ¿Debemos inferir por ello que también el caballero barcelonés estaba falto de ilustración y era tan crédulo como el vulgo ignorante? Es más, parece que, a juzgar, por el relato de Cervantes, tampoco un sector importante de la clase alta barcelonesa estaba al corriente del artilugio. De hecho, todos los invitados, y se supone que la mayoría de ellos pertenecerían a la nobleza y burguesía barcelonesas, tras la exhibición de los presuntos portentos de la cabeza encantada, quedaron admirados, nos cuenta el narrador, excepto los dos amigos de don Antonio a quienes había contado el secreto de la cabeza encantada y aun éstos, si el caballero barcelonés no les hubiera revelado el truco, hubieran quedado tan admirados como los demás, nos relata el narrador, pues «con tal traza y tal orden estaba fabricada» (II, 62, 1027). Y naturalmente los que más cayeron admirados fueron don Quijote y Sancho, quienes no dudaron del encantamiento de la cabeza, aun cuando Sancho no quedase tan conforme como su amo ante las respuestas que les había dado la cabeza parlante. En realidad, todo el episodio, lejos de ser una denuncia de la carencia de ilustración de los inquisidores, es una parodia de los episodios de encantamientos y hechicerías frecuentes en la literatura caballeresca a través de la ridiculización de la actitud crédula de la pareja inmortal, aunque el uno lo es por loco y el otro por ingenuidad e ignorancia.
Pero la pieza central de la exégesis de Puigblanch es el episodio del fingido funeral y resurrección de Altisidora, que interpreta como una caricatura de los procedimientos de la Inquisición y de los autos de fe. La detención y prisión de don Quijote y Sancho por los criados de los Duques se convierte en un símbolo de la detención y prisión de los reos de la Inquisición y la escena del fingido funeral de Altisidora, celebrado en el patio del castillo ducal, en una alegoría de los autos de fe. En la manera de prender a don Quijote y Sancho, capturados por una partida de catorce o quince criados de los Duques, armados, que amenazan de muerte a don Quijote, les obligan a callar sin decirles por qué los detienen y a dónde los conducen y, en fin, el miedo se apodera de los dos, ve una figura del modo de efectuar sus capturas la Inquisición, de su tratamiento de los reos como si fuesen «monstruos de iniquidad», de lo temible que era el tribunal para el que caía en sus garras.
La llegada de don Quijote y Sancho conducidos por los criados al patio del castillo le recuerda a Puigblanch la entrada de los reos de la Inquisición en la plaza mayor con el acompañamiento. Y la disposición del patio, la colocación de las gradas, la tarima en la que se asientan los fingidos jueces, disfrazados de Minos y Radamanto, y los Duques, la ubicación en el lado opuesto de dos sillas donde sentaron a los dos presos y el levantamiento en medio del patio de un túmulo, encima del cual se mostraba el cuerpo muerto de Altisidora, le invitan a pensar en la disposición de la plaza, la distribución de asientos, el lugar reservado a las autoridades y el altar levantado en el centro según se acostumbraba a hacer todo esto donde tenían lugar los autos de fe. Pero Cervantes no se conforma con construir un escenario semejante al de los autos de fe con fin de burlarse de los procedimientos inquisitoriales. No se le ha escapado retratar el terror que promueve la Inquisición en el pueblo vistiendo a los reos con ropas de mojigangas mientras van caminando al patíbulo a sufrir una penosa condena; no otra cosa le recuerda la manera como a Sancho un criado, oficiando de ministro en la ceremonia que se va a representar, le pone una túnica negra pintada con llamas de fuego y una coroza en la cabeza, pintada de diablos, una viva imagen, según nos relata el propio narrador, de los penitenciados por el Santo Oficio, que portaban corozas de esta laya.
Tampoco ha desperdiciado la oportunidad de censurar los procedimientos utilizados por los jueces de la Inquisición para lograr una confesión de los reos. En el martirio a que, a continuación, es sometido Sancho de mamonas, pellizcos y alfilerazos que tienen la virtud de resucitar a la doncella de la Duquesa, descubre Puigblanch una sátira de los tormentos con que los jueces inquisitoriales arrancaban la confesión a los reos. No falta la censura del tono despótico con que éstos cohibían al que les echaba en cara lo equivocado de muchas de sus opiniones o su método de enjuiciar, lo que detecta en las palabras amenazadoras que el juez Radamanto dirige a Sancho, para que no se resista a someterse al mentado martirio. Incluso la fatuidad de los jueces, que se congratulaban cual si hubieran conseguido su conversión cuando el reo, cansado ya de tanto sufrir, y por causa de las torturas recibidas, se confesaba delincuente, no la ha pasado por alto la sátira de Cervantes, según Puigblanch, aunque Sancho en ningún momento acepta de buen grado sufrir martirio para resucitar a Alitisidora, pues él no acaba de ver que una cosa tenga nada que ver con la otra. Son las amenazas de muerte por parte de los fingidos jueces, ya que ignora que todo ello es una burla tramada por los Duques, las que le fuerzan a ceder; eso sí, una vez pasado el suplicio, y revivida Altisidora, Sancho creerá que hay encantadores y encantos en el mundo.
Para culminar su proyecto de exégesis de este episodio como una sátira alegórica cabal de la Inquisición sólo le falta a Puigblanch descifrar el sentido figurado de la fingida resurrección de Altisidora. No le es fácil descifrarlo. Lo que discurre, para salir airoso como puede del trance, es que la ficticia resurrección simplemente simboliza los imaginarios triunfos de la Inquisición, de forma que la burla organizada en torno a la primera no es sino una befa de éstos.
No contento con la impugnación de las prácticas del Santo Oficio hasta aquí vista, Cervantes la continúa en otro pasaje, aquel en que Sancho empavesa a su borrico con el sambenito y la coroza que le habían vestido en el castillo del Duque la noche de la fingida vuelta en sí de Altisidora. En la manera como Sancho entra ufano en su aldea con su rucio ataviado con la túnica de bocací pintada de llamas de fuego y con la coroza, que a Cervantes le recordaba la de los penitenciados del Santo Oficio, colocada en su cabeza, ve otra travesura ingeniosa por medio de la cual «nuestro incomparable escritor» se mofa una vez más del siniestro Tribunal.
Esta exégesis de los dos episodios que acabamos de ver como una reprensión de la Inquisición y de sus prácticas, de las que Cervantes no haría otra cosa que mofarse de ellas denunciando su crueldad y monstruosidad, es a la vez producto de una imaginación desbocada, alimentada a partir de algunas semejanzas materiales superficiales, de la ocultación de materiales importantes y de la tergiversación de otros que sí se mientan, pero desfigurados. En primer lugar, su tentativa hermenéutica falla tanto en cuestiones fundamentales como en detalles que no encajan. En cuanto a las primeras, hay que empezar preguntándose por qué si, como pretende el liberal catalán, los episodios comentados, especialmente el de la fingida resurrección de Altisidora, constituyen una requisitoria cabal y sistemática en clave alegórica de las prácticas inquisitoriales, no se satirizan los juicios y condenas del malhadado tribunal, esto es, por qué en la novela se salta directamente de la supuesta caricatura de la manera como la «monstruosa» institución detenía y apresaba a sus reos a la de la condena pública en los autos, sin pasar por algo tan crucial como el proceso judicial, juicio y sentencia. Pues, de acuerdo con la propia exégesis de Puigblanch, tal es lo que sucede: asistimos primero a la prisión de los dos principales protagonistas, símbolo de los reos inquisitoriales, y, a renglón seguido, asistimos al espectáculo de la ejecución de su condena, sin saber nada de qué se les acusa ni del juicio ni de la sentencia. ¿Cómo es posible que «nuestro incomparable escritor», autor de un «sainete (que tal puede esta fábula llamarse) cuyos principales papeles desempeñan los dos más extravagantes personajes, que el ingenio más festivo pudo forjar», olvidara asuntos tan fundamentales? Salvo que Puigblanch esté completamente equivocado y no haya aquí sátira alguna de la Inquisición y, en tal caso, Cervantes no se habría olvidado de nada.
Pero dejemos esto y entremos en el análisis de la representación en el patio del castillo ducal como supuesta befa de los autos de fe. Si esto es así y los dos personajes principales simbolizan, en realidad, a los reos de la Inquisición y el trato o maltrato que se les daba, no se entiende por qué, luego de caer presos de tal institución, conforme a la exégesis del escritor liberal, a la hora de la verdad, en el momento de proceder a castigarlos por no se sabe qué delito, sólo se castiga a Sancho y se deja aparte a don Quijote. En efecto, es al escudero al que se le viste como a un penitenciado del Santo Oficio, pero no a don Quijote, de forma que sólo al uno se le da trato de reo, pero no al otro. Y encima le atavían de penitenciado antes de ser juzgado, pero a los reos de la Inquisición no se les vestía así hasta después de la condena. Precisamente la túnica a modo de capote y la coroza que se les colocaba era ya una señal de haber sido ya condenados. Por otro lado, es difícil, por no decir ridículo, ver en el suave martirio de Sancho, a base de cachetes en la cara propinados por unas dueñas y de pellizcos y alfilerazos en brazos y lomos, una sátira de los tormentos inquisitoriales con los que se pretendía arrancar la confesión a los reos; además a Sancho no se le pretende arrancar ninguna confesión, sino su colaboración para revivir a Altisidora. Y ¿no quedamos en que estamos asistiendo a una sátira de un auto de fe? Pues si es así, ¿a qué viene interpretar el martirio de Sancho como una figura de los tormentos inquisitoriales, a los que se recurría durante la instrucción del proceso judicial? Diríase que Puigblanch, según conviene, pero incoherentemente, interpreta a la vez la representación en el patio del palacio ducal como un burla de los autos de fe y de los juicios de la Inquisición.
Y entrando en detalles menores, no se nos explica por qué el auto tiene lugar en un recinto cerrado en vez de en una plaza pública o por qué los personajes que simbolizan a los jueces inquisitoriales, los criados disfrazados de jueces infernales Minos y Radamanto, lejos de ir vestidos de hombres de Iglesia o de parecerlo, portan los signos de la realeza, corona y cetro, de forma que, como dice el narrador, «daban señales de ser algunos reyes».
Pero hay otro asunto capital que no podemos pasar por alto. Se trata de la dificultad que Puigblanch tiene para encajar la fingida resurrección de Altisidora, que es el objetivo principal de la ceremonia que se está representando en el patio del castillo, con su exégesis como una crítica de Santo Oficio. Decir que la fingida resurrección de la doncella de la Duquesa es un símbolo de los imaginarios triunfos de la Inquisición es escapar por la tangente. El episodio no termina con ningún triunfo imaginario, sino real, que Puigblanch se prohíbe captar por impedirse a sí mismo ver el Quijote como una burla sistemática de los libros de caballerías. Todo el episodio está montado, y eso es lo que decíamos que nos oculta el autor catalán, para hacer creer a don Quijote que Altisidora ha muerto por sus desdenes amorosos a la doncella, cosa que se nos recuerda nada más empezar la ceremonia con la aparición de un personaje, vestido de romano, que canta unas estrofas en las que se atribuye a la crueldad de don Quijote la muerte de Altisidora, y a Sancho que sólo su sometimiento a la pena de las mamonas, pellizcos y alfilerazos podrá devolver la vida a la doncella y con ello ridiculizar la creencia de los dos protagonistas en los encantamientos. Y el éxito de la burla organizada por los Duques, sin perjuicio de que, como dice el narrador, parezcan tontos por poner tanto ahínco en burlarse de dos tontos, es rotundo. Los dos se tragan el anzuelo. Se creen realmente que Altisidora está muerta y que ha muerto por el desdén de don Quijote, que ha resucitado por la virtud sanadora de Sancho, lo que aprovecha don Quijote para pedirle que, vista su eficaz virtud, se azote para desencantar a Dulcinea y, en fin, el triunfo queda rematado con la confesión final del propio Sancho, tan burlado, de su fe en los encantadores y los encantamientos: «Ahora sí que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo» (II, 70, 1076). Como no sabe qué conexión pueda haber entre su martirio y la resurrección de Altisidora, prefiere pensar que es un asunto de encantamiento.
En cuanto a la entrada de Sancho en su aldea con su rucio cubierto con la túnica y la coroza que él vistió la noche en que se representó el espectáculo precedente ante los Duques, si tuviera alguna crítica a la Inquisición, no podría ser más leve, tanto que en su época nadie vio ni en los episodios anteriores ni en este pasaje burla alguna de aquélla. Pero, en realidad, no contiene pulla alguna contra ella. La exégesis de este pasaje depende de la del episodio de la resurrección de Altisidora y si éste nada tiene que ver con la censura de la institución inquisitorial, tampoco cabe ver aquí una censura de ésta. Concluido tal episodio, es el propio Sancho el que pide al Duque que le permita quedarse con la túnica y la coroza, que a él curiosamente más que la de un penitenciado le parece una mitra, como así la denomina, para llevarla a su tierra «por señal y memoria de aquel nunca visto suceso». Y esta es la razón por la que viste a su burro de esta manera. Pues en la mente de Sancho, se trata del recuerdo de un hecho extraordinario y prodigioso del que él cree haber sido el artífice por vía de encantamiento. En otras palabras, este comportamiento de Sancho, entrando en su aldea con su asno ataviado de esta guisa, lejos de ser una crítica de la Inquisición, es una pieza más de la sátira cervantina de los libros de caballerías a través, en este caso, de la crédula simplicidad de un personaje que cree haber protagonizado un hecho prodigioso de encantamiento a la manera de los que frecuentemente sucedían en los mentirosos libros de caballerías.
Para terminar, digamos que, después del análisis precedente, no podemos sino suscribir el justo y certero veredicto de Menéndez Pelayo sobre la exégesis del liberal catalán del Quijote como una sátira de la Inquisición: «Idea suya fue e imaginación descabellada, reproducida luego por muchos comentadores del Quijote, la de suponer que en el episodio de la resurrección de Altisidora quiso Cervantes zaherir al Santo Oficio» (Historia de los heterodoxos españoles, II, CSIC, 1992, pág. 1011). En realidad, la visión de la novela como un alegato contra el Santo Oficio es más reveladora de la voluntad de Puigblanch de vincular a una autoridad prestigiosa como Cervantes con su campaña por la supresión de la Inquisición, pues, según él, no sería comprensible que escapase a la penetración del «inmortal autor del Quijote», el carácter «monstruoso» de tal institución, que del sentido de la magna obra, que más contribuye a confundir que a esclarecer. Con su contribución, Puigblanch viene a ser el pionero de una corriente hermenéutica, cuyo prototipo serán más tarde Benjumea y Américo Castro, caracterizada por el intento de incorporar a Cervantes y el Quijote a las cuestiones y debates de su presente y por interpretarlos en función de su ideología sociopolítica liberal, lo que les llevará a retratar a Cervantes como un heterodoxo en su época. Puigblanch se empeña en ver a Cervantes como un liberal anticipado debelador de la Inquisición del mismo modo que Benjumea tratará de ver en él un liberal progresista o Castro, un erasmista o un cristiano nuevo, lo que para este autor es una señal del progresismo de Cervantes.
Pero por más que se empeñe el liberal catalán en trazarnos una imagen de Cervantes como impugnador de la Inquisición, lo cierto es que no hay razones que nos hagan pensar que se opusiese a ésta y que más bien debemos pensar que Cervantes fue en esto un hombre de su tiempo y que estaba conforme con el papel desempeñado por la denostada institución. No tenía necesidad alguna de referirse a la Inquisición en la historia del cautivo y, sin embargo, se refiere a ella y en un tono amable, lo que sería extraño en el supuesto de una aversión del alcalaíno hacia la institución. Se nos cuenta allí que con el cautivo y Zoraida regresa a España un renegado cristiano, compañero de fuga, que, para reintegrarse a la Iglesia, «se fue a la ciudad de Granada a reducirse [= reconciliarse] por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia» (I, 41, 438).
Podría haberse desentendido de la suerte del renegado una vez salvados y centrarse en la del protagonista y Zoraida, que es lo que importa; sin embargo, ha preferido seguir la suerte del renegado, lo que le obliga a mencionar la Inquisición, pues, para reintegrarse a la vida de la Iglesia, después de haber renegado durante su cautiverio, era menester presentarse al Tribunal de la Inquisición más cercano, en este caso el de Andalucía oriental, ubicado en Granada. Estaba en libertad de referirse a ello como un acto de mero trámite. Sin embargo, Cervantes se desvive en un tratamiento más que amable de la Inquisición en su relación con la Iglesia. Podría haber optado por una distante y fría mención del Tribunal de la Inquisición de Granada como «la Inquisición» sin más contemplaciones, pero ha preferido, sin estar obligado a ello, poner «la Santa Inquisición», cuya función de reintegración de la almas a la Iglesia se pondera en los términos más elevados al referirse a ella como una reconciliación con el «gremio santísimo de la Iglesia». Lo mismo debemos decir de la mención amable, en la aventura de la cabeza encantada, de los inquisidores como «centinelas de nuestra fe» en vez de meramente «centinelas de la fe»; la primera expresión pone una nota de familiaridad amable en la mención de los jueces inquisidores, cuya función se ve con simpatía.