Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Nos proponemos examinar ahora una interpretación del Quijote que se acerca a éste desde una perspectiva epistemológica, un aspecto en el que se emparienta con el estudio de Castro del componente epistemológico de la gran novela. Se trata de la interpretación de la gran novela que nos ofrece el pensador francés Michel Foucault al comienzo del capítulo tercero de su libro Las palabras y las cosas (1966).
Pero aunque les une el común interés por la dimensión epistemológica del pensamiento del Quijote, el enfoque hermenéutico del francés se diferencia en tres aspectos importantes del español. En primer lugar, para Castro el ingrediente epistemológico del Quijote y del resto de la obra de Cervantes es tan sólo un aspecto de la filosofía global de Cervantes, mientras que Foucault se acerca a la gran obra maestra desde una perspectiva exclusivamente epistemológica.
En segundo lugar, mientras Castro desarrolla su estudio epistemológico desde una óptica sincrónica o estructural, al margen de la sucesión histórica, el filósofo francés practica un enfoque que cabe caracterizar de epistemología histórica, de acuerdo con la cual el Quijote se nos presenta como el emblema del tránsito de una forma de pensamiento hacia otra distinta o como ruptura con una y heraldo de una nueva que desplaza a la anterior.
En tercer lugar, difieren también en el nivel de análisis y los contenidos a los que prestan atención: Castro adopta un nivel de análisis del Quijote en que las nociones relevantes, como ya vimos en su momento, para identificar el género de teoría del conocimiento renacentista a que Cervantes se adhiere son las de realismo, idealismo, subjetivismo, relativismo y perspectivismo; en cambio, Foucault se mueve en un nivel diferente, supuestamente más profundo, en que se trata de presentar la gran novela como una obra en que de forma emblemática se manifiestan los rasgos epistemológicos ocultos subyacentes tanto a la forma de pensamiento renacentista con la que el Quijote viene a romper como a la nueva forma de pensamiento sucesora que nos anuncia.
El Quijote es, de acuerdo con Foucault, una señal del derrumbe de la forma de conocimiento renacentista y de su desplazamiento por otra diferente. Utilizando su terminología, podemos decir que el Quijote simboliza a la perfección la caída de la episteme renacentista y el anticipo de una nueva, a la que denomina episteme clásica. Empecemos por exponer lo que el filósofo francés entiende por estas nociones para entender el género de exégesis de la magna novela que nos propone.
Premisas hermenéuticas: la doctrina de las epistemes
Una episteme, a la que también denomina campo epistemológico, es, según el autor francés, una estructura subyacente, inconsciente, que delimita un (o varios) campos del conocimiento o del saber, los modos como sus objetos son percibidos o definidos y las condiciones que permiten reconocer un conocimiento o saber como verdadero. Utilizando un lenguaje kantiano, caracteriza las epistemes como un «a priori histórico», en tanto, a además de tratarse de estructuras o formas conceptuales subyacentes a uno o varios campos de conocimiento, cada una se corresponde con una fase o época distinta de la historia del pensamiento occidental y la misión del análisis histórico, practicado a esta escala o nivel, lo denomina, sin duda lanzando un guiño al modelo genealógico de Nietzsche, arqueología del saber, cuya función es desenterrar esos estratos conceptuales subyacentes a varias áreas del saber que son las epistemes, las cuales son además bloques monolíticos de conocimiento o saber unitario.
Su análisis histórico o arqueológico le conduce a la conclusión de que en el periodo transcurrido desde el Renacimiento maduro o siglo XVI hasta el siglo XX se han sucedido en riguroso orden histórico tres epistemes o sistemas de pensamiento inconsciente que han determinado y definido lo que en cada época se tenía por legítimamente pensable o decible: la episteme renacentista o preclásica, que abarca desde el siglo XVI hasta mediados del XVII; la clásica, que se extiende hasta fines del siglo XVIII; y la moderna, que llega hasta mediados del siglo XX. Es menester hacer una precisión terminológica sobre el nombre del segundo periodo, pues podría sorprender al lector no informado el que Foucault lo llame clásico, pues, bien miradas las cosas, parecería tener más sentido utilizar el membrete de Clasicismo en relación con el Renacimiento que con la nueva etapa que le sigue; la explicación hay que buscarla en la historia cultural de Francia, a la que Foucault se atiene, donde es norma llamar Clasicismo y no Barroco a la fase cultural dominante en el siglo XVII.
La sucesión de epistemes se concibe como un proceso discontinuo, no progresivo, entre las cuales hay rupturas o cesuras. Foucault se refiere en particular a dos grandes discontinuidades en la historia de la cultura occidental desde el Renacimiento, siendo cada una de éstas el umbral o la antesala de un brusco tránsito a una nueva época epistémica. La primera de ellas inaugura la época clásica o Clasicismo hacia mediados del siglo XVII; la segunda es la que, a principios del siglo XIX, señala el umbral de nuestro tiempo moderno. En relación con nuestros intereses, es la primera discontinuidad, la que cierra el ciclo renacentista y da nacimiento al Clasicismo, la fundamental, pues es precisamente en ella donde Foucault sitúa el Quijote, como el mejor exponente literario de la cesura entres dos heterogéneos periodos epistémicos, uno que se deja atrás y otro que se otea en el horizonte del saber. De ahí la relevancia de conocer los rasgos fundamentales tanto de la episteme renacentista como la del Clasicismo; ese conocimiento nos proporcionará las claves hermenéuticas manejadas por Foucault para desvelar el más profundo significado filosófico de la magna novela, que en este caso es un significado de orden epistemológico o, si se quiere, epistémico en el sentido clarificado de Foucault.
La más antigua o primera de las epistemes, a cuyo estudio dedica Foucault el segundo capítulo de su libro, es la correspondiente al periodo del Renacimiento, durante el cual constituyó un modelo para el conocimiento o saber. La investigación histórica o, como al autor francés le gusta decir, arqueológica le conduce a la conclusión de que la ley o regla fundamental rectora del saber renacentista el la de la similitud o semejanza, esto es, el hombre renacentista conocía o pensaba basándose en la semejanza entre las cosas o de las relaciones entre éstas; el saber consiste para él en una búsqueda incesante de similitudes. Hay cuatro formas de similitud que el filósofo francés considera esenciales en el saber renacentista como saber de la semejanza, cuatro formas o figuras según las cuales las cosas podían llegar a ser semejantes unas con otras.
En primer lugar, está la conveniencia, una forma de similitud que se da entre las cosas localmente próximas o cercanas entre sí; para esta manera de pensar, la proximidad o vecindad entre cosas no es una relación exterior, sino el signo de un parentesco entre ellas. «Son ‘convenientes’ –escribe Foucault- las cosas que, acercándose una a otra, se unen, sus bordes se tocan, sus franjas se mezclan, la extremidad de una traza el principio de la otra. Así, se comunica el movimiento, las influencias y las pasiones, lo mismo que las propiedades. De manera que aparece una semejanza en esta bisagra de las cosas» (Las palabras y las cosas, Siglo veintiuno editores, 9ª edición, 1978, págs. 26-7; 1ª edición francesa, 1966). Así, por ejemplo, el alma y el cuerpo son convenientes entre sí: por la vecindad entre ambos, el alma recibe los movimientos del cuerpo y se asemeja a él, pero a su vez el cuerpo se altera y se corrompe por las pasiones del alma; o el agua y la tierra, por cuya semejanza de conveniencia hay tantos peces en una como animales u objetos producidos por la naturaleza o por los hombres; o conjuntamente el agua y la tierra por conveniencia con el cielo contienen tantos seres como éste; también conviene la planta con el animal y con el hombre, pues se ven plantas en la cornamenta de los ciervos o una especie de hierba en la cabeza o el rostro de los hombres. En virtud de la conveniencia las cosas se vinculan entre sí formando una gran cadena, de forma que el mundo llega a aparecer como la conveniencia universal de las cosas. Foucault respalda su tratamiento de la conveniencia como figura característica del saber renacentista con citas extraídas de libros como el De humana physiognomia (1583) y Magiae naturalis (1589) de G. Porta y Monstrorum historia (1647) de U. Aldovrandi.
La segunda especie de similitud es la aemulatio, que, opuestamente a la conveniencia como semejanza, es la semejanza entre cosas distantes. Puesto que opera a distancia, según una semejanza sin contacto, por medio de ella se pueden relacionar las cosas no importa cuán dispersas o separadas estén en el mundo. Así se decía que el rostro humano se asemeja al cielo porque los ojos con su resplandor limitado emulan la gran iluminación que hacen resplandecer en el cielo el Sol y la Luna, los ojos, pues, del cielo; la boca imita a Venus, porque por ellas pasan las palabras de amor y los besos; las plantas y hierbas de la tierra son una imagen de cielo estrellado. La emulación o imitación es así una especie de reflejo o espejo por medio del cual las cosas pueden imitarse de un cabo a otro del universo sin necesidad alguna de proximidad, contacto o encadenamiento, como sucedía en el caso anterior. Pero la búsqueda de similitudes de la especie emulación puede llevar hasta extremos extraordinariamente especulativos, como le sucede a Paracelso cuando traza una semejanza entre el hombre y el cielo estrellado, porque es portador en su interior de un firmamento estrellado en tanto el hombre es un ser libre y poderoso, dotado de un orden inmanente y autónomo y no está sometido a ninguna otra criatura. Foucault ilustra su descripción de la emulación como forma característica del saber renacentisa con citas y ejemplos tomados de la ya mentada Historia de los monstruos de Aldovrandi, del Liber Paramirum (1559) de Paracelso y del Tractatus novus de signaturas rerum internis (1608) de Crollius.
La tercera forma de similitud es la analogía, en la que se superponen la conveniencia y la emulación. Coincide con ésta en que también por medio de ella se establecen semejanzas sin contacto a través del espacio; pero al igual que la primera las busca en la cercanía entre las cosas, en sus ajustes, nexos de unión y junturas. No obstante, su radio de acción es mayor en el sentido de que se refiere más a las similitudes de las relaciones que a las de las cosas. Estos rasgos proporcionan a la analogía un campo universal de aplicación y por tanto por medio de ella se pueden relacionar entre sí cualesquiera cosas del mundo. Así la hierba se relaciona con la tierra, los vivientes con el globo que habitan, los minerales y los diamantes con las rocas que están enterrados, los órganos de los sentidos con el rostro al que animan y las manchas de la piel con el cuerpo que marcan como los astros con el cielo; o la vieja analogía entre la planta y el animal, que el botánico Cesalpino incorpora en su obra sin criticarla; lejos de eso, la refuerza al señalar que la planta es un animal erguido, cuyo tallo es como un cuerpo a lo largo del cual ascienden los nutrientes del suelo a la cima y cuyas ramas, flores, hojas, son la cabeza.
No obstante su aplicabilidad universal, sin límites, lo cierto es que en el saber renacentista había un punto privilegiado en la aplicación del pensamiento analógico: se trata del hombre, lugar en el que convergen toda suerte de relaciones analógicas. Se formularon toda suerte de analogías entre el hombre y el resto de los seres: entre el hombre y el mundo celeste (su rostro es a su cuerpo lo que la faz del cielo al éter; sus siete aberturas forman en su rostro lo que los siete planteas en el cielo); entre el hombre y la tierra (su carne es gleba; sus huesos, rocas; sus venas, grandes ríos; su vejiga, el mar; y sus siete miembros principales, los siete metales ocultos en el fondo de las minas); entre el hombre y las plantas; y entre el hombre y los animales. En éste ultimo caso Foucault se deleita con el ejemplo procedente del naturalista francés Belon, quien, al comparar el esqueleto humano y el de las aves, señalaba correspondencias entre el alón o apéndice del ala de las aves y el dedo pulgar de la mano y entre los dedos del pie y los de éstas, una observación que, según Foucault, no es más científica ni más racional que la de Aldrovandi cuando compara las partes bajas del hombre con el infierno, con los condenados que son como los excrementos del mundo.
Los diversos ejemplos con que Foucault pretende presentar la analogía como una figura especialmente representativa del saber renacentista proceden del De plantis libri xvi (1583) de Cesalpino, del libro ya citado de Crollius, Tratado de las signaturas, de Histoire de la nature des oiseaux (1555) de Belon y de la ya también citada Historia de los monstruos de Aldovrandi.
Por último, la cuarta forma de semejanza característica del saber renacentista es la simpatía, por medio de la cual se podía relacionar cualquier cosa con cualquier otra. La simpatía causaba la atracción de unas cosas por otras provocando el acercamiento entre las más distantes, incluso la transformación de unas en otras. Así el fuego, por ser cálido y ligero, se eleva en el aire, pero en contacto con éste pierde su sequedad y adquiere humedad (lo que lo emparienta con el agua y el aire) y termina convirtiéndose en aire. La simpatía tiene el poder de asimilar unas cosas a otras hasta el punto de hacer idénticas unas a otras entregándolas así, para decirlo en la jerga de Foucault, al poder de lo Mismo, bajo el cual todo se convertiría en una masa homogénea.
Pero este poder de atracción de la simpatía no llega a reducir toda cosa con sus diferencias a lo Mismo porque se halla contrapesada por una fuerza de signo opuesto, la antipatía, que impide tal reducción o asimilación y mantiene las cosas separadas. El juego continuo de simpatía y antipatía garantiza las identidades de las cosas y el hecho de que puedan asemejarse y aproximarse, pero sin ser engullidas bajo el imperio de lo Mismo, sino preservando, pues, su identidad singular. Así se postula antipatía entre el fuego y el agua, por sus cualidades opuestas, cálido y seco el primero y frío y húmedo el segundo; y entre el aire, cálido y húmedo, y la tierra, fría y seca. Pero la colocación del aire entre el fuego y el agua, de un lado, y del agua entre la tierra y el aire permite frenar y contrarrestar la antipatía, porque el aire, por ser cálido concuerda con el fuego y por ser húmedo armoniza con el agua, de modo que la humedad del aire modera el calor del fuego y su calor templado entibia la frialdad húmeda del agua, y el agua, en la medida que es fría como la tierra, se lleva bien con ésta y, en la medida que es húmeda, como el aire, su frialdad alivia el calor del aire y su humedad, calentada por el calor del aire, mitiga la sequedad fría de la tierra.
Las fuentes de Foucault de las que extrae el material para su exposición de la polaridad simpatía/antipatía como figura fundamental del saber renacentista son libros ya citados, como La magia natural de de la Porta, o aún no citados, como el Subtilitate rerum (1552) de Cardano.
Ahora bien, el saber renacentista, configurado como una episteme de la semejanza, no se limitaba a determinar sus especies principales. La conveniencia, la emulación, la analogía y la simpatía sólo nos señalan las cuatro vías como las cosas o sus partes pueden llegar a ser semejantes, pero no cómo se identifican las similitudes o mediante qué marca o señal se las reconoce. Esto es lo que viene a resolver la doctrina de las signaturas, según la cual Dios o la naturaleza al formar las cosas ha impreso o grabado en ellas las signaturas o marcas que señalan sus mutuas semejanzas. A este respecto Foucault trae a colación este revelador texto de Paracelso:
«No es la voluntad de Dios que permanezca oculto lo que Él ha creado para beneficio del hombre y le ha dado… Y aun si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales – del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a encontrarlo». Las palabras y las cosas, pág. 35
Las signaturas son como palabras de un lenguaje cuyo dominio es imprescindible para conocer las similitudes, pues las cosas hablan al hombre renacentista mediante sus signaturas como el hombre habla mediante la voz. Quizá esta es la razón por la cual Foucault titula el capítulo sobre la episteme del Renacimiento como «la prosa del mundo», una prosa que permite al iniciado que la domina captar las semejanzas entre las cosas que le revelan el conocimiento de las propiedades de las cosas y los secretos de la creación. Así el médico llega a saber que el acónito cura las enfermedades de los ojos porque una signatura o marca es portadora de un mensaje cifrado que nos dice que los granos de esa planta son buenos para los ojos y el signo que revela tal mensaje es que los granos del acónito son pequeños globos oscuros que se parecen, poco más o menos, a lo que los párpados son para los ojos. Así que, como manifiesta este ejemplo que Foucault espiga del Tratado sobre las signaturas de Crollius, las signaturas son signos en virtud de la semejanza, esto es, significan algo en la medida en que tienen semejanza con lo que indican: el acónito nos revela sus virtudes curativas porque sus granos se asemejan a los ojos.
Pero si el mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar para revelar las semejanzas y afinidades que nos descubren el conocimiento de las propiedades y leyes secretas u ocultas de las cosas, entonces conocer, para el hombre renacentista, no es otra cosa que interpretar, una exégesis mediante la cual accedemos a través de las marcas o signos visibles a la cosas invisibles o arcanas. El saber renacentista es, pues, esencialmente un saber hermenéutico, que consiste básicamente, como Foucault se encarga de decir expresamente, no en ver ni en demostrar, sino en interpretar. Y puesto que conocer las cosas, un animal, una planta o el mundo mismo, equivale a descifrar las capas de signos que las recubren, el autor francés llega a decir que el conocimiento renacentista es un conocimiento adivinatorio, una forma de divinatio, un saber tan hermenéutico como la eruditio renacentista consistente en interpretar los textos heredados de la Antigüedad. Erudición y adivinación son, a la postre, dos formas distintas de un mismo saber globalmente hermenéutico, pues la relación del erudito o humanista con los textos antiguos es del mismo tipo que la relación del escrutador de la naturaleza con las cosas, de forma que, al igual que el primero hace hablar a los lenguajes antiguos, el segundo hace hablar a la naturaleza. En definitiva en ambos ámbitos lo que importa son los signos, bien es cierto que, mientras el erudito se mueve sólo entre signos en el sentido de que su exégesis trata de descifrar las palabras de los antiguos con otras palabras, la exégesis del investigador de la naturaleza va de los signos a las cosas, de los signos o marcas visibles a las cosas ocultas. Dada esta visión del saber renacentista como saber hermenéutico consagrado a descifrar signos que remiten a un mundo regido por similitudes, no es de extrañar que Foucault vea los conocimientos renacentistas como una mezcla inestable de saber racional, prácticas mágicas y devoción a la herencia cultural grecorromana erigida en autoridad. La magia no es, pues, algo residual, sino, como se sigue de su propia descripción de la episteme renacentista orientada a la búsqueda de simpatías y antipatías, de algo inherente a la manera renacentista de conocer.
A mediados del siglo XVII se produce un abrupto cambio en la estructura profunda del saber, en virtud del cual se derrumba la episteme basada en la semejanza y surge una nueva episteme, la del periodo clásico, en la que es la representación la ley fundamental o principio configurador del saber, una contraposición que recuerda la distinción o antítesis establecida por Heidegger en su ensayo «La época de la imagen del mundo» (1938), incluido en Sendas perdidas (1950), entre la correspondencia, como forma principal del pensamiento premoderno, que vinculó también con el principio de la analogía, y la representación como forma primera del conocimiento moderno. El conocimiento deja de funcionar como una búsqueda de similitudes secretamente compartidas por las cosas para empezar a funcionar como una tarea de establecer identidades, las identidades estables y separadas de las cosas, y las diferencias entre ellas. Con este primado de la representación pasan a ocupar un lugar central en la episteme clásica el análisis, el orden y la taxonomía.
Dadas las raíces cartesianas de varias de estas nociones (representación, orden, análisis), puede decirse que Foucault eleva, en cierto modo, partes esenciales de la metodología y epistemología de Descartes, de quien toma expresamente los nombres mismos de varias de estas nociones, al nivel de caracteres centrales de la episteme clásica, a la que no duda en designar también con el nombre de racionalismo, un racionalismo cuya instauración hará desaparecer en el siglo XVII las creencias supersticiosas o mágicas que la episteme renacentista había autorizado y dará entrada a la naturaleza en el orden científico.
Foucault, que dedica mucho más espacio al tratamiento de la episteme clásica que a su antecesora, selecciona tres ciencias particulares, la gramática, la historia natural y la economía vista como análisis de las riquezas o economía mercantilista, para mostrar cómo en ellas se manifiestan las categorías fundamentales de la episteme de la representación y que, por tanto, son un producto por igual de ésta, independientemente de sus diferencias como saberes distintivos y heterogéneos.
El Quijote en el umbral entre dos epistemes
Para nuestros propósitos, no es menester añadir más; con lo hasta aquí expuesto sobre la configuración epistémica de los conocimientos durante el Renacimiento y el Clasicismo, disponemos ya de las herramientas conceptuales necesarias para entender mejor la aproximación de Foucault al Quijote.
La magna novela cervantina participa tanto de la episteme renacentista como de su sucesora. Y puesto que ya sabemos que en la primera el primado lo desempeña la semejanza y en la segunda la representación, podemos decir ya más precisamente que la obra maestra cervantina es partícipe a la vez de la episteme de la semejanza y de la de la representación. Es así porque, respecto a lo primero, Foucault nos presenta a don Quijote, ya desde el primer arranque de su comentario (que abarca cuatro páginas de su libro, más dos más en las págs. 208-9 de la edición que manejamos), como un símbolo del pensamiento analógico renacentista, como un héroe de la búsqueda de similitudes, incluso de lo Mismo:
«Don Quijote no es el hombre extravagante, sino más bien el peregrino meticuloso que se detiene en todas las marcas de la similitud. Es el héroe de lo Mismo. Así como de su estrecha provincia, no logra alejarse de la planicie familiar que se extiende en torno a lo análogo. La recorre indefinidamente, sin traspasar jamás las claras fronteras de la diferencia, ni reunirse con el corazón de la identidad». Las palabras y las cosas, pág.53
No es sólo que don Quijote haga hablar al mundo como si fuese un tejido de signos cuyo significado hay que descifrar utilizando como clave hermenéutica los libros de caballerías, sino que el propio ser de don Quijote, en tanto interpreta su propia existencia como un semillero de semejanzas con lo en ellos relatado, viene a ser una especie de signo semejante a los signos de las novelas caballerescas, de los que él es un calco (que, no obstante, ha de salir de estos para probar en el mundo, entre las cosas, la realidad de éstos, que el mundo se asemeja a lo referido en tales libros):
«Ahora bien, él mismo es a semejanza de los signos. Largo grafismo flaco como una letra, acaba de escapar directamente del bostezo de los libros. Todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcripta. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura errante por el mundo entre la semejanza de las cosas». Ibid.
Don Quijote es semejante a los signos del lenguaje de los libros de caballerías, precisamente porque cada episodio o hazaña son signos de tal semejanza, en tanto se interpretan por él mismo en analogía con los episodios y hazañas de los libros caballerescos. Pero para mantener su pretensión de ser semejante a ellos, debe echarse al mundo y ponerse a prueba corriendo aventuras para probar en el mundo, entre las cosas, que los libros de caballerías, cuya verdad está puesta en cuestión, porque, dicho en la jerga de Foucault, nada en el mundo se ha asemejado jamás a esos textos escritos, realmente dicen la verdad, que siguen siendo el lenguaje del mundo y que por tanto, las cosas se asemejan a lo dicho por los signos legibles de los libros. La vida del héroe del pensamiento analógico se convierte así en una aventura epistemológica de desciframiento del mundo y de revelación de semejanzas:
«Su aventura será un desciframiento del mundo: un recorrido minucioso para destacar, sobre toda la superficie de la tierra, las figuras que muestran que los libros dicen la verdad. La hazaña tiene que ser comprobada: no consiste en un triunfo real –y por ello la victoria carece, en el fondo, de importancia-, sino en transformar la realidad en signo. En signo de que los signos del lenguaje se conforman con las cosas mismas. Don Quijote lee el mundo para demostrar los libros. Y no se da otras pruebas que el reflejo de las semejanzas». Op. cit., pág. 54
Comprometido con el desciframiento o lectura del mundo como un tejido de signos ( o signaturas) reveladores de semejazas, el héroe de la episteme renacentista recorre un camino en que el mundo, cada una de las cosas bajo la percepción o acción del héroe, se convierten en un lenguaje de signos análogo del lenguaje de los libros, de manera que el dominio del segundo permitirá a don Quijote leer los signos-cosas del mundo según el modelo del lenguaje de los libros de caballerías y cada cosa del mundo será vista según su análoga en estos:
«Todo su camino es una búsqueda de similitudes: las más mínimas analogías son solicitadas como signos adormecidos que deben ser despertados para que empiecen a hablar de nuevo. Los rebaños, los sirvientes, las posadas se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida imperceptible en que se asemejan a los castillos, a las damas, a los ejércitos». Ibid.
Así que, según la exégesis de Foucault, para don Quijote, completamente inmerso o sumergido en la episteme renacentista, conocer es, como para el hombre renacentista, interpretar y esta tarea se despliega como un permanente desciframiento de los signos del mundo manifestativos de sus afinidades o similitudes con las cosas de los libros de caballerías. Ahora bien, la aventura hermenéutica de don Quijote se ve siempre frustrada y termina en fracaso, en la medida en que sus desventuras ponen de relieve que su pretensión de descifrar el mundo y de avanzar de semejanza en semejanza a través de los caminos supuestamente análogos del mundo y de los libros es vana, lo que revela el fracaso mismo de la episteme de la semejanza como base del saber. Esto es algo que anuncia ya Foucault en las primeras líneas de su comentario:
«Con todas sus vueltas y revueltas, las aventuras de don Quijote trazan el límite: en ellas terminan los juegos antiguos de la semejanza y de los signos; allí se anudan nuevas relaciones». Op. cit., pág. 53
Las aventuras de don Quijote como búsqueda de semejanzas constituyen una ilustración emblemática de la episteme renacentista, pero su transformación en desventuras representa su derrumbe y a la vez la irrupción de la nueva episteme del Clasicismo. No sólo las desventuras y fracasos del héroe de la semejanza señalan el fin del saber fundado en la similitud y de la cosmovisión analógica y mágica de la que es portador, sino las burlas de que es objeto, las cuales constituyen un crítica de la episteme de la semejanza, en tanto la burla, que concierne al contenido mismo de la episteme renacentista, las similitudes, muestra que éstas son engañosas y carecen, pues, de valor. Don Quijote no puede, pues, culminar su empresa epistémica y hermenéutica de probar la verdad de los libros de caballerías estableciendo entre éstos y las cosas similitudes, ya que la búsqueda de éstas, que las cosas del mundo son elementos del mobiliario de los libros de caballerías (que las posadas son castillos y los rebaños ejércitos) fracasa y ese fracaso transforma la prueba buscada en un burla que señala la vaciedad de las palabras de los libros, su falta de correspondencia con las cosas:
«Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio… La magia, que permitía el desciframiento del mundo al descubrir las semejanzas secretas bajos los signos, sólo sirve ya para explicar de modo delirante por qué las analogías son siempre frustradas. La erudición que leía como un texto único la naturaleza y los libros es devuelta a sus quimeras: depositados sobre las páginas amarillentas de los volúmenes, los signos del lenguaje no tienen ya más valor que la ficción misma que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, don Quijote vaga a la aventura». Op. cit., págs. 54-55
Las burlas no sólo manifiestan la caída de la cosmovisión renacentista de la semejanza, de unas semejanzas que conducen al error y al fracaso, sino que además a través de ellas se revela una nueva razón, la razón de la episteme clásica, una razón analítica que tritura las semejanzas renacentistas e instaura un nuevo orden de identidades y diferencias. Desde esta perspectiva crítica de la gran novela cervantina, don Quijote, loco él mismo, se presenta, al igual que los demás locos, como alguien «alienado en la analogía», una alienación denotativa de una aberración epistémica, esto es, de que el héroe de la semejanza se halla desviado del nuevo modelo de episteme que está emergiendo y al que es incapaz de adaptarse. En este sentido, el Quijote es la representación simbólica del conflicto entre dos épocas, entre la cosmovisión analógica y mágica vigente en el Renacimiento y la cosmovisión representacionista emergente con el Clasicismo, un conflicto que el ilustre loco vive en sus carnes. Precisamente en el anuncio de esta nueva episteme clásica que irrumpe rompiendo abiertamente con la episteme renacentista basada en la semejanza e instaurando una configuración del saber anclada en la representación percibe Foucault la modernidad de la magna novela, a la que incluso eleva al pedestal de ser la primera obra moderna:
«Don Quijote es la primera de las obras modernas, ya que se ve en ella la razón cruel de las identidades y de las diferencias juguetear al infinito con los signos y las similitudes; porque en ella el lenguaje rompe su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que ya no saldrá, en su ser abrupto, sino convertido en literatura; porque la semejanza entra allí en una época que es para ella la de la sinrazón y de la imaginación». Op. cit., pág. 55
Pero ahí no queda todo. El Quijote es moderno no sólo por anunciar la quiebra de la episteme renacentista y el nacimiento del orden epistémico clásico, sino por poner un pie en éste. ¿Cómo es esto posible? La clave está, según Foucault, en la segunda parte de la novela, donde el texto de Cervantes vuelve sobre sí mismo y se incluye a sí mismo como objeto de su propio relato y justo, al producirse este hecho, la novela abandona la episteme de la semejanza e ingresa en el terreno de la episteme dominada por la representación. En efecto, la segunda parte no es sólo la representación de la vida y obra de don Quijote, sino una representación que incluye la conciencia de ser una representación, al replegarse sobre sí misma como si estuviera viéndose desde fuera o a una cierta distancia. La representación se desdobla o duplica, engendrando una representación duplicada, que Foucault considera precisamente como el rasgo más característico de la representación como figura de la episteme clásica. En el momento en que don Quijote se encuentra en la segunda parte con personajes que han leído la primera parte de la novela y lo reconocen a él, el hombre real, como el héroe del libro, revelándose así el texto como relato de su relato, deviene en representación en el sentido del Clasicismo.
Ahora bien, semejante transformación no sólo afecta a la novela, sino también al propio don Quijote, quien también se eleva al plano de la representación duplicada, ya que él mismo a través de las conversaciones con los personajes que han leído el libro de su vida toma conciencia de sí mismo como objeto y sujeto del relato, en la medida en que también él habla con aquéllos de la historia de su vida. Don Quijote vive en sus carnes este desdoblamiento como sujeto y objeto del relato y afecta al curso de su vida: si antes, en la primera parte, los libros de caballerías determinaban sus acciones y aventuras, ahora es el libro de su propia historia, la primera parte de ésta, el que desempeña este papel. A esto se refiere Foucault a afirmar que «la primera parte de las aventuras desempeña en la segunda el papel que asumieron al principio las novelas de caballerías» (op. cit., pág. 55), aunque sería más exacto decir que en la segunda sus aventuras se hallan determinadas no sólo por el conocimiento que él tiene de la primera parte, sino también por los libros de caballerías, que no dejan de seguir inspirando su pensamiento y sus empresas.
No obstante, el conocimiento que él adquiere de la novela de sus caballerías pasa a ser ciertamente determinante, pues, a partir de ese momento, imprime un giro a su misión, que ya no es sólo realizar hazañas que portan el sello de sus lecturas y probar la verdad de las novelas caballerescas, sino velar por la verdad del libro que relata su propia historia caballeresca:
«Don Quijote debe ser fiel a este libro en el que, de hecho, se ha convertido; debe protegerlo contra los errores, las falsificaciones, las continuaciones apócrifas; debe añadir los detalles omitidos, debe mantener su verdad. . . Él, que a fuerza de leer libros, se había convertido en un signo errante en un mundo que no lo reconoce, se ha convertido ahora, a pesar de sí mismo y sin saberlo, en un libro que detenta su verdad, recoge exactamente todo lo que él ha hecho, dicho, visto y pensado y permite, en última instancia, que se le reconozca en la medida en que se asemeja a todos estos signos que ha dejado tras sí como un surco imborrable». Ibid.
En el fondo, la interpretación de Foucault del Quijote es una variante más, en lo esencial, del modelo de la hermenéutica filosófico-romántica, por más que se reexponga desde una óptica de epistemología histórica o, dicho en la jerga del pensador francés, de arqueología epistémica. Los elementos fundamentales de la aproximación filosófico-romántica se trasponen al subestrato de la infraestructura epistémica que determina las condiciones del valor del conocimiento y sus rasgos específicos durante una época. Don Quijote sigue siendo un héroe, aunque ahora no se ponga el énfasis en la sublimidad de sus ideales y de sus esfuerzos, trabajos y penurias con que se enfrenta al mundo para conformarlo a ellos; ahora es el héroe que representa la forma de pensar de una época, el Renacimiento, que también se halla en lucha, una lucha que, a la escala de la arqueología epistémica foucaultiana, resulta ser no sólo un conflicto con la realidad sino entre diferentes modelos epistémicos, el renacentista que don Quijote simboliza y su sucesor, el modelo representacionista, por el que apuesta el narrador y con él el Quijote. La figura del conflicto continúa siendo crucial en ambos géneros de interpretaciones.
No obstante, hay un elemento nuevo en el enfoque arqueológico-epistémico de Foucault: el conflicto en que se halla envuelto don Quijote deja de ser uno en que colisionan los ideales con las cosas, para ser uno en que los ideales, al colisionar con las cosas, también chocan con otro ideales, que se nos presentan ahora, no como sublimes ideales éticos o morales, sino como ideales o paradigmas de saber. Don Quijote es ahora más una héroe del conocimiento o del saber, de un saber básicamente hermenéutico, un intérprete de las cosas, que un héroe de la acción, y el Quijote,un hito en la historia de las epistemes, un acontecimiento filosófico de primer orden en el que asistimos a la contienda entre una episteme que se derrumba con las fracasos del pensamiento analógico con el que don Quijote intenta entender la realidad y la episteme sucesora que comienza a definir las condiciones y rasgos del saber en otra fase de la historia.