Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
[Gustavo Bueno entrega a José Antonio López Calle, el diploma en el curso de verano de Vélez-Málaga en 1988]
I
Hay muchas maneras de rendir homenaje a Gustavo Bueno en el momento de su fallecimiento. La manera que yo he escogido es la de relatar mi camino de acercamiento a la figura y obra de tan gran filósofo y maestro, glosar los aspectos de ésta que me han impulsado a aproximarme a ella y en los que se cifra la grandeza de su obra y su persona como filósofo y con todo ello quiero reconocer mi enorme deuda con él y tributarle así a la vez mi reconocimiento, gratitud y admiración.
No he tenido la fortuna envidiable de otros de haber sido alumno de Bueno. Mi acceso a él ha sido indirecto, a través de discípulos suyos y de su obra escrita. La primera vez que oí hablar de Gustavo Bueno fue allá en Octubre de 1975, en vísperas de la muerte de Franco al mes siguiente, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, cuyo Departamento de Filosofía había sido organizado y estaba dirigido por Carlos París, del que años más tarde supe que era un buen amigo de Gustavo Bueno. Fue al comienzo del curso académico del 75-76, mi primer año de carrera, en la clase inaugural del curso de Lógica, impartido por el excelente e inolvidable Alfredo Deaño, autor del famoso manual de esta materia, quien había sido iniciado en ella y en muchas otras cosas en Oviedo por Bueno, como él mismo reconoce en el prólogo de su libro, donde por vez primera oí hablar de Gustavo Bueno. El primer día de clase lo dedicó a presentarnos a los que él tenía por los autores más descollantes de la filosofía española de aquel momento, citándonos sus publicaciones más destacadas y, de entre ellos, nos habló en un tono muy elogioso de la obra de Gustavo Bueno, al que consideraba un gran maestro.
A partir de entonces empecé a seguirle la pista, aunque algo de lejos. Apenas iniciado el curso, cayó en mis manos y leí de él o sobre él una larga entrevista, publicada en el primer número de la revista Teorema de 1973, una de las más importantes de entonces y que habría de convertirse, en los años siguientes, en el estandarte de la filosofía analítica en España, que hallé casualmente en la biblioteca del Departamento. En esa extensa entrevista se hacía un repaso a su biografía y, a través de las preguntas del entrevistador, se daba ocasión a Bueno de exponer sintéticamente sus concepciones filosóficas fundamentales según las había desarrollado en los libros que tenía publicados entonces, con atención especial a su concepción de la filosofía en El papel de la filosofía en el conjunto del saber (1970) y a sus aportaciones a la ontología en Ensayos materialistas (1972),lo que me permitió una primera aproximación a la figura de Bueno y a su filosofía, amén de percatarme del prestigio de que gozaba en los medios académicos españoles.
Durante ese mismo curso acometí por vez primera la lectura de un libro de Bueno, que era el más recientemente publicado de los suyos, La metafísica presocrática, de 1974, que me vino pintiparado para las clases de Historia de la Filosofía Antigua y Medieval, que dábamos en primero. En este libro aprendí mucho sobre la especificidad de la Historia de la Filosofía, sobre las etapas de su curso histórico, sobre el ciclo de la filosofía griega y, dentro de éste, sobre la fase correspondiente a los presocráticos, a los que Bueno interpretaba como metafísicos más que como filósofos propiamente dichos, retrasando el nacimiento de la filosofía hasta Platón; del mayor interés eran también sus observaciones críticas sobre la forma habitual de entender el llamado «tránsito o paso del mito al logos» y, por supuesto, su forma de enfocar el tratamiento de las figuras principales del pensamiento presocrático. Unos años después, y ya con mayor maduración filosófica, le saqué aún más provecho y me fue muy útil en la preparación del tema de las oposiciones de Filosofía dedicado a los presocráticos.
Un acercamiento mayor, más allá de la presentación de Deaño, a la filosofía de Bueno tuvo lugar en el curso 77-8, en tercero de carrera de mi promoción, en las clases de otro profesor que había sido alumno de don Gustavo en Oviedo, Carlos Solís, excelente profesor de Historia de la Ciencia. Aparte de las clases de la materia, organizó un seminario de Filosofía de la Ciencia un día a la semana dedicado a las principales corrientes y figuras en esa materia en aquel entonces en el ámbito de la filosofa analítica (positivismo lógico, Popper y los pospopperianos más insignes, como Kuhn, del que Solís había sido alumno en Princeton, Hanson, Toulmin, Feyerabend y Lakatos) y, como gran novedad, se dedicó una sesión, ya a final de curso, a la teoría de la ciencia de Bueno. Fue la primera vez que oí la exposición en un foro académico de la teoría del cierre categorial y de la distinción entre metodologías alfa operatorias y beta operatorias, base de la correspondiente distinción entre ciencias humanas alfa operatorias y ciencias beta operatorias, recientemente dada a conocer por Bueno en un artículo de El Basilisco de 1978. La teoría del cierre categorial era la teoría, junto con su polémica con Sacristán sobre el estatuto de la Filosofía y sus contribuciones a la ontología en los Ensayos materialistas, por lo que Bueno era más conocido entonces en los foros académicos. Todavía no existía el Gustavo Bueno tan conocido hoy también por sus trabajos en otras áreas de la Filosofía, como la Antropología, Filosofía de la Religión, de la Política, de la Historia, de la Cultura, del Arte, de la Música, etc.
Durante ese mismo año académico tuve la oportunidad de avanzar en el conocimiento de la obra de Bueno. La ocasión me vino servida por la realización de un trabajo de curso que tenía que hacer para la materia de Historia de la Filosofía Contemporánea, cuyo tema era la naturaleza y estatuto de la filosofía como saber. En aquellos años, los sesenta y bien entrados los setenta, había un gran debate en los medios universitarios sobre ese tema y naturalmente se disponía de una literatura prolífica, de autores de todas la escuelas o tendencias, de metafilosofía, esto es, de filosofía de la filosofía o, como le gustaba decir a Ferrater Mora, de perifilosofía. La mayor parte de esta literatura me resultó decepcionante y ningún libro me fue tan esclarecedor como El papel de la filosofía en el conjunto del saber de Bueno, en el que se demolían con rigor las tesis de Sacristán y se hacía una defensa de la filosofía como un saber sustantivo, capaz de generar un corpus doctrinal, frente a la tesis de Sacristán, muy difundida entonces, sobre la filosofía como un saber meramente adjetivo. El libro de Bueno fue la inspiración principal de aquel trabajo académico y el que más me ayudó a entender la naturaleza, estatuto y función de la filosofía.
Hasta entonces mi conocimiento de Bueno y de su obra había sido de oídas y por lecturas. Pero durante ese mismo curso académico tuve la oportunidad de conocerlo en persona. La primera vez que lo vi fue en la tarde-noche de un día del invierno o quizás comienzos de la primavera del 78 (aún llevábamos ropa de abrigo), en el salón de actos del Colegio Mayor San Juan Evangelista, donde pronunció una conferencia dirigida a un público de estudiantes universitarios de toda clase, aunque también había profesores y otros asistentes. No recuerdo el título de la conferencia, pero sí de qué trató: las tesis de los entonces llamados «nuevos filósofos franceses», sobre todo Gucksmann, fallecido en 2015, y Henri Lévy, sobre el marxismo y los campos de concentración -el marxismo, decían ellos, conducía inexorablemente a los campos de concentración (estaba muy reciente la publicación del monumental Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn)-, sobre el leninismo y el stalinismo como episodios necesarios del marxismo y la afinidad de Marx con Platón. La exposición de Bueno y su posición al respecto, desde su perspectiva marxista y compañero de viaje del comunismo, en aquella conferencia se halla perfectamente reflejada en el artículo suyo «La República de Platón y el archipiélago Gulag», publicado en la revista asturiana Alborá, en Mayo de 1978 y republicado en El Catoblepas, Abril de 2013.
Lo que me importa destacar ahora es la impresión impactante que me causó escuchar en vivo por vez primera a Gustavo Bueno tanto por el rigor y profundidad de su exposición y crítica de la visión de los nuevos filósofos del marxismo y del comunismo como por sus extraordinarias dotes oratorias. El auditorio estaba a rebosar, no recuerdo si hubo debate tras la conferencia, pero sí se me quedó bien grabada la imagen de Bueno sobre el escenario: de pie sobre éste y sin papeles desplegó ante su auditorio sus portentosas habilidades oratorias sin interrupción hasta el fin de la conferencia manteniendo a los escuchantes atentos a su exposición, a la vez profunda, entretenida y salpicada de notas de humor. No había visto nunca nada semejante. No sé si se grabó la conferencia y si ha sobrevivido la grabación, pero si así fuera me gustaría volver a escucharla de nuevo con la perspectiva de los años pasados.
Después he podido presenciar muchas veces esa imagen sin igual de Bueno como orador, que parece pertenecer ya al pasado. En general, los conferenciantes traen escrita la conferencia y se limitan a leerla. Y esa parece ser la regla entre los filósofos reconocidos como tales en el mundo académico. A finales de los 70 asistí a una conferencia de Paul Ricoeur en el Instituto Francés de Madrid, básicamente leída y bastante aburrida; en Agosto de 1995 escuché una lección-conferencia de Adolf Grünbaum en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander, ciertamente del mayor interés, sobre Dios y la cosmología, pero leída, bien es cierto que al menos se entregó a los asistentes, antes de empezar, una copia de ella; en Mayo de 2009 Mario Bunge pronunció una conferencia sobre el socialismo y su porvenir, sin duda también muy interesante, pero asimismo escrita y leída. Con el fallecimiento de Gustavo Bueno se va también una forma y estilo único de pronunciar conferencias.
Ese mismo curso, prodigioso en cuanto a la presencia de Bueno en Madrid, pude conocerlo en una faceta diferente, más académica, en la Fundación Juan March, donde a primeros de Mayo dio unas lecciones de filosofía de la ciencia, a las que asistí acompañado con un grupo de compañeros de mi curso de la Facultad, y donde por primera vez pude escuchar, de labios del propio maestro y fundador, una exposición de la teoría del cierre categorial, una teoría a cuya elaboración y desarrollo había consagrado años de intensa investigación, bajo el patronazgo de la mentada Fundación, y que habían culminado dos años antes en una obra dilatadísima que abarcaba seis tomos y más de cuatro mil páginas titulada Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas (1976), depositada en la Fundación Juan March, pero inédita y prácticamente inaccesible para el público. Aquellas conferencias, precedidas y avaladas por este abrumador trabajo, venían a ser una exposición sintética para el público interesado de una teoría ya en gran medida perfilada. Lamentablemente en aquel momento no existía una introducción accesible a la filosofía de la ciencia de Bueno de manos de su propio autor en un libro sintético de dimensiones aceptablemente reducidas, ni lo habría hasta la década de los noventa con la publicación del primer tomo de la Teoría del cierre categorial. En esta tesitura a mis compañeros y a mi no se nos podía ofrecer mejor oportunidad de conocer de primera mano la teoría del cierre categorial que las lecciones de Bueno de filosofía de la ciencia en la Fundación Juan March.
Pero estábamos tan habituados a los hábitos de pensamiento de la filosofía analítica de la ciencia, dominante entre los profesores de la Facultad de Filosofía, incluidos los que habían sido alumnos de Bueno, como Deaño y Solís, que esta primera recepción de la teoría del cierre, tan contraria en muchos aspectos a la tradición analítica de filosofía de la ciencia, nos resultaba un tanto extraña y no estábamos seguros de haberla entendido bien. Formados en una concepción logicista y proposicionalista de la ciencia, en que la lógica formal era la base del análisis de las ciencias y en que las ciencias se resolvían en conjuntos de proposiciones, se nos hacía difícil entender una concepción de la ciencia de orientación gnoseológica o lógico-material y en la que los aparatos y los laboratorios pasaban a ser una parte esencial de la ciencia. Pero no por ello me desalenté, sino que aplacé su estudio más detenido para otro momento, en que con una mayor preparación y maduración filosóficas pudiese afrontar el reto que entonces me suponía la teoría del cierre categorial.
No volví a ocuparme a fondo de la obra de Bueno hasta después de terminada la carrera, cumplir la mili, pasar las oposiciones e instalarme como profesor de Filosofía en el sistema de enseñanza media. No obstante, durante la preparación de las oposiciones, en la elaboración de algunos de los temas de Metafísica y Ontología me fueron muy útiles algunos capítulos de Ensayos materialistas, pero una lectura completa del libro desde el principio hasta el final no la emprendí hasta unos cuantos años después.
Perfectamente instalado en el sistema académico, la lectura y estudio a fondo de la obra de Bueno la emprendí a mediados de los 80, tras la publicación de El animal divino en 1985 y, a partir de ahí, todo el resto de la obra escrita de Bueno hasta el momento; los libros y artículos suyos posteriores los fui leyendo según iban saliendo a la luz pública. Volví en esa época, ya más preparado y con mayor madurez filosófica, sobre la teoría del cierre categorial, leyéndome todas las referencias en su obra a ésta -en Etnología y utopía (1971)y en Ensayo sobre las categorías de la economía política (1972), las hay, pero desgraciadamente tan fragmentarias que son poco útiles para hacerse una idea cabal de la teoría del cierre categorial- y sobre todo su tratamiento más específico del tema en su opúsculo o folleto, La idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial (1976) y las escasas e insuficientes exposiciones de otros autores de la teoría de Bueno en obras de referencia general. En esta situación poco alentadora vino en mi auxilio el anuncio en la prensa de un curso de verano de una semana, organizado por la Universidad Internacional de la Axarquía, que no he vuelto a oír mentar, en Vélez-Málaga, sobre teoría de la ciencia a cargo de Gustavo Bueno, durante la primera semana de Agosto de 1988. Inmediatamente me matriculé. Era una ocasión extraordinaria que se me ofrecía de conocer y profundizar en la teoría del cierre categorial y también de entablar una relación personal con el propio Bueno, al que desde hacía tiempo deseaba presentarme o ser presentado y entablar una relación personal con él.
En cuanto a lo primero, el curso, al que se había matriculado apenas una docena de alumnos, fue excelente y muy provechoso desde el punto de vista académico y satisfizo todas las expectativas que puse en él; el programa impartido era muy parecido a lo que luego iba ser el plan general de la filosofía de la ciencia de Bueno expuesta en su monumental Teoría del cierre categorial, de la que sólo se han publicado cinco volúmenes; aún conservo como oro en paño los apuntes tomados entonces. En cuanto a lo segundo, el momento no pudo ser más oportuno para presentarme a Bueno. Ni él, que había venido acompañado de su esposa, Carmen, ni yo conocíamos a nadie allí. Aproveché un descanso después de una de las primeras sesiones del curso para abordarlo y presentarme, y mi tarjeta de presentación fue la de haber sido alumno de Alfredo Deaño y que desde hacía años seguía atentamente su obra por la que estaba muy interesado. Fue decirle esto y me saludó y acogió efusivamente. Allí surgió una amistad que ha continuado hasta el presente.
Durante aquellos días tuvimos ocasión de intimar y hablar en los descansos y en el momento del desayuno; e incluso una de las tardes en que él no tenía ningún compromiso (las clases eran por la mañana y las tardes las teníamos libres) quedamos para charlar más ampliamente y sin premura de tiempo al final de la tarde en la terraza de un hotel, cerca de la playa. A este encuentro vino acompañado de su esposa, a quien me presentó y que, a partir de entonces, siempre que he coincidido con ella me ha tratado con suma cordialidad.
Una de las cosas que más me llamaron la atención de aquella conversación, cuando entramos ya en asuntos filosóficos, es que Bueno me trataba con una gran consideración, como si no hubiera diferencias de rango intelectual. Me asombró que, en un momento de la conversación, de repente me preguntó inesperadamente, como si mi opinión fuese para él relevante, qué pensaba de Zubiri. Aunque inesperada, la pregunta en aquel contexto era perfectamente pertinente, pues, a la vez que el curso de Bueno sobre filosofía de la ciencia, se celebraban otros y uno de ellos, impartido por el sacerdote jesuita y teólogo Ignacio Ellacuría, que pocos años después moriría asesinado en San Salvador, estaba dedicado a la filosofía de Zubiri y su importancia para la teología, y que contaba con la asistencia de la viuda de éste, Carmen Castro. Le respondí que era lamentable el hiato insalvable que había en la obra de Zubiri entre su filosofía y la ciencia a pesar de estar en posesión de una impresionante formación científica en matemáticas, física y biología y que ello había lastrado su carrera como filósofo, para la cual había sido irrelevante el hecho de disponer de tan extraordinarios conocimientos en esas ciencias. Bueno manifestó su total acuerdo conmigo y desarrolló lo que yo había dicho de forma brillante y con consideraciones del mayor interés sobre la obra de Zubiri.
El curso de verano de Vélez-Málaga, fructífero en lo académico y en lo personal, marcó un antes y un después en mi relación con Bueno y con su obra. En lo personal, a partir de entonces intensifiqué mi relación con él en numerosos eventos: en el Congreso de Filósofos Jóvenes de 1990 sobre Filosofía y Dios en Oviedo, donde además tuve ocasión de conocer a su hijo Gustavo, que me presentó un amigo común, el avilesino Antonio Martínez, que había sido alumno de Bueno, y a casi todos los discípulos más destacados de Bueno entonces (Julián Velarde, Alberto Hidalgo, Carlos Iglesias, David Alvargonzález y Juan Bautista Fuentes Ortega); en muchos de los encuentros de Gijón y en diversos foros de Madrid en múltiples ocasiones, como la Universidad Complutense, salas de librerías, el Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias (donde se organizaron en 1999 unas jornadas sobre la filosofía de Bueno, que contaron con su asistencia e intervención muy activa), el Ateneo, el salón de actos del I.E.S. Beatriz Galindo, el auditorio del Centro Cultural Conde Duque, la sede del Círculo de Lectores, el Centro Riojano y algún otro local cuya ubicación exacta no recuerdo. También desde entonces me he ocupado más intensamente en la lectura y estudio de la obra de Bueno.
He recibido con verdadera fruición toda la obra publicada suya hasta el presente y, cuando parte de su obra empezó a ofrecerse en otros soportes, como el audiovisual, lo he seguido también cuando el material no estaba disponible en formato de papel o lo estaba, pero deseaba profundizar escuchando al gran maestro. Y para que la satisfacción y provecho fueran mayores, cada vez que salía un nuevo libro suyo suspendía mis lecturas del momento y otras tareas aplazables para sumergirme en sus libros recién publicados y leerlos de un tirón. Nadie ni nada ha contribuido tanto a mi formación filosófica como Bueno y su ingente y muy heterogénea obra, escrita o no escrita o audiovisual.
Después de Questiones quodlibetales sobre Dios y la religión (1989), en el que la filosofía de la religión expuesta en El animal divino experimenta nuevos desarrollos y ampliaciones, como la introducción de la idea de religación, que además utiliza como base para clasificar las teorías filosóficas de la religión, y se nos proponen novedosas teorías sobre la magia y el fetichismo, llegó la década prodigiosa de los 90, posiblemente la más productiva de toda la carrera filosófica de Bueno: Primer ensayo de las categorías de las ciencias políticas (1991), un libro admirable por muchos conceptos al que sólo cabe reprochar la falta de continuidad en al menos un segundo y quizás último ensayo; los cinco tomos publicados de Teoría del cierre categorial (1992-3), de la que sólo cabe lamentar que haya quedado inconclusa en relación con el plan inicial de quince tomos; El sentido de la vida (1996), un libro verdaderamente magistral, tan importante para la antropología y la filosofía ética y moral; El mito de la cultura (1996), el libro más esclarecedor sobre una noción tan confusa y nebulosa como la de cultura; España frente a Europa (1999), una obra excepcional para la filosofía de la historia en general y en particular para la filosofía de la historia de España, así como para la filosofía política; Televisión: Apariencia y verdad (2000), un libro, quizás de los más olvidados o más arrinconados de Bueno, pero que, además de constituir el broche de oro con el que se cierra la mentada prodigiosa década de los 90, es muy importante no sólo por sus contribuciones a la definición de la televisión y su distinción del cine, sino por sus aportaciones a la epistemología, como la teoría de la percepción y de la verdad, a la zona fronteriza entre la epistemología y la ontología, como su distinción entre fenómeno y apariencia, y su análisis y clasificación de las apariencias, y a la filosofía de la tecnología, como su crítica de las teorías ortopédicas o compensatorias de la técnica.
Obsérvese la vastedad de los temas e intereses filosóficos de Bueno y la amplitud de su talento, que en el discurso de una década ha sido capaz de tratar al mayor nivel áreas tan diversas de la filosofía, como la filosofía política, la teoría de la ciencia, la antropología, la filosofía ética y moral, la filosofía de la cultura, la filosofía de la historia, la epistemología, la ontología y la filosofía de la técnica, y ello sólo teniendo en cuenta sus grandes libros de ese periodo, pues si además tenemos en cuenta sus opúsculos, la variedad de los artículos durante ese tiempo y sus conferencias aumenta aún más el espectro del registro de su asombroso talento filosófico sin par.
El nuevo siglo, que Bueno comienza con una edad de setenta y seis años, ha sido también una etapa muy fecunda, casi tan diversa y amplia como la de la década de los 90. En este último periodo de su trayectoria filosófica predominan los libros de filosofía práctica, ya sea filosofía política, como, por citar algunos títulos, Panfleto contra la democracia realmente existente (2004), excelente exploración de la democracia y de sus contradicciones, La vuelta a la caverna (2004), con sus enjundiosos análisis del terrorismo, la guerra, la paz y la globalización, o sus dos extraordinarios libros dedicados al examen de las ideas de izquierda y derecha, El mito de la Izquierda (2003) y El mito de la Derecha (2008); o ética, como su libro sobre bioética, ¿Qué es la Bioética? (2001), una investigación portentosa del estatuto gnoseológico de esta nueva disciplina y de las bases de una bióetica materialista, y su El mito de la felicidad (2007), un estudio profundo de las concepciones filosófica de la felicidad y un antídoto contra la prolífica literatura de libros de autoayuda para ser felices.
Pero también es la etapa de libros que abordan otros temas, como La fe del ateo (2007), un libro excepcional, en que Bueno vuelve al estudio de la religión y cuestiones relacionadas, con aportaciones nuevas, y nos obsequia con un análisis clarificador del ateísmo, de sus clases y propone una original defensa de una forma radical de ateísmo, en virtud del cual se impugna la idea de Dios, no porque, supuesto que la idea de Dios sea la de un ser posible, haya pruebas de su inexistencia, sino porque la idea misma de Dios es una pseudoidea, una idea contradictoria o de algo imposible; o su penúltimo libro publicado, Ensayo de una definición filosófica de la Idea de Deporte (2014), en que el gran maestro nos sorprende y rompe esquemas ocupándose con el rigor a que nos tiene acostumbrados de una importante realidad de nuestro tiempo, sobre la que proyecta una luz iluminadora, pero que algunos profesores de filosofía y no pocos de los autodefinidos como intelectuales menosprecian como algo indigno de tratamiento filosófico. Gustavo Bueno, como siempre, a contracorriente de su tiempo, de los prejuicios y de las modas. O, para acabar, su último libro publicado en vida, El Ego trascendental (2016), en el que, en la recta final de su vida, regresa a las cuestiones de gnoseología y ontología y nos deja como legado un extenso ensayo, denso y profundo sobre una idea bisagra que oficia de nexo de unión entre la gnoseología y la ontología. No nos podría haber legado mejor testamento filosófico, que cierra con broche de oro su carrera como filósofo.
Quiero terminar mi personal itinerario por la obra de Bueno con la mención de una obra suya, esta vez no disponible en formato de libro, sino audiovisual, que, a mi juicio, está entre sus creaciones más excepcionales, pocas veces, si es que alguna, citada como tal: se trata de su Curso de filosofía de la música (2007), cuya audición había demorado por culpa del trabajo absorbente a que me tenían sometido las investigaciones sobre el Quijote, pero decidí hacer un alto en el camino para consagrarme en cuerpo y alma a la atenta escucha de las lecciones sobre filosofía de la música, impartidas en un foro tan cualificado como el Conservatorio Superior de Música de Oviedo, y a ello dediqué unos diez días intensivos en las vacaciones de verano de 2012, pero maravillosos, disfrutando y aprendiendo de lo mejor que he oído o leído jamás en un campo tan difícil como la filosofía de la música. Es deseable una transcripción de la palabra sonora a la escrita y pasar a formato de papel impreso o de libro estas lecciones para facilitar el estudio a fondo de esta gran obra, en un formato que facilite leer pausadamente y releer, subrayar y hacer anotaciones.
Gustavo Bueno reunía las condiciones idóneas para hacer aportaciones importantes a la filosofía de la música: un gran talento para la filosofía y una excelente formación musical y vastos conocimientos musicológicos; como es sabido, era músico, tocaba el piano e incluso, según confesó el mismo en una entrevista televisiva, siendo joven había pensado dedicarse profesionalmente a la música, pero, al ver, según su propia apreciación, que no tenía talento suficiente para ello, abandonó su propósito. Nunca antes había habido alguien con esas cualidades en la filosofía española: Ortega carecía de formación musical y sabía poco de música. Fuera de España, tampoco han abundado los filósofos importantes con formación musical, sino que más bien han sido escasos.
Kant carecía de ella, amén de tener poca sensibilidad para la música, y nada aporta que merezca reseñarse a la comprensión filosófica de ésta. Hegel sabía más de música y, a diferencia de Kant, tenía sensibilidad musical, pero de hecho su tratamiento de ésta en sus Lecciones de estética es bastante flojo en comparación con el que hace de las demás artes, amén de especulativo; Schopenhauer, sí tenía una gran formación musical, pero desgraciadamente su tratamiento de la filosofía de la música es tan especulativo como el de Hegel: no se va a ningún sitio presentando la música como una expresión o revelación de la voluntad, como tampoco Hegel podía recorrer mucho trecho con su visión de la música como una revelación sensible del Absoluto. También Nietzsche tenía formación musical, pero nada de relieve ha aportado al análisis de las cuestiones fundamentales de la filosofía de la música, más allá de observaciones dispersas, y su clasificación de la música como un arte dionisiaco tampoco permite ir muy lejos. Entre los filósofos contemporáneos, cabe mencionar a Adorno por su excelente formación musical y musicológica, pero no le ha servido de gran cosa cuando se ha puesto a cultivar la filosofía de la música, pues su tratamiento altamente especulativo y hermético del asunto y la oscuridad de su lenguaje terminan cansando y decepcionando al lector.
Gustavo Bueno aborda la filosofía de música desde una perspectiva antiespeculativa y totalmente apegada al material positivo de la música y, desde esta perspectiva filosófico-positiva, en que las ideas filosóficas que maneja mantienen constantemente su conexión con el material musical, emprende una investigación sistemática de las cuestiones fundamentales de filosofía de la música y, como es habitual en él en todos los campos, no escurre el bulto a la hora de definir su posición en los asuntos más arduos y controvertidos de la filosofía de la música, que él mismo resume en doce cuestiones cruciales, tales como, por mencionar tres ejemplos, las relativas a si la música es un lenguaje que expresa un mensaje o no, a si la música se ajusta a valores universales o sus valores son particulares y relativos a una cultura o una época histórica o a si la tonalidad es un rasgo constitutivo de la música o es sólo una característica histórica suya, cuestiones a las que él va respondiendo a la largo del curso. En fin, una obra maestra.
Una última mirada a la etapa final de la trayectoria filosófica de Bueno, que, como dijimos, inicia con setenta y seis años. Su ritmo de creación filosófica ha sido verdaderamente portentoso. Ha publicado trece libros, pero si se tiene en cuenta que el Curso de filosofía de la música equivale, pasado a formato escrito, a un libro, Bueno ha sacado a la luz pública casi un libro por año, concretamente a una media de uno cada año y muy pocos meses. Sólo en 2011, 2012, 2013 y 1015 no ha salido ningún libro suyo, pero, a cambio, hay dos años, 2004 y 2005, en que publicó dos. Si a todo ello añadimos los numerosos artículos escritos durante esta última etapa de su vida, sus conferencias y lecciones en cursos en los que ha intervenido, es difícil resistirse al pasmo ante tal vitalidad, energía, infatigable capacidad de trabajo y despliegue de talento creativo. Una comparación permitirá situar en un contexto histórico la extraordinaria creatividad filosófica de Bueno en la última etapa de su vida. Piénsese que Kant, que curiosamente nació el mismo año que el filósofo español, pero dos siglos antes, en 1724, concluyó su carrera como filósofo en 1798, seis años antes de su muerte, con la publicación de El conflicto de las facultades y Antropología en sentido pragmático y que ya no publicó nada original antes de su muerte a causa del grave deterioro de sus facultades que sufrió a partir de entonces. Imagine el lector lo que nos hubiéramos perdido, si análogamente Bueno hubiese dejado de producir y publicar a partir de 1998.
II
Después de la evocación de mi primer acceso a la vida y obra de Bueno, de mis posteriores relaciones con una y otra, y de repasar mi recorrido por su vasta y heterogénea obra, me propongo enumerar las cualidades más sobresalientes de ésta que me atrajeron hacia ella, a leerla y estudiarla a fondo y que a su vez son aquellas en que, a mi juicio, se cifra la grandeza de su filosofía y de Gustavo Bueno como filósofo tan singular. Se pueden resumir en seis, que paso a comentar.
En primer lugar, su grandeza como filósofo reside en haber creado y desarrollado un nuevo y original sistema filosófico, un sistema de materialismo pluralista, que abarca, en sus desarrollos y aplicaciones, todas las áreas y disciplinas fundamentales de la filosofía, incluida la disciplina que se ocupa de la naturaleza misma de ésta, la metafilosofía, y capaz de rivalizar con los sistemas filosóficos del pasado y del presente. Y, desde luego, en el contexto de la historia de la filosofía española, se erige como el sistema más completo y de mayor alcance; el de Suárez, aparte de ser una extensión y adaptación a los nuevos tiempos del tomismo, es incompleto; el de Ortega, igualmente, pues, entre otras carencias, le faltan una teoría de la ciencia, una teoría de la religión, una ética propiamente dicha y una teoría política; y el de Zubiri, también lo es, pues, a diferencia de Ortega, aunque sí contiene una filosofía de la religión de corte metafísico, carece de una teoría ética y de disciplinas tan importantes en la filosofía actual como la teoría de la ciencia y la filosofía política.
Muy pocos filósofos han tenido y tienen el poder de crear un sistema filosófico. Bueno está en el grupo históricamente selecto de los que han tenido el poder de hacerlo. A mi juicio, el filósofo español reunía las cualidades necesarias para ello: un talento filosófico portentoso, que le permitía ver las cosas de un modo distinto de los demás y profundo, y una excelente formación científica y humanística, que le han permitido adquirir vastos conocimientos científicos y humanísticos. Si falla alguno de estos dos pilares, es difícil crear un sistema filosófico y menos desarrollarlo con suficiente amplitud. No es casual que los escasos filósofos actuales que, como Bueno, han creado un sistema filosófico también sean autores, que, amén de talento filosófico, también poseen una buena formación científica y humanística, y que sean personas de vastos conocimientos de una y otra clase; y curiosamente todos ellos pertenecen a la misma generación, estando Gustavo Bueno, en cuanto a edad, entremedias de los otros dos. Tal es el caso de Mario Bunge, cinco años mayor que Bueno y todavía en activo, y el de Nicholas Rescher, cuatro años más joven que él y también en activo aún.
Se trata de un sistema en el que confluyen influencias muy diversas: platónicas, aristotélicas, neoplatónicas, escolásticas, hegelianas, marxistas, fenomenológicas, orteguianas, etc., para formar una síntesis original, en cuyo seno las ideas recibidas han sido reestructuradas, recicladas y usadas de modos nuevos en función de las coordenadas del nuevo sistema. El espíritu de sistema de Bueno se muestra en tres niveles:
Primeramente, obviamente en el nivel ontológico más general del esquema fundamental conforme al cual ordena la realidad, que define a su sistema como materialista y pluralista.
Segundo, en el nivel de las realidades relativamente amplias, como el hombre, la ciencia, la religión, la ética y la moral o la política, cuyo tratamiento filosófico está tan sometido a un plan de construcción sistemático como el tratamiento de la realidad en general, por lo que la antropología, la filosofía de la ciencia, la de la religión, la filosofía ética y moral o la filosofía política, como teoría de las sociedades políticas, son tan sistemáticas como su ontología.
Y, en tercer lugar, lo es en el tratamiento de realidades más circunscritas, como su análisis de la izquierda o la derecha política, de la democracia o los impuestos, que son partes de una realidad más amplia que es la esfera de los hechos políticos.
En todos esos niveles uno de los aspectos más fascinantes para el lector es asistir al proceso paulatino como Gustavo Bueno con las herramientas conceptuales que pone en marcha para cada caso construye el sistema, sea el sistema general de ontología materialista, o el sistema de filosofía de la ciencia, de la religión o el sistema de filosofía sobre la izquierda y la derecha o sobre la felicidad. Con muy diversas analogías se puede ilustrar el espíritu de sistema de Bueno, que cultiva con una maestría excepcional, pero mi analogía favorita para entender a Bueno es verlo como una especie de arquitecto por su habilidad portentosa para someter cualquier asunto filosófico, no importa su rango de generalidad o de particularidad o aunque se trate de un asunto menor, a un plan de tratamiento sistemático tanto para su intelección en sí mismo como en su conexión con el conjunto del sistema de la filosofía materialista del autor.
En segundo lugar, Bueno destaca por sus contribuciones sustantivas a todas las áreas y materias de la filosofía y no sólo por el espíritu sistemático con que las aborda, siendo su filosofía así un ejemplo de su propia concepción de la filosofía como un saber sustantivo. Gustavo Bueno nos deja el legado de un cuerpo teórico enorme integrado no sólo por un conjunto de teorías filosóficas en las materias fundamentales de la filosofía, sino todo un arsenal de distinciones y conceptos, todo un rico y riguroso vocabulario filosófico, cuya fertilidad él mismo nos ha mostrado en multitud de contextos y aplicaciones.
En tercer lugar, Gustavo Bueno sobresale por su talento sin par para tratar filosóficamente cualquier asunto, sin que importe su nivel de escala, mayor, mediana o menor. Descuella como uno de los grandes como tratadista de los grandes temas eternos de la filosofía, pero se le da igualmente bien ocuparse de los llamados temas menores, incluso vulgares; se siente muy cómodo abordando la filosofía sublime de los temas eternos (la estructura de la realidad y sus géneros, Dios, el hombre, las ciencias, la religión, la ética y la moral, la política, la cultura, las artes, la técnica, la libertad, el sentido de la vida, etc.), pero también se siente muy cómodo ocupándose de la filosofía de las cosas menores o menudas y hasta vulgares, incluso desagradables o innobles. Entre sus aportaciones a la filosofía de las cosas menores o vulgares cabe traer a colación sus deliciosos ensayos sobre la filosofía de la sidra asturiana, sobre las fiestas de alimentos y en particular del queso, sobre el impuesto religioso, los tributos, sobre las piedras, la mesa, etc., y sobre la filosofía de las cosas más viles, su análisis magistral de cosas tales como la basura, la telebasura o la corrupción.
A Gustavo Bueno algunos le han criticado por rebajarse a ocuparse de tales asuntos menores o vulgares, pero quienes le recriminan por este motivo caen ellos mismos en el más estrepitoso ridículo, el mismo ridículo que recuerda a quienes consideran indignas de estudio la vida y costumbres de animales como las moscas por la molestia y el asco que les producen. Pero Bueno, con buen juicio, se ha atenido a un criterio distinto, uno que, parafraseando el célebre dictum latino de Terencio de que nada humano me es ajeno, se puede exponer en forma de la máxima ampliada para abarcar a toda la realidad que dice que nada real, por más vulgar que esto sea, me es ajeno. Selló la boca de quienes así piensan, mostrando de paso una autoconcepción de la filosofía tan estrecha y chata, recordándoles el pasaje del Parménides de Platón, donde un anciano Parménides enseña a un joven Sócrates que también hay Ideas de cosas tan bajas como el pelo, el barro o la basura, incluso de las más viles e innobles, lo que, supuesto que la filosofía, según Platón, tiene como objeto la investigación de las Ideas, equivale a admitir que hay también una filosofía de las cosas más humildes, incluso viles e innobles.
Si uno hace lo correcto aunque esté solo, peor para los que no saben reconocerlo; pero Gustavo Bueno en el cultivo de la filosofía de cosas aparentemente menores no sólo goza nada menos que del patrocinio y beneplácito de Platón, al que Bueno tiene por el padre de la filosofía en sentido estricto o académico, sino, que sin necesidad de remontarse más allá de la filosofía moderna, cuenta con ilustre compañía en la práctica de la filosofía de las cosas menores. Piénsese, por ejemplo, en Montaigne, habitualmente considerado como el padre del ensayo filosófico moderno, quien no dudó en ocuparse en varios de ellos de cosas menores o menudas, como los que abordan la costumbre del vestir, el dormir, los dextreros o caballos de servicio, los olores, los pulgares, la distracción o asuntos de la vida cotidiana o doméstica o sobre la organización de los negocios familiares; o en Kant, el prototipo, según muchos, del filósofo serio y consagrado al cultivo de la filosofía sublime de los grandes temas eternos, que no desdeña en su Antropología en sentido pragmático tratar, entre otras cosas, de bagatelas tales como las bondades y reglas de la francachela y la tertulia, la moda y el lujo; o ya, en el ámbito de la filosofía contemporánea, en el hegeliano decimonónico Karl Rosenkranz, quien nos ha dejado su Estética de lo feo; o en Simmel, eminente filósofo y no menos eminente sociólogo, un gran especialista en el tratamiento de las cosas menores, incluso intrascendentes o bagatelas, como algunos de los ensayos incluidos en su Cultura femenina y otros ensayos, tales como los dedicados a la filosofía de la coquetería, de la moda, de la aventura, de las ruinas y el asa, a quien Ortega, que había sido alumno de Simmel en Berlín, alababa su gran talento en estas lides.
En cuarto lugar, un rasgo importante de la filosofía de Bueno, concerniente a la metodología de la investigación filosófica, es haber introducido una serie de herramientas conceptuales muy fértiles como estrategias metódicas o procedimientos para abordar solventemente cuestiones filosóficas especialmente complejas. Tal es el caso de las nociones de conceptos conjugados y de esquemas de conexión metamérica y diamérica, tan útiles para entender las relaciones entre pares de conceptos apareados que no se oponen contradictoriamente, ni contrariamente ni forman una correlación, tales como los de conocimiento y praxis, sujeto y objeto o alma y cuerpo.
O de su original teoría de la esencia como una esencia procesual dialéctica, una teoría de inspiración neoplatónica, en cuanto a su formato lógico-material, y a la vez de resonancias hegelianas, en cuanto a la dialéctica de las fases de su curso, que le permite abordar en mejores condiciones de éxito temas filosóficos relativos a realidades tan heterogéneas y variables a los largo del tiempo que la teoría tradicional de la esencia como una realidad invariante, definida mediante género próximo y diferencia específica, fracasa; frente a esta teoría de la esencia porfiriana Bueno aboga por una teoría de la esencia plotiniana, susceptible de un desarrollo evolutivo interno, en el que se distinguen tres momentos de la esencia, el núcleo, el cuerpo o corteza y el curso de la esencia.
Ortega había visto este problema de cómo abordar el problema de las realidades cambiantes, en general de carácter histórico, que no eran susceptibles de tratamiento con conceptos rígidos o invariables, pero tan sólo se le ocurrió como solución postular ad hoc una razón vital que es capaz de aprehender supuestamente las cosas en su devenir; pero simplemente postulando una razón vital no se va a ninguna parte, si no se explicita de qué clase de instrumentos dispone tal razón vital para cumplir con su función, cosa que Ortega no hizo.
Donde Ortega, a nuestro juicio, fracasa, Gustavo Bueno culmina exitosamente su tarea en los casos en que, basándose en su teoría de la esencia plotiniana, se ha enfrentado a cosas tan heterogéneas y cambiantes, como la religión, la política, en tanto referida al ámbito del origen, estructura y evolución de las sociedades políticas, o las ciudades, como se puede advertir en sus correspondientes teorías filosóficas de la religión, de las sociedades políticas y de la ciudad, en que la religión, la sociedad política y la ciudad se nos presentan como realidades procesuales dotadas de una esencia nuclear, envuelta por un cuerpo que se desarrolla en las fases de un curso.
Pero en el bien provisto arsenal o caja de herramientas de Bueno hay más recursos, que, al tiempo, que revelan su portentosa capacidad para habilitar procedimientos o métodos que permiten abordar con mejores garantías problemas filosóficos complejos, en los que habían fracasado los métodos tradicionales de abordamiento, le permiten enfrentarse bien pertrechado a otros campos de fenómenos muy variados e históricamente cambiantes, distintos de los englobados bajos los rótulos de religión, política o ciudad. Una buena muestra de ello es el de su uso de la distinción entre conceptos sustanciales o sustancialistas y conceptos funcionales, una distinción que toma de Cassirer, que el filósofo neokantiano alemán expone en su gran libro Substanzbegriff und Functionsbegriff (1910),pero que Bueno utiliza de una forma original en contextos en los que seguramente Cassirer ni siquiera había pensado que se pudieran aplicar.
En esa distinción se basan sus investigaciones acerca de las nociones de izquierda y derecha como designaciones políticas, iniciadas previamente en artículos y que luego han culminado en un desarrollo más amplio en sus dos grandes libros El mito de la Izquierda. Las izquierdas y las derechas y El mito de la Derecha. Como en el caso de la religión, la sociedad política o de la ciudad, también aquí fracasan las definiciones tradicionales de toda laya, pero que tienen en común el intentar conceptualizar las nociones de izquierda y de derecha en conceptos unívocos y rígidos, a los que, siguiendo a Cassirer, denomina conceptos sustancialistas; así que, frente a éstos, propone movilizar un tipo de conceptos distintos en cuanto a su formato lógico-material, dotados de flexibilidad para definir unas nociones que recogen en su seno espectros de hechos o fenómenos tan variopintos e históricamente cambiantes.
El resultado es una original concepción funcional de la izquierda y la derecha, que le conducirá a buscar una característica abstracta que distinga la primera de la segunda (la hallará en el racionalismo universalista, que será la característica de la función izquierda), a negar la unidad unívoca o invariante de la izquierda y a afirmar su unidad funcional o análoga, variable o flexible y, por tanto, a distinguir, por lo que respecta a la izquierda, dos grupos de izquierdas, según su posición ante el Estado como parámetro de la idea funcional de izquierda, la definida y la indefinida, que a su vez se subdividen respectivamente en seis géneros o generaciones y en tres tipos, mientras que la derecha, dotada de una unidad estructural, se divide en tres variedades o modalidades.
Pero la inventiva metodológica de Bueno no se agota en los métodos descritos. Queda por mencionar el que quizás se puede considerar su método favorito para abordar temas filosóficos complejos: se trata del procedimiento de investigación basado en la clasificación, de procedencia escolástica, de los términos o conceptos universales en equívocos, unívocos y análogos, de la que no deja de ser una derivación la distinción de Cassirer entre conceptos sustanciales y funcionales, pues se corresponde estrechamente con la distinción entre conceptos unívocos y conceptos análogos. La obra de Bueno contiene muchas aplicaciones de la metodología analogista, especialmente la inspirada por la analogía de atribución o de proporción simple, como herramienta fundamental para plantear y resolver los más diversos temas filosóficos. Ningún filósofo moderno o contemporáneo ha realizado un uso tan frecuente y sistemático de esta estrategia metódica de origen escolástico. A Gustavo Bueno le gustaba decir que era un escolástico; no era una provocación; describía una realidad, bien es cierto que se trata de un escolástico situado en unas coordenadas filosóficas completamente distintas.
En cuarto lugar, queremos destacar como rasgo fundamental de la filosofía de Bueno la presencia ubicua de clasificaciones, algo que no es algo casual o accidental, sino que emana internamente de su forma de entender la filosofía como saber. Bueno tiene un talento especial para la taxonomía filosófica; bien se le puede calificar, con más mérito que nadie, como el Linneo de la filosofía. Nadie antes de él, ni en el pasado ni el presente, ha dedicado tanto espacio, en libros y artículos, a la elaboración de tablas clasificatorias. Ha practicado la clasificación en varios niveles de la práctica filosófica. Pero ahora lo que más me importa destacar de esta faceta suya, tal como se revela en la práctica de la clasificación en el nivel superior de la construcción teórica, es su inigualada capacidad para construir teorías de teorías filosóficas, como él mismo las denomina, sobre el tema o asunto de cada caso, gráficamente expuestas en diagramas o tablas de clasificación.
Nadie en toda la historia de la filosofía ha hecho algo semejante. Lo habitual, entre grandes, medianos o pequeños filósofos, es el recurso a la doxografía o la mención de escuelas o tendencias a la hora de tratar los puntos de vista de terceros. Bueno sigue otra estrategia: la de buscar unos criterios filosóficos internos al propio material objeto de estudio que permitan identificar y definir las teorías formuladas sobre el tema en cuestión y ordenarlas sistemáticamente. Esta forma de clasificación tiene un valor filosófico superior a cualquier otra alternativa clasificatoria, pues, al tiempo que nos ofrece un mapa completo sobre el estado, en el plano teórico, de la investigación filosófica sobre la materia de estudio, aporta ya de entrada una perspectiva más profunda sobre el asunto, al ofrecernos una tabla de las alternativas teóricas sobre éste basadas en ideas filosóficas lo más ajustadas al campo de investigación y con la potencia, mediante su combinatoria, de reproducir el sistema de alternativas teóricas acerca del asunto. No hay disciplina filosófica donde Gustavo Bueno no nos haya proporcionado una tabla de teorías de teorías filosóficas, desde la ontología, pasando por la filosofía de la ciencia, hasta la antropología, la filosofía de la religión, la de la cultura, la ética, la filosofía política, la filosofía del arte o la de la música.
En quinto lugar, Gustavo Bueno ha sido un verdadero maestro en el cultivo de la filosofía como saber constitutivamente dialéctico, entendiendo por tal el hecho, esencial a la filosofía, de que en ella no hay una única filosofía, sin varias, lo que significa que acerca de cualquier asunto filosófico no hay una teoría única, sino varias, que conforman un conjunto sistemático de alternativas teóricas enfrentadas y entrelazadas a través de sus semejanzas y diferencias, y esto es esencial para el método filosófico, pues, dado que siempre hay más de una teoría importante acerca de cada tema, el filósofo que defiende una teoría no podrá de forma absoluta mostrar que la suya es la mejor, sino, a lo sumo, sólo comparativamente cotejándola con las teorías rivales para mostrar que las aventaja o las supera, pero el nivel de convicción generado por la nueva teoría, a diferencia de lo que sucede en las ciencias naturales, nunca anula a las demás que continúan manteniéndose en liza; puede que alguna quede desfasada o incluso sucumba o perezca, pero siempre queda, según los casos, al menos una alternativa rival en la contienda dialéctica o varias. En filosofía no sucede como en las ciencias naturales: que una teoría termina triunfando definitivamente sobre las demás, de forma que las rivales pasan a tener un interés meramente histórico.
Pues bien, Gustavo Bueno en toda su obra ha manifestado una viva y profunda conciencia de este carácter esencialmente dialéctico de la filosofía; filosofar es, como a él le gusta decir de forma expresiva, pensar contra alguien, esto es, filosofar contra otras teorías preexistentes o dadas en el tablero de las alternativas filosóficas. De hecho, su práctica, comentada antes, de construir tablas de teorías de teorías filosóficas es una buena muestra de ello y además tiene la virtud de presentarlas formando un sistema de alternativas rivales.
A veces se le ha acusado a Gustavo Bueno injustamente de dogmatismo. Nada más absurdo y más ajeno a la práctica filosófica de quien empieza reconociendo de entrada la tesis del pluralismo filosófico, esto es, que no hay, desgraciada o afortunadamente, una filosofía única, sino varias, y que, por tanto, el filósofo, puesto que a la hora de presentar una nueva alternativa está obligado a defenderla frente a las rivales para intentar mostrar que las supera, no tiene más remedio que tomarse en serio las que se erigen frente a la suya. Y eso es lo que hace Bueno en toda su obra, que tiene en cuenta a todos los filósofos del pasado o del presente que han realizado una aportación más o menos significativa a una teoría filosófica sobre un tema dado; de ahí la riqueza, variedad y universalidad de las referencias filosóficas de Bueno a autores de todas las épocas; en ningún filósofo actual se encuentra tal profusión de citas de autores y obras tan rica y variada.
No hay nada más antidogmático que el empleo sistemático que hace Bueno del método dialéctico como método constitutivamente filosófico. No conozco a nadie en toda la historia de la filosofía que se haya tomado tan en serio como él el carácter dialéctico de la filosofía y de su método. Y es precisamente este método dialéctico, en tanto método general de la filosofía, que entraña una fase de contraargumentación contra las teorías rivales y otra de proargumentación a favor de la propia alternativa teórica, en cuyo despliegue a su vez se incrustan como partes internas suyas las diversas estrategias metódicas antes descritas, el que obliga a Bueno a cultivar de forma constante y sistemática las tablas de teorías de teorías filosóficas, como paso previo para la reconstrucción de cada una de las alternativas, contra las que se ha de argumentar para debilitarlas antes de exponer y argumentar positivamente a favor de la suya propia para fortalecerla, aunque la suya propia ya está presente obviamente en su presentación de las alternativas.
Pues bien, Bueno reconstruye con verdadera maestría las posiciones de los filósofos adversarios, presentándolas siempre de la forma más positiva o favorable, sin incurrir en la caricatura. Sine ira et studio, esto es, de la forma más objetiva e imparcial Bueno atiende a todos los filósofos del pasado o del presente que han contado algo en el asunto del caso. Es un verdadero placer intelectual asistir al diálogo o debate que Bueno establece con los defensores de cualquier teoría filosófica (o de un punto de ésta) que forma parte integrante del sistema de alternativas teóricas sobre el tema en cuestión.
Ni las rencillas personales, cuando se trata de autores del presente y vengan de donde vengan, han impedido que Bueno los trate, cuando ello ha sido menester, sine ira et studio. Mencionaré un caso que conozco. Sé que Bueno y Mosterín, por algún motivo, no se llevaban bien. Pero independientemente del origen de tal no llevarse bien, lo cierto es que Bueno, cuando ha considerado que era oportuno mencionar a Mosterín en relación con un tema, lo ha mencionado en su obra y lo ha abordado, dejando de lado las rencillas. Así por ejemplo, al comienzo del primer tomo de su Teoría del cierre categorial, lo menciona y lo trata brevemente como exponente de una forma de entender la ciencia; y en su El mito de la cultura reserva un breve espacio para someter a crítica la teoría de la cultura de Mosterín e incluye su principal libro sobre la cultura en el momento de la publicación del libro de Bueno, Filosofía de la cultura, en la bibliografía recomendada al final del libro. En cambio, Mosterín ignora siempre a Bueno en su obra, que no cita ni aunque sea para criticarla. He tenido trato personal con él y nunca ha salido de su boca una mención a Bueno y su obra.
A través del tratamiento dialéctico de los temas de la filosofía, los filósofos del pasado, sobre los que Bueno proyecta una mirada nueva y esclarecedora, son siempre una presencia viva en su obra, no sólo como meros exponentes de enfoques o teorías filosóficos, sino también en cuanto artífices de ideas, de distinciones o procedimientos que aún siguen teniendo algún valor, aun cuando a veces hayan de ser recicladas para que puedan seguir siendo fértiles. Pues bien, una de las contribuciones más admirables de Bueno es hacernos ver que la filosofía del pasado no es un peso muerto y que ideas aparentemente fenecidas pueden seguir prestando nuevos servicios. Así, por ejemplo, la teoría hilemórfica de Aristóteles que no parece tener más que un valor meramente histórico, Bueno la rescata para, luego de imprimirle un giro gnoseológico, utilizar la distinción entre materia y forma como base o criterio para clasificar sistemáticamente las teorías de la ciencia; o su recuperación del debate teológico entre los escolásticos españoles del siglo XVI, Bánez y Molina, acerca de la relación entre la ciencia divina y la libertad humana y acerca de la existencia o no de una ciencia media para clarificar el debate gnoseológico sobre la conceptuación de la relación entre las ciencias humanas alfa operatorias y beta operatorias y, en particular, la recuperación de la doctrina teológica de Luis de Molina sobre la ciencia media de Dios, no como tal doctrina teológica, sino, de un lado, por su importancia antropológica en el debate sobre la libertad humana y, de otro, por su trascendencia gnoseológica en la discusión sobre la existencia de una ciencia media entre las ciencias humanas alfa operatorias y beta operatorias.
Y, por poner un último ejemplo, a veces Bueno nos asombra con su capacidad de ver en debates propiamente externos a la filosofía, como los habidos en la teología cristiana sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, un paralelismo asombroso con los debates actuales entre etólogos, antropólogos y filósofos, sobre la relación entre la naturaleza y la cultura, de forma que se da una correspondencia estrecha entre las posiciones de los teólogos cristianos sobre la relación entre naturaleza y la gracia y las de éstos últimos sobre la relación entre la naturaleza y la cultura, y de este modo este último debate viene a ser, cambiados algunos contenidos, un trasunto o reproducción, en otro contexto, de la discusión teológico-cristiana acerca de la relación entre naturaleza y la gracia.
Pero no sólo Bueno trata de forma imparcial y lúcida la historia de la filosofía debatiendo en su obra con filósofos y autores de todas las épocas convirtiéndolos en presencia viva y actuante sobre nuestro presente, sino que además, sin prejuicios y contra o al margen de toda moda, cita y trata a figuras, españolas y no españolas, que hoy nadie mienta o muy raramente. Le estoy muy agradecido por haberme abierto los ojos sobre la importancia filosófica de los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII, que para muchos, en el mejor de los casos, se reducen simplemente a Vitoria y a Suárez. Digamos de pasada que en este menosprecio de la filosofía escolástica española de los mentados siglos han tenido bastante culpa filósofos españoles tan ilustres como Unamuno y Ortega, que no ocultaron su desprecio hacia ella, quizás porque en su época sufrieron los efectos de una escolástica muy en declive y ello lamentablemente les llevó a confundir la una con la otra o a atribuir los defectos de ésta última a la gran escolástica española del Siglo de Oro.
Y por lo que respecta a la época contemporánea, le agradezco, por mentar sólo unos pocos ejemplos de los muchos que pueden extraerse de la obra de Bueno, haberme dado a conocer al padre dominico fray Ceferino González, sobre todo su excelente manual escolástico Filosofía elemental, a quien hoy nadie cita, o, ya en el siglo XX, al jesuita padre Llovera, autor de un magnífico libro sobre sociología y filosofía social desde una perspectiva escolástica, Tratado de sociología cristiana, a través del cual, según confesión del propio Bueno, en sus años de estudiante universitario, se familiarizó con el marxismo, que el padre Llovera somete a un severa crítica; al padre dominico Barbado Viejo, autor de un extraordinario artículo, «¿Cuándo se une el alma al cuerpo» (publicado en Revista de Filosofía, nº 4, 1942, y rescatado del olvido por la Fundación Gustavo Bueno poniéndolo a disposición del público en la red), que descuella por su inmensa erudición tanto filosófica como científica, del que ya antes sabía -gracias al artículo que en El Catoblepas le dedicó Íñigo Ongay en Agosto de 2002, quien supongo que tuvo noticia de él por boca del propio Bueno, que es el autor de un magnífico manual de psicología, Introducción a la Psicología Experimental (1943), en el que demuestra estar perfectamente al corriente del estado de la psicología en la primera mitad del siglo XX.
Y, por lo que respecta a autores no españoles, le debo a Bueno haberme dado a conocer, en uno de los artículos suyos publicados en El Basilisco a finales de los 70 del pasado siglo, a Louis Rougier, del que cita su gran libro Traité de la connaissance (1955), del que luego he sabido que es una figura atípica y a contrapelo en el panorama del pensamiento francés y autor polifacético de una vasta y valiosa obra filosófica y no filosófica; o por haberme dado a conocer no a autores a los que ya conocía, sino escritos suyos cuya importancia yo ignoraba y poco conocidos en España, tal como el ya citado más arriba Substanzbegriff und Functionsbegriff de Cassirer, un filósofo del que en España e Hispanoamérica se conoce gran parte de su obra, pero donde se ignora, como era mi caso, ese libro suyo, una de sus aportaciones más creativas a la filosofía, traducido al inglés, al francés y al italiano, pero que desgraciadamente aún no ha sido vertido al español.
En sexto y último lugar, quiero resaltar el haber dedicado una parte notable de su obra filosófica a la defensa de España y a analizar muchos asuntos del presente que afectan a los españoles, lo que es un índice de su desvelo y compromiso con el presente y futuro de España y de los españoles. Al estudio de la existencia, esencia e identidad de España Bueno ha dedicado dos libros memorables, España frente a Europa y España no es un mito (2005) y al estudio de cuestiones que conciernen a la vida y porvenir de los españoles, otros dos, Zapatero y el pensamiento Alicia (2006) y Fundamentalismo democrático (2010), donde, como indica su subtítulo, somete también a examen la democracia española.
A todo eso debe agregarse que en algunos otros libros suyos hay capítulos o páginas, como en Telebasura y democracia, El mito de la Izquierda, El mito de la Derecha e incluso La fe del ateo,que también abordan asuntos que afectan a la existencia de los españoles y que Bueno convierte en objeto de lúcido y agudo tratamiento filosófico; y por supuesto en muchos de sus artículos publicados en El Catoblepas.
Gustavo Bueno ha sido un ejemplo como ciudadano de la principal virtud política, el patriotismo; pero también lo ha sido, y es lo que deseamos resaltar ahora, en su condición de filósofo, al haber puesto la filosofía al servicio del análisis y exploración de los principales asuntos prácticos, políticos, éticos, morales y jurídicos, que conciernen a la existencia de los españoles como tales y a su porvenir. Y lo ha hecho con una llamativa y desusada independencia de criterio, un rasgo de los más sobresalientes de su persona como filósofo y como ciudadano, la cual ha mantenido, contra viento y marea, cuando ha abordado los asuntos más espinosos de nuestro presente, aunque pudieran acarrearle problemas con los poderes establecidos.
No sólo ha sido un modelo de independencia de criterio, sino que además animaba a los demás a ser también independientes. De esto último puedo dar un testimonio personal que me parece relevante. Cuando en 2009 estábamos en pleno debate sobre el nuevo estatuto de autonomía de Cataluña y esperando la sentencia del Tribunal Constitucional, me rondaba en la cabeza, desde hacía tiempo, el proyecto de escribir lo que se terminó publicando en El Catoblepas con el título de El golpe de Estado estatutario de José Luis Rodríguez Zapatero, pero entonces tenía mis dudas sobre la publicación de un escrito que pudiera resultar conflictivo con los poderes establecidos. Así que aproveché la ocasión que tuve de hablar con Bueno en el Centro Riojano de Madrid para consultarle al respecto. Le conté mi plan y le pregunté si una cosa así aceptaría publicarla El Catoblepas; añadí que me preocupaba que ello pudiera causar algún problema a la revista o a sus responsables. Gustavo Bueno no se lo pensó dos veces: me animó a cumplir con el plan que brevemente le expuse, me ofreció su completo respaldo y terminó su respuesta con la expresiva frase «caiga lo que caiga», que bien retrata la fuerza de su carácter y su disposición a arrostrar cualquier dificultad. Vaya aquí mi mayor agradecimiento por su apoyo, sin el cual seguramente no habría escrito el mentado artículo.
Por todo lo que hemos escrito en estas páginas, y mucho más que podríamos decir, concluimos afirmando que Gustavo Bueno, por la originalidad, amplitud y valor de sus aportaciones, es sin duda la máxima figura de la filosofía española actual, desde la década de los setenta del pasado siglo hasta el momento presente y, cuando menos, uno de los filósofos más importantes del mundo desde hace varias décadas.
No queremos terminar estas páginas sin denunciar, a la luz de la exposición precedente, la injusticia cometida contra él al no haber sido galardonado con el premio Príncipe o Princesa de Asturias, teniendo como tenía sobrados méritos para recibir tal galardón, una injusticia de tal calibre que deja perfectamente retratados a los responsables de semejante desafuero. Tampoco en esto Gustavo Bueno está solo. Un buen amigo suyo, Emilio Alarcos, el mayor lingüista español de su tiempo, tampoco lo recibió.
Llegamos al final. Adiós a Gustavo Bueno, grande como filósofo y no menos gran patriota español. Que descanse en paz.