El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 204 · julio-septiembre 2023 · página 3
Artículos

Homosexualidad desde la ética y política materialistas

Daniel Alarcón Díaz

Se analiza antropológicamente el fenómeno de la homosexualidad y sus implicaciones éticas y políticas, en intersección con la medicina y la cuestión de la naturaleza humana, con aproximación al problema causal, desde los presupuestos sistemáticos del materialismo filosófico

Alegoría

Introducción

La cuestión de la homosexualidad ha sido, y sigue siendo, en cierta medida, un importante objeto de polémica social, en cuanto a si las conductas a que ésta se refiere son legítimas, o bien no lo son, en función de nebulosas ideológicas muy variadas, dentro de las cuales los posicionamientos correspondientes suelen estar insertos, como el liberalismo, el tradicionalismo, el comunismo o la socialdemocracia. Por ejemplo, desde coordenadas liberales, la homosexualidad aparecería como parte de la vida privada, íntima, del individuo, libre y soberano, en la cual ningún otro individuo tendría el derecho de inmiscuirse, ni de decirle con quién debe o no interactuar sexualmente o casarse. Por el contrario, desde coordenadas tradicionalistas, la homosexualidad aparece como una «desviación» patológica, respecto de una «naturaleza humana» universal y acabada, equiparable a otras prácticas de la llamada «sexualidad desordenada», que sería necesario atajar, no solamente por el bien de la sociedad, sino por la salvación del alma del propio individuo. Sin embargo, es menos frecuente el verla planteada desde las coordenadas de un verdadero sistema filosófico-académico, capaz no sólo de tratar la homosexualidad como tal problema, considerado aisladamente, sino de relacionarlo con los saberes científicos del presente, como la historia, la etnología, la psicología o la etología, y de regresar además a los fundamentos mismos de la moralidad, en tanto que esa fundamentación requiere, a su vez, de una ontología y de una gnoseología, o filosofía de la ciencia, y de tomas de partido tan decisivas como la que divide al materialismo del espiritualismo, o al monismo del pluralismo. En nuestro caso, es esto, precisamente, lo que trataremos de hacer, y lo haremos, cómo no, desde las premisas del materialismo filosófico, adoptando un enfoque no sólo ético, sino también tomando partido por la pertinencia, que a continuación justificaremos, del enfoque político, y comenzando por acotar a qué nos referimos, cuando hablamos de homosexualidad:

§1. La homosexualidad como fenómeno antropológico

El término «homosexual», junto con el término «heterosexual», no se constituyó como tal hasta finales del siglo XIX, en contextos clínicos, y designaba, originariamente una forma patológica de conducta sexual «pervertida», bien hacia individuos del mismo sexo, bien hacia individuos del sexo opuesto. Otras veces, en autores como Otto Weininger, Erich Fromm o el médico español Roberto Novoa Santos, la terminología tenía una connotación caracteriológica, que partía de la distinción entre una «psicología masculina» y una «psicología femenina», y donde «heterosexual» designaba a elementos del sexo opuesto en el carácter de un individuo, los caracteres «intersexuales» serían los similarmente presentes en ambos sexos, y «bisexuales» serían los individuos que presentan caracteres tanto de su sexo como del sexo opuesto. Más allá de esta multiplicidad de acepciones, cuyo estudio filológico es, sin duda, interesante, lo cierto es que actualmente «homosexual» significa la preferencia que un individuo manifiesta hacia la interacción sexual con otros individuos de su mismo sexo, «heterosexual, del sexo opuesto, y «bisexual» cuando no hay una preferencia significativa hacia los de uno u otro sexo. Esta tríada de términos se encuadra, a su vez, como parte de la «orientación sexual», y la «preferencia» de que hablamos tendría tanto un aspecto subjetivo, irreductible a la mera excitación de los órganos sexuales, como un aspecto objetivo, que se hace patente en las parejas sexuales con las que ese individuo ha tenido contacto, ha intentado tenerlo, o al menos podría llegar a intentarlo.

Sin embargo, el núcleo de la homosexualidad que acabamos de referir es, aún, meramente «abstracto», como el fruto de una mera clasificación geométrica de las orientaciones sexuales en esas tres posibilidades lógicas, planteadas en un plano intemporal, cuando lo que nos interesa es, ante todo, determinar el modo como esa definición abstracta engrana con la historia o la antropología, en la forma de un fenómeno, en su sentido helénico, es decir, como una realidad que, por ciertas cualidades internas, se destaca respecto de su entorno, con una nitidez suficiente como para ser conceptuado, «apresado» o «encapsulado» mediante un concepto. En esta dirección, daba a entender Michel Foucault, en el tercero de los volúmenes de su Historia de la sexualidad (1987), que la homosexualidad sería una institución cultural cristalizada a finales del siglo XIX. Antes de ello, habría habido sexualidad entre personas del mismo sexo, la llamada «sodomía», que, para evitar sus connotaciones podría denominarse, con un concepto más neutral, como «homoerotismo»; pero la clave es que ese homoerotismo abstracto se definió, no solamente en el plano del conocimiento teorético, sino en el plano de la propia realidad social, cuando fue conceptuado como tal homosexualidad. Ya no se trataba, como antes, de una conducta aislada, más o menos reprobable, sino que se trataba de una especificación del individuo in toto, que se hacía patente casi en cada conducta. Desde nuestras coordenadas, podemos suscribir ampliamente esta perspectiva, si consideramos la homosexualidad como una modulación histórica del homoerotismo, o, lo que es lo mismo, si la consideramos como una institución cultural, específica de un período histórico concreto, opuesto a otros, como la institución del homoerotismo en la Antigua Grecia (el fenómeno del erastés y del erómeno), o la institución de las felaciones homoeróticas rituales en la tribu de los etoro, analizadas por Marvin Harris. Sin embargo, el considerar la homosexualidad como un contenido de la cultura, como un fenómeno antropológico, y no como un fenómeno natural, etológico, aunque se refiera a la especie homo sapiens, de un modo genérico, nos introduce de plano en la cuestión de las causas de la homosexualidad, y del homoerotismo, de la cual hay que hacer algunas advertencias:

§2. Trituración del debate mundano en torno a las causas

En el debate mundano, podríamos decir, «a pie de calle», esta cuestión tiende a ser planteada mediante el dualismo entre lo innato y lo aprendido, que serviría, a su vez, para redefinir otro dualismo, entre lo natural y lo cultural. Así, o bien la homosexualidad es innata y natural, en cuyo caso habría sido siempre, proporcionalmente, la misma, en todas las culturas del mundo y períodos históricos, variando únicamente la tolerancia que esas sociedades desarrollaban hacia esta condición, o bien la homosexualidad es aprendida y cultural, difundiéndose como una mera «ideología gay», sin que quepa atribuirle algún tipo de fundamento innato, porque el hombre, por su condición espiritual, dada por el alma racional creada que cada individuo recibe nominatim de Dios, habría trascendido enteramente la animalidad de las especies inferiores.

Pero lo cierto es que puede probarse de cinco maneras cómo esta dicotomía de alternativas es enteramente capciosa, cuando se la somete a una crítica académica.

(1) Primero, porque ni lo innato equivale a lo natural, ni lo aprendido equivale a la cultura, en su sentido específicamente antropológico, ya que ningún animal nace sabiendo volar, cazar, huir de los depredadores, construir un nido, etc., sino que, por muy inscritas que estén esas conductas en su genoma, de un modo «instintivo», tiene que aprenderlo, aunque sea por ensayo-error, sin que medien instituciones culturales como las humanas.

(2) Segundo, porque el que la homosexualidad tenga componentes aprendidos no implica que dependa invariablente de una «ideología gay», que se difunda, por «contagio», al modo de una mera ideología, porque también pueden considerarse como aprendidas, sin referirse a procesos de este tipo, causas como la propuesta por Sigmund Freud, en su Psicología de las masas (1984, pp. 45-46), donde, a través de su concepto del «complejo de Edipo», presenta la homosexualidad como el resultado de una proceso de «introyección», mediante el cual la madre pasa de ser objeto de atracción sexual a ser objeto de identificación, explicación que Berger y Luckmann reinterpretan en su célebre libro de teoría sociológica La construcción social de la realidad (2001, p. 210), relacionándola con su concepto de «socialización primaria», cuando, durante el período clave de formación de la personalidad del infante, debido a la ausencia del padre, se produce una identificación de éste con la figura materna. Cabe destacar, a este respecto, que la mayor parte de explicaciones heredadas se centran en la homosexualidad masculina, dejando a un lado la femenina, y no tanto por el llamado «androcentrismo machista», como por el hecho, analizado por Daniel Jiménez, en su libro Deshumanizando al varón (2019), de que la homosexualidad femenina no ha generado, históricamente, un escándalo ni una condena social, capaces de plantearla como un «problema», como algo que había que «explicar», tan amplios como la masculina.

(3) Tercero, tampoco el que fuese aprendido, y además cultural, tiene por qué garantizar que sea «reversible», es decir, que pueda pasarse de ser heterosexual a ser homosexual o bisexual, o de ser homosexual a ser heterosexual, ni menos aún que estas transformaciones se puedan lograr por medio de una «terapia de conversión», de un «exorcismo», destinado a expulsar a algún tipo de «demonio», que el homosexual contendría dentro de sí, o por medio de sanciones políticamente administradas, como la pena de muerte para homosexuales, vigente aún en países como Brunei, Irán, Mauritania, Nigeria, Arabia Saudí o Yemen{1}. Y esto es así porque bien puede suceder que, siendo aprendida, la orientación sexual, adquirida durante el proceso de socialización primaria de cada biografía individual, recibida por el infante, se consolide y haga constitutiva de la personalidad, como invariable durante la edad adulta.

(4) Cuarto, decir que la homosexualidad, como especie de la orientación sexual, es una institución cultural, supone implícitamente que la heterosexualidad también lo es; o, lo que es lo mismo, que tantas razones hay para considerar la existencia de una «ideología gay», que «homosexualiza» a los niños, como las hay para considerar la existencia de una «ideología heterosexual», que los «heterosexualiza», mediante una imposición social, tan efectiva como la primera. Esto es así porque no tiene ninguna implicación intrínseca el que la orientación sexual tenga un carácter normativo, sino que lo que hay que determinar es cuáles son las auténticas consecuencias de que lo tenga, y cuáles de esas consecuencias son simplemente espurias.

(5) Y quinto, hay que impugnar totalmente el dualismo entre la naturaleza y la cultura, y entre lo innato y lo aprendido; porque, en realidad, no existen conductas que sean absolutamente innatas, con la excepción de unas pocas, que los conductistas denominan «reflejas incondicionadas» (también hay conductas reflejas sujetas a condicionamiento, es decir, aprendidas), así como, a la inversa, todo aprendizaje de una conducta se realiza desde la base de un organismo biológico ya dado, con ciertas características que trae desde el nacimiento, es decir, innatas (no se puede enseñar a volar a una especie animal que carece de alas), por lo que cabe decir que en toda conducta, sin excepción, hay también, necesariamente, componentes innatos involucrados; y, por lo mismo, traspuesto al ámbito de la oposición entre naturaleza y cultura, toda institución cultural es el resultado de la transformación, a una nueva escala, de pautas de comportamiento etológico previas. Esta rectificación del dualismo afecta también, desde luego, al tema que estamos tratando, y es por ello que el materialismo filosófico puede aceptar, sin ningún problema, las diferentes explicaciones biológicas y etológicas de la homosexualidad que, desde hace unas décadas, han venido proponiéndose (Wilson, Muscarella, Miller…), y que deben ser discutidas, en cada caso, por los propios biólogos y etólogos. Sin embargo, lo que no se puede, por contra, aceptar, es la pretensión imperialista, de estas ciencias, de negar, con ello, los componentes antropológicos, históricos y etnológicos, de la homosexualidad, reducida a la condición de un fenómeno absolutamente natural, es decir, el paso de una reducción categorial legítima a un reduccionismo biologicista o etologista.

Realizadas estas prevenciones, se hace necesario, a continuación, pasar del plano de las causas al plano de la estructura de la homosexualidad, en su relación con la Medicina psicopatológica:

§3. Homosexualidad y Medicina

En este punto, debemos comenzar por distinguir, siguiendo a Gustavo Bueno, en su artículo «La 'ciencia enfermera' desde la Teoría del Cierre Categorial» (2011), y también en su libro ¿Qué es la bioética? (2001), entre Biología y Medicina. La Biología es una ciencia estricta, que se desentiende, en principio, de los aspectos normativos, o de las implicaciones éticas o políticas que cierto componente anatómico pueda llevar incorporadas. La Medicina, por el contrario, pese a que, cuando se trata de la llamada «medicina moderna» o «medicina científica», utiliza ampliamente los componentes científicos de la Biología, para conocer los mecanismos relacionados con la administración de medicamentos, o los conocimientos anatómicos, para realizar adecuadamente una cirugía, es una disciplina esencialmente normativa, en rigor, antes que una ciencia, una técnica, que parte siempre de cierto canon, institucionalizado, de cómo es un «hombre sano», y que se define, precisamente, por la transformación del enfermo en sano, o del sano en sano, en el caso de la medicina preventiva. Se trata, según esto, de una disciplina esencialmente ética, encargada de asegurarse de que los sujetos corpóreos humanos sean capaces de seguir recurriendo en el tiempo, de mantener su vida, es decir, su fortaleza, en el sentido spinozista. Con un ejemplo, una mutación congénita grave, como la implicada en los hermanos siameses, no es, para un biólogo, más que un interesante fenómeno, que analizar desde el punto de vista de la teoría evolutiva; para el médico, por el contrario, aparece, en su lugar, como una «aberración», como una contradicción, respecto del canon de salud humana, que es necesario resolver, mediante la separación de los siameses.

Enfatizar el carácter normativo de la Medicina no conlleva, con todo, restarle su importancia, como si todo cuanto se refiere a ella fuese algo arbitrario y gratuito. Pero sí desvía, críticamente, la cuestión, que nos ocupa, de la condición patológica, o no, de la homosexualidad, desde la condición de un contenido de una ciencia natural, hacia una consideración ética, si es que es ese «canon», al que nos hemos referido, lo que aparece como susceptible de ser criticado, cuando excluye al homosexual, como un ser «desviado», por respecto de la supuesta «naturaleza humana», en tanto que esa condición «desviada» presupone, a su vez, una fundamentación moral muy precisa, que es la heredada por la tradición católica, y, en particular, el iusnaturalismo tomista. Pueden encontrarse estas premisas en el Tratado de la Naturaleza Divina, de la Primera parte de la Suma de Teología de Santo Tomás (1988), cuestión 5 («Sobre el bien en general»), donde, por medio de «silogismos deductivos», se demostraría cómo el bien y el ser no son realmente distintos, sino sólo conceptualmente distintos, si es que el bien es lo apetecible, todos apetecen su perfección, y algo es perfecto en cuanto está en acto, es decir, en cuanto es ser (artículo 1), siendo, por tanto, bueno todo cuanto existe, y siendo, por lo mismo, el mal, antes una «privación de ser», es decir, una «imperfección», que un ser propiamente dicho (artículo 3). Desde esta perspectiva, el que cierta conducta sexual fuese «buena» o «mala» dependería, en suma, de cuál es la esencia o naturaleza de la sexualidad, en general. De acuerdo con la teoría tradicional, el rasgo esencial que serviría para definir el sexo sería su función procreadora, de lo cual se sigue, conforme a la distinción entre «sexo ordenado» y «sexo desordenado», que únicamente aquellas formas de sexualidad que intrínsecamente se muestran capaces de engendrar descendencia son moralmente legítimas, quedando como desviaciones de su esencia, y por tanto como «malas», las conductas homoeróticas, denominadas «sodomía», el sexo oral, la masturbación u «onanismo» y el sexo con penetración pero con uso de medios anticonceptivos; y, al mismo tiempo, puesto que el mejor modo de asegurar la crianza de la descendencia es que ésta se produzca dentro del matrimonio, la Iglesia ha condenado, también, históricamente, por las mismas razones esenciales, el sexo procreador extramarital o «fornicación». Sin embargo, esta teoría presenta al menos cuatro importantes dificultades o contradicciones, dos de ellas generales, relativas a la fundamentación de la moral, y las otras dos particulares, relativas a los conocimientos científicos actuales:

(1) En primer lugar, la contradicción general que reside en la asunción, implícita por esta teoría, de que el Bien es algo absoluto y unívoco, y que, por tanto, puede ser utilizado el Bien para definir al objeto de la filosofía moral. Y es que, en efecto, puede fácilmente constatarse que el bien, es decir, algo «bien hecho», tiene mucho que ver con la «perfección» del objeto a que una acción se refiere. Sin embargo, el que consideremos algo como «perfecto» o «acabado» no es algo que el producto de esa acción contenga en sí mismo, de un modo absoluto, sino que depende siempre de una norma, que sirve como modelo o canon de cómo debe ser ese producto. Por ejemplo, si se considera un ejercicio de composición musical como una obra de arte «perfecta» es porque se está conceptuando esa perfección, ya, desde la plataforma de todo un conjunto de normas musicales, sobre cómo hay que tocar los instrumentos, como tienen que juntarse las diferentes voces, cómo tienen que administrarse las tensiones a lo largo de la pieza, etc. Y todas esas normas son, además, dependientes de una cultura concreta, sin por ello ser arbitrarias o gratuitas.

Pero, si es, siempre, una norma, la que define una obra como «perfecta» o «imperfecta», inmediatamente podemos concluir que, si las normas son múltiples y dependen de cada categoría, porque no son lo mismo las «normas musicales» que las «normas económicas» o las «normas éticas», entonces también tienen que ser múltiples las especies o modos de bien, e incluso éstas pueden contradecirse entre sí. Así, por ejemplo, considerando a los ingenieros químicos que prepararon las cámaras de gas del holocausto nazi, en cuanto «buenos» ingenieros químicos, debían preparar «perfectamente» el instrumental, para matar efectivamente a los judíos; sin embargo, desde el punto de vista ético, si querían ser «buenas personas», debieran haber buscado el modo de escapar ese deber, precisamente para no matarlos. Ahora bien, si hay muchos tipos de bien, irrreductibles entre sí, es evidente que no puede usarse esta Idea, la de bien, para definir a la Ética, sino que hay que buscar establecer algún otro tipo de fundamento.

(2) En segundo lugar, la contradicción general que se refiere a la noción del mal como una «privación de ser». En este punto, el problema fundamental reside en el hecho de que, desde estas premisas, se hace esencialmente imposible explicar las conductas que, desde la perspectiva tradicionalista, aparecen como «antinaturales», ya que estas conductas son, siempre, productos históricos, con causas estructurales muy concretas, y el conceptuarlas como efectos supone ya considerarlas como contenidos positivos, y por tanto «naturales». Esta contradicción está, de hecho, implícita en la teoría de la alienación de San Agustín, que posteriormente será reinterpretada por el marxismo: el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, y tiene, por ello, una perfección intrínseca, y sin embargo peca, es decir, actúa en contra de su propia naturaleza, y esto es así porque, a través del Pecado Original, en virtud de su libre albedrío, cae en desgracia, desde la Ciudad de Dios hacia la Ciudad terrena, y se ve «alienado», es decir, sale afuera de sí mismo, de su propio ser, a la espera de recuperar, mediante la Gracia, su verdadera naturaleza. Ahora bien, esta solución agustiniana del problema del pecado, o de los actos llamados «contra natura», no es, en realidad, más que una metafísica mitológica, tanto como lo es la Idea de un Pecado Original, sin dejar por eso de albergar cierta racionalidad. No hay otro modo de explicar, en suma, instituciones como la homosexualidad, con independencia de que sean consideradas «buenas» o «malas», que considerándolas como productos internos a la naturaleza humana, vista no como una esencia perfecta y acabada, sino como una esencia procesual, que está haciéndose históricamente, a través de causas concretas. En este punto, podemos tomar como precedente la Ética geométricamente demostrada de Spinoza (2017), en lo que tuvo, precisamente, de proyecto, contra el tomismo, de explicación de los afectos humanos, incluidos los vicios, desde una perspectiva racionalista o naturalista, en lugar de considerarlos como meros accidentes arbitrarios; en sus palabras, en el Prefacio de la Tercera parte:

La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. […] A esos, sin duda, les parecerá chocante que yo aborde la cuestión de los vicios y sinrazones humanas al modo de la geometría, y pretenda demostrar, siguiendo un razonamiento cierto, lo que ellos proclaman repugna a la razón, y que es vano, absurdo o digno de horror. Pero mis razones para proceder así son éstas: nada ocurre en la naturaleza que pueda atribuirse a vicio de ella; la naturaleza es siempre la misma, y es siempre la misma, en todas partes, la eficacia y potencia de obrar; es decir, son siempre las mismas, en todas partes, las leyes y reglas naturales según las cuales ocurren las cosas y pasan de unas formas a otras; por tanto, uno y el mismo debe ser también el camino para entender la naturaleza de las cosas, cualesquiera que sean, a saber: por medio de las leyes y reglas universales de la naturaleza. (pp. 207-208)

(3) En tercer lugar, la contradicción particular relativa al desarrollo posterior de la Etología, o Ciencia del comportamiento animal. En este punto, los tradicionalistas, cuando se refieren a la «naturaleza» de la sexualidad, no están hablando de la naturaleza en su sentido moderno, que se opone a la cultura, distinción que aún no existía en tiempos de Santo Tomás, sino a la naturaleza en el sentido de la «esencia» de algo; y si bien únicamente las conductas humanas son partes formales de la filosofía moral, y no las conductas de otros animales, no por ello dejan de ser fundamentales los conocimientos que la Etología ha aportado, a propósito de la función procreadora, que el tomismo utilizó para definir la esencia de la sexualidad. En este sentido, resulta ya insostenible que ésta tenga una única función esencial, la procreadora; y no porque esta no sea fundamental, sino porque tiene más de una, al actuar, por ejemplo, como mecanismo de cohesión social, incluyendo el sexo homoerótico. Así, señala Frans de Waal, en su libro Diferentes (2022, pp. 346-347), que, entre los chimpancés pigmeos, tres cuartas partes de la actividad sexual no tiene nada que ver con la procreación, incluyendo frotamiento génito-genital entre hembras o la estimulación buco-genital y el sexo anal por turnos entre machos. Más aún, lo que no se encontraría en ninguna otra especie animal que el hombre, y que con mayor razón podría ser considerado «antinatural», es el rechazo de aquellos miembros del grupo que realizan conductas homoeróticas (p. 35). E, incluso, si hay una especie donde, de manera constitutiva, el sexo está disociado de la función procreadora, es precisamente el homo sapiens, donde, a través de la «ovulación oculta», el sexo con penetración se realiza en períodos menstruales donde la probabilidad de embarazo es prácticamente nula (Diamond, 2007, pp. 15-17 y 82-84).

(4) En cuarto y último lugar, la contradicción particular con el desarrollo de la Antropología cultural o Etnología. Porque las prácticas homoeróticas no en todas las sociedades documentadas están prohibidas o son objeto de tabúes rituales, sino que, en sociedades como los azande, los etoro o las sociedades de la antigüedad clásica, no sólo son permitidas, dentro de ciertos márgenes, sino que incluso están positivamente prescritas, como parte de ceremonias mágico religiosas o profanas determinadas, especialmente en entornos ecológicos donde se hace necesario mantener baja la tasa de natalidad, bajo economías guerreras. Por ejemplo, a propósito de los etoro, señala Marvin Harris, en La cultura norteamericana contemporánea (1992):

Entre las sociedades más profundamente homosexuales que se conocen figuran los etoro de Nueva Guinea. Como relata el antropólogo Raymond Kelly, los etoro creen que el semen es un precioso fluido donador de vida, que cada hombre posee en provisión limitada. […] Con el fin de asegurarse de que el semen se distribuye como es debido y se utiliza para valiosos propósitos sociales, se espera que los hombres etoro de más edad transfieran su semen a los muchachos jóvenes. Se consigue esto mediante la práctica de la fellatio, que tiene lugar en la residencia de hombres de la aldea –una gran casa separada cuyo acceso está prohibido a todas las mujeres–, donde los varones etoro maduros duermen con los más jóvenes. (pp. 117-118)

Cierto que, en estas sociedades, las instituciones homoeróticas no se refieren a relaciones exclusivas entre varones de cualquier tipo, sino a relaciones entre un varón adulto y un varón joven, que no obstan la prescripción complementaria del matrimonio (heterosexual), y de ahí la necesidad de distinguir entre las diferentes modulaciones históricas de homoerotismo. Pero la interpretación que hace de ello el tradicionalismo, al considerar a estas sociedades como simples «salvajes», que desconocen su propia «naturaleza humana», o que están «alienados», tiene mucho de un mecanismo de falsa conciencia, cuando es la noción de esa «naturaleza humana», universal, intemporal, acabada, que coincide punto por punto con las normas morales de la cultura católica, lo que pide el principio de su existencia.

Hechas estas cuatro objeciones, el planteamiento ético, que puede formularse, a propósito de la homosexualidad, desde el materialismo filosófico, no podría ser más distinto:

§4. Homosexualidad y Ética

En lugar de fundamentar la trascendentalidad o universalidad de las normas ético-morales de un modo a priori, como el tomismo, que apele a algún tipo de esencia intemporal, como garante del «bien» de las conductas que quedan amparadas bajo ella, y que podría conocerse a través de oscuros silogismos que prescinden, de entrada, del material antropológico, de lo que se tratará es de buscar ese fundamento de un modo a posteriori, tan pronto como constatamos que, en las culturas de todo el mundo, pueden encontrarse normas sociales, organizadas en torno a la preservación de los sujetos individuales corpóreos, es decir, de su fortaleza, desde dos perspectivas distintas, virtualmente enfrentadas: de un lado, una perspectiva distributiva, que no distingue el grupo del que forman parte, por su mera condición humana; y, de otro lado, una perspectiva atributiva, que distingue, en cada caso, si el sujeto en cuestión forma parte de mi mismo grupo, o de otros grupos externos. Puede denominarse al primer orden de normas como normas éticas (de ethos, carácter), y al segundo orden de normas como normas morales (de mors, costumbres). De este modo, el imperativo ético fundamental es la fortaleza, en el sentido de Spinoza, que se especifica como generosidad cuando va referida a otros, y como firmeza cuando va referida a uno mismo.

Desde estas premisas, lo que puede ser considerado como ético o antiético, o como moral o inmoral, no es la homosexualidad en sí, ya que las normas se refieren siempre a acciones humanas concretas, y no a condiciones personales genéricas, sino la conducta homoerótica, a que esa homosexualidad se refiere, o bien la conducta del entorno social de ese homosexual, en la medida en que contribuye a su represión o castigo, o no. Además, conforme a lo dicho, los componentes éticos no agotan la totalidad del fenómeno de la homosexualidad, porque cabe también analizarla desde una perspectiva moral y, especialmente, desde la perspectiva del Estado como grupo social, es decir, desde la Política. Comenzando por la Ética, puede sintetizarse la respuesta a este problema, a través del principio de generosidad, diciendo que la ética prescribe, en atención a éste, la aceptación de la conducta homoerótica, y con ello de la homosexualidad. La justificación de esta proposición puede realizarse si atendemos a las consecuencias que tiene su contrarrecíproca, la no aceptación de la homosexualidad, sobre el homosexual, que verá rechazada su condición personal frente al resto del grupo, siendo recluido a un entorno de marginalidad, o incluso, cuando este rechazo alcanza el nivel de un castigo físico directo, o, más aún, del asesinato, conduciendo a la destrucción de ese mismo individuo, sin que, por contra, la aceptación de esa condición personal conduzca a ninguna de estas consecuencias, respecto de él mismo u otros. Por tanto, hay que considerar como antiéticas todas aquellas conductas cuyo objeto constituya la mofa, ridiculización, humillación, agresión física o insulto de un homosexual, debido a esa condición. Ahora bien, distinta es la cuestión de la conducta promiscua, no necesariamente homosexual, en la medida en que ésta, a través de las enfermedades de transmisión sexual, se convierte en un problema de salud pública, ni tampoco esta conclusión implica aceptar todos y cada uno de los contenidos efectivos que la actual cultura gay contiene, y que tampoco tienen por qué verse reflejados en cada homosexual individual. Sólo que, en estos casos, el objeto de crítica no puede ser la homosexualidad, como tal, sino la irresponsabilidad, cuando se desconocen o ignoran las consecuencias negativas de esa promiscuidad sin el uso del preservativo sobre otras personas, también homosexuales. Además, hay también que aclarar que este planteamiento no es, por sí mismo, aplicable a la cuestión de la transexualidad y la disforia de género, que tiene características propias, y que requieren un análisis específico, que ya hemos abordado, a propósito de la Ley trans (Alarcón, 2022). Y pasamos, finalmente, a la dimensión política:

§5. Homosexualidad y Política

Las normas políticas se dirigen, ante todo, a la eutaxia como su objeto propio, a favorecer la capacidad de recurrencia en el tiempo del Estado al que se refieren, frente a otros Estados competidores. Es esta, quizá, la perspectiva privilegiada que permite explicar que haya habido, hasta hace sólo unas décadas, un fuerte rechazo hacia los homosexuales. Ese rechazo podría ser explicado, ante todo, como un intento, a la desesperada, de hacer frente a una tasa de natalidad excesivamente baja, respecto de las necesidades políticas, en la forma de un imperativo marital y procreador, es decir, la prescripción indiscriminada de casarse y tener hijos, a toda costa, con condena, como contraparte negativa, de toda forma de sexualidad no procreadora. Y esta teoría permite, a su vez, reformular la teoría tradicionalista del «sexo ordenado», cuya crítica hemos ofrecido, como una superestructura ideológica de esas necesidades básicas. Así, observa ya Marvin Harris, en el mismo libro que hemos citado (1992, pp. 119-120), que la represión y castigo de la homosexualidad y el infanticidio, es menor en el caso de aquellas sociedades con necesidades de mantener baja la tasa de natalidad, antinatalistas, y mayor en aquellas sociedades cuyas necesidades actúan en la dirección inversa, pronatalistas, con el caso extremo del puritanismo protestante inglés, propio de la sociedad victoriana, que analizaría Michel Foucault en el primero de los volúmenes de su Historia de la sexualidad (1978).

Sin embargo, sólo desde los presupuestos de un funcionalismo social acrítico, relativista y conservador, de carácter ideológico, cabría entender esta explicación del rechazo tradicional a la homosexualidad como una justificación absoluta. Podríamos dar, así, para impugnar esta posible conclusión, al menos las dos siguientes razones:

(1) La primera, que, aunque sólo reconociendo alguna función positiva a ese rechazo puede explicarse que durante siglos se haya perpetuado como tal institución, este reconocimiento no implica la consecuencia de que la institución que se está explicando sea la única capaz de realizar esas mismas funciones. Este matiz fundamental, reconocido ya, de pasada, por Émile Durkheim, en Las reglas del método sociológico (2012), fue enfatizado especialmente por el sociólogo americano Robert King Merton, quien, en su libro Teoría y estructura sociales (1970), criticaba el que denominó «postulado de indispensabilidad», es decir, la noción de que toda institución social es indispensable e insustituible. En suma, reconocer que el rechazo a la homosexualidad se explica por la presión natalicia no implica asumir que, como medio para ese fin, sea absolutamente eficaz, si es que la influencia real de aceptar esta condición sobre el descenso de la natalidad es, en realidad, poco significativa, respecto de la verdadera causa, que, de acuerdo con Marvin Harris, y como exploramos en nuestra conferencia y artículo «Natalidad y aborto desde la oposición base y superestructura» (Alarcón, 2023), sería, más bien, el desequilibrio en los costes y beneficios económicos de tener hijos para los potenciales padres, respecto de la alternativa de no tenerlos; y es desde este punto de vista como el propio Harris explica, de hecho, la cristalización del movimiento gay, junto con el feminismo, cuando ese desequilibrio alcanza una magnitud suficiente para llegar a quebrantar el imperativo marital y procreador heredado. Así, si ha habido, durante las últimas décadas, un aumento real en la proporción de homosexuales de las sociedades occidentales, respecto de la población heterosexual -posibilidad que no cabe descartar, en principio-, no es por la acción de una superestructura «individualista» u «homosexualizante», previamente sustantivada, como podría sostenerse, desde posiciones idealistas, sino en tanto que ese resultado expresa una diferencia estructural en los incentivos y costes de tener hijos, que es, propiamente, lo que hay que resolver. Las medidas auténticamente eficaces, según esto, para aumentar la natalidad, serían, por ejemplo, las rebajas fiscales a familias, el llamado «cheque bebé», guarderías gratuitas, un buen sistema de becas, ayudas a la conciliación laboral, una bajada del IVA a los productos infantiles, o de la edad de escolarización obligatoria a los 15 años, etc.

(2) Y la segunda razón, es que, atendiendo, de nuevo, a un matiz enfatizado por Merton, al analizar una institución no hay únicamente que tener en cuenta las funciones positivas, sino también las disfunciones, para los intereses del grupo en cuestión. Estas disfunciones incluyen no solo la potencial destrucción personal de homosexuales, que podrían contribuir socialmente a los intereses nacionales españoles de otro modo que la procreación, sino también las consecuencias nocivas, cuando, obedeciendo al imperativo a que nos hemos referido, se casan con una mujer, y llegan a tener hijos con ella. Porque, en esta situación, no es su propia represión o autoengaño lo que está en juego, sino también el engaño de su esposa, en la medida en que no haya sido consciente de su condición, al contraer nupcias, con el posible resultado de una ulterior ruptura del núcleo familiar, con significativos daños tanto para la pareja, como para el hijo a que haya podido dar lugar.

Por lo demás, es evidente, cuando observamos el fenómeno del movimiento LGBT, desde la perspectiva geopolítica, que sus cauces de difusión tienen como foco principal a Estados Unidos. Así, pensadores académicos españoles como Elizabeth Duval o Paul B. Preciado no son sino epígonos de autores como Judith Butler, dentro de los llamados «estudios de género», desarrollados en las facultades de ciencias sociales de las principales universidades de la «anglosfera»; así como, en el ámbito mundano, partidos como Podemos reproducen las consignas y medidas políticas articuladas por el Partido Demócrata estadounidense. Pero, sin desmerecer esta influencia, resulta más discutible que pueda ser vista, pongamos, como una especie de «estrategia» consciente, articulada para debilitar a España, u otros países, y esto por la sencilla razón de que el país más afectado por este tipo de ideologías, difundidas a través de medios tan prosaicos como Netflix, y que alcanzan su máxima expresión en el wokismo, no es otro que el propio Estados Unidos. Y, además, si estas ideologías llegan a institucionalizarse en España, es porque engranan, de alguna manera, con la propia estructura española, preparada, precisamente, por el desequilibrio en los costes y beneficios de tener hijos, a que nos hemos referido. Más adecuado sería, por tanto, interpretar esta difusión, más bien, como una replicación, en los países donde Estados Unidos tiene influencia comercial, de sus propias instituciones, y sin implicar, por ello, que esta replicación haya de ser necesariamente eutáxica.

Conclusión

La homosexualidad, por todo lo dicho, no es ningún comportamiento «íntimo», incluido en una esfera personal separada de la sociedad en que el homosexual está inserto, ni tampoco una condición «contranatura», ni ninguna enfermedad o «desviación», porque lo que no existe es esa «naturaleza humana» intemporal, respecto de la cual algo pueda desviarse, sino una institución antropológica, sin excluir componentes naturales e innatos, cuya valoración ética o política depende de las consecuencias de su aceptación o rechazo sobre la fortaleza de los sujetos corpóreos implicados, tanto como sus consecuencias sobre la eutaxia del Estado. Y es desde este punto de vista materialista como hemos podido probar el carácter antiético de su rechazo, y, si no su carácter directamente distáxico, al menos sí la problematicidad de considerar eutáxico ese rechazo, todo ello sin excluir la posibilidad de censura no de la homosexualidad como tal, sino de elementos concretos de la cultura gay actual. O, dicho a la inversa, poniendo coto, al mismo tiempo, a quienes, por rechazo de esos componentes de la cultura gay, puedan sentir la tentación de asociarlos, capciosamente, a la condición misma del homosexual, formando un pack tan impreciso como dialécticamente endeble.

Referencias bibliográficas

Alarcón, D. (2022). Crítica filosófica de la Ley trans. El Catoblepas, 201, 1.

Alarcón, D. (2023). Natalidad y aborto desde la oposición base y superestructura. El Catoblepas, 202, 3.

Berger, P. y Luckmann, T. (2001). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu.

Bueno, G. (2001). ¿Qué es la Bioética? Oviedo: Pentalfa.

Bueno, G. (2011). La 'Ciencia enfermera' desde la TCC. El Catoblepas, 117, 2.

Diamond, J. (2007). ¿Por qué es divertido el sexo? Barcelona: Debate.

Durkheim, É. (2012). Las reglas del método sociológico y otros escritos. Madrid: Alianza.

Foucault, M. (1978). Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI.

Foucault, M. (1987). Historia de la sexualidad III. La inquietud de sí. Madrid: Siglo XXI.

Freud, S. (1984). Psicología de las masas. Más allá del principio del placer. El porvenir de una ilusión. Madrid: Alianza.

Harris, M. (1992). La cultura norteamericana contemporánea: una visión antropológica. Madrid: Alianza.

Jiménez, D. (2019). Deshumanizando al varón. Kindle Direct Publishing.

Merton, R.K. (1970). Teoría y estructura sociales. México: Fondo de Cultura Económica.

Tomás de Aquino (1988). Suma de Teología I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Waal, F. (2022). Diferentes. Barcelona: Tusquets.

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{1} https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-64006523


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