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El Catoblepas, número 158, abril 2015
  El Catoblepasnúmero 158 • abril 2015 • página 5
Voz judía también hay

La identidad de los muertos de Mahler

Gustavo D. Perednik

El poeta Siegfried Lipiner, puente entre Nietzsche y Mahler.

La identidad de los muertos de Mahler

Un descanso familiar aguardaba a Thomas Mann en el Lido de Venecia. Antes de partir con su esposa y su hermano se enteró del deceso del compositor Gustav Mahler.

La noticia moldeó la simbólica novela que iba a escribir ese año: Muerte en Venecia (1911), que entreteje la obra de Mahler con la de Friedrich Nietzsche.

Del primero, el protagonista es tocayo; del último, su ópera prima inspira la trama central del libro que es la batalla entre lo racional y lo pasional.

Seis décadas más tarde, el cineasta Luciano Visconti llevó a la pantalla la lúgubre novela, y atinó a escoger como música de fondo precisamente una parte de la Quinta Sinfonía de Mahler.

La simbiosis Nietzsche/Mahler puede rastrearse a mucho antes: se encarna en un poeta olvidado que fue amigo de ambos y los influyó en buena medida.

De talento precoz, Siegfried Lipiner murió como su amigo Mahler en la Viena de 1911, el mismo año en que, en la lejana Buenos Aires, otro precoz, el veinteañero argentino Enrique Banchs ahogó su creatividad poética en un misterioso mutismo que lo acompañó hasta la tumba medio siglo después.

Lo mismo había ocurrido con un coetáneo de Lipiner, Arthur Rimbaud, quien huyó de las letras a la edad de veinte años después de legar un deslumbrante poemario que lo ubicó en la pléyade del verso francés.

Lipiner compartió ese destino y rompió prematuramente con la poesía, en 1880, cuando tenía 24 años y ya había impresionado a la intelectualidad vienesa y a notables personalidades del fin de siècle.

Entre éstas destaca el mencionado Nietzsche, quien cuando recibió del adolescente Lipiner su Prometeo desatado, fue inequívoco en su dictamen: “es un verdadero genio… todo en él es maravilloso». El poemario trata de la salvación a través del sufrimiento.

También Sigmund Freud valoró la sabiduría del joven Lipiner y, por sobre todos, lo admiró Gustav Mahler, con quien lo unió una proverbial amistad a partir de que la musa se alejara de Lipiner y pasó a ser bibliotecario.

Lipiner introdujo a Mahler en la gran literatura y en la filosofía alemanas –sobre todo Nietzsche– y le mostró las virtudes redentoras de la creación artística. Bajo ese influjo Mahler compuso sus primeras cuatro sinfonías, las del llamado Período de Wunderhorn o de El cuerno mágico de la juventud (1888-1901).

En 1902 la amistad fue interrumpida cuando Mahler deposó a Alma Schindler. Del tormentoso matrimonio es sabido que Mahler impuso a su mujer abandonar la carrera de compositora, pero menos conocido es que Alma vetó la amistad de su esposo con Lipiner a quien consideraba “un espurio Goethe al escribir, y un judío regateador al hablar».

Mahler mismo había sido víctima de ese tipo de vilipendio. Jacob Burckhard lo había descalificado ante la encumbrada familia Schindler por “judío degenerado y raquítico». Alma le sobrevivió durante más de medio siglo.

Lipiner desatado

En su mentado rol de bibliotecario incorporé a Lipiner a la extensa galería de personajes de mi novela Lémej (1990), mientras la escribía en Londres. A la sazón descubrí la influencia del poeta y la referí casi al final: “como muchos intelectuales de entonces, había llegado a Viena en la adolescencia y su deslumbramiento con la intelectualidad urbana lo había radicado definitivamente en la ciudad». Sobre su desempeño en la Hofbibliotek del Parlamento, agrego que para ser bibliotecario “eran indispensables una mentalidad clasificatoria, memoria prodigiosa, orden obsesivo y celo en el amor por los libros. Pero esa combinación no era suficiente, si no se la complementaba con el don de la infalibilidad. Los ejemplos más destacados de sus funcionarios habían sido eruditos de fama en toda Europa. Una raza especial de gente para quien la palabra escrita era sinónimo de vida. A esa raza pertenecía Siegfried Lipiner».

Unos párrafos arriba definí su época como “Fin de siècle», término que alude tanto a la decadencia típica de los últimos años de un período próspero y prolífico, como a una estimulante expectativa generalizada.

Que la expresión perviva en francés resulta de las tertulias parisinas de marras, que convocaban a los poetas del decadentismo local y a muchos grandes creadores extranjeros. Una ciudad retratada por Woody Allen en Medianoche en París (2011), en la que el pináculo de opulencia comenzaba a desmoronarse y presagiaba una explosión radical.

La descomposición social se expresó también en la creciente judeofobia que se apresuraba hacia su más brutal catadura. En el imperio austro-húngaro se registraron unos treinta libelos de sangre durante el primer lustro del siglo XX.

Había en el imperio más de un millón de judíos, entre ellos Mahler y Lipiner. Se trataba de una población muy activa en el clima político y cultural, particularmente en Viena. En una de las fértiles sociedades de debates, Lipiner, un miembro de veintiún años, disertaba sobre los ensayos de Nietzsche.

Muchos judíos se aprestaban a renunciar a sus raíces y asimilarse enteramente, pero el mundo circundante se les resistía y paulatinamente los fue castigando con imprevista marginación cultural. Mahler se autodefinía como: «carente de hogar por partida triple: un nativo de Bohemia en Austria, un austriaco entre alemanes, un judío en el mundo –siempre intruso, nunca bienvenido». El motivo del hombre sin nido es recurrente en su obra, y solía compararse con el judío errante. Su Canto de la Tierra abunda en el tema y fue, según Leonard Bernstein, su mejor sinfonía.

En cuanto a Lipiner, Nietzsche le escribió precisamente porque escuchó sobre él descalificaciones judeofóbicas por parte de Erwin Rohde y de Paul Rée (un exponente del autoodio judío). «Dígame francamente –pide Nietzsche– si en materia de ancestros está usted relacionado con los judíos. He tenido recientemente muchas experiencias que han animado en mí una gran esperanza sobre los jóvenes de este linaje». Fue Lipiner quien despertó en el filósofo alemán su desprecio por la judeofobia.

Mahler y Lipiner eran judíos totalmente asimilados al medio, e incluso se bautizaron. El primero se convirtió al catolicismo para saltear la ley que prohibía que un judío dirigiera la Ópera de Viena, y la condujo por una década a partir de 1897. Ese mismo año Teodoro Herzl, también judío vienés, convocaba al Primer Congreso Sionista Mundial.

Un concierto inspirador en México

Es bien conocido el síndrome del judío que a la sazón perdía su judeidad pero no lograba reemplazarla con ningún otro contenido. Lo abordó Teodoro Herzl en su drama El nuevo gueto (1895), en el que los esfuerzos de los israelitas para asimilarse se estrellan contra la hostilidad europea, y para colmo les deparan el resquebrajamiento de su autoestima.

El protagonista de ese drama de Herzl, Jakob Samuel, bien podría considerarse el alter ego del autor, quien llegaba a la dolorosa conclusión del irreversible fracaso de sus esfuerzos por armonizar europeidad y judaísmo.

A las mismas conclusiones había llegado una década antes Berthold Auerbach, pero mientras éste se limitó a admitir el fracaso, Herzl decidió transformar el desengaño en una catapulta que lo lanzó hacia el sionismo.

Aunque este movimiento venía gestándose ante las narices de Mahler y Lipiner, éstos no se vieron atraídos por el mismo. Ni siquiera buscaron recuperar su identidad judía como muchos de sus coetáneos habían hecho ante la persecución. En vez de ello, su refugio ante la galopante judeofobia fue buscar significado religioso en el arte. Exploraron un renacer del espíritu místico por medio de la tragedia y la música sinfónica, que obraban de consuelo ante la imposibilidad de integrarse al medio. La redención artístico-religiosa les permitía lidiar con su sentimiento de alienación.

Dicho arrebato redentor contrastaba con el secularismo de la época, y acaso pervive en él cierta herencia judaica. Al recrear un numen que ama a sus hijos, Mahler y Lipiner añoran una comunidad filial en la que incluso ellos, judíos, serían bienvenidos. Así reconocieron en la creación artística una especie de experiencia sacra. La corona de flores que Arnold Schoenberg envió al entierro de Mahler lo llamaba «santo».

Otro amigo de Lipiner, Paul Natorp –uno de los fundadores de la Escuela de Marburgo– prologó su libro Adam, y sugirió allí que las luchas de Lipiner por dotar de belleza artística a las cuestiones religiosas, tenían como símil la pelea del patriarca bíblico Jacob con el mensajero divino (Génesis 32). En el caso de Mahler, la pelea de Jacob simbolizaba el verdadero proceso de composición musical.

Hace cuatro años, en el centenario de Mahler, asistí a un concierto en el Conservatorio Nacional de México, donde la Orquesta de Cámara de Bellas Artes interpretó parte de la Quinta Sinfonía (1902), la primera que Mahler compuso después de alejarse de Lipiner. El Adagietto interpretado ya era famoso, también gracias a la difusión que le dio el filme de Visconti.

Pero además el concierto incluía una pieza sombría: los Kindertotenlieder (1904), los cánticos de los niños muertos. En ellos Mahler musicalizó cinco de los centenares de poemas del ciclo póstumo que el políglota Friedrich Rückert redactó desconsolado ante la muerte de sus hijos.

Se dice que la obra fue agorera, ya que la hija de Mahler, nacida en los días en la que la música era compuesta, murió a los cuatro años de edad. Pero se me ocurrió mientras escuchaba los lieder que en el lamento por los muertos, Mahler endecha su amistad con Lipiner –que sólo retomaron al final de sus días–, y se lamenta de una judeidad que se les escapó a ambos para siempre.

 

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