El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 196 · julio-septiembre 2021 · página 3
Artículos

Imperiofilia y el populismo nacional-católico

José Javier Villalba Alameda

Las (sin)razones de un libelo

jesuitas

“…extraña relación [la] que los españoles de ahora tiene con su historia, que es como si no fuera suya, porque efectivamente no lo es.”
María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra.

Publiqué en el número 193 de El Catoblepas un artículo titulado “A propósito del Procés. Un apéndice a la crítica Imperiofilia y el populismo nacional-católico, de José Luis Villacañas”. Ahora, casi dos años después de la publicación del libro criticado y casi un año después de la publicación del apéndice de la crítica (lo más apropiado habría sido publicar antes la crítica, que fue escrita antes), parecería inoportuno publicar la crítica. Pero pudiera interesar a algún lector del apéndice a la crítica leer la crítica misma, y, sobre todo, ocurre que el contexto en el que se publicó el libro de Villacañas es el mismo: la leyenda negra antiespañola y su razón de ser persisten.

Para negarlo José Luis Villacañas escribió un libro negrolegendario de cabo a rabo. Imperiofilia y el populismo nacional-católico (la respuesta al muy vendido y elogiado ensayo de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y la leyenda negra) es un contraensayo con un contratítulo mentiroso: los imperios suscitan filias y fobias, sí, pero no aparece en Imperiofobia ese fantasma al que Villacañas llama populismo nacional-católico. Darle cuerpo a ese fantasma fue el propósito de Imperiofilia. Su contratapa nos cuenta que Imperiofobia es “un ensayo que se propone desmontar las bases de un antiespañolismo que desde hacía siglos habría estado tergiversando la historia de nuestro país, dentro y fuera de nuestras fronteras”. Más abajo leemos lo que Imperiofilia se propone destapar: “El éxito del libro es revelador de las escasas exigencias de ciertas élites del país, quienes frente a un mundo que no entienden ni saben ya dirigir, necesitan de una legitimidad que Imperiofobia les ofrece de un modo brutal”. Nada de eso, lo que ofrece el libro Roca Barea es un estudio sobre el origen y las distintas manifestaciones de la leyenda negra antiespañola; el de Villacañas es una fábula acerca del propósito oculto que habría impulsado a la autora a escribir Imperiofobia y de las taras que llevan a sus lectores a leerlo y valorarlo positivamente: un libelo destinado a estigmatizar a Roca Barea, desacreditar su obra y censurar a sus lectores.

Villacañas desfigura por completo el texto escrito por Roca Barea y le atribuye a ésta perversas intenciones. El propósito oculto del texto se impone en la crítica villacañesca al análisis del contenido, lo que justifica el variado catálogo de insultos que le dedica al libro y a su autora en Imperiofilia y en varias entrevistas de promoción: “brutal” (su preferido), “bárbaro”, “dañino”, “peligroso”, “descarado”, “antieuropeo”, “racista”, “tóxico”, “deshonesto”, “antiintelectual”, “delirante”, “prepotente”, “obsesivo”, “compulsivo”, “antisemita” (a la vez que “prosionista”: Villacañas no se ha enterado de que el antisionismo es el avatar actual de la judeofobia de siempre), “libelo populista intelectual reaccionario y malsano” que “destruye lo más importante que tiene el ser humano, que es la inteligencia”… Es tan malo que incluso es homófobo, pues, no se sabe muy bien cómo, sus argumentos llevan a que se vuelva a plantear que “los homosexuales deben ser reeducados”. Para más inri, es un libro “subliminal”, cuya maldad no se percibe conscientemente, pero que influye en la conducta de los lectores (suponemos que habrá que distinguir dos grandes categorías puras: los que leen el libro porque el mal ya anida en ellos y los que al leerlo se contagian del mal. En medio, alimentándose el mal de la ignorancia y ésta del mal, una mezcla de ambas categorías en variable proporción). Por último, el libro “no es ingenuo”, es decir, que no se le puede imputar error, sino mala fe, de lo que se concluye forzosamente la maldad esencial de su autora, aunque Villacañas, que no deja una calumnia sin pronunciar, no descarta que quizá, después de todo, Roca Barea no sea realmente su autora.

La finalidad oculta de Imperiofobia, desentrañada por Villacañas, es doble: primero, generar “una tropa de excepcionalidad fanatizada alrededor de este libro”, “una tropa de fanáticos por si la situación se pone fea en Cataluña”; y después –esta sería la finalidad de fondo–, conseguir una hegemonía cultural “que consiste en reconocer que las únicas élites legítimas de este país son los obispos, las élites religiosas”{1}. Villacañas nos pone delante de los ojos una conspiración reaccionaria que a largo plazo pretende entregar a los obispos el poder y a corto plazo estimular la creación de una sección de asalto españolista en Cataluña. No sorprende que Roca Barea ignorara la solicitud de debatir semejante disparate con quien, además, así se ensañó con ella.

Una conspiración fantasmal contra Europa

Se lee en la faja de Imperiofilia: «Imperofobia es un producto de la factoría Steve Bannon mezclado con el corazón castizo de la melancolía imperial de Gustavo Bueno, utilizado por los padres fundadores de la Asociación en Defensa de la Nación Española en su proclama inaugural y hoy inspiradores del partido político Vox.» Quien no haya leído Imperiofilia podría exonerar al autor de una teoría conspirativa tan delirante y atribuirla a la estrategia de marketing de la editorial. Pero no, la faja reproduce un fragmento de la página 228. Esta conspiración reaccionaria se propondría reconstruir el mapa geopolítico internacional y volar la democracia y el progreso que representa Europa. ¿El papel de España en esta conspiración? Trabajar desde el interior de la CE (junto a los Salvini, Orban, Le Pen, etc.) para hacerla saltar en pedazos. ¿Y cuál sería el proyecto a largo plazo de Roca Barea y el resto de castizos melancólicos imperiales que se nutren ideológicamente del sistema filosófico levantado por Gustavo Bueno? Para saberlo hay que ir a la página siguiente: una vez que el elemento católico-hispano domine los EE.UU, “reconquistar los territorios que hay al norte del Río Grande”, para lo cual, evidentemente, tendrían que traicionar a sus ahora aliados blancos anglosajones y protestantes (Trump y compañía). Reconoce el autor que los indicios de la conspiración apenas se perciben en Imperiofobia, pero que si se rastrea con sutileza se encuentran, como acababan encontrando brujas los protestantes que las buscaban convencidos de encontrarlas (y que me perdone el protestantófilo Villacañas la comparación). Todo esto finge creer el autor de Imperiofilia que imagina la autora de Imperiofobia.

En el prólogo (pp. 13-17) el autor explica las razones por las que escribe el libro. La primera, porque Imperiofobia es dañino y peligroso, iniciador de una ofensiva ideológica reaccionaria que va a disputar la lucha por la hegemonía cultural española en los próximos años e intentar alterar los fundamentos morales y políticos de nuestro mundo. Nada menos. Solo ahora, en este momento tan significativo (alude al proceso secesionista de Cataluña) intuye el autor el dinero y los medios que se está movilizando para ello, desde Facebook y otras redes sociales hasta la “intervención programática” que es Imoperiofobia. España parecía al resguardo del complot reaccionario pero el éxito de ventas del libro demuestra que no lo estaba.

La segunda razón que aduce Villacañas es que “Imperiofobia ataca de un modo insidioso y grotesco todo lo que ha defendido en mi humilde obra” (p. 14). Lo que siempre ha defendido –confiesa– es una comprensión de Europa y sus tradiciones intelectuales, religiosas y morales, cuyo propósito es ofrecer elementos para reflexionar sobre la historia hispana, con la idea de “seleccionar los elementos que nos permitan acercar las distancias que nos separaban, y nos separan, de nuestros socios, amigos y aliados europeos” (p. 14). Páginas abajo escribe que “mi ensayo asume que a España le ha ido bien desde que se incorporó a Europa hace ahora cuarenta años. Por eso, aspiro a no indisponernos con el proyecto de una vida común intensa y eficaz con esos vecinos del norte que son los nuestros y a los que Roca Barea desprecia. Como veremos, el suyo es un libro enojosamente antieuropeo. Prorruso y antieuropeo, esa es la verdad de Imperiofobia” (p. 32). No lo es, porque desmontar la leyenda negra no convierte a nadie en enojado y prorruso antieuropeo. No lo son, por supuesto, los historiadores europeos y americanos que vienen haciéndolo y a los que se remite Roca Barea. Y si de lo que se trata es de “ayudar a suturar la fisura que separa a los pueblos del norte y del sur de Europa, procurar una comprensión de su historia desde la nuestra como condición de exigir un trato recíproco” (p. 15), hay que subrayar que la obra de Roca Barea expresa como ninguna otra esa exigencia de reciprocidad. La reciprocidad es incompatible con la exigencia villacañesca de echar paletadas de tierra sobre la historia para no molestar a nuestros amigos y aliados europeos. Villacañas acusa a Roca Barea (contradictoriamente, porque lo que ella exige es precisamente reciprocidad) de levantar la bandera por el combate entre sí de las naciones europeas y prepararlas para ser víctimas de los Estados Unidos y Rusia (p. 15).

Villacañas, pues, cree que no conviene revisar la leyenda negra para no ofender a “nuestros socios, amigos y aliados europeos”. Por supuesto, no hay que ofender gratuitamente a nuestros amigos. No obstante, hablamos de un libro de historia, y lo importante es si sus tesis son sólidas y explican mejor que otras el pasado, no que debido a su enorme éxito de ventas y crítica pueda amenazar de alguna manera –a saber cómo– la alianza y amistad con las naciones del norte.

Metodología negrolegendaria

Villacañas fabula sobre el perverso propósito político que guía a Roca Barea y le adjudica una metodología que se ajusta a tal propósito: su populismo reaccionario nacional-católico se complementa con un populismo intelectual reaccionario. Ambos son vástagos gemelos de una relación con la historia poco saludable. Roca Barea entiende la historia como arma política y la identifica con la apología o el libelo. Idealiza y ama incondicionalmente la historia de España, lo que la incapacita para acercarse siquiera a ella, y “parece dominada por la repetición de un pasado imperial para España como si esa fuera la única expectativa de futuro aceptable” (p. 255). Opuesta a esta mala relación con la historia es la que mantiene el escéptico que carga con todos sus defectos, acercándose a ella críticamente, sin ocultar el sufrimiento que ha causado, no por masoquismo o autoexpiación, sino por tratar a los que sufrieron con dignidad (pp. 253).

No tratamos a los que sufrieron con dignidad, por ejemplo, los lectores que hemos valorado Imperiofobia positivamente, los cuales somos insensibles, por adolecer de un “bajo nivel intelectual y una malísima salud moral” (p. 22), al sufrimiento pasado, al sufrimiento presente y hasta al sufrimiento por venir. En una conferencia-debate en Teatro de Barrio, titulada “¿Pedir perdón por la conquista?”{2}, Villacañas, crecido ante un público entregado, dice que el problema real de este peligroso revisionismo histórico filoimperial es que la identificación incondicional de España con su pasado es una decisión a favor del mantenimiento de sus estructuras arcaicas y nos impide tener sensibilidad del daño que hacemos en el presente. Esa brutalidad de la mirada no se queda anclada en el pasado, qué va, genera una mirada bárbara insensible a la barbarie del presente. Quienes, endurecido el corazón, toman partido en esta polémica acerca de la leyenda negra a favor de Roca Barea proyectan la brutalidad del pasado en la relación con el otro en el presente. Revisar la leyenda negra es preparar el ánimo para tratar a los inmigrantes de la misma manera que se trató en el pasado a los indígenas americanos. Esta es la cuestión real, por eso es tan grave… Así culmina Villacañas su actuación en Teatro de Barrio, arrojando su prestigio de científico social a las simas más profundas del sentimentalismo fullero, pero recogiendo a cambio el aplauso de un público contento de formar parte, como atestigua su presencia, del pueblo sensible a la mirada del otro.

La esencia metodológica del populismo intelectual reaccionario consiste, según Villacañas, en la deformación grotesca, la construcción de un enemigo y el tu quoque (p. 14). Que Imperiofobia es fundamentalmente un manifiesto de exigencia de reciprocidad lo confirma Villacañas sin querer al señalar que el libro en buena parte consiste en un tu quoque infinito. El tu quoque, en efecto, es una falacia argumental, pero cuando respondemos “tú también”, “tú más”, o “vosotros sí y nosotros no”; ese “también”, ese “más” y esos “sí” y “no” se refieren siempre a un qué y no a un quién; se refieren a unos hechos históricos concretos que habrá que dilucidar, lo cual es positivo para alcanzar una mejor comprensión del pasado. Afirmar que los españoles perpetraron un genocidio y no mencionar que los colonos ingleses casi no dejaron un indio vivo, o contar la intolerancia religiosa de los católicos y callar la de los protestantes, no ayuda en ningún sentido a comprender mejor la historia. Roca Barea compara (y a eso lo llama Villacañas tu quoque), lo cual contribuye a un mejor conocimiento histórico en tanto que arroja luz sobre el mito oscurantista que es la leyenda negra, colocando a cada sujeto histórico en el lugar que le corresponde en el origen y proceso de elaboración de una leyenda negra que surge de la dialéctica de imperios. La historia moderna de Europa es la lucha de los imperios europeos, así que mal puede ayudar a su comprensión ignorar uno de sus productos más significativos: la leyenda megra ¿Acaso pretende Villacañas que cerremos los ojos con tal de no malquistarnos con “nuestros amigos del norte”?

Además de no ser estéril en lo que respecta al conocimiento histórico, lo que Villacañas llama tu quoque es lícito contra la leyenda negra. Metidos en polémica con un hipócrita que denuncia con indignación la actuación española en América y calla o miente sobre la inglesa, recurrir al tu quoque no es sólo justo, también es necesario. Si, para más inri, el hipócrita exige, en nombre de la honestidad del debate y de la conservación de la amistad y alianza con, por ejemplo, el Reino Unido (que no ha salido de la UE, que sepamos, porque el embajador español en Londres le regaló a la reina Isabel un ejemplar de Imperofobia), guardar silencio acerca de algunos episodios desagradables de la colonización inglesa de Norteamérica, entonces, acogerse al tu quoque no sólo es un derecho, sino que es un deber. Aunque la historia debe servir para conocer el pasado y no para juzgarlo, lo cierto es que la leyenda negra, además de ser un mito oscurantista que obstaculiza la comprensión del pasado y del presente, es una sentencia inculpatoria contra la historia de España que hay que recurrir. Como dice Roca Barea: “Las Bienaventuranzas me parecen un programa ético más bien lamentable y poner la otra mejilla es pura y simplemente inmoral, porque nada excita más la maldad que una víctima que se deja victimizar. Defenderse es más que un derecho: es un deber” (p. 17). La leyenda negra ha descrito durante siglos a los españoles como fanáticos, supersticiosos, ignorantes, vagos, incultos, crueles… En definitiva, como unos bárbaros. Recordar que otros fueron tan bárbaros como los españoles –si es que no lo fueron en mayor medida– más que un derecho es un deber. Mantener vivo un mito oscurantista que recae sobre España y silenciar negrísimos hechos históricos atribuibles a las naciones europeas enfrentadas históricamente a ella ni es justo ni tampoco ayuda a comprender mejor la historia.

Sobre la acusación de crear un enemigo secular de España, hay que decir que Roca Barea no lo crea, sino que –cosa absolutamente distinta– analiza el papel de la propaganda negrolegendaria en unos conflictos políticos, religiosos, militares y económicos en los que el imperio español se vio envuelto con otras naciones, además de analizar cómo sigue operando esa propaganda antiespañola. Villacañas, en cambio, sí crea un enemigo inexistente (la conspiración reaccionaria universal-populista), señala a la autora de Imperiofobia como su cabeza de puente en España y define el libro como su “propuesta programática”, amén de creerlo papilla ideológica para fanáticos españolistas.

El populismo intelectual de Roca Barea, según Villacañas, es brutal y desprecia la inteligencia, abundando las invectivas contra los intelectuales. No las hay, ni muchas ni pocas, por eso a Villacañas no le queda más remedio que caricaturizar Imperiofobia: “Los refinados, malditos, diabólicos intelectuales. ¿No queremos un síntoma preciso del cariz populista de este libro? (p. 39). Él sí lo quiere, claro, pero como no lo encuentra se lo inventa. Roca Barea no critica a los intelectuales por lo que son, sino a algunos intelectuales por lo que hacen, esto es, por crear y difundir la leyenda negra. ¿Y quién si no los intelectuales iban a hacer tal cosa? ¿Quizá los campesinos, los artesanos, las criadas? Villacañas deforma grotescamente lo que no es más que la constatación de un hecho indiscutible –que los intelectuales al servicio de oligarquías antiespañolas alemanas, holandesas e inglesas crean y propagan la leyenda negra– con el propósito de mostrar a una autora “brutal” y “contraria a la inteligencia”.

También reprocha Villacañas a Roca Barea que no resalte los aspectos negativos del imperio español y que ofrezca una visión positiva de éste. No lo hace, efectivamente, pero resulta ridículo censurar a quien lucha contra la leyenda negra por no estar dispuesta a seguir abonándola. La visión negativa del imperio español ha sido suficientemente cultivada, al tiempo que se ha ofrecido una imagen muy positiva de sus enemigos. Ya es hora de contar que la historia de España no solo tiene un lado oscuro, de contar que también existe un lado luminoso que merece y debe ser conocido. Hay muchos Villacañas recordando la calamidad histórica que ha sido España, dejemos también hablar a las Roca Barea. Escuchemos a quienes luchan para destruir un mito oscurantista y no a quienes trabajan para mantenerlo vivo.

Villacañas le recuerda constantemente a Roca Barea que sus “diatribas antieuropeístas” no nos permiten conocer mejor la historia de Europa. Leemos, por ejemplo: “De las páginas que dedica Roca Barea al destino histórico de Gran Betraña, el lector no obtendrá la más leve explicación de cómo fue posible ese milagro por el que un país pobre de solemnidad generó la élite más numerosa, preparada, arrojada y firme para civilizar tierras tan increíblemente extensas como la India, Oceanía y buena parte de África. Una explicación de este secreto no se verá en el libro. Por el contrario, sólo comprenderemos que Inglaterra es el agente más obstinado de la propaganda antiespañola” (p. 108). ¿Y por qué tendría que explicar Roca Barea el “milagro inglés” si su intención es mostrar el papel jugado por Inglaterra en la propagación de la leyenda negra y probar que también allí (como en España, como en Alemania, como en Holanda) no hubo libertad ni tolerancia religiosa? Además, que Inglaterra fuese agente de la propaganda antiespañola obedecía precisamente a que sus fines se oponían a los del imperio español. Intentar obrar ese “milagro” enfrentaba necesariamente a Inglaterra con España (al menos en el periodo americano del colonialismo inglés). Pero la materialización final del “milagro” no es lo que convierte a Inglaterra en agente de la leyenda negra, sino el mero intento de materializarlo, que es lo que la enfrenta a España. Con milagro o sin milagro, Inglaterra habría sido igualmente agente de la leyenda negra antiespañola. El “milagro inglés” no explica la leyenda negra, así que su explicación está de de más en Imperiofobia.

No obstante, hablemos del “milagro inglés”. Es sintomático que a Villacañas le admire tanto y que se muestre tan desdeñoso ante la magnitud incomparable del milagro español. Roca Barea distingue entre imperios y colonias, ejercitando la distinción que Gustavo Bueno establece en España frente a Europa entre imperios generadores e imperios depredadores. España colonizó América, Inglaterra estableció colonias en América. La diferencia es esencial. La Corona inglesa delegó la colonización en compañías mercantiles y en particulares (a cambio de tributos) cuya motivación, fundamentalmente, era la obtención de beneficios (las compañías), y poseer una tierra donde empezar una nueva vida (los particulares). La monarquía española, en cambio, impulsó la colonización para agrandar España, para llevar a España al otro lado del océano, para que en el otro lado del océano se encontrara también España, no sólo españoles. La estructuras políticas, sociales y administrativas resultaron por ello totalmente distintas. Lo más decisivo, empero, es la diferencia de mentalidad: los españoles no se sentían, como los pioneros ingleses, elegidos de Dios para segregarse de los no elegidos, sino elegidos por Dios para unirse en Dios con otros pueblos. Villacañas, negrolegendareando, resume de forma grosera y estrecha la acción civilizatoria del imperio español con la fórmula “oro y esclavos”. Siendo tan reduccionistas como él, aunque mucho más precisos, podríamos resumir la colonización inglesa del norte de América así: oro no, porque no había, y los indios mejor muertos que esclavizados. El verdadero “milagro inglés” habría sido que los indios sobrevivieran a la colonización inglesa como sobrevivieron –puros o mestizos– a la española.

Lo esencial es que el imperio español creó una civilización nueva, una civilización mestiza que los ingleses ni se acercaron a concebir. Las Leyes Nuevas o La Junta de Valladolid representan una sensibilidad en la mirada –que diría Villacañas– totalmente nueva; representan lo contrario de la mirada bárbara –que diría Villacañas– con que miraron los ingleses a los indios que se encontraron. Si hay una palabra que condensa el significado de la obra de España en América es “mestizaje”. Puede Villacañas buscar indicios de mestizaje en las colonias inglesas en América del Norte, Oceanía, India o África, que no los encontrará. La ausencia de mestizaje explica que el “milagro inglés” se mantuviera menos tiempo que el español. Y es que los imperios generadores siempre han durado más que los imperios depredadores. Un imperio generador posee estructuras más sólidas gracias al mestizaje; es más eutáxico que un imperio depredador cuya solidez estructural se identifica con la solidez de la metrópoli. El imperio inglés en América del Norte –desde la llegada del Mayflower en 1620 hasta la independencia de las Trece Colonias en 1776– dura un siglo y medio. Después, Inglaterra tardará casi medio siglo en iniciar su expansión en la India. Desde la proclamación de la reina Victoria como emperatriz de la India (1877) hasta la independencia (1947) transcurren setenta años. El milagro español es más duradero, más extenso, más profundo y de mucho mayor calado en la historia universal que el “milagro inglés” tan admirado por Villacañas.

Si lo que se pretende es conocer mejor la historia, nunca debe confundirse el deseo con la realidad. Es lo que hace Vilacañas cuando pregunta “¿por qué tenemos que ponerle yugos a nadie? Ni suaves ni duros. ¿Qué tal si cada pueblo se hace responsable de sus asuntos? ¿Qué tal si los pueblos cooperan sin tener que medirse como superiores o inferiores? (…) Para Roca esto es sencillamente inviable” (pp. 26-27). En primer lugar, Roca Barea no es una miss a la que acaban de coronar y responde “la paz mundial” cuando le preguntan qué deseo querría ver hecho realidad. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior (no ser una miss coronada), Roca Barea no se plantea, en efecto, la viabilidad de que las naciones cooperen juntas sin enfrentarse entre ellas. Avisa en el arranque de la introducción que “procurará en lo que sigue no incurrir en resbaladizas disquisiciones morales sino dejar constancia de los hechos” (p. 15). No debiera ser necesaria tal advertencia, ya que el suyo es un libro de historia, pero leyendo el sermón de Villacañas, que nada aporta al conocimiento histórico, se comprenden ese tipo de prevenciones.

Según Villacañas, Roca Barea es una firme defensora de una mezcla de darwinismo y nietzscheanismo que divide el mundo en superiores e inferiores, en elegidos y repudiados por la historia. Lo demuestra, al parecer, que “el libro haya sido todo un éxito entre las capas pudientes españolas (…), su función consiste en reforzar su sentimiento de autoestima, de legitimidad, algo que viene bien cuando ambas cosas están bajo mínimos. ¡Claro que estoy de parte de los superiores! Eso es lo que se espera que confiese todo lector entusiasmado” (p. 30). De la lectura de Imperiofobia, sin embargo, no se deduce la existencia de mezcla tan nociva. Ocurre que Villacañas llama “mezcla de darwinismo y nietzscheanismo” a la conveniente distinción entre el ser y el deber ser. Porque lo que sostiene Roca Barea es que la jerarquía y el poder existen en todas las sociedades humanas, que quizá sería muy bonito que no fuera así, pero para nuestra desgracia desconocemos cómo se organizan los cuerpos sin esta ley de la gravedad social. Históricamente las sociedades tienden a crear enormes superestructuras a las que llamamos “imperios”, siempre, en condiciones favorables y menos favorables, y, si esto es así, alguna ventaja ha debido encontrar nuestra especie en estas macroestructuras políticas (pp. 15-16). Roca Barea sostiene que todo imperio constructivo es al mismo tiempo destructivo, pues la construcción de un orden nuevo implica siempre la destrucción del viejo orden. No intenta, pues, ocultar el aspecto destructivo de los imperios, como mendazmente señala Villacañas. Argumenta también que es imposible que un imperio ocupe territorios e incorpore población si no ofrece a ciertas capas de esta unas perspectivas de mejora de sus condiciones de vida respecto a las que mantenían en el orden anterior. Roca Barea repite hasta la saciedad que toda leyenda negra tiene fundamentos reales, pero advierte que estos se suelen exagerar, ocultando los aspectos positivos, que son precisamente los que explican que el imperio se levante y mantenga en pie. Exagerar es justamente lo que hace Villacañas cuando describe la obra española en América con la expresión “oro y esclavos”, lo que le convierte en un agente de la leyenda negra antiespañola, esa que dice que ya no existe.

“Dos principios católico-romanos me resultan admirables –escribe Roca Barea– y los comparto sin titubeo, a saber: que todos los seres humanos son hijos de Dios, si lo hubiera, y que están dotados de libre albedrío. Es extraordinario que la iglesia católica jamás haya coqueteado con esa idea aberrante, madre de tantos demonios, entre ellos el racismo científico, que es la predestinación” (p. 17). No es Roca Barea, pues, quien mezcla a Darwin con Nietzsche, ni fueron los países católicos quienes cultivaron el darwinismo social y el racismo científico (¿será casualidad que las leyes de eugenesia se implantaron en EE.UU, Alemania, Suecia, Reino Unido, Canadá, Francia, Islandia, Finlandia, Dinamarca o Suiza y no en los países católicos del sur de Europa?), ambos herederos de la convicción de pertenecer a una comunidad predestinada por Dios. Este sentimiento, el de contarse entre los elegidos, es apreciado muy positivamente por Villacañas, y considerado, en este y otros libros suyos, como el fundamento religioso de sus admiradas naciones protestantes. No, no es Roca Barea la que admira a quienes han fundamentado la comunidad política en la pertenencia a la comunidad religiosa elegida por Dios.

A Villacañas le fastidia reconocer los hechos históricos que no le permiten una censura moral. Lo positivo, si de la historia de España se trata, no le sirve, y por eso reduce el imperio español a oro y esclavos, y el resto de la historia de España a un fracaso continuo. Y cuando se toma un hecho claramente negativo, como la expulsión de los judíos en tiempos de los Reyes Católicos, se exageran sus consecuencias negativas, como hace Villacañas{3}.

Villacañas niega con una mano la existencia del fenómeno al que Roca Barea llama “ley del silencio”, que consiste en hacer invisible todo logro cultural, científico y social que se produce en el mundo católico al mismo tiempo que se resaltan los que se produce en el mundo protestante, de tal manera que los primeros parecen un hecho excepcional y los segundos una constante (p. 394). Mientras, con la otra mano, silencia los logros españoles y llama reaccionarios a quienes ofrecen una visión más positiva de la historia de España no por consolarse de la mediocridad hodierna con las glorias pasadas, como él cree, sino porque saben que la historia de una nación como la española, que crea el primer imperio universal de la historia, el cual dura tres siglos, no puede reducirse a una sucesión de fracasos. Villacañas desprecia la Escuela de Salamanca, la expedición de Balmis y otros hechos que en cualquier otra nación serían conocidos por sus escolares. Hablando de Blas de Lezo confiesa que “cuanto más lejos estoy de esas glorias, mejor me encuentro” (p. 113).

Pero las glorias de las naciones que él tanto admira son reconocidas, admiradas, y recordadas con profusión y sin complejos, sin que esto le cause incomodidad alguna. Inglaterra y Francia cultivan su imagen de naciones pioneras que han determinado el desarrollo histórico y cultural de Occidente, fomentan la cultura nacional y celebran sin miedo al qué dirán episodios históricos que, como todos, tienen claroscuros. Sólo en España está mal visto el aprecio a una historia y una cultura común de alcance universal, sólo aquí resulta ofensivo recordarla. Es sintomático el malestar que le causan a Villacañas esas glorias, como si hubiera una presencia constante y abrumadora de ellas en los medios de comunicación, en la literatura, en el cine, en los museos, en las salas de exposiciones, en las escuelas, institutos y universidades, o en la agenda cultural de las administraciones. Ojalá fuera así, pero si por algo destaca la España autonómica es por el despego hacia la historia común y la promoción exacerbada de la historia y la cultura locales. En España incomoda que se mire al pasado desde una perspectiva nacional, y no porque se ignore que las partes no se pueden comprender sin referirlas a su totalidad, sino porque existe el propósito deliberado de devaluar lo nacional, cuya sola mención suelen merecer en España el sambenito “facha”. El aprecio a la propia historia que se tiene en las naciones grandes y pequeñas, en las viejas y las nuevas, estorba en la vieja nación española.

Villacañas tiene la ocurrencia de presentar como prueba de la inexistencia de la ley del silencio a la que se refiere Roca Barea la película francesa de 1935 La kermesse heroica (p. 130), del director belga Jackes Feyder. Pero la imagen positiva que la película ofrece sobre la presencia de los Tercios españoles en Flandes es una excepción, la única excepción, por lo que la mención de Villacañas de La kermesse heroica es inevitable: le ha sido imposible encontrar otra película como esta. Además de ocultar a sus lectores lo excepcional de esta película, también oculta que el estreno de la película provocó escándalo en París y Bruselas y que no se estrenó en Brujas por la presión de los nacionalistas flamencos. Roca Barea, en cambio, tiene la cortesía de no hurtar a sus lectores “una película excepcional” que rompía “todos los clichés al uso” (p. 456). Significativo contraste.

Villacañas hace suya la idea de la excepcionalidad de la historia de España entre las naciones civilizadas: la nación que más judíos persiguió, la que más herejes quemó, la que más indios mató… En definitiva, la más intolerante y fanática. Esta visión de España la comparte con los populistas bolivarianos de uno y otro lado del charco y con los nacionalistas periféricos. Acusa a Roca Barea de dar una visión positiva de la historia de España que contrarresta la triunfante visión negativa que él cultiva, y de hacer un uso “presentista y beligerante” de la historia, al tiempo que la tacha de ignorante o malvada (y no sólo a ella, también a sus lectores, a todos los partidos políticos de derecha, de centro, a algún verso suelto de la izquierda, a los discípulos de Gustavo Bueno que atacan la leyenda negra y, en general, a todos aquellos que la confrontan). Todos ellos integran “las oscuras fuerzas que se han puesto en pie para alterar los fundamentos políticos y morales de nuestro mundo” (p. 13). Todo son populistas reaccionarios. Si lo suyo no es populismo que suba el diablo y lo vea.

Las razones de un libelo

Si Roca Barea, como dice Villacañas, no hace más que volver a contar lo que ya han contado algunos hispanistas anglosajones y franceses, si casi no aporta datos inéditos, ¿a qué viene tanto revuelo? ¿Por qué ataca con tanta furia a quien comparte las opiniones de autores americanos y europeos a los que nada reprocha? ¿Por qué escribir más de 250 páginas para refutar un libro de aluvión? Es evidente que Imperiofilia no se habría escrito si Imperiofobia no hubiera sido un éxito editorial y no hubiera obtenido un gran impacto social y mediático. Pero tampoco se hubiera escrito si su tema y enfoque hubieran sido otros. Imperiofobia es considerado un libro “dañino y peligroso” porque ha convertido en un fenómeno editorial y mediático una contraofensiva contra la leyenda negra antiespañola. Esto es lo que ha provocado una respuesta tan injusta como violenta. Descartemos que haya sido el oportunismo editorial el que haya motivado el libelo de Villacañas, aunque él no sea tan generoso con la malagueña y en la página 115, después de tanto repetir que el objetivo de Imperiofobia es fabricar enemigos, se pregunta si no será más bien vender muchos libros. Descartemos también como motivación la envidia y el rencor (e ignoremos por ello una enojosa cuestión: que el éxito menor de Imperiofilia se debe al exitazo de Imperiofobia). Aunque algo pueda haber de una y otra cosa (a nadie le amarga un dulce, a algunos les amargan los dulces que otros comen), la razón por la que Imperiofobia ha irritado tanto es otra.

Villacañas sostiene que en toda esta polémica acerca de la leyenda negra sobrevuela el proceso de secesión de Cataluña. Y así es en lo que respecta a Imperiofilia, un libelo que es algo más que un escrito denigratorio contra Roca Barea y su Imperiofobia, puesto que es, sobre todo, la sentencia condenatoria de una idea de España, la de quienes en el proceso de secesión de Cataluña han decidido defender su unidad e integridad. El nacionalismo fraccionario, como recuerda Gustavo Bueno en España frente a Europa, “necesita la mentira histórica” (p. 139), necesita mantener viva la leyenda negra. Necesita, además, añadirle nuevos capítulos, porque su reivindicación del derecho a constituir un Estado propio pasa por demostrar la debilidad democrática del Estado español, manifestada en su incapacidad para reconocer la pluralidad nacional y en su negativa “brutal y antidemocrática” a concederle el derecho de autodeterminación. José Luis Villacañas, desde su exquisita y cómoda falsa equidistancia, regaña paternalmente a los secesionistas catalanes mientras cree y propaga la mayoría de sus mentiras, asume sus reivindicaciones y exige, con ellos y con otros que propugnan el fin del régimen constitucional del 78, una nueva constitución que enterraría el principio de soberanía nacional.

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{1} José Luis Villacañas: “Imperiofobia, de Roca Barea, es dañino porque destruye la inteligencia”, 17 julio 2019, zendalibros.com

{2} “¿Pedir perdón por la conquista?”, Teatro del Barrio, 4 abril 2019.

{3} En varios artículos de El Catoblepas, Pedro Insua, Atilana Guerrero y Joaquín Robles responden sobre este asunto a Fernando Pérez Herranz, pero son particularmente apropiados para responder a José Luis Villacañas por la similitud de algunas de las tesis de ambos (la desmedida importancia que se da a la expulsión de los judíos y la idea de que España fue ajena a la Modernidad):

• Pedro Insua Rodríguez, “Quiasmo sobre ‘Salamanca y el Nuevo Mundo’”, EC 15:12.

• Atilana Guerrero Sánchez, “La expulsión de los judíos: otra historia”, EC 15:13.

• Joaquín Robles López, “Peros a Pérez (Herranz)”, EC 17:1.

• Atilana Guerrero & Pedro Insua, “España y la ‘inversión teológica’”, EC 20:19.

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