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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 5
Voz judía también hay

La nacionalización del libelo de sangre

Gustavo D. Perednik

Los viejos mitos se han trasladado al Estado judío

EAFORD

Cabe señalar un par de aspectos de las Pascuas que se festejan en estos días. Uno tiende puentes entre el pueblo hebreo y la cristiandad: que la Última Cena fue precisamente el «Séder de Pésaj», la celebración hogareña de la pascua hebrea.

El otro, por el contrario, remite a los momentos más negros de las relaciones judeocristianas: durante siglos, miles de judíos fueron asesinados bajo la acusación de que usaban ritualmente sangre humana.

En efecto, el denominado «libelo de sangre» es uno de los tres mitos más difundidos (junto con el del deicidio y el del poder hebreo mundial) de una decena que conforma la mitología judeofóbica y que, hoy en día, se descarga usualmente contra «el judío de los países.

Hemos mencionado en nuestro último artículo la calumnia de que los médicos israelíes que viajaron a asistir a Haití, habrían tenido en realidad el sibilino objetivo de apropiarse de los órganos vitales de los sufridos haitianos. No llegamos a imaginarnos, empero, que una patraña de este tipo sería recogida y difundida por las Naciones Unidas. Éstas desde 1981 reconocen a la ONG llamada EAFORD, creada en Libia y dedicada casi exclusivamente a la deslegitimación de Israel (responde curiosamente a las siglas de «Organización internacional para la eliminación de todas las formas de discriminación racial»).

La EAFORD (que acusa a Israel, entre otras, de «limpieza étnica, masacres, y secuestros de palestinos») ha llevado al debate de la ONU la denuncia de que el Estado hebreo comercia con órganos de jóvenes árabes.

Por ello logró que el asunto se debata en la Decimotercera Sesión del Consejo para los Derechos Humanos de la ONU, que se lleva a cabo en Ginebra, y en cuya página web puede leerse ampliamente el libelo.

Las «pruebas» que se ofrecen del tenebroso comercio son formuladas con una lógica impecable: «Los órganos de los palestinos pueden ser una fuente de inmensa riqueza por medio de su tráfico en el mercado mundial. Médicos israelíes, rabinos y el ejército israelí pueden estar involucrados… Los médicos pueden remover los órganos que consideren comercializables, y los soldados entierran los cuerpos en tumbas anónimas». Todo ello, y más, en una página de las Naciones Unidas.

EAFORD convoca a un boicot de la medicina israelí y requiere del Secretario General Ban Ki-Moon que se traslade el «reclamo» a una corte internacional.

Un precedente cercano de las acusaciones fue publicado a mediados de agosto de 2009 por Donald Bostrom en el principal diario sueco, el Aftonbladet. Eventualmente, Bostrom admitió que su única fuente fue la queja de algunos palestinos, pero jamás se desdijo ni pidió disculpas a Israel.

Los cientos de libelos de sangre a lo largo de la historia respondieron a un esquema similar. Cuando se hallaba un cadáver de un niño en fecha cercana a la Pascua, se acusaba a los israelitas de haberlo asesinado para extraer su sangre, y se detenía a los principales rabinos o líderes comunitarios. Torturados hasta que confesaran el crimen, se terminaba por expulsar a toda la comunidad de esa comarca, o expeditamente masacrarla.

Los primeros casos tuvieron lugar en la aldea alemana de Würzburg en 1147, y el la de Norwich, Inglaterra, en 1148, en la que se esgrimió que «los judíos compraron al niño mártir William antes de la Pascua, lo torturaron como a nuestro Señor, y durante el Viernes Santo lo colgaron en una cruz».

En 1290, los judíos fueron expulsados de una Inglaterra enrarecida por la difusión de los libelos. También la expulsión de España fue precedida por una atmósfera hostil. El libelo de La Guardia aconteció en 1491, y de inmediato se instituyó el culto del Santo Niño mártir.

Cabe recordar que el primer libelo español data de 1182, en Zaragoza, y terminó por incluirse en la ley. El Código de las Siete Partidas (1263) reza: "Hemos oído decir que en ciertos lugares durante el Viernes Santo los judíos secuestran niños y los colocan burlonamente sobre la cruz".

En Inglaterra, un siglo después de la expulsión, cuando ya no había israelitas, Geoffrey Chaucer recogió la calumnia en uno de sus prólogos a los Cuentos de Canterbury. También sin judíos, España produjo casi cada siglo una obra literaria que reiteraba el tema: en 1583 Fray Rodrigo de Yepes escribió la Historia de la muerte y glorioso martirio del Santo Inocente, que llaman de La Guardia (después de casi un siglo sin judíos en España) y el argumento sirvió de base para la obra de Lope de Vega El Niño Inocente de La Guardia. En el siglo XVIII José de Canizares lo adaptó en La Viva Imagen de Cristo y Gustavo Adolfo Bécquer (1830-1870) en La rosa de pasión. En 1943 fueron republicados por Manuel Romero de Castilla bajo el título de Singular suceso en el Reinado de los Reyes Católicos.

La impávida irracionalidad

Los libelos de sangre muestran la inquebrantable irracionalidad del embate judeofóbico. Así, después del libelo de Fulda (1235), el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II de Hohenstaufen, decidió clarificar el caso definitivamente a fin de proceder: si los judíos eran culpables se los mataría a todos; si eran inocentes, se los exoneraría públicamente.

El emperador convocó a un sínodo que, después de investigar exhaustivamente el caso, se expidió así: "No puede hallarse, en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, que los judíos requieran de sangre humana. Por el contrario, esquivan la contaminación con cualquier tipo de sangre". El documento cita varias fuentes hebreas y aduce que "hay una alta probabilidad de que aquéllos para quienes está prohibida incluso la sangre de animales permitidos, no pueden desear sangre humana".

A los pocos años también el Papa Inocencio IV se pronunció por escrito (1247): "algunos cristianos acusan falsamente... que los judíos llevan a cabo un rito de comunión con el corazón de un niño asesinado; y en cuanto se encuentra el cadáver de una persona en cualquier sitio, se les hace recaer maliciosamente la responsabilidad".

Lo curioso es que la desaprobación de papas y emperadores no impidió que los casos de libelos se multiplicaran, sobre todo en Polonia, en donde el Consejo de las Tierras, órgano representativo de los judíos, envió un delegado al Vaticano, y logró que el cardenal Lorenzo Ganganelli (más tarde Papa Clemente XIV) emprendiera otra investigación exhaustiva y condenara los libelos.

En Rusia hubo decenas de casos, uno de ellos muy famoso en 1911. El acusado, Mendel Beilis, permaneció dos años en prisión y, a pesar de su ulterior exoneración, fue objeto de un acalorado debate en la sociedad rusa: si acaso los judíos son infanticidas.

La proliferación de los libelos a pesar de las pruebas y reclamos en contra, puede explicarse por el hecho de que el mito responde a la necesidad del judeófobo, quien en aras de golpear a mansalva se aferrará a cualquier mentira.

Así, la desaparición en 1669 de un niño cristiano en la aldea francesa de Glatigny, fue suficiente para que Raphaël Lévy, quien cumplía funciones rabínicas en la cercanía, fuera detenido. El tribunal de Metz lo encontró culpable de matar al niño con propósitos rituales, lo condenó a morir en la hoguera, y exigió la expulsión permanente de los judíos de la ciudad... a pesar de que interín ¡el cadáver del niño fue hallado devorado por lobos! Lévy fue quemado en Metz el 17 de enero de 1670. Poco tiempo después el Consejo Real de Luis XIV admitió que se había tratado de «un error judicial». Pero los instintos habían sido satisfechos.

Al más importante de los mitos modernos le tocó un destino similar: aunque fuera refutado una y otra vez, cundía por doquier. La patraña del dominio judío mundial se generó en Francia en 1807 para explicar la Revolución Francesa, y reapareció hacia 1850 en muchos diarios alemanes que buscaban misteriosas raíces a la Revolución de 1848.

En Rusia, después del asesinato de Alejandro II (1881), la policía secreta Ojrana se propuso explicar ideológicamente el clima de violencia desatado, y con ese fin actualizó la vieja tradición demonológica. Como venía señalándose a París como el centro de la supuesta confabulación judaica, allí se instaló el agente Orgeyevsky para «documentar» las siniestras actividades israelitas. El ministro Peter Stolypin primero descartó varias propuestas por "propaganda inadmisible», y finalmente se aceptó un panfleto del místico Sergei Nilus escrito hacia 1902.

El libro imaginariamente contenía los «verdaderos» protocolos del congreso efectuado en Basilea un lustro antes (el Primer Congreso Sionista Mundial) que, aunque supuestamente había fingido el objetivo de establecer un hogar nacional para los judíos, en realidad había sido convocado para un plan de dominación mundial. En dichos Protocolos de los Sabios de Sión, rabinos y líderes expresaban sin vueltas su sed de sangre, maquinaciones y ansias de poder.

Durante los primeros quince años, los Protocolos tuvieron poca influencia. Su suerte cambió cuando salió publicado un artículo en el Morning Post de Londres (del 7 de agosto de 1917) que sugería la existencia de un gobierno judío secreto e internacional. Los rusos decidieron enviar copias de los Protocolos a numerosos diarios europeos para «corroborar» la hipótesis. El éxito de la farsa no tuvo precedentes. Millones de ejemplares se vendieron en más de veinte idiomas. En los EEUU su gran mentor fue el magnate del automóvil, Henry Ford, quien durante los años veinte difundió la mentira en su diario The Dearborn Independent. También The Spectator londinense requirió en 1920 que se designara una Comisión Real para revisar si existía una confabulación judía internacional para destruir el cristianismo. De ser probada su existencia, «se justificará nuestra cautela para admitir judíos a la ciudadanía... Debemos arrastrar a los conspiradores a la luz, y mostrarle al mundo cuán malvada es esta plaga social».

La pregunta era más moderna, pero sonaba como la del sínodo del año 1235: ¿Beben los judíos sangre cristiana; nos dominan secretamente?

La Comisión Real nunca fue erigida, gracias a que un corresponsal del diario The Times, Philip Graves, descubrió casualmente la novela en base de la cual se habían fraguado los Protocolos. Era una sátira contra Napoleón III escrita medio siglo antes (en 1865), Diálogos en el infierno de Maurice Joly, en la que los franceses (no los judíos) acumulaban poder. De 2.560 renglones, 1.040 habían sido copiados literalmente por Nilus, palabra por palabra. El fraude había sido desenmascarado. El editorial del Times del 18 de agosto de 1921 fue una resonante admisión del macabro error. Los Protocolos eran falsos y la conspiración judía mundial un nuevo mito judeofóbico.

Pero tal como había sucedido con el libelo de sangre, o a fines del siglo XIX con el caso Dreyfus, el hecho de que la patraña fuera racionalmente desenmascarada no ayudaba a disminuir el odio.

Durante aquellos días en Francia, André Chevrillon relató que un médico se atrevió a decir del inculpado: «Me gustaría torturarle». Su procaz confesión, lejos de despertar estupor, motivó a una dama a responder: «Y a mí, me gustaría que fuese inocente, porque así sufriría más».

En su patente irracionalidad, la judeofobia no admite pruebas en contrario. Así procede hoy en día la demonización de Israel, país que padeció la abrumadora mayoría de las condenas del Consejo para los Derechos Humanos de la ONU.

Ante la nueva acusación, el portavoz israelí de Exteriores, Yigal Palmor consideró «indignante» que semejantes cargos sean parte de una página de la ONU, «en donde ganan respetabilidad las mentiras más surrealistas… absurdas, ridículas y horrendas… el único órgano robado es el cerebro de algunas personas».

Así de ladrona fue la judeofobia por milenios, aunque hoy en día el objeto del encono tiene más defensas a su alcance.

 

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