Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 70 • diciembre 2007 • página 5
Hace unos meses asistí a un concierto de la Orquesta Filarmónica de Israel, en el que la pianista Orli Shaham interpretó la Segunda Sinfonía de Leonard Bernstein. Ésta se basa en un laureado poema pastoral de Wystan Auden: La edad de la ansiedad (1947), escrito en el verso aliterado del anglosajón, que tanto cautivara a Jorge Luis Borges.
La obra revisa la búsqueda de identidad en el torbellino de un mundo inestable, el tanteo de una humanidad que bregaba por reencontrarse con ella misma, después de la hecatombe de la Segunda Guerra.
En el poema, y en su música judía, reverberan diversos momentos de ansiedad del pueblo hebreo, que grabaron puntos de inflexión en su destino. Por la multiplicidad de sus consecuencias, ninguno es comparable al 13 de marzo de 1881, uno de los días más fatídicos de la historia, cuando fue asesinado el zar Alejandro II Nicolaievich (1818-1881), conocido como «el zar libertador».
Su regencia constituyó un intervalo relativamente liberal en los tres siglos durante los que la dinastía Romanov gobernó el país más extenso del globo.
Antes de ese intervalo había en el mundo diez millones de judíos, la mitad de los cuales habitaba en Rusia, bajo condiciones políticas aciagas, y concentrados en las provincias occidentales, una «zona de residencia» fuera de la cual tenían prohibido asentarse.
Trabajaban de hospederos, comerciantes y artesanos, conformando un poco más del diez por ciento de la población general. Si bien desde el siglo XVI los israelitas estaban limitados a ciertas áreas geográficas, la disposición legal fue decretada por judeofobia de Nicolás I (1796-1855).
A la sazón, estaba vigente el cantonismo, uno de los regímenes de alistamiento más despiadados que se recuerden, que se prolongó durante tres décadas. Consistía en reclutar a niños mayores de 12 años (un límite mínimo de edad que usualmente era violado), quienes pasaban por un cruel adiestramiento que se prolongaba hasta los 18 años. A esa edad, el joven ingresaba al ejército zarista para un servicio de veinticinco años más. El objetivo principal del martirio era cristianizar por la fuerza a los conscriptos.
El 2 de marzo de 1855, Alejandro II sucedió a su padre en el gobierno de Rusia, el mismo mes en el que Inglaterra y Francia se unieron a Turquía en la Guerra de Crimea, que los otomanos sostenían contra el imperio ruso desde hacía casi dos años.
Pese a esta coyuntura internacional, el nuevo zar y su esposa, María Alexandrovna, emprendieron una etapa política conocida como Era de las Grandes Reformas, que significó un progreso social insólito.
La principal reforma fue la liberación de los siervos del imperio, que sumaban más de cuarenta millones, incluyendo los de la propia familia real. Esta medida, acompañada de préstamos estatales a los recién emancipados, a fin de que compraran sus tierras, generó la oposición de la nobleza terrateniente.
Asimismo, se reorganizaron los tribunales y la justicia, bajo una nueva administración que imitaba el modelo francés. Se promulgó un código penal que mejoraba la situación de los presos políticos, se moderó la censura de prensa, y se admitió el autogobierno de los distritos rurales.
Por primera vez, se incentivaba la educación científica: la sapiencia y filosofía occidentales penetraban en la intelectualidad del país, y las obras de numerosos autores comenzaban a ser leídas de traducciones. Mentor de estas innovaciones era el tutor del joven Alejandro, el poeta Vasili Zhukovsky, apodado «el traductor más original de la literatura universal».
Un año después de asumir el trono, Alejandro II abolió el cantonismo. Además, a los efectos de revitalizar la economía, abrió la «zona de residencia« para el traslado de profesionales, artesanos y comerciantes. Así describió Jaim Potok el efecto de la liberalización y las migraciones: «Muchos jóvenes judíos fueron conquistados por una esperanza mesiánica en la inminente transformación de la sociedad, y se unieron a los grupos revolucionarios… (Otros) ingresaron en las escuelas rusas y empezaron a tomar parte de la cultura del país. Entraron en las artes. Se hicieron periodistas, abogados, novelistas, poetas, críticos, compositores, pintores, escultores. Aparecieron en toda área de la vida económica, política y cultural de la nación».
El iluminismo y la vocación por la cultura universal comenzaban a influir en la judería rusa. A partir de Isaac Ber Levinsohn, «el Mendelssohn ruso», empezaron a destacarse escritores como Abraham Mapu (padre de la novela hebrea), Mendele Mojer Sforim (precursor de la literatura idish), Abraham Goldfaden (iniciador del teatro en ese idioma), y Iehudá Leib Gordon, conocido por sus siglas: Ialag (1831-1892). Éste fue uno de los máximos poetas hebraicos, quien acuñó en su obra tanto el lema de los iluministas como el de los primeros sionistas modernos.
En efecto, en su poema Despierta, pueblo mío, Ialag estableció la célebre máxima: «Sé un judío en tu casa, y un hombre en la calle». En su artículo «Iremos con jóvenes y ancianos» propuso el apotegma bíblico de «Beit Iaakov Lejú ve-Neljá» (Casa de Jacob, ved e iremos) cuyas siglas dieron nombre a los protagonistas de la primera alía, o inmigración judía a Palestina en 1882.
Notablemente, Ialag, en distintas etapas de su vida fue rechazando tanto a los primeros (la asimilación probó no ser solución a la judeofobia) como a los segundos (el cruel trato que Turquía propinaba a los judíos en Eretz Israel, le pareció un obstáculo insuperable).
Fue uno de los grandes que personificaron la era de ansiedad que se produjo con el comienzo de los pogromos, cuyo detonante fue el magnicidio. Un paralelo en Alemania fue el filósofo Hermann Cohen, quien en esos años admitía «haber creído en la posibilidad de la integración, aunque ahora retorna la antigua ansiedad».
Durante el reinado de Alejandro II floreció la prensa judía, tanto en hebreo como en ídish, y aun en ruso (Razsvet o «aurora» fue el primer periódico judío en esa lengua, que hacia 1860 era extraña incluso entre los israelitas más cultos).
Surgieron instituciones judías educativas: en 1863, un grupo de intelectuales de San Petesburgo creó la «Sociedad para la promoción de la cultura entre los judíos de Rusia», y más tarde se fundaba la ORT, sociedad para el trabajo manual y agrícola entre los judíos, nacida a partir de un permiso que otorgara el zar para recaudar fondos filantrópicos. Lev Osipovich Levanda (1835-1888), convocaba desde el Razsvet a «despertar bajo el cetro de Alejandro II». Despertarían por poco tiempo, y volverían a sumirse en una pesadilla sin precedentes.
La era de los pogromos
El 13 de marzo de 1881, el carruaje de Nicolaievich lo transportaba por las calles centrales de San Petesburgo, en las cercanías de su palacio de invierno. El cuarto tentado contra su vida en tres años, dio en el blanco. Con él, expiró toda esperanza de emancipación judía.
El movimiento revolucionario «Narodniki» (populares), comenzado dos décadas antes, y que inicialmente proponía la rebelión del campesinado, generó, a fines de la década de 1870, grupos anarquistas propagadores del terrorismo indiscriminado. Iván Turguenev los denominó «nihilistas». Uno de esos grupos, el «Narodnaia Volia» (voluntad del pueblo), se responsabilizó por el asesinato, que hizo estallar un período de violentísima reacción y de colapso judío: la era de la ansiedad.
La presencia de una joven hebrea entre los regicidas, Sofía Perovskaia, permitió desatar el rumor de que el monarca había caído víctima de un «complot judío». La liberalización se revirtió con frenesí, y Potok diría que «el baile había llegado a su fin».
En lenguaje internacional, la palabra rusa «pogromo» alude específicamente a los ataques contra los judíos rusos, acompañados de destrucción de propiedad, saqueo, violaciones y homicidios, ante la silenciosa o abierta complicidad de las autoridades civiles y militares. Salvo un incidente aislado en Kiev en 1113, los pogromos tuvieron lugar durante cuatro décadas a partir de 1881, y en tres olas de furor creciente que produjeron decenas de miles de muertos e innumerables mutilados y heridos.
Tal como la Noche de Cristal (10 de noviembre de 1938) tuvo como excusa el asesinato de un secretario de la embajada alemana en París, los primeros pogromos se presentaron como la reacción por la muerte del zar. No tan espontáneos como suele suponerse, eran incursiones cuidadosamente planeadas tras un intenso trabajo de agitadores, libelistas y grupos de ultraderecha, que habían visto en las reformas una seria amenaza y creyeron que era el momento propicio para exteriorizar su fuerza.
El nuevo gobierno, de Alejandro III, permitió los embates, y sectores de la izquierda también los apoyaron, considerándolos como un despertar de las masas que suscitaría la eliminación del régimen.
Los pogromos continuaron hasta cuatro años después de la revolución bolchevique. Las tropas del comandante rojo Grigoriev fueron responsables de cuarenta de ellos a partir de mayo de 1919, que causaron seis mil muertes. Su lema «Golpea a la burguesía y a los judíos» no contrastaba demasiado con el mote contrarrevolucionario de «Golpea al judío y salva a Rusia».
Ante el asesinato de su padre, Alejandro III (el penúltimo zar) designó ministro del Interior al conde Nicolás Pavlovich Ignatiev, otro sañudo judeófobo que incentivó los pogromos como «actos de justicia espontánea emprendidos por el pueblo ruso explotado». La presión pública logró que, al año, Ignatiev fuera reemplazado por el conde Dimitri Tolstoi, quien culpó a los gobernadores de provincia por su pasividad, y los urgió a que detuvieran los ataques y las depredaciones, lo que se logró en junio de 1884, castigando a los pogromistas. Concluía así la primera de las tres olas mencionadas.
El atentado de 1881 señaló la decadencia del nihilismo, que perdió apoyo y se encaminó hacia su desaparición durante la Gran Guerra, al final de la cual se produjo la tercera y última ola de pogromos en Rusia.
La polarización política fue irreversible después del asesinato y, frente a los revolucionarios, surgieron organizaciones como la Liga Sagrada, precursora de las temidas «Centurias Negras» paramilitares, y de la Unión del Pueblo Ruso, todas ellas fanáticamente antijudías.
Antes de su destitución, Ignatiev consiguió pasar las «Regulaciones Temporarias» o «Leyes de Mayo» (3 de mayo de 1882) que restringieron más que en el lapso anterior la «zona de residencia»: se expulsaron a miles de judíos de sus hogares y, en 1891, la mitad de la población israelita de Moscú fue desalojada.
La vorágine judeofóbica de aquel período adquirió cristalización ideológica. Fue haciéndose pública la patraña de un poder judío oculto al acecho. El pogromista Pavolaji Khrushevan imprimió, en 1903, en su diario Znamia de San Petersburgo, un resumen de los Protocolos de los Sabios de Sión, que Sergei Nilus publicaría íntegramente un par de años después.
El sacerdote Edward Flannery, historiador de la judeofobia, los denominó «la mentira del siglo», y tuvieron espectacular éxito: millones de ejemplares se vendieron en los más variados idiomas, hasta el día de hoy.
A la sazón, cobró especial influencia en los asuntos de estado el máximo jerarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa: Konstantin Petrovich Pobedonostev (1827-1907), partidario del absolutismo y de la rusificación, conocidco como «el genio maligno de Rusia durante un cuarto de siglo». Fue este prelado quien difundió el macabro vaticinio para los judíos rusos: «Un tercio morirá; un tercio se convertirá o se asimilará; un tercio emigrará».
Como consecuencia del clima judeofóbico, surgieron en forma espontánea las primeras tentativas de autodefensa judía organizada. Se había perdido toda confianza en la capacidad (y en el deseo) de las autoridades de proteger sus vidas y propiedades. Aquellos sistemas defensivos fueron precursores incluso de los que se formarían en la tierra de Israel en las décadas posteriores, para contrarrestar el terrorismo árabe.
Pioneros en materia de autodefensa fueron el autor Mordejai Ben-Amí y el científico Waldemar Haffkine (quien años después descubrió la vacuna contra el cólera). En la ciudad de Balta, uno de las primeras víctimas de los pogromos, el maestro Eliezer Mashbir creó, en 1882, una unidad de defensa que se comunicaba con el toque de shofar. Los judíos, por primera vez en siglos, se defendían.
La autocracia rusa necesitó de otras armas paralelas para reprimirlos, como frenar la incipiente cultura judía. En 1883, el gobierno prohibió las representaciones teatrales en ídish, lo que provocó un exilio de actores, autores y productores hacia occidente. A su vez, se fijó un estricto numerus clausus que limitaba al estudiantado judío a una proporción del 3 al 10 por ciento de todas las universidades y escuelas secundarias. (En regiones como Odessa, con la apertura de Alejandro II, se había llegado a un 35 por ciento de estudiantes hebreos.)
Casi cincuenta mil niños judíos habían padecido el «cantonismo», que ya era impracticable. En su lugar el zar estimuló la evangelización tradicional: una secta llamada «Novy Izrail» (nuevo Israel) publicitaba la apostasía judía.
El mayor éxodo de la historia judía ocurrió después de la muerte de Alejandro II. Cien mil judíos por año abandonaron el país durante la década siguiente y esa cifra aumentó en los años posteriores.
En 1881 se fundó la agrupación Am Olam, con el propósito de establecer colonias socialistas judías en Norteamérica. Las setenta personas de su primer contingente partieron desde Elizabetgrad, apenas después de que allí tuviera lugar el primer pogromo de la historia.
En general, el 85 por ciento de los emigrados se radicó en los EEUU, pero por esa época comenzó la creación de las otras comunidades judías en las Américas, y la realización sionista moderna –todo ello en respuesta ante la atmósfera engendrada por el asesinato del zar.
La decepción de los intelectuales por el fracaso de la pretendida integración a la Rusia de las grandes reformas, fue terminante. León Pinsker, ya descreido de la mera solución iluminista, publicó en 1882 «Autoemancipación» (en el que acuñó la voz «judeofobia»), y Ajad Haam comenzó a dirigir su mirada a Sión.
Asimismo, ese año, el «Bilu» produjo la primera ola inmigratoria a Israel, y uno de sus pioneros, Jaím Hisin, participó de la fundación de Tel Aviv, en donde pasó el resto de sus días. Definió claramente lo que aquel año clave representó para las conciencias judías: «Los recientes pogromos han despertado con violencia a los complacientes judíos de sus dulces sueños. Hasta hoy, mi origen no me interesaba».
El historiador anglicano James Parkes lo refirió así: «En su larga y azarosa historia, los judíos nunca pasaron por período tan trágico y exaltado como el que comenzó con la huída de Rusia en 1881».