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El Catoblepas, número 122, abril 2012
  El Catoblepasnúmero 122 • abril 2012 • página 5
Voz judía también hay

El Éxodo como inspiración

Gustavo D. Perednik

La gesta de Moisés y el pueblo hebreo como musa cultural

Sello de los Estados Unidos del Norte de América propuesto por Franklin en 1776: Rebellion to tyrants is obedience to God

Las Pascuas, que se celebran en estos días, tienen sus raíces, como una buena parte de la cultura Occidental, en el hebraísmo. El nombre de la fiesta deriva de su denominación hebrea «Pésaj», de la etimología de «saltear»: la destrucción «salteó» a las familias de los esclavos israelitas en Egipto.

En la tradición judía, Pésaj conmemora la liberación de la esclavitud emblematizada en el celebérrimo Éxodo. Éste se menciona más de 150 veces en la Biblia Hebrea o Tanáj, y también es aludido en fuentes extrabíblicas como Hecateo de Abdera y Maneto. Pese a ello, persiste el debate entre arqueólogos minimalistas y maximalistas acerca de su historicidad.

La polémica comenzó allá por 1968, cuando los daneses Niels Lemche y Heike Friis lanzaron la tesis que dio en llamarse Escuela de Copenhague, que sostiene que la ausencia de vestigios arqueológicos después de más de tres mil años de investigación debería bastar para descartar una buena parte de la historia judía antigua. Ésta, según los más radicales de esta tendencia, no habría comenzado antes del siglo VI aec.

Si así fuera, resultaría ficticia la narrativa sobre los patriarcas, las tribus, el Éxodo, la conquista de Canaán, los Jueces, y la monarquía de Israel, incluídos David y Salomón. Según los minimalistas, dicha crónica habría sido creada por una comunidad judía en Jerusalén hace poco más de dos milenios y medio.

Frente a este esquema, la escuela maximalista parte de la base de que «la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia», y reivindica al Tanáj como una fuente histórica. Varios descubrimientos arqueológicos de los útimos tres lustros tienden a refrendar dicha validación.

Así, la arqueóloga Eilat Mazar de la Universidad Hebrea descubrió en 1995 restos del palacio del Rey David, y en 2010, la muralla del Rey Salomón (un muro de 70 metros de largo y 6 metros de altura) y otras edificaciones que pudieron datarse con certeza como de mediados del siglo X aec.

Adicionalmente, en 2009, el historiador Guershon Galil de la Universidad de Haifa logró descifrar enteramente la estela en hebreo más antigua existente, que incluye ocho palabras existentes sólo en idioma hebreo, y que muestra una cultura avanzada ya hacia e siglo X aec.

Adam Zertal, también de la Universidad de Haifa, descubrió el santuario que construyera Josué; y sus actuales excavaciones en el Monte Eibal parecen ratificar la línea arqueológica más tradicional.

En síntesis, la Escuela de Copenhague fue retrocediendo, y durante el último medio siglo se han esgrimido tesis intermedias entre ambas corrientes mencionadas.

A primera vista, el repliegue de los minimalistas reitera el de sus predecesores de hace más de un siglo, los portavoces alemanes de la llamada Crítica Bíblica, que fue eventualmente cuestionada por los descubrimientos arqueológicos de la década del treinta a cargo de William Albright y Nelson Glueck.

Los antiguos hebreos no emergieron de esos estudios como nómadas analfabetos, sino que su avanzada cultura había sido moldeada por tres influencias de culturas desarrolladas: Caldea (junto con Aram), Canaán (que a su vez abrevó de Fenicia y Ugarit), y Egipto.

Esas tres vertientes rozaron el hebraísmo que, a partir del Éxodo, se habría plasmado en el desierto del Sinaí y robustecido en la Tierra de Israel.

Uno de los libros intermedios entre las dos tendencias es La Biblia desenterrada (2001) de Israel Finkelstein y Neil Silberman, obra que a su turno fue cuestionada en Sobre la confiabilidad del Antiguo Testamento (2003) del egiptólogo inglés maximalista Kenneth Kitchen.

A partir de la controversia, minimalistas como Israel Finkelstein van admitiendo que la historia del texto bíblico es sublime aun si cubriera un período más breve del habitualmente aceptado. No porque fuera una historia de grandes logros arquitectónicos o militares, sino por el vigor de su palabra escrita y su sigular mensaje de libertad, de reconocida profundidad y belleza.

Muchos fueron los hebreos de Moisés

El pueblo hebreo, pequeño y siempre rodeado de grandes imperios, elevó el relato del Éxodo como estandarte de rebelión contra diversos invasores de la antigüedad. Ante los imperios griego y romano contra los que debió combatir, Israel osaba palntar límites al opresor, como con la idea sabática del descanso general obligatorio, que terminó universalizándose.

Durante milenios, el inspirador Éxodo viene conmemorándose anualmente en una especie de oda a la libertad humana.

Desde el punto de vista histórico, bastan apenas diez palabras del primer capítulo del libro del Éxodo, escritas en el proverbial estilo escueto y directo de la lengua hebrea, para indicar el comienzo de la opresión como resultado de un cambio histórico fundamental: el fin de la gloriosa decimooctava dinastía en Egipto.

En efecto, un versículo de sólo treinta letras narra el ascenso al trono de un «nuevo faraón que no recordó a José», sugiriendo que el nuevo monarca desechó las buenas relaciones que los descendientes de aquél, los hebreos, habían entablado con los egipcios nativos.

Es de notar que con ese mismo versículo Georg Handel abrió su Oratorio de Israel en Egipto (1739), que concluye con el célebre Cántico del Mar, uno de los poemas más antiguas de la humanidad.

El enfrentamiento entre la nueva casta egipcia reinante y los judíos fue agravándose hasta llegar a la rebelión de los esclavos y el celebérrimo Éxodo.

La historiografía sugiere que durante la decadencia del reino medio (siglo XVII aec) un grupo de beduinos del desierto arábigo había invadido Egipto. Eran los hicsos, reyes pastores, que establecieron su capital en Tavaris (Zoan en el Tanáj) e iniciaron dos siglos de estabilidad. Introdujeron caballos y carros de combate, y abrieron las puertas del país al asentamiento y desarrollo de los hebreos.

La dinastía siguiente, la décimonovena, tuvo como tercer faraón y protagonista del Éxodo a Ramsés II (1290-1223 aec).

Su némesis fue Moisés, cuya figura fragua un arquetipo frecuentemente utilizado en la literatura posterior: un hombre que se eleva desde su origen humilde y logra ascender a un ambiente aristocrático; que en éste aquilata la experiencia y conocimientos con los que ulteriormente descenderá a su lugar de origen y rescatará a sus hermanos.

El motivo aparece en la infancia cargada de peligros del héroe arquetípico. El bebé corre riesgo de vida y el niño es rescatado por padres adoptivos, y al final descubre su verdadera identidad.

Casos parecidos son Sargón, Gilgamesh, Edipo, Rómulo y otros, y algunos modelos literarios modernos: en Inglaterra David Copperfield de Charles Dickens; en EEUU El príncipe y el mendigo de Mark Twain; en Hispanoamérica Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes.

El caso de Moisés es singular en que se invierte el proceso, ya que lo rescatan miembros de la nobleza y descubre ser humilde, a partir de lo cual lidera la gesta liberadora. Moisés traduce a ley una idea que había unificado a los israelitas como una nación e infundido en ellos sentido a su historia.

Algunos de los conceptos centrales que caracterizaron esa idea fueron: el ideal de la paz, la responsabilidad individual, la confraternidad humana y, eminentemente, el de la libertad. Otro nombre de la fiesta es efectivamente «Zemán Jerutenu, Tiempo de nuestra libertad».

De ser meramente «nuestra» se fue transformando en un paradigma cultural de la liberación.

Ya en el medioevo anglosajón, el Manuscrito Cędmon (c. año 710), incluye un poema titulado Exodus en el que los israelitas que cruzan el Mar Rojo son curiosamente llamados «vikingos»: «…marchaban orgullosamente los hombres de mar de la tribu de Rubén; los vikingos portaban sus escudos… avanzando sin temor».

En 1620, los Peregrinos que huyeron de las persecuciones religiosas en Europa, desembarcaron del navío Mayflower en las costas de Massachusetts para sentar los fundamentos de los EEUU. No el océano Atlántico sintieron que habían cruzado, sino el Mar Rojo; no al rey Jorge III lo colocaron como imagen del opresor, sino al Faraón.

Así, quienes fundaron la nación norteamericana se veían como continuadores del Éxodo, y en 1776, cuando el Congreso encomendó a tres de sus prohombres independentistas que sugirieran un modelo para el escudo nacional, Thomas Jefferson, John Adams, y Benjamin Franklin propusieron un cuadro en el que se ve a los hebreos cruzando el Mar Rojo y a los egipcios derrotados.

A modo de lema, Jefferson decidió bordear esa efigie con «La rebelión contra los tiranos es obediencia a Dios», una máxima atribuida a John Bradshaw, quien en 1649 había condenado a muerte a Carlos I de Inglaterra.

Un siglo después de la independencia norteamericana, los afro-norteamericanos que huyeron a Kansas para emanciparse fueron denominados Exodusters debido a la liberación con la que iluminaban su gesta.

Y uno de sus descendientes se hizo eco de la misma musa: Martín Luther King recibía el Premio Nobel de la Paz (1964) con un discurso referido a Moisés y el Éxodo.

La liberación de Israel inspiró a la de muchos otros pueblos. Ello queda bien reflejado en la Hagadá (el libro de la festividad de Pésaj) que ordena: «En cada generación el hombre debe verse a sí mismo como si él hubiera salido de Egipto». Son idénticas las grafías de las voces «Mitzráim» (Egipto en hebreo) y «metzarim» (estrecheces, opresión).

 

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