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El Catoblepas, número 142, diciembre 2013
  El Catoblepasnúmero 141 • diciembre 2013 • página 5
Voz judía también hay

Dos enfoques de la ayuda

Gustavo D. Perednik

Teodoro Herzl y el Barón Mauricio de Hirsch coincidían en la causa de la restauración de los judíos, pero diferían en el método.

Teodoro HerzlMauricio de Hirsch

Cuando recibió a Teodoro Herzl en su residencia parisina, el Barón Mauricio de Hirsch habrá pensado en su único hijo, Lucien, que habría tenido edad similar si ocho años antes una pulmonía no se lo hubiera arrebatado prematuramente.

Herzl era consciente tanto de esa tragedia, como de la proclama del Barón Hirsch ante la misma: «la humanidad recibirá mi herencia.»

Esta generosidad, precisamente, Herzl aspiraba a concitar en aras de la causa que venía motivándolo desde principios de ese año, 1895, cuando viajó a París a informar sobre el comienzo del Caso Dreyfus.

En el momento de la reunión entre Herzl y el Barón Hirsch del 2 de junio de 1895, Francia comenzaba a sumirse en aquel escándalo, que agitaría el país durante una década y dejaría huellas por un siglo.

Herzl y Hirsch coincidían en la causa de la restauración de los judíos, pero diferían en el método.

Desde 1873 el barón venia financiando la obra educativa de la Alliance Israélite Universelle, y se había propuesto especialmente mejorar la lamentable situación de los judíos en Rusia. Ofreció para ello una inversión (que hoy sería de unos diez millones de euros) para educación y bienestar social. Fue rechazada por el zar Alejandro III.

Los apoderados de Hirsch intentaron predisponer al zar por medio de una donación para las escuelas parroquiales rusas. Esta aportación sí fue aceptada, pero no la posibilidad de que la siguieran otras para dignificar la vida judía. En suma: una buena parte de los fondos que el filántropo habría querido destinar a atenuar la desdicha de los israelitas, engrosó ulteriormente las arcas del adoctrinamiento judeofóbico.

El rotundo revés encauzó la obra del barón en otra dirección: la emigración de los judíos de Rusia, unos cinco millones en total, quienes constituían casi la mitad de la población judía mundial.

Con la mira puesta en un reasentamiento, impulsó en 1885 la fundación de la Asociación de Colonización Judía (ICA) para «facilitar la emigración de los israelitas... y establecer colonias con fines agrícolas y comerciales». Constituyó una de las máximas iniciativas filantrópicas de la historia.

Los emisarios de Hirsch exploraron Argentina, Brasil, México y Canadá, e informaron sobre su potencial de absorción. Prevaleció el informe del Dr. Wilhelm Lowenthal, y se adquirieron tierras en varios países, especialmente en suelo argentino: Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos. Se comenzó con alrededor de 50.000 km2 (el doble del tamaño del Israel de hoy), por un valor aproximado de lo que hoy sería un millón de euros.

En 1891, el vapor Pampa alquilado por Hirsch transportó a 817 inmigrantes judíos desde Ucrania, Polonia, Lituania y Besarabia. Luego de grandes penurias arribaron a Buenos Aires el 15 de diciembre. (Dos años antes, el buque de bandera alemana Wesser amarró en 1889 con 138 familias conducidas por el rabino Aarón Goldman. Las tierras ya no estaban disponibles, y padecieron el engaño y la desesperación).

Todos ellos zarpaban desde la Rusia de los pogromos para arribar a la Argentina liberal de la Generación del Ochenta.

En efecto, Hirsch asumió la responsabilidad del fomento inmigratorio, una tarea que hasta hacía algunos años había sido cumplida por el propio Gobierno argentino, desde el famoso decreto del 6 de agosto de 1881 por el que el Presidente Julio A. Roca designó un agente en Europa para atraer a los israelitas que huían del imperio ruso. Una década después de ese decreto, el Barón Hirsch ya había pasado a desempeñar un preponderante papel en la judería organizada.

Herzl le escribió cuatro años después, dos veces, en mayo de 1895. En la primera carta solicitaba «conversar sobre política judía»; en la segunda asumía un tono más audaz y personal y se autoproponía para enseñarle al potentado cómo encarar la empresa.

El Barón Hirsch supo valorar las agallas del joven, quien calificaba la obra de Hirsch de «tan generosa como equivocada, tan costosa como inútil.»

El momento era oportuno para el encuentro. No sólo la fortuna y fama del barón habían crecido notablemente, sino que Hirsch ya admitía la exigüidad de sus logros: en total logró trasladar a la Argentina a diez mil judíos, ínfima solución para las gigantescas urgencias de la judería rusa.

Adicionalmente, la histórica entrevista venía azuzada por más de tres años de pogromos devastadores, y Herzl anunció en su primera entrada de su diario íntimo que le presentaría a Hirsch, «un sueño poderoso».

Sueños, en efecto, no escasearon en su diario. Concluido el Primer Congreso Sionista Mundial en Basilea, en 1897, escribió Herzl: «Me cuidaré de no decirlo públicamente, pero en resumen... he fundado el Estado judío. Todo el mundo lo comprenderá... dentro de cincuenta años». Israel nacía cuarenta y nueve años y tres cuartos después.

Pero dos años antes de aquella profecía, en 1895, la misión de Herzl era menos ambiciosa: persuadir al barón de que modifique su norte.

En esos momentos, Hirsch se proponía reestructurar la ICA, y terminó por reemplazar al Dr. Lowenthal, organizador de las colonias. Para ello envió a Buenos Aires a un colorido personaje, el coronel inglés Albert Goldsmid, quien inspiró la última novela de George Eliot y se transformó en cercano colaborador de Herzl.

El Barón Hirsch montó una Dirección General de la obra en la Argentina, confiando la organización directa de las colonias al coronel Goldsmid. Sus designios diferían de los de Herzl en la geografía sobre la que la restauración hebrea debía producirse.

A fin de modificar su rumbo, Herzl optó por sacudir al barón. Desdeñó la filantropía que tantos admiradores le había granjeado, y en lugar de ella le ofreció «el camino para ser algo más». Bien provocada su curiosidad, el barón habría de recibirlo.

El fracaso y sus frutos

Durante la reunión, Herzl califica sus propias ideas de simples y fantasiosas, aunque aclara que «lo simple y lo fantasioso guía a los hombres». El avezado barón se impacienta. ¿De dónde va a obtenerse el dinero necesario para crear un hogar nacional judío en Palestina?

Herzl carece de respuestas concretas, pero cree en las fuerzas imponderables en juego. Si se pusiera en marcha un movimiento, quizás los judíos ricos, tal vez... ¡Utópico! -interrumpe el barón-: «Los ricos son insensibles al sufrimiento de las masas.»

Herzl discrepa con ese pesimismo: «¡Habla usted como un socialista!» Lo fundamental, insiste el joven, es que el efecto negativo de la beneficencia es doble: «cría gorrones, y desmoraliza el carácter nacional». Existe otro método mejor, más digno, de ayudar al pueblo judío en su trascendente encrucijada. Y no es filantrópico.

Una década antes de la histórica cita había tenido lugar en Kattowitz el congreso de la agrupación Jovevei Sión, en el que treinta y seis delegados de Europa Oriental presididos por León Pinsker, se propusieron unificar los esfuerzos sionistas y proceder a la inmigración a Éretz Israel. Pero la gente de Kattowitz terminó por naufragar debido a que no hubo entre ellos un organizador cabal. Precisamente, habían zozobrado en la mera filantropía.

Aunque los judíos continuaban su gigantesco éxodo de Rusia, en contra de las expectativas sionistas aún no se dirigían a su solar nacional. De los veinte mil emigrados en el año inicial de 1881-2, sólo unos centenares llegaron a Éretz Israel.

A Herzl le quedaba claro por dónde pasaba la solución. Para él, el acuciante problema de la emigración masiva requería de un accionar diplomático inmediato: la urgencia era lograr reconocimiento internacional, el «chárter» que fue su obsesión para recuperar la patria.

Con todo, Herzl era consciente de la preferencia geográfica del barón, y por eso no le expuso de lleno la propuesta sionista. En lugar de ello, Herzl tanteó a su anfitrión con una sugerencia más innocua. ¿Por qué no instituir grandes premios a las acciones de heroísmo nacional entre los judíos?

De nada sirvieron sus argumentos. El Barón Hirsch rechazó las «fantasías» de su interlocutor con una desdichada sentencia: «Hay entre nosotros demasiados intelectuales... No debemos hacer grandes progresos. Por eso se nos odia tanto.» Al parecer, de las muchas teorías que intentaron (e intentan) explicar la judeofobia, Hirsch suscribía a una bastante simplista que circunscribe el odio antijudío a la mera envidia.

Quienes así opinan, aparentemente saltean el hecho de que los judíos fueron odiados también durante épocas en las que sus condiciones materiales fueron paupérrimas y ergo no hacían «grandes progresos», y tampoco parecen advertir que hay muchos pueblos que han progresado y no por ello concitaron odio alguno.

El anhelo de Hirsch, en rigor, era convertir a los judíos en buenos campesinos. Para ello no necesitaba más que dos grandes cosechas en la Argentina... y seguiría intentándolo. Herzl no lo convenció.

Argentina permaneció incólume como preferencia del barón, y esta inclinación mereció dos explicaciones de sendos biógrafos de Hirsch.

Kurt Grunwald en su obra Turkenhirsch (1966) sostiene que el barón descartó Palestina porque temía que ésta, junto con los dominios turcos, terminaría cayendo bajo la égida de los zares. El temor era fundado: el propio Herzl había señalado la proximidad de la Rusia expansionista como una desventaja de Éretz Israel.

Por otra parte, Itsjac Grinboim opina, en Historia del Movimiento Sionista (1956), que el Barón Hirsch no deseaba superponer su obra con la del Barón Edmond de Rothschild que ayudaba a las pobres aldeas hebreas de Sión, instaladas éstas en tierra rocosa, pantanosa e infestada de malaria. Hacia fin del siglo XIX, había en Éretz Israel veintiún asentamientos israelitas con casi cinco mil habitantes.

Aventuro una tercera razón posible para la predilección de Hirsch. No se trataba de temor al zar ni a la competencia, sino a la política.

La alternativa de «Palestina o la Argentina» (así se titulan dos párrafos del libro de Herzl) no era geográfica sino ideológica: se optaba entre diplomacia y filantropía. En efecto, el único lugar adonde la colonización judía vendría acompañada de reivindicaciones nacionales era el que proponía Herzl, y por ello Hirsch, prefirió la Argentina, en la que la motivación sería exclusivamente agrícola.

(Con todo, no se evitó el desatino, y en 1971 uno de los más notorios judeófobos argentinos, Walter Beveraggi Allende, difundió la denuncia de un supuesto proyecto de soberanía judía en Argentina, al que denominó «Plan Andinia». La Confederación General del Trabajo y los diarios «Noticias» y «La Gaceta» se hicieron eco de la patraña y publicaron notas al respecto).

En fin, aunque hay un llamativo símil en los dos proyectos, la meta final era diferente.

Por un lado, en Éretz Israel la colonización y su permanencia eran fruto de la espontánea iniciativa de los inmigrantes, y sólo después de consumadas éstas podría influir la asistencia, y de modo parcial.

Por el contrario, la inmigración que se arraigó en la Argentina dependía en forma exclusiva de la concepción y la decisión de los funcionarios colonizadores.

Si bien Rothschild fue mejor candidato que Hirsch para apoyar los sueños de Herzl, éste concluyó por enviar a Hirsch una tercera misiva, posterior a la malograda entrevista.

En esa carta desarrolla su idea de crear un Fondo Nacional Judío para financiar la inmigración. Se trataba de una actividad nacional, no filantrópica. Pero el concepto de una nación en marcha no pareció conmover al Barón, quien sentencia que «una bandera es baladí». Para Herzl no: sólo el estandarte podría encaminar a las sufridas masas judías.

El barón nunca llegó a responder la tercera misiva, porque la muerte lo sorprendió en la residencia de caza de un amigo en Stará Dala (hoy Hungría) el 21 de abril de 1896.

A pesar del diálogo trunco, el encuentro histórico permitió a Herzl clarificar sus propias ideas. Dedicó las seis semanas posteriores a redactar, primero un largo memorando con su programa de acción, y luego su libro El Estado Judío, escrito en días de ininterrumpida inspiración.

El 21 de noviembre de 1895, Herzl llegó a Londres y en el Club de los Macabeos conoció a Asher Myers del diario The Jewish Chronicle, quien le solicitó publicar su tesis en el periódico. Así fue.

Luego salió a la luz en forma de libro: El Estado Judío, publicado en febrero de 1896 en una edición de tres mil ejemplares. Su influencia fue monumental, al poner en marcha el movimiento sionista político. Paradojalmente, bien puede considerarse un fruto del malogrado diálogo con Hirsch,

 

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