Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 85 • marzo 2009 • página 5
La dificultad para aprehender la judeofobia tiene tres efectos: 1) frecuentemente no se la identifica donde aparece; 2) una vez ubicada se la malentiende; y 3) si se la entiende correctamente, suele revestírsela de un lenguaje que termina minimizándola.
El problema del lenguaje es constante. Desde 1879, cuando se acuñó el término con el que se alude al fenómeno (como si el odio contra los judíos tuviera algo que ver con los «semitas»), hasta hoy en día, cuando se abordan erróneamente las dos manifestaciones judeofóbicas más recurrentes, una de las cuales es la Negación del Holocausto (NH).
Así, cuando Mario Vargas Llosa opina que debería dejarse «a los historiadores» dirimir la masacre de seis millones de judíos, maliciosamente convierte en un inocuo debate de «opiniones» lo que en rigor es una patente expresión de judeofobia.
No es porque pervierta la verdad histórica que la NH debe ser reprimida, sino porque constituye una forma del odio de grupo y, como tal, conlleva la apología del delito y la incitación a la violencia.
Una confusión ilustrativa surgió en estos días debido a la expulsión de Argentina (24-2-09) del obispo negacionista inglés Richard Williamson. Igual que otros, Williamson puede alegar que «no es enemigo de los judíos» y, al mismo tiempo, «exigir pruebas» que le demuestren si hubo o no cámaras de gas.
En efecto, raramente la mecánica mental del judeófobo actual le permite admitir que él padece el vicio. Es ergo habitual que declare no ser judeofóbico, pero su autodefinición al respecto es irrelevante al categorizar su actitud. Así, quien lucha por la destrucción de uno de los 192 Estados del planeta, y blande «ideas» que llevarían a la muerte de millones de judíos, no puede luego escudarse tras que «no siente judeofobia», o que tiene amigos o maestros israelitas, o que ve películas de Steven Spielberg.
Un buen ejemplo acaba de producirse en Canadá, con el veredicto de un juicio que llevaba varios años. En 2002, David Ahenakew declaró públicamente que los judíos son «una enfermedad que va a dominarnos… eran dueños de casi toda Alemania, por lo que Hitler ascendió para asegurarse de que no se apoderaran de Europa. Por eso hizo freír a seis millones de esos tipos para que no controlen el mundo». Ahenakew no entra en la definición de negacionista: para él, la Shoá tuvo lugar –pero fue una cirugía necesaria para salvar a la humanidad. Por dichas declaraciones nazis, se le inició juicio por incitación al odio.
El deprimente corolario fue que el juez Wilfred Tucker absolvió al acusado (23-2-09) ya que no halló en la bravata ninguna «intención de promover el odio». (El criterio de la falta de intención es llamativo. Imaginemos al juez Tucker absolviendo a un homicida porque no mató deliberadamente.)
Alentado por la benignidad de las leyes que protegen su «libertad de expresión», Ahenakew aún insiste en que «los judíos causaron la Segunda Guerra Mundial», y se permite aclarar enseguida que «no los odia… sino que odia lo que le hacen a la gente».
En el caso de Williamson, la confusión del lenguaje es doble. Primeramente, permite a los neonazis refugiarse en el absurdo de que «no hay pruebas» (no existe, por definición, ninguna prueba que pueda satisfacer al judeófobo, ya que basa su odio en férreos estereotipos que no admiten pruebas en contrario).
En segundo lugar, más sutil y peligrosa es la muletilla de la violada «libertad de expresión». Después de todo, arguyen muchos ingenuos, la expulsión del país parecería un castigo excesivo por declaraciones negacionistas. Y tendrían razón, si no fuera porque la NH no es una mera expresión de opiniones socarronas. Es un ardid para promover la violencia, y no entenderlo así puede obrar como búmerang, al generar la sensación del incauto de que las medidas contra la judeofobia son desproporcionadas.
Argentina, Alemania, Suecia, España
En Argentina urge aclarar la cuestión acabadamente. Al expulsar a Williamson, el gobierno intentó mostrar que está dedicado a combatir la judeofobia, sobre todo después de que, en recientes declaraciones, la jefa del organismo estatal creado también con ese fin, minimizara el rebrote judeofóbico en el país atribuyéndolo a «la política de Israel».
Más preocupante aún, es que el mismo gobierno que expulsó a Williamson avala a otros sectores negacionistas, mucho más influyentes y eficaces que el trasnochado Williamson. Así, uno de los funcionarios más nefastos de la administración Kirchner, Luis D’Elía, es un conspicuo apologista del régimen iraní y difunde la obscenidad del «Holocausto palestino». En este tipo de propagandistas, la NH es doblemente perniciosa.
Primeramente, porque la defensa de los ayatolás postula, por interpósita persona, la NH sostenida por el presidente iraní. Y principalmente, porque al banalizar el Holocausto –se lo niega.
Si la muerte de algunos miles de personas en una guerra, cualquier guerra, es equiparada con el asesinato sistemático y sádico de seis millones, perpetrado en un programa para exterminar a una nación entera como virus, entonces, la Shoá no debe de haber existido.
La NH no se remite exclusivamente a sostener que no hubo cámaras de gas, como haría el torpe Williamson, sino a insinuar que hay cámaras de gas y Auschwitz por doquier. Así se banaliza la Shoá hasta su insignificancia.
Como el gran negacionista D’Elía, una buena parte de la prensa española demoniza a Israel por medio de presentarlo, ya no como la víctima del Holocausto, sino como su perpetrador.
El régimen de Irán debería ser condenado no solamente por su NH, sino mucho más por su proyecto genocida de «borrar a Israel del mapa». Sin embargo, esta intentona es legitimada por Europa cuando ésta se limita exclusivamente a corregir la patraña inicial. El ex Canciller alemán, Gerhard Schroeder, declaró en Irán que hubo Holocausto, como si ésta prístina verdad constituyera toda una audacia. Después de su mensaje, Schroeder se entrevistó con el presidente negacionista (22-2-09), con el que su país mantiene relaciones que incluyen condonar la deliberación de los ayatolás en perpetrar otro Holocausto.
Las palabras de Schroeder fueron eso: sólo palabras, en circunstancias en las que se hace indispensable la acción. Un alentador ejemplo, que no por venir del mundo deportivo es menos importante, quedó grabado gracias al tenista norteamericano Andy Roddick. Roddick acaba de renunciar al prestigioso torneo de Dubai, en protesta porque éste país impidiera la participación de la tenista israelí.
Roddick abandona así la posibilidad de ganar un premio de dos millones de dólares. Los demás tenistas, no. Como Europa, prefieren ganar dinero con Irán y sus vecinos aún si ello redunda en que el judío de los países sea eliminado del torneo.
Suecia es otro ejemplo. Ante las amenazas por parte de terroristas islamistas, ese país requirió (19-2-09) del equipo israelí de taekwondo que se abstuviera de asistir a la competencia deportiva programada. Castigar al agredido les pareció la política correcta. Ante el apaciguamiento de algunos políticos, uno no puede dejar de admirar a ciertos tenistas.
El gobierno español dio un ejemplo adicional, cuando abusó típicamente del lenguaje a fin de vituperar al judío. La Secretaria de Estado de Cooperación, Soraya Rodríguez, acusó a Israel (24-2-09) de «1.500 asesinatos» en Gaza. La funcionaria aparentemente ignora el concepto de «guerra». Por lo menos, lo ignora en el caso de algunas guerras. Después de todo, en cualquier conflicto bélico podría acusarse a una de las partes (o a las dos) de asesinar a miles de personas. No hay país que pueda defenderse de malintencionado juego de palabras. Aunque en rigor, hay 191 que lo vienen logrando bastante bien.