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El Catoblepas, número 159, mayo 2015
  El Catoblepasnúmero 159 • mayo 2015 • página 5
Voz judía también hay

Peligro milenario y desoído

Gustavo D. Perednik

La gratuita amenaza de un genocidio muy específico.

Paul Anton de LagardeMohamed Reza Naqdi

Como venimos mostrando en esta sección, la última manifestación de la milenaria judeofobia es el antisionismo. La suposición de ambas corrientes es que los judíos son un ente peligroso y poderoso que debe limitarse o combatirse –antes el pueblo o su religión, y hoy en día su Estado.

Es decir que la intención de destruir el único país judío se nutre de una inveterada hostilidad que saltea que el blanco del odio es un grupo exiguo cuyas aportaciones a la civilización son desproporcionadamente positivas. En el presente se omiten datos como la pequeñez del Estado judío, su carácter de única democracia en un mar de dictaduras, y sus conspicuas contribuciones a la ciencia, el progreso y el bienestar de la humanidad.

El motivo del traslado de la antigua furia a Israel no es de fácil comprensión. En vista del impar sadismo que la judeofobia exhibió durante el siglo XX, pues su nueva cara, el antisionismo, suele distanciarse de aquel horror por medio de presentarse a sí mismo como carente de encono hacia los judíos. Ello les permite confundir a muchos, e incluso reclutar a sus filas a judíos huidizos.

Sin embargo, con frecuencia su vocabulario los delata. Así, hace unos años el ayatolá Mohamed Reza Rahimi adujo que «como no existen sionistas drogadictos, podemos demostrar que los sionistas son culpables del tráfico de drogas» (la impecable lógica fue desgranada durante el día internacional contra la drogadicción, el 26 de junio de 2012). Para disipar las dudas sobre a quién se refería con el término ‘sionistas’, Rahimi aclaró que «el abuso de drogas en todo el mundo tiene sus raíces en el Talmud». Salteaba en su discurso que el Talmud no tiene nada que ver con «los sionistas», sino con el judaísmo. (Cabe agregar que Rahimi era a la sazón vicepresidente de Irán, y hoy está preso por corrupción).

El uso intercambiable de los términos «judío» y «sionista» tiene precedentes ilustrativos. En 1973 el embajador soviético en la ONU arremetía contra «los sionistas y su absurda ideología de Pueblo Elegido». Otra vez, el concepto bíblico de Pueblo Elegido es parte del judaísmo, pero no tiene relación con el sionismo.

Con todo, en general los que odian son más cuidadosos de su léxico e intentan no mostrarse como enemigos del colectivo judío entero. Pero aun en esos casos les cuesta explicar que de los doscientos Estados que hay se ensañan sólo con el judío, aquél en el que vive la mayoría de los judíos, y cuyos símbolos, calendario, idioma e historia son eminentemente judaicos. Martin Luther King lo entendió bien y desechó la distorsión:

Cuando la gente critica al sionismo, quieren decir a los judíos… ¿Qué es antisionista? Negarle al pueblo judío un derecho fundamental que acordamos libremente a todas las otras naciones del globo. Es discriminación contra los judíos. En suma: es antisemitismo: A no equivocarse, cuando la gente critica al sionismo, se refiere a los judíos.

Una muestra adicional de tal verdad es que el antisionismo ha adoptado, también en las formas, la clásica mitología judeofóbica, volcada hoy contra Israel. Aun un mito como el libelo de sangre, de difícil adaptación a la modernidad, ha conseguido penetrar en el antisionismo y reformularse: «Israel ayudó a los damnificados del terremoto en Haití para comerciar con sus órganos, y es el país que más socorre hoy en Nepal a las víctimas del terremoto a fin de invadir su territorio», Penélope Cruz dixit (la misma que ha acusado a Israel de «genocida»).

Por sobre esta mitología reciclada contra el judío de los países, hay una idea adicional que enlaza el clásico odio antijudío con el antiisraelismo de hoy: la amenaza de exterminio total.

En efecto, una característica distintiva de la judeofobia es que, a diferencia de otros odios de grupo, no se embarca en un programa de embate acotado, sino en una campaña de completa destrucción.

Así durante la Primera Cruzada, Godofredo de Bouillon juró que no toleraría más la existencia de judíos y que no iba a poner en marcha la campaña hasta tanto no se vengara en ellos la crucifixión de mil años antes.

Casi medio milenio después de Godofredo, el último libro de Martín Lutero exhortaba a que «las sinagogas sean incendiadas, y lo que el fuego no consuma sea cubierto de inmundicia... que sus hogares sean derribados y destruidos, y se los coloque en establos; se les prive de sus libros y se procure todo otro método para que todos nos liberemos de la insoportable carga diabólica que son los judíos» (1543, De los judíos y sus mentiras).

En España, casi un siglo más tarde, Francisco de Quevedo solicitaba del rey Felipe IV «que perezcan, todos y todas sus haciendas… Espero la total expulsión y desolación de los judíos, siempre malos y cada día peores, ingratos a su Dios y traidores a su rey» (1633, Execración contra la blasfema obstinación de los judíos).

En la modernidad, las exhortaciones a exterminar a los judíos provinieron especialmente de Alemania.

En la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de que los judíos no llegaban a conformar ni el uno por ciento de la población general, la obsesión alemana con un tema claramente menor crecía hacia una avalancha de pasiones y verborragia.

A fines de 1849 el parlamento de Baviera debatió el proyecto de ley para otorgar igualdad a los judíos, y casi la cuarta parte de las comunidades bávaras se opusieron explícitamente. Más de 1700 comunidades enviaron su rechazo al proyecto, en contraste con sólo tres comunidades que hicieron llegar cartas de apoyo. El pueblo bávaro carecía de contacto directo con los judíos pero continuaba cautivo del prejuicio que les consideraba satánicos.

De Alemania a Irán

En esa atmósfera se oyó una de las primeras voces que usó términos zoológicos para referirse a los judíos, y pidió explícitamente su exterminio. Escribía Paul Anton de Lagarde (m. 1891):

cada judío es una prueba del debilitamiento de nuestra vida nacional y del poco valor de lo que llamamos religión cristiana… Se necesita el duro corazón del cocodrilo para no compadecerse de los pobres alemanes explotados y, lo que es idéntico, para no odiar a los judíos… alimañas (a las que debe) pisarse hasta matarlas. Con gusanos y bacilos uno no negocia, ni se los educa. Se los extermina lo más rápida y cabalmente posible.

Los hebreos ya habían dejado de ser meros símbolos de todo lo malo. Eran agentes vivos y activos, y ante ellos iba generándose una nueva conceptualización del «problema judío». El bautismo ya no podía ser solución, y era percibido como un novedoso ardid de los judíos que seguían mintiendo incurablemente.

A fines del siglo XIX se sentía un «apremiante peligro judío» que no debía siquiera revisarse. Lo que no quedaba claro era cómo debían hacerle frente.

En 1882 se reunió en Dresde el Primer Congreso Antijudío, y a principios de esa década se propuso expresamente la judeofobia racial. Para su iniciador, Eugen Dühring, «habrá un problema judío aún si cada judío le da la espalda a su religión y se une a una de nuestras principales iglesias». Del insuperable obstáculo puede deducirse una receta inevitable.

Las «soluciones» propuestas respondían al tipo «eliminador», y en todo caso el debate pasaba a concentrarse en qué tipo de eliminación sería la más eficaz. Los alemanes intuían que el «grave problema» judío debía resolverse para salvaguardar la patria, y todos iban tomando una postura frente al «problema».

De las veintiocho «soluciones propuestas» a la sazón las dos terceras partes proponían el exterminio físico. (Las cifras resultan de la investigación de Klemens Felden sobre 51 escritores y publicaciones judeofóbicas de Alemania entre 1861 y 1895).

El caldo de cultivo estaba listo para el estallido, y sólo faltaba un líder que lo concretara, aunque la Primera Guerra Mundial mantuvo el designio a fuego lento hasta que concluyó con un escenario preparado para lo peor.

Hoy en día, el antisionismo no se priva de esgrimir de modo explícito la necesidad imperiosa de eliminar a Israel, lo que ha transformado al Estado judío, entre otras singularidades, en el único Estado del mundo amenazado con destrucción total.

El impulso germánico eliminador se ha trasladado a los ayatolas iraníes. Son ellos los que proclaman la necesidad de destruir Israel, y procuran armas atómicas para conseguirlo.

El mes pasado, mientras se llevaban a cabo las negociaciones en la ciudad suiza de Lausana para limitar el programa nuclear iraní, uno de los comandantes de Guardias Revolucionarios de Irán, Mohamed Reza Naqdi, advirtió que «la destrucción de Israel no es negociable».

Suponemos que sobre ningún otro país del mundo se habría aceptado semejante bravata, pero en este caso, los países interlocutores siguieron negociando todo lo demás. No sólo ello: EEUU, Gran Bretaña, Francia, Rusia, China, Alemania y la Unión Europea llegaron unos días después a un acuerdo con Irán que debe ser formalizado el mes que viene. (Permítaseme resaltar que entre los que concordaron con los ayatolás se hallaba el ministro alemán Frank-Walter Steinmeier, quien lejos de incomodarse sonrió junto a su par iraní).

La experiencia del siglo XX sobre cómo terminan las amenazas de exterminio parece no obrar de escarmiento en el siglo XXI, y se sigue soslayando el peligro. Sus raíces pueden hallarse en un arquetipo bíblico de la época del rey Xerxes I (el Asuero del libro de Ester 3:5-7). Su ministro Amán le aconseja destruir a «un pueblo esparcido y diseminado en todas las provincias del reino, cuyas leyes son diferentes; no conviene al rey dejarlos vivir». El mensaje, desde el mismo país, se ha actualizado ante un mundo que le hace caso omiso.

 

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