Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
En 2011, durante una visita a la serena ciudad uruguaya de Paysandú, tuve el gusto de cenar con David Fremd, quien hace un mes fue allí asesinado por un judeófobo que lo acuchilló bajo el grito de que, como bien se sabe, «Alá es grande».
El crimen, que por su novedosa virulencia debería haber conmovido al país, fue recibido con relativa apatía.
Los medios no se preguntaron si el asesinato hubiera podido evitarse, y probablemente al soslayar esa pregunta revelaron parcialmente la respuesta.
La judeofobia no discrimina: mata. Estalla esporádicamente después de un período de latencia que va agravándose a medida que se condona la demonización del judío.
Para ejemplificarlo con el caso aludido, cabe recordar un incidente en 2014 en el mismo Uruguay, corolario de que un canal televisivo mexicano difundiera un debate que había tenido lugar en la Universidad Autónoma de México, en el marco del posgrado en Derechos Humanos.
Allí, la arquitecta uruguaya Raquel Rodríguez despotricó contra el «poder judío mundial» que lo compra todo, y se lamentó públicamente (en una institución académica y sin que nadie la impugnara) de que, a su pesar, «el Holocausto no hubiera ocurrido realmente».
Es decir: no satisfecha con el negacionismo del Holocausto, optó por agravarlo con su promoción. Y lo hacía en una universidad, ante un público conteste. Y sin que, hasta el día de hoy, alguien se haya disculpado por la infamia.
Hay dos fenómenos que venimos señalando desde esta columna: que el mundo académico, lejos de ser un oasis del debate racional, está infestado de judeofobia; y que a los militantes «propalestinos» les importa muy poco el bienestar de los palestinos, ya que los impulsa meramente el odio antijudío.
En esta nota tampoco pondremos el énfasis en la tercera moraleja que se deduce del «debate» universitario referido: que el desprecio por los derechos humanos en el que se despeñó resulta de que los humanos del caso eran judíos.
Nuestro punto a subrayar aquí es que, al condonar semejante erupción de odio, se allana el camino para su traducción a las acciones concretas.
En efecto, la única «sanción» que sufrió la Rodríguez fue que el partido político en el que milita -que es el que gobierna Uruguay- declarara que la mujer había utilizado una expresión «desafortunada» (no queda claro a qué «expresión» se refería) y, de paso, el dictamen no se privó de criticar a Israel.
El síndrome de la impunidad de Raquel Rodríguez obró de inspiración tardía para el asesino de Fremd. Si no había pena por promover el asesinato de judíos, no ha de sorprender que ello se concretara.
En estos días Gran Bretaña experimenta un proceso similar. El Primer Ministro británico David Cameron recomendó al jefe Laborista Jeremy Corbin que, para extirpar la plaga judeofóbica que viene infectando a su partido, debería retractarse de haber llamado «mis amigos» a las bandas terroristas de Hamás y Hizbalá.
Lo notable es que el mismo Cameron también trata de amigos a los cabecillas de la Autoridad Palestina, quienes promueven el asesinato de israelíes y procuran abiertamente la destrucción del Estado judío. Y los palestinos pueden continuar impunemente su exhortación a la muerte.
Una y otra vez se soslaya que para combatir la judeofobia es requisito reconocer sin ambages que hoy en día la manifestación más visible del odio es el antisionismo en todas sus formas.
También en los Estados Unidos acaba de perdonarse un bochornoso episodio judeofóbico. El 13 de abril, mientras una invitada israelí disertaba en la Universidad de Harvard, fue increpada por Husam El-Qoulaq, un estudiante próximo a graduarse en derecho quien preguntó con micrófono en mano: «Quisiera saber por qué es usted tan hedionda».
Ante la sorpresa de la audiencia, el joven repitió mansamente su «pregunta».
El mito de que los judíos hieden viene de larga data. En Alemania y Francia llegó incluso a prodigársele justificaciones «científicas». Un pionero fue Karl Grattenauer, quien en 1803 escribió una explicación de vanguardia: que existe un fedor judaico producido por cierto amonium pyro-oleosum que les imprime mal olor.
Edouard Drumont lo recogió en su best-seller Francia Judía (1886), en cuyas páginas atribuye a los judíos, una por una, todas las degeneraciones del alma y cuerpo humanos, y concluye por despacharse con soltura: «el judío huele mal. Aun los más encopetados despiden un olor que indica la raza y que les ayuda a conocerse entre sí».
Nadie había vuelto a sostener la tesis desde la derrota del nazismo, hasta que el mes pasado fuera confirmada por Qoulaq, quien por estar próximo a graduarse de Harvard debería ser tomado en serio. O quizás no.
La gratuidad del crimen.
Como era de preverse, el olfateador no recibió sanción alguna por su travesura, y el mensaje volvió a penetrar: insultar a los judíos es gratis. Incluso apareció una docena de estudiantes judíos que firmaron una carta defendiendo a Qoulaq, y todo ello en aras de «la paz» (recuérdese que para los criptodinos, no sólo que la paz es compatible con la lucha contra Israel y los judíos, sino que frecuentemente se las presenta como sinónimos).
No es casual que el marco para la agresión fuera precisamente Harvard, en cuyos venerados claustros se formaron Premios Nobel y eruditos de las más diversas disciplinas.
Su historia resulta especialmente interesante. Apenas tres lustros después de que los Peregrinos desembarcaran en las costas de Massachusetts, fundaron Harvard en ese Estado, en el año 1636. Como ocurrió en el resto de las primeras universidades norteamericanas, el hebreo fue obligatorio para todos los estudiantes. El discurso de apertura de cada año de estudios fue pronunciado en esa lengua hasta nada menos que 1817.
Por el otro lado, cuando hace un siglo se remedaron en Estados Unidos las restricciones que el zar había impuesto a los judíos para estudiar en Rusia, precisamente Harvard tomó la delantera. La limitación a los judíos fue una política oficial y abierta, defendida por sus autoridades. En junio de 1922 el presidente de la universidad, Lawrence Lowell, abrió el debate sobre la necesidad de trabar el ingreso de los israelitas con un argumento de impecable lógica: «no se puede cerrar los ojos ante el problema».
Los estudiantes se sumaron a la intención discriminadora con otro razonamiento: «los judíos no se mezclan y por ello arruinan la unidad de la universidad». Lowell pidió reconsiderar «el porcentaje de judíos» en su institución, que había subido año a año hasta llegar al veinte por ciento. Harvard se propuso reducirlo a la mitad.
Para colmo, Lowell sostenía que la judeofobia resultaba nada menos que de la ostensible presencia de judíos. Es decir que los objetos del ataque eran también los culpables.
La respuesta más irónica ante la inminente maniobra fue enviada por el jurista Alfred Benesch, graduado de Harvard y uno de sus benefactores, quien el 7 de junio de 1922 recomendó a Lowell prohibir del todo la entrada de judíos a fin de resolver de raíz el problema dela judeofobia.
Lowell no se dejó intimidar por la protesta. Durante su gestión se resolvió limitar a los judíos por medio de reducir el ingreso de los estudiantes «urbanos» y ampliar el de los rurales. El resultado no se hizo esperar: el número de estudiantes en general se duplicó en Harvard, y en 1931 los estudiantes judíos habían descendido al diez por ciento. Pero cuando la gestión de Lowell llegó a su fin, fue reemplazado en la presidencia por James Bryant, quien eliminó todo numerus clausus, abierto o velado. Hacia 1940 los judíos habían vuelto a constituir el veinticinco por ciento del estudiantado.
Con todo y a pesar de todo, el próximo judeófobo que apele a la violencia podrá ampararse en que «incluso en Harvard uno puede defenderse de los malolientes». Recordemos que el más depravado de los jerarcas nazis, Julius Streicher, arguyó en su defensa durante los juicios de Nürenberg de 1945 que él se había limitado a cumplir con los consejos de Martín Lutero. Y dos años después, durante el juicio contra Xavier-Vallat, quien había sido comisario de cuestiones judías del gobierno nazi de Vichy, el reo adujo que sus crímenes se habían inspirado en las enseñanzas de Voltaire.
Los violentos buscan justificarse en sabios puntillosamente elegidos, entre quienes no escasean los proveedores de indulgencias.