Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 118 • diciembre 2011 • página 5
En su viaje por Europa Oriental para conocer a las afligidas comunidades judías, Zeev Jabotinsky alcanzó un punto de inflexión que lo motivó a dedicarse al sionismo: fue cuando reparó en «cuán bajo había caído nuestro pueblo», en actitud sumisa y genuflexa ante sus opresores. Había llegado la hora de erigir un nuevo hebreo que no pidiera más disculpas por existir.
Hoy en día, la inacción ante la hostilidad es más sofisticada: ya no consiste en aguantar estoicamente los golpes como si fueran merecidos, sino en relativizar todo ataque huyendo hacia su universalización.
El contraste es más bien formal: a fines del siglo XIX, las masas israelitas sufrían pasivamente la enemistad del entorno porque la asumían como parte de su singularidad judía; en el siglo XXI muchos judíos optan por negar olímpicamente esa singularidad, y así encubren la judeofobia como si no existiera o fuera un nimio detalle.
En su huída de la realidad, el nuevo fugitivo siente que ha ingeniado la receta para terminar con la vetusta hostilidad antijudía: le basta con indicar que todos padecen exclusiones, cada uno a su modo.
Para consumar su acabada generalización, el fugitivo transfigura lo antijudío en un caso más de mera discriminación. Para su tranquilidad descubre que, como los discriminados son muchos (y de las más variadas etnias y extracciones), en su esquema la judeofobia ha terminado entremezclada dentro de una etérea bolsa que abarca prejuicios de toda índole. Y así «desaparece».
Pero la judeofobia sigue ahí, displicente ante los artilugios del universalizador. La artificial amalgama engendrada por éste ha desnaturalizado la comprensión del fenómeno, ya que no se trata de una forma de la discriminación sino un género de la demonización. Como tal, la judeofobia es única.
No a muchos pueblos los persiguieron y mataron durante dos mil años; no sobre muchos países pende la amenaza de que lo borrarán del mapa; no todos los Estados generan la animadversión que despierta Israel por sólo existir; no sobre todos los grupos se ha difundido una mitología tenebrosa. Acéptense estos datos elementales y la singularidad judía comenzará a cobrar nitidez, trabando el escape a Vitruvio.
Y sin huir podrá notarse que no hubo muchos «Holocaustos». La palabra «Holocausto» o «Shoá» fue acuñada precisamente porque no había término para encuadrar el asesinato gratuito de seis millones de atrapados en Europa, víctimas de una milenaria batería de febriles acusaciones: leprosos, deicidas, dominadores y virus. Esa fiebre hizo eclosión cuando la nación más civilizada la enarboló como «ideología», y proclamó que su destino se cifraba en exterminar a un pueblo entero, mientras los demás escuchaban contestes la diabólica proclama.
Semejante frenesí no tiene parangón: no el que diezmara a los armenios, ni el de los tutsis o los gitanos, ni ninguno de los muchos genocidios, deleznables y brutales, que abochornan la historia humana. Ninguno alcanzó a combinar su enorme y sádica dimensión con un antiguo linaje de odio actualizado como «ideología» universal.
Muchos no-judíos, aun los bien predispuestos hacia Israel, y bastantes judíos, en general los más alejados de sus raíces e ignorantes de su acerbo, se obcecan en empañar la unicidad de la experiencia histórica hebrea, y terminan por caer en una complaciente crítica a la discriminación en todas sus formas, y así dejan impune a la judeofobia.
Se escapan a Vitruvio, aunque Vitruvio no esté para acogerlos.
Leonardo Da Vinci, en su célebre Canon de las Proporciones Humanas (1490), estudió el cuerpo humano perfecto con medidas calculadas por el arquitecto romano Vitruvio, y por ello ese hombre ideal recibió el epíteto de Hombre de Vitruvio. Su pie es de cuatro palmas, su antebrazo de seis, su altura de cuatro antebrazos… y su realidad es tan perfecta como inexistente.
No hay en el mundo un cuerpo así, en el que la altura de su oreja sea justo un tercio de la longitud de la cara, y un cuarto del hombre va desde la planta del pie hasta la rodilla, y las proporciones matemáticas son renacentistas e ilusorias. En la sociedad real de la que huye el fugitivo, hay sólo hombres en circunstancias palmariamente concretas y nada universales.
Un par de casos de hoy y de Bélgica
Dos ejemplos de huidas a Vitruvio tuvieron lugar en Bélgica en la última quincena. Una fue en respuesta a la golpiza que propinaron a Oceane Sluijzer, una joven de 13 años aporreada (22-11-11) en su escuela en un suburbio de Bruselas después de una clase deportiva.
Las victimarias fueron otras cinco niñas de su misma clase, todas ellas marroquíes y musulmanas, que le gritaban «judía sucia vete a tu país».
El Comité Coordinador de las Organizaciones Judías de Bélgica no demoró en reaccionar, y lo hizo fugándose a Vitruvio. Primero, anunció que contemplaba el ejercicio de acciones legales contra las agresoras, con lo que dejaría impune la judeofobia.
En segundo lugar, y fundamentalmente, exigió del Ministro de Educación belga que «introduzca los programas educativos apropiados en las escuelas para prevenir tensiones injustificadas entre comunidades». (Las itálicas son nuestras, GP).
Va de suyo que la violencia contra una niña en el marco escolar es injustificada, pero ¿de dónde, sino de Vitruvio, proviene esta definición de «tensiones entre comunidades»? ¿Acaso éste es el nombre políticamente correcto para definir a un embate unidireccional?
En Bruselas no hubo tensión, sino una agresión judeofóbica a la que resultará imposible ponerle coto hasta tanto no se la diagnostique correctamente.
Oceane Sluijzer ha abandonado la escuela pública, que quedará en manos de los violentos. Y ello porque los dirigentes judíos belgas prefieren imaginarse inmersos en una «tensión intercomunitaria». De este modo se sienten parcialmente capaces de terminar con el problema.
Si por el contrario, denunciaran que se trata de una agresión contra los judíos, arbitraria e impune, los invadiría la desagradable impotencia de ser objetos de odio gratuito.
El segundo caso que nos proporcionó Bélgica el mes pasado derivó del primero, y tuvo como protagonista al embajador estadounidense en ese país, Howard Gutman. Éste disertó (30-11-11) en el Coloquio para la Lucha contra el Antisemitismo en Europa organizado por la Unión Judía Europea y la Asociación de Abogados Judíos de Bélgica.
Así explicó Gutman el ataque contra la niña: «Éste es el problema en Europa, de tensión, odio, y a veces violencia entre algunos miembros de las comunidades musulmanas o grupos de inmigrantes árabes y judíos».
Traduzco: el ataque judeofóbico es vitruvianamente presentado como de «violencia entre árabes y judíos». Gutman debería ser contratado por la prensa española para informar sobre los ataques de morteros contra Israel.
No satisfecho con una mera caracterización, el embajador explicó el fenómeno, siempre en viaje a Vitruvio, y definió a los agresores como «personas de un pequeño sector de la población que odia no sólo a los judíos sino también a los musulmanes, a los homosexuales, a los gitanos…» ¿Entonces, Mr. Gutman, la judeofobia en sí no existe? ¿No hay un odio específico contra el pueblo judío que se distingue claramente de otras formas de odio de grupo?
Los vitruvianos eludirían una pregunta tan directa, y así Gutman agregó que de los excesos antijudíos casi tienen la culpa los judíos mismos, o más concretamente, el país judío. Escuchémoslo: «La tensión (el ataque a la niña judía, GP) nace por la tensión entre Israel y los territorios palestinos… por el continuo problema palestino… La solución está en manos de los líderes del gobierno de Israel y de los territorios palestinos… Cada nuevo asentamiento anunciado en Israel, cada mortero disparado por sobre la frontera o un bombardero suicida en un ómnibus, y cada golpe israelí en represalia, exacerba el problema y es un retroceso en Europa para quienes combaten aquí el odio y la intolerancia».
El embajador parece desconocer que desde hace muchos años Israel no «anuncia nuevos asentamientos»; y parece no entender el galimatías moral de equiparar a morteros y suicidas con la construcción de viviendas y la autodefensa. Y de su confusa desinformación podría desprenderse que el Gobierno de Israel debería pedir perdón a los europeos que luchan contra el odio. Eso es lo que se enseña en Vitruvio sobre la pobre Oceane Sluizjer.
Después de todo, son las acciones del Estado judío las acusadas de provocar, por lo menos parcialmente, la «tensión» de la que fueron víctimas tanto la niña judía golpeada como sus cuatro agresoras.
No sorprenderá que los amigos de Israel en EEUU solicitaron del presidente Obama que pida la renuncia de su representante en Bruselas.
Parecida a la belga, hubo una huida a Vitruvio en España, en la Universidad de Vigo, donde los fanáticos de turno se quedaron no con la escuela belga sino con la academia gallega. En efecto, una caterva de gritones ahogó la posibilidad de que un funcionario israelí expusiera (16-11-11).
Una vez silenciado, éste publicó una declaración que concluía con una pregunta retórica: «hoy se ha limitado mi libertad de expresión por ser israelí, ¿a quién le tocará mañana?». Vitruvio, se ha dicho.
Pues, a nadie le tocará mañana. Y es lo que al israelí resulta difícil digerir: que se trata de la única nacionalidad que es condenada de por sí. No le dieron tiempo de exponer errores para acallarlo. El error, para los judeófobos, es puramente ser israelí. Ninguna otra nacionalidad es combatida de raíz.
Uno de los más notables pensadores sionistas, denunció la huída a Vitruvio hace ya ciento veinte años. Así escribió Ajad Haam en su ensayo Servidumbre en la libertad (1891), en el que refuta lo que él llama las «necedades» de los intelectuales asimilacionistas y su «servidumbre interior oculta bajo la libertad exterior».
En un párrafo vivaz, Ajad Haam satiriza a quienes desjudaizan la judeofobia para sumarse a la humanidad:
«Bandidos armados me rodean y yo grito: ¡Socorro, un hombre está en peligro! ¿No es una horrible vergüenza que deba empezar por demostrar que mi peligro lo es también para los demás, para el género humano, como si mi sangre no fuese roja a menos que se mezcle con sangre ajena?»
La huida a Vitruvio nunca puede acabarse porque consiste en un ideal inalcanzable. Los judíos seguirán siendo un pueblo singular: con una historia única de dos milenios en su tierra y dos fuera de ella; con el aporte de una de las columnas vertebrales de la civilización; con haber sido más que ningún otro grupo el chivo expiatorio de la frustración social; con un color propio con el que ha interactuado con el resto de los pueblos para el engrandecimiento de nuestra única y gloriosa raza: la humana.