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El Catoblepas, número 126, agosto 2012
  El Catoblepasnúmero 126 • agosto 2012 • página 5
Voz judía también hay

Las Olimpíadas y la asediada legitimidad

Gustavo D. Perednik

Infundados cuestionamientos a la legitimidad israelí

Los seis atletas israelías asesinados por terroristas mahometanos en los Juegos Olímpicos de Munich 72, que no han querido recordar institucionalmente en Londres 2012

Un equipo asiático protestó en las Olimpíadas por el hecho de que su bandera fuera confundida con la de otro país. El desliz fue reparado, y se asumió como inevitable que pudiera haber algunos errores en la información referida a las más de doscientas naciones participantes.

Esa norma tiene una sola excepción: la de un país sobre el que la desinformación oficial de las Olimpíadas fue generada deliberadamente. Uno, que debió protestar porque en la página web de los Juegos figurara incorrectamente su capital: decía Tel Aviv, en vez de Jerusalén, ciudad en donde tiene su sede el Gobierno de Israel, su parlamento o Knéset, la Corte Suprema de Justicia y, sobre todo, la historia milenaria de la nación hebrea.

Los medios de prensa son socios habituales de esa capital desinformación, y cuando ésta se reiteró en las Olimpíadas, salió publicado en el diario El País (22-7-12, página 31) un previsible artículo. Bajo el título de La capital de Israel, se justificó la exclusión y, para no interrumpir el rutinario entrenamiento, se aprovechó el tema para repetir la mendaz cantinela de «ocupación, represión y humillación», crueldades supuestamente practicadas por Israel contra sus ciudadanos árabes –por cierto los árabes más libres y exitosos de todo el Oriente Medio.

La exclusión de Jerusalén como capital de Israel es una obsesión europea: sólo al judío de los países le está vedado decidir dónde ubicar la sede de su Gobierno. El coreado argumento del Comité Olímpico, y el de tantos obsesionados, es sencillamente absurdo: que la zona Oriental de la ciudad fue «ocupada» por Israel en la Guerra de los Seis Días de 1967. Saltean que una parte de Jerusalén estuvo en manos de Israel desde su creación en 1948, por lo que el país judío tiene derecho de fijar su capital allí.

Es decir: aun si la reunificación de la ciudad en 1967 (que permitió que hubiera en ella libertad de cultos por primera vez en milenios) implicara, para los europeos, no un motivo de festejo sino de anatema, no queda claro por qué les resulta inaceptable que Israel tenga su capital en una parte de la ciudad. Aun si eventualmente otra parte de la misma debiera transformarse, por primera vez en su milenaria historia, en capital de un país árabe adicional.

Una posible respuesta es que la mera visión de la Ciudad de David como capital israelí sugiere que hay aquí un Estado judío renacido. Ese aspecto parecería ser intolerable para muchos.

La vitalidad del pueblo hebreo, y su renacimiento en el siglo XX, despierta ciertos sentimientos de culpa derivados del tratamiento que en general recibió el pueblo judío por parte de la cristiandad europea.

Por ello, prefieren eludir la judeidad del Estado: vaya y pase que Israel sea un Estado moderno y aceptado, pero cuando se presenta a sí mismo como lo que es (un Estado judío) podría suponerse un dedo acusador contra Europa. Y ocurre justamente que, como escribiera Julián Marías, Israel sin Jerusalén como capital pierde sentido histórico.

Con todo, lo más notable, es la mentada obsesión que acompaña al asunto.

Desde la capital de Sudán gobierna un genocida que se adueñó de su país; la de Corea del Norte es la de un gran campo de concentración; en la de Arabia Saudí está prohibido lo no islámico; en la de Irán se decapita y apedrea, etcétera, etcétera, pero la única discusión política de los juegos Olímpicos giró en torno del judío de los países. Y no sólo acerca de cuál es su capital.

El Comité Olímpico Internacional (COI) también decidió no homenajear oficialmente a los atletas israelíes asesinados hace cuarenta años, en las Olimpíadas de Munich. En 1972, el presidente del COI (un filonazi de nombre Avery Brundage) se negó a interrumpir los juegos cuando los israelíes fueron asesinados.

Fue el mismo filonazi que se había opuesto, treinta y seis años antes, a que se boicotearan las Olimpíadas en el Tercer Reich, esas que permitieron maquillar de fraterno al régimen que estaba por perpetrar los peores horrores de la historia. Brundage aducía que «no había que involucrarse en el altercado judío-nazi», y llegó a denunciar una «conspiración judeocomunista» contra las Olimpíadas.

Y éstas se llevaron a cabo sin obstáculos. Durante dos semanas de agosto de 1936, el nazismo logró debilitar las defensas del mundo libre, por medio de presentar una cara humana mientras Berlín era sede de las Olimpíadas. Su promotor fue el ministro de propaganda Joseph Goebbels, quien ante la impavidez internacional convirtió a los juegos deportivos en una herramienta de difusión del hitlerismo. Ningún país se avino a boicotear la aberración, y apenas dos días después de concluidas las competencias, la enloquecida maquinaria del nazismo se reinició con todo furor y el mismísimo director de la villa olímpica, Wolfgang Fürstner, se suicidó porque se revelaron sus «ancestros judíos» y por ello se le despojó de su rango de capitán.

En cuanto a Brundage, nunca reculó de su judeofobia. Como presidente de las Olimpíadas de 1972, signadas por la matanza de los once atletas israelíes, no sólo no suspendió los juegos, sino que al otro día, durante el servicio en memoria de los atletas asesinados, ante 80.000 espectadores, ni siquiera mencionó a las víctimas, y se limitó a elogiar la fortaleza del movimiento olímpico y a pedir que la alegría continuara.

Cuarenta años después, en agosto de 2012, la delegación palestina elogió que no se hiciera un minuto de silencio por los judíos que habían sido asesinados por la banda de Munich, constituida por neonazis y palestinos.

En una reciente queja (28-7-12) el Primer Ministro de los palestinos, Salam Fayyad, se lamentó de que por culpa de la «primavera árabe, el tema palestino haya sido removido de la agenda mundial». Curioso clamor, si se considera que los palestinos son el único pueblo en el mundo que tiene agencias de la ONU dedicadas exclusivamente a su causa; que en muchos países hay días oficiales de solidaridad con los palestinos; que son los únicos que a pesar de no conformar un Estado han sido reconocidos como Estado por decenas de países; y que son el grupo que más ayuda económica recibe de la Unión Europea, enormemente mayor que la que reciben naciones mucho más sufrientes y necesitadas.

Lo que probablemente haya querido decir Fayyad es que la causa anti-israelí (llamémosla por su nombre) ha dejado de ser la única que agita foros internacionales, coloquios y aquelarres por doquier. A pesar de que el antisionismo sigue infiltrándose en foros más sutiles de agendas no-políticas, como el de las Olimpíadas.

Las jaculatorias nunca revisadas

Reconozcamos que la pretendida poca atención que reciben los palestinos es una de las jaculatorias más exitosas del siglo XXI, que se suma a sus viejas hermanas, especialmente dos, a saber:

1) Que el conflicto en Oriente Medio se debe a las acciones de Israel (o a su superficie) y no a su causa real: el rechazo intransigente de que haya un Estado hebreo.

Como escribe el nonagenario y siempre lúcido Bernard Lewis en su reciente Fe y poder (2010): «Si el conflicto es sobre el tamaño de Israel, entonces el problema sería eventualmente resuelto por medio de negociaciones largas y arduas. Pero si el conflicto es sobre la existencia de Israel, es imposible una negociación seria».

Sólo el Gobierno de Irán anuncia explícitamente que aspira a la destrucción del Estado judío sin importar su tamaño o su conducta. Por el contrario, la Unión Europea se hace eco de la Liga Árabe y repite que se opone a la mala conducta de Israel, y no a su existencia.

Para ejemplificar dicha conducta, uno de los argumentos más cacareados es que Israel viola resoluciones de las Naciones Unidas. Se refiere a dos resoluciones: la 242 de 1967, y la 338 de 1973 (ambas son cumplidas rigurosamente por Israel).

La primera de ellas exhorta a las partes a hacer las paces y permite que Israel administre los territorios tomados en la guerra de 1967 «hasta se alcance una paz justa y duradera». Cuando ésta sea alcanzada, Israel debe retirarse de «territorios» (no especifica de qué territorios). A todas luces aún no ha alcanzado la paz (ni qué hablar de una «justa y duradera») y, además, Israel ya se ha retirado de más del 95% de los territorios tomados en la Guerra de los Seis Días de 1967.

A la sazón, se debatió en la ONU si añadir al sustantivo «los territorios», el adjetivo cuantitativo «todos». Esa moción fue rechazada, y la resolución adoptada supeditó la división de los territorios a los acuerdos que eventualmente se firmen entre las partes.

2) La segunda mentira es que la intrínseca ilegalidad de Israel puede verse en los llamados «asentamientos», es decir los poblados judíos en los territorios de Judea y Samaria que Israel administra desde 1967 (territorios que en Europa se denominan «Cisjordania» como si fueran parte de Jordania o, peor aún «territorios palestinos», como si alguna vez hubiera habido un Estado palestino).

Aquí podríamos reiterar el principio de Bernard Lewis: si en efecto el problema fuera el de la soberanía sobre esos territorios (de una superficie menor que la de las Islas Canarias), el mismo se resolvería después de negociaciones, quizás arduas, pero negociaciones al fin.

Pero como la «ilegitimidad de los asentamientos» es un mero disfraz para la verdadera cuestión, pues no tiene solución. Y la prensa europea puede blandir una y otra vez la cuestión de los asentamientos para «demostrar la ilegitimidad» del Estado judío.

Lo peor del caso, es que dichos asentamientos no tienen nada de ilegales. El único motivo por el que su demostrable legalidad no es esgrimida constantemente, es justamente por el hecho de que aceptar esa discusión significa someterse a que los asentamientos son el problema, y en vez de ello es preferible mostrar que no lo son. Haré aquí una excepción, e incluiré algunos párrafos sobre los asentamientos.

Quienes recurren a su supuesta ilegalidad, se fundamentan en la Cuarta Convención de Ginebra (CCG, de agosto de 1949). La CCG es uno de los cuatro tratados internacionales rubricados para humanizar la guerra, iniciados en 1864 con las propuestas humanitarias de Jean Henri Dunant, un sionista cristiano que fundó la Cruz Roja Internacional.

194 países son signatarios de la CCG, cuyo objetivo es proteger a los civiles en zonas de guerra, o bajo ocupación militar. Y el quid de toda esta cuestión es que la CCG no es aplicable a los territorios de Judea y Samaria.

En ello han insistido notables juristas internacionales como Nicholas Rostow, Stephen M. Schwebel (ex Presidente de la Corte Internacional de Justicia); Eugene W. Rostow (ex Subsecretario de Estado de EE.UU); Julius Stone (Profesor de Derecho y Jurisprudencia Internacionales); y David M. Phillips (profesor de Derecho en la Universidad de Northeastern).

Cuando la Corte Internacional de Justicia de la ONU opinó sobre la aplicabilidad de la CCG, sostuvo que «la Convención se aplica en cualquier territorio ocupado por una de las partes durante un conflicto», pero salteó lo fundamental: que los territorios ocupados debían haber pertenecido previamente a la otra parte.

En el caso que nos interesa, los territorios de Judea y Samaria fueron tomados en 1967 por Israel, de manos de Jordania, una nación que los ocupaba ilegalmente y que en 1988 renunció cabalmente a ellos.

A pesar de este dato concluyente, durante décadas la ONU (impulsada por la petromayoría árabe), y la Unión Europea, han repetido que hay «territorios ocupados» y que «los asentamientos son ilegales». No explican la base legal de dichas hipótesis, y se circunscriben simplemente a mencionar la CCG. Pero ésta, como dijimos, no es aplicable a los mentados territorios.

En cuanto a los sucesivos Gobiernos de EEUU, incluido el actual, fueron habitualmente más cautelosos, y tendieron a denominar a los asentamientos «un obstáculo para la paz» o, como explicitara Ronald Reagan (2-2-1981): «no son ilegales, pero son innecesariamente provocativos».

Con el objeto de enfrentar la monserga de la ilegalidad, a principios de este año el Primer Ministro israelí estableció una comisión de expertos presidida por el ex Juez de la Suprema Corte Edmund Levy, a fin de dirimir exhaustivamente el estatus de los asentamientos. La comisión revisó los argumentos legales de todos los involucrados, incluidos los de los palestinos, y los de sus defensores en Israel: grupos de extrema izquierda israelí como Paz Ahora, Betsélem y Yesh Din.

El resultado de la investigación fue un reciente informe de 89 páginas (9-7-12) que aborda todas las aristas de la cuestión y concluye que no hay nada ilegal en los asentamientos. Los fundamentos del «Informe Levy» son que la CCG puede aplicarse a la ocupación militar de un territorio soberano. Los asentamientos hebreos no encuadran en esta definición, no sólo porque no conforman una ocupación militar sino, principalmente, porque ningún ente legal tenía soberanía sobre esos territorios antes de la radicación de judíos en ellos.

Previsiblemente, los factores que propagan la «ilegalidad de los asentamientos», rechazaron el Informe Levy pero, otra vez, lo hicieron sin aportar contraargumentos legales. La ilegalidad parecería deducirse ínsitamente de una nunca mencionada ilegalidad de Israel, una que también implicaría el veto de Jerusalén como capital.

 

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