El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 5
Ramiro Grau Morancho, mártir
Gustavo D. Perednik
Sobre las polémicas declaraciones del ex fiscal a raíz del fallecimiento de José Manuel Maza
Hace unos días se produjo un episodio que en cierto modo vino a corroborar la tesis de mi libro España descarrilada (2004), que sostiene que la judeofobia española es singular, y que destaca entre las del resto de los países occidentales por su antigüedad, su omnipresencia social y su desembozo.
En efecto, el ex fiscal Ramiro Grau Morancho publicó un libelo que, además de desenmascarar la virulencia del odio antijudío entre ciertos personajes públicos, revela al mismo tiempo una pasmosa (y peligrosa) ingenuidad.
Hasta el momento de leer su fárrago digno del nazismo, había supuesto que sólo el bufonesco Hugo Chávez de Venezuela era capaz de fusionar en una sola frase la mayor parte de la mitología judeofóbica. Alcanzó este récord en 2005 durante su mensaje navideño, cuando Chávez declaró que “los descendientes de los que crucificaron a Cristo se han apoderado de las riquezas del mundo”.
Precisamente, coexisten en su agravio los dos motivos centrales de la judeofobia a lo largo de dos milenios. El primero: presentar a los judíos como letalmente malignos, y el segundo: suponerlos secretamente todopoderosos.
Ambos estigmas podrían considerarse derivados de una de las primeras y más destructivas acusaciones disparadas por el odio en cuestión: el deicidio, enunciado por primera vez hacia el año 150 en la ciudad de Sardis por el obispo Melito.
Este mito, que se utilizó durante siglos como lema para masacrar a decenas de miles de israelitas, es fuente del resto de los estereotipos, ya que para matar a Dios hace falta ser tanto muy perverso como muy poderoso.
El pretendido poderío de los hebreos, ilimitado y clandestino, fue recogido por el principal de los mitos modernos, el que vino a “denunciar” una conspiración mundial inventada por la más cabal paranoia.
Dicho mito registra varios precedentes, y emergió por primera vez con claridad en 1807 en París, cuando el canónigo jesuita Agustín Barruel de la Catedral de Notre-Dame alertó al gobierno napoleónico acerca de “un complot judío internacional que transformará las iglesias en sinagogas”.
Un siglo más tarde, la embestida se plasmó en Los Protocolos de los Sabios de Sión, un panfleto plagiario del monje ruso Sergei Nilus y que, pese a su demostrado fraude, tuvo una descomunal difusión que perdura hasta hoy en día. Por lo menos en España.
Los judeófobos de nuestra época suelen echar mano de la superchería de que los israelitas son los malignos dueños del planeta, sin detenerse a pensar en que, si en efecto los trece millones de judíos han regido todo durante estos siglos furtivos, pues lo han hecho con una ineficiencia espantosa. Los ubicuos dominadores no consiguieron siquiera evitar ser sistemáticamente expulsados, torturados y asesinados de a millones por parte de los díscolos subyugados.
Como escribiera Ernesto Sabato: “Desde hace muchos años los antisemitas del mundo entero nos vienen advirtiendo que el judaísmo proyecta la destrucción de la humanidad. Por el momento, y mientras se espera esa misteriosa operación, el antisemitismo se dedica a la operación inversa, única de la que se tiene noticia efectiva”.
La acusación judeofóbica es tan desatinada que no merecería refutación, salvo por el hecho de que, según se ha visto en la historia reciente, cuanto más absurda se planta la mentira más seduce a los desprevenidos y a los malintencionados.
Vale recordar la ocurrencia de Vladimir Putin en una entrevista televisada el pasado 2 de junio, cuando en respuesta a la imputación de que Rusia se inmiscuye en las elecciones ajenas, repuso que la acusación es un remedo de los argumentos judeofóbicos: “culpemnos a los judíos, y ya está”.
El estilo español de la paranoia
Los medios españoles sobresalen en Europa porque se muestran menos proclives a la modernidad y se aferran al mito sin escrúpulos y a mansalva. Que los judíos controlan el mundo, o una buena parte de él, es una quimera esgrimida en España como si fuera una legítima opinión con una asiduidad inadmisible en otros países.
El actor Antonio Banderas la sostuvo en el programa televisivo El Canto del Loco el 12 de febrero de 2006, y la actriz Marisa Paredes, cuando era presidenta de la Academia Española de Arte y Cinematografía, declaró a Europa Press que la película El pianista había recibido un Oscar debido a las intrigas del “lobby judío”.
La mención de este supuesto lobby omnímodo no despierta repelencia en la península. El diario El Mundo publicó, el 3 de noviembre de 2002, una recensión del libro El Lobby Judío de Alfonso Torres, en la que se exponen las supuestas “revelaciones del libro” y se provee al lector de una lista de judíos conocidos bajo el título “El ABC de la España hebrea” (es palmario el paralelo con “La France Juive” de Edouard Drumont).
Así alerta el artículo: “están en la banca, la Justicia, la hostelería, la construcción, el textil... Los judíos españoles se mueven en los círculos más poderosos y mantienen contacto con la elite económica y política. Contar con el respaldo del ‘lobby’ hebreo incluso puede librarles de la cárcel.” El lector podría condolerse de los pobres cristianos, que cuando caen en prisión deben permanecer allí.
Cuando en diciembre de ese mismo año se multiplicaron los casos de sacerdotes pedófilos, Alex Navajas y Alex Rosal arremetieron en La Razón contra “el ataque a la iglesia por parte del lobby israelí”.
Por supuesto que España no monopoliza esta obsesión. Justamente a principios de este mes la prensa reveló una carta de hace tres décadas escrita por el príncipe Charles del Reino Unido a su amigo sudafricano Laurens van der Post, en la que incluye sus augurios para que “alguien detenga al lobby judío”.
Pero en España la obsesión se perfila incólume aún en nuestros días. El reciente caso del ex fiscal Grau es más grotesco que los ejemplos anteriores, porque se espera de un hombre de leyes menos embrollo en las ideas, y más cuidado al proferir acusaciones.
El 18 de noviembre de 2017 murió en Buenos Aires el fiscal general español José Manuel Maza, debido a una insuficiencia renal consecuencia de su diabetes. Dos días después, el ex fiscal Ramiro Grau publicó (en Alerta Digital y en su página personal) que es necesario averiguar si a Maza no lo habrán asesinado “los judíos argentinos, que son los que realmente mandan allí” o, en su defecto, si el perpetrador no fue acaso el Estado de Israel, debido a que el finado se oponía a la separación de Cataluña. Me cuesta pensar en otras democracias en las que pueda desplegarse impunemente semejante grado de judeofobia.
En Rusia, se produjo un caso similar el 27 de noviembre de 2017, que colocó a Grau en buena compañía.
El creciente nacionalismo generó cierta nostalgia por los zares, y en contexto se decidió reabrir la investigación del asesinato del zar Nicolás II y su familia en 1918. Ahora se expidió el comité examinador, y el obispo Tijón Shevkunov de la Iglesia Ortodoxa Rusa aseguró que el zar fue asesinado por judíos en un rito de sangre.
Los judíos argentinos deberían iniciar una demanda contra quien los ha acusado de homicidio sin más pruebas que su perversa fantasía. Si ello ocurriera, quizás surgirá un coro nazi para defender a Ramiro Grau, mártir y víctima de las maquinaciones judías que se lanzan contra él. Y su colega el obispo ruso Shevkunov podrá canonizar a Grau el mártir, crucificado por los pérfidos judíos que medran con su dominio mundial para matar inocentes.