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El Catoblepas, número 127, septiembre 2012
  El Catoblepasnúmero 127 • septiembre 2012 • página 5
Voz judía también hay

Monstruosas biografías

Gustavo D. Perednik

Acerca de Noam Chomsky y sus paralelos

Avram Noam Chomsky (1928)

Un dilema que se presenta al denunciar las lacras contemporáneas es cómo entrar en el detalle de sus culpables. No despierta grandes polémicas la denuncia del totalitarismo o de la violación a los derechos humanos, pero se cae en los riesgos de ser políticamente incorrecto en la medida en que se da cuenta de los malhechores y sus cómplices.

Quienes con frecuencia pueden salvar ese escollo son quienes, provenientes de la izquierda militante, la han abandonado y terminaron por oponerse a la ideología a la que sirvieron. Este despertar impide que se les endilgue una idiosincrática mala predisposición, ya que su crítica se fundamenta, más que en otras fuentes, en un profundo conocimiento interior de las fallas y contradicciones que aquejan a las ideologías contemporáneas que han fracasado estrepitosamente.

En ese contexto, un grupo de intelectuales franceses que abandonaron su militancia izquierdista a partir del 11S, se unieron en el llamado Círculo de la Oratoria que, desde 2006, publica El mejor de los mundos. Se autodefinen como anti-totalitarios y, debido a que justiprecian la enorme peligrosidad del islamismo radical y se oponen a la habitual judeofobia de los medios europeos, son frecuentemente descalificados por pro-norteamericanos.

Su mentor, el periodista Michel Taubmann, reconoció el aventurerismo utópico de la izquierda en la que geminó, y publicó varios libros sobre el verdadero enemigo del progreso y la prosperidad: el régimen de los ayatolás en Irán. Destacan La bomba y el Corán (2008) e Historia secreta de la revolución iraní (2009).

El primero es una biografía de Mahmud Ahmadineyad que describe descarnadamente a un torturador y asesino que se ha metamorfoseado en presidente de la cuarta potencia petrolera mundial. El libro incluye el dato de que a Ahmadineyad se le conoce como «acheveur», que en francés significa quien da el tiro de gracia a sus numerosas víctimas agonizantes.

El personaje emite a diestra y siniestra una virulenta amenaza de destruir al «tumor canceroso» (que vendría a ser el Estado judío), cuya mera existencia es considerada por Ahmadineyad «un agravio para toda la humanidad». A pesar de ello, recibe la pleitesía de decenas de Gobiernos y el expedito perdón de numerosos escritores e intelectuales. Incluso el Secretario General de la ONU acaba de darle legitimidad al asistir (¡en Teherán!) al congreso de las Naciones no-Alineadas, a fin de agosto, con la presencia de delegados de 120 países a los que no parece importarles el terrorismo del régimen ni su fanática judeofobia.

(Notable excepción de la indiferencia mundial ante el fenómeno fue la decisión, la semana pasada, del Gobierno canadiense, de expulsar a todos los diplomáticos iraníes, en respuesta a la judeofobia del régimen que representan.)

Paralelo al francés Taubmann, Israel tiene en Amnon Lord a uno de los periodistas más brillantes del país. Su columna semanal en el diario Makor Rishón (titulada Contra la corriente) es una cátedra sobre el fracaso de la izquierda israelí de la que el propio Lord proviene. Su breve libro Perdimos lo más preciado (1988) muestra testimonialmente cómo dicha izquierda desbarrancó del socialismo al nihilismo (según el subtítulo de la obra), o más crudamente, del estalinismo al auto-odio.

Amnon Lord ha complementado su trabajo con una reciente biografía del más vitriólico exponente de esa izquierda póstuma: Uri Avnery, titulada Asesinato entre amigos (2011), en la que explica cómo Avnery es en buena medida responsable del blanqueamiento de Yasir Arafat en Occidente.

Cabe mencionar la obra más reciente de Robert Wistrich, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén considerado autoridad mundial en el tema de la judeofobia. De su treintena de libros publicados, el último se titula: De la ambivalencia a la traición: la izquierda, los judíos e Israel (2012) y constituye un ilustrativo vademécum sobre el distanciamiento del que hablamos.

Wistrich desgrana cómo, durante los dos últimos siglos, la izquierda ha venido dándole la espalda al pueblo judío, asediado y amenazado. Asimismo, recorre las biografías de varios teóricos socialistas de origen judío, notablemente León Trotsky, y explica por qué optaron por una utopía que los llevaba a abandonar a los israelitas perseguidos. Para concluir, repasa los principales mitos antisionistas.

En buena medida, los ex judíos que hoy son judeofóbos de izquierda, heredaron el mal de aquellos revolucionarios del siglo XIX y de principios del XX, aunque los personeros actuales se excedieron al aliarse aun con el clericalismo más reaccionario, con los islamistas radicales que encarnan la completa antítesis de una supuesta cosmovisión de progreso y confraternidad humana.

Según Wistrich, ni aun los más extremos de los revolucionarios antijudíos del pasado hubieran quedado contestes ante la imposición de la charia, la mutilación genital femenina, los crímenes por honor familiar, los atentados suicidas, o las exhortaciones a acabar con Israel.

El más venenoso de todos los actuales amerita un libro íntegramente dedicado a desenmascararlo. Lo tiene desde hace un lustro en el Diario de un anti-Chomskysta (2007), una colección de ensayos de Benjamín Kerstein, quien atina en caracterizarlo aun en el detalle psicológico.

Noam Chomsky y la difusión del odio

Kerstein muestra cómo Chomsky, colocado en el pedestal de especialista y erudito por la izquierda mundial, no pasa de ser un desvergonzado mentiroso que apela a los instintos de su audiencia y no a su raciocinio.

Kerstein se detiene también en las formas: el lenguaje abusivo con el que «el último totalitario», maltrata a simples estudiantes que se permiten contradecirlo; la hipocresía con la que sostiene simultáneamente argumentos y contraargumentos. Chomsky es presentado como el último sobreviviente de un grupo de intelectuales que aprueban la violencia política sistemática. Aunque parecieran destacar por la defensa de los derechos humanos, en la práctica son la antítesis de ello, apoyando sistemáticamente a los regímenes más sanguinarios.

Lejos de ser el ejemplo de un intelectual o académico, Chomsky constituye una especie de gurú, o de monje de un culto que deja a sus seguidores emplazados en sus prejuicios y su odio, y les impide pensar de un modo crítico.

Para asegurarse lealtad, echa mano del chantaje emocional y moral y, maniqueamente, descalifica por malvado a todo el que disiente con él, y azuza a sus seguidores como si fueran la vanguardia del bien.

En su desdichado debate con Michel Foucault, como Chomsky no pudo responder en qué basa su moralidad, se limitó a argüir que hay un orden moral y ético inherente a los seres humanos. Cuando Foucault le cuestionó cómo es posible saber de la existencia de ese orden, la única respuesta de Chomsky fue que «es así porque así lo cree él». Para dar ulterior validación a su posición, tachó a Foucault de «la persona más amoral que jamás conociera».

Los argumentos de Chomsky son cabalmente emocionales, no intelectuales. Y si logra confundir al respecto, es porque se expresa en un tono intelectual y calmo, que esconde a un hombre muy airado. Una ira que no proviene de consideraciones políticas cualesquiera.

Entre las mentiras más denunciadas de Chomsky, destaquemos dos. La primera: que hubo (y de hecho sigue habiendo) una alianza entre los EEUU y los nazis. Así lo explicita en su libro Lo que realmente quiere el Tío Sam (1992). Ahora bien, teniendo en cuenta que nunca hubo alguna alianza entre los EEUU y la Alemania nazi, y mucho menos pudo haberla habido después de 1945, la aseveración resulta cuando menos calumniosa. Para Chomsky hay, además, una equiparación moral entre los EEUU y el Tercer Reich.

Otra mentira se refiere al genocidio camboyano (1975-1979). Chomsky comenzó por negar que las matanzas de Pol Pot hubieran tenido lugar. Mientras la masacre se perpetraba, Chomsky logró desviar el debate de cómo detener el genocidio, al de si efectivamente estaba ocurriendo.

Como Chomsky jamás admite haber estado equivocado en nada (de ahí probablemente su desprecio por el psicoanálisis), cuando no pudo negar más el genocidio de los jemeres rojos en Camboya, saltó ágilmente a culpar del mismo… a los EEUU.

Es un procedimiento chomskiano habitual: cuando sus mentiras quedan al descubierto, procede a relativizarlas, en general de este modo: «cualquier crimen cometido por los jemeres rojos, nunca puede haber sido tan grave como el accionar de EEUU en Vietnam». Similarmente plantea los atentados del 11S: «aun si fuera grave, nunca podría serlo tanto como la presencia norteamericana en Sudamérica».

La otra vía chomskiana para blanquear su mendacidad es así: «aun si Pol Pot hubiera consumado crímenes, debo evitar que queden expuestos para que mis contradictores no parezcan tener razón, ya que ellos, después de todo, son la maldad encarnada».

Así, a Chomsky la mentira le resulta siempre un recurso moralmente aceptable.

Una interesante reflexión de Kerstein es que Chomsky no es célebre por sus libros, numerosos, tediosos y reiterativos, sino precisamente por su ideología, que es un último refugio para los amargados que han fracasado ideológicamente. Es decir que nadie se hace chomkista por leerlo o, como podría decirse de los comunistas en general: «primero se convierten a la religión, y sólo después leen las escrituras apropiadas».

En cuanto al furioso anti-israelismo de Chomsky, ya después de la Guerra de Yom Kipur (1973) su libro ¿Paz en el Oriente Medio? (1975) es una serie de artículos que se repiten una y otra vez (con la excepción del último) y que otorgó al antisionismo la ubicua legitimidad de la que goza hasta hoy en el mundo académico. Lo que Chomsky escribe de Israel no es crítica, sino difamación. Su discurso incendiario, que podría hacer estallar la violencia en zonas conflictivas, llevó al Gobierno israelí, en 2010, a la excepcional medida de negarle la visa de ingreso al país.

Chomsky menciona su origen judío (su padre fue un eximio hebraísta) para impugnar equívocamente el argumento de que el impulso por destruir Israel es judeofóbico. Según Kerstein, sólo a partir de la Intifada de los atentados suicidas (2000-2005) y su sangriento frenesí, hubo quienes comenzaron a cuestionar a la judeofobia de la izquierda, lo que en alguna medida fue un fracaso para Chomsky.

En general, debe criticarse sin temor a los intelectuales que defendieron las ideologías más monstruosas, sean Heidegger o Sartre. Chomsky, empero, es un caso especialmente peor, porque no defendió las aberraciones: creó una, y dedicó su talento sofístico para justificar actos horrorosos. En cuanto a cómo denominar una vida dedicada a la maldad política, para Kerstein la respuesta es dura: Chomsky es un monstruo.

 

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