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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 5
Artículos

El virus, la judeofobia

Gustavo D. Perednik

Durante una crisis mundial es previsible un incremento de la judeofobia

rugbyvirus

Podía preverse que la actual pandemia generaría judeofobia, o más precisamente que catalizaría ese odio antiguo y singular. En efecto, era dable suponer desde el comienzo que en alguna etapa los judíos serían acusados en bloque de ser los propagadores del Coronavirus, o de lucrar con él. Lo que se requería para entrever tal desenlace es simplemente una apropiada comprensión del modo en que la judeofobia opera como fenómeno demonizador.

Y bien, la Universidad de Oxford acaba de llevar a cabo una encuesta ya publicada, según la cual uno de cada cinco británicos cree que la culpa de la actual pandemia la tienen los judíos.

El estallido supersticioso era previsible, decíamos, porque la judeofobia consiste en canalizar malestares  por medio de señalar al colectivo judío como peligroso y poderoso, y por ende culpable. No importa culpable de qué. Los dos mentados estereotipos permiten imputar a dicho grupo un rol de deicida o bien de clandestino monarca planetario.

Una de las doce conclusiones a las que llego en mi libro sobre el tema es que, a diferencia de todo otro odio de grupo, la judeofobia consigue neutralizar las constricciones morales, ya que siempre permite al agresor plantarse como víctima del “más poderoso”.

Por ello, cuando un fenómeno como el Coronavirus se despeña hacia teorías conspirativas, casi invariablemente se lo achaca a los judíos. Ningún otro grupo les sirve, ya que para que un odio de grupo tenga fertilidad social continua, debe no generar culpas en el agresor ni en el promedio de la población. Hace un siglo y medio, el pogromista ruso asesinaba a los pobres campesinos judíos y violaba a sus hijas, pero aducía estar combatiendo a “los Rothschild que dominan todo”.

La judeofobia permanece agazapada a la espera de alguna tragedia para endílgarsela “al dominador”, y así se distingue de los otros odios de grupo. No constituye una actitud discriminatoria, sino un fenómeno demonizador. Ya el mismo Himmler había propuesto cínicamente establecer una estación de radio que “contratara personas para escuchar cada vez que anuncien que se ha perdido un niño. Podríamos proclamar entonces por radio que, en tal lugar, un niño ha sido degollado por los judíos seguramente con fines rituales. Así activaríamos considerablemente la propaganda”.

Las muchas organizaciones dedicadas a contrarrestar la judeofobia tienden a omitir esta patente especificidad, y al hacerlo impiden combatirla cabalmente. Mientras no quede claro en qué consisten las artimañas privativas de la judeofobia, volverá a explotar con violencia verbal o física cada vez que surja un problema suficientemente grave como para concitar la atención pública, o como para permitirle al judeófobo expresarse sin reparos.

El 31 de mayo pasado en el centro de Buenos Aires, durante una manifestación contra la cuarentena impuesta por el gobierno, el filonazi Alejandro Biondini (h) acusó de la plaga, por televisión, a “los sionistas” y a los “medio-judíos” que gobiernan, ejemplificando su “tesis” con nombres de diversas épocas y países que generan la impresión de un gobierno secreto mundial e inmemorial.

Lo más notable es que el periodista que le ofrecía el micrófono no cuestionó la infamia, y se circunscribió a inquirir si el entrevistado se oponía o no a la cuarentena.

El comienzo de las acusaciones sobre esta pandemia pueden rastrearse a los medios oficiales de Irán y de Turquía, los dos gobiernos abiertamente judeofóbicos. Dado que al comienzo Irán se hallaba entre los países más afectados, la patraña consistió en advertir que “Israel manufactura el virus a los efectos de enfermar a su enemigo”.

La television estatal iraní culpaba a “los sionistas” y recomendaba al público que no se dejara engatusar por vacunas desarrolladas en Israel. A tal punto lo hizo, que el ayatolá Nasser Makarem Shirazi debió aclarar que “si no llegara a haber ningún substituto, la sharía permite inmunizarse incluso con vacunas israelíes”. (Reconozcamos que más coherente que él fue Roshan Salih, uno de los promotores del BDS que exhorta al boicot anti-israelí. Confesó que “preferiría infectarse, antes de tener que inmunizarse con un producto israelí”).

El profesor iraní Ali Karami, de la Universidad Baqiyatallah de Ciencias Médicas, definió en televisión al coronavirus como “un arma biológica étnica sionista para atacar el ADN iraní”. Otro clérigo aducía, esta vez en la televisión iraquí, y siempre sin ser cuestionado, que “el Corona es un plan israelí para reducir la población mundial”.

El 22 de marzo, el Líder Supremo de Irán Alí Khamenei alertó sobre “los fantasmas que conspiran contra Irán”. Sobre la voz “fantasmas”, su portavoz Ahmad Abedi aclaró prestamente que se refería a “los judíos, especialmente los sionistas, que están detrás de las cuestiones sobrenaturales y satánicas, en las que está involucrado el Mossad, su servicio de inteligencia, tal como muestran las  evidencias”.

En Turquía, los líderes islamistas citaban por los medios a su ex-Premier que había sido amigo de Jean-Marie Le Pen, y quien sentenció que “el sionismo es una nociva bacteria de cinco mil años de antiguedad”.

Después de iraníes y turcos

Llegó luego el turno de los palestinos. Simultáneamente, sus líderes exigían por un lado que el Estado judío les resolviera su vulnerabilidad ante la pandemia, y por el otro acusaban a Israel de provocarla. El diario oficial al-Hayat al-Jadida publicó el 16 de marzo una caricatura del Coronavirus bajo la forma de un tanque israelí atacando a niños. Todo ello, a pesar de que los médicos palestinos eran reiteradamente invitados a hospitales israelíes para estudiar cómo lidiar con el virus.

Las fábulas de judíos como propagadores de enfermedades fueron siempre centrales en la mitología judeofóbica. De hecho, según el primero de todos los mitos (de hace veintitrés siglos) los judíos transmiten la lepra. Así, a mediados de 2009 el principal diario sueco, Aftonbladet de tendencia socialdemócrata, publicó que el ejército israelí mata palestinos para que los médicos hebreos puedan traficar con sus órganos vitales.

Los palestinos repitieron la patraña en 2016. El presidente Majmud Abbas denunció en la asamblea plenaria del Parlamento Europeo que “un rabino solicitó del gobierno israelí que envenenara nuestro suministro de agua”. No solamente que nadie objetó su agresión, sino que muchos parlamentarios europeos se pusieron de pie para aplaudir el discurso, y el entonces presidente del Parlamento (el socialista alemán Martín Schulz) lo elogió por “inspirador”. 

Dos días después, Abbás mismo, acostumbrado a la impunidad que protege a la judeofobia,  admitió que el cuento del rabino había sido totalmente inventado; su aclaración no despertó condenas y casi no fue recogida en los medios. Tampoco recogieron que el Primer Ministro palestino, Mohamed Shtayyeh, viene argumentando que los soldados iraelíes escupen en las manijas de las puertas de coches palestinos para propagar el virus.

Huelga aclarar que en ningún momento la Unión Europea supedita su dadivosas donaciones a la Autoridad Palestina a la mínima exigencia de que deje de difundir judeofobia.

El gran antecedente histórico de endilgar a los judíos una pandemia ocurrió en 1348 con la Peste Negra medieval. Una epidemia múltiple (bubónica, septicémica y neumónica), causada por el bacilo pasteurella pestis, arrasó a casi cien millones de personas, un tercio de la población europea. En los centros de alta densidad poblacional, como los monasterios, la tasa de mortandad era superior.

La reacción popular fue extrema: o bien se buscó refugio en el arrepentimiento y las súplicas a Dios, o bien en el libertinaje y el vandalismo. Las dos actitudes se combinaron, y ambas arremetieron contra los judíos, quienes fueron acusados de envenenar los pozos de agua para destruir la cristiandad. Miles de judíos fueron masacrados, desde España hasta Polonia, destruyendo trescientas comunidades. Los llamados “Flagelantes” recorrían Europa y expiaban sus pecados matando judíos a su paso. En Maguncia, seis mil israelitas fueron llevados a la hoguera, y en Estrasburgo dos mil más fueron quemados en una pira gigantesca en el cementerio.  

En 2020, la onda expansiva del mito rebasó el eje del mal Irán-Turquía-Autoridad Palestina, y en las redes pulularon los supremacistas blancos, los católicos preconciliares y los neo-nazis, sumándose a la gran mentira: “los judíos” difunden el virus para ganar dinero. David Duke se quejaba del virus porque “Israel y el sionismo global han vuelto a sus viejos ardides”.

El fortalecimiento de la mitología judeofóbica lleva a un incremento del fenómeno, como viene corroborándose en los últimos años. El Centro Kantor de la Universidad de Tel Aviv para el Estudio del Antisemitismo, informó este año sobre un aumento del odio, especialmente durante el Coronavirus. Los judíos empezaron siendo presentados como “transmisores del virus” y terminaron como un virus en sí mismos. Una caricatura palestina enseñaba que “venimos luchando contra el Corona desde hace setenta años, y lo destruiremos”, y el clérigo Ahmad Al-Shahrouri alertó en la televisión jordana el 8 de marzo que “los judíos son más peligrosos que el coronavirus, el SIDA y el cólera”.

Desde hace un mes, un nuevo término comenzó a viralizarse en Internet: “Holocough” (Holocaus-TOS). Bajo esa palabreja, Islamistas y nazis transmiten el mensaje de que “si tienes el bicho, abraza y pasaselo a todos los judíos”. Una exhortación al genocidio por contagio.

Una serie de organizaciones, entre ellas el llamado "Centro Latinoamericano de Intercambio Cultural Iraní" sito en Caracas, propulsan  una simbiosis semántica entre “Coronavirus” y “judíos”. Así, hablan del "COVID 1948, es decir el inicio de la pandemia sionista en el mundo", e instan así a que “los” virus que atacan a la humanidad sean  destruidos.

Ya el año pasado se había registrado un incremento del 18% de episodios judeofóbicos en el mundo, también entre los católicos preconciliares como el italiano Giovanni Gasparro, quien acaba de revivir artísticamente el libelo de sangre, y mucho más en la izquierda: decenas de Ayuntamientos españoles proclaman “liberarse del apartheid israelí” (el alcalde de Cádiz fue especialmente ácido en su derrame de odio).

Para enfrentar la judeofobia es necesario alejarnos de la tentadora tendencia a universalizar el fenómeno y ubicarlo como “un odio de grupo más”. Hace casi una década nos hemos referido a esa actitud denominándola escape a Vitrubio. En 1891, lo había adelantado Ajad Haam en su ensayo Servidumbre en la libertad, en el que satiriza a quienes desjudaizan la judeofobia para poder sumarse a la humanidad: “Bandidos armados me rodean y yo grito: ¡Socorro, un hombre está en peligro!”.

Miércoles, 10 de junio de 2020.

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