El Catoblepas · número 206 · enero-marzo 2024 · página 5

El Estado deicida
Gustavo D. Perednik
La secularización del principal mito teológico de la antigüedad
A fin de descargar impunemente deseos crueles y ánimo de violencia, no hay canal más eficaz que la judeofobia. Su ubicua disponibilidad se debe a que reposa sobre una mitología muy arraigada y difundida de la que puede echarse mano prestamente. En efecto, se trata del odio más exitoso porque permite, sin grandes esfuerzos, justificar toda agresión. Quien desee, íntima o abiertamente, golpear, violar, humillar, o simplemente desahogar un malestar, verá la conveniencia de acometer contra el judío, y luego purgar su furia con una denuncia usualmente indiscutida: el blanco de su ataque domina el mundo, o es genocida o intrínsecamente vil. Este mecanismo conlleva un beneficio accesorio: el judeófobo se ve recompensado por un aura justiciera, y por ello, atacar a los judíos se le aparece como un negocio redondo. Este odio, el más antiguo y obsesivo, el más letal y universal, el más tenaz y recurrente, se ha estandarizado como la cloaca social preferida.
En los últimos meses, el fenómeno ha cobrado fuerza, a partir de la invasión genocida que sufrió Israel el 7/10 pasado. Para verificarlo bastará con revisar las manifestaciones anti-israelíes en las que el grito de “Palestina libre del río al mar” disimula lo obvio: que la peculiar “liberación” vociferada equivale a la consumación de una masacre de los judíos israelíes. Una masacre que fue perpetrada hace medio año por Hamás, que se compromete explícitamente a completarla apenas pueda. Los que más bregan por facilitárselo son quienes reclaman un cese del fuego, léase: piden dejar a Hamás parcialmente en el poder, y obligar a Israel a abandonar a sus secuestrados (unos 134 siguen en cautiverio sin que se permita verificar su condición).
No existe otro país en el mundo que deba padecer la vista de multitudes en muchos países expresando una cruda avidez por destruirlo enteramente. Sólo sobre el judío de los países pende semejante amenaza. No porque sea el peor país del mundo, sino porque el odio contra su pueblo forma parte intrínseca de la cultura establecida.
(Agreguemos una íntima convicción. Israel ha surgido de las cenizas de Auschwitz. Con una resiliencia sin igual, ha desecado pantanos, construido universidades de prestigio, convertido un yermo en un mar de árboles; ha llevado la agricultura a horizontes inéditos, lanzado satélites, llevado la mejor medicina a todos los estratos, construido centros cibernéticos y de música, carreteras y hospitales de vanguardia para judíos y árabes; ha creado una sociedad plural, culta, de Premios Nobel y avances científicos; una democracia vibrante; una de las sociedades que más asiste a los países golpeados por catástrofes. Un oasis en un desierto de dictaduras violentas y opresoras. Por ello, intuyo que, aunque no es ineludible amar a Israel, sí se requiere una profunda perversión para odiarlo, sobre todo del modo tenaz e irreversible en el que está ejerciéndose ese odio.)
La perversión queda confirmada con un dato adicional: las referidas manifestaciones supuestamente “pro-palestinas” silencian que la “liberación” que reclaman, precisamente se inició el 7/10 con una invasión de tres mil salafistas que procedieron a la violación de decenas de mujeres ante sus familias; al asesinato deliberado de niños delante de sus padres y de cientos de jóvenes que bailaban, a la tortura de ancianos, y al secuestro de centenares de civiles. Todo ello es omitido como si nunca hubiera sucedido, y se salta sueltamente a exigir la destrucción del país de los judíos, único él, en el concierto de las naciones, que parecería tan incorregible que sólo le cabe desaparecer del planeta. Y a los manifestantes no les suena que sus propias exhortaciones se concatenan con las del Tercer Reich hace poco menos de un siglo. El alarido sigue siendo el mismo: “¡Juda Verrecke!, ¡Judería pereced!”.
No resulta exagerada la comparación entre el nazismo y la corriente versión del antisionismo. Hoy en día, Israel, tal como los judíos en el pasado, es señalado como la cabal encarnación del mal, o según veremos, como el Estado deicida.
Cabe recordar que en los países que rodean a Israel no existe ni una sola democracia, ni universidades de prestigio. No hay en ellos libertad de expresión, ni de investigación en Humanidades y en Ciencias Sociales. En muchos de ellos se practica a mansalva la pedofilia y los asesinatos de doncellas “por honor familiar”; castigan con amputaciones, flagelaciones, y duras condenas a “desvíos sexuales”. Sin embargo, y ante tan abrumadora evidencia, los antisionistas en Occidente eluden escudriñar la calamidad, y se circunscriben a descalificar la única parte verdaderamente libre de la Palestina histórica.
Los comienzos de la judeofobia
Dijimos que la facilidad para activar la judeofobia deriva del arraigo de los prejuicios que la abonan. La pregunta de por qué existe tal arraigo lleva necesariamente a la dilucidación de cuándo comenzó la judeofobia. Al respecto, hay unas diez respuestas. Siete de ellas pueden ser tildadas de “bíblicas”, en el sentido de que remontan el inicio del odio antijudío a la época de la Biblia Hebrea, y en este texto pueden identificarse sus vestigios más tempranos.
Entre los autores que optan por rastreos a esas épocas remotas destacan: Hermann Gunkel y Theodor Mommsen, quienes retrotraen la judeofobia a los primeros hebreos durante la Edad de Bronce; Charles Journet, quien sostiene que la judeofobia se inició con un faraón egipcio; Ben Hecht, que la atribuye a la reina Izebel en I Reyes 18, y otros que vinculan el comienzo del fenómeno a Hamán (visir del rey persa Jerjes I en el libro de Ester) u otros. Con todo, las dos teorías académicamente más aceptadas son las que ubican las raíces de la judeofobia en el helenismo hace 2300 años o bien en el cristianismo hace 2000.
La primera postura ubica las primeras expresiones de judeofobia en Alejandría, y el primero de los mitos emergentes es que los judíos transmiten la lepra, como sostuvo el sacerdote Manetón. La segunda postura historiográfica sugiere que, dado que el cristianismo se propuso inicialmente heredar al judaísmo, necesitó autoafirmarse por medio de descalificar a la religión madre (precisamente para legitimar la herencia), y así engendró una mitología mortífera que abarcó el libelo de sangre, la profanación de la hostia, y otros mitos.
Quienes adhieren a la segunda postura no pasan por alto la judeofobia pagana, pero, tal como explica Jules Isaac (Las raíces cristianas del antisemitismo, 1956) consideran que con el afianzamiento del cristianismo el odio se arraigó, difundió, profundizó y oficializó. He escrito un libro para extenderme sobre esta cuestión.
De entre la referida mitología judeofóbica, el primero de los mitos cristianos quizás resume en sí a todos los demás: el supuesto crimen del deicidio, que se originó en el año 150. No es nuestro propósito desmenuzar aquí la historia de la crucifixión de Jesús por los romanos, ni tampoco analizar la inconcebible noción teológica de que los judíos mataran a la divinidad.
Si bien no nos detendremos pues en las connotaciones místicas de la idea, cabe mencionar que ellas aún persisten. Por ejemplo, Mehdi Taeb es el líder del “equipo Omar para la meditación” al que pertenece el líder supremo de Irán, Alí Jamenei. Según Taeb, los judíos están dotados de poderes mágicos, invencibles y hereditarios, y mediante ellos atacan a Irán, inventan el Holocausto; controlan tanto el mundo como las fuerzas naturales, y aun las decisiones divinas. Hasta aquí la doctrina de los ayatolás iraníes.
Evitaremos adentrarnos en semejantes elucubraciones y dislates, y nos enfocaremos aquí en la secularización del concepto del deicidio, que tiene como efecto la convicción de que los judíos son un grupo maligno, poderoso en grado sumo, y peligroso para el mundo. Si bien en este esquema no se hace referencia a una deidad, sí están presentes en él los otros componentes del deicidio. De un modo secularizado perdura el viejo mito del deicidio, y se dirige hoy en día, principalmente, no ya contra la religión de los judíos, ni contra sus derechos civiles o su comunidad, sino contra su Estado.
El sionismo e Israel son presentados, particularmente a partir del estallido de la Guerra Espadas de Hierro (7-10-23), como entidades semidiabólicas que deben ser detenidas a toda costa. Lo atestigua el tenor de los carteles que suelen exhibirse en las manifestaciones: “Israel es una desgracia para la humanidad” o “Limpiemos al mundo de Israel”. Esta demonización tiene como consecuencia que el judeófobo queda exento de toda necesidad de revisar los hechos: no es tan importante si Israel atacó gratuitamente un hospital o no, si efectivamente baleó a una multitud o no. No importaría que no hubiera hecho nada de lo que le acusa, porque en su mismísima naturaleza hay una ínsita tendencia a destruir despiadadamente. Si no lo ha hecho en una ocasión en particular, pues será en otra futura.
La reticencia a abordar el problema
En 1669, el judío Raphaël Lévy partió de la aldea francesa de Boulay hacia Metz a los efectos de adquirir un cuerno de carnero (shofar). En las cercanías desapareció un niño cristiano, y ello bastó para que Raphaël fuera detenido: después de todo “se sabía” que los judíos usan ritualmente sangre de niños. Diligentemente, el tribunal lo encontró culpable de infanticidio. Sin embargo, el cadáver del niño fue inmediatamente hallado, devorado por lobos. Pese a ello, el tribunal de Metz no se rectificó y Raphaël fue quemado en la hoguera. Todos supieron de su inocencia, pero “por las dudas” los jueces exigieron el castigo, y también la expulsión de los judíos de la ciudad.
De ese modo funcionan los mitos arraigados: suele resultar imposible refutarlos racionalmente. Así con el desdichado Raphaël, así con el deicidio y con el dominio judío del mundo; así con que Israel es el agresor por el hecho de existir. Los judeófobos construyen una mitología que les permita matar o aprobar la muerte.
Nos encontramos ante la ola más arrolladora de judeofobia desde la Shoá. Cientos de millones de europeos consideran que Israel es genocida. Uno de los máximos estudiosos de la judeofobia, Manfred Gerstenfeld, publicó hace diez años un artículo titulado La visión criminal europea sobre Israel que incluye un estudio de 2011 de la Universidad de Bielefeld, encargado por la Fundación Friedrich Ebert, del Partido Social-Demócrata Alemán. Según el estudio, unos 150 millones de europeos ven a Israel como satánico. Más o menos la mitad de los europeos creen que Israel lleva a cabo el exterminio de los palestinos, a pesar de que la población palestina no deja de crecer.
La cuestión palestina es central, porque es el nuevo mito incorporado a la mitología judeofóbica (leprosos, diabólicos, profanadores, amos, genocidas, etc.), es decir la grotesca idea de un pueblo palestino milenario y despojado. No entra en su mendaz construcción el hecho de que jamás hubo un Estado palestino. Tampoco el dato de que los “palestinos” eran los judíos de Sion hasta que ganaron su independencia combatiendo al imperio británico y pasaron a denominarse “israelíes”. De este modo el novedoso gentilicio “palestinos” fue abandonado en un limbo semántico para que los islamistas terminaran apropiándose de él.
Si no se aborda esta farsa será arduo enfrentar la judeofobia. Y he aquí el quid del problema. Por un lado no es posible desenmascarar la judeofobia sin desmontar la patraña de “la causa palestina”, pero, por el otro, tal procedimiento se ve trabado por lo políticamente correcto y el deseo de “no provocar”.
Así las cosas, el engaño es insuficientemente refutado, y las mentiras “palestinas” van reproduciéndose intactas: desde que “Jesús fue palestino” hasta que “Palestina abrió sus puertas a los refugiados judíos”.
Es cierto: poner en evidencia la falsedad de la “causa palestina” no conseguirá terminar con la judeofobia, pero por lo menos será un adecuado comienzo, ya que es el mito más activo de la vasta mitología.
El horizonte se perfila gris, porque no hay factores importantes que encaren el desenmascaramiento de la mentira, o que vean una prioridad en la educación contra la judeofobia. A los ojos de una buena parte de la humanidad, el judío sigue siendo deicida.