El Catoblepas · número 211 · abril-junio 2025 · página 5

Impugnación del palestinismo
Gustavo D. Perednik
En su artículo 200º para El Catoblepas, Perednik reafirma la verdad histórica ante la propaganda palestinista
El idioma klingonés fue creado para la serie Star Trek como lengua extraterrestre. Artificial como es, cautivó a muchos, y ya ha dado lugar a una academia para difundirlo, un diccionario, varias obras de teatro y miles de hablantes. En klingonés, asimismo, pueden leerse, entre otros clásicos: Hamlet, El Principito y Alicia en el País de las Maravillas. Hasta aquí, la descripción de un pasatiempo para aficionados. Pero traspasó el límite moral de mero entretenimiento en el caso del niño Alec d'Armond Speers, a quien el klingonés le fue enseñado como lengua materna. Privar a un infante de un lenguaje natal de utilidad, es abusivo.
Un abuso similar puede producirse al crear Estados. Los primeros de ellos, hace unos cinco milenios, fueron hijos de la urbanización y de la legislación resultante de la escritura. Sus objetivos, inicialmente referidos al concepto de la voluntad divina, se trasladaron al del contrato social. El sujeto de la soberanía también se deslizó desde la heredad del monarca a la nación, y ello gracias a las tres revoluciones: inglesa, norteamericana y francesa.
Así fue abriéndose camino la naturaleza actual de Estado nacional, reflejo de las definiciones propias del siglo XIX, tales como que “es la conciencia de un pueblo” (Hegel), o su “personificación” (Johann Bluntschli). Otras definiciones prevalecen hoy en día, verbigracia: “organización de instituciones burocráticas estables que otorga soberanía a una población en un territorio determinado”.
A los efectos de este artículo, resaltamos el criterio del propósito. Los Estados sirven a ciertos objetivos, como mantener el orden, preservar una cultura o proteger a una población. Sin embargo, si su propósito se centra en destruir, el Estado en cuestión constituye un abuso, tal como el que previsiblemente resultaría de la presente campaña por instaurar un Estado palestino, impulsada por varios gobiernos con el francés a la cabeza. La iniciativa no tiene otra meta que la suplantación del único Estado judío del mundo. Ya nos hemos extendido en que la raison d’être del movimiento nacional palestino es, y siempre fue, la desaparición de Israel. Cabe ahora pormenorizar algunas de sus aristas, a saber: la ética, la histórica, y la demográfica.
La cuestión ética
Si como corolario de la Segunda Guerra Mundial se hubiera otorgado a Alemania el control de las regiones disputadas de Alsacia y Lorena, la infamia habría sido patente. Era inadmisible que la enorme agresión del Tercer Reich fruteciera en algún logro político para los agresores. La premisa de todo incentivo a la paz, es que nunca el agresor se beneficie de las guerras que desata. Y bien, después del 7/10/2023, tal es el primer argumento para objetar un Estado palestino.
En principio, duele reparar en que, después de la invasión genocida que sufrió Israel, con 1200 asesinados, vejaciones públicas (a veces hasta la muerte), torturas de niños delante de sus padres y viceversa, cientos de secuestros, y todo ello filmado y exhibido jactanciosamente por los bárbaros, cuesta aceptar que después de ese fiero punto de inflexión en la historia judía, se avivara en varios países una ola de hostilidad contra la víctima.
El mes siguiente al genocidio, Pedro Sánchez llegó a Jerusalén para regañar a Israel y luego quejarse de que “le obligaran” a mirar el vídeo de las atrocidades. Sin necesidad de caer en tamaña crueldad, en estos días siguen agitándose varios reclamos por erigir el primer Estado palestino de la historia. No es casual que quienes lo demandan, como José Manuel Albares (25-5-25), piden, al mismo tiempo, sancionar a Israel. Acaso perciben que el esperpento reclamado constituiría un castigo al agredido, así como un premio al victimario, y también un retroceso conspicuo del sendero a la paz.
Engañosamente, Albares lo formuló como una exhortación a “revivir la solución de los dos Estados”. Recordemos, primeramente, que de los dos Estados anhelados, uno existe desde hace 77 años, durante los que ha redimido el desierto y reintegrado derechos al pueblo judío despojado y perseguido durante dos milenios. Pero pareciera que la parte ya lograda de la “solución” se entiende como un problema. En cuanto al segundo Estado insinuado, no hay nada que “revivir” ya que se trata de una quimera que, como veremos, ni siquiera llegó a ser una propuesta.
El Estado “palestino” jamás se consumó, ni aun parcialmente, debido a que los palestinos obstinadamente rechazaron la posibilidad, empeñados en el único objetivo que los motiva: no construir, sino destruir el Estado judío, independientemente de cuál fuere su tamaño o su conducta. La inflexible demanda de los palestinos no resulta de su opresión, sino de la empatía que se les depara en Europa y en los medios. Su terrorismo se premia con ciego apoyo, de modo que no les conviene abandonar la lucha mendaz. Les tocó el enemigo ideal para asegurarse popularidad.
Agreguemos la necesaria pregunta: solución, ¿de qué problema? Si lo que debe resolverse es la guerra, en ese caso un Estado palestino no haría más que echar leña a la violencia. La historia muestra que toda vez que se vislumbró la posibilidad concreta de establecerlo, se desató una sangrienta ola de atentados. Es dable deducir que el “problema” que se insinúa se llama Israel, y que la propuesta de “solución” es una más en la larga serie de intentonas al respecto.
Los palestinos afirman con pertinacia que nunca admitirán la legitimidad de un Estado judío, y adoctrinan a sus hijos en ese principio. Por lo tanto, lo de “los dos Estados” no es sino una artimaña para acabar con Israel. En el mejor de los casos, el propuesto Estado palestino estaría dispuesto a convivir por un tiempo con un vecino de nombre “Israel”, aunque inmiscuyéndose desde el comienzo en su vida política “en defensa de los hermanos palestinos oprimidos allende la frontera”. Recuérdese al Reich “defendiendo” a los germano-hablantes de los Sudetes, mientras se encaminaba a “la solución final”. Hoy resulta indecoroso el lema de “mate judíos”, por lo que ha sido reemplazado por “libere Palestina”.
En otras palabras: mientras resida un solo árabe en el Estado judío, podrá vociferarse que hay que “recuperar sus derechos”. Por todo ello, quien favorece un Estado palestino, saltea (deliberada o ingenuamente) que la meta del mismo es eliminar al vecino díscolo. La Unión Europea, a fin de justificar su complicidad con el repetido intento genocida, se ve en la necesidad de inventar pecados de Israel, como por ejemplo el pretendido hambreamiento de Gaza, o bien el inexistente genocidio, la limpieza étnica y todo el repertorio mitológico.
La cuestión histórica
El segundo argumento contra el palestinismo es histórico, y no menos importante. Nunca hubo un Estado palestino, y la Resolución 148 de la ONU (que recomendó la partición de la Palestina Occidental, el 29-11-1947) ni siquiera menciona a “los palestinos”. Habla de un Estado árabe, de los que ya hay veinte (sin ninguna democracia). No proponía un “Estado palestino”. Si bien el documento de la UNSCOP (en el que se basó la Resolución 148) sugiere dividir la Palestina Occidental, no atribuye la propuesta a un pedido de los árabes, sino a la imposibilidad de convivencia entre las dos comunidades (adivínese cuál de ellas hacía imposible tal convivencia). El único pedido de los árabes era que se prohibiera la inmigración de los judíos (a Judea), para de este modo debilitarlos en la antesala de su destrucción.
Más aún: los árabes de la Palestina británica no se autodenominaban “palestinos”. Su principal órgano político, que se consideraba su único representante, se llamaba “Alto Comité Árabe”, creado el 25-4-1936 por iniciativa del nazi Hajj Amin al-Husseini, quien sería en retrospectiva el padre del movimiento nacional palestino. Los partidos políticos árabes, a excepción del comunista, no respondían a ideas, sino a clanes y familias, y no planteaban metas positivas sino quejas judeofóbicas. En 1947 los pueblos árabes fueron arrastrados a una guerra que, desde seis países, se propuso destruir el Estado hebreo en pañales. Tal fallido intento es conmemorado desde hace algunos años con el nombre de “nakba”, la “tragedia” del supuesto pueblo palestino que aún casi no existía. Exponen, ante la atenta escucha de Europa, que, cuando nació Israel, fueron despojados. Pero no hubo tal despojo. La verdadera Nakba fue la frustrada tentativa de masacrar a la pequeña población hebrea de Sion por medio de la múltiple invasión. La “tragedia” consistió en que el agresor fuera derrotado. La Nakba es la mayor patraña en esta historia, que se suma a los otros mitos judeofóbicos como el deicidio o el libelo de sangre.
Hasta 1920, el gentilicio “palestinos” se aplicaba a los hebreos: Fondo Nacional Palestino, Orquesta Filarmónica Palestina, diario Palestine Post –todos judíos–. La brigada israelita reclutada para combatir al franquismo se denominó Brigada Palestina; la que se ofreció al ejército británico contra Alemania fue la Brigada Palestina de Voluntarios Judíos.
La invasión de los árabes contra los israelitas palestinos, proyectaba la imagen de más de cien millones de árabes codiciosos y ensañados con menos de un millón de voluntariosos judíos, la mitad de ellos sobrevivientes del Holocausto. Había que reescribir el cuadro (distorsionarlo) y la ocasión para presentarse como la víctima les llegó con la Guerra de los Seis Días de 1967. El libanés Ahmed Shukeiri, sucesor y alumno del mentado al-Husseini como caudillo árabe-palestino, explicitó la nueva narrativa a inventarse. Los árabes debían modificar su imagen de feroces agresores, para lo que devendrían en “oprimidos palestinos ante el poderoso Israel”. Esta patraña superó a la anterior en su éxito propagandístico, no sólo por la eficacia de su repetición ad náuseam, sino porque responde la necesidad europea de encontrar una subterfugio para deslegitimizar al judío de los países. Ocultar esa verdad “en aras de la paz” es no entender que la paz deber asentarse en la verdad.
La cuestión demográfica
En lo que concierne a Éretz Israel, las dos caras de la demografía habitual son falsas: la “mayoría árabe” y la “minoría judía”. Entre otros historiadores demográficos, Rivka Spak-Lisak enseña que durante los dos siglos que van desde el 100 aec hasta el año 100, habitaron Judea unos tres millones de judíos. El dominio romano los redujo a apenas 200.000 hacia el siglo IV, y tres siglos después la invasión islámica aceleró su decrecimiento. La mayoría de la población de la ex Judea pasó a ser cristiana (no árabe), hasta que la penetración de los mamelucos (turcomanos) la masacró o islamizó.
El primer censo registró, en el año 1525, un total aproximado de 123.000 habitantes, de los que 80.000 eran musulmanes. Eran la mayoría, pero de una población pequeña. De los palestinos actuales, unos pocos descienden de aquellos invasores; en su mayor parte provienen de quienes inmigraron desde los países vecinos, tentados por las fecundas fuentes de trabajo creadas por el sionismo en el hasta entonces desértico país.
En cuanto a los judíos, siempre se adujo el argumento derrotista de la imposibilidad de que un puñado de ellos pudiera sobrevivir en un mar árabe. El historiador Simón Dubnow (asesinado en 1941 en la Shoá), ya en 1898 esgrimió un argumento demográfico para distanciarse del sionismo: “Después de 17 años de labor sionista agotadora hemos logrado, con las donaciones de Rothschild, asentar en Éretz Israel a 3.600 pioneros: 211 por año. Aun si lo inflamos a mil, dentro de un siglo habrá en Éretz Israel unos 100.000 judíos. Incluso si aumentamos esa cifra a medio millón ¿se resolverá con ello el problema?”. Desde entonces, la norma de los demógrafos fue el desaliento.
En términos generales, la historia demográfica de los judíos fascina por sus transformaciones sin parangón. Antes de la Shoá, había en el mundo 16,6 millones de judíos. Hoy en día, casi estamos recomponiendo aquella cifra, con 15,7 millones. Mientras hace 80 años, menos de medio millón de judíos habitaban Israel (un 2,5 % de su total mundial), hoy reside allí casi la mitad de ellos (7,3 millones). Han protagonizado una irreversible revolución, que laboriosamente liberó la Palestina británica de la barbarie y la infecundidad.
Ante la posible pregunta de por qué es necesario refutar el palestinismo, la respuesta es que sin tal refutación se dificultará sobremanera aplacar el embate judeofóbico actual, ya que su principal usina de mentiras deriva de la causa palestina. Contrarrestarla es una labor desagradable y fatigosa, pero indispensable.
Como el del klingonés, el desarrollo del pueblo palestino fue un proceso artificial, cuyo único objetivo es socavar el Estado judío. Que sea artificial, no le quita el derecho de ser tratado con respeto y buena voluntad, salvo cuando sea usado para destruir.